Lavados y cepillados, los mellizos se encontraban ya en sus sillas altas. Mary Sarojini rondaba en torno a ellos como una madre orgullosa pero ansiosa. Ante la cocina, Vijaya sacaba arroz y hortalizas de una cazuela de barro. Con cautela, con una expresión de concentrada atención, Tom Krishna llevaba los cuencos a la mesa a medida que eran llenados.
—¡Ya está! —exclamó Vijaya cuando llenó el último cuenco desbordante. Se secó las manos, se acercó a la mesa y se sentó—. Mejor hablale a nuestro invitado sobre la acción de gracias —le dijo a Shanta.
—En Pala —explicó ella volviéndose hacia Will— no decimos las gracias antes de la comida. La decimos con la comida. O más bien no la decimos; la masticamos.
—¿La mastican?
—La bendición de la mesa es el primer bocado de cada plato… mascado una y otra vez hasta que no queda nada. Y mientras se masca se presta atención al sabor de la comida, a su consistencia y temperatura, a las presiones de los dientes y las sensaciones de los músculos de la mandíbula.
—Y entretanto, supongo, ¿agradecen al Iluminado, o a Siva, o a quien sea?
Shanta meneó la cabeza con énfasis.
—Eso le distraería la atención, y la atención es lo principal. Atención a la experiencia de algo recibido, de algo que uno no ha inventado. No al recuerdo de una fórmula verbal dirigida a alguien que sólo existe en la imaginación. —Miró a los que estaban sentados en torno de la mesa—. ¿Empezamos?
—¡Hurta! —gritaron los mellizos al unísono, y tomaron sus cucharas.
Durante un largo minuto hubo silencio, interrumpido sólo por los mellizos, que no habían aprendido a comer sin hacer chasquear los labios.
—¿Podemos tragar ahora? —preguntó al cabo uno de los chiquillos.
Shanta asintió. Todos tragaron. Hubo un tintineo de cucharas y un estallido de conversaciones de bocas llenas.
—Bien —preguntó Shanta—, ¿qué sabor tuvo su agradecimiento de la comida?
—El de una larga sucesión de cosas distintas —respondió Will—. O más bien una sucesión de variaciones del tema fundamental del arroz con cúrcuma y pimientos rojos y zucchini y algo de hoja que no reconozco. Resulta interesante: no es siempre lo mismo. En realidad no lo había advertido hasta ahora.
—Y mientras prestaba atención a esas cosas ¿no se sintió momentáneamente liberado de los ensueños diurnos, de los recuerdos, las previsiones, de las ideas tontas… de todos los síntomas de usted?
—¿Acaso el saborear no es yo?
Shanta miró a su esposo, sentado al otro extremo de la mesa.
—¿Qué dirías tú, Vijaya?
—Diría que está entre el yo y el no yo. Saborear es el no yo que hace algo por todo el organismo.
Y al mismo tiempo saborear es el yo consciente de lo que sucede. Y ese es el sentido de nuestro agradecimiento de masticación: hacer que el yo tenga más conciencia de lo que hace el no yo.
—Muy bonito —comentó Will—. ¿Pero cuál es el sentido del sentido?
Fue Shanta la que respondió.
—El sentido del sentido —dijo— es el de que, cuando ha aprendido a prestar mayor atención al no yo en el ambiente (es decir, el alimento) y al no yo de su propio organismo (sus sensaciones gustativas), puede encontrarse de pronto prestando atención al no yo del lado más alejado de la conciencia; o quizá sea mejor decirlo al revés —continuó—. Al no yo del extremo más alejado de la conciencia le resultará más fácil hacerse conocer a un yo que ha aprendido a tener más conciencia de su no yo en el aspecto fisiológico. —Fue interrumpida por un ruido de algo que se rompe, seguido por un aullido de uno de los mellizos—. Después de lo cual —continuó, mientras limpiaba la mancha del piso— es preciso considerar el problema del yo y el no yo en relación con personas que tienen menos de un metro de estatura. Se entregará un premio de sesenta y cuatro mil decenas de millones de rupias a quien ofrezca una solución perfecta. —Enjugó los ojos del niño, le hizo sonarse la nariz, le dio un beso y fue a la cocina a buscar otro tazón de arroz.
—¿Qué ocupaciones tienen para esta tarde? —preguntó Vijaya cuando terminó el almuerzo.
—Estamos en el servicio de espantapájaros —respondió Tom Krishna con aire importante.
—En el campo que está un poco más abajo de la escuela —agregó Mary Sarojini.
—Entonces los llevaré en el auto —dijo Vijaya. Se volvió hacia Will Farnaby y le preguntó—: ¿Quiere venir?
Will asintió.
—Y si se puede —dijo—, me gustaría ver la escuela, ya que estoy en eso… Concurrir, quizás, a una de las clases.
Shanta los saludó desde la galería y unos minutos más tarde pudieron ver el jeep estacionado.
—La escuela está al otro lado de la aldea —explicó Vijaya mientras ponía en marcha el motor—. Tendremos que tomar por el atajo. Desciende y vuelve a subir.
Bajaron por los arrozales, maizales y campes de batatas escalonados, se encontraron en terreno llano, siguiendo una línea que contorneaba los campos, con un barroso y pequeño estanque de peces a la izquierda y un huerto de árboles de pan a la derecha, y por último volvieron a subir a través de más campos, algunos verdes, otros dorados… y allí estaba el edificio de la escuela, blanco y espacioso bajo sus altos árboles de sombra.
—Y allí —dijo Mary Sarojini— están nuestros espantapájaros.
Will miró en la dirección en que señalaba la niña. En el más cercano de los campos escalonados debajo de ellos el arroz estaba ya a punto de ser cosechado. Dos chiquillos de taparrabos rojos y una niñita de faldas azules se turbaban tirando de las cuerdas que ponían en movimiento dos marionetas de tamaño natural, unidas a estacas, en ambos extremos del angosto campo. Los muñecos eran de madera, hermosamente tallados y ataviados, no con guiñapos, sino con las telas más espléndidas. Will los contempló con asombro.
—Salomón, en toda su gloria —exclamó—, no estuvo vestido como uno de esos.
Pero Salomón, continuó reflexionando, no era más que un rey, en tanto que esos magníficos espantapájaros eran seres de un orden superior. Uno era un Futuro Buda, el otro una versión deliciosamente alegre, de las Indias orientales, del Dios Padre tal como se lo puede ver en la Capilla Sixtina, volando sobre el Adán recién creado. A cada tirón de la cuerda el Futuro Buda meneaba la cabeza, descruzaba las piernas, que tenía en la postura del loto, bailaba un breve fandango en el aire, volvía a cruzarlas y permanecía inmóvil un instante, hasta que un nuevo tirón de la cuerda perturbaba de nuevo sus meditaciones. Entretanto, el Dios Padre agitaba el brazo extendido, blandía el índice en portentosa advertencia, abría y cerraba la boca orlada de crin y hacía girar un par de ojos que, hechos de vidrio, despedían un fuego conminatorio hacia cualquier pájaro que osara acercarse al arroz. Mientras tanto una brisa vivaz agitaba sus vestiduras, de color amarillo vivo, con un audaz diseño —castaño, blanco y negro— de tigres y monos, en tanto que el magnífico atavío del Futuro Buda, de rayón rojo y anaranjado, se inflaba y gualdrapeaba en torno de su cuerpo con un cólico tintineo de decenas de campanitas de plata.
—¿Todos los espantapájaros de ustedes son así? —preguntó Will.
—Es una idea del Viejo Raja —contestó Vijaya—. Quería que los niños entendieran que todos los dioses son de fabricación casera, y que nosotros somos quienes tiramos de sus cuerdas y les damos el poder necesario para que tiren de las nuestras.
—Los hacemos danzar —dijo Tom Krishna— y agitarse. —Rió, encantado.
Vijaya extendió una enorme mano y palmeó la morena cabeza rizada del niño.
—¡Ese es el espíritu! —Y volviéndose de nuevo a Will, dijo, en lo que evidentemente era una imitación de la forma de hablar del Viejo Raja—: Comillas «Dioses» cierra comillas: su único gran mérito (aparte de ahuyentar a los pájaros y comillas «a los pecadores» cierra comillas, y de vez en cuando, quizá consolar a los desdichados) consiste en lo siguiente: ser elevados en lo alto de postes, para que tengan que ser mirados desde abajo; y cuando uno mira hacia arriba, aunque sea a un dios, difícilmente puede dejar de ver el cielo. ¿Y qué es el cielo? Aire y luz dispersa; pero también un símbolo del ilimitado y (perdone la metáfora) preñado vacío del cual todo, lo vivo y lo inanimado, los fabricantes de muñecos y sus divinas marionetas, surge al universo que conocemos… o más bien que creemos conocer.
Mary Sarojini, que había estado escuchando con atención, asintió.
—Papá solía decir —intervino— que mirar a los pájaros en el cielo era aun mejor. Las aves no son palabras, solía decir. Las aves son reales. Tan reales como el cielo. —Vijaya detuvo el coche.
—Diviértanse —dijo, cuando los niños saltaron fuera del vehículo—. Háganlos bailar y agitarse.
Gritando, Tom Krishna y Mary Sarojini corrieron a unirse al grupito del campo que se extendía debajo del camino.
—Y ahora veamos los aspectos más solemnes de la educación. —Vijaya llevó el jeep al sendero que terminaba en la escuela—. Dejaré el coche aquí y volveré caminando a la estación. Cuando se haya cansado, haga que alguien lo lleve a su casa. —Apagó el motor y entregó a Will la llave.
En la oficina de la escuela, Mrs. Narayan, la directora, conversaba con un hombre canoso, de rostro largo, más bien melancólico, parecido al de un sabueso lleno de arrugas y pliegues, sentado frente a su escritorio.
—Mr. Chandra Menon —explicó Vijaya cuando se hicieron las presentaciones— es nuestro subsecretario de Educación.
—Que nos hace —dijo la directora— una de sus periódicas visitas de inspección.
—Y que aprueba de cabo a rabo todo lo que ha visto —agregó el subsecretario con una cortés inclinación de cabeza en dirección de Mrs. Narayan.
Vijaya se disculpó.
—Tengo que volver a mi trabajo —dijo, y se dirigió hacia la puerta.
