XIV

Encendió el motor y se alejaron por el atajo; salieron otra vez al camino que pasaba por el otro extremo de la aldea y entraron en el patio de la Estación Experimental. Susila detuvo el vehículo ante una pequeña choza de techo de paja, igual a todas las demás. Subieron los seis escalones que conducían a la galería y entraron en una sala encalada.

A la izquierda había un ancho ventanal con una hamaca tendida entre los dos postes de madera que sobresalían del entrepaño.

—Para usted —dijo señalando la hamaca—. Puede tener la pierna levantada. —Y cuando Will se acomodó en la red, le preguntó, mientras acercaba una silla de mimbre y se sentaba junto a él—: ¿De qué hablaremos?

—¿Qué le parece si hablamos sobre lo bueno, lo verdadero y lo hermoso? O quizá —sonrió— sobre lo feo, lo malo y lo más verdadero aun.

—Yo pensaba —replicó ella, haciendo caso omiso de su tentativa de ingeniosidad— que podíamos seguir desde el punto en que dejamos la otra vez… continuar conversando de usted.

—Precisamente eso es lo que sugerí… Lo feo, lo malo y lo más cierto que toda la verdad oficial.

—¿Esta es una exhibición de su estilo de conversación? —inquirió ella—. ¿O de veras quiere hablar de usted?

—De veras —aseguró él—. Desesperadamente. Con tanta desesperación como no quiero hablar de mí. De ahí, como habrá advertido, mi implacable interés por el arte, la ciencia, la filosofía, la política, la literatura… Cualquier cosa, menos lo único que a la postre tiene alguna importancia. Hubo un prolongado silencio. Luego, en un tono de negligente reminiscencia, Susila comenzó a hablar sobre la catedral de Wells, sobre el llamado de los grajos, sobre los blancos cisnes que flotaban entre los reflejos de las nubes flotantes. Pocos minutos más tarde también flotaba él.

—Me sentí muy dichosa la última vez que estuve en Wells —dijo Susila—. Maravillosamente dichosa. Y también usted, ¿verdad?

Will no respondió. Recordaba los días pasados en el verde valle, años atrás, antes de que él y Molly se casaran, antes de que fuesen amantes. ¡Qué paz! ¡Qué mundo sólido, vivo, limpio de gusanos, lleno de hierbas y flores! Y entre ellos fluía entonces el tipo de sentimiento natural, no deformado, que no había experimentado desde los lejanos días en que la tía Mary aún estaba viva. La única persona a quien había querido de veras… y allí, en Molly, tenía a su sucesora. ¡Qué dicha! Amor traspuesto a otra clave… pero la melodía, las ricas y sutiles armonías eran las mismas. Y luego, la cuarta noche de la estadía, Molly golpeó en la pared que separaba las habitaciones de ambos, y él encontró su puerta entreabierta; buscó a tientas, en la obscuridad, la cama, en la que, concienzudamente desnuda, la Hermana de Caridad hacía lo posible para representar el papel de la Esposa del Amor. Hacía lo posible y fracasaba (¡cuan desastrosamente!).

De pronto, como sucedía todas las tardes, hubo un fuerte golpe de viento y, ahogado por la distancia, un hueco rugido de la lluvia sobre el espeso follaje, un rugido que se hacía cada vez más fuerte a medida que se acercaba el chaparrón. Pasaron unos segundos y luego las gotas de lluvia martillearon, insistentes, en los vidrios de las ventanas. Martillearon como lo habían hecho en los vidrios de su estudio, el día de la última entrevista. ¿Lo dices en serio, Will?

El dolor y la vergüenza le dieron ganas de gritar. Se mordió el labio.

—¿En qué piensa? —inquirió Susila.

No se trataba de pensar. La estaba viendo en realidad, escuchaba su voz.

—¿Lo dices en serio, Will? —Y a través del ruido de la lluvia se oyó contestar:

—Lo digo en serio.

En el vidrio de la ventana —¿era allí mismo, o allá, entonces?— el rugido había disminuido; el ventarrón se había convertido en un susurro repiqueteante.

—¿En qué piensa? —insistió Susila.

—Pienso en lo que hice a Molly.

—¿Qué le hizo a Molly?

No quería contestar, pero Susila era inexorable.

—Dígame qué le hizo.

Otra violenta bocanada de viento sacudió las ventanas. Ahora llovía con más fuerza; llovía, le pareció a Will Farnaby, adrede, de tal manera, que tuviese que seguir recordando lo que no quería, que se viese obligado a decir en voz alta las cosas vergonzosas que a toda costa debía guardar para sí.

—Dígamelo.

A desgana, y a pesar de sí, se lo dijo.

«¿Lo dices en serio, Will?». Y por culpa de Babs (¡Babs, Dios mío, Babs, créase o no!), lo decía en serio; y ella salió a la lluvia.

—Cuando volví a verla estaba en el hospital.

—¿Llovía aún? —preguntó Susila.

—Llovía.

—¿Con tanta fuerza como ahora?

—Casi. —Y Will ya no oyó ese chaparrón vespertino del trópico, sino el continuo tamborileo en las ventanas de la pequeña habitación en que Molly yacía moribunda.

—Soy yo —decía él a través del sonido de la lluvia—. Will. —No sucedió nada, y de pronto sintió el movimiento casi imperceptible de la mano de Molly en la suya. La presión voluntaria y luego, después de unos segundos, el aflojamiento involuntario, la flaccidez total.

—Vuelva a decírmelo, Will.

Él meneó la cabeza. Era demasiado doloroso, demasiado humillante.

—Dígamelo otra vez —insistió ella—. Es la única forma.

Haciendo un enorme esfuerzo, Will comenzó otra vez el odioso relato. ¿Lo decía en serio? Sí, lo decía en serio… quería herir, quizá quería (¿alguien podía saber alguna vez qué quería?) matar. Y todo por Babs, o por el Mundo Perdido. No su mundo, por supuesto… sino el de Molly, y, en el centro de ese mundo, la vida que lo había creado. Aniquilada en beneficio de ese delicioso aroma en la obscuridad, de esos reflejos musculares, de esa enormidad de goce, de esas habilidades enormemente consumadas y embriagadoramente desvergonzadas.

—Adiós, Will. —Y la puerta se había cerrado tras ella con un leve chasquido seco.

Quiso llamarla. Pero el amante de Babs recordaba las habilidades, los reflejos y, dentro de su aureola de almizcle, un cuerpo agonizante en los extremos del placer. Recordaba todas esas cosas y, de pie ante la ventana, vio cómo el auto se alejaba bajo la lluvia, miró y, cuando dobló en la esquina, se sintió lleno de un vergonzoso alborozo. ¡Libre al fin! Más libre, como descubrió tres horas después en el hospital, de lo que había creído. Porque ahora sentía la última y tenue presión de sus dedos; sentía el mensaje final de su amor. Y de pronto el mensaje se interrumpió. La mano quedó floja y, de repente, espantosamente, no se oyó ya la respiración.

—Muerta —musitó, y sintió como si se ahogara—. Muerta.

—Suponga que usted no haya tenido la culpa —dijo Susila interrumpiendo un largo silencio—. Suponga que hubiese muerto de pronto sin que usted tuviese nada que ver con ello. ¿No habría sido igualmente tremendo?

—¿Qué quiere decir? —preguntó él.

—Quiero decir que es algo más que sentirse culpable por la muerte de Molly. Es la muerte misma, la muerte en sí, lo que le resulta tan terrible. —Ahora pensaba en Dugald—. Tan insensatamente perversa.

—Insensatamente perversa —repitió él—. Sí, quizá por eso tuve que ser un testigo profesional de ejecuciones. Porque todo era tan insensato, tan absolutamente bestial. Seguir el olor de la muerte de uno a otro extremo de la tierra. Como un buitre. Las personas buenas y tranquilas no tienen una idea de cómo es el mundo. Y no en momentos excepcionales, como lo fue durante la guerra, sino siempre. Siempre. —Y mientras hablaba veía, en una visión tan breve como amplia e intensamente detallada, como la de un ahogado, todas las odiosas escenas que presenció durante esos bien pagados peregrinajes a todos los infiernos y mataderos lo suficientemente repugnantes como para ser calificados de Noticias. Los negros de Sudáfrica, el hombre de la cámara de gas de San Quentin, los cuerpos mutilados en la granja argelina, y en todas partes populachos, en todas partes policías y paracaidistas, en todas partes esos chiquillos de piel obscura, vientre hinchado, piernas flacas, con los párpados en carne viva cubiertos de moscas; en todas partes los nauseabundos olores del hambre y la enfermedad, el espantoso hedor de la muerte. Y luego, de pronto, a través del hedor de la muerte, mezclado e impregnado con el olor de la muerte, inspiraba la almizclada esencia de Babs. La inspiraba y recordaba su chiste sobre la química del purgatorio y el paraíso. El purgatorio es tetraetilendiamina y ácido sulfhídrico; el paraíso, muy decididamente, es simtrinitropsi— butiltolueno, con una serie de impurezas orgánicas… ¡ja, ja, ja! (¡oh, los placeres de la vida social!).

Y de repente los olores del amor y la muerte cedían su lugar a un intenso olor animal… a un olor de perro.

El viento volvió a hacerse violento y enérgicas gotas de lluvia martillearon y se aplastaron contra los vidrios.

—¿Sigue pensando en Molly? —preguntó Susila.

—Estaba pensando en algo que había olvidado por completo —respondió él—. No debo de haber tenido más de cuatro años cuando sucedió, y ahora lo he recordado todo. Pobre Tigre.

—¿Quién era el pobre Tigre? —interrogó ella.

Tigre, su hermoso perdiguero rojo. Tigre, la única fuente de luz en esa lúgubre casa en que había pasado la infancia. Tigre, el querido, queridísimo Tigre. En medio de todo ese miedo y desdicha, entre los dos polos del odio feroz de su padre hacia todo y todos, y del sacrificio consciente de su madre; ¡qué buena voluntad sencilla, qué espontánea amistosidad, que brincadora, labradora, irreprimible alegría! Su madre solía sentarlo en sus rodillas y hablarle de Dios y Jesús. Pero en Tigre había más Dios que en todos sus relatos bíblicos. Tigre, por lo que a él se refería, era la Encarnación. Y entonces, un día, la Encarnación enfermó de moquillo.

—¿Qué sucedió entonces? —inquirió Susila.

