Nicolás Dragó invitó a Ríos y Lagos a entrar en su casa. Los grandes ventiladores, que servían para ayudar a secar los rompecabezas, estaban apagados. Apartó las herramientas, los tarros de pintura y los frascos con aguarrás donde dejaba los pinceles en remojo y extendió sobre la mesa un plano del laberinto. Era un plano amarillento, y el papel estaba cortado en los dobleces. Nicolás señaló un punto en el centro del juego.
—Acá está lo que buscan.
—¿Y por qué enterraron los papeles allí?
—Después de la muerte de Aab hicimos una cápsula del tiempo.
—¿Una cápsula espacial? —preguntó Lagos.
—No, no, una cápsula del tiempo. Es una caja o cofre que se deja para que los que vienen después de nosotros se enteren de cómo éramos, qué pensábamos, cómo era nuestra vida El gran problema de las cápsulas del tiempo es lograr que la humedad y el paso de los años no arruinen su contenido. Por eso le encargamos al herrero que construyera un cofre de acero absolutamente hermético. Después revestimos las paredes con una capa de goma y, por último, planchas de madera de cedro. Confiamos en que estas tres capas de materiales diferentes mantendrían afuera la humedad y los bichos que viven bajo la tierra
—¿Y qué pusieron en el cofre? —quiso saber Ríos.
—Un diario del día, un disco de tango que le gustaba mucho a Aab, un yoyó que acababa de salir de la fábrica y que todavía olía a pintura, un boleto de tren, un mazo de cartas luminosas de la Casa Zenia, el programa de cine (había un pequeño cine en Zyl) y qué sé yo cuántas cosas más… En las cápsulas del tiempo, lo importante es lo mínimo, lo cotidiano, aquello a lo que no le damos importancia; es el paso del tiempo lo que lo vuelve único, extraordinario.
—¿Quién enterró la cápsula? ¿Usted?
—No, éramos muchos. Estábamos los vecinos más veteranos, pero también muchos recién llegados. Hicimos una pequeña ceremonia, los que habíamos conocido a Aab dijimos unas palabras, una chica alta que estudiaba música tocó el violín y enterramos la caja. Hay que esperar sesenta años para abrirla.
—No tenemos sesenta años para esperar. Hay que abrirla ahora —dijo Ríos.
—Pero tendríamos que pedir permiso…
—¿A quién?
—A la gente de Zyl. —Nicolás Dragó parecía desolado ante la idea de arrancar del suelo la cápsula—. Podríamos hacer una asamblea…
Ríos negó con la cabeza:
—Ninguna asamblea. Iván está en peligro. Y Zyl también… en dos días más las plantas, si siguen creciendo así, habrán acabado por demoler las casas.
—Pero es como un sacrilegio. Quién sabe si nos van a perdonar…
—Prometemos no tocar nada. Vamos a leer los papeles de Aab y después los devolvemos al cofre —dijo Lagos—. Además, no hace falta que se entere nadie.
Nicolás Dragó se había encerrado en el silencio. Miraba el plano del laberinto.
—¿Cómo podemos convencerlo? —dijo Ríos—. ¿Es que no se sabe la clase de cosas que hacía Madame Aracné?
—Baldani… —Lagos dejó flotar el nombre del italiano, como una amenaza.
Nicolás Dragó se quedó un rato con la cabeza apoyada en las manos. Las fuerzas lo habían abandonado.
—Me parece que se quedó dormido —dijo Lagos, después de un rato de espera.
Pero el constructor de rompecabezas levantó la vista. Les señaló un gran juego que acababa de hacer. Era una ciudad antigua, cruzada por un río, con puentes, soldados con armaduras, escudos.
—Hago rompecabezas. Nunca pienso todo de golpe, pienso pieza por pieza.
—¿Y qué piensa de esto?
—Ahora que veo todo el rompecabezas pienso que… mejor es que vayan a buscar la cápsula del tiempo.
—¡Bien! —dijeron los chicos, y se acercaron a la puerta.
No tenían mucho tiempo que perder, si querían ayudar a Iván.
—Pueden llevarse el plano. A mí ya me han convencido. Ahora les toca convencer al laberinto.
El señor Blanco y el señor Negro estaban en el Pozo de las Piezas Perdidas. Habían tratado de subir a la superficie trepando por algunos tallos que bajaban a la profundidad, pero eran muy frágiles para sostenerlos y se rompían.
