LA TORMENTA

Tal como había anunciado, el jardinero se instaló con su camioncito en la plaza central de Zyl y comenzó a vender sus semillas. Los vecinos se acercaban atraídos por la curiosidad y le pedían una cosa u otra, pero Mano Verde no hacía caso a sus pedidos.

—Soy yo el que entiende de estas cosas.

Y les entregaba bolsitas de papel madera llenas de semillas de todas clases.

Reinaldo Zenia, director de la escuela, se llevó tres bolsas de semillas para alegrar un poco las lastimosas macetas de la terraza del colegio. El señor Blanco, fabricante de juegos de ajedrez, quería decorar el frente de su negocio para despertar la envidia de su competidor, el señor Negro. A este no le interesaban las plantas, pero no iba a permitir que Blanco lo superara en ese asunto, así que también se convirtió en cliente de Mano Verde. Fabiana Daimino, profesora de Botánica Lúdica, pensó que era una buena ocasión para mostrarles nuevas semillas a sus alumnos y quiso obtener un ejemplar de cada especie. El director del museo, Zelmar Canobbio, se entusiasmó con la idea de arreglar un poco el jardín de entrada para tentar a nuevos visitantes…

La madre de Ríos, que se dedicaba por las mañanas al cuidado de sus árboles bonsái, le pidió al jardinero unas semillas apropiadas. El jardinero le dio una bolsita muy pequeña.

—¿Está seguro de que sirven para bonsái estas semillas?

—Sus bonsáis serán tan minúsculos que no los podrá ver sin instrumental adecuado.

Y le regaló una lupa.

Pero ni Ríos ni Lagos ni Iván habían ido a la plaza a ver cómo el jardinero vendía sus semillas. Se habían refugiado en la casa de Iván para hacer la germinación. Buscaron frascos vacíos, secante y algodón y pusieron las semillas contra el vidrio. Iván lavó un frasco de mermelada de higo y puso a germinar su semilla especial. Era una semilla del tamaño de una almendra, de color blanco y con unas líneas finitas azules.

—Ahora, a esperar —dijo Ríos.

—A esperar el cero —se lamentó Lagos.

—Nunca te pusieron un cero.

—Un tres, un cinco, es lo mismo. Siempre termino llevándome las materias a examen.

Y se fueron a sus casas con sus frascos.

El domingo por la mañana, apenas se levantó, Iván fue a ver cómo marchaba su germinación. Había dejado el frasco cerca de la ventana de la cocina, para que le llegara la luz de la calle. Ya había crecido un tallo, delgado, enroscado y de un verde casi azul. Y el tallo parecía formar la palabra:

Ivan

No podía ser. ¿Estaba todavía dormido?

Volvió a mirar la planta. La palabra estaba clarísima. Sólo le faltaba el acento (pero a las plantas se les toleran errores de ortografía).

Cuando su abuelo vio la germinación, empezó a dar golpecitos con el puño cerrado contra la mesa, como hacía cuando algo lo preocupaba.

—Es la mejor planta que vi en mi vida —dijo Iván—. Si puede escribir esto, puede escribir cualquier cosa. ¿No es extraordinario?

Pero su abuelo no parecía convencido.

—No lleves esta planta a la escuela.

—¿Por qué no? A la maestra le encantará.

—Llevá las otras, también están creciendo.

Mostraban unos tallos incipientes, pero no palabras.

—Pero esta es la mejor germinación que nadie ha hecho nunca…

—La mejor… o la peor. Primero averigüemos qué es. Me preocupa ese jardinero.

—¿Por qué?

—Ha llenado la ciudad de semillas. Todos están enloquecidos plantando quién sabe qué.

Iván pensó que su abuelo era un aguafiestas, que se amargaba cuando todos se divertían, que le tenía miedo a lo nuevo.

El lunes Iván llevó a la escuela el frasco con la otra semilla. La planta había crecido en una sola noche, pero fuera de ese apuro parecía un brote normal. En la primera hora tuvieron clases de la materia llamada Dados y perinolas. Lagos, torpe para las manualidades, armó un dado que caía siempre en tres, así que el profesor le dijo:

—Voy a hacerle caso al dado.

Y le puso un tres.

El alumno Yamamoto, descendiente de japoneses, había construido un dado con todos los lados en blanco y trataba de defender su idea ante el profesor:

—Estoy contra toda forma de competencia. Los jugadores aprenderán así que no es importante ganar.

—¿Pero no se van a aburrir?

—El aburrimiento nace del deseo de ganar. Sin ganas de triunfar, no hay aburrimiento. Los jugadores podrán ver el dado en sí mismo, no los números inscriptos en los lados, que no tienen importancia.

No hubo manera de convencerlo. El profesor prefirió no ponerle nota. Así ocurría siempre con Yamamoto: desconcertaba tanto a los profesores que todos los bimestres llevaba a su casa el boletín en blanco.

También las plantas de Ríos y de Lagos habían crecido. Cuando llegó el turno de Botánica Lúdica, hasta Lagos se sacó una buena nota.

