Moviendo con cautela su pierna inmovilizada, Will salió del coche y miró en torno. Entre los rojos picachos y los insondables descensos en todas las direcciones, la cresta de la montaña había sido nivelada, y en el centro de la larga y estrecha terraza se encontraba el templo: una gran torre roja de la misma sustancia que las montañas, maciza, cuadrilátera, con acanaladuras verticales. Una cosa simétrica, en contraste con las rocas, pero regular no como lo son las abstracciones euclideanas; regular con la geometría pragmática de una cosa viva. Sí, de una cosa viva, porque todas las superficies de rica textura del templo, todos sus contornos perfilados contra el cielo se curvaban orgánicamente hacia adentro, estrechándose a medida que ascendían hacia un anillo de mármol, por encima del cual la piedra roja volvía a hincharse, como la cápsula germinal de una planta en florecimiento, convirtiéndose en una cúpula achatada, de múltiples nervaduras, que coronaba el conjunto.
—Construido unos cincuenta años antes de la conquista normanda —dijo el doctor Robert.
—Y parece —comentó Will— como si no hubiese sido construido por nadie… como si hubiera crecido de la roca, surgido como el capullo de un agave, en la punta de un ascenso por un tallo de tres metros y un estallido de flores.
Vijaya le tocó el brazo.
—Mire —dijo—. Está descendiendo un grupo de Elementales.
Will se volvió hacia la montaña y vio a un joven de botas claveteadas y ropas de alpinista que descendía por una grieta, al borde del precipicio. En un lugar en que la grieta ofrecía un lugar conveniente de descanso, se detuvo y, echando la cabeza hacia atrás, lanzó un enérgico grito alpino en falsete. Quince metros por encima de él apareció un joven por detrás de un baluarte de roca, descendió del reborde en que se encontraba y comenzó a bajar por la grieta.
—¿No lo tienta? —preguntó Vijaya volviéndose hacia Murugan.
Murugan se encogió de hombros, sobreactuando en exceso el papel del adulto sofisticado y aburrido que tiene ocupaciones más importantes que contemplar el juego de unos cuantos niños.
—En lo más mínimo. —Se apartó y se sentó en una antiquísima talla de un león; sacó del bolsillo una revista norteamericana con carátula de vivos colores y comenzó a leer.
—¿Qué es eso? —inquirió Vijaya.
—Ficción científica. —En la voz de Murugan había un matiz de desafío.
El doctor Robert rió.
—Cualquier cosa, con tal de eludir los Hechos.
Murugan fingió no haberlo escuchado; volvió una página y continuó leyendo.
—Es muy competente —dijo Vijaya, que había estado contemplando los movimientos del joven escalador—. En cada extremo de la cuerda tienen un hombre de experiencia —agregó—. Al principal no se lo puede ver. Está detrás de esa roca, en una grieta paralela, a diez o quince metros más arriba. Allí hay permanentemente un jalón de hierro, al que se puede amarrar la cuerda. Todo el grupo podría caerse y no pasaría nada.
Esparrancado entre puntos de apoyo de ambas paredes de la estrecha grieta, el jefe del grupo gritaba continuamente órdenes y voces de estímulo. Luego, cuando el joven se acercó, le dejó su lugar, trepó otros diez metros y, deteniéndose, volvió a lanzar el grito alpino. Ataviada con botas y pantalones, una joven de elevada estatura, con el cabello peinado en trenzas, apareció por detrás de la roca y se introdujo en la grieta.
—¡Excelente! —exclamó Vijaya, con tono aprobatorio, cuando la vio.
Entretanto, de un bajo edificio situado al pie del risco —versión tropical, evidentemente, de una choza alpina—, un grupo de jóvenes había salido para ver qué ocurría. Pertenecían, se le dijo a Will, a otros tres grupos de escaladores que habían pasado por su prueba poselemental ese mismo día, más temprano.
—¿El mejor equipo gana un premio? —preguntó Will.
—Nadie gana nada —respondió Vijaya—. Esto no es una competencia. Más bien es una prueba.