—Su cesto está en la cocina, y yo estoy allí, arrodillado a su lado. Y lo acaricio… pero su piel es distinta de lo que era antes de enfermar. Como pegajosa. Y hay un feo olor. Si no lo hubiese querido tanto, habría salido corriendo; no podía soportar estar cerca de él. Pero lo quiero, lo quiero más que a ninguna otra cosa, más que a nadie. Y mientras lo acaricio me digo que pronto curará. Muy pronto… mañana por la mañana. Y de repente empieza a temblar, y yo trato de reprimir los estremecimientos sosteniéndole la cabeza entre mis manos. Pero no sirve de nada. Los temblores se convierten en una horrible convulsión. Me siento enfermo de sólo mirarlo, y tengo miedo. Tengo un miedo espantoso. Luego terminan los temblores y retorcimientos, y un momento después está absolutamente inmóvil. Y cuando le levanto la cabeza y la suelto, la cabeza cae… con un golpe sordo, como un trozo de carne con un hueso adentro.

La voz se le quebró, las lágrimas le corrían por las mejillas, estaba sacudido por los sollozos de un chiquillo de cuatro años apenado por su perro, frente al tremendo e inexplicable hecho de la muerte. Con el equivalente mental de un chasquido y un pequeño sacudón, su conciencia pareció cambiar de ritmo. Era otra vez un adulto, y había dejado de flotar.

—Lo siento. —Se enjugó los ojos y se sonó la nariz—. Bueno, esa fue mi primera introducción al Horror Esencial. Tigre era mi amigo, mi único consuelo. Evidentemente, eso era algo que el Horror Esencial no podía tolerar. Y lo mismo sucedió con mi tía Mary. La única persona a quien amé, admiré y confié por completo y de veras; ¡y lo que hizo el Horror Esencial con ella, cielos!

—Cuéntemelo —pidió Susila.

Will vaciló; luego, encogiéndose de hombros, dijo:

—¿Por qué no? Mary Francés Farnaby, la hermana menor de mi padre. Casada a los dieciocho años, uno antes del estallido de la guerra mundial, con un soldado profesional. Frank y Mary, Mary y Frank… ¡Qué armonía, qué dicha! —Rió—. Incluso fuera de Pala se pueden encontrar de vez en cuando islas de decencia. Pequeños atolones, o aun, de vez en cuando, una verdadera Tahití… pero siempre totalmente rodeada por el Horror Esencial. Dos jóvenes en su Pala privada. Y entonces, un buen día —el 14 de agosto de 1914—, Frank partió con la Fuerza Expedicionaria, y en Nochebuena Mary dio a luz un niño deforme que vivió lo suficiente para que ella viese lo que el Horror Esencial puede hacer cuando trabaja en serio. Sólo Dios puede hacer un idiota microcéfalo. Tres meses más tarde, ni hace falta decirlo, Frank fue herido por una esquirla de granada y murió a su debido tiempo de gangrena. Todo eso —continuó luego de un breve silencio— fue antes de que yo naciera. Cuando la conocí, en la década del veinte, la tía Mary se dedicaba a los ancianos. A los viejos de las instituciones de caridad, a los ancianos encerrados en sus propios hogares, a los que siguen viviendo como una carga para sus hijos y nietos. Y cuanto más desesperada la decrepitud, cuanto más quisquilloso e inaguantable el carácter, tanto mejor. De niña, ¡.cómo odiaba la tía Mary a los viejos! Tenían mal olor, eran aterradoramente feos, siempre aburridos y en general malhumorados. Pero la tía Mary en realidad los quería… los quería en las buenas y en las malas, a pesar de todo. Mi madre solía hablar mucho de la caridad cristiana, pero uno nunca creía en lo que decía, del mismo modo que no se sentía amor alguno en todas las cosas de abnegación que siempre estaba obligándose a hacer… Nada de amor, sólo deber. En tanto que con la tía Mary no cabía la menor duda. Su amor era como una especie de irradiación física, algo que casi se podía sentir, como el calor o la luz. Cuando me llevó a vivir con ella en el campo, y más tarde, cuando fue a la ciudad y yo solía ir a verla casi todos los días, era como escapar de una refrigeradora al sol. Sentía que revivía con la luz de ella, con ese calor irradiado. Luego el Horror Esencial volvió a poner manos a la obra. Al principio mi tía lo convirtió en una broma. «Ahora soy una amazona», dijo después de la primera operación.

—¿Por qué una amazona? —preguntó Susila.

—Las amazonas se amputaban el pecho derecho. Eran guerreras y el pecho les molestaba cuando usaban el arco. «Ahora soy una amazona» —repitió, y con los ojos de la mente pudo ver la sonrisa en el enérgico rostro aguileño, el tono de diversión en la clara voz resonante—. Pero unos meses después hubo que amputar el otro pecho. Luego hubo rayos X, la enfermedad de la radiación y luego, poco a poco, la degradación. —El rostro de Will adquirió su expresión de ferocidad castigada—. Si no fuese tan indeciblemente repugnante, sería gracioso. ¡Qué obra maestra de ironía! He ahí un alma que irradiaba bondad y amor y heroica caridad. Y de pronto, sin un motivo conocido, algo se descompuso. En lugar de desafiarla, un pedacito de su cuerpo empezó a obedecer a la segunda ley de la termodinámica. Y a medida que el cuerpo se derrumbaba, el alma empezaba a perder su virtud, su identidad misma. El heroísmo desapareció de ella, se evaporaron el amor y la bondad. Durante los últimos meses de su vida no fue ya la tía Mary a quien había amado y admirado; fue otra persona, alguien (y este fue el toque final y más exquisito del ironista) casi indistinguible del peor y más débil de los ancianos a los que otrora había concedido su amistad y para los cuales fue un pilar de fuerza. Tenía que ser humillada y degradada; y cuando la degradación fue total, se la fue matando lentamente, con enormes sufrimientos y en soledad. En soledad —insistió—. Porque, por supuesto, nadie puede ayudar, nadie puede estar presente. La gente puede estar un rato al lado de su sufrimiento y agonía; pero al mismo tiempo está en otro mundo. En su mundo, uno está absolutamente solo, solo aun en el placer compartido en forma más total.

Las esencias de Babs y de Tigre, y cuando el cáncer cavó un hoyo en el hígado y su cuerpo extenuado quedó impregnado de ese extraño olor aromático de sangre contaminada, la esencia de la tía Mary moribunda. Y en el medio de esas esencias, enfermiza o embriagada percibidora de ella, estaba una conciencia aislada, la de un niño, la de un hombre, aislada para siempre, irremediablemente sola.

—Y por sobre todo —continuó—, esa mujer sólo tenía cuarenta y dos años. No quería morir. Se negaba a aceptar lo que se le hacía. El Horror Esencial tuvo que arrastrarla de viva fuerza. Yo estaba presente; lo vi.

—¿Y por eso es el único hombre que no quiere aceptar un sí por respuesta?

—¿Cómo es posible tomar el sí por respuesta? —preguntó él a su vez—. El sí es no más que una ficción, un pensamiento positivo. Los hechos, los hechos fundamentales y definitivos, son siempre no. ¿El espíritu? ¡No! ¿El amor? ¡No! ¿La sensatez, la significación, el logro? ¡No! Tigre, exuberantemente vivo y gozoso y henchido de Dios. Y luego Tigre trasformado por el Horror Esencial en un paquete de basura, y hubo que pagar al veterinario para que se lo llevase. Y después de Tigre, la tía Mary. Mutilada y torturada, arrastrada por el fango, degradada y, por último, como Tigre, trasformada en un paquete de basura… sólo que esta vez se lo llevó el hombre de la funeraria, y se contrató a un sacerdote para que fingiese que todo aquello estaba perfectamente bien, en algún sentido sublime y pickwickiano. Veinte años más tarde se pagó a otro sacerdote para repetir el mismo extraño galimatías sobre el ataúd de Molly. «Si como los hombres he luchado contra los animales en Éfeso, ¿en qué me beneficia que los muertos no se levanten de sus tumbas? Comamos y bebamos, pues mañana estaremos muertos».

Will lanzó otra de sus carcajadas de hiena.

—¡Qué impecable lógica, qué sensibilidad, qué refinamiento ético!

—Pero usted, el hombre que no acepta un sí como respuesta. ¿Por qué, entonces, habría de presentar objeciones?

—No debería hacerlo —convino él—. Pero uno sigues siendo un esteta, le gusta que le digan no con buen estilo. «Comamos y bebamos, pues mañana estaremos muertos».

—Y Will frunció el rostro en una expresión de disgusto.

—Y sin embargo —dijo Susila—, en cierto sentido el consejo es excelente. Comer, beber, morir: tres manifestaciones primarias de la vida universal e impersonal. Los animales viven esa vida impersonal y universal sin conocer su naturaleza. La gente común conoce su naturaleza pero no la vive, y si alguna vez piensa con seriedad en ella, se niega a aceptarla. Una persona esclarecida la conoce, la vive y la acepta por completo. Come, bebe y a su debido tiempo muere… pero come con una diferencia, bebe con una diferencia, muere con una diferencia.

—¿Y se levanta de entre los muertos? —interrogó él, sarcástico.

—Ese es uno de los problemas que el Buda siempre se negó a analizar. La creencia en la vida eterna jamás ayudó a nadie a vivir en la eternidad. Por supuesto, tampoco lo ayudó la incredulidad. De modo que termine con todos sus pro y contras (ese es el consejo del Buda), y siga con su tarea.

—¿Qué tarea?

—La de todos: la del esclarecimiento. Lo que significa, aquí y ahora, la labor preliminar de practicar todos los yogas de creciente conciencia.

—Pero yo no quiero tener más conciencia —replicó Will—. Quiero tener menos conciencia. Menos conciencia de horrores como la muerte de la tía Mary y de los barrios bajos de Rendang-Lobo. Menos conciencia de visiones asquerosas y olores repugnantes… incluso de aromas deliciosos —agregó cuando percibió, a través de las esencias recordadas del perro y del cáncer de hígado, una bocanada de la alcoba rosada, una fragancia como de algalia—. Menos conciencia de mis suculentos ingresos y de la pobreza subhumana de otras personas. Menos conciencia de mi excelente salud en un océano de malaria y anquilostomiasis, de mi diversión sexual esterilizada y segura en un océano de niños que mueren de hambre. Perdónalos, porque no saben lo que hacen. ¡Qué saludable estado de cosas! Pero por desgracia yo sé lo que estoy haciendo. Demasiado bien. Y usted me pide que tenga más conciencia de la que ya tengo.