En las cajas donde se guardan los juguetes en cualquier casa siempre quedan, en el fondo, piezas pequeñas: restos de rompecabezas, brazos de guerreros, fichas de un ludo perdido hace tiempo, un yoyó roto, ruedas de automóviles, muñequitos del chocolatín Jack, sorpresas del huevo de pascua o de la rosca de reyes, la cabeza de una muñeca… Siempre cuesta tirar esas piezas porque se teme que entre ellas haya algo que pueda servir alguna vez. En realidad nada sirve, y nunca se armará el rompecabezas, ni la rueda encontrará su lugar en un autito, ni aparecerá el cuerpo de la muñeca cuya cabeza esta allí. Solo las madres son capaces, de vez en cuando, de hacer una limpieza general y deshacerse de todas esas piezas inservibles. Pero ninguna madre se hubiera atrevido con el Pozo de las Piezas Perdidas de Zyl. Ahí, en esas cosas mínimas, estaba encerrada toda la historia de la ciudad.
Blanco y Negro ya habían abandonado los intentos tic fuga y los planes para llamar la atención. Los intentos de fuga habían dejado a Negro un poco estropeado por las caídas, y los gritos habían dejado a Blanco afónico. Nadie los escuchaba. Las plantas que los rodeaban parecían comerse los gritos. Así que se dedicaban a jugar, para pasar el rato. El juego consistía en adivinar en la oscuridad de qué piezas se trataba.
—Este es un caballito de la carrera de caballos. Fabricado en estaño. Tiene treinta años, por lo menos —dijo Blanco.
Negro le tendió una pieza.
—¿A que no sabe qué es esto?
Blanco palpó el objeto en la oscuridad.
—Fácil. Un buzón.
—Sí. ¿Pero de qué juego?
—No tengo idea.
—De El Sonámbulo. Cada jugador estaba representado por una pequeña figura de celulosa vestida con un largo camisón y con gorro de dormir, y con los brazos tendidos hacia delante. Había que recorrer un largo camino. Y a través de los dados, los jugadores tenían la oportunidad de ir apartando los objetos de su camino: este buzón, una escalera, un gato.
Blanco escarbó entre los escombros.
—¿Y esto?
—Una torre —dijo Negro.
—Sí claro. Pero ¿fabricada en Casa Blanco o en Casa Negro?
—Eso es fácil. Las piezas de Casa Negro están mejor pulidas, son más sólidas…
Negro palpó el caballo en la oscuridad y al cabo se lo devolvió a Blanco, derrotado.
—La verdad que no sé.
Ríos y Lagos se alejaron de la casa de Nicolás Dragó. Iban rumbo al laberinto. Con enorme dificultad pasaron por encima de las raíces y esquivaron las ramas. Ríos tropezó con una baldosa rota. Más adelante, una teja partida se desprendió del techo de una casa y cayó a sus pies.
—Esperá —dijo Lagos—. Esto no tiene sentido. Apenas podemos caminar por acá. ¿Qué vamos a hacer en el laberinto, donde las plantas tienen mucha más fuerza?
Ríos miró sin ánimo las calles vacías. Algunos ya no salían de sus casas, ocupados en lograr que las raíces no acabaran con las paredes o los tallos entraran por las chimeneas o levantaran las tablas del piso. Otros las habían abandonado, marchando hacia los pueblos vecinos, donde parientes o conocidos los alojarían hasta que pudieran regresar a sus hogares. No era solo la vegetación lo que invadía el pueblo: grandes caranchos volaban entre las ramas, preparados para comerse a los pájaros y a los ratones de campo muertos por las espinas, y los perros salvajes circulaban felices por entre las plantas. El Griego se paseaba machete en mano y aseguraba haber visto a un puma. Estaban en una selva, y cada una de las plantas parecía diseñada para enredarse, para asfixiar, para destruir.
Ninguna tenía flores.
—Necesitaríamos una fuerza destructiva comparable a la de las plantas, algo que nos permita abrirnos paso hasta el corazón del laberinto… —dijo Lagos.
—Machetes… —dijo Ríos, sin convencimiento.
—Machetes no, estas plantas se ríen de los cuchillos y de las hachas. Algo como…
—Si la podadora de mi padre no estuviera en el fondo de la laguna, entonces…
Ríos lo dijo con timidez, esperando las burlas de su amigo.
