Iván y Anunciación se acercaron a un pequeño parque de diversiones. Una mezcla de ruidos llenaba el aire: viejas canciones infantiles, chirridos de máquinas sin aceite y gritos y llanto de niños. El aire olía a pochoclo, garrapiñadas y motor recalentado. Por encima de las dos columnas de la entrada un cartel anunciaba, entre lamparitas rojas y amarillas, el nombre del lugar: Las Dos Mellizas. Iván no prestó atención al nombre, pero a Anunciación no le gustó.
—Si son mellizas, ¿cuántas van a ser?
Era así, le gustaba corregir el mundo.
Apenas entraron vieron que había una oruga, unas untas que giraban a buena velocidad, un tren fantasma cuyo recorrido era tan breve que casi no había tiempo de asustarse. Había unas pocas familias en el parque. Padres y madres trataban de arrastrar a sus hijos a la salida, pero los chicos insistían en que les faltaba subirse a un juego u otro.
Un chico de unos siete años se peleaba con su madre, que quería acercarlo a la salida. El chico revoleaba a modo de protesta una nube de azúcar, con la que rozó el brazo de Anunciación. Ella lo miró furiosa.
—¡Cuidado!
Pero el chico ni la miró.
—¡Quiero ir al laberinto!
—Te dije que no —respondió la madre—. Ya diste treinta vueltas en los autitos chocadores, te compré una bolsa de pochoclo, una manzana acaramelada y esa porquería pegajosa.
—¡Nube de azúcar! Se llama así —dijo el chico.
—Yo la llamo «esa porquería pegajosa». Ahora un baño y a la cama.
—¡Quiero ir al laberinto! —insistía el chico. Y trató de zafarse de la mano de su madre, hasta que ella decidió arrastrarlo de la oreja derecha.
—¡Bien! —gritó Anunciación, sintiéndose vengada. No le gustaban los chicos malcriados, y menos cuando portaban nubes de azúcar.
Pero Iván se había fijado en otra cosa.
—El chico hablaba de un laberinto. ¿Dónde está?
Lo encontraron en el fondo del pequeño parque. En esa zona las luces eran más tenues. No había niños cerca, y el laberinto parecía cerrado.
El juego era una construcción cuadrangular. Desde fuera no se veía el interior, ya que no tenía ninguna ventana, y la entrada estaba cubierta por una cortina negra. A los costados de la entrada había dos columnas de yeso. Sobre la pared de chapa aparecía pintada la figura del Minotauro. El hombre con cabeza de toro empuñaba una espada.
—Estás en un laberinto y ahora encontrás un laberinto —le dijo Anunciación.
Iván no lo sabía, pero el laberinto dentro del laberinto era uno de los trucos favoritos de Madame Aracné.
—¿Quién habrá pintado este Minotauro? Peor no le podía salir. Más que a un toro se parece al ratón Mickey.
Iván pensaba en el juego.
—Un laberinto necesita más espacio. Por complicado que sea el recorrido de su interior, no hay espacio suficiente como para que nadie se pierda.
—¿Se saldrá por la misma entrada? Porque yo no veo ninguna salida.
—Debe estar por detrás. —El fondo del laberinto daba a una alambrada, contra una avenida—. Tenemos la imagen del toro, así que hay que entrar.
Los boletos para los juegos se vendían en una casilla pintada de verde. En el interior había dos mujeres idénticas, que los miraban detrás de unos anteojos de carey también idénticos. Tenían los ojos y los labios pintados con un derroche de maquillaje y unos peinados altos, sostenidos a fuerza de spray.
—Queremos boletos para el laberinto —pidió Anunciación.
—¿Por qué no van mejor a la oruga? —dijo la melliza de la izquierda.
—Vértigo, vértigo —dijo la de la derecha.
—Preferimos el laberinto —Anunciación habló con firmeza.
—Es solo para mayores. No lo recomendamos a los niños —dijo melliza izquierda.
