Al señor Papaíto-Piernas-Largas-Smith.
1.º de octubre.
Querido Papaíto-Piernas-Largas:
Adoro la universidad y lo adoro a usted por haberme mandado aquí. Estoy muy, pero muy feliz y casi no puedo dormir de tanta excitación que reina en cada momento de la vida universitaria. No puede usted imaginarse la diferencia entre esto y el orfanato John Grier. En mi vida soñé que existiese en el mundo un lugar como éste. Siento compasión por cualquiera que no sea una chica y por lo tanto se vea impedido de venir aquí. Seguro que no era tan precioso el colegio a donde fue usted de chico.
Mi cuarto está en una torre que era el pabellón de enfermos contagiosos antes de que se construyera la enfermería nueva. En el mismo piso hay sólo tres chicas más: una sénior (son las estudiantes de cuarto año) que usa anteojos y se pasa la vida pidiéndonos por favor que hagamos un poco menos de barullo, y dos freshmen (estudiantes de primer año) de nombres Sallie McBride y Julia Rutledge Pendleton. Sallie es pelirroja, de nariz respingada y simpatiquísima; Julia pertenece a una de las principales familias de Nueva York y todavía no se ha dignado mirarme siquiera. Las dos comparten el cuarto y la sénior y yo tenemos cuartos solas. No es frecuente que las freshmen consigan cuartos individuales, pero yo lo logré sin solicitarlo siquiera. Supongo que a la empleada encargada de la inscripción no le pareció indicado que una chica criada normalmente compartiese la habitación con una expósita. ¿Ve usted cómo todo en este mundo tiene sus compensaciones?
Mi cuarto queda en la esquina noroeste y tiene dos ventanas con una magnífica vista. Cuando se ha vivido durante dieciocho años en un pabellón compartido con veinte compañeras, estar sola resulta muy descansado. Le aseguro que ésta es la primera oportunidad que se me ofrece de trabar conocimiento con Jerusha Abbott. Me parece que me va a gustar…
¿Y a usted?
Martes.
Están organizando el equipo de básquet y tengo oportunidad de que me incluyan en él. Soy chiquita, es verdad, pero muy rápida y fuerte, y movediza como una ardilla. Mientras las demás jugadoras se quedan saltando por el aire, yo me escurro por debajo de sus pies y me apodero de la pelota. ¡Y cuánto disfruto con los entrenamientos!… El campo de deportes, por las tardes, es una pintura, con sus árboles de otoño de tonos rojizos y amarillos y el aire impregnado del olor a hojas quemadas. Y todo el mundo riendo y gritando. Estas chicas son las más alegres y felices que he visto en mi vida… ¡y yo, la más feliz de todas! Pensaba escribirle largo y tendido y contarle de todas las cosas que estoy aprendiendo (la señora Lippett me dijo que usted quiere saberlas), pero ya sonó la campana de la séptima hora y en diez minutos tengo que presentarme en la cancha de básquet con ropa de gimnasia… ¿Verdad que usted desea que me incluyan en el equipo?
Suya, como siempre,
Jerusha Abbott.
P. D. (9 de la noche).
Sallie McBride acaba de asomar la cabeza a mi puerta y ¿sabe usted qué me dijo? Pues lo siguiente: «Extraño tanto mi casa que no lo puedo soportar. ¿No te pasa lo mismo?».
Yo le sonreí y le dije que no, que no extrañaba tanto, que creía poder tolerarlo. ¡He aquí una enfermedad que me he ahorrado: la nostalgia! No me dirá usted que alguien tuvo alguna vez nostalgia de un orfanato, ¿verdad que no?
10 de octubre.
Querido Papaíto-Piernas-Largas:
¿Ha oído hablar alguna vez de Miguel Ángel?
Fue un artista famoso que vivió en Italia durante el Renacimiento. Todas mis compañeras del curso de literatura inglesa parecían estar bien enteradas y la clase entera se divirtió en grande porque yo creía que era un arcángel. ¿Pero acaso no es cierto que el nombre suena como el de un arcángel? Lo malo de la universidad es que todo el mundo da por sentado que uno sabe cosas de las que no ha oído hablar en la vida. Eso me suele poner en aprietos, pero ya aprendí: lo que debo hacer cuando las chicas hablan de algo que no sé, es quedarme muy calladita y buscarlo después en la enciclopedia.
El primer día metí la pata de una manera horrorosa. Alguien habló de Maurice Maeterlinck y yo pregunté si era estudiante de primer año. El chiste ya corrió por todo el colegio. Pero no me importa nada, porque me considero tan inteligente como cualquiera de las chicas y más que algunas.