—¿Qué? —preguntó Lagos—. ¿Te animarías a usarla?
—No hay mucho que perder. Pero ya no deben quedar más que unos fierros oxidados. Después de tanto tiempo bajo el agua…
Lagos se acercó a su oído.
—La podadora de tu padre no está en el fondo de la laguna.
—¿Qué?
—Él la rescató, pero no le dijo nada a nadie. Ni siquiera a tu mamá.
—Es una broma.
—Esa noche, después de que la cortadora destruyera todo a su paso y fuera a parar a la laguna, yo me fui a pescar con mi papá. Él decía que la noche es la mejor hora para pescar pejerreyes. Yo estaba un poco aburrido, mirando las cinco boyitas coloradas, esperando que alguna se moviera. Había luna llena, y yo vi a tu viejo metiéndose en el agua. Él me vio, y se le abrieron grandes los ojos, pero entonces llevó un dedo a la boca, para pedirme que me callara.
Y yo guardé el secreto, hasta ahora.
—¿Cómo sacó la máquina del agua?
—Le ató unas sogas y después la izó con el auto.
—¿Y adonde la llevó?
—No sé. Vamos a tener que preguntarle.
—Con razón estaba haciendo modificaciones. —Una rama le raspó levemente la mejilla, pero tan concentrado estaba en lo que acababa de oír que no le prestó atención—. Mejor que no se entere mamá.
Padre e hijo podían estar en desacuerdo en muchas cosas, pero en una coincidían. Cuando los chicos le hablaron de la máquina, el señor Ríos se llevó el índice a la boca, como había hecho cuando Lagos lo descubrió.
—Shhh. Que no se entere tu madre. ¿Están seguros de que el escrito de Aab donde habla de Madame Aracné está enterrado en el laberinto?
—Eso dijo el Cerebro Mágico.
—No creo que haya dicho tantas cosas con sus lucecitas.
—Bueno, el cerebro dijo que lo que buscábamos estaba enterrado, y Nicolás Dragó nos dijo dónde. Vamos, papá, busquemos la máquina podadora.
El señor Ríos golpeó la mesa.
—Esperen un poco. No puedo tomarme este asunto tan a la ligera. Tengo que reflexionar un poco para ver si hago lo correcto. Para ver si estoy dispuesto a desatar esa energía sobrehumana.
Pasaron dos segundos.
—Bueno. Ya reflexioné.
Y discretamente condujo a los chicos hasta el garage de la casa. Abrió el portón. En el fondo las cosas inservibles formaban una montaña informe.
—¿Qué es eso? —preguntó Lagos, señalando una gran caja. En el frente decía:
COSAS QUE NO SE USAN
(PERO QUE NO SE TIRAN).
—No nos distraigamos —dijo el señor Ríos—. Vamos a lo importante. Tenemos que trabajar rápido. Saquen las cosas que están en el fondo y pónganlas contra los costados del garage.
Así fueron liberando el fondo de ventiladores, licuadoras, unas sillas que había prometido arreglar, una maquina con unas poleas que servía para…
—¿Para qué era esto, papá?
—Francamente, no me acuerdo. Pero por algo lo habré guardado.
Y al final la podadora quedó libre. La arrastraron hasta el jardín.
Era una mezcla de tractor y nave espacial, en cuyo frente había unas cuchillas giratorias. En el interior de la máquina abundaban las palancas, los botones, las perillas, los relojes, los medidores de quién sabe qué.
El señor Ríos señaló la base de la máquina.
—Como ven, está provista de unas orugas, para pasar por encima de los obstáculos. Y las cuchillas… bueno, cortan todo lo que hay a su paso. Estuve haciéndole algunas modificaciones, pero no llegué a terminar.
El señor Ríos se subió a la máquina. De debajo del asiento sacó un par de antiparras de soldador. Se las puso.
—Esto es para que las hojas trituradas no entren en los ojos. Ustedes también van a necesitar algo que los proteja. Fíjense en el segundo estante, a ver si encuentran un par de máscaras de buceo.
Los chicos fueron a buscarlas. La de Lagos tenía un snorkel.
Cuando los chicos tuvieron las máscaras puestas, el señor Ríos les dijo:
—Vamos a dar la vuelta por atrás de las casas, para evitar accidentes.
