XV

Uno, dos, tres, cuatro… El reloj de la cocina dio las doce. ¡Cuan absurdo, ahora que el tiempo había dejado de existir! Las campanadas ridículas, importunas, habían resonado en el corazón de un Acontecimiento intemporalmente presente, de un Ahora que se convertía, en forma incesante, en una dimensión, no de segundos y minutos, sino de belleza, de significación, de intensidad, de misterio cada vez más profundo.

«Luminosa bienaventuranza». De los hondones de su mente surgieron las palabras como burbujas, llegaron a la superficie y desaparecieron en los infinitos espacios de luz viva que ahora palpitaban y respiraban detrás de sus párpados cerrados. «Luminosa bienaventuranza». Eso era todo lo que podía uno acercarse a la descripción de la experiencia. Pero eso —ese Acontecimiento intemporal y sin embargo continuamente cambiante— era algo que las palabras sólo podían caricaturizar y reducir, pero jamás expresar. La comprensión de todo, pero sin conocimiento de nada. El conocimiento implicaba un conocedor, y toda la infinita diversidad de cosas conocidas y cognoscibles. Pero allí, detrás de sus párpados cerrados, no existía espectáculo ni espectador. Estaba sólo su hecho experimentado de sentirse dichosamente unido a la unidad.

En una sucesión de revelaciones, la luz se hizo más intensa, la comprensión se ahondó, la dicha se tomó más imposible, más insoportablemente viva. «¡Dios! —se dijo—. ¡Oh mi Dios querido!». Luego, desde otro mundo, oyó el sonido de la voz de Susila.

—¿Tiene ganas de decirme lo que está ocurriendo?

Pasó mucho tiempo antes de que Will le contestara. Hablar resultaba difícil. No porque existiese impedimento físico alguno, sino porque las palabras parecían tan fatuas, tan totalmente carentes de sentido.

—Luz —susurró al cabo.

—¿Y usted está ahí, contemplando la luz?

—No contemplándola —respondió después de una larga pausa reflexiva—. Siéndola. Siéndola —repitió con énfasis.

Su presencia era la ausencia de él. William Asquith Farnaby: en definitiva y en esencia esa persona no existía. En definitiva y en esencia sólo había una luminosa bienaventuranza, sólo una comprensión sin conocimiento, sólo unión con la unidad en una conciencia ilimitada, indiferenciada. Ese, por supuesto, era el estado natural de la mente. Pero no menos evidentemente también había existido el testigo profesional de ejecuciones, ese adicto de Babs que se odiaba a sí mismo; también existían tres mil millones de conciencias aisladas, cada una colocada en el centro de un mundo de pesadilla, en el cual era imposible que nadie que tuviese ojos en la cara o un poco de honestidad aceptase un sí por respuesta. ¿Por qué siniestro milagro el estado natural del espíritu se había convertido en esas Islas del Diablo de miseria y delincuencia?

En el firmamento de dicha y comprensión, como murciélagos dibujados contra el horizonte del ocaso, había un entrecruzamiento de ideas recordadas y los restos de sentimientos anteriores. Pensamientos-murciélagos de Plotino y los gnósticos, del Uno y sus emanaciones, hundiéndose, hundiéndose cada vez más en un espeso horror. Y luego sentimientos-murciélagos de cólera y disgusto, cuando los espesos horrores se convertían en los recuerdos específicos de lo que el Will Asquith Farnaby esencialmente inexistente había visto y hecho, infligido y sufrido.

Pero detrás y en torno e incluso dentro de esos fugaces recuerdos estaba el firmamento de felicidad y paz y comprensión. Puede que hubiera algunos murciélagos en el cielo del ocaso; pero seguía en pie el hecho de que el espantoso milagro de la creación se había invertido. De persona preternaturalmente desdichada y delincuente, había sido desintegrado en un espíritu puro, en un espíritu en su estado natural, ilimitado, indiferenciado, luminosamente dichoso, desconocido.

Luz aquí, luz ahora. Y porque estaba infinitamente aquí e intemporalmente ahora, no había nadie fuera de la luz para mirar la luz. El hecho era la conciencia; la conciencia, el hecho. De otro mundo, de algún lugar situado a la derecha, le llegó otra vez el sonido de la voz de Susila.

—¿Se siente feliz? —le preguntaba.

Una oleada de radiación más fuerte barrió todos los fugaces pensamientos y recuerdos. Ahora no quedaba nada más que una cristalina trasparencia de dicha.

Sin hablar, sin abrir los ojos, sonrió y asintió.

—Eckhart lo llamó Dios —continuó ella—. «Una felicidad tan arrobadora, tan inconcebiblemente intensa, que nadie puede describirla. Y en medio de ella Dios resplandece y llamea sin cesar».

Dios resplandece y llamea… Era tan asombrosa, tan cómicamente exacto, que Will se sorprendió riendo.

—Dios como una casa en llamas —jadeó—. Dios el 14 de julio. —Y una vez más estalló en carcajadas cósmicas.

Detrás de sus párpados cerrados un océano de felicidad luminosa fluía hacia arriba como una catarata invertida. Fluía hacia arriba, de la unión hacia una unión más completa, de la impersonalidad a una trascendencia aun más absoluta del yo.

—Dios el 14 de julio —repitió, y, desde el corazón de la catarata, lanzó una risita final de reconocimiento y comprensión.

—¿Y qué hay del 15 de julio? —interrogó Susila—. ¿De la mañana siguiente?

—No existe tal mañana siguiente.

Ella meneó la cabeza.

—Suena sospechosamente a un Nirvana.

—¿Qué tiene eso de malo?

—El Puro Espíritu, cien por ciento puro… es un trago al que sólo se dedican los más empedernidos bebedores de contemplación. Los Bodhisattvas diluyen su Nirvana con partes iguales de amor y trabajo.

—Esto es mejor —insistió Will.

—Quiere decir que es más delicioso. Por eso constituye una tan enorme tentación. La única tentación a la que Dios podría sucumbir. El fruto de la ignorancia del bien y del mal. ¡Qué celestial exquisitez, qué superfruto del mango! Dios se ha venido atiborrando de él durante billones de años.

Y de pronto aparece el Homo sapiens, surge el conocimiento del bien y del mal. Dios tuvo que dedicarse a un tipo de fruto menos apetitoso. Usted acaba de comer una tajada del primitivo superfruto, de modo que puede simpatizar con él.

Crujió una silla, hubo un susurro de faldas, luego una serie de ruiditos atareados que no le fue posible interpretar. ¿Qué estaba haciendo ella? Habría podido contestar la pregunta nada más que con abrir los ojos. Pero en fin de cuentas, ¿a quién le importaba qué podía estar haciendo? Nada tenía importancia alguna, salvo ese llameante ascenso de dicha y comprensión.

—Del superfruto al fruto del conocimiento… Lo haré pasar del uno al otro —declaró Susila— en etapas paulatinas.

Hubo un chirrido. De las profundidades, una burbuja de reconocimiento llegó a la superficie de la conciencia. Susila había puesto un disco en el plato de un gramófono, y ahora el aparato se encontraba en marcha.

—Juan Sebastián Bach —la oyó decir—. La música más próxima al silencio, más próxima, a pesar de ser tan altamente organizada, al Espíritu puro, cien por ciento puro. El chirrido fue reemplazado por sonidos musicales. Otra burbuja de reconocimiento subió a la superficie; estaba escuchando el Cuarto Concierto Brandemburgués.