—No le pido nada —respondió ella—. No hago más que trasmitirle el consejo de una sucesión de personas muy sabias, empezando por Gautama y terminando con el Viejo Raja. Comience por tener plena conciencia de lo que cree ser. Lo ayudará a tener conciencia de lo que es en realidad.

Will se encogió de hombros.

—Uno piensa que es algo único y maravilloso ubicado en el centro del universo. Pero en realidad no es más que un breve retraso en la marcha hacia adelante de la entropía.

—Y esa, precisamente, es la primera mitad del mensaje del Buda. Transitoriedad, ningún alma permanente, pena inevitable. Pero no se detuvo ahí, el mensaje tenía una segunda mitad. Esa reducción temporaria del avance de la entropía es también Talidad pura y sin máculas. Esa ausencia de alma permanente es también la naturaleza de Buda.

—Ausencia de alma: eso es fácil de encarar. ¿Pero qué me dice de la presencia del cáncer, de la presencia de la lenta degradación? ¿Y qué puede decirme del hambre, de la excesiva procreación y del coronel Dipa? ¿También ellas son Talidad pura?

—Es claro. Pero ni necesito decir que a las personas que están muy hundidas en cualquiera de esos males les resulta desesperadamente difícil descubrir su naturaleza de Buda. La salud pública y las reformas sociales son las precondiciones indispensables para cualquier tipo de esclarecimiento general.

—Pero a pesar de la salubridad pública y de las reformas sociales, las personas siguen muriendo. Aun en Pala —agregó, irónico.

—Por todo lo cual el corolario de la salubridad tiene que ser el dhyana: todos los yoga de la vida y la muerte, para que uno pueda tener conciencia, incluso en la agonía final, de quién es uno en realidad, en la práctica y a pesar de todo.

En la galería hubo un ruido de pasos y una voz infantil llamó:

—¡Mamá!

—Aquí estoy, querida —respondió Susila.

La puerta delantera fue abierta de par en par y Mary Sarojini entró precipitadamente en la habitación.

—Mamá —dijo sin aliento—, quieren que vayas en seguida. Es la abuela Lakshmi. Está… —Al ver por primera vez al hombre tendido en la hamaca, se sobresaltó y se interrumpió—. ¡Oh, no sabía que usted estaba aquí!

Will la saludó agitando la mano sin hablar. Ella le lanzó una sonrisa superficial, y luego se volvió a su madre.

—La abuela Lakshmi empeoró de pronto —dijo—, y el abuelo Robert está todavía en la Estación de Altura, y no pueden comunicarse con él por teléfono.

—¿Viniste corriendo?

—Sí, salvo en los tramos demasiado empinados.

Susila abrazó a la niña y la besó. Luego, vivaz y práctica, se puso de pie.

—Es la madre de Dugald —dijo.

—¿Está…? —Will miró a Mary Sarojini, y luego a Susila. ¿Era un tabú la muerte? ¿Se la podía mencionar delante de los niños?

—¿Si está muriéndose?

Él asintió.

—Lo esperábamos, por supuesto —prosiguió Susila—. Pero no hoy. Hoy parecía estar un poco mejor. —Sacudió la cabeza—. Bien, tendré que ir a su lado… aunque sea en otro mundo. Y en realidad —agregó— no es tan otro como usted cree. Lamento que tengamos que dejar inconcluso nuestro asunto; pero habrá otras oportunidades. Entretanto, ¿qué quiere hacer? Puede quedarse aquí. O puedo dejarlo en lo del doctor Robert. O puede venir conmigo y Mary Sarojini.

—¿Cómo testigo profesional de ejecuciones?

—No como testigo profesional de ejecuciones —respondió ella con énfasis—. Como un ser humano, como alguien que necesita saber cómo vivimos y luego cómo morimos. Que lo necesita con tanta urgencia como todos nosotros.

—Que lo necesita —corrigió él— con más urgencia que los demás. ¿Pero no molestaré?

—Si no se molesta a sí mismo, no molestará a nadie.

Lo tomó de la mano y lo ayudó a descender de la hamaca. Dos minutos más tarde pasaban ante el estanque de los lotos y ante el gigantesco Buda que meditaba bajo la capucha de la cobra, ante el toro blanco, y salían por el portón principal. La lluvia había terminado, y en un cielo verde enormes nubes brillaban como arcángeles. Bajo, en el oeste, el sol fulgía con una luminosidad que casi parecía sobrenatural.

Soles occidere et rediré possunt;

nobis cum semel occidit brevis lux,

nox estperpetua una dormienda.

Da mi basia mille.

Ocasos y muerte; muerte y por lo tanto besos; besos y por consiguiente nacimientos, y luego muerte durante otra generación de contempladores del sol.

—¿Qué le dicen a la gente que está muriéndose? —preguntó—. ¿Les dicen a ellos que no se preocupen por la inmortalidad y que sigan con la tarea?

—Si quiere formularlo de esa manera… Sí, eso es precisamente lo que hacemos. Continuamos teniendo conciencia: ese es todo el arte de morir.

—¿Y ustedes enseñan el arte?

—Yo lo diría de otro modo. Los ayudamos a continuar practicando el arte de vivir, incluso cuando están agonizando. Saber quién es uno en realidad, tener conciencia de la vida universal e impersonal que vive por intermedio de cada uno de nosotros: ese es el arte de la vida, y eso es lo que uno puede ayudar a los moribundos a continuar practicando. Hasta el final. Quizá más allá del final.

—¿Más allá? —interrogó él—. Pero usted dijo que eso era algo en lo cual los agonizantes no debían pensar.

—No se les pide que piensen en ello. Se los ayuda, si existe tal cosa, a experimentarla. Si existe tal cosa —repitió—, si la vida universal continúa cuando mi vida aislada ha terminado.

—¿Usted cree que continúa?

Susila sonrió.

—Lo que yo piense no viene al caso. Lo que importa es lo que pueda experimentar impersonalmente… mientras vivo, cuando muero y quizá cuando ya he muerto.

Llevó el coche al lugar de estacionamiento y apagó el motor. Entraron en la aldea a pie. Había terminado el trabajo del día y la calle principal se encontraba tan densamente atestada, que les resultó difícil pasar.

—Yo me adelantaré sola —anunció Susila. Luego, a Mary Sarojini le dijo—: Vé al hospital dentro de una hora. No antes. —Se volvió y, abriéndose paso por entre los grupos que se paseaban lentamente, se perdió muy pronto de vista.

—Tú diriges ahora —dijo Will sonriendo a la chiquilla que tenía a su lado.

Mary Sarojini asintió con gravedad y lo tomó de la mano.

—Vamos a ver qué sucede en la plaza —dijo.

—¿Qué edad tiene tu abuela Lakshmi? —preguntó Will mientras se abrían paso por la atestada calle.

—No lo sé —repuso Mary Sarojini—. Parece terriblemente vieja. Pero es posible que sea porque tiene cáncer.

—¿Sabes qué es el cáncer? —averiguó él.

Mary Sarojini lo sabía muy bien.

—Es lo que ocurre cuando una parte de uno se olvida del resto del cuerpo y se comporta como la gente cuando enloquece; se hincha e hincha como si no hubiese más en todo el mundo. A veces eso se puede remediar. Pero en general sigue hinchándose hasta que la persona muere.

—Y eso es lo que ha sucedido, entiendo, con tu abuela Lakshmi.

—Y ahora ella necesita alguien que la ayude a morir.

—¿Tu madre ayuda muy a menudo a la gente a morir?

La niña asintió.

—Es muy competente para eso.

—¿Tú viste morir a alguien?

—Es claro —respondió Mary Sarojini, evidentemente sorprendida de que se le hiciera semejante pregunta—. Déjeme ver. —Hizo un cálculo mental—. He visto morir a cinco personas. Seis, si se puede contar a los niños.

—Cuando yo tenía tu edad no había visto morir a nadie.

—¿No?

—Sólo a un perro.

—Los perros mueren con más facilidad que la gente. No hablan de ello previamente.

—¿Qué sientes sobre… la muerte de la gente?

—Bueno, no es tan tremendo como tener hijos. Eso es espantoso. O por lo menos parece espantoso. Pero entonces uno tiene que acordarse que no duele. Han eliminado el dolor.

—Créase o no —dijo Will—, yo nunca vi el nacimiento de un chico.

—¿Nunca? —Mary Sarojini se mostró asombrada—. ¿Ni siquiera cuando estaba en la escuela?

Will tuvo una visión de su director, con vestimenta canónica completa, dirigiendo a trescientos chicos de chaqueta negra en una gira por el hospital de Partos.

—Ni en la escuela —dijo en voz alta.

—Nunca vio a nadie morir y nunca vio a nadie que estuviese dando a luz. ¿Y cómo llegó a conocer esas cosas?

—En la escuela a que yo concurría —respondió—, jamás conocíamos cosa alguna; sólo conocíamos palabras.

La niña lo miró, meneó la cabeza y, levantando una manita morena, se golpeó significativamente la frente y dijo:

—Locos. ¿O es que sus maestros eran estúpidos?

Will rió.

—Eran educadores de elevado espíritu, dedicados al mens sana in corpore sano y al mantenimiento de nuestra sublime Tradición Occidental. Pero entretanto díme una cosa. ¿No tuviste miedo nunca?

—¿De la gente que tenía hijos?

—No, de los que se morían. ¿Eso no te asustó nunca?

—Bien, sí —respondió luego de un momento de silencio.

—¿Y qué hiciste entonces?

—Lo que nos enseñan a hacer: traté de descubrir cuál de mis yo estaba asustado y por qué.

—¿Y cuál de tus yo era?

—Este. —Mary Sarojini se indicó la boca abierta con un dedo—. El que habla. La Pequeña Parlanchína… así la llama Vijaya. Siempre habla sobre todas las cosas feas que recuerdo, sobre todas las cosas gigantescas, maravillosas e imposibles que imagino poder hacer. Esa es la que se asusta.

—¿Por qué se asusta tanto?

—Supongo que será porque se pone a hablar de todas las cosas espantosas que podrían sucederle. En voz alta o para sí. Pero hay otra que no se asusta.

