EL PUENTE DE HIERRO

Cuando el bote alcanzó la orilla, ya era noche cerrada. Federica y Ríos estaban exhaustos de remar; Lagos, agotado de correr por la orilla. Ataron el cabo del bote a un árbol. Después se dieron los tres un abrazo cansado, y estuvieron ron a punto de quedarse dormidos en el abrazo.

—Es tarde para visitar a Canobbio —dijo Lagos.

Ríos estornudó.

—Mañana nos ocupamos de conseguir los secretos de Madame Aracné. Ahora quiero comida caliente, ropa seca, y a la cama.

Caminaron unas cuadras en silencio, hasta llegar a los primeros faroles de alumbrado. Ríos caminaba al lado de Federica. Ahora no le parecía tanto más alta.

—¿Y ese chaleco? —preguntó Lagos.

Avergonzado, Ríos se sacó el chaleco rosa y se lo devolvió a Federica.

Hacía frío —se disculpó—. Además, en la oscuridad no había visto el color.

—¿Qué estarán haciendo Ríos y Lagos? —preguntó Iván. Se lo preguntó a sí mismo, sin ánimo de responderse, pero lo hizo en voz alta, como si fuera Anunciación la destinataria de la pregunta.

—¿Cómo voy a saber yo? Ni siquiera los conozco.

—Los tres estamos siempre juntos. Pero ellos se cuentan aventuras de cuando yo no los conocía. Para ellos, voy a ser siempre «el nuevo».

—Pero vas a poder contarles esta aventura.

—Pero estoy solo.

—¿Solo? ¿Y yo qué soy? ¿Un buzón, un árbol?

—Quise decir: solo para contarlo. No es lo mismo. Ellos van a contar las cosas entre los dos, y me van a dejar afuera. Yo no puedo llevarte a Zyl.

—Hoy no. Pero otro día.

—¿Vendrías, otro día?

—Claro que iría. —De pronto le dio algo de vergüenza. No quería que Iván pensara que…—. Por interés turístico, nada más. Me gusta conocer lugares nuevos.

«Otro día», pensó Iván. Era tan agobiante, tan difícil ese día, que era difícil pensar en el día siguiente, y el otro, y el otro.

Mientras conversaban, llegaron a las vías del tren. La barrera, pintada de rojo y blanco, estaba alta, pero Iván no pudo cruzar. Había llegado a un nuevo límite, una nueva pared de su laberinto invisible.

—Hasta acá llegamos —dijo, con la voz apagada.

Un puente cruzaba las vías. El puente había tenido alguna vez una escalera para llegar a lo alto, pero ahora no había escalones de ninguna clase. Habían sacado la escalera para que nadie corriera el riesgo de subir al puente. La estructura de hierro parecía a punto de derrumbarse.

Junto al puente había una estación. Unos pocos pasajeros esperaban la llegada del tren. Empezaron a caminar por el largo andén.

—En la tapa de ese libro hay un toro… —dijo Iván, señalando a un chico de unos diez años que leía un libro troquelado.

Se acercaron.

—No es un toro —dijo ella—. Es un triceratops.

—Lo vi de lejos. Me pareció que era.

—¿Un toro verde y con tres cuernos?

Al rato era Anunciación la que imaginaba el toro.

—Esa mancha en el suelo. ¿La ves?

—Es alquitrán derramado. Y puede ser un toro o cualquier cosa.

—Para mí que es un toro.

—Sí, y son toros esas hojas de diario que vuelan y esas nubes en el cielo. Busquemos algo más preciso.

Los pasajeros miraban extrañados a ese par de niños que estudiaban los carteles oxidados, los papeles pegoteados en las paredes y en las columnas de la estación, y que hasta se asomaban a mirar las vías, como si allí abajo, entre botellas rotas y latas aplastadas, pudiera haber algo de valor.

—¿Se les perdió algo? —les preguntó una señora. Anunciación contestó:

—El boletín de la escuela, nada importante.

Llegó un tren. Los pasajeros subieron, apurados por llegar a su casa. Frente a la barrera baja se habían reunido algunos autos, que esperaban que el tren se fuera de una vez. Se oyó la bocina de la locomotora, con su aullido de animal prehistórico, y la formación partió.