Era el mismo, por supuesto, que el Cuarto Brandemburgués que tan a menudo había escuchado en el pasado… el mismo y sin embargo completamente distinto. Ese allegro… lo conocía de memoria. Lo que quería decir que se encontraba en las mejores condiciones posibles para advertir que en realidad nunca lo había escuchado hasta entonces. Por empezar, ya no era él, William Asquith Farnaby, quien lo escuchaba. El allegro se revelaba como un elemento del gran Acontecimiento presente, una manifestación apenas alejada de la luminosa dicha. O quizás eso era decirlo con poca energía. En otra modalidad, el allegro era la luminosa dicha; era la comprensión desconocedora de todo lo percibido gracias a una porción de conocimiento especial; era conciencia indiferenciada fragmentada en notas y frases, y sin embargo autoincluyentemente ella misma. Estaba al mismo tiempo aquí, allá y en ninguna parte. La música que como William Asquith Farnaby había escuchado cien veces, renacía ahora como una conciencia sin dueño. Y por eso la escuchaba entonces como por primera vez. Sin dueño, el Cuarto Brandemburgués tenía una intensidad de belleza, una profundidad de significación intrínseca, incomparablemente mayores que lo que había encontrado hasta entonces en la misma música cuando era su propiedad privada.

—Pobre idiota —subió una burbuja de comentario irónico. El pobre idiota no había querido aceptar un sí por respuesta en terreno alguno que no fuese el estético. Y mientras tanto se había estado negando, por el solo hecho de ser él mismo, toda la belleza y la significación a las que con tanto apasionamiento deseaba decirles sí. William Asquith Farnaby no era más que un filtro barroso, a ambos lados del cual los seres humanos, la naturaleza y aun su amado arte surgían borrosos y manchados, más pequeños, más distintos y más feos de lo que eran. Esa noche, por primera vez, su conciencia de una pieza de música era totalmente libre. Entre la mente y el sonido, entre la mente y la estructura, entre la mente y la significación, no existía ya babel alguna de impertinencias biográficas para ahogar la música o crear una discordancia sin sentido. Esa noche el Cuarto Brandemburgués era un puro dato… no, un bendito donum, no corrompido por la historia personal, por ideas de segunda mano, por las estupideces arraigadas con las que, como toda persona, el pobre idiota que no quería (y en arte era evidente que no podía) aceptar un sí por respuesta había recargado los dones de la experiencia inmediata.

Y esa noche el Cuarto Brandemburgués no era sólo una Cosa en Sí, sin dueño; era, además, en cierto modo imposible, un Acontecimiento Presente de duración infinita. O más bien (y en forma más imposible aun, dado que tenía tres movimientos y era tocado en su velocidad habitual) carecía de duración. El metrónomo presidía cada una de sus frases, pero la suma de éstas no era un lapso de minutos y segundos. Había tempo, pero no tiempo. ¿Y qué había entonces?

—Eternidad —se vio obligado a contestar Will. Era una de esas feas palabras metafísicas que ningún hombre decente soñaría con pronunciar siquiera para sus adentros, y menos aun en público—. Eternidad, hermanos —dijo en voz alta—. Eternidad, bla, bla. —El sarcasmo, como estaba seguro de que sucedería, surgió completamente desinflado. Esa noche las cuatro sílabas eran no menos concretamente significativas que las cuatro letras de otra clase de palabras tabú. Volvió a reír.

—¿Dónde está la gracia? —interrogó Susila.

—La eternidad —respondió él—. Créalo o no, es tan real como la m…

—¡Excelente! —aprobó ella.

Will permaneció inmóvil, siguiendo con el oído y el ojo interiores los entrelazados torrentes de sonido, los entrelazados torrentes de luces congruentes y equivalentes, que fluían, intemporales, de una secuencia a la otra. Y cada frase de esa conocidísima música familiar era una revelación de belleza sin precedentes, que manaba hacia arriba, como una fuente múltiple, en otra revelación tan novedosa y sorprendente como ella misma. Torrente dentro de torrente… el del solo de violín, los múltiples del clavicordio y la pequeña orquesta de cuerdas. Separados, distintos, individuales… y sin embargo cada uno de los torrentes era una función de todos los demás, cada uno era en virtud de su relación con el todo del cual formaba parte.

—¡Cielos! —se oyó musitar.

En una secuencia intemporal, los dos parlantes sostenían una sola nota prolongada. Una nota sin parciales superiores, clara, trasparente, divinamente vacía. Una nota (la palabra subió burbujeando) de pura contemplación. Y he ahí otra obscenidad inspiracional que ahora adquiría significado concreto y que podía ser pronunciada sin sentimiento de vergüenza. Contemplación pura, despreocupada, ajena a las contingencias, exterior al contexto de los juicios morales. A través de las luces ascendentes entrevió un vistazo, en el recuerdo, del rostro radiante de Radha cuando hablaba del amor como contemplación, y de Radha otra vez, sentada con las piernas cruzadas, en la concentrada intensidad de la inmovilidad, al pie de la cama donde Lakshmi yacía moribunda. Esa larga nota pura era el significado de sus palabras, la expresión audible de su silencio. Pero siempre, fluyendo a través y junto con el celestial vacío de esa pulsación contemplativa, estaba el rico sonido, vibración dentro de apasionada vibración, del violín. Y rodeándolos, rodeando las notas de desapego contemplativo y las notas de apasionada dedicación, estaba esa red de secos tonos agudos arrancados de las cuerdas del clavicordio. Espíritu e instinto, acción y visión… y en torno de ellos la red del intelecto. Eran abarcados por el pensamiento discursivo, pero resultaba evidente que lo eran sólo desde afuera, en términos de un orden de experiencias radicalmente diferente de lo que el pensamiento discursivo pretende explicar.

—Es como un positivista lógico —dijo.

—¿Qué?

—Ese clavicordio.

Como un positivista lógico, pensaba en la superficie de la mente, mientras en las profundidades se desplegaba el gran Acontecimiento intemporal de luz y sonido. Como un positivista lógico que hablase sobre Plotino y Julie de Lespinasse. La música volvió a cambiar, y ahora era el violín el que sostenía (¡cuan apasionadamente!) la prolongada nota de contemplación, mientras los dos parlantes recogían el tema de la dedicación activa y lo repetían —la forma idéntica impuesta a otra sustancia— en el modo del desapego. Y allí, bailando entre ambos y fuera de ambos, estaba el positivista lógico, absurdo pero indispensable, tratando de explicar, en un lenguaje inconmensurable con los hechos, qué era todo eso.

En la eternidad que era tan real como la m… siguió escuchando los torrentes entretejidos de sonido, continuó contemplando los torrentes entrelazados de luz, siguió siendo (allá, aquí, en ninguna parte) todo lo que veía y oía. Y entonces, de súbito, el carácter de la luz sufrió un cambio. Los torrentes entrecruzados, que eran las primeras diferenciaciones fluidas de una comprensión del lado más lejano de todo conocimiento particular, habían dejado de ser un continuo. En cambio surgía de pronto esa interminable sucesión de formas separadas… formas aún manifiestamente cargadas de la luminosa dicha de ser indiferenciadas, pero ahora limitadas, aisladas, individualizadas. Plata y rosa, amarillo y verde pálido y azul genciana, una sucesión interminable de esferas luminosas subió desde alguna fuente escondida de formas y, al compás de la música, se consteló voluntariamente en disposiciones de increíble complejidad y belleza. Era una fuente inagotable, que fluía en esquemas conscientes, en enrejados de estrellas vivas. Y mientras las contemplaba, mientras vivía: su vida y la vida de esa música que era el equivalente de todas ellas, continuaban disponiéndose en otros enrejados que llenaban las tres dimensiones de un espacio interior y se convertían sin cesar en otra dimensión intemporal de calidad y significación.