—Una prueba —explicó el doctor Robert— que constituye la primera etapa de su iniciación en la adolescencia, el abandono de la infancia. Una prueba que los ayuda a entender el mundo en que tendrán que vivir, los ayuda a comprender la omnipresencia de la muerte, la precariedad esencial de toda la existencia. Pero después de la prueba viene la revelación. Dentro de unos minutos estos jóvenes y muchachas recibirán su primera experiencia de la medicina moksha. La tomarán todos juntos y habrá una ceremonia religiosa en el templo.
—¿Algo así como un servicio de confirmación?
—Sólo que esto es algo más que una jerigonza teológica. Gracias a la medicina moksha, incluye una verdadera experiencia de la cosa real.
—¿La cosa real? —Will meneó la cabeza—. ¿Existe eso? Ojalá pudiese creerlo.
—No se le pide que lo crea —dijo el doctor Robert—. La cosa real no es una proposición; es un estado del ser. No enseñamos credos a nuestros chicos ni los excitamos por medio de símbolos con carga emocional. Cuando les llega el momento de aprender las verdades más profundas de la religión los hacemos subir por un precipicio y luego les administramos cuatrocientos miligramos de revelación. Dos experiencias de primera mano en materia de realidad, de las cuales cualquier muchacha o joven razonablemente inteligente puede extraer una buena idea sobre qué es qué.
—Y no olvide el viejo y querido problema del poder —dijo Vijaya—. El escalamiento de roca es una rama de la ética aplicada; es otro sustituto preventivo de la bravuconería.
—De modo que mi padre habría tenido que ser un escalador, además de leñador.
—Puede reírse —dijo Vijaya, riendo él mismo—. Pero sigue en pie el hecho de que eso funciona bien. Funciona. Antes que nada, tuve que trepar para salir de veintenas, literalmente veintenas de las más feas tentaciones de hacer sentir mi fuerza… Y como mi fuerza es considerable —agregó—, las tentaciones eran correspondientemente considerables.
—En apariencia hay un solo defecto —dijo Will—. Mientras uno trepa para salir de las tentaciones, puede caer y… —Se interrumpió, al recordar, de pronto, lo que le había sucedido a Dugald MacPhail.
Fue el doctor quien terminó la frase.
—Puede caer —dijo con lentitud— y matarse. Dugald trepaba solo —continuó luego de una pequeña pausa—. Nadie sabe qué ocurrió. Lo encontraron al día siguiente. —Hubo un prolongado silencio.
—¿Y sigue creyendo que eso es una buena idea? —interrogó Will, señalando con su bastón de bambú las figuritas que trepaban tan laboriosamente por la vertiginosa desnudez de la roca.
—Sigo creyendo que es una buena idea.
—Pero la pobre Susila…
—Sí, la pobre Susila —repitió el doctor—. Y los pobres chicos, la pobre Lakshmi, el pobre yo. Pero si Dugald no se hubiese hecho la costumbre de arriesgar la vida, habría sido pobre de todos por otros motivos. Es mejor cortejar el peligro de matarse que cortejar el de matar a otros, o por lo menos de hacerlos desdichados. De herirlos porque uno es naturalmente agresivo y demasiado prudente, o demasiado ignorante como para desgastar la agresión en un precipicio. Y ahora —continuó en otro tono— quiero mostrarle el paisaje.
—Y yo iré a conversar con esos jóvenes. —Vijaya se alejó hacia el grupo que se encontraba al pie de las rocas rojas.
Dejando a Murugan con su revista de ficción científica, Will siguió al doctor Robert a través de una puerta flanqueada por columnas y cruzó la ancha plataforma de piedra que rodeaba al templo. En un extremo de dicha plataforma había un pequeño pabellón coronado por una cúpula. Entraron y, cruzando hacia el ancho ventanal sin vidrios, miraron hacia fuera. El mar se elevaba hasta la línea del horizonte, como un muro compacto de jade y lapizlázuli. Debajo de ellos, al pie de una caída vertical de trescientos metros, se encontraba el verde de la selva. Más allá de ésta, plegadas verticalmente en contrafuertes y afloramientos, escalonadas horizontalmente en una gigantesca escalinata, construida por el hombre, de innumerables campos, las laderas inferiores descendían, empinadas, hasta una amplia llanura, en cuyo límite más lejano, entre los huertos y la playa bordeada de palmeras, se extendía una considerable ciudad. Vista desde ese elevadísimo mirador, en su brillante integridad, parecía el minúsculo, y meticuloso cuadro de una ciudad en un libro medieval de oraciones.