—No somos niños. Tenemos… —Anunciación se quedó muda: no convenía decir nada antes de saber cuál era la edad necesaria—. ¿Cuál es la edad mínima para entrar?
—Ah, eso depende.
—¿De qué?
—De la madurez de cada persona. Hay chicos de seis años más maduros que otros de veinticinco. Te hablan de política, de ecología, de la paz mundial.
—¿Y cómo saben quién es maduro y quién no?
—Por la cara. Documentos de identidad, partidas de nacimiento, cédulas: no damos importancia a esas cosas. Solo la cara, el modo de mirar, de hablar.
—Le aseguro que nosotros somos maduros —dijo Anunciación, mirándola con fijeza.
—Si fueran maduros, no estarían en un parque de diversiones. —Melliza derecha los miraba fijo—. Irían, no sé, a conferencias sobre geopolítica o sobre el arte contemporáneo. Y sobre todo, no tratarían de entrar en el laberinto, que no es un juego para personas maduras.
Su hermana estuvo de acuerdo:
—Los laberintos fomentan la irresponsabilidad. Enseñan a perderse. Elijan mejor los autitos chocadores, que van a toda velocidad.
—Vértigo, vértigo —dijo melliza derecha—. El otro día un chico salió volando y se partió la nariz.
Las dos se rieron al recordar el episodio.
Iván insistió:
—Dos boletos para el laberinto.
Melliza derecha suspiró, tomó el dinero y cortó los tickets de mala gana. Eran de color celeste.
—Es una lástima que vayan allí —dijo—. Como el laberinto ya no le interesa a nadie, hace tiempo que no lo revisamos. Adentro puede haber cualquier cosa…
—La gente es muy sucia —dijo melliza izquierda—. Tira basura. Bolsas de pochoclo, cajas de maní con chocolate, pirulines pegoteados, y esas nubes de azúcar, que yo, si fuera presidente, prohibiría.
—En eso estoy de acuerdo —aprobó Anunciación.
—En cambio antes, cuando vivía nuestro padre, al laberinto lo limpiábamos todos los días. Hasta habíamos contratado a un Minotauro.
—¿En serio? —preguntó Iván.
—Era don Arturo, el del quiosco. Excelente actor. Perseguía a los chicos con su cabeza de toro.
—Los chicos salían llorando desesperados —recordó melliza izquierda, suspirando.
—Qué linda época. Eso era un parque de diversiones. No esto.
Las dos mujeres se quedaron un segundo en silencio. Guardaron en una pequeña caja fuerte el dinero de las entradas.
—Mucha suerte. Y recuerden que la entrada no sirve de salida —dijo melliza izquierda.
—La entrada es la entrada y la salida, la salida —aprobó melliza derecha—. Recuerden también lo que decía nuestro padre…
Las dos recitaron a dúo:
—«En encontrar la salida
a algunos se les va la vida».
Y se largaron a reír a la vez.
—Locas —dijo Anunciación, mientras se alejaban a paso rápido de las mellizas.
Volvieron a la zona de sombras, donde se escondía el laberinto.
—¿Qué dice ahí? —preguntó Iván, señalando unas letras griegas que estaban escritas en el arco de la entrada.
—No sé. Pero voy a estudiar griego cuando sea grande.
No había nadie en la entrada a quien entregarle los tickets que habían acabado de comprar. Los guardaron. Apenas entraron en el juego una puerta corrediza se cerró a sus espaldas.
Cuando vio a los chicos desaparecer en el interior del laberinto, melliza derecha miró hacia su hermana.
—Yo me quedo en la boletería. Vos andá a poner en marcha el laberinto.
—¿Por qué no vas vos?
—Porque no tengo ganas.
—A mí me duele la cintura.
—La cintura es algo físico. No tener ganas es espiritual. Andá vos.