—¿Qué oye? —le preguntó Susila.

—Oigo lo que veo —respondió Will—. Y veo lo que oigo.

—¿Y cómo lo describiría?

—Tiene el aspecto —contestó Will después de un largo silencio—, tiene el sonido de la creación. Sólo que no es una cosa única. Es una creación ininterrumpida, perpetua.

—Perpetua creación que sale del no-que, de ninguna parte, y llega al algo y a alguna parte… ¿no es eso?

—Eso es.

—Está usted progresando.

Si las palabras hubieran salido con más facilidad y, una vez pronunciadas, hubiesen sido un poco menos carentes de sentido, Will le habría explicado que la comprensión sin conocimiento y la dicha luminosa eran muchísimo mejores que Juan Sebastián Bach.

—Está progresando —repitió Susila—. Pero todavía tiene mucho que andar. ¿Qué opina de abrir los ojos?

Will sacudió la cabeza con énfasis.

—Es hora de que se conceda una oportunidad de descubrir qué es qué.

—Qué es qué es esto —murmuró él.

—No lo es —le aseguró ella—. Todo lo que ha visto y oído y sido es sólo el primer qué. Ahora tiene que contemplar el segundo. Mire, y luego únalos en un sólo qué es qué incluyente. Abra, pues, los ojos, Will. Ábralos de par en par.

—Muy bien —respondió él al cabo, a desgana, con una aprensiva sensación de inminente desdicha, y abrió los ojos. La iluminación interior fue devorada por otro tipo de luz. La fuente de formas, los orbes coloreados, en sus disposiciones conscientes y sus esquemas voluntariamente cambiantes, fueron sustituidos por una composición estática de verticales y diagonales, de planos y cilindros, todo ello compuesto de un material que parecía ágata viva, y todo surgido de una matriz de madreperla viva y palpitante. Como un ciego recién curado, que se ve por primera vez ante el misterio de la luz y el color, miró con asombro e incomprensión. Y entonces, después de otros veinte intemporales compases del Cuarto Brandemburgués, una burbuja de explicación apareció en la conciencia. De pronto se dio cuenta de que estaba viendo una mesita cuadrada, y más allá de la mesa una mecedora, y más allá de ésta una pared desnuda de yeso enjalbegado. La explicación fue tranquilizadora, porque en la eternidad que experimentó entre el momento de abrir los ojos y el conocimiento emergente de lo que estaba viendo, el misterio que tenía ante sí se había hecho más hondo, trasformándosé, de una inexplicable belleza en una consumación de esplendorosa alienación que, mientras miraba, lo llenó de una especie de horror metafísico. Y bien, ese aterrador misterio estaba compuesto nada más que de dos muebles y un trozo de pared. El temor se apaciguó, pero el asombro no hizo más que aumentar. ¿Cómo era posible que cosas tan familiares y comunes pudieran ser eso? Resultaba evidente que no era posible; y sin embargo ahí estaba, ahí estaba.

Su atención se trasladó de las construcciones geométricas de ágata parda al fondo perlino de las mismas. Conocía el nombre de ese fondo: «pared», pero en el hecho experimentado era un proceso vivo, una serie continuada de transustanciaciones de yeso y cal en la materia de un cuerpo sobrenatural… en una divina carne que, mientras la observaba, se modulaba continuamente, pasando de gloria en gloria. En lo que las burbujas-palabras habían tratado de explicar como compuesto de cal, cierto espíritu modelador formaba una interminable sucesión de los matices más delicadamente discriminados, al mismo tiempo débiles e intensos, que salían de la latencia y rozaban la piel divinamente radiante del cuerpo divino. ¡Maravilloso, maravilloso! Y debía de haber otros milagros, nuevos mundos que conquistar y por los cuales ser conquistado. Volvió la cabeza hacia la izquierda y allí (las palabras adecuadas subieron burbujeando casi en seguida) estaba la gran mesa de tapa de mármol en la que habían cenado. Y ahora, densas y veloces, subieron más burbujas. Ese palpitante apocalipsis llamado «mesa» habría podido ser considerado un cuadro de algún cubista místico, algún inspirado Juan Gris con el alma de un Traherne y un talento para pintar milagros con joyas conscientes y con los mutables talantes de pétalos de lirio acuático.

Volvió la cabeza un poco más hacia la izquierda y lo sorprendió una llamarada de gemas. ¡Y qué extraña joyería! Estrechas losas de esmeralda y topacio, de rubí y zafiro y lapizlázuli, refulgentes, hilera sobre hilera, como otros tantos ladrillos en una muralla de la Nueva Jerusalén. Entonces —al final, no al principio— llegó la palabra. Al principio fueren las joyas, las vidrieras de colores, las murallas del paraíso. Sólo después, mucho después, se presentó la palabra «anaquel de libros» para ser considerada en sí misma.

Will apartó la mirada de los libros-joyas y se encontró en el seno de un paisaje tropical. ¿Por qué? ¿Dónde? Y recordó que cuando (en otra vida) entró por primera vez en la habitación, había advertido, sobre los anaqueles, una acuarela grande y de pésima calidad. Entre dunas de arena y grupos de palmeras, un estuario se alejaba hacia el mar abierto, y sobre el horizonte enormes montañas de nubes se erguían en un cielo pálido. «Débil», subió la palabra-burbuja. La tela, y ello resultaba muy evidente, era la obra de un aficionado no muy talentoso. Pero eso no tenía importancia ahora, porque el paisaje había dejado de ser un cuadro para convertirse en el tema del cuadro: un verdadero río, un mar de verdad, verdadera arena relumbrando al sol, auténticos árboles sobre el fondo de un cielo real. Real a la enésima potencia, real hasta el punto de lo absoluto. Y ese río real que se mezclaba a un mar de verdad era su propio ser que se hundía en Dios. «¿Dios entre comillas?», preguntó una burbuja irónica. «¿O Dios (¡) en un sentido modernista, pickwickiano?». Will meneó la cabeza. La respuesta era Dios a secas… el Dios en el cual no se podía creer, pero que era evidentemente el hecho que tenía ante sí. Y sin embargo el río seguía siendo un río, el mar era el océano Indico. No otra cosa disfrazada. Eran inequívocamente ellos. Pero, al mismo tiempo, inequívocamente Dios.

—¿Dónde está ahora? —le preguntó Susila.

Sin volver la cabeza en su dirección, Will respondió:

—En el cielo, supongo —y señaló el paisaje.

—¿En el cielo… todavía? ¿Cuándo piensa aterrizar aquí?

Otra burbuja de recuerdo surgió de los fangosos bajíos.

—«Algo mucho más profundamente interfundido, Cuya morada es la luz de no sé qué».

—Pero Wordsworth también hablaba de la tranquila y triste música de la humanidad.

—Por suerte —replicó Will—, en este paisaje no hay seres humanos.

—Ni siquiera animales —agregó ella con una risita—. Sólo nubes y los árboles más engañosamente inocentes. Por eso será mejor que mire lo que hay en el suelo.

Will bajó la vista. La veta de las tablas del piso eran un mar castaño, y el río pardo era un diagrama remolineante, fluido, de la divina vida del mundo. En el centro de ese diagrama se encontraba su propio pie derecho, descalzo bajo las correas de su sandalia, y sorprendentemente tridimensional, como el pie de mármol, revelado por una linterna, de alguna heroica estatua. «Tablas», «veta», «pie»: a través de las gárrulas palabras explicativas el misterio lo contemplaba, impenetrable y a la vez, cosa paradójica, comprendido. Entendido con una comprensión sin conocimiento a la que, a pesar de los objetos presentidos y los nombres recordados, estaba aún abierto.