—¿Cuál?

—La que no habla… No hace más que escuchar y siente lo que sucede dentro de ella. Y a veces —agregó Mary Sarojini—, a veces ve de pronto cuan hermoso es todo. No, no es cierto. Esa lo ve siempre, pero yo no… a menos de que ella me lo haga ver. Por eso sucede de repente. ¡Hermoso, hermoso, hermoso! Hasta los excrementos de los perros. —Señaló una formidable muestra de eso, casi a sus pies.

De la estrecha calleja habían salido a la plaza del mercado. Los últimos rayos del sol rozaban aún la aguja del templo, los pequeños miradores rosados del techo del edificio municipal; pero allí, en la plaza, había una premonición de ocaso, y bajo el gran baniano ya casi era de noche.

En los puestos levantados entre sus columnas y cuerdas colgantes las mujeres ya habían encendido las luces. En la obscuridad de las hojas había islas de forma y color, y de la inexistencia apenas visible cuerpos morenos surgían por un momento a una brillante existencia para volver a hundirse en seguida en la nada. Los espacios entre los altos edificios resonaban con una confusión de inglés y palanés, de risas y conversaciones, de gritos callejeros y melodías silbadas, de ladridos de perros y chillidos de loros. Encaramados en uno de los miradores rosados, un par de mynah exigían infatigablemente atención y compasión. De una cocina al aire libre, situada en el centro de la plaza, se elevaba el apetitoso aroma de comida al fuego. Cebollas, pimientos, cúrcuma, pescado frito, tortas horneadas, arroz hirviendo, y a través de esas buenas y toscas fragancias, como un recordatorio de la Otra Orilla, flotaba el perfume, tenue y dulce y etéreamente puro, de las multicolores guirnaldas en venta al lado de la fuente.

El ocaso se ahondó y de repente, muy arriba, se encendieron las lámparas de arco. Brillantes y bruñidos sobre el cobre rosado de la piel aceitada, los collares y anillos y brazaletes femeninos cobraron vida con chispeantes reflejos. Vistos bajo la luz descendente, todos los contornos se hacían más dramáticos, todas las formas parecían más sustanciales, más sólidas. En las órbitas de los ojos, bajo la nariz y la barbilla, las sombras se hacían más profundas. Modelados por la luz y la obscuridad, los jóvenes pechos se tornaban más rotundos y los rostros de los viejos se volvían más enfáticamente arrugados y ahuecados.

Tomados de la mano, se abrieron paso entre la muchedumbre. Una mujer de edad mediana saludó a Mary Sarojini, y luego se volvió a Will.

—¿Es usted el hombre de Afuera? —preguntó.

—Casi infinitamente de afuera —le aseguró él.

La mujer lo miró un instante en silencio, luego le lanzó una sonrisa alentadora y le palmeó la mejilla.

—Todos le tenemos mucha lástima —dijo.

Siguieron avanzando, y se encontraron en los bordes a un grupo reunido al pie de los escalones del templo, para escuchar a un joven que tocaba un instrumento de largo cuello, parecido a un laúd, y cantaba en palanés. La rápida declamación alternaba con prolongados melismas, casi semejantes al canto de un pájaro, basados en un solo sonido vocálico y luego en una melodía alegre y enérgicamente acentuada, que terminaba en un grito. La muchedumbre lanzó una estrepitosa carcajada. Unos cuantos compases más, una o dos líneas más de recitado, y el cantor emitió su acorde final. Hubo más aplausos y risas, y un coro de comentarios incomprensibles.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Will.

—Es sobre las muchachas y los jóvenes que duermen juntos —respondió Mary Sarojini.

—Ah… ya entiendo. —Sintió un golpe de turbación culpable, pero al contemplar el rostro sereno de la niña vio que su preocupación era injustificada. Resultaba evidente que el hecho de que los jóvenes y las muchachas se acostaran juntos debía ser dado tan por sentado como ir a la escuela o comer tres comidas diarias… o morir.

—Y la parte que los hizo reír —continuó Mary Sarojini— fue cuando dijo que el Futuro Buda no tendrá que abandonar su hogar y sentarse bajo el Árbol Bodhi. Recibirá su Esclarecimiento mientras esté en la cama con la princesa.

—¿Te parece una buena idea? —inquirió Will.

La niña asintió con énfasis.

—Así también la princesa resultará esclarecida.

—Tienes mucha razón —dijo Will—. Como soy hombre, no había pensado en la princesa.

El tañedor de laúd tocó una extraña y poco familiar progresión de acordes, los siguió con una ondulación de arpegios y comenzó a cantar, esta vez en inglés.

Todos hablan del sexo; no tomes a ninguno de ellos en serio…

ni a la prostituta ni al ermitaño, ni a San Pablo ni a Freud.

Ama… y tus labios y los pechos de ella se convertirán misteriosamente

en Sí Mismos, en la Talidad y el Vacío.

La puerta del templo se abrió. Un aroma de incienso se mezcló a las cebollas y el pescado frito del ambiente. Salió una anciana e hizo descender con cautela su inseguro peso de, escalón en escalón.

—¿Quiénes fueron San Pablo y Freud? —preguntó Mary Sarojini cuando se alejaron.

Will comenzó un breve relato del Pecado Original y de la Redención. La niña lo escuchaba con concentrada atención.

—No es extraño que la canción diga «No los tomes en serio» —comentó.

—Después de lo cual llegamos al doctor Freud y el complejo de Edipo —prosiguió Will.

—¿Edipo? —repitió Mary Sarojini—. Pero ese es el nombre de un espectáculo de marionetas. Lo vi la semana pasada, y esta noche vuelven a darlo. ¿Le gustaría verlo? Es bonito.

—¿Bonito? —repitió él—. ¿Bonito? ¿Incluso cuando la vieja dama resulta ser la madre de él y se ahorca? ¿Incluso cuando Edipo se arranca los ojos?

—Pero no sé arranca los ojos —replicó Mary Sarojini.

—En el lugar de donde yo vengo, sí.

—Aquí no. Sólo dice que se los arrancará, y ella sólo trata de ahorcarse. Pero se los convence de que no lo hagan.

—¿Quién los convence?

—El joven y la muchacha de Pala.

—¿Cómo aparecen ellos en la obra? —preguntó Will.

—No sé. Están. Edipo en Pala, así se llama la obra. ¿Por qué no habrían de estar en ella?

—¿Y dices que convencen a Yocasta de que no se suicide y a Edipo de que no se ciegue?

—En el momento oportuno. Ella ya se ha puesto la soga al cuello y él ha conseguido dos enormes agujas. Pero el joven y la muchacha de Pala les dicen que no sean tontos. En fin de cuentas fue un accidente. Él no sabía que el viejo era su padre. Y de todos modos el viejo fue quien empezó todo, lo golpeó en la cabeza e hizo que Edipo perdiera los estribos… y nadie le había enseñado a bailar la Danza de Rakshasi. Y cuando lo convierten en rey tiene que casarse con la vieja reina. Ella era en realidad su madre, pero ninguno de los dos lo sabía. Y es claro que lo único que tenían que hacer cuando lo descubrieron era dejar de estar casados. Ese asunto de que el casarse con la madre de uno era el motivo de que todos tuviesen que morir de un virus… Pura tontería, inventada por una cantidad de pobre gente estúpida que no tenía un poco de sensatez.

—El doctor Freud pensaba que todos los niños quieren de veras casarse con su madre y matar a su padre. Y a la inversa en lo referente a las niñas: ellas quieren casarse con su padre.

—¿Qué padres y madres? Tenemos tantos…

—¿Quieres decir, en el Club de Adopción Mutua?

—En nuestro CAM hay veintidós.

—¡La seguridad reside en el número!

—Pero es claro que el pobre y viejo Edipo nunca tuvo un CAM. Y además le enseñaron todas esas cosas espantosas sobre que Dios se enfurece con la gente cada vez que ésta comete un error.

Habían salido de entre el gentío, y ahora se encontraban en la entrada de un pequeño cercado rodeado de cuerdas en el cual cien o más espectadores habían ocupado ya sus asientos. En el extremo más lejano del cercado el proscenio alegremente pintado de un teatro de títeres brillaba, rojo y dorado, a la luz de poderosos focos. Sacando un puñado de monedas que le había proporcionado el doctor Robert, Will pagó dos billetes de entrada. Entraron y se sentaron en un banco.

Sonó un gongo, se levantó, silencioso, el telón del pequeño proscenio y se vio, columnas blancas contra un fondo verde claro, la fachada del palacio real de Tebas, con una barbuda divinidad sentada en una nube, sobre el frontón. Un sacerdote exactamente igual al dios, sólo que más pequeño y menos exuberantemente ataviado, entró por la derecha, hizo una reverencia al público y se volvió hacia el palacio; gritó «Edipo» en tono chillón, que pareció cómicamente incongruente con su profética barba. A un toque de trompetas se abrió la puerta y coronado y heroicamente calzado con coturnos, apareció el rey. El sacerdote le dedicó una reverencia, el muñeco real le dio licencia para hablar.

—Escucha nuestras aflicciones —chilló el anciano.

El rey inclinó la cabeza y escuchó.

—Oigo los gemidos de los moribundos —dijo aquél—. Escucho los lamentos de las viudas, los sollozos de los huérfanos, los susurros de oración y de súplica.

—¡Súplica! —dijo la deidad sentada en la nube—. Eso está bien. —Se palmeó el pecho.

—Han enfermado de algún virus —explicó Mary Sarojini en un murmullo—. Como la gripe asiática, sólo que peor.

—Repetimos las letanías adecuadas —chilló el anciano sacerdote, quejumbroso—, ofrecemos los más costosos sacrificios, hacemos que toda la población viva en castidad y flagelándose todos los lunes, miércoles y viernes. Pero el torrente de muertes se hace cada vez mayor, más alto. Ayúdanos, pues, rey Edipo, ayúdanos.

—Sólo un dios puede ayudar.

—¡Muy bien, muy bien! —gritó la deidad.

—¿Pero por qué medios?

—Sólo un dios puede decirlo.

—Correcto —dijo el dios en su basso profondo—, absolutamente correcto.

—Creón, el hermano de mi esposa, ha ido a consultar al oráculo. Cuando regrese —que regresará pronto— sabremos qué aconseja el cielo.

—¡Lo que el cielo ordena! —corrigió el basso profondo.