—Ahí está Shivapuram —dijo el doctor—. Y ese complejo de edificios, en la colina que se encuentra al otro lado del río… es el gran templo budista. Un poco más antiguo que Borobudur, y la escultura es tan hermosa como cualquiera que pueda encontrarse en la India antigua. —Hubo un silencio—. Ahí, en esa casita de verano, solíamos comer nuestras meriendas cuando llovía —continuó—. Jamás olvidaré el día en que Dugald (debe de haber tenido unos diez años) se divirtió trepando al alféizar de la ventana y quedándose allí parado sobre un pie, en la actitud de Siva danzante. La pobre Lakshmi casi se volvió loca del susto. Pero Dugald era un escalador nato. Lo que hace que el accidente resulte más incomprensible aun. —Meneó la cabeza; luego, después de otro silencio, dijo—: La última vez que vinimos aquí fue hace ocho o nueve meses. Dugald todavía estaba vivo y Lakshmi no se encontraba aún demasiado débil para salir con sus nietos. Él volvió a hacer esa pirueta de Siva en homenaje de Tom Krishna y Sarojini. Sobre una pierna; y movió los brazos con tanta velocidad, que cualquiera habría jurado que tenía cuatro. —El doctor se interrumpió. Tomó del suelo un trocito de argamasa y lo arrojó por la ventana—. Abajo, abajo, abajo… El espacio vacío. Pascal avait son gouffre. ¡Cuán extraño que ese sea a la vez el más poderoso símbolo de la muerte y el más poderoso símbolo de la vida más plena e intensa! —De pronto se le iluminó el rostro—. ¿Ve ese halcón?
—¿Un halcón?
El doctor señaló hacia donde, a mitad de camino entre la elevación en que se encontraban y el obscuro techo del bosque, una pequeña encarnación parda de la velocidad y la rapiña giraba perezosamente, con las alas inmóviles.
—Me recuerda un poema que el Viejo Raja escribió una vez sobre este lugar. —El doctor guardó un instante de silencio, y luego comenzó a recitar.
Aquí arriba, me preguntas,
aquí, donde Siva
baila sobre el mundo,
¿qué demonios estoy haciendo?
No hay respuesta, amigo… a no ser
ese halcón que gira allá abajo,
esas negras y sagitales velocidades
que arrastran largos hilos de plata por el aire…
los chillidos de sus gritos.
¡Cuán lejos, dices, están los calurosos llanos;
cuán lejos —con tono de reproche— de toda mi gente!
¡Y sin embargo cuan cerca! Pues aquí, entre el nublado
cielo y el mar de abajo, repentinamente visible,
leo su luminoso secreto y el mío.
—Y el secreto, si no entiendo mal, es este espacio vacío.
—O más bien aquello de lo cual este espacio vacío es el símbolo: la Naturaleza de Buda en nuestro perpetuo perecer. Cosa que me recuerda… —Miró su reloj.
—¿Qué sigue ahora, en el programa? —preguntó Will cuando salieron al resplandor del sol.
—El servicio en el templo —respondió el doctor Robert—. Los jóvenes escaladores ofrecerán su hazaña a Siva… En otras palabras, a su propia Talidad vista como Dios. Después de lo cual pasarán a la segunda parte de su iniciación: la experiencia de liberarse de sí.
—¿Por medio de la medicina moksha?
El doctor asintió.
—Sus jefes se la administran antes de que salgan de la choza de la Asociación de Escalamiento. La medicina comienza a producir su efecto durante los servicios. De paso —agregó—, los servicios religiosos se realizan en sánscrito, de modo que usted no entenderá ni una palabra. Vijaya hará su alocución en inglés… hablará en su condición de presidente de la Asociación de Escalamiento. También yo hablaré en inglés. Y, por supuesto, la mayoría de los jóvenes también, usarán ese idioma.
