Will Farnaby había desayunado a solas y cuando el doctor Robert regresó de la visita de la mañana al hospital, bebía su segunda taza de té palanés y comía tostadas con mermelada de pomelo.
—No tuvo muchos dolores por la noche —fue la respuesta del doctor Robert a su pregunta—. Lakshmi tuvo cuatro o cinto horas de sueño profundo, y esta mañana pudo beber un poco de caldo.
Podían esperar, continuó, otro día de tregua. Y así, como a la paciente la fatigaba tenerlo allí todo el tiempo, y como, en fin de cuentas, la vida debía seguir y ser aprovechada al máximo, había decidido subir a la Estación de Altura y dedicar unas horas al equipo de investigación del laboratorio farmacéutico.
—¿Trabajos con la medicina moksha?
El doctor Robert sacudió negativamente la cabeza.
—Con eso no hay más que repetir una operación normal… es una ocupación para técnicos, no para investigadores. Ellos están ocupados con algo nuevo.
Y comenzó a hablar sobre los índoles recientemente aislados de las semillas de ololiuqui que habían sido traídas de México el año anterior y que ahora se cultivaban en el jardín botánico de la estación. Por lo menos tres Índoles distintos, uno de los cuales parecía ser sumamente poderoso. Los experimentos con animales indicaban que afectaba al sistema reticular
Ya a solas, Will se sentó bajo el ventilador del cielo raso y continuó con su lectura de las Notas sobre qué es qué.
No podemos salir de nuestra irracionalidad fundamental por medio del razonamiento. Lo único que podemos hacer es aprender el arte de ser irracional en forma racional.
En Pala, después de tres generaciones de Reforma, no existen feligresías sumisas ni Buenos Pastores eclesiásticos que las esquilen y las castren; no existen rebaños bovinos o porcinos, ni pastores autorizados, monárquicos o militares, capitalistas o revolucionarios, que las marquen, encierren y maten. Hay sólo asociaciones voluntarias de hombres y mujeres que recorren el camino hacia la plena humanidad.
¿Melodías o guijarros, procesos de cosas sustanciales? «Melodías», responden el budismo y la ciencia moderna. «Guijarros», dicen los filósofos clásicos de Occidente. El budismo y la ciencia piensan en el mundo en términos de música. La imagen que surge a la mente cuando sé lee a los filósofos de Occidente es una figura de un mosaico bizantino, rígida, simétrica, compuesta de millones de cuadraditos de algún material pétreo, firmemente unidas a las paredes de una basílica carente de ventanas.
La gracia de la bailarina y, cincuenta años después, su artritis: ambas cosas son funciones del esqueleto. Gracias a una estructura inflexible de huesos, la joven puede hacer sus piruetas; gracias a los mismos huesos, un tanto enmohecidos, la abuela está condenada a un sillón de ruedas. Del mismo modo, el firme apoyo de la cultura es la condición primordial de toda originalidad y creatividad individuales; y es también su principal enemigo. La cosa con cuya ausencia no podemos convertirnos en seres humanos completos es, con suma frecuencia, lo que nos impide crecer.
Un siglo de investigaciones en torno de la medicina moksha ha demostrado con claridad que personas sumamente comunes son muy capaces de tener experiencias visionarias y aun en todo sentido liberadoras. En este sentido los hombres y mujeres que producen y gozan la cultura elevada no están mejor que los ignorantes. Una elevada experiencia es perfectamente compatible con una baja expresión simbólica. Los símbolos expresivos creados por los artistas palaneses no son mejores que los creados por los artistas de otras partes. Como son el producto de la felicidad y de un sentimiento de plenitud, son quizá menos conmovedores, quizá menos satisfactorios en el plano estético que los símbolos trágicos o compensatorios creados por las víctimas de la frustración o la ignorancia, de la tiranía, la guerra y las supersticiones engendradoras de sentimientos de culpabilidad e incitadoras del delito. La superioridad palanesa no reside en la expresión simbólica, sino en un arte que, si bien más elevado y mucho más valioso que todos los demás, puede ser practicado por todos: el arte de experimentar en forma adecuada, el arte de conocer de modo más íntimo todos los mundos que, como seres humanos, estamos habitando. La cultura palanesa no debe ser juzgada como (por falta de mejores criterios) juzgamos a otras culturas. No tiene que ser juzgada por los logros de unos pocos y talentosos manipuladores de símbolos artísticos o filosóficos. No, es preciso juzgarla por lo que todos los miembros de la comunidad, los comunes tanto como los extraordinarios, pueden experimentar y experimentan en todas las contingencias y en cada intersección sucesiva del tiempo con la eternidad.
Sonó el timbre del teléfono. ¿Debía dejarlo sonar, o seria mejor contestar e informar al que llamaba que el doctor Robert no regresaría? Will se decidió por lo segundo.