La profesora Daimino estaba radiante y cuando se movía de banco en banco, para ver los tallos y las hojas, parecía que bailaba:

—Qué idea tan original que tuve y qué buenos resultados que dio. No solo les enseño a jugar con plantas; también aprenden el arte de la paciencia.

Y Lagos pudo mostrarle a su madre el diez que la profesora había escrito en su carpeta. Su madre se puso los lentes para estar segura del milagro.

—Mano Verde podrá ser antipático, pero nos salvó —dijo Lagos al día siguiente, apenas se había ido el profesor de la materia Juegos de guerra.

Iván no estaba del todo de acuerdo:

—A mi abuelo no le gusta. Cree que hay alguna trampa en lo que hace.

—¿Trampa contra quién?

—No sé. Contra Zyl.

—¿Quién le va a querer hacer daño a esta ciudad? Nadie se acuerda de que existe —dijo Ríos—. Además, no hay nada más inofensivo que las plantas.

—Pero estas no son plantas comunes. —Iván no quería decirlo, pero al final habló—: Una escribió mi nombre.

Ríos se rio.

—¿Tu nombre? Para hechos increíbles, ya tenemos suficiente con que este haya sacado un diez.

—Una escribió mi nombre en el vidrio de la cocina.

—Ver para creer —dijo Ríos. Y arreglaron para ir a la casa de Iván a la salida de la escuela.

Cuando llegaron, su abuelo no estaba. Iván les señaló, en la mesada de la cocina, junto a la ventana, el frasco.

—Ven que dice bien clarito Iván

Pero ahora no decía solo Iván. Como una diminuta enredadera, la planta se había extendido por el vidrio hasta formar las palabras:

Ivan a menos que aceptes la invitación…

Esto no convenció a Ríos:

—Excelente truco. ¿Cómo se hace? ¿Con pegamento transparente?

—Acercate a mirar. Vas a ver que no hay truco.

Ríos miró de cerca el trazo que la planta había hecho sobre el cristal. Después miró Lagos. Cada uno esperaba que el otro diera el veredicto primero.

—No hay truco —aceptó Ríos.

—¿De qué invitación habla? —quiso saber Lagos.

Iván les contó de la invitación que había recibido para participar en el laberinto del Club Ariadna.

—Esto parece una amenaza más que una invitación —dijo Lagos.

Iván había pensado lo mismo. Pero no se animaba del todo a creerlo, y dijo:

—Hay que esperar que siga creciendo. Tal vez quiera decir una cosa distinta.

—A menos que aceptes la invitación… te mataremos. Algo así va a terminar por decir esa plantita. Mejor la arrancamos…

—¡No! —gritó Iván, al ver que Lagos se acercaba peligrosamente a la planta—. Quiero leer todo el mensaje. Además le voy a preguntar a ese jardinero…

—Ayer se fue —dijo Ríos—. Lo vi cuando se iba con su camión, lentamente, mientras tiraba semillas por la ventanilla. Todo el pueblo había salido a saludarlo.

—Entonces tenemos que saber cómo llegó hasta aquí.

—Yo lo sé —dijo Lagos.

—¿Sí?

—Mamá me dijo que Canobbio lo había contratado. En realidad lo que dijo fue: «Por fin ese viejo inútil hace una cosa buena».

—Le voy a preguntar cómo lo conoció.

—Vamos los tres —dijo Ríos.

Se fueron a comer cada uno a su casa, y a las cinco de la tarde se reunieron en la puerta del museo. El señor Canobbio estaba muy contento de verlos.

—¡Tres visitantes! ¡Es extraordinario! Este mes batimos el récord histórico. Anoten sus nombres en el registro.

Iván fue el primero. Al abrir el gran cuaderno azul, vio que también había escrito su nombre el director.

—Pero acá se anotó usted mismo.

—Es que a veces entro en el museo sólo por curiosidad. Dejo de lado mis graves responsabilidades y miro todo como si fuera un visitante común.

Bajo el techo de cristal estaba el gran rompecabezas de Zyl, que había hecho el bisabuelo de Iván. El juego representaba a toda la ciudad, incluyendo, en el norte, el laberinto. La luz blanca que llegaba desde las espesas nubes hacía brillar las piezas. Iván miró distraídamente el tatuaje que llevaba en la palma de la mano derecha y que representaba una de aquellas piezas: la que correspondía a la casa de Morodian. Él mismo había devuelto aquella pieza a su sitio.

—Venimos a preguntar por el jardinero —dijo Ríos.

—¿Gaspar? A esta hora ya debe estar en el bar. Siempre, después de la siesta, se toma una grapa.

—Buscamos al último, a Mano Verde.

—El del camioncito. También a mí me gustaría encontrarlo. Dejó el laberinto a medio terminar y se marchó.

—¿Cómo lo conoció? —preguntó Lagos.