—¿La gente era realmente tan tonta? —preguntó Mary Sarojini, mientras el público reía.

—Real y verdaderamente —le aseguró Will.

Un fonógrafo comenzó a tocar la Marcha de los Muertos de Saúl. De izquierda a derecha una procesión de dolientes de negras vestimentas, trasportando ataúdes cubiertos de telas, pasó con lentitud por la parte delantera del escenario. Muñeco tras muñeco… y en cuanto el grupo desaparecía por la derecha volvía a entrar por la izquierda. La procesión parece interminable, los cadáveres innumerables.

—Un muerto —dijo Edipo mientras los miraba pasar—. Y otro muerto. Y otro, y otro más.

—¡Así aprenderán! —interrumpió el basso profondo—. ¡Ya les enseñaré a ser perversos!

Edipo continuó:

El ataúd del soldado, el de la prostituta; el niño, frío,

apretado contra el dolor de pechos no succionados; el joven,

horrorizado, se aparta del negro rostro hinchado

que otrora desde la almohada bañada en luz de luna lo miró,

ansioso de besos. Muertos, todos muertos,

llorados por los que pronto morirán,

y por los condenados, llevados con lentos pasos

hacia el aborrecido jardín de cipreses donde

un enorme hoyo se abre para recibirlos, hediendo bajo la luna.

Mientras hablaba, otros dos títeres, un joven y una muchacha ataviados con las mejores vestimentas palanesas, entraron desde la derecha y, avanzando en dirección opuesta a la de los enlutados dolientes, se detuvieron, tomados del brazo, en primer plano y un poco a la izquierda del centro.

—Pero nosotros, entretanto —dijo el joven cuando Edipo terminó de hablar.

Nos dirigimos hacia jardines más rosados y hacia el absurdo

rito apocalíptico que en la mente hace surgir

de la piel tocada y la carne que se funde, el Infinito inmanente.

—¿Y Yo? —rugió el basso profondo desde el cielo—. Parecen olvidar que yo soy el Otro Total.

Interminable, la negra procesión continuaba arrastrándose hacia el cementerio. Pero entonces la Marcha de los Muertos se interrumpió en mitad de una frase musical. La música cedió su lugar a una sola nota profunda, tuba y contrabajo, interminablemente prolongada. El joven que se encontraba en primer plano levantó la mano.

—¡Escuchen! El zumbido, la eterna carga.

Al unísono con los invisibles instrumentos, los dolientes comenzaron a cantar:

—Muerte, muerte, muerte, muerte…

—Pero la vida conoce más de una nota —dijo el joven.

—La vida —intervino la muchacha— puede cantar en tono bajo y en tono alto.

—Y el incesante zumbido de la muerte sólo sirve para componer una música más rica.

—Una música más rica —repitió la muchacha.

Y a continuación, en tenor y tiple, iniciaron la vocalización de un ondulante arabesco de sonido, envuelto, por así decirlo, en la larga vara rígida del bajo de fondo.

El zumbido y los cánticos disminuyeron gradualmente, hasta acallarse; el último de los dolientes desapareció, y el joven y la muchacha se retiraron a un rincón, en el cual podían seguir besándose sin que los molestaran.

Hubo otro toque de trompetas y, obeso, envuelto en una túnica púrpura, entró Creonte, recién llegado de Delfos y repleto de oráculos. Durante los minutos que siguieron el diálogo fue en palanés, y Mary Sarojini tuvo que actuar como intérprete.

—Edipo le pregunta qué dijo Dios; y el otro dice que Dios dijo que todo se debe a que un hombre mató al viejo rey, al que precedió a Edipo. Nadie lo pescó nunca, y el hombre sigue viviendo en Tebas, y ese virus que mata a todos ha sido enviado por Dios, así dice Creonte que le dijeron, como castigo. No sé por qué tiene que ser castigada toda esa gente que no ha hecho nada a nadie, pero así afirma él que dijo Dios. Y el virus no desaparecerá hasta que atrapen al hombre que mató al viejo rey y lo expulsen de Tebas. Y es claro que Edipo dice que hará todo lo posible para encontrar al hombre y expulsarlo.

Desde su rincón del escenario el joven comenzó a declamar, esta vez en inglés:

Dios, que es más Él cuando es más sublimemente vago.

habla, cuando Su voz es comprensible, y dice las tonterías menos divinas.

Arrepentios, ruge, porque el pecado ha causado la plaga.

Pero nosotros decimos: Es suciedad; pues lavaos.

Mientras el público continuaba riendo, otro grupo de dolientes surgió del costado y cruzó el escenario con lentitud.

Karuna —dijo la joven—, compasión. El sufrimiento de los estúpidos es tan real como cualquier otro sufrimiento.

Sintiendo un roce en su brazo, Will se volvió y se encontró contemplando el hermoso rostro enfurruñado del joven Murugan.

—He estado buscándolo por todas partes —dijo, colérico, como si Will se hubiese ocultado adrede, nada más que para molestarlo. Habló en voz tan alta, que muchas cabezas se volvieron y hubo varios pedidos de silencio.

—No estaba en lo del doctor Robert, no estaba en lo de Susila —siguió regañando el joven, sin hacer caso de las protestas.

—Silencio, silencio…

—¡Silencio! —dijo el tremendo rugido de basso profondo, entre las nubes—. Linda situación —agregó la voz, gruñona—, cuando Dios ni siquiera puede oírse hablar.

—Muy bien, muy bien —dijo Will, uniéndose a la carcajada general. Se puso de pie y, seguido por Murugan y Mary Sarojini, cojeó hacia la salida.

—¿No quería ver el final? —preguntó Mary Sarojini, y volviéndose hacia Murugan dijo, con tono de reproche—: Habría podido esperar un poco.

—¡Métete en tus cosas! —bufó Murugan.

Will posó una mano en el hombro de la niña.

—Por suerte —dijo—, tu relato del final fue tan vivido, que no necesito verlo con mis propios ojos.

Y por supuesto —agregó con ironía—, Su Alteza está primero.

Murugan sacó un sobre del bolsillo del blanco pijama de seda que tanto había deslumbrado a la pequeña enfermera y se lo entregó a Will.

—De mi madre. —Y agregó—: Es urgente.

—¡Qué bien huele! —comentó Mary Sarojini, husmeando la rica aureola de sándalo que rodeaba la misiva de la rani.

Will desplegó las tres hojas de papel de carta color azul cielo, con los cinco lotos dorados grabados bajo una corona principesca. ¡Cuántos subrayados, qué profusión de mayúsculas! Empezó a leer.

Ma Petite Voix, cher Farnaby, avait raison. ¡COMO DE COSTUMBRE! Se me DIJO una y otra vez lo que Nuestro Mutuo Amigo estaba predestinado a hacer por la pobre y pequeña Pala y (mediante el apoyo financiero que Pala le permitirá entregar a la Cruzada del Espíritu) por TODO EL MUNDO. De modo que cuando leí el cable (que llegó hace unos minutos, por intermedio del fiel Bahu y de su colega diplomático en Londres), NO me resultó sorprendente enterarme de que lord A le ha concedido Plenos Poderes (y, ni hace falta decirlo, LOS MEDIOS NECESARIOS) para negociar con su nombre… en nuestro nombre; ¡porque la conveniencia de él es también la de usted, la mía y (tomo a nuestra diferente manera somos todos Cruzados) la del ESPÍRITU!

Pero la llegada del cable de lord A no es la única noticia que tengo que trasmitirle. Los acontecimientos (como me enteré esta tarde por Bahu) se precipitan hacia el Gran Punto de Viraje de la Historia Palanesa… y se precipitan con más velocidad de lo que antes había considerado posible. Por motivos que en parte son políticos (la necesidad de compensar una reciente declinación en la popularidad del coronel D), en parte Económicos (las cargas de la Defensa son demasiado onerosas para ser soportadas por Rendang solo) y en parte Astrológicos (estos días, dicen los Expertos, son singularmente favorables para una empresa conjunta por los de Aries —yo y Murugan y ese típico Scorpio, el coronel D), se ha decidido precipitar una Acción primitivamente planeada para la noche del eclipse lunar del próximo mes de noviembre. Siendo así, es esencial que los tres nos reunamos sin demora para decidir qué debe Hacerse, en estas Circunstancias nuevas y rápidamente cambiantes, para promover nuestros intereses especiales, materiales y Espirituales. El presunto «Accidente» que lo trajo a nuestras playas en este Momento Crítico fue como lo reconocerá usted, Manifiestamente Providencial. Debemos, pues, colaborar, como abnegados Cruzados, con el divino PODER que en forma tan inequívoca ha abrazado nuestra Causa. ¡DE MODO QUE VENGA EN EL ACTO! Murugan tiene el auto y lo traerá a nuestra modesta choza, donde, se lo aseguro, mi querido Farnaby, recibirá una muy cálida acogida de la bien sincerement vótre.

Fátima R.

Will plegó las tres aromadas hojas de garabateado papel azul y las volvió a introducir en el sobre. Tenía el rostro inexpresivo, pero detrás de su máscara de indiferencia se sentía violentamente furioso. Furioso con ese insolente jovencito que tenía ante sí, tan encantador con su pijama de seda blanca, tan odioso en su estupidez de hijo mimado. Furioso, cuando percibió otra bocanada de la fragancia de la carta, con ese grotesco monstruo femenino que había comenzado por arruinar a su hijo en nombre del amor materno y la castidad, y que ahora lo impulsaba, en nombre de Dios y de una cantidad de Maestros Elevados, a convertirse en un cruzado espiritual tirador de bombas, bajo la petrolífera bandera de Joe Aldehyde. Furioso, por sobre todo, consigo mismo por haberse enredado tan desenfrenadamente, con esa ridícula y siniestra pareja, en sólo el cielo sabía qué tipo de vil conspiración contra todas las decencias humanas en que su negativa a tomar un sí por respuesta jamás le había impedido creer en secreto y ansiar (¡ah, cuan apasionadamente!).

—Bueno, ¿vamos? —preguntó Murugan con tono de ligera confianza. Era evidente que daba por supuesto que, cuando Fátima R. emitía una orden, la obediencia tenía que ser necesariamente completa y sin vacilaciones.

