IX

«El patriotismo no basta. Pero tampoco es suficiente ninguna otra cosa. La ciencia no es suficiente, ni lo es la religión, ni el arte, ni la política y la economía, ni el amor, ni el deber, ni acción alguna, por desinteresada que fuere, ni la contemplación, por sublime que sea. Nada sirve, como no sea el todo».

—¡Atención! —gritó un pájaro lejano.

Will miró su reloj. Las doce menos cinco. Cerró sus Notas sobre qué es qué y, tomando el bastón alrano de bambú que otrora había pertenecido a Duguld MacPhail, se dirigió a la cita que tenía con Vijaya y el doctor Robert. Por el atajo, el edificio principal de la Estación Experimental estaba a menos de quinientos metros del bungalow del doctor Robert. Pero el día estaba opresivamente caluroso, y había dos tramos de escalera que recorrer. Para un convaleciente con la pierna derecha entablillada, era un viaje de consideración.

Lenta, penosamente, Will recorrió el serpenteante sendero y subió los escalones. En la cima del segundo tramo se detuvo para recobrar el aliento y enjugarse la frente; luego, manteniéndose pegado a la pared, donde todavía había una estrecha franja de sombra, siguió avanzando hacia un letrero en el que se leía laboratorio.

La puerta de debajo del letrero se encontraba entreabierta; la abrió y se encontró en el umbral de una habitación larga, de cielo raso alto. Había en ella las habituales mesas de trabajo y fregaderos, los habituales armarios con puerta de vidrio, llenos de frascos e instrumental, los habituales olores de sustancias químicas y ratones enjaulados. Durante el primer momento Will pensó que la habitación estaba desierta; pero no… Casi oculto de la vista por una estantería de libros que se proyectaba en ángulo recto respecto de la pared, el joven Murugan se encontraba sentado a una mesa, leyendo con atención. Tan silenciosamente como le fue posible —porque siempre resultaba divertido sorprender a la gente—, Will se internó en la habitación. El zumbido de un ventilador eléctrico cubrió el sonido de sus pasos, y Murugan sólo advirtió su presencia cuando se encontraba a unos centímetros del anaquel. El joven se sobresaltó, como un culpable de algo, metió el libro, con apresuramiento lleno de pánico, en una cartera de cuero y, tomando otro volumen, más pequeño, que yacía abierto sobre la mesa, al lado de la cartera, lo atrajo hacia sí. Sólo entonces se volvió para hacer frente al intruso, Will le lanzó una sonrisa tranquilizadora. —Soy yo.

La expresión de colérico desafío fue reemplazada, en el rostro del joven, por otra de alivio.

—Creí que era… —Se interrumpió, dejando la frase inconclusa.

—Creyó que era alguien que lo reprendería por no hacer lo que se supone que tiene que estar haciendo; ¿no es así?

Murugan sonrió y asintió con la rizada cabeza.

—¿Dónde están todos los demás? —preguntó Will.

—En los campos… podando o polinizando o algo por el estilo. —Su tono era despectivo.

—Y en consecuencia, como los gatos no están, los ratones se dedican a jugar. ¿Qué estudiaba con tanto apasionamiento?

Con inocente insinceridad, Murugan levantó el libro que ahora fingía leer.

—Se llama Ecología elemental —dijo.

—Ya veo —respondió Will—. Pero yo le pregunté qué leía.

—Ah, eso. —Murugan se encogió de hombros—. No le interesaría.

—Me interesa todo lo que los demás traten de ocultar —le aseguró Will—. ¿Era pornografía?

Murugan abandonó la ficción y se mostró auténticamente ofendido.

—¿Por quién me toma?

Will estuvo a punto de decir que lo tomaba por un joven normal, pero se contuvo. Al hermoso amiguito del coronel Dipa, «joven normal» podía parecerle un insulto o una insinuación. Hizo una reverencia de fingida cortesía.

—Pido perdón a Su Majestad —dijo—. Pero sigo con curiosidad —agregó en otro tono—. ¿Me permite? —Posó una mano sobre la abultada cartera.

Murugan vaciló un instante; luego lanzó una carcajada forzada.

—Adelante.

—¡Qué tomo! —Will extrajo de la cartera el grueso volumen y lo depositó sobre la mesa—. Sears, Roebuck & Co, Catálogo de Verano y Primavera —leyó en voz alta.

—Es del año pasado —dijo Murugan disculpándose—. Pero no creo que hubiera muchos cambios desde entonces.

—En ese sentido —le aseguró Will—, se equivoca. Si las modas no cambiaran por completo todos los años, no habría motivos para comprar cosas nuevas antes de que las viejas se gastaran. No entiende los principios fundamentales del consumidorismo moderno. —Abrió el catálogo al azar—. «Zapatos de Hormas Anchas con Plataformas Mullidas». —Abrió en otro lugar y encontró la descripción y la imagen de un Corpiño color Rosa Susurro, de Dacrón y Algodón de Pima. Volvió la página, y allí, memento morí, estaba lo que la compradora de corpiños usaría veinte años más tarde: Pechera con Tirantes, Ahuecada para Sostener el Vientre Caído.