La melliza izquierda obedeció y fue hasta un costado del juego. Había una gran palanca. La tomó con las dos manos y tiró con fuerza hacia ella. Hubo un ruido a engranajes sin aceite, a trenes desplazándose lentamente sobre vías maltrechas, a máquinas que se despiertan luego de una larga hibernación. Y todo el laberinto tembló. Después de suspirar dijo para sí:
—Yo les advertí que era mejor sacar boleto para los autitos chocadores.
El señor Negro vivía solo. Tenía su casa en lo alto de la fábrica. Todas las tardes subía a la terraza para ver qué hacía su competidor, el señor Blanco.
A veces el señor Blanco lo había copiado al señor Negro. Como cuando sacó su línea de piezas de mármol. O su ajedrez movido por imanes. Por eso consideraba a su enemigo un traidor, un imitador, un copión.
Otras veces, era el señor Negro el que había copiado a Blanco. Pero eso no quería decir que fuese un imitador. Nada de eso: era un competidor feroz, que no se rendía ante el ingenio del adversario.
La verdad era que, por mucho que trataran de innovar, en el mundo del ajedrez triunfaba la tradición, y los juegos que más se vendían eran los clásicos, de madera.
El señor Negro subió a la terraza. Allí tenía un telescopio. Se lo había comprado un año atrás a la señora Lentieri, la constructora de juegos ópticos. En su negocio tenía catalejos, largavistas, periscopios y caleidoscopios. Él había meditado mucho antes de decidirse por el telescopio. Al principio había usado aquella lente para ver las estrellas. Al principio… los primeros quince minutos. Qué interesantes Las constelaciones, las Tres Marías, el Lucero de la tarde, la cruz del Sur, pero… ¿Qué está haciendo Blanco? Así fue como Negro se olvidó de las estrellas y se concentró en las actividades de su adversario. Desde entonces llevaba la cuenta de los listones de madera que entraban a la fábrica, los tarros de pintura, las cajas que salían, con todas sus piezas listas. Espiar a su competidor se convirtió en rutina. Todo esto le permitía tener una idea de cómo marchaban los negocios de Blanco.
—En el mundo actual, información es dinero —se decía el señor Negro.
Esa tarde al mirar, como todas las tardes, la terraza del señor Blanco, se dio cuenta de que el otro lo miraba con un telescopio. ¡Ah, había descubierto su pequeño secreto y lo imitaba también en eso! Maldito Blanco… Hasta en el noble ejercicio de la astronomía tenía que competir. El señor Negro bajó molesto el telescopio. Pero entonces vio algo inesperado. Un animal aprovechaba una ventana abierta de la planta baja para entrar en la fábrica del señor Blanco. El señor Negro lo vio durante un segundo, pero eso le bastó para darse cuenta de que se trataba de un puma.
En las arboledas que rodeaban a Zyl abundaban los pumas, pero nunca se acercaban a la ciudad. Muy de vez en cuando, algún vecino que vivía apartado se quejaba de que un puma le había comido un par de gallinas. Pero eso era todo. Ahora, con el cambio en la flora de Zyl, también había cambiado la fauna. Algunos caranchos sobrevolaban la ciudad, a la espera de algún pequeño animal muerto entre las plantas. Los pájaros se marchaban. Unos perros lobos, que siempre habían mirado las casas con respeto, se habían acercado. Y también los pumas estaban de visita. Que la ciudad ahora fuera bosque era una invitación a entrar.
«Que se las arregle», pensó el señor Negro. Y fue a prepararse un sándwich de atún.
Ya había abierto la lata cuando pensó que no estaba obrando bien.
—Voy a llamarlo por teléfono y avisarle. Si va a luchar con un puma, es bueno que al menos esté alerta. ¡Qué cara va a poner cuando le diga!
Pero se acordó que los teléfonos estaban sin línea. Además, él no tenía el número de teléfono de Blanco. Cómo lo iba a tener, si se detestaban.