De repente, con el rabo del ojo, entrevió un fugaz movimiento veloz. La accesibilidad a la dicha y a la comprensión era también, advirtió, una accesibilidad al terror, a la incomprensión total. Como alguna extraña criatura alojada en su pecho y retorciéndose, angustiada, su corazón comenzó a palpitar con una violencia que lo hizo estremecerse. En la repugnante certidumbre de que estaba a punto de ver al Horror Esencial, Will volvió la cabeza y miró.

—Es uno de los lagartos domesticados de Tom Krishna —lo tranquilizó ella. La luz era tan intensa como siempre, pero la luminosidad había cambiado de signo. Una lumbre de pura malignidad irradiaba de todas las escamas gris verdosas del lomo de la criatura, de sus ojos de obsidiana y del latido de su garganta carmesí, de los bordes acorazados de sus fosas nasales y de su boca que era como una hendidura. Apartó la vista En vano. El Horror Esencial lo miraba desde todas partes. Las composiciones del místico cubista se habían convertido en complicadas máquinas para no hacer nada malévolo. El paisaje tropical en el cual, había experimentado la unión de su ser con la del ser de Dios era ahora, simultáneamente, la más repelente oleografía victoriana y la realidad del infierno. En sus anaqueles, las hileras de libros-joyas fulgían con un millar de vatios de obscuridad visible. ¡Y cuan vulgares se habían vuelto esas gemas del abismo, cuan indescriptiblemente vulgares! Donde antes se veía oro y perlas y piedras preciosas ahora sólo había adornos de árboles de Navidad, sólo el superficial resplandor del plástico y de la hojalata barnizada. Todo continuaba palpitando de vida, pero de vida de una tienda infinitamente siniestra. Y eso, afirmó entonces la música, era lo que la Omnipotencia creaba perpetuamente: un Woolworth cósmico atestado de horrores producidos en masa. Horrores de vulgaridad y horrores de dolor, de crueldad y mal gusto, de imbecilidad y malicia deliberada.

—No es una salamanca —oyó que decía Susila—, no es uno de sus bonitos lagartos caseros. Es un sombrío desconocido de la selva, un chupador de sangre. Es claro, no chupan sangre. Sólo tienen la garganta roja y la cabeza se les vuelve purpúrea cuando se excitan. De ahí el estúpido nombre. ¡Mire! ¡Ahí va!

Will volvió a bajar la vista. Preternaturamente real, el escamoso horror, con sus negros ojos inexpresivos, su boca asesina, su garganta color rojo sangre palpitando mientras el resto del cuerpo permanecía tendido sobre el suelo, inmóvil como si estuviese muerto, se encontraba ahora a veinte centímetros de su pie.

—Ha visto su cena —dijo Susila—. Mire allá, a la izquierda, al borde de la alfombra.

Will volvió la cabeza.

Gongyilus gongyloides —continuó ella—. ¿Se acuerda?

Sí, se acordaba. La mantis religiosa que se había posado en su cama. Entonces sólo había visto un insecto de aspecto extraño. Ahora veía un par de monstruos de tres centímetros de largo, exquisitamente horribles, en el acto del acoplamiento. Su palidez azulada estaba cruzada de barras y venas rosadas, y las alas que se agitaban continuamente, como pétalos en una brisa, tenían en los bordes una sombra de un violeta intenso. Un remedo de flores. Pero las formas de los insectos resultaban inconfundibles. Y ahora los propios colores de flores sufrieron un cambio. Las alas temblorosas eran los apéndices de dos aparatos brillantemente esmaltados de la tienda de artículos de oportunidad, dos modelos funcionales de una pesadilla, dos máquinas en miniatura para la copulación. Y en ese momento, una de las máquinas de pesadilla, la hembra, volvió la cabecita chata, toda boca y abultados ojos, ubicada en el extremo del largo cuello… La volvió y (¡Dios!) comenzó a devorar la cabeza de la máquina macho. Primero mascó un ojo purpúreo, luego la mitad de la cara azulada. Lo que quedaba de la cabeza cayó al suelo. No contenido ya por el peso de los ojos y las mandíbulas, el cuello seccionado se agitaba locamente. La máquina femenina mordisqueó el muñón del que rezumaba un líquido y, mientras el macho decapitado continuaba sin interrumpirse su parodia de Ares en brazos de Afrodita, prosiguió mascando metódicamente.

Con el rabillo del ojo Will percibió otro acceso dé movimiento, volvió la cabeza de golpe y pudo ver el lagarto arrastrándose hacia su pie. Más cerca, cada vez más cerca. Volvió los ojos, aterrorizado. Algo le rozó los dedos de los pies y siguió, haciéndole cosquillas en el empeine. Las cosquillas cesaron, pero pudo sentir un peso en el pie, un seco contacto escamoso. Quiso gritar, pero no tenía voz y, cuando trató de moverse, los músculos se negaron a obedecerle.

Intemporal, la música había entrado en el Presto final. Horror en vivaz marcha hacia adelante, horror de vestimenta rococó dirigiendo la danza.

Absolutamente inmóvil, a no ser por el latido de su garganta roja, el horror escamoso que le pesaba sobre el empeine permaneció contemplando con ojos inexpresivos su presa predestinada. Entrelazados, los dos pequeños modelos funcionales de una pesadilla se estremecían cómo pétalos acariciados por el viento, y se sacudían espasmódicamente por los tormentos simultáneos de la muerte y la cópula. Pasó siglo intemporal; compás tras compás, la alegre danza de la muerte proseguía. De pronto su piel fue arañada por minúsculas garras. El chupador de sangre había descendido del pie al suelo. Durante una vida entera se quedó allí, inmóvil. Luego, con increíble velocidad, se precipitó a través de las tablas del piso y subió a la estera. La boca-hendidura se abrió y volvió a cerrarse. Sobresaliendo de las mandíbulas, el borde de un ala teñida de violeta continuó vibrando, como un pétalo de orquídea en la brisa; un par de patas se agitaron locamente un instante, para desaparecer en seguida.

Will se estremeció y cerró los ojos. Pero a través de la frontera de las cosas intuidas y las cosas recordadas, de las cosas imaginadas, el Horror lo perseguía. En el resplandor fluorescente de la luz interior, una columna interminable dé brillantes insectos y relucientes reptiles ascendía en diagonal, de izquierda a derecha, saliendo de una oculta fuente de pesadilla, hacia una consumación monstruosa y desconocida. Millones de Gongyilus gongyloides, y en el centro de ellos innumerables chupadores de sangre. Comiendo y comidos… eternamente.

