ANUNCIACIÓN SE HACE VISIBLE

Iván metió todas las cosas de la caja en la mochila. Parecían inútiles, pero las cosas siempre parecen dormidas, hasta que llega el momento en que se les encuentra utilidad. El padre de su amigo Ríos tenía en un estante del garage una gran caja de madera con una etiqueta que decía:

COSAS QUE NO SIRVEN

(PERO QUE NO SE TIRAN).

Eran engranajes de relojes, guantes de látex rotos, pedacitos de madera, rulemanes, una cabeza de martillo sin mango, mi enorme clavo oxidado… Cuando se rompía la máquina de escribir o se inundaba la casa o se descuajeringaba un mueble, el señor Ríos buscaba en la caja como último recurso. Iván pensaba que en la caja debería decir:

COSAS QUE NO SIRVEN TODAVÍA.

Iván se despidió de Abel Trino. El hombre le dio una tarín a con su nombre y el número de teléfono de la asociación.

—Si se ve en problemas no dude en llamarme.

Iván guardó la tarjeta en el bolsillo. Pero no creía que el viejo laberintista pudiera servirle de alguna ayuda.

Con lo que llevaba en el bolsillo y lo que había dentro de la caja tenía suficiente dinero para desayunar, almorzar, merendar y cenar. Resignado, entró al bar El Unico. Se sentó en una de las diez sillas y le pidió al hombre del mostrador un café con leche con medialunas.

—¿Grasa o manteca?

—Una de manteca y dos de grasa.

—Me queda una de grasa y ninguna de manteca.

Recordó con melancolía la bandeja llena de medialunas doradas del café de enfrente.

—Está bien, tráigame esa medialuna. ¿Teléfono público?

—En el fondo de la galería.

Los locales parecían cerrados desde hacía muchos años. En una vidriera, había zapatos de hombre envueltos en telarañas. Puso una moneda en el aparato y marcó de memoria el número de Anunciación. Atendió la madre de su amiga, que enseguida le pasó con ella:

—¿Anunciación?

—Iván. ¿Dónde estás? ¿Por qué tu voz suena tan, tan…?

—¿Tan qué?

—Apagada. Como la de alguien perdido.

—Estoy perdido. Estoy en un laberinto.

Le contó en pocas palabras lo que había pasado. Pensó que le iba a decir que no podía ser, que le estaba haciendo una broma, que se equivocaba, que alucinaba. Pero la niña invisible solo le preguntó el lugar exacto donde estaba y luego dijo:

—Voy para allá.

Eso era una amiga.

Era sábado, no había escuela, y Anunciación llegó tan rápido como pudo. Estaba despeinada y más rubia, a causa del sol del verano. Vestía unos jeans gastados, un buzo verde con capucha y unas zapatillas de básquet negras que no había tenido tiempo de atar. Iván sintió que nunca se había alegrado tanto de ver a alguien, pero no se lo dijo. La abrazó, y ella lo aceptó con alguna incomodidad, como si fuera la primera vez que alguien la abrazaba. Si tenía que pasar toda su vida en esa manzana, al menos Anunciación podría venir a visitarlo.

—Estás mucho más alta —le dijo.

En los tiempos del colegio Possum, Anunciación era diminuta, pero había crecido en los últimos meses y era apenas un poco más baja que él.

—¿Cómo es esto, que estás encerrado?

Iván explicó de nuevo, pero esta vez con detalle, cómo había llegado a quedar prisionero.

—Seguro que el efecto tóxico desaparece enseguida dijo ella, pero no sonó muy convencida.

—¿Y si no se va nunca? ¿Si tengo que pasar mi vida entera en esta manzana?

—Al menos hay un bar, un cine y…

El bar era deprimente, el cine parecía cerrado. Y había poco más. Una ferretería. Una casa de muebles. Varios edificios de cuatro pisos.

Terminado el desayuno, dieron vuelta la manzana. Con Anunciación de compañía se sentía mejor.

—Abel Trino me dijo…

—¿Quién?

—El hombre que vi en Laberintistas Asociados. Me dijo que había dos clases de laberintos: los tradicionales, abstractos, y los simbólicos, donde son las señales las que permiten encontrar la salida. Dijo que Sarima, la constructora de este laberinto, prefería los simbólicos. Si este es un laberinto con señales, tenemos que buscar un símbolo que indique que se puede pasar.

—¿Qué señal? ¿Una palabra en clave? ¿Un dibujo?

—No sé. Si me dieron todo esto —le mostró el contenido de la mochila—, es porque en algún momento habrá que utilizarlo.

—Son cosas como para ir de camping, no para pasear por la ciudad.

—Pero en algún momento pueden ayudarme.

—¿Y la cuerda? ¿Habrá que atar a alguien?

—Espero que no.

—A casi todo le puedo imaginar alguna utilidad. Pero a este péndulo…

—A lo mejor es un arma…

Iván lo revoleó. Anunciación agachó la cabeza para esquivarlo.