¿Le interesa saber cómo amueblé mi cuarto? Es toda una sinfonía en marrón y amarillo. Como las paredes estaban pintadas de color gamuza, compré cortinas y almohadones amarillos de sarga y un escritorio de caoba (de segunda mano, por tres dólares), un sillón de mimbre y una alfombra marrón con una mancha de tinta en el medio. Pongo el sillón tapando la mancha y todo queda precioso.
Las ventanas son muy altas, de modo que no se puede mirar hacia afuera desde un asiento común. Entonces se me ocurrió desatornillar el espejo de la cómoda, después tapicé la parte de arriba y la aseguré a la pared justo como para un asiento de ventana. Sacando los cajones de la cómoda se forman escalones, y se puede subir con facilidad hasta el asiento y mirar para afuera… ¡Fantástico!
Sallie McBride me ayudó a elegir todo en el remate que las seniors acostumbran a hacer cuando terminan sus estudios. Sallie vivió toda su vida en una casa y sabe mucho de muebles y decoración. No se imagina usted el placer que siento haciendo compras, pagando con un verdadero billete de cinco dólares y recibiendo el vuelto, yo, que no he tenido en mi vida más que unos centavos en el bolsillo del delantal. Le aseguro, Papaíto querido, que valoro como es debido esa mensualidad que me asigna.
Sallie es la persona más entretenida del mundo y Julia Rutledge Pendleton la más aburrida. Es extraño los errores que puede cometer la empleada de inscripciones en materia de compañeras de habitación. A Sallie todo le parece divertido, hasta la posibilidad de suspender los exámenes, y a Julia todo le aburre. Nunca hace el esfuerzo por ser amable. Cree que el solo hecho de ser una Pendleton le asegura la admisión en el cielo sin examen previo. Julia y yo nacimos para ser enemigas.
Supongo que ya estará usted impaciente por saber lo que estoy estudiando, ¿eh? Bueno, ahí va:
I. Latín: Segunda Guerra Púnica. Anoche, Aníbal y sus huestes montaron campamento en el Lago Trasimeno. Prepararon una emboscada a los romanos y la batalla tuvo lugar a la cuarta hora de esta mañana. Los romanos, en retirada.
II. Francés: Veinticuatro páginas de Los tres mosqueteros y los verbos irregulares de la tercera conjugación.
III. Geometría: Hemos terminado con los cilindros y ahora estamos estudiando los conos.
IV. Inglés: Estudiamos el arte de la exposición. Mi estilo mejora día a día en claridad y concisión.
V. Fisiología: Estamos con el sistema digestivo. La próxima vez, bilis y páncreas.
Suya, en vías de adquirir una educación,
Jerusha Abbott.
P. D.
Espero que no toque nunca el alcohol, ¿eh, Papaíto? Hay que ver las cosas que le puede hacer a su hígado…
Miércoles.
Querido Papaíto-Piernas-Largas:
Me cambié de nombre.
Sigo figurando como «Jerusha» en el registro, pero soy «Judy» para todo lo demás. ¡Es demasiado tener que renunciar a guardarse para sí el único sobrenombre que una tuvo jamás! Claro que lo de Judy no fue invento mío, sino que así me llamaba Freddy Perkins antes de aprender a hablar bien.
Ojalá la señora Lippett tuviera más ingenio en materia de nombres para los bebés que llegan al orfanato. Los apellidos los saca de la guía del teléfono (encontrará usted Abbott en la primera página); los nombres de pila los saca de cualquier parte. Jerusha lo tomó de una lápida del cementerio. Siempre odié ese nombre, pero Judy me gusta. ¡Es un nombre tan tonto! Corresponde a la clase de chica que yo precisamente no soy: una criaturita dulce, de ojos azules, mimada por toda la familia, que pasa por la vida jugando sin ninguna preocupación. ¡Qué lindo si una fuera así!… Cualquiera sea el defecto que se me pueda encontrar, ¡nadie podrá acusarme nunca de haber sido mimada por mi familia! Pero es divertido fingir que lo fui, de modo que, de ahora en adelante, le ruego llamarme Judy.
¿Quiere que le diga una cosa? ¡Tengo tres pares de guantes de cabritilla! He tenido mitones antes, que me ponían en el árbol de Navidad, pero nunca guantes de verdad, con cinco dedos en cada mano. A cada rato me los pruebo y me los vuelvo a quitar.
Es lo único que puedo hacer… ¡como no sea usarlos para ir a clase!
Ahí suena la campana de la hora de acostarse. Adiós.
Viernes.
¿Qué le parece, Papaíto? La profesora de inglés opina que mi última composición acusa «un poco común nivel de originalidad».