—El bungalow del doctor MacPhail —dijo, en una parodia de secretario eficiente—. Pero el doctor ha salido y no volverá.
—Tant m’teux —dijo la rica voz real del otro extremo—. ¿Cómo está usted, mon cher Farnaby?
Sorprendido, Will balbuceó su agradecimiento por la graciosa averiguación de Su Alteza.
—De modo que ayer por la tarde —dijo la rani— lo llevaron a ver una de esas cosas que llaman iniciaciones…
Will se había recobrado de la sorpresa lo suficiente para responder con una palabra neutral y en el tono menos comprometedor posible.
—Fue algo notable —dijo.
—Notable —repitió la rani, deteniéndose con énfasis en los equivalentes verbales de las mayúsculas peyorativas y laudatorias—, pero sólo como la Caricatura Blasfema de la VERDADERA Iniciación. No han aprendido a establecer la distinción elemental entre el Orden Natural y el Sobrenatural.
—Muy cierto —murmuró Will—, muy cierto…
—¿Cómo dijo? —preguntó la voz del extremo del hilo.
—Muy cierto —repitió Will en voz más alta.
—Me alegro de que esté de acuerdo conmigo. Pero no lo he llamado —continuó la rani— para discutir sobre la diferencia entre lo Natural y lo Sobrenatural… por Supremamente Importante que sea la diferencia. No, lo llamé por un asunto más urgente.
—¿El petróleo?
—El petróleo —confirmó ella—. Acabo de recibir una comunicación sumamente inquietante de mi Representante Personal en Rendang. Ubicado en Esferas Muy Elevadas —agregó entre paréntesis— e invariablemente Bien Informado.
Will se preguntó cuál de los oleosos y enmedallados invitados al cóctel del ministerio de Relaciones Exteriores había traicionado a sus traicioneros colegas… incluido él mismo, por supuesto.
—En los últimos días —prosiguió la rani—, representantes de no menos de tres Grandes Compañías Petroleras han llegado por avión a Rendang-Lobo. Compañías europeas y norteamericanas. Mi informante me dice que ya están trabajando con las cuatro o cinco Figuras Clave de la administración que en alguna fecha futura podrían influir en lo referente a quién recibirá la concesión de Pala.
Will chasqueó la lengua en señal de desaprobación. Considerables sumas, insinuó ella, habían sido, si no directamente ofrecidas, por lo menos mencionadas y tentadoramente sugeridas.
—Nefario —comentó Will.
Nefario, convino la rani, era la palabra justa. Y por eso Había que Hacer Algo al Respecto, e Inmediatamente. Por Bahu se había enterado de que Will ya había escrito a lord Aldehyde, y de quien sin duda recibiría una respuesta en el término de pocos días. Pero unos pocos días eran demasiado tiempo. El tiempo era esencial… no sólo por lo que tramaban las compañías rivales, sino, además (y la rani bajó la voz misteriosamente) por Otros Motivos. «¡Ahora, ahora! —la exhortaba su Vocecita—. ¡Ahora, sin más de moras!». Era preciso informar a lord Aldehyde, por cable, de lo que estaba sucediendo (el fiel Bahu, agregó entre paréntesis, se había ofrecido a trasmitir el mensaje en código por intermedio de la legación de Rendang en Londres), y junto con la información debía haber un urgente pedido de que diese poderes a su Corresponsal Especial para tomar las medidas —en esa etapa las medidas adecuadas serían de carácter predominantemente financiero— necesarias para asegurar el triunfo de la Causa Común.
—De manera que, con su permiso —concluyó la voz—, le diré a Bahu que envíe el cable en el acto. En nombre de los dos, Mr. Farnaby, en el suyo y el Mío. Tengo la esperanza… mon cher de que usted esté de acuerdo.
No estaba de acuerdo del todo, pero en apariencia no existía excusa alguna, puesto que ya había escrito la carta a Joe Aldehyde para tratar de ganar tiempo.
—Sí, por supuesto —exclamó entonces, con una exhibición de entusiasmo desmentida por su prolongada pausa de duda, antes de pronunciar las palabras, en busca de una respuesta alternativa—. Es casi seguro que mañana recibiremos alguna respuesta —agregó.
—La recibiremos esta noche —le aseguró la rani.
—¿Es posible?
—Con dios, con espressione, todas las cosas son posibles.
—Muy cierto —dijo él—, muy cierto. Pero aun así…
—Yo hago lo que me dice mi Vocecita. «Esta noche», me dice. Y «le dará carte blanche a Mr. Farnaby». Carte blanche —repitió con placer—. «Y Farnaby tendrá un éxito total».
—Quién sabe —replicó él, dubitativo.
—Es preciso que tenga éxito.
—¿Es preciso?
—Es preciso —insistió ella.
—¿Por qué?
—Porque Dios fue quien me inspiró a lanzar la Cruzada del Espíritu.
