Iván abrió la reja y entró decidido en el vivero de Mano Verde. Anunciación lo seguía unos pasos atrás. Llegaron a una sala iluminada con tubos fluorescentes. A pesar de que el cartel decía que se trataba de un vivero, las pocas plantas que se veían agonizaban sin remedio. De la pared colgaba un almanaque de publicidad: en la foto, una chica en bikini sostenía una maceta y sonreía. Era de cinco años atrás y la imagen estaba descolorida.
La puerta se abrió y apareció Mano Verde, vestido con el mismo traje verde que había mostrado en Zyl, y con la corbata de pétalos de girasol.
Mostró una sonrisa falsa, ya convertida en mueca después de tantas repeticiones, y dijo:
—Florezco al recibirlos.
Iván se lo señaló a Anunciación:
—Ahí está. Ese fue el que destruyó Zyl.
Anunciación miró extrañada a Iván. No era lógico que un niño acusara a un adulto así. Además, el aspecto de Mano Verde daba miedo, bastaba ver aquella mano de reptil para temblar.
—Tranquilo, mi amigo. No se me ofusque. Le puedo hacer té de tilo, para los nervios.
—No necesito té de tilo. Usted sembró esas semillas en Zyl. Y ahora me va a decir cómo sacar esas plantas que invadieron toda la ciudad.
Mano Verde se sentó detrás de un escritorio.
—En primer lugar, la palabra «ciudad» le queda grande. Es más bien un pueblo. ¿Cuántos habitantes tiene? ¿Conoce los datos del último censo?
—No sé cuántos habitantes tiene Zyl, pero pronto no va a quedar ninguno si sus plantas siguen creciendo.
Mano Verde pareció meditar seriamente en las palabras de Iván.
—¿Y es en serio que las plantas invadieron todo?
—Como si no lo supiera…
—¿Quiere decir que las plantas que yo planté… crecieron?
Parecía asombrado.
—Crecieron. Y a toda velocidad.
—¿Y las germinaciones… germinaron?
—En tiempo récord.
Mano Verde empezó a aplaudir como un desaforado.
—Gracias, gracias, millones de gracias.
Se inclinó sobre el escritorio como si quisiera abrazar a Iván, pero este retrocedió.
—Este hombre está loco —le dijo Anunciación en el oído—. Mejor nos vamos.
—Quiero saber cómo hacer para que las planta desaparezcan —exigió Iván en voz alta.
—No tengo la menor idea. Yo fui una especie de mensajero.
—¿De quién?
—No lo sé. Era un viernes a la tarde. El negocio estaba vacío. Yo estaba muy desalentado. Me decía: esta ciudad no me merece. Poner un vivero aquí es hacer del campo orégano, es tirar margaritas a los chanchos. Y me dieron ganas de cerrar el vivero para siempre.
—Una excelente idea —dijo Iván por lo bajo.
—Pero justo cuando estaba a punto de irme llegó un cartero con una encomienda para mí: una caja grande. En el interior había un sobre con una carta, un fajo de billetes y muchos tarros con semillas. En la carta decía que debía venderlas o regalárselas a los habitantes de Zyl. Que eran un regalo de un amigo de la ciudad. Además había algunas especificaciones…
—¿Por ejemplo?
—Que a usted tenía que darle una semilla en particular.
—La semilla del mensaje —le explicó Iván a su amiga—. ¿La carta estaba firmada?
—Solamente decía Un amigo de Zyl.
—¿Y no le pareció sospechoso?
—Me estaban encargando un trabajo, no una investigación. Así que decidí cumplir. Me dije: «Mano Verde, por fin ha llegado el momento de cosechar lo que sembraste». Fui a Zyl con mi camioneta, me ofrecí para arreglar el laberinto y dejé las semillas. Nunca creí que germinaran…
—¿Por qué no? —preguntó Anunciación—. Es lo que hacen las semillas: germinan.
Mano Verde puso frente a sí un potus que no estaba bien de salud.
