Habían llegado al museo. Lagos, Ríos, su padre y Nicolás Dragó lucían agotados por la excursión al laberinto.
Ríos se sentó frente a una gran mesa y Zelmar Canobbio le acercó una lámpara de bronce. Ríos puso la agenda de Aab bajo el círculo de luz.
Una agenda común tiene en una columna los nombres en orden alfabético, y en otra los números de teléfono. Aquí no había orden alfabético y casi no había números.
Al verlos nombres de los inventores de juegos Ríos se quedó maravillado. Los conocía de oídas, porque los profesores en clase contaban sus hazañas, y en las láminas de los libros aparecían reproducciones de sus obras. Ahí estaba la dirección de Bekas Molen, que vivía en lo alto de una montaña de Nepal, y que fabricaba complicados juegos que entraban en unas latitas semejantes a las de la pomada para zapatos. Y el veneciano Armindo, cuyos juegos consistían en cilindros donde se mezclaban el agua y unos aceites de colores, cuyo cambiante aspecto decidía la suerte de los jugadores.
En esa agenda estaba la forma de ubicarlos. No se trataba de llamarlos por teléfono o enviarles una carta. Nada tan simple. Para enviarle un mensaje a Jonás Laska, que vivía en Praga, había que tirar desde cierta torre un avión de papel y tratar de que llegara a un jardín inaccesible. El norteamericano Theo Milithon sólo podía ser hallado si se dejaba en la página 37 de cierto libro de geometría de cierta biblioteca pública de Nueva York una carta escrita en papel amarillo. Y para comunicarse con Clemente Rodas, el gran creador de juegos de ingenio… bueno, había que ingeniárselas. Tratar de comunicarse con algunos de los grandes inventores de juegos era participar de un juego largo y sinuoso.
Ríos pasaba página tras página en busca del nombre de Madame Aracné. Las hojas parecían a punto de deshacerse por el roce de sus dedos. Lo desconcertaban el desorden y la letra minúscula de Aab. Pero lo que más lo desalentaba eran los rebuscados sistemas que había que usar para ubicar a los inventores de juegos: palomas mensajeras, papeles en botellas arrojadas al agua de las fuentes, fuegos artificiales. Nicolás Dragó le recomendó que fuera más despacio, que la libreta podía romperse, y después le dio una pista:
—Mirá el papel con el que forraron la libreta.
Era papel araña color azul.
—¿Y? —preguntó Ríos. Pero enseguida comprendió. Con cuidado desprendió los trozos de cinta adhesiva —que el tiempo había vuelto oscura y quebradiza— y sacó el papel azul. En el interior, había un número de teléfono, sin nombre. Aab había querido mantenerlo bien oculto.
—¿Cómo sabe que es el número de Sarima Scott?
—¿Qué otro número anotaría en el papel araña? Aracné significa araña, en griego antiguo.
Ríos tomó el teléfono. Marcó, pero no pudo comunicarse.
—Acordate de anteponer el cuatro —dijo Nicolás Dragó—. Es una agenda vieja. El cuatro vino mucho después.
Y Ríos volvió a intentarlo. ¿Qué diría si lo atendía la vieja bruja? Lo mejor sería pasarle el teléfono a Nicolás Dragó. Él sabría qué decir.
—¿Y? —preguntaron los otros.
—Parece que llama.
Iván y Anunciación empujaron la puerta de bronce. Un sendero de piedra flanqueado por jazmines y limoneros llevaba hasta la puerta de la casa. A la izquierda asomaba el torso de una estatua.
—Debe ser uno de los demonios de piedra que adornaban los laberintos de Madame Aracné —dijo Iván.
—Si me dan a elegir, prefiero los enanitos de jardín —dijo Anunciación.
Subieron tres escalones. La puerta tenía un llamador en forma de mano.
—¿No querés esperar afuera? No, está bien, mejor vamos juntos —dijo Iván, recordando las patadas anteriores.
La puerta estaba apenas entreabierta, como si alguien los esperara. Empujaron la hoja de roble, que se abrió sin un ruido. Desde el interior de la casa venía un aire helado. No era un frío de ese día: era un frío largamente guardado, como si la casa conservara, encerrado, un día de invierno de muchos años atrás. Anunciación lo tomó de la mano y juntos, con pasos leves, como si temieran despertar a alguien, entraron en la casa.
Todo estaba oscuro. Iván buscó el interruptor de la luz y la encendió. Una enorme araña de cientos de caireles brilló desde lo alto. Una lamparita estalló y Anunciación dio un salto.