—Déjalo en la mochila, por favor.

Iván se sintió un poco idiota.

Como si fueran detectives, miraron cada edificio, cada casa, cada negocio, cada baldosa. Leyeron las pintadas que manchaban las paredes. Leyeron los papeles pegados que se amontonaban unos sobre otros sobre la pared de un baldío:

¡Aprenda alemán en 3 tardes!

Zoraida tira las cartas. Y las junta después.

Bicicletería La Desinflada.

Colchones Sueño eterno. ¡No se querrá despertar!

Empezaron a mirar las caras de las personas que pasaban por la calle. Anunciación miró con insistencia el tatuaje que tenía un hombre en el brazo.

—Es difícil buscar algo cuando no se sabe qué es —dijo Iván.

—¿Por qué no probás una vez más?

Iván fue hasta el cordón y dio el primer paso, mientras Anunciación lo miraba atenta. Al principio pareció que podía… pero la pierna no quiso seguir. Cuando trató de volverla a su lugar, cayó al suelo.

Una señora que pasó dijo alarmada:

—¡Tan joven y alcoholizado!

—¿Viste que no puedo…? —empezó a decirle a su amiga, pero ella no le prestaba atención. Tenía los ojos fijos en el cine de la cuadra. Los afiches, pegados en las puertas de vidrio, anunciaban películas viejas. La momia. Las novias de Drácula. Teseo y el Minotauro.

—Ahí está —dijo la niña.

—¿Drácula?

El toro, tonto. Vi la película en televisión. Cuenta la historia de Teseo, Ariadna y el Minotauro. Los atenienses habían perdido la guerra contra Creta, y se habían comprometido a entregar cada nueve años a siete varones y siete mujeres para alimentar al monstruo. Vagaban perdidos en el laberinto hasta que el monstruo los mataba y se los comía. Pero a Teseo no le gustaba ese trato, un día se cansó del miedo y entró en el laberinto. Para que pudiera encontrar la salida, Ariadna le dio un largo hilo.

—Conozco la historia. Teseo mató al Minotauro y salió del laberinto gracias a su novia.

Le vino a la memoria un recuerdo: su madre sentada en su cama, leyéndole un libro de mitología con figuras troqueladas: al abrir las páginas de cartón, el Minotauro movía sus cuernos, cimbreaban las serpientes en la cabeza de la Gorgona, el caballo Pegaso agitaba las alas. Esas figuras parecían dormidas dentro del libro, pero al abrirlo despertaban. También la voz de su madre al leer parecía distinta cuando le leía que cuando lo retaba por una cosa o por otra; también en ella había algo dormido que despertaba.

—¡Vamos, Iván! —Anunciación lo sacudió del brazo.

Atravesaron la puerta de vidrio. El cine olía a paredes húmedas, alfombras mohosas y derroche de naftalina. Una mujer de pelo blanco, con un vestido de terciopelo bordó abotonado hasta el cuello, atendía la boletería.

—Dos entradas, por favor —dijo Anunciación.

—¿Película…?

—La del Minotauro.

—Ah no, esa no la damos hoy, la dimos hace cinco años.

—¿Y por qué está el afiche?

—No vamos a estar cambiando los afiches todas las semanas. Bastante con que cada tanto cambiamos las películas. ¿Ustedes dos no deberían estar en el colegio?

—Es sábado.

—Ah, mejor así. Porque las funciones por la mañana son para los jubilados. Pero también vienen algunos niños que se ratean de la escuela.

—Quiero que sepa que yo nunca me rateé en mi vida —dijo Anunciación, muy seria.

Pero la mujer de la boletería seguía hablando sin prestar atención:

—Y después vienen los padres a buscarlos, y tenemos que molestar a los espectadores recorriendo las butacas con las linternas. Algunos de estos jóvenes delincuentes hasta han llegado a esconderse en el túnel, con tal de no volver a la escuela…

—¿Qué túnel? —preguntó Iván.

La mujer los estudió, como si dudara en gastar el tiempo conversando con dos niños. Pero parecía tan grande el interés de los chicos que les contó:

—Antes este cine era un teatro y pertenecía al mismo dueño que el teatro de enfrente. Compartían camarines. Los camarines estaban bajo tierra y servían para los dos teatros. A veces algunos actores trabajaban en las dos obras, entonces se cambiaban abajo, hacían el papel que les tocaba en el teatro de enfrente y después volvían a esta sala a terminar con la obra. Un mecanismo de relojería. A veces alguno se retrasaba y los actores alargaban las escenas, para que pasara el tiempo. Y si no les importa que les confiese algo, yo… era una de las actrices.

A Iván le pareció que la mujer se sonrojaba.

—¿Les suena el nombre Catalina Dubois? —les pregunto, con una sonrisa.

Minuto de incómodo silencio. Iván iba a decir que no, pero Anunciación se le adelantó:

—Creo que sí… —empezó a mentir.