Dentro del templo había una fresca y cavernosa obscuridad, sólo atemperada por la débil luz del sol que se filtraba por un par de pequeñas ventanas con celosías y por las siete lámparas que pendían, como un halo de amarillas y temblorosas estrellas, sobre la cabeza de una imagen ubicada en el altar. Era una estatua de cobre, no mayor que un niño, de Siva. Rodeado por una gloria orlada de llamas, con los cuatro brazos detenidos en un ademán, el cabello trenzado salvajemente agitado, el pie derecho pisando una figura enana de la más repugnante malignidad, el izquierdo graciosamente en alto, el dios estaba congelado en medio de su éxtasis. Ya sin sus trajes de escalar, sino con sandalias, el pecho desnudo y con pantaloncitos o faldas de vivos colores, una veintena de muchachas y jóvenes, junto con los seis que habían hecho de dirigentes e instructores, se encontraban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas. Sobre ellos, en el último de los escalones del altar, un anciano sacerdote, afeitado y con vestiduras amarillas, entonaba algo sonoro e incomprensible. Dejando a Will instalado en un asiento conveniente, el doctor Robert se dirigió en puntillas hacia donde se encontraban sentados Vijaya y Murugan, y se acuclilló junto a ellos.
El espléndido retumbo del sánscrito cedió lugar a un agudo cántico nasal, y a su debido tiempo el cántico fue sustituido por una letanía, en la que las frases sacerdotales alternaban con la respuesta de la congregación…
Luego quemaron incienso en un turiferario de bronce. El anciano sacerdote levantó las dos manos pidiendo silencio, y durante un largo momento preñado del más perfecto silencio el hilo gris del humo de incienso se elevó, recto y firme, ante el dios; luego, cuando se encontró con la brisa de las ventanas, se quebró y se perdió de vista en una nube invisible que llenaba todo el penumbroso espacio con la misteriosa, fragancia de otro mundo. Will abrió los ojos y vio que Murugan, el único de toda la congregación, se agitaba, inquieto. Y no sólo se agitaba; hacía muecas de impaciente desaprobación. Él nunca había ascendido a la montaña; por lo tanto la ascensión era una simple tontería. Se había negado a probar la medicina moksha; por lo tanto los que la usaban eran seres increíbles. Su madre creía en los Maestros Elevados y parloteaba regularmente con Koot Hoomi; por lo tanto la imagen de Siva era un vulgar ídolo. Qué elocuente pantomima, pensó Will mientras observaba al joven. Pero por desgracia para el pobre Murugan, nadie prestaba la menor atención a sus contorsiones.
—Shivanayama —dijo el anciano sacerdote quebrando el prolongado silencio, y, una vez más—, Shivanayama. —Hizo un gesto de llamado.
Levantándose de su lugar, la joven alta que Will había visto descender por el precipicio, subió los escalones del altar. En puntas de pie, el cuerpo aceitado y brillante como una segunda estatua de cobre a la luz de las lámparas, colgó una guirnalda de flores color amarillo pálido en el más alto de los dos brazos izquierdos de Siva. Luego, uniendo las palmas de las manos, contempló el rostro serenamente sonriente del dios y, con voz que al principio temblaba pero que luego se hizo cada vez más firme, comenzó a hablar:
Oh tú, creador; tú, destructor; tú, que sostienes y pones fin;
que a la luz del sol bailas entre los pájaros y los niños que juegan, que a la medianoche danzas entre los cadáveres, junto a las piras; tú, Siva, negro y terrible Bhairava; tú, Talidad e Ilusión, el Vacío y Todas las Cosas, eres el señor de la vida, y por eso te he traído flores; eres el señor de la muerte y por eso te he traído mi corazón…
Ese corazón es ahora tu pira.
En ella la ignorancia y el yo serán consumidos por el fuego.
Para que puedas bailar, Bhairava, entre las cenizas.
Para que puedas bailar, señor Siva, en un lugar de flores, y yo bailar contigo.