Como sentía la necesidad de concederse un poco de tiempo para calmarse, Will no contestó en seguida. Por el contrario, se apartó para contemplar los títeres ahora distantes. Yocasta, Edipo y Creonte se encontraban sentados en los escalones del palacio, presumiblemente aguardando la llegada de Tiresias. Arriba, basso profondo dormitaba un rato. Un grupo de enlutados dolientes cruzaba la escena. Cerca de las candilejas el joven de Pala había comenzado a declamar en verso libre.

Luz y Compasión —decía.

Luz y Compasión… ¡cuán indeciblemente Sencilla nuestra Sustancia!

Pero lo Sencillo esperó, era tras era, suficientes complicaciones

para conocer su Uno en la multitud,

su Todo aquí, ahora; su Hecho en la ficción;

esperó y continúa esperando lo absurdo,

los inconmensurables entretejidos sin unión visible,

el celo con caridad, la verdad con la función renal,

la belleza con el quilo, la bilis, la esperma,

y Dios con la cena, Dios con la ausencia de cena,

o con el sonido de campanas, de repente

—una, dos, tres— en oídos insomnes.

Hubo un sonido de cuerdas pellizcadas, y luego las prolongadas notas de una flauta.

—¿Vamos? —repitió Murugan.

Pero Will levantó la mano pidiendo silencio. La muchacha se había adelantado al centro del escenario y cantaba.

El pensamiento es los tres mil millones de células del cerebro de adentro hacia afuera.

Billones de partidos de billar señaladas por la Fe y la Duda.

Mi Fe no es más que los choques de las bolas; mi lógica, sus enzimas; su rosada epinefrina, mis visiones; su epinefrina blanca, mis delitos.

Desde que sentí la disposición de diez a la novena por tres cada átomo en su alienación tiene que ser profético de mí.

Perdida la paciencia, Murugan tomó a Will del brazo y le propinó un pellizco brutal.

—¿Viene? —gritó.

Will se volvió hacia él, airado.

—¿Qué diablos piensas que estás haciendo, pedazo de tonto? —movió el brazo con fuerza, para librarlo de la mano del joven.

Intimidado, Murugan cambió de tono.

—Sólo quería saber si está dispuesto a ir a ver a mi madre.

—No estoy dispuesto —respondió Will—, porque no voy.

—¿No va? —exclamó Murugan en tono de incrédulo asombro—. Pero ella lo espera, ella…

—Díle a tu madre que lo siento mucho, pero que tengo un compromiso previo. Con alguien que está muriéndose —agregó Will.

—Pero esto es muy importante…

—También lo es la muerte.

Murugan bajó la voz.

—Está sucediendo algo —musitó.

—No te oigo —gritó Will por entre los confusos ruidos de la multitud.

Murugan miró en torno con aprensión y luego se arriesgó a un susurro un poco más alto.

—Está sucediendo algo, algo tremendo.

—Algo más tremendo aun está ocurriendo en el hospital.

—Acabamos de enterarnos… —comenzó a decir Murugan. Volvió a mirar en torno y meneó la cabeza—. No, no puedo decírselo… aquí. Por eso bien sincerement vótre que venir al bungalow. Ahora. No hay tiempo que perder.

Will miró su reloj.

—No hay tiempo que perder —repitió y, volviéndose hacia Mary Sarojini, dijo—: Tenemos que irnos. ¿Por dónde?

—¡Espere —imploró Murugan—, espere! —Luego, cuando Will y Mary Sarojini siguieron caminando, los siguió por entre el gentío—. ¿Qué le diré a ella? —gimió a espaldas de la pareja.

El terror del joven era cómicamente abyecto. En el espíritu de Will, la cólera cedió lugar a la diversión. Lanzó una carcajada. Luego, deteniéndose, preguntó:

—¿Qué le dirías tú, Mary Sarojini?

—Le diría exactamente lo que sucedió —respondió la niña—. Quiero decir, si fuese mi madre. Pero por otra parte —añadió, pensándolo mejor—, mi madre no es la rani. —Miró a Murugan—. ¿Pertenece usted a un CAM? —preguntó.

Por supuesto que no pertenecía. Para la rani la idea de un Club de Adopción Mutua era una blasfemia. Sólo Dios podía crear una Madre. La Cruzada Espiritual quería estar a solas con la víctima que Dios le había dado.

—No está en un CAM. —Mary Sarojini meneó la cabeza—. ¡Eso es espantoso! Habría podido ir a quedarse unos días con una de sus otras madres.

Todavía aterrorizado por la perspectiva de tener que contarle a su única madre el fracaso de su misión, Murugan comenzó a machacar, casi con histeria, en una nueva variante del viejo tema.

—No sé qué dirá —repetía—. No sé qué dirá.

—Hay una sola forma de averiguar qué dirá —le informó Will—. Vaya a su casa y escuche.

—Venga conmigo —rogó Murugan—. Por favor. —Aferró a Will del brazo.

—Le dije que no me tocara. —¡La mano fue rápidamente retirada! Will volvió a sonreír—. ¡Así está mejor! —Levantó el bastón en un ademán de despedida—. Bonne nuil, Altesse. —Y dijo a Mary Sarojini, de muy buen humor—: Abre la marcha, MacPhail.

—¿Fingió? —preguntó Mary Sarojini—. ¿O estaba enojado de veras?

—Muy de veras —le aseguró él. Luego recordó lo que había visto en el gimnasio de la escuela. Canturreó las primeras notas de Rakshasi y golpeó el pavimento con su bastón ferrado.

—¿Habría debido pisotearlo?

—Quizás hubiese sido mejor.

—¿Te parece?

—Lo odiará en cuanto haya dejado de tenerle miedo.

Will se encogió de hombros. Nada podía importarle menos. Pero a medida que se alejaba el pasado y se acercaba el futuro, a medida que abandonaban las lámparas de arco del mercado y trepaban por la empinada y obscura calleja que llevaba al hospital, su talante comenzó a cambiar. Abre la marcha, MacPhail… ¿pero hacia qué, y para alejarnos de qué? Hacia otra manifestación del Horror Esencial, y alejándonos de toda esperanza de ese bendito año de libertad que Joe Aldehyde había prometido y que sería tan fácil y (como Pala estaba de cualquier manera condenada) no tan inmoral ni traicionero ganarse. Y no sólo alejarse de la esperanza de liberación, sino también, muy posiblemente, si la rani se quejaba a Joe y si éste se sentía lo bastante indignado, de cualquier otra perspectiva de esclavitud bien pagada como testigo profesional de ejecuciones. ¿Debía retroceder, tratar de encontrar a Murugan, ofrecer disculpas, hacer lo que aquella espantosa mujer le ordenase? Cien metros más allá, camino adelante, podía ver las luces del hospital brillando entre los árboles.

—Descansemos un memento —dijo.

—¿Está cansado? —preguntó Mary Sarojini, solícita.

—Un poco.

Se volvió y, apoyándose en el bastón, miró hacia el mercado. A la luz de las lámparas de arco, el edificio del municipio refulgía, rosado, como una monumental tajada de pastel de fresa. En la aguja del templo pudo ver, friso sobre friso, el exuberante caos de la escultura india: elefantes, demonios, muchachas de sobrenaturales pechos y nalgas, brincadores Sivas, hileras de Budas futuros y pasados en sereno éxtasis. Abajo, en el espacio entre el pastel y la mitología, hormigueaba la multitud, y en algún lugar, entre esa multitud, había un rostro huraño y un pijama de seda blanca. ¿Debía volver? Sería lo sensato, lo seguro, lo prudente. Peto una voz interior —no pequeña, como la de la rani, sino estentórea— le gritaba «¡Suciedad! ¡Suciedad!». ¿La conciencia sucia? No. ¿La moral? ¡El cielo no lo permita! Sino una suciedad supererogatoria, fealdad y vulgaridad por encima de lo que exige el deber: estas eran cosas en las que, como hombre de buen gusto, uno simplemente no podía participar.

—Bueno, ¿seguimos? —dijo Mary Sarojini. Entraron en el vestíbulo del hospital. La enfermera del escritorio tenía para ellos un mensaje de Susila. Mary Sarojini debía ir directamente a la casa de Mrs. Rao, donde ella y Tom Krishna pasarían la noche. A Mr. Farnaby se le rogaba que fuese en el acto a la habitación 34.

—Por aquí —dijo la enfermera, y mantuvo abierta una puerta batiente.

Will se adelantó. El reflejo condicionado de la cortesía se puso mecánicamente en acción.

—Gracias —dijo, y sonrió. Pero cuando avanzó cojeando hacia el temible futuro lo hizo con una sorda y enfermiza sensación en la boca del estómago.

—La última puerta de la izquierda —dijo la enfermera. Pero debía volver a su escritorio del vestíbulo—. De modo que debo dejar que siga solo —agregó, mientras la puerta se cerraba tras ella.

Solo, se repitió Will, solo… y el temible futuro era idéntico al obsesivo pasado, el Horror Esencial era intemporal y ubicuo. Ese largo corredor, con sus paredes pintadas de verde, era el mismo corredor por el cual, un año antes, había caminado hasta la pequeña habitación en que Molly yacía agonizante. La pesadilla se repetía. Predestinado y consciente, avanzó hacia su horrible consumación. La muerte, otra visión de la muerte.

Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro… Golpeó y esperó, escuchando los latidos de su corazón. La puerta se abrió y se encontró cara a cara con la pequeña Radha.

—Susila lo esperaba —susurró.

Will la siguió a la habitación. Detrás de un biombo entrevió el perfil de Susila dibujado en silueta contra una lámpara, una cama alta, un rostro moreno y extenuado sobre la almohada, de brazos que ya no eran otra cosa que huesos cubiertos de pergamino, de manos como garras. Una vez más, el Horror Esencial. Con un estremecimiento, se apartó. Radha le indicó una silla cerca de la ventana abierta. Se sentó y cerró los ojos… los cerró físicamente para excluir el presente, pero con ese mismo acto los abrió interiormente, sobre el odioso pasado que el presente le había recordado. Estaba ahora en la otra habitación, con la tía Mary. O más bien con la persona que otrora fue la tía Mary pero que ahora era ese alguien apenas reconocible; alguien que jamás había siquiera oído hablar de la caridad y la valentía que eran la esencia misma del ser de la tía Mary; alguien henchido de un odio indiscriminado contra todos los que se le acercaban, que los odiaba a todos, simplemente porque no tenían cáncer, porque no sufrían, porque no habían sido sentenciados a morir antes de que les llegase el momento. Y junto con esa maligna envidia de la salud y la dicha de los demás había aparecido una llorosa lástima por sí misma, una abyecta desesperación.