—Y para evitar pasar frente a la casa de la señora Palanti.
—Exacto. Para qué darle más sustos a esa pobre mujer.
Y después… al corazón del laberinto. Ustedes síganme atrás, caminando por la brecha que yo les abro.
Puso en marcha en motor. Hacía un ruido estruendoso.
—Estoy trabajando en el silenciador del motor. Todavía estoy lejos de conseguirlo.
—¡¿Qué?! —preguntaron los chicos, que no habían llegado a oír nada.
—No importa —gritó el señor Ríos, e hizo girar el volante, que había sacado de un camión abandonado, para orientarlo hacia el laberinto.
Las afiladas cuchillas destruían todo a su paso, convirtiendo las malezas en un torbellino verde. Atrás iban Ríos y Lagos, con las máscaras sobre la cara y las palas al hombro.
La señora Palanti, bibliotecaria, estaba tratando de arrancar las malezas de su cocina. Hasta la heladera se había llenado de plantas. Nada les hacía mal, ni siquiera el frío. Estaba desconsolada por el efecto que el ataque de las plantas había tenido sobre los libros de la biblioteca municipal. Las semillas habían germinado entre las hojas y las espinas habían atravesado las páginas. Tanto tiempo salvando a los libros de los lectores, y ahora eran las plantas las que arruinaban su orden. En su casa, las plantas se habían encarnizado con sus sombreros, que eran su prenda más querida… No quedaba uno solo que no estuviera erizado de espinas o forrado de hojas oscuras.
—Tal vez se pongan de moda las hojas. Si antes se usaban sombreros con frutas, por qué no con unas plantas colgando…
De pronto una lamparita de la araña del comedor estalló. Una planta se había enroscado allí, provocando un cortocircuito.
La señora Palanti pensó en pedirle ayuda al Griego, pero luego se dijo que el dueño del almacén de ramos generales estaría demasiado ocupado con sus cosas. Fue al fondo del jardín. Ahí había un cuartito donde guardaba las herramientas de jardinería, las lamparitas, algunos artefactos eléctricos.
—Todo esto es un desastre —se dijo mientras buscaba—. Pero al menos hay una cosa buena: la máquina podadora del señor Ríos está en el fondo de la laguna.
Pero entonces oyó un rumor que pronto se convirtió en estruendo. Tomó a modo de arma una bola de madera que había pertenecido a la calesita, y que todavía conservaba su sortija, y con ella en las manos salió al descampado que había detrás de su casa. Entonces vio cómo se acercaba el artefacto maldito, envuelto en una nube de hojas y tallos deshechos. La señora Palanti se santiguó.
—Ahora el infierno está completo —se dijo—. Ahora sé que el infierno no es rojo: es verde.
Sostenía la pera de madera en la mano, con la sortija colgando, como si fuera un talismán capaz de protegerla de todas las desgracias, aun de la máquina podadora del señor Ríos.
Iván y Anunciación miraban la cabeza cortada del toro, como si esperaran una respuesta de aquella boca cerrada para siempre. Anunciación la miraba por entre las rendijas de los dedos. Se acercó a la vidriera sin dejar de taparse los ojos con la mano derecha.
—Lo lógico es que la cabeza mire hacia el frente. Pero está mirando a un lado.
—A la izquierda —dijo Iván—. Pero a la izquierda puede ser cualquier cosa: el final de la cuadra, o una casa, o…
Anunciación se había aventurado en la oscuridad.
—… o un callejón.
Antes no lo habían visto, porque estaba demasiado oscuro y porque la luz azul de la carnicería los había distraído. Era un callejón muy angosto, rodeado de paredes. No podía entrar un auto, solo bicicletas o peatones.
—Hasta acá llegaste —dijo Iván—. Es tarde. Tu mamá se va a asustar. Te agradezco que hayas venido conmigo. Pero es hora de volver.
Anunciación le tendió la mano.
—Sí, claro, chau, otro día nos vemos.
A Iván le sorprendió el saludo un poco frío. Pero de inmediato recibió una patada en el gemelo izquierdo.
—¡Idiota! ¡Recontraidiota! Vine hasta acá y no me voy a ir.
—Hace frío y ni siquiera tenés una campera.
—Si me decís esto para que te devuelva la tuya, acá está.