Negro salió a la calle. Llamó a los gritos a los vecinos:
—¡Hay un puma en lo de Blanco!
Pero ningún vecino salió. La mayoría había abandonado sus casas, por temor a quedar atrapados entre las plantas.
Así que el señor Negro respiró profundamente, atravesó la calle llena de malezas, y entró, por primera vez en su vida, en la fábrica de su enemigo.
Anunciación probó mover la puerta corrediza que se había cerrado a sus espaldas.
—No se mueve ni un centímetro. Estamos encerrados de verdad.
—La entrada es la entrada y la salida, la salida. —Iván recordó las palabras de las mellizas.
—Igual no estamos en peligro —dijo Anunciación—. Este laberinto es tan chico que no hay espacio para perderse.
La luz era tenue: había muchas lamparitas en el techo del laberinto, pero en su mayoría estaban quemadas. Las paredes eran chapas pintadas con motivos griegos: las figuras de los dioses, columnas rotas, vasijas. También había letras griegas, pero se notaba que el pintor las había copiado de algún libro, solo por afán decorativo, porque no formaban palabras.
Llegaron a un espacio central. Ahí estaba Poseidón, una estatua de yeso que emergía de un estanque de agua, listaba armado con un tridente. Tenía unos grandes ojos pintados de azul y una barba blanca de la que colgaban hipocampos y cangrejos. El dios de los mares le había salido medio cabezón al escultor.
—Este laberinto no es tan simple como parece —dijo Iván.
¿No? Ahí está la salida, detrás de Poseidón. Hace segundos que entramos y ya la encontré.
Pero Iván sabía más de juegos que Anunciación.
—Si mirás la base de los paneles, vas a ver que están montados sobre rieles.
Iván movió un poco la pared.
—Se deslizan sobre rulemanes.
Anunciación empezaba a entender:
—Eso quiere decir…
Se oyó un ruido sordo y el laberinto tembló. Anunciación se cayó al suelo.
—… que las paredes se mueven —terminó Anunciación, en el mismo momento en que uno de los paneles se desplazaba y la separaba de Iván.
Iván trató de eludir el panel, pero otro cambio de paredes volvió a bloquearle el camino.
—¡Anunciación!
Ella le contestó, pero ahora parecía que estaba lejos, separada por dos o más paredes. Como biombos sucesivos, como sábanas tendidas una tras otra en una terraza, las paredes se cruzaban en el camino. Había que saltar de un lado a otro para no correr el peligro de ser aplastado por los muros. Iván empezó a correr, pasando entre las paredes que se cerraban ante él. No podía decidir adonde quería ir. Se dio cuenta de que había perdido por completo la noción del espacio.
—¡Anunciación! —gritó.
—Iván… ¿dónde estás?
—En… alguna parte. —Todo cambiaba a su alrededor tan rápido que las palabras no llegaban a tiempo para nombrarlo.
—Yo estoy en una plataforma giratoria. No paro de dar vueltas.
Los paneles se cerraban violentamente y había que tener cuidado de evitarlos. En uno de los saltos Iván fue más lento que el panel, y le quedó apretado el brazo.
Dio un grito de dolor. Sintió que los dedos de Anunciación llegaban a rozar el dorso de la mano, casi una caricia, pero de inmediato volvieron a quedar separados por los inquietos muros de latón.
Apenas liberó el brazo abrió la mochila y buscó la brújula. No era tarea fácil: había entrado en una de las plataformas giratorias y todo empezó a dar vueltas a su alrededor. Se le cayeron las cosas de las manos. Con las rodillas en el suelo, trató de devolver todo a la mochila. Apenas lo consiguió se escapó de la plataforma giratoria, que era el punto de máximo caos. A la brújula se le había roto el cristal, pero la aguja imantada seguía señalando, temblorosa, el Norte.
«Vamos, Iván, a pensar rápido…», se dijo a sí mismo.