—¿Por qué a mí? ¿Por qué esto tenía que sucederme a mí? Todavía podía escuchar la voz chillona, quejumbrosa, ver el rostro deformado y bañado en lágrimas. La única persona que alguna vez había amado y admirado de veras… Y sin embargo, en su degradación, se sorprendió despreciándola… despreciándola, positivamente odiándola.

Para escapar del pasado, volvió a abrir los ojos. Vio que Radha estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, erecta, en la postura de la meditación. En su silla, junto a la cama, Susila también parecía sumida en el mismo tipo de inmovilidad concentrada. Contempló el rostro que reposaba sobre la almohada. También estaba inmóvil, con una serenidad que casi habría podido ser la calma helada de la muerte. Afuera, en la obscuridad del follaje, chilló de pronto un pavo real. Profundizado por el contraste, el silencio que siguió pareció tornarse preñado de misteriosos y terribles significados.

—Lakshmi. —Susila posó una mano sobre el brazo enflaquecido de la anciana—. Lakshmi —dijo otra vez, en voz más alta. El rostro envuelto en la calma de la muerte se mantuvo impasible—. No debes dormirte.

¿No dormirse? Pero para la tía Mary el sueño —el sueño artificial que seguía a las inyecciones— había sido la única tregua de las autolaceraciones de la piedad que sentía por sí misma y de las cavilaciones del miedo.

—¡Lakshmi!

El rostro cobró vida.

—En realidad no dormía —suspiró la anciana—. Es que estoy tan débil… Parece como si me alejara flotando.

—Pero tienes que estar aquí —replicó Susila—. Tienes que saber que estás aquí. Todo el tiempo. —Deslizó otra almohada bajo los hombros de la enferma y tomó una botella de sales que se encontraba sobre la mesita de luz. Lakshmi las olió, abrió los ojos y miró a Susila—. Había olvidado cuan hermosa eres —dijo—. Pero Dugald siempre tuvo buen gusto. —La sombra de una sonrisa traviesa apareció por un instante en el rostro descarnado—. ¿Qué piensas, Susila? —agregó luego de un momento y en otro tono—. ¿Volveremos a verlo? Quiero decir, ¿allá?

En silencio, Susila acarició la mano de la anciana. Luego, de pronto, sonriente, dijo:

—¿Cómo habría formulado esa pregunta el Viejo Raja? ¿Te parece que «nosotros» (comillas, cierra) lo veremos a «él» (comillas, cierra) «allá» (comillas, cierra)? —¿Pero qué opinas tú?

—Creo que todos hemos salido de la misma luz y que todos volveremos a la misma luz.

Palabras, pensaba Will, palabras, palabras, palabras. Con un esfuerzo, Lakshmi levantó una mano y señaló acusadoramente la lámpara de la mesa de luz. —Me hace daño a los ojos— susurró. Susila se quitó el pañuelo de seda roja que tenía anudado al cuello y envolvió con él la pantalla de pergamino de la lámpara. De blanca e implacablemente reveladora que era, la luz se tornó tan suave y cálidamente rosada —se sorprendió Will pensando— como la que caía sobre la cama arrugada de Babs cuando Porter’s Gin se proclamaba en tono carmesí.

—Así está mucho mejor —dijo Lakshmi. Cerró los ojos. Luego, después de un prolongado silencio, estalló—: La luz. Está aquí otra vez. —Y en seguida, después de otra pausa, musitó—: ¡Ah, cuan maravilloso, cuan maravilloso! —De repente hizo una mueca y se mordió el labio.

Susila tomó la mano de la anciana entre las propias.

—¿Es muy intenso el dolor? —preguntó.

—Lo sería —explicó Lakshmi— si fuese en realidad mi dolor. Pero, quién sabe por qué, no es mío. El dolor existe, pero yo estoy en otra parte. Es como lo que se descubre con la medicina moksha. En realidad nada le pertenece a una. Ni siquiera su dolor.

—¿Todavía está la luz?

Lakshmi meneó la cabeza.

—Y si recuerdo, puedo decirte con exactitud cuándo se apagó. Se apagó cuando empecé a decir que el dolor no era en realidad mío.

—Y sin embargo decías que era buena.

—Lo sé… pero lo decía. —El fantasma de una vieja costumbre de irreverente picardía volvió a cruzar por el rostro de Lakshmi.

—¿En qué piensas? —interrogó Susila.

—En Sócrates.

—¿En Sócrates?

—Hablaba, hablaba y hablaba… incluso cuando había tomado la cicuta. No dejes que yo hable, Susila. Ayúdame a salir de mi propia luz.

—¿Recuerdas aquella vez, el año pasado —comenzó Susila luego de un silencio—, en que fuimos todos al templo de Siva, más arriba de la Estación de Altura? Tú, Robert, Dugald, yo y los dos chicos… ¿Te acuerdas?

Lakshmi sonrió de placer ante el recuerdo.

—Pienso especialmente en la visión desde el lado occidental del templo: la visión del mar. Azul, verde, púrpura… y las sombras de las nubes eran como tinta. Y las nubes mismas… nieve, carbón, plomo, raso. Y mientras mirábamos tú hiciste una pregunta. ¿Te acuerdas, Lakshmi?

—¿Quieres decir sobre la Clara Luz?

—Sobre la Clara Luz —confirmó Susila—. ¿Por qué la gente habla de la Mente en términos de Luz? ¿Porque ha visto el sol y lo encuentra tan hermoso que parece natural identificar la naturaleza de Buda con la más clara posible de todas las Claras Luces? ¿O el sol les parece hermoso porque, consciente o inconscientemente, han tenido revelaciones del Espíritu, en forma de Luz, desde que nacieron? Yo fui la primera en contestar —dijo Susila, sonriendo para sus adentros—. Y como acababa de leer algo de un behaviorista norteamericano, no me detuve a pensar… Te di el (abre comillas, cierra) «punto de vista científico». La gente hace de la Mente (sea eso lo que fuere) el equivalente de las alucinaciones luminosas porque ha contemplado una cantidad de ocasos y le han parecido impresionantes. Pero Robert y Dugald no quisieron saber nada de eso. La Clara Luz, insistieron, viene primero. Uno se enloquece con las puestas de sol porque le recuerdan lo que siempre ha venido sucediendo, lo supiera uno o no, dentro de su cráneo y fuera del espacio y el tiempo. Tú estuviste de acuerdo con ellos, Lakshmi, ¿recuerdas? Dijiste: «Me gustaría estar de tu parte, Susila, aunque sólo fuese porque no es bueno que estos hombres nuestros tengan razón siempre. Pero en este caso, y sin duda resulta bastante evidente, en este caso tienen razón». Y es claro que tenían razón, y es claro que yo estaba irremediablemente equivocada. Y, ni falta hace decirlo, tú sabías la respuesta correcta antes de formular la pregunta.

—Nunca supe nada —musitó Lakshmi—. Sólo podía ver.

—Recuerdo que me dijiste que habías visto la Clara Luz —dijo Susila—. ¿Te agradaría que te lo recordara?

La enferma asintió.

—Cuando tenías ocho años —continuó Susila—. Esa fue la primera vez. Una mariposa anaranjada sobre una hoja, abriendo y cerrando las alas al sol… y de pronto surgió, la Clara Luz de la Talidad pura llameando a través de ella, como otro sol.

—Mucho más luminosa que el sol —cuchicheó Lakshmi.

—Pero más suave. Se puede contemplar la Clara Luz sin quedar enceguecido. Y ahora recuérdalo. Una mariposa sobre una hoja verde, abriendo y cerrando las alas… y es la naturaleza de Buda totalmente presente, es la Clara Luz superando en brillo al sol. Y sólo tenías ocho años.

—¿Qué había hecho para merecerlo?

Will se sorprendió recordando la noche, una semana, más o menos, antes de su muerte, en que la tía Mary habló sobre los momentos maravillosos que habían vivido juntos en su casita de Regency, cerca de Arundel, donde él pasaba la mayor parte de sus vacaciones. Expulsar a las avispas de los avisperos con fuego y azufre, meriendas campestres en los prados o bajo las hayas. Y luego las salchichas en Bognor, la gitana adivinadora de la suerte que le había profetizado que terminaría como Ministro de Hacienda, el alguacil de vara, de, negras vestimentas y nariz roja, que los expulsó de la catedral de Chichester porque se reían demasiado.

—Nos reíamos demasiado —había repetido la tía Mary con amargura—. Nos reíamos demasiado…

—Y ahora —decía Susila— piensa en esa visión desde el templo de Siva. Piensa en las luces y las sombras sobre el mar, en los espacios azules entre las nubes. Piensa en todo eso, y luego abandona tu pensamiento. Abandónalo, de modo que el no Pensamiento pueda atravesarlo. Las Cosas al Vacío, el Vacío a la Talidad. La Talidad otra vez a las cosas, a tu propia mente. Recuerda lo que dice el Sutra. «Tu conciencia resplandeciente, vacía, inseparable del Cuerpo de Radiación, no está sometida al nacimiento ni a la muerte, sino que es la misma que la Luz inmutable, Buddha Amitabha».

—Lo mismo que la luz —repitió Lakshmi—. Y sin embargo todo vuelve a estar obscuro.

—Está obscuro porque te esfuerzas demasiado —dijo Susila—. Obscuro porque quieres que haya luz. Recuerda lo que solías decirme cuando yo era niña. «Con suavidad, chiquilla, con suavidad. Tienes que aprender a hacerlo todo con suavidad. Piensa con suavidad, actúa con suavidad, siente con suavidad. Sí, siente con suavidad, aunque sientas profundamente. Deja suavemente que sucedan las cosas, y enfréntalas con suavidad». En aquella época yo era tan ridiculamente seria, una remilgada tan carente de humorismo… Con suavidad, con suavidad… Fue el mejor consejo que jamás me hayas dado. Pues bien, ahora yo te diré lo mismo, Lakshmi… Con suavidad, mi querida, con suavidad. Incluso aunque se trate de morir. Nada importante, ni portentoso, ni enfático. Nada de retórica, ni de trémolos, ni de personas conscientes de sí mismas realizando su célebre imitación de Cristo, Goethe o la Pequeña Nell. Y, por supuesto, nada de teología, nada de metafísica. Nada más que el hecho de morir y el hecho de la Clara Luz. Abandona, entonces, todo tu equipaje, y adelante. Estás rodeada de arenas movedizas, que te tiran de los pies, tratando de hundirte en el miedo, la piedad hacia ti misma y la desesperación. Por eso debes caminar con tanta suavidad. Con suavidad, querida mía. En puntillas de pies; y nada de equipaje, ni siquiera una maleta pequeña. Sin carga alguna…

Sin carga alguna… Will pensó en la pobre tía Mary hundiéndose cada vez más, a cada paso, en las arenas movedizas. Cada vez más, luchando y protestando hasta el final, hasta que desapareció, totalmente y para siempre, en el Horror Esencial. Volvió a mirar el rostro descarnado que reposaba sobre la almohada y vio que sonreía.