—¿Le interesa especialmente la educación? —inquirió Mr. Menon.
—Soy especialmente ignorante en ella —respondió Will—. No hicieron más que criarme; jamás me educaron. Por eso quiero echar una ojeada a la verdadera educación.
—Bueno, pues ha venido al lugar adecuado —le aseguró el subsecretario—. Nueva Rothamsted es una de nuestras mejores escuelas.
—¿Qué criterio emplean para decidir cuál es una buena escuela? —interrogó Will.
—El éxito.
—¿En qué? ¿En la obtención de becas? ¿En la preparación para un puesto? ¿En la obediencia a los imperativos categóricos locales?
—Todo eso, por supuesto —repuso Mr. Menon—. Pero sigue en pie el problema fundamental. ¿Para qué son los muchachos y las jóvenes?
Will se encogió de hombros.
—La respuesta depende de dónde se domicilie uno. Por ejemplo, ¿para qué son los muchachos y las jóvenes en Norteamérica? Respuesta: para el consumo en masa. Y los corolarios del consumo en masa son las comunicaciones en masa, la publicidad en masa, los opiatos en masa en forma de televisión, meprobamato, pensamiento positivo y cigarrillos. Y ahora que Europa ha irrumpido en el campo de la producción en masa, ¿para qué serán todos sus muchachos y todas sus jóvenes? Para el consumo en masa y todo lo demás… lo mismo que los de Norteamérica. En tanto que en Rusia hay una respuesta distinta. Las jóvenes y los muchachos son para el fortalecimiento del Estado nacional. De ahí todos esos ingenieros y profesores de ciencias, para no hablar de las cincuenta divisiones preparadas para el combate en cualquier momento, y equipadas con todo, desde tanques y bombas H hasta cohetes de largo alcance. Y en China es lo mismo, pero muchísimo más. ¿Para qué son allí los muchachos y las chicas? Para carne de cañón, carne de la industria, carne de la agricultura, carne de construcción de caminos. De modo que Oriente es Oriente y Occidente, Occidente… por el momento. Pero puede que los dos se encuentren en una de dos maneras. Puede que Occidente llegue a tenerle tanto miedo a Oriente, que deje de pensar que los jóvenes y las muchachas son para el consumo en masa y decida que son para carne de cañón y para fortalecer al Estado. O a la inversa, el Oriente puede encontrarse bajo tal presión de las masas hambrientas de artefactos que ansían volverse occidentales, que se vea obligado a cambiar de opinión y diga que los muchachos y las chicas son en realidad para el consumo en masa. Pero eso queda para el futuro. Entretanto, las respuestas actuales a su pregunta son mutuamente excluyentes.
—Y las dos —replicó Mr. Menon— son distintas de la nuestra. ¿Para que son los muchachos y las chicas palaneses? Ni para el consumo en masa, ni para el fortalecimiento del Estado. El Estado tiene que existir, por supuesto. Y tiene que haber suficiente para todos. Eso ni falta hace decirlo. Sólo en esas condiciones pueden los jóvenes y las chicas descubrir para qué son en realidad; sólo en esas condiciones podemos hacer algo al respecto.
—¿Y para qué son en realidad?
—Para su realización, para convertirse en seres humanos plenos.
Will asintió.
—Notas sobre qué es qué —comentó—. Conviértete en lo que realmente eres.
—Al Viejo Raja le preocupaba en lo fundamental lo que la gente es en realidad en el plano que está más allá de la individualidad. Y es claro que a nosotros eso nos interesa tanto como a él. Pero nuestra primera preocupación es la educación elemental, y la educación elemental tiene que trabajar con individuos en toda su diversidad de formas, talla, temperamento, dones y deficiencias. Los individuos en su unidad trascendente son materia de la educación superior. Comienza en la adolescencia y es impartida al mismo tiempo que la educación elemental avanzada.
—Comienza, entiendo —dijo Will—, con la primera experiencia de la medicina moksha.
—¿De modo que ya ha oído hablar de ella? —La he visto en acción.
—El doctor Robert —explicó la directora— lo llevó ayer a presenciar una iniciación.
—Que —agregó Will— me impresionó profundamente. Cuando pienso en mi educación religiosa… —Dejó la frase elocuentemente inconclusa.
—Bien, como decía —prosiguió Mr. Menon—, los adolescentes reciben ambos tipos de educación al mismo tiempo. Se los ayuda a experimentar su unidad trascendental con todos los demás seres sensibles, y al mismo tiempo aprenden, en sus clases de psicología y fisiología, que cada uno de nosotros tiene su propia singularidad constitucional, que cada uno es diferente de los demás.
—Cuando yo estaba en la escuela —declaró Will— los pedagogos hacían todo lo posible por borrar esas diferencias, o por lo menos por cubrirlas con el mismo ideal de fines de la era victoriana: el ideal del caballero anglicano erudito pero buen jugador de fútbol. Pero ahora dígame qué hacen ustedes con ese hecho de que todos son distintos de todos.
—Empezamos —dijo Mr. Menon— aquilatando las diferencias. ¿Quién o qué, en términos anatómicos, bioquímicos y psicológicos, es este niño? En la jerarquía orgánica, ¿qué tiene precedencia: su estómago, sus músculos o su sistema nervioso? ¿Cuan cerca se encuentra de los tres extremos polares? ¿Cuan armoniosa o inarmónica es la mezcla de sus elementos componentes, físicos y mentales? ¿Cuan grande es su deseo innato de dominar, o de ser sociable, o de retirarse dentro de su mundo interior? ¿Y cómo realiza sus operaciones de pensamiento, de percepción, de recuerdo? ¿Es un visualizador o un no visualizador? ¿Funciona su mente con imágenes o con palabras, con ambas a las vez o con ninguna? ¿Cuan cerca de la superficie se encuentran su facultad narrativa? ¿Ve el mundo como lo vieron Words-worth y Traherne cuando eran niños? Y en ese caso, ¿qué puede hacerse para impedir que la gloria y la frescura se disipen a la luz del día común? O, en términos más generales, ¿cómo podemos educar a los niños en el plano conceptual sin aniquilar su capacidad de intensa experiencia no verbal? ¿Cómo podemos reconciliar el análisis con la visión?
Y hay decenas de otras preguntas que podrían ser formuladas y contestadas. Por ejemplo, ¿el niño absorbe todas las vitaminas de su alimento, o es víctima de alguna deficiencia crónica que, si no se la reconoce y trata disminuirá su vitalidad, nublará su humor, le hará ver fealdad, sentir aburrimiento y pensar tonterías o malicias? ¿Y el contenido de azúcar de su sangre? ¿Y su respiración? ¿Y su postura, y la forma en que usa su organismo cuando trabaja, juega, estudia? Y además están todas las preguntas que se refieren a los dones especiales. ¿Muestra señales de tener cierto talento para la música, para la matemáticas, para el manejo de las palabras, para observar con exactitud y pensar con lógica y en forma imaginativa sobre lo que ha observado?
Y por último, ¿cuan sugestionable será cuando crezca? Todos los niños son buenos sujetos hipnóticos… Tan buenos, que cuatro de cada cinco de ellos pueden ser llevados a estados de sonambulismo. En los adultos la proporción se invierte. Cuatro de cada cinco no pueden ser llevados a un estado de sonambulismo. De cada cien niños, ¿cuáles son los veinte que crecerán y serán sugestionables hasta el sonambulismo?
—¿Pueden descubrirlos por anticipado? —preguntó Will—. Y en caso afirmativo, ¿de qué sirve descubrirlos?
—Podemos descubrirlos —respondió Mr. Menon—. Y es muy importante que los descubramos. Particularmente importante en su parte del mundo. Hablando en términos políticos, el veinte por ciento que puede ser hipnotizado con facilidad y hasta el límite es el elemento más peligroso de las sociedades de ustedes. —¿Peligroso?
—Porque esas personas son las víctimas predestinadas del propagandista. En una democracia anticuada, precientífica, cualquier orador respaldado por una buena organización puede convertir a ese veinte por ciento de sonámbulos en potencia en un ejército de fanáticos dedicados a la mayor gloria y poder de su hipnotizador. Y bajo una dictadura los mismos sonámbulos en potencia pueden ser llevados a una fe implícita y movilizados como el duro núcleo del partido omnipotente. De modo que ya ve que es muy importante que toda sociedad que valore la libertad pueda descubrir a los futuros sonámbulos cuando todavía son jóvenes. Una vez descubiertos, se los puede hipnotizar y adiestrar en forma sistemática para que no sean hipnotizables por los enemigos de la libertad. Y al mismo tiempo, por supuesto, sería aconsejable que reorganizaran su orden social a fin de hacer difícil o imposible que los enemigos de la libertad surjan o tengan alguna influencia.
—¿Que según supongo es la situación que existe en Pala?
—Precisamente —respondió Mr. Menon—. Y por eso nuestros sonámbulos en potencia no constituyen un peligro.
—¿Y entonces por qué se molestan en descubrirlos por anticipado?
—Porque, si se lo utiliza en forma conveniente, ese don de ellos es valioso.
—¿Para el control del destino? —preguntó Will recordando los cisnes terapéuticos y todas las cosas que había dicho Susila sobre oprimir los botones de uno mismo. El subsecretario sacudió la cabeza.
—El Control del Destino no exige otra cosa que un trance hipnótico ligero. En la práctica casi todos son capaces de eso. Los sonámbulos en potencia constituyen el veinte por ciento que puede caer en un trance muy profundo. Y en ese trance profundo, y sólo en él, se puede llevar a una persona a deformar el tiempo.
—¿Puede usted deformar el tiempo? —inquirió, Mr. Menon sacudió negativamente la cabeza.
—Por desgracia nunca pude ir muy a fondo. Todo lo que sé tuve que aprenderlo por el camino largo y duro. Narayan tuvo más suerte. Como pertenece al veinte ciento de los privilegiados, pudo tomar por todo tipo de atajos educacionales que estaban en absoluto
—¿Qué tipo de atajos? —interrogó Will a la directora.
—Atajos de memorización —respondió éste, los cálculos, el pensamiento y la solución, se empieza por aprender a experimentar veinte como si fuesen diez minutos, un minuto como si fuese una hora. En el trance profundo es muy fácil. Se usan sugestiones del maestro y se permanece durante mucho, mucho tiempo. Cuando la despiertan, mira el reloj. Su experiencia de horas fue comprimida en cuatro minutos exactos de reloj.