Le aseguro que ésas fueron sus palabras textuales. Parece imposible, ¿verdad?, teniendo en cuenta mi formación de estos dieciocho años, ya que el objetivo del orfanato John Grier (como sin duda usted lo sabe y lo aprueba) es convertir a sus noventa y siete huérfanos en otros tantos gemelos.[2]
En cuanto al talento artístico que despliego ante sus ojos, Papaíto, debe de haberse desarrollado en mi tierna infancia a fuerza de hacer con tiza caricaturas de la señora Lippett en la puerta de la leñera.
Espero que no se sienta ofendido cuando critico así el hogar de mi infancia, por favor. Pero usted tiene la sartén por el mango y, si me pongo demasiado impertinente, siempre puede interrumpir el envío de sus cheques. Esto no es muy cortés de mi parte, pero no puede usted esperar que tenga buenos modales, puesto que, como bien sabe, un orfanato no es precisamente una escuela de señoritas.
Hablando de otra cosa, Papaíto, creo que no va a ser el estudio lo que me haga difícil la universidad, sino los recreos. La mitad del tiempo no sé de qué hablan las otras chicas. Todas sus bromas y chistes parecen referirse a un pasado que han compartido todas menos yo. Soy una extranjera en el mundo y no entiendo el idioma que se habla. Es una sensación penosa… y la he sentido toda mi vida. En la escuela secundaria del pueblo las chicas iban en grupos y me miraban. Me encontraban distinta, les parecía rara y todas tenían conciencia de ello. Yo me sentía como si las palabras «orfanato John Grier» hubieran estado escritas en mi cara. De pronto algunas almas caritativas se sentían obligadas a acercarse y decirme algo amable. Las odiaba a todas, se lo aseguro. A las caritativas más que a ninguna.
Aquí nadie sabe que me crié en un orfanato. A Sallie le dije que mis padres habían muerto y que un anciano y bondadoso caballero me costeaba los estudios. Todo lo cual es estrictamente exacto. No quisiera que pensara usted que soy cobarde, pero de veras quiero aparecer igual a las otras chicas, y el Terrible Orfanato que se aparece amenazador en mi pasado es justamente la gran diferencia entre ellas y yo. Si yo fuera capaz de volver la espalda a ese hecho y borrar su recuerdo, creo que me convertiría en un elemento deseable del colegio, por lo menos tan deseable como el resto de las chicas. No creo que en el fondo haya ninguna gran diferencia… ¿A usted qué le parece? Sea como fuere, a Sallie McBride le gusto.
Siempre suya,
Judy Abbot.
(Antes Jerusha).
Sábado por la mañana.
Releí esta carta y no la encuentro muy alegre que digamos. ¿Fue usted capaz de adivinar que tengo una monografía especial que entregar el lunes por la mañana, sin contar un parcial de geometría y un resfrío con estornudos que no paran?
Domingo.
Como ayer me olvidé de echar esta carta al correo puedo agregar una posdata llena de indignación. Esta mañana oímos en la capilla el sermón de un obispo y… ¿qué cree usted que nos dijo?:
«La promesa más beneficiosa que nos hace la Biblia es la siguiente: Los pobres están siempre con nosotros. Fueron puestos en el mundo a fin de que nos mantengamos caritativos».
Hablando de pobres, véame usted como una especie útil de animal doméstico. Si últimamente no me hubiera convertido en una señorita tan bien educada, me habría acercado a él después de terminar el servicio religioso y le habría dicho bien claro mi opinión.
25 de octubre.
Querido Papaíto-Piernas-Largas:
He sido admitida en el equipo de básquet y debería haber visto el moretón que me hice en el hombro izquierdo. Azul y caoba, con pequeñas vetas anaranjadas. Julia Pendleton trató de entrar y no la aceptaron. ¡Hurra!
¡Ya ve usted que alma mezquina la mía!
El colegio se está poniendo cada vez mejor. Me gustan las chicas, los maestros, las clases, los parques y la comida. Nos dan helado dos veces por semana y nunca, nunca, pastel de maíz.
Usted quería que le escribiera una vez por mes, ¿no es así? ¡Y aquí me tiene, acribillándolo a cartas cada tres o cuatro días! Pero estoy tan emocionada con tantas novedades y aventuras, que tengo por fuerza que hablar con alguien y usted es la única persona que conozco. Por favor, perdóneme si me exalto. Ya me voy a serenar dentro de muy poco. Si mis cartas lo aburren, siempre le queda el recurso de tirarlas al cesto de papeles.
Le prometo que no le voy a escribir otra carta hasta mediados de noviembre.
Su siempre locuaz,
Judy Abbott.