Bajaron por una escalera de baldosas rojas y llegaron hasta una boletería vacía. Iván saltó por encima del molinete, mientras Anunciación ponía la tarjeta en la máquina.
La estación estaba desierta. Había un agujero en el techo y caía agua sobre el andén. Usaron el paraguas para pasar bajo la lluvia. En el andén de enfrente solo había una mujer que leía un libro, sentada en un banco. Había un quiosco que vendía lapiceras, sellos de goma y unos sacapuntas color cobre, miniaturas metálicas que representaban máquinas de escribir, un submarino, la Torre Eiffel, la Estatua de la Libertad.
Oyeron un rugido lejano. A cien metros, los faros iluminaron el túnel.
—Aquí viene.
—¿Y si me hace mal subirme a ese tren?
—No se me ocurre otra cosa para hacer.
El subte apareció y las ruedas rechinaron contra las vías. Las puertas de madera se abrieron. En el vagón solo había tres pasajeros: un joven de campera de jean y pelo largo, una chica con lentes que leía unos apuntes y un sacerdote de unos ochenta años, que hacía esfuerzos por no dormirse. El subte tenía espejos biselados, e Iván miró en el reflejo cómo lucían los dos juntos. «Parecemos dos chicos que salen un sábado a la tarde. Dos chicos comunes. Nadie sabe que estamos en un laberinto», pensó. Después se concentró en la cara de ella. Mirarla directamente lo ponía nervioso, sobre todo mirarla en silencio, pero a través del espejo no había problemas: ella no sabía que la estaba mirando, era como si otro, su reflejo y no él, la mirara. Pero ella de pronto descubrió sus ojos en el cristal.
—¿Qué mirás? —le preguntó ella, un poco avergonzada
—Me gustaría tener una máquina de fotos. Mis amigos Ríos y Lagos siempre hablan de sus aventuras cuando yo no estoy, y parece como si todo fuera más interesante porque recuerdan las cosas entre los dos. Si salimos de esto, vamos a poder recordar todo esto entre los dos también.
En la primera estación no le pasó nada. No sintió el malestar que le había sobrevenido antes de cruzar la calle. Por un momento se sintió libre de la condena. Y así fue también en la segunda estación. Pero en la tercera su amiga tiró tanto de su brazo que pensó que se lo iba a arrancar:
—¡Bajemos!
Iván la siguió a los tropezones y alcanzó a saltar cuando ya el vagón se ponía en marcha.
—¿Por qué ese apuro?
Anunciación señaló la pared. Había un afiche de publicidad de un restaurante:
LA CAPA ROJA. PESCADOS Y MARISCOS.
En el dibujo se veía la foto de un torero con la capa tendida sobre la espada. Del toro no se veían más que los cuernos, ya que la tela roja lo tapaba.
Iban a cruzar los molinetes cuando Iván le pidió que esperara. En el andén había una cabina para sacar fotos automáticamente.
—¿Funcionará? —se preguntó Anunciación.
—¿Por qué no?
—¿No viste que en general las máquinas de las estaciones nunca funcionan? Las que venden boletos, las de las golosinas, las de café o gaseosas… Las instalan, funcionan tres días y se rompen para siempre. Si ponés una moneda te la tragan.
—Esta vez va a funcionar.
Puso un billete en la máquina y apretó un botón. Abrieron la pequeña puerta, corrieron una cortina negra y entraron en la estrecha cabina. Se sentaron muy apretados en un banco. Frente a ellos un cartel decía MIRE ESTE PUNTO.
Oyeron un tictac que duró unos diez segundos, y entonces se disparó el flash.
Esperaron un minuto hasta que la máquina les dio las dos fotos.
—Salimos bien —dijo Iván.
—Un poco apretados.
—Es que había poco lugar. Son máquinas para una persona sola.
Guardaron cada uno una copia. Y, sin decir más, subieron las escaleras. Salieron a una plaza. Al día siguiente empezaría el otoño y ya anochecía más temprano, pero todavía quedaba un resto de luz en el cielo, detrás de las nubes. A unos pasos estaban los juegos: cuatro hamacas, dos subibajas, un tobogán. Los chicos ya se habían ido, empujados por el frío. De la arena asomaba algo azul.