Y mientras tanto —violín, flauta y clavicordio— el Presto final del Cuarto Brandemburgués trotaba intemporalmente hacia adelante. ¡Qué encantadora y pequeña marcha de muerte rococó! Izquierda, derecha, izquierda, derecha… ¿Pero cuál era la voz de mando para los hexápodos? Y de pronto ya no fueron hexápodos, sino bípedos. La interminable columna de insectos se había convertido de golpe en una interminable columna de soldados. Marchaban como había visto marchar a los camisas pardas en Berlín, un año antes de la guerra. Miles y miles, con las banderas tremolando, los uniformes reluciendo en la luz infernal, como excremento iluminado. Innumerables como insectos, y cada uno de ellos se movía con la precisión de una máquina, la perfecta docilidad de un perro adiestrado. ¡Y las caras, las caras! Había visto los primeros planos de los noticiosos cinematográficos alemanes, y ahora las veía de vuelta, preternaturalmente reales, tridimensionales y vivas. El rostro monstruoso de Hitler, con la boca abierta, gritando. Y las caras de los que lo escuchaban. Gigantescos rostros de idiotas, inexpresivos y receptivos. Rostros de sonámbulos con los ojos enormemente abiertos. Caras de jóvenes ángeles nórdicos arrobados en la Visión Beatífica. Rostros de santos barrocos a punto de caer en éxtasis. Rostros de amantes al borde del orgasmo. Un Pueblo, Un Reino, Un Líder. La unión con la unidad de un enjambre de insectos. La comprensión sin conocimiento de la insensatez y el diabolismo. Y luego la cámara cinematográfica volvía a las apretadas filas, a las svásticas, las charangas, el aullador hipnotista de la tribuna. Y una vez más, en el fulgor de su luz interior, aparecía la parda columna como de insectos, marchando, infinita, al compás de esa música rococó de horror. Adelante, soldados nazis; adelante, soldados de Cristo; adelante, marxistas y musulmanes, adelante, todos los pueblos elegidos, todos los cruzados y los dirigentes de guerras santas. ¡Adelante, hacia la desdicha, hacia toda la perversidad, hacia la muerte! Y de pronto Will se vio contemplando lo que sería la columna en marcha cuando llegase a su destino: millares de cadáveres en el fango coreano, innumerables paquetes de basura salpicando el desierto africano. Y ahí (porque la escena cambiaba con desconcertante rapidez y repentinidad), ahí estaban los cinco cadáveres cubiertos de moscas que había visto unos meses antes, cara al cielo y con la garganta abierta, en el patio de una granja argelina. Ahí, salida de un pasado de casi veinte años de antigüedad, estaba la anciana, muerta y desnuda, en los escombros de una casa de estuco de St. John’s Wood. Y ahí, sin transición, estaba su propio dormitorio amarillo y gris, y en el espejo de la puerta del ropero se reflejaban dos cuerpos pálidos, el de él y él de Babs, copulando ron frenesí al compás de sus recuerdos del funeral de Molly y de la melodía, trasmitida por radio Stuttgart, de la música para Viernes Santo tomada de Parsifal.

La escena volvió a cambiar y, festoneada de estrellas de hojalata y lamparillas de colores, el rostro de la tía Mary le sonrió con alegría y se trasformó, ante sus ojos, en la cara de la maligna y quejumbrosa desconocida que había ocupado el lugar de ella durante las últimas espantosas semanas, antes de la trasformación final en basura. Una radiación de amor y bondad, y luego bajó una cortina, se cerró una ventana, giró una llave y… Y allí estaban los dos: ella en su cementerio y él en su cárcel personal condenado a encierro solitario y, un día cualquiera, a muerte. La Agonía en la Tienda de Oportunidades. La Crucifixión entre adornos de árbol de Navidad. Afuera o adentro, con los ojos abiertos o cerrados, no había huida posible. «No hay huida posible», musitó, y las palabras confirmaron el hecho, lo convirtieron en una horrenda certidumbre que se abría en profundidad tras profundidad de maligna vulgaridad, en infierno tras infierno de sufrimiento absolutamente insensato.

Y ese sufrimiento (se le ocurrió con la fuerza de una revelación), ese sufrimiento no sólo era insensato; además era acumulativo, se perpetuaba por sí mismo. Por cierto, sin duda alguna, tal como había llegado para Molly y la tía Mary y los demás, k muerte también llegaría para él. Llegaría para él, pero nunca para ese temor, para ese enfermizo disgusto, para esas laceraciones de remordimiento y repugnancia. Inmortal en su carencia de sentido, el sufrimiento continuaría eternamente. En todo otro sentido uno era grotesca, despreciablemente finito. Pero no en lo referente al sufrimiento. Ese obscuro, denso y pequeño coágulo que uno llamaba «yo» era capaz de sufrir hasta el infinito, y a pesar de la muerte el sufrimiento continuaría por siempre jamás. Los dolores de la vida y los de la muerte, la rutina de los sucesivos tormentos en la tienda de oportunidades y la crucifixión final en una llamarada de vulgaridad de plástico y hojalata… en repercusión, continuamente amplificada… eso siempre existiría. Y los dolores eran incomunicables, el aislamiento completo. La conciencia de que uno existía era la conciencia de que uno estaba siempre solo. Tan solo en la almizclada alcoba de Babs como en su dolor de oídos o en su brazo fracturado, como lo estaría en su cáncer final, cuando pensaba que todo había terminado, con la inmortalidad del sufrimiento.

De pronto sintió que algo le había sucedido a la música. El tempo había cambiado. Rallentando. Era el final. El final de todo para todos. La airosa marchita de muerte había llevado a los bailarines al borde del risco. Y ahora se tambaleaban sobre el abismo. Rallentando, rallentando. La mortífera caída, la caída hacia la muerte. Y puntuales, inevitables, los dos acordes anticipados, de consumación, la dominante expectante y luego, finís, la fuerte tónica inequívoca. Hubo un chirrido, un seco chasquido y, después, silencio. A través de la ventana abierta se podían escuchar las ranas distantes y el agudo y monótono ruido de los insectos. Y sin embargo, en alguna forma misteriosa, el silencio permanecía intacto. Como moscas en un bloque de ámbar, los sonidos estaban incrustados en un silencio trasparente que eran impotentes para destruir o aun modificar, y al cual eran en todo sentido ajenos. Intemporal, de intensidad en intensidad, el silencio se hizo más hondo. Silencio emboscado, un silencio vigilante, conspiratorio, más siniestro que la espantosa marcha rococó de la muerte que lo había precedido. Ese era el abismo a cuyo borde lo había llevado la música. Al borde, y ahora, por sobre el borde hacia ese silencio eterno.

—Infinito sufrimiento —susurró—. Y no se puede hablar, ni siquiera se puede gritar.

Crujió una silla, hubo un frufrú de sedas, sintió el viento de un movimiento sobre su rostro, la proximidad de una presencia humana. Detrás de los párpados cerrados sintió, quién sabe cómo, que Susila estaba arrodillada a su lado. Un instante más tarde sintió las manos de ella tocándole la cara… las palmas sobre las mejillas, los dedos en las sienes.

El reloj de la cocina produjo un ruidito chirriante y luego comenzó a dar la hora. Uno, dos, tres, cuatro. Afuera, en el jardín, una brisa arrafagada susurraba, intermitente, entre las hojas, Un gallo cantó y un momento más tarde, desde muy lejos, llegó una respuesta, y casi simultáneamente otra y otra. Después una respuesta a las respuestas, y más respuestas. Un contrapunto de desafíos desafiados, de retos retados. Y entonces un tipo distinto de voz se incorporó al coro. Articulada pero inhumana. «Atención —llamó, entre los cantos de gallos y los ruidos de insectos—. Atención. Atención. Atención».

—Atención —repitió Susila, y mientras hablaba Will sintió que los dedos de ella se movían sobre su frente. Muy ligeros, ligerísimos, de las cejas hacia el cabello, de las sienes hacia el entrecejo. Arriba y abajo, de un costado a otro, alisando las contracciones de la mente, los pliegues del desconcierto y el dolor—. Atención a esto. —Y aumentó la presión de las palmas sobre los pómulos de él, de las yemas de los dedos sobre las orejas de Will—. A esto —repitió—. A ahora. Su rostro entre mis dos manos. —La presión disminuyó, los dedos volvieron a moverse sobre la frente.