Cuando Iván miró cómo se iba el tren hacia el Oeste, descubrió algo atado en el puente. Era un toro de juguete, de plástico, de color negro, de unos siete centímetros de alto. Le habían hecho un nudo con piolín blanco. Se lo señaló a su amiga.

—Es uno de esos animalitos para jugar a la granja —dijo Anunciación.

—Y eso quiere decir que tenemos que subir por el puente roto.

—Y que tenemos que conseguir una escalera.

—Escalera no tenemos. Pero sí una cuerda.

Iván sacó de su mochila la soga. Era lo suficientemente larga como para llegar al puente.

—Ahora, a buscar algo que nos sirva para asegurar la soga…

Además de las vías principales, corría bajo el puente una vía lateral, clausurada muchos años antes. Sobre ella había un vagón abandonado rodeado de malezas. Tres gatos grises los miraban impasibles. Caminaron alrededor del vagón buscando…

—¿Qué buscamos exactamente? —preguntó ella.

—Algo con que nos pueda servir de gancho.

—Ah —dijo Anunciación. No estaba acostumbrada a mirar en las cajas de herramientas ni en las cajas con cartelitos como:

COSAS QUE NO SE USAN

(PERO NO SE TIRAN).

Para ella lo que no se usaba se tiraba.

Había grandes tuercas, pedazos de carbón, clavos, la cabeza de un martillo… pero al final fue ella la que encontró un pedazo de fierro curvado y con agujeros para poner tornillos.

—¿Esto sirve?

—Claro que sirve.

Iván pasó la cuerda por uno de los agujeros y pronto tuvieron un instrumento que hubiera servido para escalar un pico montañoso.

Junto al puente, Iván revoleó el gancho.

—Tratá de no pegarme en la nariz.

—Ahí va.

Ahí fue, pero no se enganchó. Hubo que hacer varios intentos hasta que el gancho quedara firme contra uno de los fierros del puente.

Iván empezó a trepar. No era fácil trepar por una cuerda delgada y sin nudos, pero siempre se había dado maña en los caños de los toboganes y en los pasamanos de las plazas.

—Parecés Batman —le dijo su amiga. Iván sospechó que no lo tomaba muy en serio. Pronto estuvo encima del puente.

Después le tocó a Anunciación. Iván le dijo que cruzara las vías como lo hacía la gente común, pero ella, terca como era, insistió en seguirlo por el puente. Le costó un poco más, pero pudo subir. Se puso tan contenta que empezó a bailar en el puente.

—¡Quieta! —le advirtió Iván—. ¿No ves cómo está el piso?

El puente estaba tan oxidado que en algunos sectores había agujeros por los que podía pasar el pie de una persona.

—Me gusta festejar.

—Pero no festejes cayéndote. ¿Y la soga?

La soga se había caído. Estaban atrapados en un puente sin escaleras.

—¿Cómo bajamos? Vamos a tener que pasar acá la noche entera —dijo Anunciación con tono de fatalidad y reproche.

—No fue a mí al que se le cayó la cuerda.

—Tenías que avisarme que sacara la cuerda apenas me subía. Vos tenés más experiencia en estas cosas.

—¿En subir a puentes rotos? Te aseguro que no.

No había nadie cerca como para pedirle ayuda. Con mucho cuidado de no meter el pie en los agujeros caminaron hasta el otro extremo del puente. No había escalera para bajar. Iván se sentó en el borde, con las piernas colgando.

—¿Vas a saltar? —le preguntó su amiga—. Primero tendrías que redactar tu testamento.

Iván se sacó el cinturón. Era un cinturón de cuero marrón con una hebilla plateada.

—Siempre me molestó este cinturón, porque es demasiado largo y me da media vuelta. Pero ahora me parece que nos va a servir.

Pasó el cinturón por uno de los tirantes de hierro del puente. Dio un tirón para ver si estaba bien firme. Y después se deslizó hacia abajo hasta llegar a la punta del cinturón.

—Ah, yo eso no lo voy a hacer —dijo Anunciación.

El cinturón se había terminado, no quedaba otro remedio que saltar. Iván se soltó y cayó sobre sus pies.

—Un salto perfecto —se felicitó—. Ahora vos.

—¿No hay otra manera?

—No.

Resignada, empezó a deslizarse por el cinturón. Iván se dispuso a hacerse el caballero.