Se sacó la campera roja y se la tiró al suelo. Iván la levantó.
—¿No la vas a usar?
—No —dijo ella, cortante.
Iván insistió, pero como Anunciación seguía ofendida, se puso su campera.
—¿En serio querés caminar por ahí? —le preguntó.
—Sin mí no podrías dar ni un paso en ese callejón.
—Sí que podría.
—No.
Para demostrarlo Iván empezó a entrar. Dio tres o cuatro pasos. Anunciación lo perdió de vista, porque todo era sombra.
—¿Ves que entré? —la desafió Iván.
Su amiga lo siguió. Después de los primeros diez metros el callejón empezaba a estrecharse. Las casas que los rodeaban, de dos o tres pisos, se iban juntando en la altura, como si se hubieran ido acercando a lo largo de los años, para fundirse entre sí, en un lento derrumbe común. Y al cubrir por encima el callejón no dejaban que llegara ninguna luz del cielo. Era como entrar en una angosta cueva. Iván sacó de su mochila la linterna. Brillaba sin fuerza, pero igual era un alivio poder ver lo que había unos pasos adelante.
Sentía los pies helados por haber caído en el estanque de Poseidón. Las medias y las zapatillas estaban empapadas.
Se oyó un ruido de vidrios rotos. Anunciación se asustó.
—No es nada —dijo Iván—. Pateé sin querer una botella. Cuidado con los vidrios.
Pero poco después se detuvo y su amiga chocó contra él.
—¿Qué pasa? —preguntó Anunciación—. ¿Por qué te parás?
—No hay más lugar para pasar.
—Claro que hay lugar. Si sos flaco.
El túnel se estrechaba tanto que Iván tuvo que ponerse de costado. Tenía la sensación de que las paredes se acercaban con él adentro, como si las casas estuvieran vivas y quisieran aplastarlo. Volvió a detenerse.
—Tomate todo el tiempo del mundo, que el paseo me encanta. Sobre todo me gusta frotarme contra este revoque húmedo —dijo Anunciación.
—Ya casi estoy.
La linterna parpadeaba y al final se apagó.
—¿No tenés por casualidad un par de pilas de las medianas? —preguntó Iván.
—No importa. Podemos caminar igual en la oscuridad.
—Voy a sacar los fósforos.
—¡No! Seguro que los necesitamos para otra cosa. Si los gastamos acá, después no vamos a poder usarlos. Y es muy tarde para comprar otra cajita.
De pronto Anunciación oyó a sus espaldas:
Zak, zak…
Empujó a Iván.
—El carnicero está atrás mío. Apúrate.
—A lo mejor no es malo. ¿Por qué no le preguntamos si esto tiene salida?
—Porque no me gusta la gente que afila cuchillos en la oscuridad.
Iván sentía las manos de Anunciación que lo empujaban contra los muros que se iban cerrando.
—Esperá, hay un escalón…
Zak, zak, zak, oyó Anunciación.
—Ahora me quedé trabado. Tenemos que volver para atrás.
Pero atrás estaba el ruido de los cuchillos. Anunciación giró y se llevó la mano a la cara Por las rendijas abiertas entre sus dedos espió al desconocido que se acercaba. Estaba tan oscuro que no veía nada, excepto las chispas que salían de los cuchillos al chocar.
—No hay vuelta atrás —dijo Anunciación. Dejó de hacer presión contra Iván. Dio dos pasos hacia los cuchillos que relumbraban en la noche.
ZAK, ZAK, ZAK.
Y esto le sirvió para tomar impulso y empujar con todas sus fuerzas. Cayó con las manos abiertas sobre la espalda de su amigo. Así Iván atravesó el punto donde las paredes casi se juntaban. Al quedar libre de pronto, sin ninguna resistencia, cayó sobre sus rodillas. La linterna se estrelló contra el empedrado. Apenas se puso de pie tiro del brazo de Anunciación y la hizo pasar. Con ella, tan flaquita, era más fácil.
Ella lo miraba con preocupación. ¿Estaba paralizada por el miedo?
—Mirá cómo quedamos, llenos de revoque —dijo Anunciación—. Lo que debe ser mi pelo. ¿No tenés un espejo en la mochila?
Pero Iván miraba hacia el callejón que habían atravesado. Tomándola de la mano la alejó de las chispas que saltaban en la oscuridad.