—Puede ser una señal —dijo Iván y fue a levantarlo. Pero no era más que un autito de plástico. Siempre quedan juguetes enterrados en la arena cuando los chicos se van.
Empezaron a dar una vuelta por el parque. Iván de tanto en tanto probaba si podía cruzar la calle, pero la manzana del parque era otra isla, tan imposible de dejar atrás como las anteriores. Pasaron junto a la estatua de una pantera de bronce y se sentaron en un banco de piedra.
—¿No habrá alguna estatua de toro? —preguntó Iván.
—No, conozco bien este parque. Antes de que nos mudáramos vivía cerca. El colegio Possum está… estaba a tres cuadras. ¿Hace más frío o me parece a mí? —Anunciación se puso su buzo rojo.
El cielo se había cubierto de nubes grises. Las fuerzas parecían haberlos abandonado.
—Por una vez, la imagen del toro podría venir hacia nosotros, sin que tengamos que ir a buscarlo, ¿no? —se quejó Anunciación.
Como si sus palabras lo hubieran convocado, hubo un ruido en los árboles. Las ramas se agitaron, con el ruido que hacen los vientos de tormenta Hojas y ramitas cayeron sobre ellos. Miraron para arriba, y vieron a un hombre extremad mente alto y pálido subido a unos zancos, que los miraba a ojos hundidos. Tenía una galera agujereada y parecía salido una pesadilla.
—¿Quién quiere probar la experiencia radical de ver el mundo desde la altura? ¿Quién quiere andar por encima las veredas y las calles?
Iván y Anunciación se miraron.
—Acá está la solución para salir del parque —dijo él.
El hombre tenía un aspecto decididamente estrafalario, con ese saco negro con las mangas cortadas a la altura de los hombros y la galera desfondada, y todos esos tatuajes que se extendían por los brazos: corazones, caballos, calaveras, una espada hecha de fuego, un pulpo de un solo ojo. Había de todo, pero una cosa no había.
—¿Ves? —dijo Anunciación—. Tenemos que buscar en otra parte. No hay ningún toro.
El hombre de los zancos se sacó la galera e hizo una reverencia, inclinando hacia ellos la cabeza rapada.
—Zancoria, para servirlos.
En el cráneo, en medio de viejas cicatrices, apareció un último tatuaje.
Lagos corría por la orilla de la laguna tratando de ver que dirección tomaría el bote.
—¿Por qué no se decidirán de una vez?
Pero en el bote las cosas no iban fáciles para Ríos y Federica. Las plantas, aunque habían perdido la solidez que tenían cerca del muelle, seguían estorbando. Podían Avanzar unos metros en una dirección, pero enseguida tenían que desviarse, bloqueados por un banco de algas. Las palas de los remos chocaban contra las plantas y salpicaban sin hacer avanzar la embarcación.
Ríos viajaba aterido por la ropa empapada. Ella lo vio tan mal que lo cubrió con su chaleco.
—¡Es rosa! —protestó él.
—Pero es de lana. Además, es casi de noche. Nadie lo va a ver.
Ríos se resignó. Siguió remando para acercarse a la orilla. De vez en cuando se oían los gritos de Lagos.
—¡Ríos! ¡Federica!
Pero ya su figura se había perdido, disuelta en la oscuridad.
Iván estaba colgado de una rama. Sentía que sus manos pronto dejarían de sostenerlo.
—¿Listo? —preguntó Zancoria.
—Estoy listo.
—Ahora soltá un brazo y tomá la punta del zanco. Ahora el otro. Habrás visto que no son tan altos como los míos. ¡Sería suicida que probaras con algo así!
—También es suicida probar con estos.
—Nada que ver. Son zancos para principiantes. Podés manejarlos con las manos. ¿Cuántas clases pensás que vas a tomar?
—Hasta la primera caída es suficiente.