—Pero a mí nada me sale bien. Observen este ejemplar. —El potus dejó caer una hoja, a modo de opinión—. Siempre quise dedicarme a las plantas. Aunque nací con una mano verde —levantó su mano de reptil—, nunca tuve lo que se da en llamar «mano verde». A mí las plantas se me secan y las flores se me mueren. Por eso tengo pocos clientes. Si hubiera sabido que esas semillas tenían ese poder, habría guardado algunas para mí.
—¿Y no tiene idea de cómo hacer para detener su crecimiento?
—No. Se ve que no tengo suerte con los asuntos botánicos: justo ahora que logro que unas plantas crezcan, las quieren arrancar. Hablando de Zyl: ¿Se vinieron desde allá para verme? ¿Cómo me encontraron?
—De casualidad —dijo Iván—. Pasábamos por acá y vimos el cartel.
—No —dijo Anunciación—. Es evidente que Aracné quiso que lo encontráramos.
Solo entonces Mano Verde mostró preocupación.
—¿Aracné? ¿Madame Aracné?
—Exacto.
—¿Están ustedes diciendo que fue Madame Aracné la que me envió el dinero y las semillas?
—Estamos convencidos de que fue ella.
Mano Verde se derrumbó en un sillón y puso la cabeza entre las manos.
—Voy a terminar en prisión. Yo soy tramposo, es cierto, y vendo flores de plástico diciendo que son orquídeas de verdad, pero no soy un asesino. En cambio, Madame Aracné pertenece al mundo del laberinto criminal. —Tomó un lápiz y un papel—. Díganme sus nombres completos y el número de sus documentos de identidad. Ustedes serán mis testigos ante la policía, declararán que yo no he tenido nada que ver.
Iván le dijo con toda seriedad:
—Vamos a declarar que es el principal cómplice de la destrucción de Zyl y la mano derecha… —pensó mejor— la «mano verde» derecha de Madame Aracné.
—Por favor, sin alcahueterías. A cambio de su silencio les regalo un helecho.
Empujó hacia ellos una maceta que estorbaba en la mesa. Bastó el movimiento para que la planta perdiera dos docenas de hojas. Al ver que no lo aceptaban, dijo:
—Tengo en el fondo unas calas de plástico que son muy decorativas. No hay que regarlas.
—No queremos plantas —dijo Iván—. Necesitamos que nos diga cómo ubicar a Madame Aracné.
—No sé, ya les dije. Jamás la vi.
Anunciación tomó la maceta con el helecho y la sopesó.
—Sabía que el helecho les iba a gustar… —se entusiasmó Mano Verde.
—Bastante pesada como para abrirle la cabeza —dijo Anunciación—. ¿Quiere que pruebe mi puntería?
—Por favor. Los jardineros detestamos la violencia. Recuerden lo que dijo el poeta: «Y para aquel que me arranca / el corazón con que vivo / ni cardo ni ortiga cultivo. / Cultivo una rosa blanca».
Anunciación bajó la maceta. Su madre siempre le recitaba aquellos versos de Martí. Las poesías tenían sobre ella un efecto pacificador.
—Mi amigo está en un laberinto mental y ese laberinto nos trajo hasta aquí. ¿Cómo puede hacer para salir?
—¿Qué laberinto? ¿Es una metáfora para decir que está…?
El jardinero llevó el dedo índice a su sien.
—No, no está loco. Está encerrado.
Iván no tenía ganas de explicarle su situación.
—Este no sabe nada, Anunciación. Mejor nos vamos.
Pero Anunciación no se rendía:
—¿Y no ha visto un toro?
—¿Un toro? No, bastante mal me va con las plantas, no quisiera incorporar animales. Hay que alimentarlos, cuidar que no se escapen, que no se coman entre ellos…
—No decimos un toro de verdad. Puede ser un dibujo, una señal…
—Ustedes son chicos verdaderamente extraños. ¿Siempre van por ahí, al anochecer, amenazando a la gente y buscando toros? ¿No probaron hablar con un especialista, con alguien que entienda de estas perturbaciones?
Pero de pronto Mano Verde se quedó mudo y señaló la calle. Pensaron que les indicaba la salida, pero les preguntó:
—¿Les sirve un toro tallado en un árbol?