—Tírate tranquila, que yo te atajo.

—Mejor no —dijo ella. Pero no es fácil aferrarse a un cinturón, y las manos resbalaron…

Cuando cayó sobre Iván, lo derrumbó. Los dos rodaron por el suelo.

—En mi vida recibí más golpes que hoy. No hay ningún lugar que no me duela.

—No es mi culpa. Vos insististe en atajarme. Si no estabas seguro… —algo la distrajo—. ¿Y tus pantalones?

—¿Qué tienen mis pantalones? —Iván se los acomodó.

—¿No se te caen sin el cinturón?

—No.

—Mejor así. No quisiera que, además de todos los problemas, hiciéramos un papelón.

El cinturón había quedado atado al puente, ya irrecuperable.

—Era mi único cinturón —dijo Iván.

—No importa. Te regalo otro para tu cumpleaños.

¡Atchís!

El sábado Ríos despertó resfriado. Le dolían un poco los huesos, como si estuviera a punto de engriparse.

—Hoy te quedás en cama —le dijo su madre.

—No. Para quedarme en cama, prefiero un día de semana.

Enfermarse en sábado o domingo, como todo el mundo sabe, es pésimo negocio.

Su madre abrió la ventana y señaló hacia fuera. Ya eran las diez de la mañana, pero el sol no se animaba a entrar en la maraña que formaban las plantas.

—Mirá, como esto siga así, no sé cuándo volverá a haber clases.

Ríos se asomó. En la noche las plantas habían crecido aún más. Ya no había vehículos en las calles: ni autos ni bicicletas. Hasta era difícil caminar sin tropezar con las raíces. Un árbol de tronco azul había crecido tanto que ya era más alto que la casa.

—¿Y este árbol tan grande?

—Es mi bonsái —dijo su madre.

—Parece más secuoya que bonsái.

Ríos se puso un jean, una remera negra y un buzo azul.

—Estoy preocupada por tu padre —dijo su madre.

—No te hagas problema, mamá. Mucha gente está deprimida por lo que nos pasa.

—Al contrario. Me preocupa porque lo noto entusiasmado. Canta. ¿No lo oís? Siempre que canta es porque se acerca una catástrofe.

El señor Ríos estaba en la mesa de la cocina, dibujando el plano de una máquina en una hoja grande y transparente. Usaba un lápiz al que le quedaban de vida una o dos visitas al sacapuntas. Y cantaba. Primero un tango, luego un bolero…

Se calló en cuanto vio a su hijo.

—Creo que con una pequeña variación la máquina puede funcionar. Lo que la otra vez falló…

—Era que aniquilaba los gatos —dijo Ríos mientras abría la heladera en busca de la botella de leche.

—¡No! Eso es una infamia. Lo que pasó fue que se aceleraba sola. Pero con una modificación casi insignificante…

La madre puso una taza de café delante de su marido.

—Ninguna modificación. La máquina se destruyó. ¿Te acordás? Después de hacer todos los desastres posibles se hundió en la laguna. Está allí abajo, oxidada.

—Pobres pejerreyes, pobres mojarritas —dijo Ríos por lo bajo, sin que su padre lo oyera.

El padre seguía atento a sus planos.

—Estoy tan cerca de comprender todo, tan cerca…

—Tan cerca de quedarte dormido. Pasaste toda la noche sin pegar un ojo. No necesito un marido que perfeccione máquinas hundidas: necesito alguien que saque las malezas de la casa antes que levanten las maderas del piso y…

La señora Ríos no siguió hablando, porque el lápiz rodó por la mesa y cayó al suelo. Su marido se había quedado dormido con la cabeza apoyada contra la mesa.

Ríos le dio un beso a su mamá, prometió que después la ayudaría con las malezas y se fue a buscar a Lagos. Como su amigo había ido en su busca, se encontraron a mitad de camino.

—¿Y tu hermana? —preguntó Ríos.

—Bien. Me preguntó cómo estabas.

Ríos trató de borrar la sonrisa de su cara. Un estornudo lo ayudó.

—Mi madre quería que me quedara en cama, pero estoy bien. Vamos a buscar a Canobbio.