—¿Cómo?
—Nadie lo sabe —respondió Mr. Menon—. Pero todas esas anécdotas acerca de que los que están por ahogarse ven desarrollarse toda su vida en unos pocos segundos son ciertas en esencia. La mente y el sistema nervioso, o más bien algunas mentes y algunos sistemas nerviosos, son capaces de esa curiosa proeza; eso es todo lo que se sabe. Descubrimos ese hecho hace unos sesenta años, y desde entonces hemos venido explotándolo. Explotándolo, entre otras cosas, para fines educacionales.
—Por ejemplo —continuó Mrs. Narayan—, he aquí un tema matemático. En su estado normal usted necesita por lo menos media hora para resolverlo. Pero ahora desestima el tiempo, hasta el punto en que un minuto es equivalente subjetivo de treinta minutos. Entonces se dedica a la solución de su problema. Treinta minutos subjetivos… y está solucionado. Pero treinta minutos subjetivos no son un minuto de reloj. Sin la menor sensación de fatiga, ha estado trabajando a tanta velocidad con uno de esos jóvenes, velocísimos calculadores, que… de vez en cuando… Futuros genios como Ampére, o futuros idiotas como Dase… Pero todos ellos, ¿quién sabe qué recurso interior de deformación del tiempo realizan?… en un par de minutos, una hora, y a veces en pocos segundos. Ya podrá imaginar lo que sucede cuando enemigos, con un Cociente de Inteligencia digno de un genio… ¡una persona capaz de deformar el tiempo! ¡Son fantásticos!
—Por desgracia —dijo Mr. Menon— no son muy comunes, en las últimas dos generaciones hemos tenido exactamente dos deformadores del tiempo de verdadera genialidad, y sólo cinco o seis que se les acercaban un poco. ¡De modo que no es extraño que vigilemos atentamente la aparición de sonámbulos en potencia!
—Bueno, por cierto que hacen muchas preguntas penetrantes a sus pequeños alumnos —declaró Will luego de un breve silencio—. ¿Y qué hacen cuando han encontrado las respuestas?
—Iniciamos la educación de acuerdo con ellas —contestó Mr. Menon—. Por ejemplo, formulamos preguntas sobre el físico y el temperamento de cada niño. Cuando tenemos las respuestas, seleccionamos a los más tímidos, hipersensibles e introvertidos, y los reunimos en un solo grupo. Luego, poco a poco, el grupo es ampliado. Primero introducimos en él unos pocos niños con tendencia a la sociabilidad indiscriminada. Luego uno o dos pequeños musculosos y musculosas: niños con tendencia a la agresividad y amor al poder. Hemos descubierto que es el mejor método, para hacer que los niños de los tres extremos polares lleguen a entenderse y tolerarse. Después de unos meses de convivencia cuidadosamente controlada, están en condiciones de admitir que personas con un tipo distinto dé constitución hereditaria tienen tanto derecho a existir como ellos.
—Y el principio —dijo Mrs. Narayan— es enseñado en forma explícita y aplicado de manera progresiva. En los grados inferiores realizamos la enseñanza en términos de analogías con animales familiares. A los gatos les agrada estar solos. A las ovejas les gusta estar juntas. Las martas son feroces y no pueden ser domesticadas. Los conejillos de Indias son amables y amistosos. ¿Eres una persona gato o una persona oveja, una persona conejillo de Indias o una persona marta? Hablamos de eso en forma de parábolas de animales, y aun los chicos más pequeños pueden entender el hecho de la diversidad humana y la necesidad de tolerancia mutua, de perdón recíproco.
—Y más tarde —prosiguió Mr. Menon—, cuando llegan a leer el Gita, les hablamos del vínculo existente entre la constitución y la religión. Las personas-ovejas y las personas-conejillos de Indias adoran el ritual, las ceremonias públicas y la emoción de los reavivamientos religiosos; sus preferencias temperamentales pueden ser dirigidas por el Sendero de la Devoción. A las personas-gatos les gusta estar solas, sus cavilaciones privadas pueden convertirse en el Sendero del Conocimiento de Sí Mismo. Las personas-martas quieren tirar cosas, y el problema consiste en cómo trasformar su enérgica agresividad en el Sendero de la Acción Desinteresada.
—Y el Sendero de la Acción Desinteresada fue el que vi ayer —observó Will—. El sendero que conduce a la tala de árboles y a la ascensión de montañas, ¿no es así?
—La tala de árboles y el escalamiento de montañas —dijo Mr. Menon— son casos especiales. Generalicemos y digamos que el camino hacia todos los Senderos pasa a través de la reorientación de la energía.
—¿Qué es eso?
—El principio es muy sencillo. Se toma la energía engendrada por el miedo, la envidia o un exceso de noradrenalina, o por alguna ansia interior que en el momento dado está fuera de lugar; se la toma y, en lugar de usarla para hacer algo desagradable para algún otro, en lugar de reprimirla, con lo cual se hace algo desagradable para uno mismo, se la dirige en forma consciente por una vía en la cual pueda hacer algo útil, o, si no útil, por lo menos inofensivo.
—He aquí un caso sencillo —dijo la directora—. Un niño colérico o frustrado ha acumulado suficiente energía para un estallido de lágrimas, de lenguaje obsceno o de riña. Si la energía engendrada es suficiente para cualquiera de esas cosas, es suficiente también para correr o bailar; más que suficiente para cinco inspiraciones profundas. Más tarde le mostraré algo de esa danza. Por el momento limitémonos a las inspiraciones. Cualquier persona irritada que inspira cinco veces en forma profunda libera una gran proporción de tensión, con lo cual le resulta más fácil comportarse de modo racional. Entonces enseñamos a nuestros chicos toda clase de juegos respiratorios, que deben ser jugados cada vez que están furiosos o trastornados. Algunos de los juegos son competitivos. ¿Cuál de los dos antagonistas puede inspirar más profundamente y decir «OM» en la espiración durante más tiempo? Es un duelo que termina casi siempre con la reconciliación. Pero es claro que hay muchas ocasiones en que la respiración competitiva resulta fuera de lugar. Y entonces existe un jueguito que un niño exasperado puede jugar por sí mismo, un juego basado en las tradiciones locales. Todos los niños palaneses han sido educados en medio de leyendas budistas, y en la mayoría de esos piadosos relatos fantásticos alguien tiene una visión de un ser celestial. Un Bodhisattva, digamos, en un estallido de luces, joyas y arco iris. Y junto con la gloriosa visión hay siempre una olfacción igualmente gloriosa; los fuegos de artificio son acompañados por un perfume indeciblemente delicioso. Y bien, tomamos esas fantasías tradicionales —que se basan todas, ni falta hace decirlo, en experiencias visionarias reales del tipo provocado por el ayuno, las privaciones sensoriales o los hongos— y las ponemos a trabajar. Los sentimientos violentos, les decimos a los niños, son como los terremotos. Nos sacuden con tanta fuerza, que aparecen resquebrajaduras en la pared que separa nuestro yo personal de la naturaleza universal, compartida, de Buda. Uno se enoja, algo se resquebraja dentro de uno y a través de la grieta sale una bocanada del celestial aroma del esclarecimiento. Como la champaca, como el ilang-ilang, como las gardenias… sólo que infinitamente más maravilloso. De modo que no se pierdan esa celestialidad que han dejado en libertad por accidente. Eso sucede cada vez que se enojan. Inspiren, inhálenla, llénense los pulmones de ella.
—¿Y lo hacen?
—Luego de unas semanas de aprendizaje, la mayoría de ellos lo hacen con naturalidad. Y, lo que es más, muchos de ellos perciben de veras el perfume. El antiguo «No» represivo ha sido traducido a un nuevo, expresivo y compensatorio «Sí». La energía potencialmente dañina ha sido reorientada hacia canales donde no sólo es inofensiva, sino que incluso puede llegar a ser útil. Y entretanto, por supuesto, hemos estado dándole al niño una educación, sistemática y graduada en forma cuidadosa, en lo referente a Ja percepción y al empleo adecuado del lenguaje. Se les enseña a prestar atención a lo que ven y oyen, y al mismo tiempo se les pide que adviertan en qué forma sus sentimientos y deseos afectan las experiencias que tienen del mundo exterior, y en qué forma sus costumbres de lenguaje afectan, no sólo sus sentimientos y deseos, sino incluso sus sensaciones. Lo que mis oídos y mis ojos registran es una cosa; lo que las palabras que utilizo y el talante en que me encuentro y los objetivos que persigo me permiten percibir, encontrar sentido y actuar en consonancia con ello es algo muy distinto. Ya ve, pues, que todo es unido en un solo proceso educacional. Les damos a los niños, simultáneamente, una educación para percibir e imaginar, una educación en fisiología y psicología aplicada, una educación en ética práctica y religión práctica, una educación en el empleo adecuado del idioma y una educación en materia de autoconocimiento. En una palabra, una educación de toda la mente-cuerpo en todos sus aspectos.
—¿Qué relación —preguntó Will— tiene esta complicada educación de la mente-cuerpo con la educación formal? ¿Ayuda al niño a hacer sumas, a escribir con arreglo a las normas gramaticales, a entender la física elemental?
—Ayuda mucho —respondió Mr. Menon—. Una mente-cuerpo educada aprende con más rapidez que una no educada. Además, es más capaz de vincular los hechos con las ideas, y las dos cosas con su propia vida en desarrollo. —De pronto, y sorprendentemente (porque ese largo rostro melancólico le daba a uno la impresión de ser incompatible con expresión alguna de alegría más enfática que una simple sonrisa fatigada) estalló en una larga carcajada.
—¿Cuál es el chiste?
—Estaba pensando en dos personas que conocí la última vez que estuve en Inglaterra. En Cambridge. Una era un físico atómico, la otra un filósofo. Ambos altamente eminentes. Pero uno tenía una edad mental, fuera del laboratorio, de unos once años, y el otro era un devorador compulsivo de alimentos, con un problema de obesidad que se negaba a encarar. Dos ejemplos extremos de lo que sucede cuando se toma a un chico inteligente, se le endilgan quince años de la educación formal más intensiva y se descuida por completo todo lo que tenga que ver con la mente-cuerpo, que es la que debe realizar las tareas de aprender y vivir.