—No entiendo la relación.
—Quizá no debería decírselo —respondió ella. Luego, al cabo de un momento de silencio—: Pero en fin de cuentas, ¿por qué no? Si triunfa nuestra causa, lord Aldehyde ha prometido respaldar la Cruzada con todos sus recursos. Y como Dios quiere que la Cruzada triunfe, nuestra Causa no puede dejar de triunfar.
—«Que es lo Que Queríamos Demostrar», —quiso gritar él, pero se contuvo. No sería cortés. Y, sea como fuere, ese no era asunto de broma.
—Bien, tengo que llamar a Bahu —dijo la rani—. A bientôt, mi querido Farnaby. —Y cortó.
Encogiéndose de hombros, Will volvió a las Notas sobre qué es qué. ¿Qué otra cosa podía hacer?
El dualismo… Sin él difícilmente podría existir una buena literatura. Con él es indudable que no puede existir una buena vida.
«Yo» afirma una sustancia individual separada y permanente; «soy» niega el hecho de que toda la existencia es relación y cambio. «Yo soy». Dos palabras diminutas; ¡pero qué enorme falsedad!
El dualista de mentalidad religiosa saca de la vasta profundidad a espíritus de fabricación casera; el no dualista lleva a su propio espíritu la vasta profundidad, o, para ser más exactos, encuentra que la vasta profundidad ya está ahí.
Se oyó un ruido de un coche que se acercaba, luego un silencio, cuando se apagó el motor, luego un portazo y el sonido de pasos en la granza, en los escalones de la galería exterior.
—¿Está listo? —llamó la profunda voz de Vijaya.
Will dejó sus Notas sobre qué es qué, tomó el bastón de bambú y, poniéndose trabajosamente de pie, se dirigió a la puerta del frente.
—Listo y ansioso —dijo cuando salió a la galería.
—Pues andando. —Vijaya lo tomó del brazo—. Cuidado con los escalones —recomendó.
Vestida de rosa y con corales en torno del cuello y en las orejas, una mujer regordeta, de rostro redondo, de cuarenta y tantos años, se hallaba de pie junto al jeep.
—Esta es Léela Rao —dijo Vijaya—. Nuestra bibliotecaria, secretaria, tesorera y, en general, la que cuida que todo esté en orden. Sin ella estaríamos perdidos.
Mientras le estrechaba la mano Will pensó que parecía una versión más morena de las suaves pero inagotablemente enérgicas damas inglesas que, cuando sus hijos han crecido, se dedican a las buenas obras o a la cultura organizada. No son demasiado inteligentes, las pobrecitas, ¡pero cuan abnegadas, cuan dedicadas, cuan auténticamente buenas! ¡Y, ay, cuan aburridas!
—He oído hablar de usted —declaró Mrs. Rao cuando pasaban ante el estanque de los lotos y salían a la carretera— a mis jóvenes amigos Radha y Ranga.
—Espero —dijo Will— que me hayan aprobado tan cordialmente como yo los apruebo a ellos.
El rostro de Mrs. Rao resplandeció de placer.
—¡Me alegro muchísimo de que le gusten!
—Ranga es excepcionalmente inteligente —intervino Vijaya.
—Y tan delicadamente equilibrado —agregó Mrs. Rao—, entre la introversión y el mundo exterior. Siempre tentado, ¡y con cuánta energía!, a escapar al Nirvana de Arhat o al minúsculo y hermosamente pulcro paraíso científico de la pura abstracción. Siempre tentado, pero resistiendo a menudo la tentación, porque Ranga, el hombre de ciencia arhat, era otro tipo de Ranga, un Ranga capaz de compasión, dispuesto —si se sabía cómo recurrir a él en forma correcta— a abrirse a las realidades concretas de la vida, a mostrarse consciente, preocupado y activamente útil. ¡Cuánta suerte tenían, él y todos los demás, de haber encontrado una muchacha tan inteligentemente sencilla, tan llena de buen humor y ternura, tan ricamente dotada para el amor y la dicha como era Radha! Radha y Ranga, dijo Mrs. Rao en tono confidencial, habían sido sus alumnos favoritos.
Alumnos, supuso Will protectoramente, en algún tipo de escuela dominical budista. Pero en realidad, como se sintió anonadado al enterarse, esa abnegada Trabajadora Social había estado intruyendo a los jóvenes, durante seis años y en los intervalos que le dejaba libre su tarea de bibliotecaria, en el yoga del amor. Con los métodos, supuso Will, que Murugan había rehuido y que la rani, en su posesividad casi incestuosa, había encontrado tan ofensivos. Abrió la boca para interrogarla. Pero sus reflejos habían sido condicionados en latitudes más altas y por Trabajadoras Sociales de otras especies. Las preguntas se negaron a pasar por sus labios. Y ahora ya era demasiado tarde para formularlas. Mrs. Rao había comenzado a hablar de su otra vocación.