—Es una lamparita, nada más —la tranquilizó Iván.
—Ya sé, no me asustó.
—¿Ah, no? ¿Y por qué saltaste?
—Para hacer ejercicio.
Era el comedor. En las paredes, sobre un empapelado azul, colgaban antiguos grabados donde se repetían planos y grabados de laberintos. Uno representaba los contornos de un libro. Otro, la figura de una cabeza humana. Otro más, pequeño, tenía forma de triángulo. Cerca de los cuadros colgaban cuatro espadas cortas que eran o fingían ser antiguas.
—Parece como si no hubiera entrado nadie en mucho tiempo —dijo Iván.
—Alguien entró. Si no, habría sobres y papeles bajo la puerta o en el jardín.
En el comedor se veía un gran hogar a leña hecho en mármol negro. Sobre él se levantaba una estatua de bronce: el torso de un hombre con cabeza de toro. Había una expresión de furia humana, consciente, en la cara bestial. Los cuernos estaban aguzados como cuchillos. Quien había forjado aquella estatua se había preocupado por representar el poder del odio. Los ojos del toro, separados, parecían seguir a quien lo mirase.
El tiempo había ennegrecido el bronce y nada quedaba del dorado. El Minotauro abría apenas la boca; entre los dientes había un sobre.
—El último toro —dijo Anunciación—. Tiene un mensaje en la boca.
Pero a Iván le preocupaba otra cosa. Era tal la atracción que ejercía el toro, que Anunciación no había visto que delante del hogar había un sillón de respaldo alto.
—Hay alguien ahí —dijo Iván en un susurro.
Por encima del respaldo del sillón sobresalía apenas una cabeza de cabellos grises.
—¿Sarima Scott? —preguntó Anunciación, en un susurro.
Iván se aclaró la garganta y dijo en voz alta:
—Buenas noches, señora.
Silencio.
—¿Esto es el Club Ariadna? —preguntó Iván—. ¿La casa de Madame Aracné?
La mujer seguía en silencio.
—¿Es aquí la salida del laberinto?
Iván se acercó lentamente. Le costaba dar cada paso por aquel mundo frío y silencioso. Había como un resto de maldad vieja en el aire; una maldad gastada que conservaba parte de su poder, como esos venenos que pueden seguir matando muchos años después de haberse evaporado en su frasco.
«Quizás esté dormida», se decía Iván. «Quizás se despierte de pronto con un grito estridente».
Iván tenía muchas cosas para decirle a la constructora de laberintos: que había participado del juego, que había cumplido las reglas, que era hora de que lo dejara salir y le mostrara cómo salvar a Zyl. Era lo justo.
Pero a la mujer sentada en el sillón no le importaba la justicia.
—Mire, Madame Aracné o como se llame —se impacientó Anunciación—. ¿Esta es o no la salida?
Iván ya se había acercado lo suficiente para ver qué era lo que había en el sillón.
—Sí, debe ser Madame Aracné —dijo Iván sin voz—. Pero no sé si hay una salida.
No quería mirar, pero a la vez no podía quitar los ojos de la mujer que estaba en el sillón.
Tres meses atrás había encontrado, después de una tormenta, un pajarito muerto en el jardín. Su abuelo había dicho que se encargaría de sacarlo, pero él le había dicho que no, un poco por curiosidad, otro poco para demostrar que podía hacer trabajos de hombre, que ya no era un chico. El pajarito tenía las plumas amarillas y grises, y tenía las patitas estiradas hacia arriba. Él había hecho un hoyo en el jardín y lo había enterrado. «Si este pajarito me impresiona, ¿qué pasará si me encuentro con un cadáver de verdad?», se preguntó aquella vez. Ahora tenía la respuesta.
Sarima Scott había muerto muchos años atrás. Los cabellos grises rodeaban la calavera, como si quisieran esconderla de la vista de los demás, que nadie se enterara de la muerte. Quedaban jirones de piel apergaminada sobre el esqueleto amarillento. El vestido de terciopelo estaba roído por las polillas. Aunque veía que estaba muerta desde hacía muchos años, a Iván le quedaba la ilógica sensación que era ella quien lo había encerrado. Que era ella, desde la misma muerte, la que seguía gobernando el juego que lo había llevado hasta allí. Parecía quedar algo de vida o de voluntad en las manos que colgaban a los costados, semejantes a las garras de un pájaro. Las arañas habían tejido capas de tela en torno al cuerpo y al sillón, como si se tratara de la crisálida de un insecto, como si algún día algo nuevo fuera a salir de esos despojos.