—Atención. —Por encima de un disperso contrapunto de cantos de gallos, el mandato era repetido con insistencia—. Atención. Atención. Aten… —La voz inhumana se interrumpió en mitad de la palabra.

¿Atención a las manos de ella en su cara? ¿O atención a ese espantoso resplandor de luz interior, a ese vertiginoso ascenso de estrellas de plástico y hojalata, y, a través de la cortina de vulgaridad, a ese paquete de basura que otrora había sido Molly, al espejo del prostíbulo, a los incontables cadáveres en el barro, al polvo, a los escombros? Y ahí estaban otra vez los lagartos, y millones de Gongylus gongyloides, y las columnas en marcha, los rostros arrobados, devotos, de los ángeles nórdicos.

—Atención —llamó otra vez el mynah desde el otro costado de la casa—. Atención.

Will sacudió la cabeza.

—¿Atención a qué?

—A esto. —Y le clavó las uñas en la piel de la frente—. A esto. Aquí y ahora. Y no es nada tan romántico como el sufrimiento o el dolor. Es nada más que el contacto de uñas. Y aunque fuese mucho peor, no podría ser eterno, infinito. Nada es eterno, nada es infinito. Salvo, quizá, la naturaleza de Buda.

Movió las manos, y el contacto ya no era con las uñas, sino con la piel. Las yemas de los dedos se deslizaron por las cejas de él y se detuvieron, ligeras, sobre los párpados cerrados. Durante el primer momento, espantado, Will tuvo un miedo mortal. ¿Se disponía a arrancarle los ojos? Permaneció sentado, dispuesto a echar la cabeza hacia atrás y ponerse de pie al primer movimiento de Susila. Pero no sucedió nada. Poco a poco sus temores se apaciguaron; la conciencia de ese contacto íntimo, inesperado, potencialmente peligroso, siguió en pie. Una conciencia tan aguda y —como sus ojos eran supremamente vulnerables— tan absorbente, que no le quedó nada que dedicarle a la luz interior o a los horrores y vulgaridades que ésta le revelaba.

—Preste atención —cuchicheó ella.

Pero era imposible no prestar atención. Sin embargo, con suavidad y delicadeza, los dedos de Susila habían hurgado hasta el fondo mismo de su conciencia. ¡Y cuan intensamente vivos, advirtió, eran esos dedos! ¡Qué extraño y hormigueante calor fluía de ellos!

—Es como una corriente eléctrica —se maravilló.

—Pero por fortuna —replicó ella— el cable no trasmite mensajes. Uno toca, y en el acto de tocar es tocado. Comunicación completa, pero nada comunicado. Nada más que un intercambio de vida, eso es todo. —Luego, después de una pausa, continuó—: ¿Se da cuenta, Will, que en todas estas horas que hemos estado sentados aquí —en todos estos siglos, en su caso; en todas estas eternidades— no me miró una sola vez? Ni una. ¿Tiene miedo de lo que podría ver?

Él meditó en torno de la pregunta y finalmente asintió.

—Quizá sea eso —dijo—. Miedo de ver algo en lo cual tendría que complicarme, algo acerca de lo cual tuviese que hacer algo.

—Y por lo tanto se aferró a Bach y a los paisajes y a la Clara Luz del Vacío.

—Que usted no quiso dejar que siguiera contemplando —se quejó Will.

—¡Porque el Vacío no le servirá para nada si no puede ver su luz en los Gongylus gongyloides! Y en la gente —agregó—. Cosa que a veces resulta considerablemente más difícil.

—¿Difícil? —Pensó en las columnas en marcha, en los cuerpos reflejados en el espejo, en todos los otros cuerpos caídos boca abajo sobre el fango, y meneó la cabeza—. Es imposible.

—No, no es imposible —insistió ella—. Sunyata implica karuttd. El Vacío es luz, pero es también compasión. Les contemplativos ávidos quieren apoderarse de la luz sin preocuparse de la compasión. La gente simplemente buena trata de ser compasiva y se niega a molestarse por la luz. Como de costumbre, se trata de aprovechar lo mejor de dos mundos. Y ahora —agregó— es hora de que abra los ojos y vea qué aspecto tiene un ser humano.

Las yemas de los dedos pasaron de los párpados a la frente, a las sienes, bajaron por las mejillas hasta los ángulos de las mandíbulas. Un instante después Will sintió el contacto en sus propios dedos, y Susila le apretaba las dos manos entre las propias.

Will abrió los ojos, y por primera vez, después de haber tomado la medicina moksha, se encontró mirándola directamente a la cara.

—Dios mío —musitó él al cabo. Susila rió.

—¿Es tan feo como el chupador de sangre? —preguntó. Pero no era cosa de broma. Will meneó la cabeza con impaciencia y continuó mirando. Las órbitas de los ojos eran una sombra misteriosa y, aparte de una pequeña media luna de iluminación en el pómulo, lo mismo sucedía con todo el costado derecho de la cara. El costado izquierdo brillaba con una radiación viva, dorada… preternaturalmente refulgente; pero una luminosidad que no era el fulgor vulgar y siniestro de la obscuridad visible, ni la bienaventurada incandescencia revelada, en la lejana aurora de su eternidad, detrás de sus párpados cerrados y, cuando abrió los ojos, en los libros-joyas, en las composiciones de los místicos cubistas, en el paisaje trasfigurado. Lo que ahora veía era una paradoja de contrarios indisolublemente fundidos entre sí, de luz brillando en la obscuridad, de obscuridad en el corazón mismo de la luz.

—No es el sol —dijo por último—, y no es Chartres. Ni la infernal tienda de oportunidades, gracias a Dios. Es todo eso junto, y usted reconociblemente usted, y yo reconociblemente yo… Aunque, ni hay por qué decirlo, ambos somos en todo sentido distintos. Usted y yo por Rembrandt, pero por un Rembrandt unas cinco mil veces más él. —Guardó un instante de silencio; luego, asintiendo en confirmación de lo que acababa de decir, continuó—: Sí, eso es. El sol en Chartres, y vidrieras de colores en la tienda de oportunidades. Y esta última es también la cámara de torturas, el campo de concentración, el matadero con adornos de árbol de Navidad. Y ahora la tienda de oportunidades se invierte, recoge a Chartres y una tajada de sol y se convierte en esto… en usted y yo por Rembrandt. ¿Le encuentra algún sentido?

—Todo el sentido del mundo —le aseguró ella.

Pero Will estaba demasiado atareado mirándola como para prestar demasiada atención a lo que le contestaba.

—Es usted tan increíblemente hermosa —dijo al cabo—. Pero no importaría que fuese increíblemente fea; igual sería algo pintado por un Rembrandt cinco veces más él. Hermosa, hermosa —repitió—. Y sin embargo no quiero acostarme con usted. No, no es cierto; me gustaría acostarme contigo. Me gustaría muchísimo. Pero si no lo hago nunca no importará en modo alguno. Seguiré amándote… amándote en la forma en que se supone que uno tiene que amar a la gente cuando es cristiano. Amor —repitió—, amor… Otra de esas palabras feas. «Enamorado», «hacer el amor»: éstas están bien. Pero el «amor» liso y llano es una obscenidad que no podía pronunciar. Pero ahora, ahora… —sonrió y sacudió la cabeza—. Créalo o no, ahora entiendo qué se quiere decir cuando se afirma «Dios es amor». ¡Qué manifiesta tontería! Y sin embargo es verdad. Entretanto, ahí está ese extraordinario rostro tuyo. —Se inclinó hacia adelante para mirarlo más de cerca—. Como si se mirase en una bola de cristal —agregó, incrédulo—. Algo nuevo continuamente. No puedes imaginarte…

Pero ella podía imaginarse.