La joven levantó los dos brazos e hizo un ademán que insinuaba la extática devoción de cien generaciones de adoradores danzantes; luego se volvió y se alejó hacia la media luz. «Shivanayama», gritó alguien. Murugan lanzó un bufido despectivo cuando el estribillo fue recogido por otras voces jóvenes. «Shivanayama, Shivanayama…». El anciano sacerdote entonó otro pasaje de las escrituras. En la mitad de su recitado un pajarillo gris de cabeza carmesí entró volando por una de las ventanas de celosías, aleteó alocadamente en torno a las lámparas del altar y luego, gorjeando en estrepitoso e indignado terror, volvió a precipitarse hacia afuera. El cántico continuó, ascendiendo a su culminación, y terminó en una susurrada oración de paz: Shanti, shanti, shanti. El sacerdote se volvió hacia el altar, cogió un largo cirio y, tomando la llama de una de las lámparas de sobre la cabeza de Siva, encendió otras siete lámparas que pendían dentro de un profundo nicho, debajo de la losa en que se encontraba el danzarín. Reflejada en la pulida convexidad del metal, la luz reveló otra estatua: esta vez de Siva y Parvati, del archiyoga sentado, que mientras dos de sus cuatro manos mantenían en alto el tambor y el fuego simbólicos, acariciaba con el segundo par a la amorosa deidad, por la cual era cabalgado en ese eterno abrazo de bronce. El sacerdote agitó la mano. Esta vez se adelantó a la luz un joven de piel morena y poderosos músculos. Inclinándose, colgó la guirnalda que llevaba del cuello de Parvati; luego, retorciendo la larga cadena de flores, dejó caer un segundo lazo de blancas orquídeas sobre la cabeza de Siva.
—Cada uno es ambos —dijo.
—Cada uno es ambos —repitió el coro de jóvenes voces.
Murugan sacudió la cabeza con violencia.
—Oh tú que te has ido —dijo el joven moreno—, que te has ido, que te has ido a la otra orilla, que has desembarcado en la otra orilla; oh tú, ilustración, y tú, la otra ilustración, liberación unida a la liberación, compasión en brazos de la compasión infinita.
—Shivanayama.
Regresó a su lugar. Se produjo un largo silencio. Luego Vijaya se puso de pie y comenzó a hablar.
—Peligro —dijo, y una vez más—, peligro. Peligro deliberada pero ligeramente aceptado. Peligro compartido con un amigo, con un grupo de amigos. Compartido eh forma consciente, compartido hasta los límites de la conciencia, de modo que el compartirlo y el peligro se convierten en, un yoga. Dos amigos unidos por una cuerda en una roca. A veces tres o cuatro amigos. Cada uno de ellos totalmente consciente de sus músculos en tensión, de su habilidad, de su temor y de su espíritu que trasciende al temor. Y cada uno, por supuesto, consciente al mismo tiempo de todos los demás, preocupado por ellos, haciendo lo correcto para que los demás estén a salvo. La vida en su diapasón más elevado de tensión física y mental, la vida más abundante, más inestimablemente preciosa a causa de la omnipresente amenaza de la muerte. Pero después del yoga del peligro está el yoga de la cumbre, el yoga del descanso y el aflojamiento, el yoga de la completa y total receptividad, el yoga que consiste en aceptar en forma consciente lo que se da tal como se da, sin censura por parte de la inquieta mentalidad moralista, sin adiciones del acopio personal de ideas de segunda mano, del acopio aun más abundante de fantasías voluntarias. Uno se queda sentado, con los músculos flojos y el espíritu abierto al sol y a las nubes, abierto a la distancia y el horizonte, abierto, a la postre, a ese informe No Pensamiento sin palabras que el silencio de la cumbre permite adivinar, profundo y perdurable, dentro del agitado flujo de los pensamientos cotidianos.