Todo ese tiempo había pensado que Madame Aracné era la araña que había tejido el laberinto y ahora veía que era apenas una pieza más, una parte del mecanismo, otra víctima de la red en la que estaba atrapado.
Anunciación se había acercado hasta él, y cuando vio el cadáver dio un grito apagado. Lo tomó de la mano. La piel de Iván estaba fría, como si la casa lo hubiera atrapado en su atmósfera de mármol y silencio. Anunciación fue la primera que pudo hablar:
—Si Madame Aracné no hizo el laberinto, entonces quién…
Anunciación estiró la mano para tomar el sobre que estaba en la boca del gigantesco toro. Pero no alcanzó, estaba muy alto.
En ese momento sonó, estridente, la campanilla de un teléfono.
—No toques nada —dijo Iván.
El teléfono estaba sobre una mesita, contra la pared. Iván descolgó.
—¿Hola? ¿Hola?
Estaba seguro que del otro lado escucharía la voz de quien había organizado la gigantesca trampa que lo había llevado hasta allí. Y la voz le diría que todo había terminado, que esa era la salida, que Zyl había sido salvada por él…
Pero fue otra la voz que oyó:
—¿Es la casa de Sarima Scott?
—¡Ríos! —gritó Iván—. ¿Cómo me encontraste?
Del otro lado se oyó un largo suspiro. Ríos había tenido mucho miedo de que lo atendiera Madame Aracné.
—Es largo de explicar. Pero encontramos el secreto de Madame Aracné.
—Madame Aracné está muerta…
—¿Hola? No se oye bien —había chirridos en la línea—. Yo no te oigo, pero si estás ahí escúchame bien: siempre al final del laberinto, cuando el jugador creía haber ganado, Madame Aracné le reservaba una sorpresa final, una última trampa. Y esa trampa era el fin del juego.
—Eso quiere decir…
—El juego terminaba con la muerte del participante… a menos que evitara la trampa que estaba en la salida…
—No veo ninguna trampa… —empezó a decir Iván. Pero dejó el teléfono al ver que Anunciación había acercado una silla al toro e iba a sacar el sobre de las fauces de la bestia. Iván dio un salto y le agarró el brazo con fuerza.
—Ay —dijo ella, frotándose el brazo—. ¿Qué te pasa?
—¿Iván? ¿Iván? —preguntaba Ríos en el teléfono.
—Te dije que no toques nada —le dijo a su amiga—. Hay una trampa en ese toro.
—¿Cómo sabés?
—Me lo acaba de decir mi amigo Ríos.
—¿Y qué sabe él, que está allá en Zyl?
—Los amigos nos cuidan, aunque estén lejos.
Iván había vuelto a levantar el tubo.
—¿Ríos?
Pero no había más que ruidos en la línea. Colgó.
—¿Y cómo vamos a conseguir el sobre? —preguntó ella.
Iván sacó de su mochila la rama. Anunciación le dijo:
—Yo siempre me pregunté para qué juntan ramas los varones…
—Tratamos de encontrarles un uso. Pero en general no se nos ocurre nada. Y acabamos por hacer una fogata. Pero esta es la primera rama a la que le voy a encontrar una verdadera utilidad.
Alargó el brazo hasta que la punta de la rama rozó el sobre. De a poco pudo ir corriendo el papel hacia fuera de la boca del toro. Al final cayó, hamacándose en el aire.
Pudieron ver que en el frente del sobre había una sola palabra: Salida.
Anunciación iba a recoger el sobre del piso cuando se oyó un rumor. Un mecanismo se había puesto en marcha bajo las maderas del piso y a través de las paredes. Era como el ruido de viejas cañerías. Iván la agarró de los brazos y tiró de ella. El enorme toro de bronce tembló y se inclinó hacia delante. Al principio lo hizo con lentitud, como si les hiciera una reverencia, como si les reconociera una victoria, pero al final se desmoronó sobre la silla que había acercado Anunciación. Era tan pesado que toda la casa tembló con la caída, y los cristales de las ventanas vibraron como en una tormenta.
Iván y Anunciación se abrazaron, mudos de miedo. El polvo los rodeaba. Una astilla había saltado y había dibujado en la cara de Iván un trazo de sangre.
—¿Estás bien? —Anunciación le tocó la mejilla.