—No olvides —dijo— que yo también estuve allí.

—¿Viste las caras de la gente?

Susila asintió.

—Y la mía en el espejo. Y, por supuesto, la de Dugald. ¡Cielos, la última vez que tomamos la medicina moksha juntos! AI principio parecía un héroe salido de alguna mitología imposible: de los indios en Islandia, de los vikingos en el Tibet. Y luego, sin previo aviso, era el Maitreya Budha. Evidente, indudablemente Maitreya Budha. ¡Qué luminosidad! Todavía puedo verlo…

Se interrumpió, y de pronto Will se sorprendió contemplando a la Dolorosa con siete puñales clavados en el corazón. Cuando leyó las señales del dolor en los ojos negros, en las comisuras de la boca de labios rotundos, supo que la herida había sido casi mortal y, con una contracción de su propio corazón, que todavía estaba abierta, sangrante. Le apretó las manos. Por supuesto, no se podía decir nada, no había palabras, consuelos filosóficos; sólo ese misterio compartido del tacto, sólo esa comunicación de piel a piel, de fluida intimidad.

—Se vuelve con tanta facilidad hacia atrás —dijo ella por último—. Con suma facilidad. Y muy a menudo. —Inspiró profundamente y cuadró los hombros.

Ante los ojos de Will, el rostro, todo el cuerpo, sufrieron otro cambio. Pudo ver que había suficiente fuerza, en esa figurita, para enfrentar cualquier sufrimiento; una voluntad que vencería todos los puñales con que el destino pudiese atacarla. Casi amenazadora en su decidida serenidad, algo así como una Circe había ocupado el lugar de la Mater Dolorosa. Surgieron recuerdos de la voz tranquila que hablaba en forma tan irresistible sobre los cisnes y la catedral, sobre las nubes y el agua serena. Y mientras recordaba, el rostro que tenía ante sí pareció iluminarse con la conciencia del triunfo. Energía, energía intrínseca; Will vio la expresión de eso, presintió su formidable presencia, y se apartó.

—¿Quién eres? —preguntó en un murmullo.

Ella lo miró un momento sin hablar; luego dijo, sonriendo alegremente:

—No tengas miedo. No soy la mantis religiosa hembra.

Will le sonrió a su vez; sonrió a una muchacha riente, que tenía debilidad por los besos y la suficiente franqueza como para atraerlos.

—¡Gracias a Dios! —exclamó, y el amor que había retrocedido, atemorizado, volvió en una marejada de dicha.

—¿Gracias por qué?

—Por haberte dado la gracia de la sensualidad.

Ella volvió a sonreír.

—De modo que eso ya ha quedado revelado.

—¡Toda esa energía! —exclamó él—, ¡esa admirable, terrible voluntad! Habrías podido ser Lucifer. Pero por fortuna, providencialmente… —Soltó su mano derecha y con la punta del índice extendido le tocó los labios—. El bendito don de la sensualidad… ha sido tu salvación. La mitad de tu salvación —aclaró, recordando el horripilante frenesí sin amor de la alcoba rosada—, una de tus salvaciones. Porque, por supuesto, está esto otro, este saber quién eres en realidad. —Guardó silencio un instante—. María con puñales clavados en el corazón, y Circe y Ninón de Lenclos, y ahora… ¿quién? Alguien como Juliana de Norwich o Catalina de Génova. ¿De veras eres todas esas personas?

—Y además una idiota —le aseguró ella—. Y además una madre preocupada y no muy eficiente. Y además un poco de la pequeña remilgada y soñadora que era de niña. Y además, en potencia, la anciana moribunda que me miró desde el espejo la última vez que tomamos juntos la medicina moksha. Y luego Dugald miró y vio lo que sería él dentro de otros cuarenta años. Y menos de un mes después —agregó—, estaba muerto.

Una se desliza hacia atrás con demasiada facilidad, demasiado a menudo… La mitad sumida en misteriosa obscuridad, la mitad relumbrando misteriosamente con una luz dorada, su rostro se había convertido una vez más en una máscara de sufrimiento. Will pudo ver que, dentro de sus órbitas umbrías, los ojos estaban cerrados. Se había recogido en otra época y estaba sola, en otra parte, con los puñales y su herida abierta. Afuera los gallos cantaban una vez más, y un segundo mynah había comenzado a pedir compasión, medio tono más alto que el primero.

Karuna.

—Atención. Atención.

Karuna.

Will volvió a levantar la mano y le tocó los labios.

—¿Oyes lo que dicen?

Pasó un largo rato antes de que Susila respondiera. Luego, levantando la mano, tomó el dedo extendido de él y lo oprimió contra su labio inferior.

—Gracias —dijo, y abrió los ojos.

—¿Por qué me agradeces? Tú me enseñaste a hacerlo.

—Y ahora eres tú quien enseña a tu maestra.

Como un par de gurús rivales exhibiendo su marca particular de espiritualidad, los mynah gritaban «Karuna, atención»; luego, cuando se ahogaron mutuamente la sabiduría en competencia superpuesta: «Runatenkaratunción». Proclamando que era el dueño jamás impotente de todas las hembras, el invencible desafiante de todos los espurios pretendientes a la masculinidad, un gallito del huerto cercano anunció chillonamente su divinidad.

Una sonrisa quebró la máscara de sufrimiento; de su mundo privado de puñales y recuerdos, Susila había regresado al presente.

—¡Quiquiriquí! —dijo—. ¡Cómo lo quiero! Igual que Tom Krishna cuando va de un lado a otro pidiéndole a la gente que vea qué músculos tiene. Y estos ridículos pájaros mynah, que con tanta fidelidad repiten el buen consejo que no pueden entender. Son tan adorables como mi gallito pigmeo.

—¿Y qué me dices del otro tipo de bípedos? —preguntó él—. ¿De la variedad menos adorable?

En respuesta Susila se inclinó, lo tomó de un mechón de cabellos e, inclinándole la cabeza hacia adelante, lo besó en la punta de la nariz.

—Y ahora es hora de que muevas las piernas —dijo. Poniéndose de pie, le tendió la mano. Él la tomó y ella lo levantó de la silla.

—Cantos de gallo negativos y parloteos contrarios a la sabiduría —dijo Susila—. Eso es lo que les gusta a algunos de los otros bípedos.

—¿Quién me garantiza que no volveré a mis vómitos? —preguntó él.

—Probablemente volverás —le aseguró ella con tono alegre—. Pero también es probable que vuelvas a esto.

A los pies de ellos hubo un torbellino de movimiento. Will rió.

—Ahí va mi pobre y pequeña encarnación del mal.

Ella lo tomó del brazo y juntos se dirigieron a la ventana abierta. Anunciador de la proximidad del alba, un vientecillo removía a ratos las hojas de las palmeras. Debajo de ellos, hundida, invisible, en la tierra húmeda y acre, había una mata de hibisco… una profusión de brillantes hojas suaves y de trompetas color bermellón, destacadas de la doble obscuridad de la noche y los árboles por una lanza de luz proveniente de la lámpara de la habitación.

—No es posible —dijo Will con incredulidad. Estaba otra vez con Dios 14 de julio.

—No es posible —convino ella—. Pero como todas las otras cosas del universo, es un hecho. Y ahora que por fin has reconocido mi existencia, te daré permiso para mirar a tu gusto.

Will permaneció inmóvil, mirando, mirando a lo largo de una sucesión de crecientes intensidades y de significaciones más profundas aun. Las lágrimas le llenaron los ojos y cayeron por fin sobre sus mejillas. Sacó el pañuelo y se las enjugó.