Tenía que decidir dónde estaba la salida. El sol se ponía en el Oeste, hacia donde corrían las vías del tren. Eso quería decir que la puerta del laberinto estaba en el Norte y que probablemente la puerta de salida estuviera en el lado Sur. Habían visto tres lados de la construcción y en ellos no había ninguna salida. Debía estar en el cuarto lado, que daba contra la avenida.
Con la brújula en la mano intentó mantener fijo el rumbo hacia el Sur. Era muy complicado, porque el juego de los paneles móviles a menudo lo hacía retroceder. Las luces se apagaban y encendían, aumentando la sensación de infusión. En uno de sus inseguros pasos su pie encontró el vacío. E Iván hundió los pies en el estanque donde gobernaba Poseidón. Tuvo que aferrarse a la estatua para no sumergirse por completo en el agua sucia.
—Discúlpeme, Poseidón —le dijo. El dios lo miraba con una sonrisa burlona.
Desde allí llegó a ver a Anunciación. Ella trató de ir hacia él, pero un panel se interpuso. Iván le gritó:
—La próxima vez, vos me das el hilo, como Ariadna, y te quedás afuera del laberinto.
—La próxima vez vuelvo a entrar —dijo la niña invisible, que ahora se había vuelto invisible de verdad.
Era muy difícil prestar atención a la brújula y a los paneles a la vez. Pero al cabo del tiempo, por mucho que se movieran los paneles, Iván se dio cuenta de que repetían una cierta rutina
—Iván, ¿dónde estás? —preguntaba Anunciación, agotada por los saltos.
—Encontré un lugar donde quedarme quieto: el estanque.
—Yo no voy. No quiero meter los pies en esa agua sucia.
Tenía razón. El agua del estanque no había sido cambiada en largo tiempo, y estaba oscura de óxido. Iván, hundido hasta la mitad de la pierna, sentía los pies helados.
Los movimientos del laberinto no eran movimientos totalmente librados al azar: si se los observaba durante cierto tiempo, se podía ver la repetición. Primero este, luego aquel, en tercer lugar aquel otro… Si se estudiaba la repetición, se podía prever cuál sería el siguiente movimiento. El secreto de ese laberinto no estaba en saltar de un lado al otro, sino en quedarse quieto y observar, aunque se tuviera; que meter los pies en el agua.
«Por suerte no me traje mis zapatillas nuevas», pensó Iván. Y en el fondo no hubiera sido tan grave, porque las que llamaba «zapatillas nuevas» no eran tan nuevas tampoco.
Después de un rato, pudo memorizar los movimientos. El lugar, tan extraño al principio, se le empezó a hacer familiar. Lo recorrió sin problemas, como si el juego de las paredes móviles no significara nada, como si fuera capaz de ver la estructura inmóvil detrás de los cambios, el edificio detrás de la máquina. Y así pudo avanzar en dirección sur y alcanzar una pequeña puerta de madera. Tuvo que agachar la cabeza para pasar. Pronto estuvo al aire libre.
Dio la vuelta al juego y encontró la palanca que lo había puesto en marcha. Tiró de la palanca hacia sí. La máquina pareció suspirar antes de detenerse, como si también ella hubiera estado esperando esa pausa. Sin el movimiento de las paredes, Anunciación encontró enseguida la salida.
Se abrazaron.
—Tenés las zapatillas mojadas.
—Culpa de Poseidón.
Los saltos y las corridas por el laberinto la habían despeinado. Él le apartó el pelo de la cara. La miró un segundo.
—Ojalá hubiera traído un peine. Debo estar horrible, ¿no?
—No —dijo Iván, en un susurro imperceptible.
Fueron hacia la salida, en medio de los ruidos de los autitos chocadores, la música estridente y pasada de moda de la oruga, y los gritos y llantos de los chicos que pedían otro juego, uno más, el último, mientras los padres los arrastraban a la salida.