El sobre había quedado debajo de la estatua. Sobresalía una de las esquinas. Iván tiró del sobre, partiéndolo por la mitad. Pudo rescatar del interior una pequeña tarjeta de cartón. En la tarjeta estaba escrita una única palabra.
Iván leyó en voz alta: Otoño.
«¿Qué quiere decir?», se preguntó. Había ido tan lejos, y ahora encontraba una sola palabra. Buscó con la mirada a Anunciación, pero no la vio. ¿Dónde se había metido? ¿Era tan espesa la nube de polvo que se la había tragado? ¿O estaba jugando a la niña invisible? No tuvo tiempo para preocuparse por ella, porque oyó un ruido familiar:
Zak, zak, zak.
No eran dos cuchillos de carnicero. Eran dos espadas cortas que chocaban entre sí, sacándose chispas. Y una voz grave dijo:
—Otoño. ¿Qué va a querer decir la palabra otoño? Que, para que Zyl se salve, basta con esperar el otoño. Y llega mañana.
Era Abel Trino. Era el hombre que lo había atendido en la sede de Laberintistas Asociados. Ahora no se lo veía encorvado ni enfermo. Había dejado atrás su larga bufanda. Caminaba a grandes pasos, con los ojos brillantes. Seguía sacándoles chispas a las espadas: eran las que habían visto en la entrada, colgadas en la pared.
—Esta de la derecha es una espada de bronce forjada en una sola pieza. Sarima Scott la compró durante un viaje a Creta. Dicen que así era la espada con la que el Minotauro decapitaba doncellas, y a los héroes que iban a salvarlas. ¿Quién sabe? A los turistas siempre les venden chucherías.
Abel Trino miró la estatua caída:
—Se suponía que te iba a aplastar. Así el final hubiera sido perfecto. El primer premio del Club Ariadna asegurado. Mi nombre inscripto entre los grandes inventores de laberintos. Un efecto magnífico arruinado por un exceso de precaución.
—¿Usted conocía a Madame Aracné?
—¿Cómo no la voy a conocer? Fue el acontecimiento fundamental de mi vida. Abel Trino es un nombre nuevo. Antes me llamaba Elio Beltrán. Trabajé durante años como ayudante de Sarima. Cuando nadie la tomaba en cuenta, yo reconocí en ella la inteligencia, la perseverancia, el genio. Recorrimos tantos pueblos, armando nuestros laberintos. Escuchábamos los gritos de los niños perdidos entre las paredes. Después pasamos a otros juegos más complejos.
Por primera vez Iván reparó en los nombres.
—Elio Beltrán, Abel Trino. En los dos está la palabra «laberinto».
—Anagramas de «El laberinto» y de «laberinto» respectivamente. Siempre elijo así mis nombres. A mí me gusta que todo tenga un significado.
Iván dio una rápida mirada hacia el fondo. Si Anunciación estaba escondida, no quería delatarla. Tal vez había conseguido escapar de la casa. Pero no lo iba a dejar solo: pediría ayuda. Abel Trino señaló los restos de Madame Aracné:
—Sarima murió hace siete años. Un día vine a visitarla y la encontré donde está ahora, muerta. No quise llamar a médicos, a policías, a enterradores. Decidí que la casa entera se convirtiera en su mausoleo. Y este último laberinto, el más perfecto que jamás se hizo, fue en honor a ella. Cada tres años cada uno de los miembros del Club Ariadna arma un laberinto. Hay que construir el juego y luego hacer que un inocente se pierda. Apenas termina el juego, presentamos los resultados a las autoridades del Club Ariadna. Dibujos, fotografías, filmaciones. Y sobre todo, hay que contar la historia, tratar de reconstruir los diálogos, ser fiel a la verdad.
—¿Y por qué me eligieron a mi?
—Porque es mejor hacer caer a alguien notable. A un especialista en laberintos, a un constructor de juegos. En tu caso, a alguien que derrotó a Morodian.
Abel Trino se acercó con la espada.
—Este año voy a ganar yo.
—¿Cómo puede estar seguro?
—Hace seis años el laberinto que ganó estaba construido en un cementerio de autos. La víctima debía pasar de chatarra en chatarra, mientras una grúa trituraba los coches. Hace tres años un belga construyó un edificio-laberinto de diez pisos. Una de las genialidades fue que uno de los ascensores se desplazaba en sentido vertical y horizontal, para desconcertar a los prisioneros. Pero ninguno de esos laberintos es más ingenioso que este. Sarima fue pionera en los laberintos mentales, pero los de ella eran todavía muy sencillos: encerraban a su víctima en unas pocas manzanas. Yo lo extendí por toda la ciudad. Y a la vez es un homenaje a Madame Aracné, la mayor constructora de laberintos que jamás existió. Mi juego reúne la novedad con la tradición.