—No pude evitarlo —se disculpó.

No podía evitarlo porque no tenía otra forma de expresar su agradecimiento. Agradecimiento por el privilegio de estar vivo y de ser testigo de ese milagro; de ser, en verdad, algo más que un testigo: un participante, un aspecto del milagro. Agradecimiento por esos dones de luminosa dicha y esa comprensión sin conocimiento. Agradecimiento por ser a la vez esa unión con la unidad divina y al mismo tiempo esa criatura finita entre otras criaturas finitas.

—¿Por qué habría uno de llorar cuando se siente agradecido? —dijo mientras guardaba el pañuelo—. Sólo el cielo lo sabe. Pero así sucede. —Una burbuja-recuerdo surgió del fango de las lecturas pasadas—. «La gratitud es un cielo en sí» —citó—. ¡Puras tonterías! Pero ahora veo que Blake no hacía otra cosa que registrar un simple hecho. Es el cielo en sí.

—Y tanto más celestial —continuó ella— cuanto que es el cielo en la tierra y no el cielo en el cielo.

Asombrosamente, a través de los cantos de gallos y el croar de las ranas, a través de los ruidos de los insectos y el dúo de los gurús rivales, llegó el sonido de disparos distantes.

—¿Qué será eso? —se preguntó ella.

—Los muchachos jugando con fuegos de artificio —repuso él, alegre.

Susila meneó la cabeza.

—No permitimos ese tipo de fuegos de artificio. Ni siquiera los poseemos.

De la carretera, al otro lado de los muros del cercado, un rugido de vehículos pesados ascendiendo en primera se hizo cada vez más fuerte. Por sobre el ruido, una voz a la vez estentórea y chillona gritaba cosas incomprensibles por un altavoz.

En su marco de sombra aterciopelada, las hojas eran como delgadas virutas de jade y esmeralda, y del corazón de su caos, con brillo de joyería, rubíes fantásticamente esculpidos estallaban en estrellas de cinco puntas. Gratitud, gratitud. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.

Trozos de gritos chillones se convirtieron en palabras reconocibles. Contra su voluntad, se sorprendió escuchando.

—Pueblo de Pala —oyó; luego la voz se hinchó en incoherencia amplificada. Chillido, rugido, chillido. Y después—: Habla vuestro raja, permaneced tranquilos… dad la bienvenida a vuestros amigos del otro lado del estrecho…

Entendió.

—Es Murugan.

—Y está con los soldados de Dipa.

—El progreso —decía la voz insegura y excitada—. La vida moderna… —Y luego, pasando de Sears Roebuck a la rani y a Koot Hoomi, chillo—: La verdad… los valores… auténtica espiritualidad… petróleo…

—¡Mira —exclamó Susila—, mira! Entran en el cercado.

Visibles en una brecha entre dos grupos de bambúes, los haces de luz de una procesión de focos brillaron un momento en la mejilla izquierda del gran Buda de piedra de junto al estanque de los lotos y pasaron de largo, insinuaron una vez más la bendita posibilidad de liberación y volvieron a pasar.

—El trono de mi madre —mugió el chillido enormemente ampliado—, unido al trono de los antepasados de mi madre… Dos naciones hermanas marchan hacia adelante, de la mano, hacia el futuro… En adelante se las conocerá como Reino Unido de Rendang y Pala… El primer ministro de ese Reino Unido, ese gran dirigente político y espiritual, el coronel Dipa.

La procesión de focos desapareció detrás de una larga hilera de edificios y los chillones mugidos volvieron a convertirse en incoherencia. Luego las luces reaparecieron y una vez la voz se hizo coherente.

—Reaccionarios —gritaba, furiosa—. Traidores a los principios de la revolución permanente…

Con tono de horror, Susila musitó:

—Se detienen ante la choza del doctor Robert.

La voz había pronunciado su última palabra, los focos y los rugientes motores estaban apagados. En el obscuro y expectante silencio, las ranas y los insectos continuaron sus insensatos soliloquios, los mynah reiteraron sus buenos consejos. «Atención, Karuna». Will contempló su encendido arbusto y vio la Talidad del mundo y su propio ser ardiendo con la clara luz que era también (¡cuan evidente, ahora!) compasión… la clara luz a la que, como todos los demás, había preferido ser ciego, la compasión a la que siempre había preferido sus torturas, soportadas o infligidas en una tienda de oportunidades, sus viles soledades con las Babs vivientes o las Molly agonizantes en primer plano, con Joe Aldehyde en la distancia media y, en el fondo más remoto, el gran mundo de fuerzas impersonales y de números en proliferación, de paranoias colectivas y diabolismo organizado. Y siempre, en todas partes, existirían los hipnotistas aulladores o tranquilos y autoritarios; y a la zaga de los imperiosos dadores de sugestiones, siempre y en todas partes, las tribus de bufones y mercachifles, los embusteros profesionales, los proveedores de divertidas impertinencias. Condicionadas desde la cuna, incesantemente atenazadas, sistemáticamente mesmerizadas, sus víctimas uniformadas continuarían marchando, obedientes, de un lado a otro, y seguirían, siempre y en todas partes, matando y muriendo con la perfecta docilidad de perritos amaestrados. Y a pesar de la negativa de todo punto de vista justificada a aceptar un sí por respuesta, seguía y seguiría siempre en pie el hecho —en todas partes— de que incluso en un paranoico existía esa capacidad de inteligencia, esa capacidad de amar en un adorador del diablo; el hecho de que la base del ser total podía ser absolutamente manifiesta en un arbusto en flor, en un rostro humano; el hecho de que había luz y de que esa luz también era compasión.

Se oyó un disparo; luego varios de un rifle automático.

Susila se cubrió el rostro con las manos. Temblaba y no podía dominarse.

Él la abrazó y la apretó contra sí.

La labor de cien años destruida en una sola noche. Y sin embargo seguía en pie el hecho… el hecho de la terminación de la pena así como el hecho de la pena misma.

Los arranques chirriaron; motor tras motor rugieron al encenderse. Reaparecieron los focos y, luego de un minuto de ruidosas maniobras, los coches comenzaron a regresar con lentitud por la carretera por la que habían llegado.

El altavoz bramó los primeros compases de un himno marcial y al mismo tiempo lascivo, que Will reconoció como el himno nacional de Rendang. Luego el Wurlitzer fue desconectado y volvió a escucharse la voz de Murugan.

—Habla vuestro raja —proclamó la excitada voz. Después de lo cual, da capo, repitió el discurso sobre el Progreso, los Valores, el Petróleo, la Verdadera Espiritualidad. Bruscamente, como antes, la procesión desapareció de la vista y el oído. Un minuto más tarde reaparecía, con su vacilante contralto mugiendo las alabanzas del primer ministro del nuevo reino unido.

La procesión avanzó y entonces, esta vez desde la derecha, los focos del primer coche blindado iluminaron el rostro serenamente sonriente del esclarecimiento. Sólo un instante, y el haz de luz siguió de largo. Y allí estaba el Tathagata por segunda, tercera, cuarta, quinta vez. Pasó el último de los vehículos. Olvidado en la obscuridad, el hecho del esclarecimiento seguía en pie. El rugido de los motores se fue apagando, la chillona retórica se convirtió en un murmullo inarticulado, y a medida que los ruidos intrusos se alejaban volvían a destacarse las ranas, los ininterrumpibles insectos, los mynah.

Karuna. Karuna.

Y en un semitono más bajo.

—Atención.