—¿Y el sistema de ustedes, supongo, no produce ese tipo de monstruos académicos?
Él subsecretario sacudió la cabeza.
—Hasta que fui a Europa no había visto nada por el estilo. Son grotescamente graciosos —agregó—. Pero ¡cielos, cuan patéticos! ¡Y, pobres, cuan curiosamente repulsivos!
—Ser patética y curiosamente repulsivos: ese es el precio que pagamos por la especialización.
—Por la especialización —convino Mr. Menon—, pero no en el sentido en que usan ustedes en general la palabra. La especialización en ese sentido es necesaria e inevitable. Sin especialización no hay civilización. Y si uno educa toda la mente-cuerpo junto con el intelecto utilizador de símbolos, ese tipo de especialización necesaria no produce mucho daño. Pero ustedes no educan la mente-cuerpo. La cura que tienen para el exceso de especialización científica consiste en unos cuantos cursos más de humanidades. ¡Excelente! Toda educación tendría que incluir cursos de humanidades. Pero no nos engañemos con el nombre. En sí mismas las humanidades no humanizan. No son más que otra forma de especializaron en el plano simbólico. Leer a Platón o escuchar una disertación sobre T. S. Eliot no educa a todo el ser humano; como los cursos de física o química, no hace más que educar al manipulador de símbolos y deja todo el resto de la mente-cuerpo viviente en su estado prístino de ignorancia e ineptitud. De ahí todas esas patéticas y repulsivas criaturas que tanto me asombraron en mi primer viaje al extranjero.
—¿Y qué hay de la educación formal? —interrogó Will entonces—. ¿Qué hay de la indispensable información y de las necesarias habilidades intelectuales? ¿Las enseñan ustedes como nosotros?
—Las enseñamos como probablemente las enseñarán ustedes dentro de diez o quince años. Tomemos las matemáticas, por ejemplo. En el plano histórico, las matemáticas comenzaron con la elaboración de tretas útiles, se elevaron hacia la metafísica y finalmente se explicaron por sí mismas en términos de estructura y de trasformaciones lógicas. En nuestras escuelas invertimos el proceso histórico. Comenzamos con la estructura y la lógica; luego, pasando por alto la metafísica, pasamos de los principios generales a las aplicaciones particulares.
—¿Y los niños entienden?
—Mucho mejor que cuando se empieza con las tareas utilitarias. Desde los cinco años en adelante casi cualquier niño inteligente puede aprender casi cualquier cosa, siempre que se la presenten en la forma adecuada. Lógica y estructura en forma de juegos y acertijos. Los niños juegan y entienden el asunto con increíble rapidez. Después de lo cual se puede pasar a las aplicaciones prácticas. Enseñado de esa manera, la mayoría de los chicos pueden aprender tres veces más, cuatro veces más a fondo, en la mitad del tiempo. O considere otro terreno en el que se pueden utilizar juegos para implantar una comprensión de principios básicos. Todo el pensamiento científico se desarrolla en términos de probabilidad. Las viejas verdades eternas no son más que un alto grado de probabilidad; las leyes inmutables de la naturaleza no son más que promedios estadísticos. ¿Cómo se pueden introducir estas nociones profundamente poco evidentes en la cabeza de los niños? Jugando a la ruleta con ellos, haciendo girar monedas y echando a suertes. Enseñándoles juegos con naipes, tableros y dados.
—Serpientes y Escaleras Evolutivas: ese es el juego más popular entre los pequeños —dijo Mrs. Narayan—. Otro gran favorito es las Felices Familias Mendelianas.
—Y un poco más tarde —agregó Mr. Menon— les hacemos conocer un juego más bien, complicado en el que intervienen cuatro personas con un mazo de sesenta naipes especialmente diseñados, divididos en tres series. Bridge psicológico, lo llamamos. La mano que uno recibe es cuestión de suerte, pero la forma en que la juegue depende de su habilidad, de su capacidad para mentir y de su colaboración con su socio.
—Psicología, mendelismo, evolución: la educación aquí parece ser demasiado biológica —comentó Will.
—Lo es —admitió Mr. Menon—. No ponemos el acento principal en la física y la química, sino en las ciencias de la vida.
—¿Por cuestión de principio?
—No del todo. También por conveniencia y necesidad económica. No tenemos el dinero necesario para investigaciones en gran escala en los campos de la física y la química, y además no tenemos ninguna necesidad práctica de ese tipo de investigaciones: no nos hacen falta industrias pesadas que resulten más competitivas, ni armamentos más diabólicos, en el menor deseo de explorar la cara invisible de la luna. Sólo la modesta ambición de vivir como seres plenamente humanos, en armonía con el resto de la vida de esta isla, en esta latitud, en este planeta. Podemos tomar los resultados de las investigaciones de ustedes en física y química, y aplicarlos, si queremos o nos resulta posible, a nuestros propios fines. Entretanto nos dedicamos a la investigación que promete concedernos más utilidad: las ciencias de la vida y de la mente. Si los políticos de los nuevos Estados independientes tuviesen un poco de sensatez —agregó—, harían lo propio. Pero quieren demostrar que son fuertes; necesitan ejércitos, quieren ponerse a la altura de los adictos a la televisión, de los pueblos motorizados de Europa y Norteamérica. Ustedes no pueden elegir —prosiguió—. Están irremediablemente comprometidos a la física y la química aplicadas, con todas sus espantosas consecuencias, militares, políticas y sociales. Pero los países subdesarrollados no están comprometidos. No necesitan seguir el ejemplo de ustedes. Todavía están en libertad de seguir el camino que hemos seguido nosotros: el camino de la biología aplicada, el camino del control de la fertilidad y de la producción limitada y la industrialización selectiva que el control de la fertilidad posibilita, el camino que conduce hacia la dicha de adentro hacia afuera, pasando por la salud, por la conciencia, por el cambio de la actitud hacia el mundo; no hacia el espejismo de felicidad de afuera hacia adentro, pasando por los juguetes, las píldoras y las distracciones permanentes. Todavía pueden elegir nuestro camino, pero no quieren; quieren ser exactamente como ustedes, que Dios los ampare. Y como no pueden hacer lo que han hecho ustedes, por lo menos en el plazo que se han fijado, están condenados de antemano a la frustración y la desilusión, predestinados a la desdicha del derrumbe social y la anarquía, y luego a la desdicha de la esclavización por los tiranos. Es una tragedia en todo sentido predecible, y avanzan hacia ella con los ojos abiertos.
—Y nosotros no podemos ayudarlos —agregó la directora.
—No podemos hacer nada —dijo Mr. Menon—, aparte de continuar haciendo lo que hacemos y esperar, contra toda esperanza, que el ejemplo de una nación que ha encontrado el camino de ser dichosamente humana pueda ser imitado. Hay muy pocas probabilidades de que así suceda, pero podría ser…
—A menos de que primero no surja el Gran Rendang.
—A menos de que primero no surja el Gran Rendang —admitió Mr. Menon con gravedad—. Entretanto continuamos con nuestro trabajo, que es la educación. ¿Hay algo más que quiera saber, Mr. Farnaby?
—Muchísimo más —repuso Will—. Por ejemplo, ¿cuándo empiezan la enseñanza de las ciencias?
—Al mismo tiempo que empezamos la enseñanza de la multiplicación y la división. Primero, lecciones de ecología.
—¿Ecología? ¿No es eso un poco complicado?
—Por eso mismo empezamos por ahí. Nunca le damos a un niño la probabilidad de imaginar que alguna cosa existe aislada. Le aclaramos desde el principio que todo lo viviente es relación. Les mostramos la relación en los bosques, en los campos, en los estanques y arroyos, en la aldea y en el campo que la rodea. Se la inculcamos.
—Y permítame agregar —dijo la directora— que siempre enseñamos Ja ciencia de la relación en conjunción con la ética de la relación. Equilibrio, toma y daca, nada de excesos: tal es la regla de la naturaleza y, traducida de los hechos a la moral, tiene que ser la regla entre la gente. Como dije antes, a los niños les resulta muy fácil entender una idea cuando les es presentada en forma de una parábola sobre animales. Les damos una versión moderna de las fábulas de Esopo. No las antiguas ficciones antropomórficas, sino verdaderas fábulas ecológicas, con moraleja cósmica integral. Y otra maravillosa parábola para los niños es la historia de la erosión. Aquí no tenemos buenos ejemplos de erosión; entonces les mostramos fotografías de lo que sucedió en Rendang, en la India y China, en Grecia y el Levante, en África y Norteamérica; en todos los lugares donde personas ávidas y estúpidas trataron de tomar sin dar, de explotar sin amor o comprensión. Trata bien a la naturaleza, y la naturaleza te tratará bien a ti. En un Tazón de Polvo el «No hagas a tu prójimo lo que no quieras que te hagan» es evidente por sí mismo; al niño le resulta más fácil reconocerlo y entenderlo que en una familia o aldea erosionadas. Las heridas psicológicas no se ven… y de cualquier modo los chicos saben muy poco sobre sus padres. Y, como no disponen de normas de comparación, tienden a dar por sentada incluso la peor situación, como si formase parte de la naturaleza de las cosas. En tanto que la diferencia entre diez hectáreas de prados y diez hectáreas de cañadones y arenales resulta evidente. La arena y los cañadones son parábolas. Frente a ellos, al niño Ices fácil entender la necesidad de la conservación, y luego pasar de la conservación a la moral… le resulta fácil pasar de la regla áurea en relación con las plantas y los animales y la tierra que los mantiene a la regla áurea en relación con los seres humanos. Y he aquí otro punto importante. La moral a la que pasa un niño de los hechos de la ecología y las parábolas de la erosión es una ética uní versal. En la naturaleza no existen Pueblos Elegidos ni Tierras Santas, ni Revelaciones Históricas Únicas. La moral de la conservación no concede a nadie una excusa para sentirse superior ni para reclamar privilegios especiales. «No hagas a tu prójimo lo que no quieras que te hagan» rige para nuestra forma de tratar todo tipo de vida en todas partes del mundo. Se nos permitirá vivir en este planeta sólo mientras tratemos a toda la naturaleza con compasión e inteligencia. La ecología elemental conduce en forma directa al budismo elemental.