»Y ahora ha llegado el momento del descenso, el momento del segundo tramo del yoga del peligro, el momento de renovación dé la tensión y de conciencia de la vida en su resplandeciente plenitud, cuando uno pende precariamente sobre el abismo de la destrucción. Y entonces, al pie del precipicio, uno se quita la cuerda, baja a zancadas, por el rocoso sendero, hacia los primeros árboles. Y de pronto se encuentra en el bosque, y surge otro tipo de yoga: el yoga de la selva, que consiste en tener conciencia total de la vida en el punto próximo, de la vida selvática en toda su exuberancia y putrefacción, en toda su suciedad reptante, en toda su dramática ambivalencia de orquídeas y ciempiés, de sanguijuelas y colibríes, de bebedores de néctar y bebedores de sangre. La vida que produce el orden de entre el caos y la fealdad, que ejecuta sus milagros de nacimiento y crecimiento, pero que los ejecuta, al parecer, nada más que para destruirse. Belleza y horror, belleza —repitió— y horror. Y luego, de repente, cuando uno desciende de una de sus expediciones a la montaña, de repente sabe que existe una reconciliación. Y no sólo una reconciliación. Una fusión, una identidad. Belleza fundida al horror del yoga de la selva. Vida reconciliada con la perpetua inminencia de la muerte en el yoga del peligro. Vacío identificado con la yoidad en el yoga sabático de la cumbre.
Se produjo un silencio. Murugan bostezó con ostentación. El anciano sacerdote encendió otra barrita de incienso y, mascullando, la agitó ante el bailarín; la volvió a agitar ante los amores cósmicos de Siva y la diosa.
—Uno inspira profundamente —dijo Vijaya—, y cuando inspira presta atención a este aroma del incienso. Préstenle toda vuestra atención; sepan qué es: un hecho inefable que está más allá de las palabras, más allá de la razón y la explicación. Sépanlo al desnudo. Conózcanlo como un misterio. Perfume, mujeres y oración: estas fueron las tres cosas que Mahoma amó por sobre todas las demás. Los datos inexplicables del incienso aspirado, de la piel acariciada, del amor sentido y, más allá de ellos, el misterio de los misterios, el Uno en la pluralidad, el Vacío que lo es todo, la Talidad totalmente presente en todas las apariencias, en todos los puntos e instantes. Respiren, entonces —repitió—, inspiren —y en un susurro final, mientras se sentaba—, inspiren.
—Shivanayama —murmuró en éxtasis el anciano sacerdote.
El doctor Robert se puso de pie y se dirigió hacia al altar; luego se detuvo, se volvió y llamó a Will Farnaby.
—Venga y siéntese a mi lado —musitó, cuando Will llegó junto a él—. Quiero que les vea la cara.
—¿No molestaré?
El doctor negó con la cabeza y avanzaron juntos, ascendieron y, a tres cuartos de camino por la escalera del altar, se sentaron, uno al lado del otro, en la penumbra, entre la obscuridad y la luz de las lámparas. En voz muy baja, el doctor Robert comenzó a hablar sobre Siva-Nataraja, el Señor de la Danza.
—Vean esta imagen —dijo—. Mírenla con los nuevos ojos que les ha dado la medicina moksha. Vean cómo respira y palpita, cómo surge de la luminosidad hacia luminosidades más intensas. Cómo danza a través del tiempo y fuera del tiempo, cómo danza eternamente y en el eterno ahora. Cómo danza y danza en todos los mundos al mismo tiempo. Mírenlo.
Will escudriñó los rostros levantados y advirtió, ora en uno, ora en otro, las nacientes iluminaciones del placer, del reconocimiento, de la comprensión, los signos de la adoración asombrada que temblaba al borde del éxtasis o el terror.