Lo encontraron en las puertas del museo, tratando de separar a Blanco y a Negro, que estaban por irse a las manos. Blanco, alto, corpulento y de largos brazos, intentaba que sus puños llegaran hasta Negro. Canobbio, en el medio, lo impedía. Negro giraba alrededor de Canobbio, burlón.

El señor Blanco, al ver a los chicos, los tomó de testigos.

—Negro me llenó todo de semillas, para que mi fábrica quedara rodeada de malezas. Quiere ser el único fabricante de ajedrez de Zyl.

—¡Mejor dedícate al tatetí! —se burlaba Negro. Para un especialista en ajedrez, no había peor insulto que ese.

—Calma, señores —intervino Canobbio—. Hagan tablas. Hay niños presentes.

—Ya no somos niños —protestó Lagos.

—Por esta vez, hagan de cuenta que lo son —le pidió Canobbio. Y volviéndose a Blanco y Negro—: No dejemos que estas plantas del infierno dividan a los amigos.

—Pero si siempre fuimos enemigos.

—O que dividan a los enemigos. Lo mismo da. Que cada uno vuelva a su fábrica a despejar las malezas. Tal vez, entre tantas plantas puedan encontrar una madera nueva que les sirva para las piezas.

Esa idea les gustó y, con el propósito de adelantarse al otro en algún descubrimiento que les permitiera hacer piezas más sólidas y baratas, se apuraron a regresar a sus fábricas.

Canobbio señaló las malezas que cubrían el museo.

—¿Vienen a ayudarme? Mi cintura no da más.

—Venimos a hacerle una consulta —dijo Ríos.

Canobbio los invitó a pasar y se apresuró a anotar sus nombres en el libro de visitas. Unos tallos delgados que parecían líneas de tinta verde invadían el libro, y Canobbio arrancó un manojo de esa telaraña vegetal.

—¿Sabe lo de Iván?

—Me enteré, sí. Sé que está en un concurso de laberintos. Y que probablemente esté atrapado en un laberinto de Madame Aracné.

—¿Usted la conoció?

—De nombre, solo de nombre, por suerte.

—Dice la profesora Daimino que tal vez haya en el museo unos papeles que pertenecieron a Aab.

—Algunos papeles hay. Esta era la casa de Aab.

—Son unos escritos donde se ocupó de los laberintos de Aracné.

Canobbio se rascó la cabeza.

—No, no recuerdo nada de eso. Pero no confío en mi memoria. Mejor, demos una mirada al archivo.

El archivo ocupaba una habitación en el fondo de la planta baja. Pasaron junto al gran rompecabezas que representaba el plano de Zyl y junto a las vitrinas con antiguos juegos y llegaron hasta una habitación con estantes en las paredes y algunos muebles de metal. En los estantes había cajas de madera numeradas del uno al veinticinco.

—Las cuatro primeras corresponden a Aab y a la fundación de la ciudad. Ayúdenme a bajarlas.

Los chicos se subieron a una escalenta de metal y sacaron las cuatro cajas, que pusieron en la mesa del archivo.

Las cajas no tenían tapa. Allí encontraron viejas cartas atadas con una cinta azul, el acta de fundación de la ciudad, y algunas piezas de los primeros juegos —unos dardos con punta de imán, un gran giroscopio de bronce, una oca de porcelana—, pero nada que tuviera que ver con los laberintos vegetales de Madame Aracné.

—No hay caso. Habrá que buscar por el otro lado.

Los amigos parecían desanimados.

—Si no sabe usted, ¿quién más puede saber de esas cosas viejas? Perdón, quise decir…

—No te preocupes, no me ofendo. Pero no soy el único al que se puede preguntar…

—También está el Griego…

—El Griego se ocupó siempre de sus negocios, nada más, no sabe nada de la historia de Zyl.

—Y Nicolás Dragó…

—Dragó, claro… pero no creo que sepa mucho de Aracné. A él siempre le interesaron los juegos de tablero y los rompecabezas. Pero está también…

Y Canobbio se llevó las manos a la cabeza, como si señalara un sombrero invisible.

—¿La señora Palanti? —aventuró Lagos. La señora Palanti siempre usaba unos sombreros estrafalarios.

—Frío, frío —dijo Canobbio.

Lagos y Ríos gritaron a la vez:

—¡El Cerebro Mágico!