—Hace unas semanas —dijo Will luego de un momento de silencio— miraba yo el libro de Thorwald acerca de lo que sucedió en Alemania oriental entre enero y mayo de 1945. ¿Lo ha leído alguno de ustedes?
Los dos interpelados negaron con la cabeza.
—Pues no lo lean —aconsejó Will—. Estuve en Dresde cinco meses después del bombardeo de febrero. Cincuenta o sesenta mil civiles, la mayoría refugiados que huían de los rusos, quemados vivos en una sola noche. Y todo porque el pequeño Adolf jamás aprendió ecología —lanzó su feroz sonrisa castigada—, porque jamás le enseñaron los principios fundamentales de la conservación. —Uno convertía eso en un chiste porque era demasiado horrible como para decirlo en serio.
Mr. Menon se puso de pie y tornó su cartera.
—Tengo que irme. —Estrechó la mano a Will. Había sido un placer, y tenía la esperanza de que Mr. Farnaby gozara de su estadía en Pala. Entretanto, si quería conocer algo más sobre la educación palanesa, no tenía más que preguntárselo a Mrs. Narayan. Nadie tenía mejores condiciones para actuar de guía e instructor.
—¿Le gustaría visitar algunas de las clases? —preguntó Mrs. Narayan cuando el subsecretario hubo salido.
Will se puso de pie, la siguió fuera de la habitación y por un corredor.
—Matemáticas —dijo la directora mientras abría una puerta—. Y este es el quinto superior. Lo dirige Mrs. Anand.
Will hizo una inclinación de cabeza cuando lo presentaron. La canosa maestra le dedicó una sonrisa y susurró:
—Como verá, estamos profundamente concentrados en un problema.
Will miró en torno. Ante sus pupitres, una veintena de muchachos y niñas fruncían el ceño, en concentrado silencio, mordiendo los lápices y estudiando sus cuadernos. Las cabezas inclinadas eran morenas y cuidadosamente peinadas. Por sobre los pantaloncitos color caqui o blancos, por sobre las largas faldas de vivos colores, los dorados cuerpos relucían con el calor. El cuerpo de los jóvenes mostraba la jaula de las costillas por debajo de la piel; el de las muchachas, más pleno, más suave, con la hinchazón de los pequeños pechos, firmes, altos, elegantes como invenciones de un escultor rococó de ninfas. Y todos los consideraban con absoluta normalidad. ¡Qué alivio, reflexionó Will, estar en un lugar en el que la Caída era una doctrina caduca!
Entretanto Mrs. Anand explicaba —sotto voce para no distraer de su tarea a los solucionadores de problemas— que siempre dividía su clase en dos grupos. El grupo de los visualizadores, que pensaban en términos geométricos, como los antiguos griegos, y el de los no visualizadores, que preferían el álgebra y las abstracciones sin imágenes. Un tanto a desgana, Will apartó su atención del hermoso mundo no caído de los cuerpos juveniles y se resignó a adoptar un interés inteligente por la diversidad humana y la enseñanza de las matemáticas.
Al cabo se despidieron. En la puerta siguiente, en una aula celeste adornada con grabados de animales tropicales, Bodhisattvas y sus Shakti de opulentos pechos, el quinto inferior recibía su lección bisemanal de filosofía aplicada elemental. Aquí los pechos eran más pequeños, los brazos más delgados y menos musculosos. Apenas hacía un año que habían abandonado la infancia.
—Los símbolos son públicos —decía el joven que se encontraba ante el encerado cuando Will y Mrs. Narayan entraron en el aula. Trazó una hilera de circulitos y los números 1, 2, 3, 4, 5—. Estas son personas —explicó. Luego, de cada uno de los circulitos llevó una raya hasta un cuadrado que había a la izquierda del encerado. En el centro del cuadrado escribió S—. S es el sistema de símbolos que la gente usa cuando quiere hablar entre sí. Todos hablan el mismo idioma: inglés, palanés, esquimal, según donde vivan. Las palabras son públicas; pertenecen a todos los que hablan un idioma dado: figuran en los diccionarios. Y ahora miremos las cosas que suceden ahí. —Señaló la ventana abierta. Media docena de loros de vivos colores, dibujados contra una nube blanca, apareció ante la vista, pasó por detrás de un árbol y desapareció. El maestro dibujó un segundo cuadrado en el extremo opuesto de la pizarra y lo designó con A de «acontecimientos», uniéndolo a los círculos por medio de líneas—. Lo que sucede ahí afuera es público… o por lo menos bastante público —especificó—. Y lo que sucede cuando uno pronuncia o escribe palabras también es público. Pero las cosas que suceden dentro de estos circulitos son privadas. Privadas. —Se llevó una mano al pecho—. Privado. —Se frotó la frente—. Privado. —Se tocó los párpados y la punta de la nariz con un índice moreno—. Y ahora hagamos un experimento sencillo. Digan la palabra «pellizco».
—Pellizco —rugió la clase al unísono—. Pellizco…
—P-E-LL-I-Z-C-O… pellizco. Eso es público, es algo que pueden buscar en el diccionario. Pero ahora pellízquense. ¡Con fuerza! ¡Más fuerte!
Con un acompañamiento de risitas contenidas, de ayes y oh, los niños hicieron lo que se les pedía.
—¿Alguien puede sentir lo que siente la persona sentada a su lado?
Hubo un coro de No.
—De modo que según parece —dijo el joven—, hay… veamos, ¿cuántos somos? —Pasó la vista por los pupitres que tenía ante sí—. Parece que tenemos veintitrés dolores separados y distintos. Veintitrés en esta habitación. Casi tres mil millones en todo el mundo. Más los dolores de todos los animales. Y cada uno de estos dolores es estrictamente privado. No hay forma de trasmitir la experiencia de un centro de dolor a otro centro de dolor. No existe comunicación alguna, a no ser la indirecta, a través de S. —Señaló el cuadrado de la izquierda del encerado, y luego los círculos del centro—. Aquí hay dolores privados en 1, 2, 3, 4, 5. Aquí, en S, hay noticias sobre los dolores privados, y en S se puede decir «pellizco», que es una palabra pública que figura en el diccionario.
Y adviertan esto: hay una sola palabra pública, «dolor», para tres mil millones de experiencias privadas, cada una de las cuales es probablemente tan distinta de todas las demás como mi nariz es diferente de las de ustedes y las de ustedes distintas unas de otras. Una palabra sólo representa las formas en que las cosas o los sucesos del mismo tipo general se parecen unas a otras. Por eso la palabra es pública. Y como es pública, no puede representar las formas en que los sucesos del mismo tipo general son distintos el uno del otro.
Hubo un silencio. Luego el maestro levantó la vista y formuló una pregunta.
—¿Alguien sabe algo sobre Mahakasyapa?
Se levantaron varias manos. Señaló con el dedo a una chiquilla de faldas azules y collar de conchas que se sentaba en la fila de adelante.
—Dínoslo tú, Amiya.
Casi sin aliento, ceceante, Amiya comenzó a hablar.
—Mahakazyapa —dijo— fue el único de los dizípulos que zabía de qué hablaba el Buda.
—¿Y de qué hablaba?
—No hablaba. Por ezo no lo entendían.
—Pero Mahakasyapa entendió lo que decía aunque no hablaba… ¿no es así?
La chiquilla asintió. Así era.
—Elloz creían que iba a predicar un zermón —dijo—. Pero no lo hizo. Zólo recogió una flor y la levantó para que todoz la mirazen.
—Y ese fue el sermón —gritó un chiquillo de taparrabos amarillo que había estado retorciéndose en su asiento, incapaz de contener sus deseos de comunicar lo que sabía.
—Pero nadie pudo entender eze tipo de zermón. Nadie, zalvo Mahakazyapa.
—¿Y qué hizo Mahakasyapa Cuando el Buda levantó la flor?
—¡Nada! —gritó triunfalmente el taparrabos amarillo.
—Zólo zonrió —agregó Amiya—. Y ezo le demoztró al Buda que entendía de qué ze trataba. Y entonzez le zonrió a zu vez, y eztuvieron ahí, zonriéndoze y zonriéndoze.
—Muy bien —dijo el maestro—. Y ahora —se volvió hacia el taparrabos amarillo— veamos qué piensas que entendió Mahakasyapa.
Hubo un silencio. Luego, alicaído, el niño agachó la cabeza.
—No sé —masculló.
—¿Lo sabe alguno?
Hubo varias conjeturas. Quizás había entendido que la gente se aburre con los sermones… incluso los del Buda. Quizá le gustaban las flores tanto como al Compasivo. Puede que se tratase de una Flor Blanca, y que eso k hiciera pensar en la Clara Luz. O puede que fuese azul, y ese era el color de Siva.
—Buenas respuestas —dijo el maestro—. En especial la primera. Los sermones son bastante aburridos… en especial para el que los predica. Pero he aquí una pregunta. Si alguna de las respuestas de ustedes hubiese sido lo que entendió Mahakasyapa cuando el Buda levantó la flor, ¿por qué no lo dijo en otras tantas palabras?
—Quizá porque no era un buen orador.
—Era un excelente orador.
—A lo mejor le dolía la garganta.
—Si le hubiese dolido la garganta no hubiese sonreído con tanta dicha.
—Díganoslo usted —pidió una voz chillona desde el fondo del aula.
—Sí, díganoslo usted —repitió una decena de voces.
El maestro sacudió negativamente la cabeza.
—Si Mahakasyapa y el Compasivo no pudieron decirlo con palabras, ¿cómo podría hacerlo yo? Entretanto, echemos otra ojeada a estos diagramas de la pizarra. Palabras públicas, acontecimientos más o menos públicos, y luego personas, centros completamente privados de dolor y placer. ¿Completamente privados? —interrogó—. Pero quizás eso no sea del todo cierto. Quizás, en fin de cuentas, haya cierto tipo de comunicación entre los círculos… no en la forma en que yo me comunico ahora con ustedes, por medio de palabras, sino directamente. Y quizás el Buda se refería a eso cuando terminó su sermón, sin palabras, de la flor. «Poseo el tesoro de las enseñanzas inconfundibles —dijo a sus discípulos—, la maravillosa Mente del Nirvana, la verdadera forma sin forma, que está más allá de todas las palabras, la enseñanza para dar y recibir fuera de todas las doctrinas. Eso es lo que he entregado a Mahakasyapa». —Volvió a tomar la tiza y trazó una tosca elipse que encerraba dentro de sus límites todos los demás diagramas del encerado: los circulitos que representaban a los seres humanos, el cuadrado que simbolizaba los acontecimientos y el otro cuadrado que representaba las palabras y los símbolos—. Todos separados —dijo—, y, sin embargo, todos uno. Personas, sucesos, palabras: todos ellos son manifestaciones de la Mente, de la Talidad, del Vacío. Lo que Buda quería decir y lo que Mahakasyapa entendió fue que estas enseñanzas no pueden formularse en palabras, que uno sólo puede serlas. Y esto es algo que todos ustedes descubrirán cuando les llegue el momento de la iniciación.