—¡Si usted supiera —decía— los problemas que tenemos con los libros en este clima! El papel se pudre, la cola se licúa, las encuadernaciones se desintegran, los insectos devoran. La literatura y los trópicos son realmente incompatibles.
—Y si hay que creer a su Viejo Raja —dijo Will—, la literatura es incompatible con muchas otras características locales, aparte del clima: incompatible con la integridad humana, incompatible con la verdad filosófica, incompatible con la cordura individual y con un sistema social decente, incompatible con todo lo que no sea dualismo, demencia criminal, aspiración imposible y culpabilidad innecesaria. Pero no importa. —Sonrió con ferocidad—. El coronel Dipa lo arreglará todo. Después de que Pala haya sido invadida y quede asegurada para la guerra, el petróleo y la industria pesada, tendrán ustedes, sin duda alguna, una Edad de Oro de la literatura y la teología.
—Me gustaría reírme —dijo Vijaya—. Lo malo es que probablemente tenga razón. Tengo la incómoda sensación de que mis hijos crecerán para ver cómo se cumple su profecía.
Abandonaron el jeep, estacionado entre un carro tirado por bueyes y un flamante camión japonés, en la entrada de la aldea, y siguieron a pie. Entre casas de techo de paja, rodeadas de jardines sombreados por palmeras y papayas y árboles del pan, la estrecha calleja conducía a un mercado central. Will se detuvo y, apoyándose en su bastón, miró en derredor. A un lado de la plaza había un encantador edificio de estilo rococó oriental, con fachada de estuco rosa y miradores en las cuatro esquinas; era evidente que se trataba del ayuntamiento. Frente a él, al otro lado de la plaza, se erguía un templete de piedra rojiza, con una torre central en la que, hilera sobre hilera, una multitud de figuras esculpidas relataban las leyendas de los avances de Buda, desde su infancia de niño mimado, hasta convertirse en Tathagata. Entre los dos monumentos, más de la mitad del espacio abierto estaba cubierto por un gigantesco baniano. Entre sus serpenteantes y umbríos corredores se alineaban los puestos de una veintena de mercaderes y vendedoras. Las largas lanzas del sol caían al sesgo entre las hendiduras de la verde cúpula e iluminaban aquí una fila de jarros para agua, negros y amarillos; allí un brazalete de plata, un juguete de madera pintada, un rollo de tela de algodón; aquí una pila de frutas y un corpiño alegremente floreado de muchacha; allí el relampagueo de dientes y ojos rientes, el oro rojizo de un torso desnudo.
—Todos parecen tan saludables —comentó Will mientras se abrían paso por entre los puestos, debajo del gran árbol.
—Parecen saludables porque son saludables —replicó Mrs. Rao.
—Y felices… —Pensaba en los rostros que había visto en Calcuta, en Manila, en Rendang-Lobo; los rostros, en definitiva, que se veían todos los días en la calle Fleet y en el Strand—. Incluso las mujeres —advirtió, contemplando las caras—, incluso las mujeres parecen dichosas.
—No tienen diez hijos —explicó Mrs. Rao.
—En mi país tampoco tienen diez hijos —dijo Will—. A pesar de lo cual… «Señales de debilidad, señales de sufrimiento». —Se detuvo un instante para contemplar a una vendedora de edad mediana que pesaba tajadas del fruto del árbol del pan secadas al sol, para entregarlas a una joven madre que trasportaba su hijito a la espalda—. Tienen cierta irradiación —concluyó.
—Gracias a maithuna —respondió Mrs. Rao, triunfal—. Gracias al yoga del amor. —El rostro le resplandecía con una mezcla de fervor religioso y de orgullo profesional.
Salieron de debajo de la sombra del baniano, cruzaron un tramo de feroz luz de sol, subieron unos desgastados escalones y entraron en la penumbra del templo. Un Bodhisattva dorado se erguía, gigantesco, en la obscuridad. Había olor de incienso y en algún lugar, detrás de la estatua, la voz de un adorador invisible mascullaba una inacabable letanía. Silenciosa, descalza, una chiquilla llegó corriendo desde una puerta lateral. Sin prestar atención a los mayores, trepó al altar con la agilidad de un gato y depositó un manojo de orquídeas blancas en la palma de la mano de la estatua. Luego, mirando el enorme rostro dorado, murmuró unas palabras, cerró los ojos, volvió a murmurar, y canturreando suavemente para sí, salió por la puerta por la que había entrado.
—Encantadora —dijo Will mientras la miraba irse—. No podría ser más hermosa. ¿Pero qué hace una niña como esa? ¿Qué tipo de religión se supone que practica?
—Practica —explicó Vijaya— el tipo local de budismo mahayana, quizá con una pequeña mezcla de sivaísmo.