—Claro.
—Hace unos días alguien dibujó con una navaja una cabeza de toro en el árbol que está en la puerta del vivero. Fue justo mientras yo estaba en Zyl repartiendo semillas.
Salieron corriendo para ver la señal. A sus espaldas, Mano Verde les gritaba:
—¡El helecho! ¡Llévense el helecho!
El árbol era frondoso. La luz del atardecer atravesaba las hojas, dibujando sus nervaduras como si se tratara de letras chinas.
—Es un roble —dijo Anunciación con seguridad. Iván no discutió. No sabía mucho de árboles. Los árboles eran árboles, nada más. Solo reconocía el palo borracho, cuyo tronco de color verde claro se distinguía de los otros, y el limonero, con su tronco oscuro y retorcido. En noviembre sabía cuáles eran los jacarandás, porque se llenaban de flores celestes.
—Voy a tener que trepar para cruzar.
No parecía demasiado difícil. Una tormenta reciente había quebrado una de las grandes ramas sin desprenderla del todo, y esta llegaba hasta la vereda de enfrente, de tal manera que el árbol tenía algo de puente. Acostumbrado a los árboles de Zyl, Iván empezó a trepar.
¡Qué distinto es ver un árbol desde afuera a verlo desde dentro! Desde afuera, parecen estar hechos solo de ramas y hojas, pero desde adentro se encuentran siempre otras cosas. Insectos escondidos en los agujeros, barriletes perdidos, con sus hilos enredados, alguna pelota de goma encajada entre dos ramas, nidos abandonados por los gorriones o los jilgueros. Su mano derecha arrancó, sin querer, una gran telaraña y una araña de patas largas corrió a esconderse. En algunas lugares la corteza aparecía cubierta de líquenes de un verde casi blanco. Los pedazos de corteza flojos, que parecían tablillas escritas con mucho trabajo, se desprendían a medida que trepaba, e iban dejando en la vereda las señales de su paseo por las alturas.
Para trepar había que saber evaluar la resistencia de las ramas: a veces una delgada, todavía verde, podía soportar más peso que una que parecía antigua y fuerte, pero recorrida por una rajadura capaz de derrumbarla al menor movimiento. «Un árbol es un laberinto de ramas», pensó Iván, pero enseguida se corrigió: un árbol no tiene nada de laberinto. Un árbol tiene raíces, un tronco, un centro, y nunca engaña, nunca hace trampas. Un árbol muestra la dirección correcta: es exactamente lo contrario a un laberinto. Basta con trepar a un árbol para que este se convierta en el centro del parque, del bosque, del mundo.
Estaba a más de tres metros de altura cuando alcanzó la rama quebrada, y fue deslizándose por ella, como si fuera uno de los pasamanos que hay en las plazas, al lado de toboganes y hamacas. Era una calle tranquila y no pasaban autos. Cuando puso los pies en la vereda vio que una rama había caído, y la guardó en su mochila, sin saber por qué. La rama era larga y sobresalía. Ya no quedaba nada del sol que había iluminado las hojas: habían bastado esos pocos minutos, de rama en rama, para que oscureciera. Había subido al árbol de día y ahora bajaba casi de noche.
Apenas llegó, Anunciación lo abrazó. No había habido (y no lo habría después) obstáculo más fácil que ese, y sin embargo ella lo abrazó como si él hubiera corrido un gran peligro.
—¿Para qué es esa rama que guardaste?
—No sé.
Muchas veces había guardado ramas en sus paseos por las afueras de Zyl, o por la orilla de la laguna. Se proponía hacer arcos, juegos, espadas… hasta ahora nunca había usado ninguna. Juntar ramas en los bosques o caracoles en la playa: nadie sabe por qué los chicos guardan esas cosas, pero lo hacen desde siempre. Como si coleccionaran pedazos de días, como si quisieran que de ese día quedara algo más real que un recuerdo, algo que se pueda tocar y que no cambie con el tiempo. Como si caracoles, piedras o ramas fueran objetos mágicos a los que basta con frotar para ver el momento en que se los juntó, en una playa, una montaña o un bosque.