—Miren con atención —insistió el doctor Robert—. Miren con más atención aun. —Luego, al cabo de un largo minuto de silencio—: Baila en todos los mundos a la vez —repitió—. En todos los mundos. Y antes que nada en el mundo de la materia. Miren el gran halo redondo, orlado de los símbolos del fuego, dentro del cual danza el dios. Representa a la naturaleza, el mundo de la masa y la energía. Dentro de él Siva-Nataraja baila la danza del interminable nacimiento y desaparición. Es su lila, su juego cósmico. Juega por el juego mismo, como un niño. Pero este niño es el Orden de las Cosas. Sus juguetes son las galaxias, su campo de juegos es el espacio infinito, y entre dedo y dedo cada intervalo es de mil millones de años luz. Mírenlo, ahí, en el altar. La imagen ha sido hecha por el hombre, es un pequeño artefacto de cobre, de un metro veinte de alto. Pero Siva-Nataraja llena el universo, es el universo. Cierren los ojos y véanlo erguirse en la noche, sigan la ilimitada extensión de esos brazos y del revuelto cabello infinitamente agitado. Nataraja juega entre las estrellas y en los átomos. Pero además —agregó—, además juega dentro de cada cosa viviente, de cada criatura sensible, de todos los niños, hombres y mujeres. Juega por el placer del juego. Pero ahora el campo de juego es consciente, el piso del salón de baile es capaz de sufrimientos. A nosotros este juego sin objeto nos parece una especie de insulto. En realidad nos agradaría un Dios que no destruyese lo que ha creado. O si tiene que existir dolor y muerte, que sean distribuidos por un Dios de rectitud, que castigue a los malvados y recompense a los buenos con la eterna dicha. Pero en realidad los buenos son heridos, los inocentes sufren. Entonces que haya un Dios que simpatice y traiga consuelo. Pero Nataraja no hace más que danzar. Su juego es un juego imparcial de muerte y vida, de todos los males y todos los bienes. En su mano derecha superior sostiene el tambor que llama al ser desde adentro del no ser. Rataplán… el tamborileo de la creación, la diana cósmica. Pero ahora miren la mano izquierda superior. Blande el fuego con el cual todo lo que ha sido creado es destruido. Danza de esta manera… ¡y qué dicha! Danza de esta Otra… y, ¡oh, qué dolor, qué espantoso miedo, qué desolación! Y brinca, salta y hace una cabriola. Brinca hacia la perfecta salud. Salta hacia el cáncer y la senilidad. Hace una cabriola para salir de la plenitud de la vida y caer en la nada, y para salir de la nada y caer de nuevo en la vida. Para Nataraja todo es juego, y el juego es un fin en sí mismo, eternamente carente de sentido. Danza porque danza, y la danza es su maha-suja, su infinita y eterna bienaventuranza. Eterna Bienaventuranza —repitió el doctor, y una vez más, pero con tono de interrogación—: ¿Eterna Bienaventuranza? —Meneó la cabeza—. Para nosotros no hay bienaventuranza; sólo la oscilación entre la dicha y el terror, y una sensación de ofensa ante el pensamiento de que nuestros dolores son tan parte integral de la danza de Nataraja como nuestros placeres, nuestra muerte como nuestra vida. Pensemos en eso, en silencio, durante un rato.
Pasaban los segundos, el silencio se hacía más profundo. De pronto, sorprendentemente, una de las muchachas rompió a sollozar. Vijaya abandonó su lugar y, arrodillándose junto a ella, le posó una mano en el hombro. Los sollozos se apagaron.
—Sufrimientos y enfermedad —continuó el doctor al cabo—, vejez, decrepitud, muerte. Os muestro la pena. Pero eso no fue lo único que nos mostró Buda. También nos mostró el final de la pena.
—Shivanayama —exclamó el anciano sacerdote con tono triunfal.
—Abran los ojos y miren a Nataraja, allí arriba, en el altar. Miren con atención. En la mano derecha superior, como ya han visto, tiene el tambor que llama al mundo a la existencia, y en la mano superior izquierda lleva el fuego destructor. Vida y muerte, orden y desintegración, imparcialmente. Pero ahora miren las otras dos manos de Siva. La inferior derecha está levantada, con la palma vuelta hacia afuera. ¿Qué significa ese ademán? Significa «No temas; Todo está bien». ¿Pero cómo es posible que nadie que tenga un poco de sensatez deje de tener miedo? ¿Cómo es posible fingir que el mal y el sufrimiento están bien, cuando resulta tan evidente que están mal? Nataraja tiene la respuesta. Miren ahora su mano inferior izquierda. La usa para señalar a sus pies. ¿Y qué hacen sus pies? Miren con atención y verán que el pie derecho está plantado de lleno sobre una horrible y pequeña criatura subhumana: el demonio, Muyalaka. Muyalaka, un enano, pero inmensamente poderoso en su malignidad, es la encarnación de la ignorancia, la manifestación de la ávida y posesiva bondad. ¡Písenlo, quiébrenle el espinazo! Y eso precisamente hace Nataraja. Pisotea al pequeño monstruo con su pie derecho. Pero adviertan que lo que señala con el dedo no es ese pie derecho, sino el izquierdo, el pie que, mientras danza, ha elevado del suelo. ¿Y por qué lo señala? ¿Por qué? Ese pie en alto, ese desafío danzante de la fuerza de gravedad… es el símbolo de la liberación, de la moksha. Nataraja baila en todos los mundos al mismo tiempo… en el mundo de la física y la química, en el mundo de la experiencia común, demasiado humana, y por último en el mundo de la Talidad, del Espíritu, de la Clara Luz. Y ahora —continuó el doctor luego de un momento de silencio— quiero que miren la otra estatua, la imagen de Siva y la diosa. Mírenlos, allí, en su cuevita de luz. Y ahora cierren los ojos y vuelvan a verlos… brillantes, vivos, glorificados. ¡Cuan hermosos! Y en su ternura, ¡qué profundidades de significación! ¡Qué sabiduría, más allá de todas las sabidurías habladas, en la experiencia, sensual de la fusión espiritual y la expiación! La eternidad en amor con el tiempo. Lo Uno unido en matrimonio a lo mucho, lo relativo convertido en absoluto por su unión con lo Uno. El Nirvana identificado con samsara, la manifestación en el tiempo y en la carne y en la sensación del Buda naturaleza.