—¿Y ustedes, los más cultos, alientan este tipo de cosas?
—Ni las alentamos ni las desalentamos. Las aceptamos. Las aceptamos como aceptamos ese tela de araña de la cornisa. Dada la naturaleza de las arañas, sus telas son inevitables. Y dada la naturaleza de los seres humanos, lo mismo sucede con las religiones. Las arañas no pueden dejar de construir trampas de hilos, y los hombres no pueden dejar de fabricar símbolos. Para eso está el cerebro humano: para convertir el caos de la experiencia dada en una serie de símbolos manejables. A veces los símbolos corresponden con cierta exactitud a algunos de los aspectos de la realidad exterior que informa nuestra experiencia; y entonces nacen la ciencia y el buen sentido. A veces, por el contrario, los símbolos no tienen casi vinculación con la realidad exterior, y entonces hay paranoia y delirio. Más a menudo son una mezcla, en parte realista y en parte fantástica: eso es la religión. Buena religión c mala religión: eso depende de la mezcla del cóctel. Por ejemplo, en el tipo de calvinismo en que fue educado el doctor Andrew se le da a uno una minúscula porción de realismo para todo un jarro de fantasía maligna. En otros casos la mezcla es más saludable. Cincuenta y cincuenta, o aun sesenta y cuarenta, o incluso setenta y treinta en favor de la verdad y la decencia. Nuestro cóctel local contiene una porción notablemente pequeña de veneno.
Will asintió.
—Las ofrendas de orquídeas blancas a una imagen de compasión y esclarecimiento… por cierto que parecen bastante inofensivas. Y después de lo que vi ayer, estoy dispuesto a hablar bien de las danzas cósmicas y las copulaciones divinas.
—Y recuerde —dijo Vijaya— que este tipo de cosas no son obligatorias. A todos se les ofrece una posibilidad de ir más adelante. Usted preguntó qué creía la niña que estaba haciendo. Se lo diré. Con una parte de su cerebro, cree que está hablando con una persona… una persona enorme, divina, a la que puede adularse con orquídeas para que le dé lo que ella quiere. Pero ya tiene edad suficiente para que se le haya hablado sobre los símbolos más profundos que representa la estatua de Amitabha y sobre las experiencias que dan nacimiento a esos símbolos más profundos. Por consiguiente, con otra parte de su cerebro sabe muy bien que Amitabha no es una persona. Incluso sabe, porque le ha sido explicado, que si las oraciones son a veces contestadas es porqué, en este extraño mundo psicofísico, si uno concentra los pensamientos en ellas, las ideas tienen tendencia a realizarse. Sabe, además, que este templo no es lo que aún le agrada pensar que es: la casa de Buda. Sabe que no es más que un diagrama de su propia mente inconsciente: una casita obscura, con lagartos que se pasean por el cielo raso y cucarachas en todas las grietas. Pero en el corazón de esa obscuridad llena de sabandijas está el Esclarecimiento. Y esa es otra de las cosas que hace la niña: aprende inconscientemente una lección sobre sí misma, se le dice que si deja sugerirse a sí misma lo contrario, podría llegar a descubrir que su pequeña mente atareada es también una Mente con M mayúscula.
—¿Y cuándo aprenderá esa lección? ¿Cuándo dejará de ofrecerse a sí misma esas sugestiones?
—Puede que no la aprenda nunca. Muchas personas no la aprenden. Por otro lado, muchas sí la aprenden.
Tomó a Will del brazo y lo condujo hacia la obscuridad más intensa que había detrás de la imagen del Esclarecimiento. El cántico se tornó más claro y allí, apenas visible entre las sombras, se encontraba el cantor, un hombre muy viejo, desnudo hasta la cintura y, salvo los labios que se movían, tan rígidamente inmóvil como la estatua dorada de Amitabha.
—¿Qué canta? —preguntó Will.
—Algo en sánscrito.
Siete sílabas incomprensibles, una y otra vez.
—¿La buena y vieja repetición vana?
—No necesariamente vana —replicó Mrs. Rao—. A veces lo lleva a uno a alguna parte.
—Y lo lleva —agregó Vijaya—, no por lo que las palabras significan o sugieren, sino simplemente porque se las repite. Se puede repetir Hey Diddle Diddle y obtener los mismos resultados que con Om o Kyrie Eleison o La Ha illa’liah. Y da resultados porque cuando uno está ocupado con la repetición de Hey Diddle Diddle o del nombre de Dios no puede preocuparse consigo mismo. Lo malo es que con la repetición de Hey Diddle Diddle puede llevarse tanto hacia abajo como hacia arriba. Hacia abajo, al no pensamiento de la idiotez, o hacia arriba, al no pensamiento de la pura conciencia.
—De modo que, si no entiendo mal, usted no recomendaría eso —dijo Will— a nuestra amiguita de las orquídeas.