—Hora de seguir adelante —susurró la directora. Y cuando la puerta se cerró tras ellos y se encontraban otra vez en el corredor, dijo a Will—: Este mismo tipo de enfoque lo usamos en nuestra enseñanza de ciencias, comenzando por la botánica.
—¿Por qué con la botánica?
—Porque es tan fácil vincularla con lo que se decía hace un instante: con la historia de Mahakasyapa.
—¿Ese es el punto de partida de ustedes?
—No, comenzamos en forma prosaica con el texto. A los niños se les hace conocer los hechos evidentes, elementales, pulcramente ordenados en los casilleros normales. Botánica pura: esa es la primera etapa. Seis o siete semanas. Después de lo cual se dedican toda una mañana a lo que nosotros llamamos construcción de puentes. Dos horas y media durante las cuales tratamos de hacer que vinculen con el arte, el lenguaje, la religión, el conocimiento de sí mismos, todo lo que aprendieron en las lecciones anteriores.
—Botánica y conocimiento de sí mismo… ¿Cómo construyen ese puente?
—En realidad es muy sencillo —le aseguró Mrs. Narayan—. A cada uno de los chicos se les da una flor común, un hibisco, por ejemplo, o mejor aun (porque el hibisco no tiene aroma) una gardenia. Hablando en términos científicos, ¿qué es una gardenia? ¿De qué está compuesta? De pétalos, estambres, pistilo, ovario y todo lo demás. Se les pide que escriban una descripción analítica completa de la flor, ilustrada con un dibujo exacto. Cuando terminan hay un breve período de descanso, al final del cual se les lee la historia de Mahakasyapa y se les pide que piensen en ella. ¿Quiso el Buda dar una lección de botánica? ¿O estaba enseñando otra cosa a sus discípulos? Y en ese caso, ¿qué? —¿Qué, en efecto?
—Y por supuesto, como lo aclara el relato, no hay respuesta alguna que se pueda formular en palabras. Por lo tanto les decimos a los chicos que dejen de pensar y miren. Pero miren en forma analítica«, les decimos». No como hombres de ciencia, ni siquiera como jardineros. Libérense de todo lo que saben y miren con absoluta inocencia esta cosa infinitamente improbable que tienen ante ustedes. Mírenla como si nunca hubieran visto nada semejante, como si no tuviese nombre ni perteneciese a clase reconocible alguna. Mírenla despiertos, pero pasiva, receptivamente, sin rotular ni juzgar ni comparar. Y mientras la miren inhalen su misterio, inspiren el espíritu del sentido, el aroma de la sabiduría de la otra orilla.
—Todo esto —comentó Will— se parece mucho a lo que decía el doctor Robert en la ceremonia de iniciación.
—Es claro —respondió Mrs. Narayan—. Aprender a adquirir la visión de las cosas que tenía Mahakasyapa es la mejor preparación para la experiencia de la medicina moksha. Todos los niños que llegan a la iniciación llegan a ella después de una prolongada educación en el arte de ser receptivos. Primero, la gardenia como ejemplar botánico. Luego la misma gardenia en su singularidad, la gardenia como la ve el artista, la gardenia, más milagrosa aun, vista por el Buda y Mahakasyapa. Y no hace falta decir —continuó— que no nos limitamos a las flores. Todos los cursos que siguen los niños son jalonados por sesiones periódicas de construcción de puentes. Todo, desde las ranas disecadas, hasta las nebulosas espirales, es contemplado receptiva y conceptualmente a la vez, como un hecho de experiencia estética o espiritual y en términos de ciencia, historia o economía. La educación para la receptividad es el complemento y el antídoto de la educación para el análisis y la manipulación de símbolos. Ambos tipos de educación son absolutamente indispensables. Si descuida cualquiera de los dos, jamás llegará a convertirse en un ser humano completo.
Hubo un silencio.
—¿Cómo hay que contemplar a las demás personas? —preguntó Will al cabo—. ¿Con el punto de vista de Freud o el de Cézanne? ¿Con el de Proust o el del Buda?
Mrs. Narayan rió.
—¿Con cuál me mira a mí? —preguntó a su vez.
—En primer lugar, supongo que con el punto de vista del sociólogo —respondió él—. La miro como a la representante de una cultura que no me es familiar. Pero también tengo conciencia de usted receptivamente. Pienso, si no le molesta que se lo diga, que ha envejecido notablemente bien. Bien en el plano estético, en el intelectual y el psicológico, y bien en el plano espiritual, signifique esa palabra lo que significare… y si me torno receptivo, eso es algo importante. En tanto que si trato de proyectar en lugar de absorber, puedo conceptualizarlo y convertirlo en una pura tontería. —Lanzó una carcajada levemente parecida a la de una hiena.
—Si uno quiere —dijo Mrs. Narayan— siempre puede sustituir las mejores percepciones de la receptividad por una mala idea preparada de antemano. ¿Pero por qué habría uno de hacer esa elección? ¿Por qué no escuchar a ambas partes y armonizar los puntos de vista de las dos? El fabricante de conceptos, analizador y apegado a la tradición, y el receptor de percepciones, despiertamente pasivo: ninguno de los dos es infalible, pero los dos juntos pueden realizar un trabajo razonablemente bueno.
—¿Hasta qué punto es efectiva la educación de ustedes en el arte de la receptividad? —interrogó Will.
—Hay grados de receptividad —contestó ella—. Muy poca en una lección de ciencias, por ejemplo. La ciencia comienza con la observación; pero la observación siempre es selectiva. Hay que observar el mundo a través de un enrejado de conceptos proyectados. Luego toma uno la medicina moksha y de pronto casi no quedan conceptos. No selecciona para clasificar inmediatamente lo que experimenta; no hace más que absorberlo. Es como ese poema de Words-worth: «Trae contigo un corazón que mire y reciba». En esas sesiones de construcción de puentes que le describí hay, todavía mucha afanosa selección y proyección, pero no tanta como en las precedentes lecciones de ciencias. Los niños no se convierten de repente en pequeños Tathagata; no llegan a la pura receptividad que viene con la medicina moksha. Muy lejos de ello. Lo único que se puede decir es que aprenden a tomar con calma los nombres y las nociones. Durante un tiempo absorben más de lo que emiten.
—¿Qué les hacen hacer con lo que han absorbido?
—Simplemente les pedimos —respondió Mrs. Narayan con una sonrisa— que intenten lo imposible. Se les dice que traduzcan su experiencia en palabras. Como un objeto dado puro, desconceptualizado, ¿qué es esta flor, esta rana disecada, este planeta que se ve en el otro extremo del telescopio? ¿Qué significa? ¿Qué les hace pensar, sentir, imaginar, recordar? Traten de escribirlo. No lo lograrán, por supuesto, pero inténtenlo. Los ayudará a entender la diferencia que hay entre las palabras y los sucesos, entre saber algo acerca de las cosas y conocerlas. «Y cuando hayan terminado de escribir, les decimos, vuelvan a mirar la flor y después de mirarla cierren los ojos uno o dos minutos. Luego dibujen lo que vean sus ojos cuando están cerrados. Dibujen lo que sea… algo vago o vivido, algo parecido a la flor o en todo sentido distinto de ella. Dibujen lo que vieron o aun lo que no vieron; dibújenlo y coloréenlo con pinturas o lápices de color. Luego descansen otra vez y después de eso comparen el primer dibujo con el segundo; comparen la descripción científica de la flor con lo que escribieron acerca de ella cuando analizaban lo que veían, cuando se comportaron como si no supiesen nada sobre la flor y permitieron que el misterio de su existencia penetrase en ustedes, así, como del cielo. Luego comparen los dibujos y lo que han escrito con los dibujos y lo que escribieron los otros alumnos. Verán que las descripciones analíticas y las ilustraciones son muy similares, en tanto que los dibujos y las composiciones del otro tipo son muy distintos entre sí. ¿Cómo se vincula todo esto con lo que aprendieron en la escuela, en el hogar, en la selva, en el templo?». Decenas de preguntas, todas ellas insistentes. Los puentes tienen que ser construidos en todas direcciones. Se empieza con la botánica, o con cualquier otra materia del programa, y al final de la sesión de construcción de puentes se encuentra uno pensando en la naturaleza del lenguaje, en los distintos tipos de experiencias, en la metafísica y en la conducta en la vida, en el conocimiento analítico y en la sabiduría de la Otra Orilla.
—¿Cómo se las arreglaron para enseñar a los maestros que ahora enseñan a los niños a construir esos puentes?
—Comenzamos a enseñar a los maestros hace ciento siete años —contestó Mrs. Narayan—. Clases de jóvenes y muchachas que habían sido educados en la forma palanesa tradicional. Ya sabe: buenos modales, agricultura, bellas artes, oficios, el todo salpicado con un poco de medicina popular, de física y biología de comadres, y de creencia en el poder de la magia y en la verdad de los cuentos de hadas. Nada de ciencias, ni historia, ni conocimiento de nada de lo que sucedía en el mundo exterior. Pero esos futuros maestros eran piadosos budistas; la mayoría de ellos practicaban la meditación y casi todos habían leído u oído hablar mucho de la filosofía mahayana. Eso quería decir que en los terrenos de metafísica aplicada y psicología habían sido educados mucho más a fondo y en forma mucho más realista que en la parte del mundo donde vive usted. El doctor Andrew era un humanista científicamente educado, antidogmático, que había descubierto el valor del mahayana puro y aplicado. Su amigo, el raja, era un budista tántrico que había descubierto el valor de la ciencia pura y aplicada. Por consiguiente, ambos veían con claridad que para ser capaces de enseñar a los niños a ser seres humanos plenos, en una sociedad digna de que seres humanos plenos viviesen en ella, un maestro tenía primero que aprender a aprovechar lo mejor de los dos mundos.