—Shivanayama. —El anciano sacerdote encendió otra barrita de incienso y con suavidad, en una sucesión de prolongados melismas, comenzó a canturrear algo en sánscrito. En los jóvenes rostros que tenía ante sí, Will pudo leer las señales de una serenidad que escuchaba, la sonrisa apenas perceptible, extática, que saluda una repentina percepción interior, una revelación de verdad o belleza. Entretanto, en el fondo, Murugan estaba pesadamente recostado contra una columna, escarbándose la nariz exquisitamente griega.
—Liberación —recomenzó el doctor Robert—, el final de la pena, dejar de ser lo que ignorantemente piensan que son, para convertirse en lo que son en realidad. Durante un rato, gracias a la medicina moksha, sabrán qué es ser lo que en realidad, lo que en rigor siempre han sido. ¡Qué dicha intemporal! Pero, como todo lo demás, esta intemporalidad es transitoria. Como todo lo demás, pasará. Y cuando haya pasado ¿qué harán ustedes con esa experiencia? ¿Qué harán con todas las otras experiencias similares que la medicina moksha les hará reconocer en los años por venir? ¿Las gozarán simplemente, como se gozaría de una velada en una pantomima de títeres, para volver luego a sus ocupaciones de costumbre, para volver a comportarse como los tontos delincuentes que creen ser? ¿O después de haber entrevisto dedicarán sus vidas a la ocupación en modo alguno habitual, de ser lo que son en realidad? Lo único que nosotros, los mayores, podemos hacer con nuestras enseñanzas; lo único que Pala puede hacer por ustedes con su orden social, es proporcionarles las técnicas y las oportunidades. Y lo único que la medicina moksha puede hacer es proporcionarles una sucesión de visiones beatíficas, una hora o dos, de vez en cuando, de esclarecimiento y gracia liberadora. A ustedes les toca decidir si colaborarán con la gracia y aprovecharán esas oportunidades. Pero eso queda para el futuro. Aquí y ahora, lo único que tienen que hacer es seguir el consejo del mynah: ¡Atención! Presten atención y verán que, gradual o repentinamente, adquieren conciencia de los grandes hechos primordiales representados por esos símbolos del altar.
—¡Shivanayama! —El sacerdote agitó su barrita de incienso. Al pie de los escalones del altar, los jóvenes estaban inmóviles como estatuas. Una puerta chirrió, hubo un ruido de pisadas. Will volvió la cabeza y vio a un hombre de baja estatura, robusto, que se abría paso por entre los jóvenes contemplativos. Subió los escalones e inclinándose murmuró algo al oído del doctor Robert; luego giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta.
El doctor Robert posó una mano sobre la rodilla de Will.
—Es una orden real —susurró, con una sonrisa y un encogimiento de hombros—. Ese es el hombre encargado de la choza alpina. La rani acaba de telefonear para decir que necesita ver a Murugan lo antes posible. Es urgente. —Riendo en silencio, se puso de pie y ayudó a Will a hacer lo propio.