—No, a menos que fuese extraordinariamente nerviosa o ansiosa. Cosa que no es. La conozco muy bien; juega con mis hijos.
—Y entonces, ¿qué haría usted en el caso de ella?
—Entre otras cosas —repuso Vijaya—, la llevaría, dentro de uno o dos años, al lugar a que vamos ahora.
—¿Qué lugar?
—La sala de meditaciones.
Will lo siguió a través de una arcada y por un breve corredor. Pesados cortinados fueron separados y entraron en una gran habitación encalada, con un largo ventanal, a la izquierda, que daba sobre un jardinillo plantado con plátanos y árboles de pan. No había muebles; apenas pequeños cojines cuadrados sembrados por el suelo. En la pared opuesta a la ventana había un gran cuadro al óleo, Will le lanzó una mirada y luego se acercó para observarlo con más atención.
—¡Caramba! —exclamó al cabo—. ¿De quién es?
—De Gobind Singh.
—¿Y quién es Gobind Singh?
—El mejor paisajista que jamás haya producido Pala. Murió en el cuarenta y ocho.
—¿Por qué no hemos visto nunca ningún cuadro de él?
—Porque nos gustan demasiado como para exportarlos.
—Muy bien —dijo Will—. Pero muy mal para nosotros. —Volvió a mirar el cuadro—. ¿Este hombre estuvo alguna vez en China?
—No, pero estudió con un pintor cantones que vivía en Pala. Y, por supuesto, ha visto muchas reproducciones de paisajes Sung.
—Un maestro Sung —dijo Will— que prefirió pintar al óleo y que se interesó por el clarobscuro.
—Sólo después de que fue a París. Eso fue en 1910. Hizo amistad con Vuillard. Will asintió.
—Habría podido adivinarlo por la extraordinaria riqueza de la textura. —Continuó contemplando el cuadro en silencio—. ¿Por qué lo tienen colgado en la sala de meditación? —inquirió al cabo.
—¿Por qué le parece? —preguntó Vijaya a su vez.
—¿Será porque esto es lo que ustedes llaman un diagrama mental?
—El templo era un diagrama. Esto es algo mejor. Es una manifestación real. Una manifestación de Mente con M mayúscula en una mente individual, en relación con un paisaje, con un lienzo y con la experiencia de pintar. De paso, es un cuadro del próximo valle, hacia el oeste. Pintado desde el lugar en que los cables de energía desaparecen sobre la cima.
—¡Qué nubes! —exclamó Will—. ¡Y la luz!
—La luz —aclaró Vijaya— de la última hora antes del ocaso. Ha acabado de llover y el sol vuelve a salir, más luminoso que nunca. Luminoso con la luz preternatural que cae al sesgo bajo un techo de nubes; la última, condenada, luz de la tarde, que motea todas las superficies que toca y profundiza todas las sombras.
—Profundiza todas las sombras —repitió Will para sí, mientras contemplaba el cuadro. La sombra, de ese gigantesco, alto continente de nubes, que obscurecía cordilleras enteras hasta convertirlas casi en una masa negra; y en la distancia media las sombras de islas de nubes. Y entre obscuridad y obscuridad una llamarada de arroz joven, o el calor rojo de tierra arada, la incandescencia de la piedra caliza al desnudo, Las obscuridades suntuosas y el brillo diamantino del follaje verde perenne. Y allí, en el centro del valle, había un grupo de casas con techos de paja, remotas y diminutas, ¡pero cuan claramente visibles, cuan perfectas y coherentes, cuan profundamente significantes! Sí, significantes. Pero cuando uno se preguntaba «¿De qué?», no encontraba respuesta. Will formuló la pregunta en palabras.
—¿Qué significan? —repitió Vijaya—. Significan precisamente lo que son. Lo mismo que las montañas, que las nubes, que las luces y las sombras. Y por eso es una imagen auténticamente religiosa. Los cuadros seudorreligiosos siempre se refieren a alguna otra cosa, a algo que está más allá de las cosas que representan; a alguna tontería metafísica, algún absurdo dogma de la teología local. Una imagen auténticamente religiosa es siempre intrínsecamente significativa. Por eso colgamos este tipo de cuadros en nuestra sala de meditación. —¿Siempre paisajes?
—Casi siempre. Los paisajes pueden realmente recordar a las personas quiénes son.
—¿Mejor que las escenas de la vida de un santo o Salvador?
Vijaya asintió.
—Es la diferencia, por empezar, entre lo objetivo y lo subjetivo. Una imagen de Cristo o de Buda no es otra cosa que el registro de algo observado por un behaviorista e interpretado por un teólogo. Pero cuando uno se ve ante un paisaje como este, le resulta psicológicamente imposible contemplarlo con los ojos de un J. B. Watson o la mentalidad de un Tomás de Aquino. Se ve casi obligado a someterse a su experiencia inmediata; se encuentra prácticamente forzado a ejecutar un acto de autoconocimiento. —¿Autoconocimiento?