—Se presentó acá hace un par de días. Dijo que se podía ocupar gratis del laberinto. Que lo que le importaba era vender semillas. Así que lo dejé hacer. No es que yo tenga jurisdicción sobre el laberinto, pero me siento un poco responsable. El museo, el laberinto y la biblioteca son tres de las cosas más antiguas de Zyl. Además, «gratis» es una de esas palabras que son pura poesía, aunque sea difícil encontrarle una rima.

—¿Y así nomás lo contrató?

—Bueno, no firmamos nada. Total, ¿podía pasar algo peor que lo que pasó con la máqui…?

Iba a decir «la máquina podadora de Ríos», pero se arrepintió al ver que el hijo del inventor lo miraba fijo.

—Además Mano Verde me dijo que era amigo de Nicolás Dragó. Esa es para mí suficiente carta de presentación.

—Mi abuelo no lo conoce.

—¿Estás seguro, Iván?

—Segurísimo.

—Entonces lo debe haber dicho para darse aires. Pero no importa, regaló semillas a todo el mundo. Es una gran cosa ver a todos practicando la jardinería.

Una formación de nubes oscuras ensombreció el gran rompecabezas.

—¿Y si las semillas fueran peligrosas? —preguntó Iván.

—¿Cómo puede ser peligrosa una semilla, a menos que te entre en el ojo? Con esta sequía, no creo que corramos mucho riesgo, ni aunque hayamos plantado las habas maravillosas del cuento.

Pero justo en ese momento empezaron a caer las primeras gotas. Primero fueron unos gotones aislados, que estallaron contra el techo de vidrio. Parecían una fuerza de exploración que estudiaba el terreno antes de que el resto de la lluvia llegara. Ríos, Lagos e Iván, que hacía tiempo que no veían llover, salieron a la calle, y se quedaron quietos. De pronto se olvidaron de Mano Verde, de las misteriosas germinaciones, de su investigación. Lagos dijo: «El que llega hasta el árbol de la esquina gana», y empezó a correr antes de terminar la frase, sacándoles ventaja a los otros. Así siguieron en carreras y trampas sucesivas, riéndose y empujándose bajo la lluvia, tratando de pisar todos los charcos que aparecían en el camino.

Llovió todo el resto del día. El cielo estaba negro, los truenos sacudían los cristales de las casas, los rayos dibujaban sus zigzags en el cielo violeta. Los perros, meteorólogos aficionados, merodeaban inquietos, ladraban entre signos de interrogación.

El segundo día de tormenta el viento se hizo más fuerte, arrancó las ramas flojas y también la Z de Zyl del cartel de la estación. A pocos kilómetros de la ciudad tiró tres postes de teléfono y Zyl se quedó incomunicada.

El agua buscó y encontró todas las semillas dejadas por Mano Verde. Las semillas plantadas en macetas y en jardines. Las que habían quedado en los bolsillos. Las que se habían caído entre las tablas del piso. Las que estaban entre los adoquines de las calles. Las que se escondían entre las páginas de los libros de la biblioteca (los chicos habían aprovechado una salida de la bibliotecaria, la señora Palanti, para tirarse semillas, y muchas habían ido a parar al interior de los libros). Todas las plantas comenzaron a germinar.

El segundo día de la tormenta, cuando Nicolás Dragó se despertó y fue a la cocina, vio el mensaje escrito en el vidrio por la planta. Puso el agua para hacer un té. Miró largo rato el mensaje hasta que tomó una decisión: despegó la planta del vidrio, arrancó el tallo y destrozó las letras vegetales. No quería que Iván leyera el mensaje ahora que había llegado a las catorce palabras y parecía completo.

La señora Máspero había estado hablándoles a sus plantas hasta que empezó la tormenta. Les había contado del casamiento de su sobrina con el hijo de la modista. El muchacho no le gustaba, porque fumaba mucho. Pero el asunto tenía su aspecto positivo. «Al menos la chica se ahorra el traje de novia». Las plantas parecían cansadas de escucharla. Una rosa había perdido tres pétalos y en cuanto a las margaritas… bueno, todo el mundo sabe que no prestan atención, siempre están con esas dudas, si me quiere, no me quiere…

Cuando empezó la tormenta se metió en la cama. Desde chica les había tenido miedo a los truenos. Temía que la bóveda celeste se partiera y un pedazo de cielo —que imaginaba como un pedazo de porcelana rota— cayese sobre ella. Se quedó dormida.

Al despertar creyó que el sueño continuaba, porque las ventanas se habían llenado de filamentos verdes que parecían los tentáculos de un pulpo. El jardín estaba distinto. Tallos nuevos y feroces habían enlazado sus viejos rosales, echándolos al piso, ahogándolos. Las margaritas yacían moribundas, sin ganas de más preguntas.

Trató de abrir la puerta, pero una raíz había pasado por debajo y la trababa. Recordó apenada una vieja copla:

En la puerta de mi casa

planté un árbol.

Y ahora, ¿cómo salgo?

Estaba prisionera de su propio jardín.

«Caramba», pensó la señora Máspero. «Creo que esta vez les hablé demasiado».