—No hay que desmoralizarse por una caída. Es un verdadero zancudo el que la supera, el que soporta los cortes en la cabeza, los moretones, las fracturas expuestas…
—No siga. Ya entendí.
Iván tenía los pies apoyados en la base de los zancos y sus manos se aferraban a los extremos, como si fueran largos bastones. Flotaba a metro y medio del suelo.
—Y ahora, el primer paso, que es el más importante.
Iván dio un paso tambaleante.
—Y ahora el segundo, que también tiene su importancia.
Para su sorpresa, Iván comprobó que podía caminar con zancos. No eran zancos como los de Zancoria, que se manejaban solo con los pies: él podía ayudarse con sus brazos.
—Nunca me imaginé que podía dar resultado —dijo sonriendo.
Abajo, Anunciación aplaudía.
Zancoria adoptó un aire profesoral:
—Quiero aclararte que al principio hay un momento de euforia. El aprendiz, al comprobar que puede caminar un poco, se envalentona, cree que se ha ganado el derecho de caminar por las alturas como si nada, y entonces…
—A cruzar —gritó Iván, y avanzó con pasos de gigante rumbo a la vereda…
—… y entonces ocurren las desgracias.
Iván avanzaba por el césped con pasos veloces.
—Esperá, la idea es mantenerte dentro del parque. Hay árboles de los cuales colgarse. La tierra es más blanda que las baldosas de la vereda… Sobre el césped no hay autos, taxis, colectivos…
Zancoria vio cómo Iván ya ponía un pie (un zanco) en la vereda. Miró a Anunciación.
—¿Sabe tu amigo que la empresa no se hace cargo de daños de ningún tipo?
Iván dejó atrás la vereda y dio su primer paso en el asfalto.
Zancoria le seguía hablando a Anunciación, pero ella no le prestaba atención. Solo tenía ojos para Iván. Todos os ojos no, porque se había tapado con la mano la cara y miraba por la rendija, como cuando veía películas de terror. Un automóvil se detuvo y se oyó un bocinazo. Iván por poco se lleva por delante el farol del alumbrado público. Después metió la cabeza entre las ramas de un árbol y empezó a girar para zafarse de las hojas que lo rodeaban. A pesar de estos inconvenientes, parecía feliz en su aventura.
Anunciación corrió hacia la vereda.
—Iván, listo. Terminá de cruzar y bajate.
Pero Iván no estaba muy convencido de dejar los zancos.
—A lo mejor es la solución para cruzar todas las cuadras. Para salir del laberinto. ¿Señor Zancoria, a cuánto me vendería…?
Pero había un agujero en el asfalto, y la punta del zanco se hundió unos diez centímetros.
—¿Tu amigo cuenta con un buen seguro médico? —preguntó el maestro.
Iván sacó el zanco del agujero con demasiada fuerza y se balanceó peligrosamente hacia atrás. El zanco había perdido el regatón de goma que tenía en el extremo. Para contrarrestar, echó el cuerpo hacia delante. Y eso fue demasiado. Chocó contra la pared y solo llegó a agarrarse de unos cables oscuros que colgaban de un edificio. Los zancos cayeron con estrépito. Los cables cedieron, pero amortiguaron la caída. Iván terminó en el suelo.
Anunciación cruzó la calle.
—¿Estás bien?
Iván seguía en el suelo.
—Me raspé la rodilla, nada más.
Zancoria llegó junto a ellos.
—¡Cruzar la calle es la clase decimoséptima, no la primera!
Iván, maltrecho, le devolvió los zancos.
—Por hoy tuvimos suficiente —dijo el caído.
Sacó un billete del bolsillo y le pagó la clase.
—Y cincuenta más por la pérdida del regatón —reclamó Zancoria.
Iván, sin protestar, le dio otro billete. Zancoria se guardó la plata.
—Tenía esperanzas en vos. Pero el que pierde en la primera clase el regatón, ese sí que va por mal camino.
Después se fue a grandes pasos, como un gigante de verdad, atravesando el follaje de los árboles.