—Autoconocimiento —insistió Vijaya—. Esta visión del valle cercano es una visión, a la vez, de su propia mentalidad y de la mentalidad de todos, tal como existe por encima y por debajo del nivel de la historia personal. Misterios de obscuridad; pero la obscuridad hierve de vida. Apocalipsis de luz; y la luz brilla tan intensamente desde las frágiles casitas como desde los árboles, la hierba, los espacios azules de entre las nubes. Hacemos todo lo posible para refutar el hecho, pero sigue siendo un hecho; el hombre es tan divino como la naturaleza, tan infinito como el Vacío. Pero con eso nos acercamos peligrosamente a la teología, y nadie fue salvado jamás por una idea. Aténgase a los datos, aténgase a los hechos concretos. —Señaló el cuadro con un dedo—. El hecho de media aldea bañada por el sol y la otra mitad sumida en la sombra y el misterio. El hecho de esas montañas color añil y de las montañas de vapor, más fantásticas, que hay sobre ellas. El hecho de los lagos azules del cielo, de los lagos color verde pálido y siena en la tierra iluminada por el sol. El hecho de esas hierbas en primer plano, de esa mata de bambúes a unos metros ladera abajo, y el hecho, al mismo tiempo, de los picachos lejanos y de las absurdas casitas seiscientos metros más abajo, en el valle. La distancia —agregó entre paréntesis—, la capacidad para expresar el hecho de la distancia… ese es otro motivo de que los paisajes son los más auténticos cuadros religiosos.
—¿Porque la distancia concede encanto a la visión?
—No, porque le otorga realidad. La distancia nos recuerda que en el universo hay muchas cosas más que gente, que incluso la gente es mucho más que gente. Nos recuerda que existen espacios mentales dentro de nuestro cráneo, tan enormes como los espacios que hay fuera de él. La experiencia de la distancia, de la interior y la exterior, de la distancia en el tiempo y en el espacio es la experiencia religiosa primera y fundamental. «¡Oh Muerte en vida, los días que ya han pasado!»… y «¡Oh los lugares, la infinita cantidad de lugares que no son este lugar!». Placeres pasados, desdichas y percepciones anteriores… todo tan intensamente vivo en nuestro recuerdo y sin embargo todo muerto, muerto sin esperanza de resurrección. Y la aldea allá abajo, en el valle, vista con tanta claridad en la sombra, tan real e indubitable, y sin embargo tan desesperanzadamente fuera del alcance de la mano, incomunicada. Un cuadro como ese es la prueba de la capacidad del hombre para aceptar todas las muertes en vida, todas las ausencias que rodean cada una de las presencias. En mi opinión —agregó Vijaya—, el peor aspecto del arte no representativo de ustedes es su sistemática bidimensionalidad, su negativa a tener en cuenta la experiencia universal de la distancia. Como objeto coloreado, un cuadro de expresionismo abstracto puede ser muy hermoso. También puede servir como un tipo de manchón de tinta Rohrshach glorificado. Todos pueden encontrar en él una expresión simbólica de sus propios temores, apetitos, odios y ensueños diurnos. ¿Pero se puede encontrar alguna vez en él esos hechos más que humanos (o quizás haya que decir esos otros que no son tan demasiado humanos) que uno descubre en sí mismo cuando la mente se ve ante las distancias exteriores de la naturaleza, o ante las distancias simultáneamente interiores y exteriores de un paisaje pintado como este que estamos contemplando? Lo único que sé es que en las abstracciones de ustedes no encuentro las realidades que se revelan aquí por sí mismas, y dudo de que nadie pueda encontrarlas. Y es por eso que ese expresionismo no objetivo, abstracto, de ustedes, tan de moda, resulta ser tan fundamentalmente irreligioso… y también, si me permite agregar, por eso las mejores expresiones del mismo son tan profundamente aburridas, tan insondablemente triviales.
—¿Viene usted aquí a menudo? —preguntó Will luego de un silencio.
—Cada vez que siento deseos de meditar en un grupo, y no a solas.
—¿Con cuánta frecuencia le sucede eso? —Una vez por semana, más o menos. Pero, por supuesto, a algunas personas les agrada hacerlo más a menudo… ya otras muy de vez en cuando o nunca. Depende del temperamento de uno. Ahí tiene a nuestra amiga Susila, por ejemplo… Necesita grandes dosis de soledad, de modo que muy pocas veces viene a la sala de meditación. En tanto que Shanta (mi esposa) gusta de venir casi todos los días.
—Lo mismo que yo —dijo Mrs. Rao—. Pero es lógico —agregó con una carcajada—. A las personas obesas les gusta la compañía… incluso cuando meditan.
—¿Y meditan ustedes acerca de este cuadro?