—La luz —dijo el ronco susurro—, la Clara Luz. Está aquí… junto con el dolor, a pesar del dolor.

—¿Y dónde estás tú? —preguntó Susila.

—Allí, en el rincón. —Lakshmi trató de señalar, pero la mano vaciló y volvió a caer, inerte, sobre la colcha—. Puedo verme allí. Y puedo ver mi cuerpo en la cama.

—¿Puede ella ver la Luz?

—No. La Luz está aquí, donde se encuentra mi cuerpo.

La puerta de la habitación se abrió en silencio. Will volvió la cabeza y pudo ver la enjuta figura del doctor Robert que salía detrás del biombo y entraba en la luz rosada.

Susila se puso de pie y le indicó su lugar junto a la cama. El doctor Robert se sentó e, inclinándose hacia adelante, tomó la mano de su esposa en una de las de él y posó la otra sobre la frente de la enferma.

—Soy yo —murmuró.

—Por fin…

Un árbol, explicó el doctor, había caído sobre la línea telefónica. No había comunicación con la Estación de Altura, a no ser por carretera. Enviaron un mensajero en un auto, y el coche se descompuso. Se habían perdido más de dos horas.

—Pero gracias al cielo —concluyó el doctor Robert—, heme aquí por fin.

La moribunda suspiró profundamente, abrió los ojos un momento y lo miró con una sonrisa; luego los volvió a cerrar.

—Sabía que vendrías.

—Lakshmi —dijo él con suma suavidad—. Lakshmi. —Pasó las puntas de los dedos por la arrugada frente, una y otra vez—. Mi pequeño amor. —Tenía lágrimas en las mejillas, pero su voz era firme y hablaba con la ternura, no de la debilidad, sino de la fuerza.

—Ya no estoy allá —musitó Lakshmi.

—Estaba en el rincón —explicó Susila a su suegro—. Contemplando su cuerpo que se encuentra aquí, en la cama.

—Pero ahora he vuelto. Yo y el dolor, yo y la Luz, yo y tú… todo junto.

El pavo real volvió a gritar y, a través de los sonidos de los insectos que en esa noche tropical equivalían al silencio, lejano pero claro, llegó el sonido de una alegre música, de flautas y cuerdas pulsadas, y del firme palpitar de tambores.

—Escucha —dijo él—. ¿Puedes oír? Están bailando.

—Bailando —repitió Lakshmi—. Bailando.

—Bailan con tanta suavidad —susurró Susila—, que parece como si tuvieran alas.

La música creció hasta hacerse audible otra vez.

—Es la Danza del Galanteo —continuó Susila. La Danza del Galanteo, Robert, ¿te acuerdas?

—¿Acaso podré olvidarlo alguna vez? Sí, se dijo Will, ¿podría alguno olvidar? ¿Podía uno olvidar aquella otra música distante y, más próximo, artificialmente rápido y superficial, el sonido de jadeo de agonía en los oídos de un chico? En la casa de enfrente alguien practicaba uno de esos valses de Brahms que a la tía Mary tanto le había gustado tocar. Uno, dos y tres y Uno-dos y tres y U-u-uno dos tres, Uno… y Uno y Dos-Tres y… La odiosa desconocida que alguna vez fue la tía Mary salió de su estupor artificial y abrió los ojos. Una expresión de la más intensa malignidad apareció en el rostro amarillo, demacrado.

—Vé a decirles que dejen de tocar —chilló casi la voz áspera, irreconocible. Y luego las líneas de malignidad se convirtieron en las líneas de la desesperación, y la desconocida, la lamentable y odiosa desconocida rompió en sollozos incontenibles. Los valses de Brahms eran, de su repertorio, las piezas que más le gustaban a Frank.

Otra bocanada de aire fresco trajo consigo una frase más fuerte de la alegre y vibrante música.

—Todos esos jóvenes bailando juntos —dijo el doctor Robert—. Todas esas risas y esos deseos, esa dicha sin complicaciones. Está todo aquí, como una atmósfera, como un campo de fuerza. Su alegría y nuestro amor… el amor de Susila, el mío… todos trabajando juntos, todos reforzándose el uno a los otros. El amor y la alegría rodeándote, mi querida; el amor y la alegría llevándote a la paz de la Clara Luz. Escucha la música. ¿Pueden oírla, Lakshmi?

—Se ha ido otra vez —dijo Susila—. Trate de traerla de vuelta.

El doctor Robert deslizó un brazo por debajo del enflaquecido cuerpo y lo sentó. La cabeza cayó de costado, sobre el hombro.

—Mi amor —susurraba él continuamente—. Mi amor… Los párpados de Lakshmi se agitaron y se abrieron un momento.

—Más luminosa —dijo el susurro apenas audible—, más luminosa. —Y una sonrisa de dicha intensa hasta el júbilo trasformó su rostro.

A través de sus lágrimas, el doctor le sonrió.

—De modo que ahora puedes soltarte, mi querida. —Le acarició el canoso cabello—. Ahora puedes soltarte. Suelta —insistió—. Abandona este pobre y viejo cuerpo. Ya no lo necesitas. Deja que se desprenda de ti. Abandónalo aquí como un montón de ropas gastadas.

En el rostro descarnado, la boca había quedado abierta, y de pronto la respiración se hizo estertorosa.

—Mi amor, mi pequeño amor… —El doctor la apretó más contra sí—. Suéltate ahora, suelta. Déjalo aquí, ese cuerpo gastado, y sigue adelante. Sigue, mi querida, avanza hacia la Luz, hacia la paz, hacia la viva paz de la Clara Luz…

Susila tomó una de las fláccidas manos y la besó; luego se volvió hacia la pequeña Radha.

—Es hora de irnos —susurró, tocando el hombro de la joven.

Interrumpida en sus meditaciones, Radha abrió los ojos, asintió y, poniéndose de pie, se dirigió en silencio, en puntillas de pies, hacia la puerta. Susila hizo una señal a Will, y ambos la siguieron. En silencio, los tres caminaron por el corredor. En la puerta batiente Radha se despidió.

—Gracias por dejarme estar con ustedes —musitó. Susila la besó.

—Gracias a ti por ayudarnos a hacerlo todo más fácil para Lakshmi.

Will siguió a Susila a través del vestíbulo y a la cálida y fragante obscuridad exterior. En silencio comenzaron a bajar hacia el mercado.

—Y ahora —dijo él al cabo, hablando bajo una extraña compulsión de negar su emoción, en una exhibición del tipo de cinismo más vulgar— supongo que ella correrá a hacer una pequeña maithuna can su amante.

—En rigor —respondió Susila con serenidad—, tiene servicio nocturno. Pero si no fuera así, ¿qué habría de malo en pasar del yoga de la muerte al yoga del amor?

Will no contestó en seguida. Pensaba en lo que había sucedido entre él y Babs la noche del funeral de Molly. El yoga del antiamor, el yoga de la adicción rechazada, del apetito carnal y de la repugnancia consigo mismo que refuerza al yo y lo hace más repugnante aun.

—Lamento haber tratado de mostrarme desagradable —dijo al cabo.

—Es el fantasma de su padre. Tendremos que ver si podemos exorcizarlo.

Habían cruzado el mercado y ahora, al extremo de la breve calle que salía de la aldea, llegaron al espacio abierto donde se encontraba estacionado el jeep. Cuando Susila entró en la carretera, la luz de los focos iluminó un pequeño vehículo verde que tomaba, colina abajo, por el atajo.

—¿No es ese el Austin Baby real?

—Es —contestó Susila, y se preguntó adonde iban la rani y Murugan a esa hora de la noche.

—Seguro que no están por hacer nada bueno —supuso Will. Y en un repentino impulso le habló a Susila de su misión viajera encomendada por Joe Aldehyde, de sus tratos con la reina madre y con Mr. Bahu.

—Si mañana me deportaran, estarían muy justificados.

—Ahora que ha cambiado de idea, no —le aseguró ella—. Y de cualquier manera, nada de lo que hubiese podido hacer habría modificado el verdadero problema. Nuestro enemigo es el petróleo en general. No hay diferencia alguna para nosotros en el hecho de que nos explote la South East Asia Petroleum o la Standard de California.

—¿Sabían que Murugan y la rani conspiraban contra ustedes?

—No hacen ningún secreto de ello.

—¿Y entonces por qué no los expulsan?

—Porque inmediatamente habrían sido traídos de vuelta por el coronel Dipa. La rani es una princesa de Rendang. Si la expulsáramos, eso se convertiría en un casus belli.

—¿Y qué pueden hacer entonces?

—Tratar de mantenerlos en orden, hacerlos cambiar de idea, esperar un final feliz y estar preparados para lo peor. —Luego, después de un silencio, preguntó—: ¿Le dijo el doctor Robert que usted podía tomar la medicina moksha? —Y cuando Will asintió—: ¿Le agradaría probarla?

—¿Ahora?

—Ahora. Es decir, si no le molesta estar toda la noche despierto.

—Nada me gustaría más.

—Puede que descubra que nada le ha gustado menos —le previno Susila—. La medicina moksha puede trasportarlo al cielo, pero también puede llevarlo al infierno. O a los dos, al mismo tiempo o alternativamente. O (si tiene suerte o se ha preparado para ello) más allá de los dos. Y luego más allá del más allá, de vuelta al punto de partida… de vuelta aquí, de vuelta a Nueva Rothamsted, de vuelta a las ocupaciones de costumbre. Sólo que ahora, por supuesto, las ocupaciones de costumbre son totalmente distintas.