Abel Trino parecía esperar un aplauso.
—Entonces ya estoy libre —dijo Iván—. Ya puedo avisar a Zyl que las plantas se irán solas.
Y dio un paso hacia la puerta, pero las espadas se cruzaron delante de su garganta, como una tijera gigantesca.
—No te puedo dejar salir de aquí. Eso significaría traicionar el legado de Madame Aracné. Desde que acabó con el pobre Baldani, el arte de Sarima consistió en hacer laberintos perfectos. Y es una pena arruinar un laberinto perfecto con esa trivialidad: la salida.
Abel Trino sacó de su bolsillo un caramelo cuadrado, masticable, sabor a frutilla, envuelto en papel rojo.
—Ahora vas a tener que comer este caramelo.
—Me imagino que no es un caramelo común.
—No, pero el gusto es el mismo.
—Los caramelos de frutilla nunca me gustaron. ¿No tiene de menta o limón?
—Estos vienen en un solo sabor. Vas a ser el cuidador de esta casa, que es como un templo a la memoria de Sarima. Yo te voy a traer alimentos. La biblioteca de Sarima, que está en el piso de arriba, te puede interesar. Hay muchos libros sobre juegos. Después de un tiempo ni siquiera vas a tener deseos de escapar.
Puso la espada en la garganta de Iván.
—El caramelo —dijo.
Iván ya no tenía dónde retroceder.
Pero en eso se oyó una voz:
—¿Señor Trino? Llamada para usted.
Trino se sobresaltó, sorprendido de que hubiera alguien más en la casa. Antes de que tuviera tiempo de moverse, Anunciación lo golpeó con el tubo del teléfono en la nuca. No era un teléfono inalámbrico, como los de ahora. Era un teléfono de baquelita negro, con un pesado tubo. Trino dio un alarido y se llevó las manos a la cabeza. Una espada se clavó en el piso, la otra se perdió debajo de un mueble.
Iván arrancó la espada de la madera. Tomándola de la hoja, dio un golpe con la empuñadura contra la cabeza de Trino. Quedó boca arriba, confundido pero consciente. Iván le abrió la mano derecha y tomó el caramelo. Le quitó el papel con rapidez. Abrió con fuerza las mandíbulas de Abel Trino y dejó caer el caramelo.
Apenas Anunciación colgó el teléfono volvió a sonar.
—Soy Anunciación. ¿Quién habla?
—Ríos, amigo de Iván.
—Ah, ya sé. Él me contó muchas cosas. Por ejemplo…
Iván, temeroso de alguna infidencia, le sacó el tubo de las manos.
—Ríos, decile a mi abuelo que estoy bien. Y que no se preocupen por las plantas. La solución es el otoño. No hace falta que hagan nada más. Las plantas se irán solas a partir del 21 de marzo.
—Mañana…
—Mañana.
Trino tosía, atragantado. No es fácil tragar un caramelo masticable sin masticar.
—Ya está —dijo Iván—. Ahora usted es el guardián del templo. Merece ese honor más que yo.
Abel Trino se incorporó de un salto. Una mueca de odio había convertido su cara en algo muy parecido al demonio del jardín. En un segundo le sacó a Iván la espada de las manos y la levantó en el aire. Pero Iván ya corría hacia la salida, de la mano de Anunciación. Atravesaron el umbral y llegaron al sendero de piedra. Frente a la reja, se dieron vuelta. De haberlos seguido, Trino los hubiera alcanzado. Pero no podía salir. Se había quedado en el umbral.
—El laberinto… —dijo casi sin voz.
—No es posible que el caramelo le haya hecho efecto tan rápido —dijo Anunciación—. Se lo debe estar imaginando.
—Entonces mejor que nos vayamos. La imaginación no dura para siempre.
Con un último esfuerzo, Trino les lanzó la espada. Se echaron al suelo y la espada pasó sobre sus cabezas para clavarse en el tronco de un árbol.
Desde la vereda miraron a Trino por última vez. Se había quedado en el umbral, rígido, marcial. Ahora era el guardián de la casa. Cerraron la reja de hierro y caminaron por una ciudad que había dejado de ser laberinto.