—No acerca de él. Desde él, si entiende lo que quiero decirle. O más bien paralelamente a él. Lo miro, y lo miran otras personas, y nos recuerda quiénes somos y qué no somos, y de qué manera lo que no somos podría convertirse en lo que somos.
—¿Existe alguna vinculación —interrogó Will— entre lo que ha estado diciendo y lo que vi en el templo de Siva?
—Por supuesto —admitió ella—. La medicina moksha lo lleva a uno al mismo sitio al que se llega por la meditación.
—Y entonces, ¿para qué molestarse en meditar?
—Lo mismo daría preguntar: «¿Para qué molestarse en cenar?».
—Pero según ustedes la medicina moksha es la cena.
—Es un banquete —replicó Mrs. Rao con énfasis—. Y precisamente por eso hace falta la meditación. No se pueden hacer banquetes todos los días. Son demasiado suculentos y duran demasiado. Aparte de que los banquetes son proporcionados por un proveedor; uno no participa para nada en su preparación. Para la dieta cotidiana, en cambio, tiene que cocinar uno mismo. La medicina moksha es un festín ocasional.
—En términos teológicos —dijo Vijaya—, la medicina moksha lo prepara a uno para la recepción de las gracias gratuitas: las visiones premísticas o las plenas experiencias místicas. La meditación es una de las formas en que uno colabora con esas gracias gratuitas.
—¿En qué forma?
—Cultivando el estado mental que permite que las deslumbradoras percepciones extáticas se conviertan en iluminaciones permanentes y habituales. Conociéndose a uno mismo hasta el punto en que ya no se ve obligado por el inconsciente a hacer todas las cosas desagradables, absurdas, embrutecedoras que con tanta frecuencia se sorprende uno haciendo.
—¿Quiere decir que lo ayuda a uno a ser más inteligente?
—No más inteligente en relación con la ciencia o el argumento lógico; más inteligente en el plano más profundo de experiencias concretas y relaciones personales.
—Más inteligente en ese plano —dijo Mrs. Rao— aunque pueda uno ser muy estúpido más arriba. —Se palmeó la coronilla de la cabeza—. Yo soy demasiado tonta para tener alguna competencia en las cosas en que la tienen el doctor Robert y Vijaya: genética, bioquímica, filosofía y todo lo demás. Y no sirvo para la poesía, la pintura o el teatro. No tengo talento ni inteligencia. De modo que tendría que sentirme horriblemente inferior y deprimida. Pero en realidad no sucede así… gracias a la medicina moksha y la meditación. Nada de talento ni inteligencia. Pero cuando se trata de vivir, cuando se trata de entender a la gente y de ayudarla, siento que me vuelvo más y más sensible y hábil. Y cuando se trata de lo que Vijaya llama gracias gratuitas… —Se interrumpió—. Uno puede ser el más grande genio del mundo y no tener más que lo que me ha sido concedido a mí. ¿No es así, Vijaya?
—Muy cierto.
Mrs. Rao se volvió hacia Will.
—De modo que ya ve, Mr. Farnaby, Pala es el lugar ideal para la gente estúpida. La máxima felicidad para el mayor número… y los estúpidos somos el mayor número. Personas como el doctor Robert, Vijaya y mi querido Ranga… reconocemos su superioridad, sabemos muy bien que su tipo de inteligencia es enormemente importante. Pero también sabemos que nuestro tipo de inteligencia tiene asimismo su importancia. Y no los envidiamos, porque se nos ha dado tanto como a ellos. A veces aun más.
—A veces —convino Vijaya— aun más. Por el sencillo motivo de que un talento para la manipulación de símbolos tienta a sus poseedores a convertirse en manipuladores habituales de símbolos, y esto constituye un obstáculo para la experimentación concreta y la recepción de gracias gratuitas.
—Ya ve, pues —dijo Mrs. Rao—; no tiene que tenernos mucha lástima. —Miró su reloj—. Cielos, si no me doy prisa llegaré tarde para la cena de Dillip.
Se dirigió vivazmente hacia la puerta.
—El tiempo, el tiempo, el tiempo —se burló Will—. El tiempo, incluso en este lugar de meditación intemporal. El tiempo para la cena, que interrumpe incorregiblemente la inmortalidad. —Rió. No aceptes nunca un sí por respuesta. La naturaleza de las cosas es siempre un no.
Mrs. Rao se detuvo un instante y lo miró.
—Pero a veces —replicó con una sonrisa— es la eternidad la que milagrosamente interrumpe el tiempo… incluso el tiempo de la cena. Adiós. —Agitó la mano y se fue.
—¿Qué es mejor —se preguntó Will en voz alta mientras seguía a Vijaya a través del templo en penumbras, hacia la luz del mediodía—, qué es mejor: nacer estúpido en una sociedad inteligente, o inteligente en una insana?