—No, qué les va a sonar, si son chicos. Pero yo trabajaba en los dos teatros, y hacía de mala en una sala y de buena en la otra y cruzaba rápido para ir enfrente. ¡Y cómo me aplaudían! A veces me equivocaba de papel, y ponía cara de mala cuando tenía que hacer de buena, y al revés. Un crítico escribió: «Una actriz sutil, compleja, contradictoria».

Anunciación seguía sosteniendo los billetes.

—¿Van a entrar igual, aunque la película esté empezada? Claro, qué les importa la película. Son chicos. Lo único que quieren es estar juntos. ¡Prohibidos los besos!

—¡No! —dijo Anunciación, que se había puesto colorada—. Lo único que nos interesa es la película.

—Si ni siquiera saben cuál es la que damos hoy… —dijo la mujer, tendiéndoles las entradas—. Nadie preguntó.

Iván tomó la mano de Anunciación y entraron en el cine. Caminaron juntos y a ciegas hasta la mitad de la sala. A Iván le gustaba sentir su mano en la oscuridad. Cuando se sentaron, las butacas crujieron.

—¿Y ahora? —preguntó Iván.

—Esperá a que nos acostumbremos a la oscuridad.

Desde atrás, alguien los chistó.

La película era La mancha voraz. Una especie de gelatina llegaba del espacio. Caía en el bosque, cerca de un pequeño pueblo, y empezaba a comer gente. A medida que los atrapaba, crecía.

—A mí nunca me gustó la gelatina —dijo Anunciación—. Y mamá se empeña en hacerla.

Iván notó que, cuando había alguna escena de miedo, Anunciación se llevaba las manos a los ojos.

—¿Te da miedo de verdad?

—No. Me encantan las películas de terror.

—¿Y por qué mirás así, sin ver?

—Justamente porque me gustan las películas de terror. Los que las ven con los ojos cerrados del todo no sirven para estas películas, porque se asustan y nada más. No llegan a entender nada. Los que las miran con los ojos abiertos del todo tampoco sirven. No los asusta nada y tampoco entienden nada. Yo pertenezco a la tercera categoría, la de los que miramos las escenas de terror por entre los dedos.

Volvieron a chistarlos, esta vez más fuerte.

Una vez que los ojos se acostumbraron a la oscuridad alcanzaron a ver, a la izquierda de la pantalla, una puerta.

A Iván le hubiera gustado quedarse a ver la película, pero sabía que había cosas más importantes. Se levantó y avanzó decidido, pisando papeles de caramelos y cajas vacías de maní con chocolate. Anunciación, que lo seguía, pisó el pie izquierdo de un hombre. Se escuchó un «¡Ay!» y un «Disculpe» y después otro «¡Ay!» y un «Disculpe otra vez», cuando le pisó el pie derecho.

Iván hizo girar el picaporte, pero la puerta estaba dura. Tuvieron que empujar con fuerza para que cediera.

Adentro todo estaba a oscuras. Iván abrió la mochila y sacó la linterna. Era una linterna grande, de largo cuerpo plateado.

—Por lo menos, una de las cosas nos sirve —dijo.

—Espero que tenga pilas.

El haz de luz encontró una escalera que bajaba. Se quedaron quietos unos segundos, asustados por la negrura.

—Vamos —dijo Iván.

—¿Estás seguro? Esto parece tan desolado.

—Bajo solo, cruzo a través del túnel y nos encontramos en la vereda de enfrente.

—Ah, no. No quiero quedarme sola.

—Podés mirar la película durante un rato.

—No me gustan las películas empezadas. Siempre pienso que me perdí lo más importante.

—Como quieras.

Bajaron la escalera hasta un piso inundado. Por encima de sus cabezas cruzaban unos caños que goteaban.

—¿No te hace acordar a la biblioteca inundada del colegio Possum? —preguntó Iván, solo por decir algo.

—Esto es peor. Allá no había este olor a podrido ni…

Algo escapó de la luz de la linterna.

—¡… ratas! ¡Aaah! —gritó Anunciación. Y se quedó paralizada.

Habían llegado al último escalón.

—Creo que, con que demos unos treinta pasos, ya habremos cruzado la calle —dijo Iván.

Pero Anunciación seguía quieta, como si ella también hubiera comido la manzana.

—¿Y si al final de este túnel espantoso hay una puerta cerrada? ¿Y si nos metieron en una trampa…? —preguntó la niña.

Iván la tomó de la mano. Sintió una ligera diferencia de temperatura: la mano de Anunciación estaba más caliente. La llevó de la mano por el túnel inundado. Desde arriba llegaba de vez en cuando un pesado ruido metálico.

—¿Qué es eso? —preguntó Anunciación.

—Es una de esas pesadas tapas de hierro por las que respiran las cañerías que se llevan el agua de la lluvia. Está floja, y cada vez que la toca un auto la hace sonar.

El ruido sonó exactamente sobre sus cabezas.

—Estamos cruzando la calle y no siento las piernas rígidas ni me late fuerte el corazón. Tenías razón: había que buscar la señal del toro.