—¿Y qué opinaron los primeros maestros al respecto? ¿No se resistieron al proceso?
Mrs. Narayan negó con la cabeza.
—No se resistieron, por la sólida razón de que no se había atacado nada precioso. Se respetó su budismo. Lo único que se les pidió que abandonasen fue la ciencia de comadres y los cuentos de hadas. Y a cambio de eso recibieron todo tipo de hechos mucho más interesantes y teorías mucho más útiles. Todas esas cosas emocionantes del mundo occidental de ustedes, del conocimiento, el poder y el progreso, debían ser combinadas con las teorías del budismo y los hechos psicológicos de la metafísica aplicada, y en cierta medida subordinadas a ellos. En realidad no había en ese programa de «lo mejor de los dos mundos» nada que pudiese ofender las susceptibilidades incluso del más quisquilloso y ardiente de los patriotas religiosos.
—Pensaba en nuestros futuros maestros —dijo Will luego de un silencio—. En esta etapa tardía, ¿se les podrá enseñar? ¿Podrán aprender a aprovechar lo mejor de los dos mundos?
—¿Por qué no? No tienen que abandonar ninguna de las cosas que tienen real importancia para ellos. El no cristiano podría seguir pensando en el hombre, y los cristianos continuar adorando a Dios. No habría cambio alguno, salvo que Dios tendría que ser pensado como inmanente y el hombre como potencialmente autotrascendente.
—¿Y le parece que harían esos cambios sin alharacas? —Will rió—. Es usted una optimista.
—Una optimista —replicó Mrs. Narayan— por el sencillo motivo de que, si se encara un problema con inteligencia y en forma realista, los resultados tienen que ser bastante buenos. Esta isla justifica cierto optimismo. Y ahora vamos a echar una ojeada a la clase de danza.
Cruzaron un patio sombreado por árboles y, atravesando una puerta batiente, pasaron del silencio al rítmico palpitar de un tambor y al chillido de flautas que repetían una y otra vez una breve melodía pentatónica que en los oídos de Will sonó vagamente como escocesa.
—¿Música viva o grabada? —preguntó.
—Cinta magnética japonesa —respondió Mrs. Narayan con laconismo. Abrió una segunda puerta que daba acceso a un gran gimnasio donde dos jóvenes barbudos y una pequeña anciana sorprendentemente ágil, ataviada con pantalones de raso negro, enseñaban a unos veinte o treinta chiquillos los pasos de una danza vivaz.
—¿Qué es esto? —interrogó Will—. ¿Diversión o educación?
—Las dos cosas —contestó la directora—. Y también ética aplicada. Como esos ejercicios de respiración de que hablábamos hace poco… sólo que más eficaz, porque es más violenta.
—Pisotéenlo —cantaban los niños al unísono. Y pisoteaban con todas sus fuerzas, con sus piececitos calzados con sandalias—. ¡Pisotéenlo! —Un furioso pisotón final y comenzaron de nuevo a brincar y girar, en otro movimiento de la danza.
—Esto se llama Danza de Rakshasi —explicó Mrs. Narayan.
—¿Rakshasi? —preguntó Will—. ¿Qué es eso?
—Un Rakshasi es una especie de demonio. Muy grande, y sumamente desagradable. Personifica todas las más feas pasiones. La Danza de Rakshasi es un recurso para soltar esas peligrosas acumulaciones de vapor engendradas por la cólera y la frustración.
—¡Pisotéenlo! —La música había llegado otra vez al estribillo coral—. ¡Pisotéenlo!
—Vuelvan a pisotear —gritó la pequeña anciana, dando un furioso ejemplo—. ¡Con más fuerza, más!
—¿Qué ayudó más —especuló Will— a la moralidad y la conducta racional? ¿Las orgías báquicas o La república? ¿La Etica de Nicómaco o las danzas coribánticas?
—Los griegos —dijo Mrs. Narayan— eran demasiado propensos a pensar en términos de o… o. Para ellos siempre se trataba de no sólo… sino. No sólo Platón y Aristóteles, sino también las ménades. Sin esas danzas reductoras de la tensión, la filosofía moral habría sido impotente, y sin la filosofía moral los danzarines no habrían sabido qué haces después. Lo único que hemos hecho es copiar una hoja del libro griego.
—¡Muy bien! —exclamó Will, aprobando. Luego recordó (como recordaba siempre, tarde o temprano, por agudo que fuese su placer y por auténtico que fuese su entusiasmo) que era el hombre que no aceptaba un sí por respuesta, y repentinamente rompió a reír—. Aunque a la larga no tiene mayor importancia —dijo—. El coribantismo no pudo impedir que los griegos se cortasen unos a otros el cuello. Y cuando el coronel Dipa decida actuar, ¿qué harán en defensa de ustedes las danzas de Rakshasi? Los ayudarán a reconciliarse con su suerte, quizá… y eso es todo.
—Sí, eso es todo —dijo Mrs. Narayan—. Pero reconciliarse con la propia suerte… esa es una gran hazaña.
—En apariencia lo toman todo con calma.
—¿De qué serviría tomarlo con histeria? No mejoraría en modo alguno nuestra situación política; no haría más que empeorar un poco nuestra situación personal.
—Y pisotéenlo —volvieron a gritar los chicos al unísono, y las tablas del piso temblaron bajo sus pies—. Pisotéenlo.
—No crea —prosiguió Mrs. Narayan— que este es el único tipo de danza que enseñamos. La reorientación de la energía engendrada por los malos sentimientos es importante. Pero igualmente importante es dirigir los buenos sentimientos y los conocimientos correctos al plano de la expresión. Movimientos expresivos, en este caso; gestos expresivos. Si hubiese venido ayer, cuando estaba aquí nuestro profesor visitante, le habría mostrado cómo enseñamos ese tipo de danza. Pero hoy, por desgracia, no es posible. No volverá hasta el próximo martes.
—¿Qué tipo de danza enseña él?
Mrs. Narayan trató de describirla. Nada de saltos y cabriolas, nada de carreras. Los pies siempre plantados con firmeza en el suelo Inclinaciones y movimientos laterales de las rodillas y las caderas. Toda la expresión concentrada en los brazos, muñecas y manos, en el cuello y la cabeza, en la cara y, por sobre todo, en los ojos. Movimiento de los hombros hacia arriba y hacia afuera; movimiento intrínsecamente bello y al mismo tiempo cargado de significación simbólica. El pensamiento que adquiere forma en el ritual y en el gesto estilizado. Todo el cuerpo trasformado en un jeroglífico, en una sucesión de jeroglíficos, de actitudes que se van modulando de significación en significación, como un poema o una pieza musical. Movimientos de los músculos que representan movimientos de la Conciencia, el paso de la Talidad a la pluralidad, de la pluralidad al Uno inmanente y omnipresente.
—Es meditación en acción —concluyó—. Es la metafísica del mahayana expresada, no en palabras, sino por medio de movimientos y gestos simbólicos.
Salieron del gimnasio por una puerta distinta de aquella por la cual habían entrado y doblaron a la izquierda en un breve corredor.
—¿Qué viene ahora? —preguntó Will.
—Él cuarto inferior —respondió Mrs. Narayan—, que está trabajando en psicología práctica elemental.
Abrió una puerta verde.
—Bueno, ahora ya lo saben —oyó Will que decía voz familiar—. Nadie tiene que sentir dolor. Ustedes dijeron que la aguja no dolería… y no dolió.
Entraron en la habitación y allí, muy alta en medio de una veintena de cuerpecitos morenos regordetes o flacos, estaba Susila MacPhail. Les sonrió, señaló un par de sillas que se encontraban en un rincón del aula y se volvió de nuevo a los niños:
—Nadie tiene que sentir el dolor —repitió—. Pero no lo olviden nunca: el dolor siempre significa que algo anda mal. Han aprendido a eliminar el dolor, pero no lo hagan irreflexivamente, no lo hagan sin formularse la pregunta: ¿cuál es el motivo de este dolor? Y si es malo, o si no hay motivo para él, háblenle a su madre al respecto, o a cualquier persona mayor del Club de Adopción Mutua.
Y sólo entonces eliminen el dolor. Elimínenlo sabiendo que si es necesario hacer algo, se hará. ¿Entienden? Y ahora —continuó después de que todas las preguntas fueron formuladas y contestadas—, juguemos a algunos juegos. Cierren los ojos y finjan que están viendo ese pobre y viejo mynah que tiene una sola pata y que viene todos los días a la escuela para que lo alimenten. ¿Pueden verlo?
Por supuesto, podían verlo. Resulta evidente que el mynah que tenía una sola pata era un viejo amigo.
—Véanlo con tanta claridad como lo vieron hoy, a la hora del almuerzo. Y no lo miren con fijeza, no hagan esfuerzo alguno. Miren sólo lo que les llegue, y dejen que los ojos se muevan… del pico a la cola, de sus ojitos brillantes a su única pata anaranjada.
—Yo puedo oírlo además —informó una chiquilla—. ¡Dice Karuna, Karuna!
—No es cierto —dijo otro niño, indignado—. Dice «¡Atención!».
—Dice las dos cosas —les aseguró Susila—. Y quizá muchas otras palabras más. Pero ahora vamos a fingir de veras. Finjan que hay dos mynah con una sola pata. Tres. Cuatro. ¿Pueden ver a los cuatro?
Podían.
Cuatro mynah de una sola pata en las cuatro esquinas de un cuadrado, y un quinto en el centro. Y ahora hagamos que cambien de color. Ahora son blancos. Cinco mynah blancos, de cabeza amarilla y una pata anaranjada. Y ahora la cabeza es azul. De un azul vivo… y el resto del pájaro es rosado. Y siguen cambiando. Ahora son de color púrpura. Cinco aves de color púrpura y cabeza blanca, y cada uno de ellos tiene una pata verde pálido. ¡Cielos!, ¿qué sucede? Ya no son cinco; son diez. No, veinte, cincuenta, cien. Cientos y cientos. ¿Pueden verlos? —Algunos podían… sin la menor dificultad; y a los que no podían seguir todos los cambios Susila les propuso metas más modestas.
—Digamos que son doce —dijo—. O si doce es mucho, pongamos diez, ocho. Aun así, es una enorme cantidad de mynah. Y ahora —continuó, cuando todos los niños percibieron todos los pájaros color púrpura que cada uno era capaz de crear—, ahora desaparecen. —Golpeó las manos—. ¡Se han ido! Hasta el último. No queda nada. Y ahora no van a ver mynah; me van a ver a mi. Una, de amarillo. Dos, de verde. Tres, de azul, con lunares rosados. Cuatro del rojo más vivo que jamás hayan visto. —Volvió a golpear las manos—. Han desaparecido todas. Y ahora están Mrs. Narayan y ese hombre de aspecto extraño, con una pierna rígida, que ha venido con ella. Cuatro de cada uno de ellos. De pie, formando un gran círculo, en el gimnasio. Y ahora bailan la Danza de Rakshasi. «Pisotéenlo, pisotéenlo».
Hubo una risita general. Los Will y las directoras bailarines deben de haberles parecido enormemente cómicos.
Susila hizo chasquear los dedos.
—¡Que desaparezcan! ¡Se han ido! Y cada uno de ustedes ve tres de sus respectivas madres y tres de sus padres corriendo por el campo de juegos. ¡Cada vez más rápido, más y más rápido! Y de pronto ya no están. Y luego están. Pero al instante siguiente han desaparecido. Están, no están. Están, no están.
Las risitas se convirtieron en carcajadas, y en la culminación de la risa sonó un timbre. Había terminado la lección de psicología práctica elemental.
—¿Cuál es el sentido de todo eso? —preguntó Will cuando los niños salieron a jugar y Mrs. Narayan regresó a su despacho.
—El sentido —respondió Susila— consiste en hacer que la gente entienda que no estamos completamente a merced de nuestros recuerdos y nuestras fantasías. Si nos inquieta lo que sucede dentro de nuestra cabeza, podemos remediarlo. Se trata nada más de que le muestren a uno qué debe hacer y luego practicarlo… tal como se aprende a leer o a tocar la flauta. Lo que se les enseñaba a esos niños que usted vio es una técnica muy simple: una técnica que más tarde convertiremos en un método de liberación. No de liberación total, por supuesto. Pero media hogaza es mucho mejor que nada de pan. Esta técnica no lo llevará a uno al descubrimiento de su naturaleza de Buda, pero puede ayudarlo a prepararse para ese descubrimiento… ayudarlo porque lo libera de las obsesiones de sus recuerdos dolorosos, de sus remordimientos, de sus injustificadas ansiedades en cuanto al futuro.
—«Obsesiones» —convino Will— es la palabra.
—Pero no es obligatorio estar obsesionado. Algunos de los fantasmas pueden ser eliminados con suma facilidad. Cada vez que aparezca uno, déle el tratamiento de la imaginación. Trátelo como tratamos hace un rato a los mynah, como los tratamos a usted y a Mrs. Narayan. Cámbieles la ropa, póngales otra nariz, multiplíquelos, dígales que se vayan, llámelos de vuelta y hágalos hacer algo ridículo. Luego suprímalos. ¡Piense en lo que habría podido hacer en relación con su padre, si alguien le hubiese enseñado algunas de estas sencillas tretas cuando era pequeño! Usted lo consideraba un ogro aterrador. Pero eso no era necesario. En su imaginación habría podido transformar al ogro en algo grotesco. En todo un coro de cosas grotescas. Veinte sujetos grotescos zapateando y cantando «Soñé que moraba en palacios de mármol». Un breve curso de psicología práctica elemental, y toda su vida habría podido ser distinta.
¿Cómo habría encarado la muerte de Molly?, se preguntó Will mientras caminaban hacia el jeep estacionado. ¿Qué ritos de exorcismo imaginativo habría podido practicar sobre ese blanco súcubo, perfumado con almizcle, que era la encarnación de sus frenéticos y aborrecidos deseos?
Pero ahí estaba el jeep. Will entregó a Susila las llaves y se ubicó laboriosamente en el asiento. Estrepitoso, como si se encontrase bajo la compulsión neurótica de compensar en exceso su diminuta estatura, un auto pequeño y antiquísimo se aproximó desde la aldea, entró en el camino de coches y, aún estremeciéndose, se detuvo junto al jeep.
Se volvieron. Allí, asomándose por la ventanilla del Austin Baby real, estaba Murugan, y a su lado, envuelta en muselina blanca, espumosa como una nube cúmulo, se sentaba la rani. Will hizo una inclinación de cabeza en su dirección y obtuvo la más graciosa de las sonrisas, que desapareció en cuanto la mujer se volvió hacia Susila, cuyo saludo fue contestado con el más distante de los movimientos de cabeza.
—¿Va de paseo? —preguntó Will con cortesía.
—Sólo hasta Shivapuram —respondió la rani.
—Si este maldito cajón resiste hasta allá —agregó Murugan con amargura. Hizo girar la llave de encendido. El motor lanzó su último eructo obsceno y se apagó.
—Tenemos que ver a algunas personas —continuó la rani—. O más bien a Una Persona —agregó, en un tono cargado de significación conspirativa. Sonrió a Will y estuvo a punto de lanzarle un guiño.
Fingiendo no entender que hablaba de Bahu, Will murmuró un poco comprometedor «Es claro» y se condolió con ella por todo el trabajo y las preocupaciones que sin duda exigiría la próxima fiesta de entrada en la mayoría de edad, que se celebraría la semana siguiente.
Murugan lo interrumpió.
—¿Qué estaba haciendo aquí? —interrogó.
—Me he pasado la tarde mostrando un inteligente interés por la educación palanesa.
—La educación palanesa —repitió la rani. Y una vez más, con acento apenado—. Educación (pausa) palanesa. —Meneó la cabeza.
—Personalmente —dijo Will—, me gustó todo lo que vi y oí al respecto… desde Mr. Menon y la directora hasta la psicología práctica elemental, tal como la enseña —agregó, tratando de incorporar a Susila a la conversación— Mrs. MacPhail.
La rani siguió haciendo caso omiso de Susila y señaló con un grueso dedo acusador los espantapájaros del campo de abajo.
—¿Ha visto eso, Mr Farnaby?
Por cierto que lo había visto.
—¿Y dónde, si no en Pala —preguntó—, puede uno encontrar espantapájaros que sean a la vez bellos, eficientes y metafísicamente significativos?
—Y que —dijo la rani en una voz vibrante con una especie de sepulcral indignación— no sólo ahuyentan a los pájaros del arroz, sino que además alejan a los niños de la idea de Dios y Sus Avatares. —Levantó la mano—. ¡Escuche!
Tom Krishna y Mary Sarojini estaban ahora acompañados por cinco o seis compañeritos y jugaban a tirar de las cuerdas que hacían funcionar a las marionetas sobrenaturales. Del grupo llegaba un sonido de vocecitas chillonas que parloteaban al unísono. A la segunda repetición, Will distinguió las palabras de la cancioncilla.
Tironea una y otra vez, con energía y vigor; los dioses bailan, pero los cielos permanecen inmóviles.
—¡Bravo! —exclamó él, y rió.
—Me temo que yo no puedo sentirme divertida —dijo la rani con severidad—. No es gracioso. Es Trágico, Trágico.
Will se mantuvo en sus trece.
—Entiendo —dijo— que estos encantadores espantapájaros fueron una invención del bisabuelo de Murugan.
—El bisabuelo de Murugan —replicó la rani— era un hombre muy notable. Notablemente inteligente, pero no menos notablemente perverso. Grandes dones… ¡mas, ay, usados con cuánta malevolencia! Y lo que es peor, estaba lleno de Falsa Espiritualidad.
—¿Falsa Espiritualidad? —Will contempló al enorme dechado de Verdadera Espiritualidad y, a través del hedor de calientes subproductos del petróleo inhaló el perfume de sándalo, parecido al incienso, ultraterrenal—. ¿Falsa Espiritualidad? —Y de pronto se sorprendió preguntándose (preguntándose y luego, con un estremecimiento, imaginando) qué parecería la rani si fuese despojada de repente de su uniforme de mística y revelada, exuberante y esteatopigiamente desnuda, a la luz.
Y la multiplicó en una trinidad de obesidades desnudas, en dos trinidades, en veinte. Psicología práctica aplicada… ¡al máximo!
—Sí, Falsa Espiritualidad —repetía la rani—. Hablaba de Liberación, pero siempre, a causa de su obstinada negativa a seguir el Verdadero Sendero, trabajaba por una mayor Esclavitud Hacía el papel de la humildad. Pero en el fondo de su corazón estaba lleno de orgullo, Mr. Farnaby, y se negaba a reconocer una Autoridad Espiritual Superior a la de él. Los Maestros, el Avatar, la Gran Tradición… todo eso no significaba nada para él. Nada en absoluto. De ahí esos tremendos espantapájaros. De ahí esa canción blasfema que se les ha enseñado a cantar a los niños. Cuando pienso en esos Pobres y Pequeños Inocentes deliberadamente pervertidos, me resulta difícil contenerme, Mr. Farnaby, me resulta…
—Escucha, madre —dijo Murugan, que había estado mirando con impaciencia y en forma cada vez más franca su reloj pulsera—, si queremos estar de vuelta para la hora de la cena, será mejor que nos pongamos en marcha. —Su tono era rudamente autoritario. Como estaba ante el volante de un coche —aunque fuese ese senil Austin Baby—, era evidente que se sentía enormemente importante. Sin esperar la respuesta de la rani, puso en marcha el motor, hizo el cambio y se alejó, agitando la mano en señal de saludo.
—Que les vaya bien —dijo Susila.
—¿No ama usted a su querida reina?
—Me hace hervir la sangre.
—Pues pisotéelo —canturreó Will, burlón.
—Tiene mucha razón —admitió ella con una carcajada—. Pero por desgracia esta fue una ocasión en que no resultaba posible hacer una Danza de Rakshasi. —El rostro se le iluminó con un repentino relámpago de picardía, y sin previo aviso le dio un puñetazo, sorprendentemente enérgico, en las costillas—. ¡Vaya! —exclamó—. Ahora me siento mejor.