—En realidad no resulta interesante —dijo Murugan— hasta cerca del final del libro. Tiene mil trescientas cincuenta y ocho páginas —agregó entre paréntesis—. ¡Imagínese! ¡Mil trescientas cincuenta y ocho!

Will se salteó las setecientas cincuenta siguientes.

—Ah, esto está mejor —exclame—. «Nuestros Famosos Revólveres y Automáticas calibre 22». —Y allí mismo, un poco más adelante, estaban los Botes de Fibra de Vidrio, los Motores de Alta Potencia, un Fuera de Borda de 12 HP por sólo 234,95 dólares… con Tanque de Combustible incluido—. ¡Esto es extraordinariamente generoso!

Pero resultaba evidente que Murugan no era un marino. Tomando el libro, lo hojeó, impaciente, pasando unas veinte páginas más.

—¡Vea esta Motoneta de Tipo Italiano! —Y mientras Will la contemplaba, Murugan leyó en voz alta—: «Esta aerodinámica motoneta da hasta cuarenta y cinco kilómetros por litro de combustible». ¿Se da cuenta? —Su rostro normalmente hosco estaba radiante de entusiasmo—. Y se puede llegar a cincuenta kilómetros por litro incluso con esta motocicleta de 14,5 HP. ¡Y está garantizada para hacer ciento veinte kilómetros por hora… garantizada!

—¡Notable! —prorrumpió Will. Y luego, con curiosidad—. ¿Este glorioso libro, se lo envió alguien de Norteamérica? —preguntó.

Murugan sacudió negativamente la cabeza.

—Me lo dio el coronel Dipa.

—¿El coronel Dipa? —¡Qué extraño regalo de Adriano a Antinoo! Volvió a mirar el grabado de la motocicleta, y luego contempló de nuevo el rostro encendido de Murugan. Se hizo la luz en su cerebro; se reveló el propósito del coronel. La serpiente me tentó y comí. El árbol del centro del jardín se llamaba Árbol de los Bienes de Consumo, y para los habitantes de todos los edenes subdesarrollados, el más leve regusto de su fruta, y aun la visión de sus mil trescientas cincuenta y ocho páginas, tenía el poder de hacerles reconocer avergonzados, que, hablando en términos industriales, se encontraban completamente desnudos. El futuro raja de Pala estaba siendo obligado a entender que era el gobernante descamisado de una tribu de salvajes.

—Debería —dijo en voz alta— importar un millón de estos catálogos y distribuirlos, a título gratuito, por supuesto, como los anticonceptivos, a todos sus súbditos.

—¿Para qué?

—Para aguzarles el apetito de poseer cosas. Entonces empezarán a pedir Progreso á gritos: pozos petrolíferos, armamentos, Joe Aldehyde, técnicos soviéticos.

Murugan frunció el entrecejo y meneó la cabeza.

—No serviría.

—¿Quiere decir que no se dejarían tentar? ¿Ni siquiera por Motonetas Aerodinámicas y Corpiños color Rosa Susurro? ¡Pero eso es increíble!

—Podrá ser increíble —replicó Murugan con amargura—, pero es un hecho. No les interesa nada de eso.

—¿Ni siquiera a los jóvenes?

—Yo diría que especialmente a los jóvenes.

Will Farnaby aguzó los oídos. Esa falta de interés le resultaba en alto grado interesante.

—¿Y puede adivinar por qué? —preguntó.

—No adivino —respondió el joven—. Lo sé. —Y como si de repente hubiese decidido representar una parodia de su madre, comenzó a hablar en tono de justiciera indignación, absurdamente ajeno a su edad y aspecto—. Por empezar, están muy ocupados en… —Vaciló, y la odiada palabra fue musitada con énfasis de repugnancia—. En cosas del sexo.

—Pero todos se dedican al sexo. Cosa que no les impide ansiar los coches veloces.

—Aquí el sexo es distinto —insistió Murugan.

—¿Debido al yoga del amor? —preguntó Will, recordando el rostro embelesado de la pequeña enfermera.

—Tienen algo que les hace creer que son perfectamente dichosos, y no quieren ninguna otra cosa —asintió el joven.

—¡Qué estado de bienaventuranza!

—¡No hay nada de bienaventurado en eso! —replicó Murugan con sequedad—. Es estúpido y desagradable. Nada de progreso; sólo sexo, sexo, sexo. Y, por supuesto, esa asquerosa droga que les dan.

—¿Droga? —repitió Will con cierto asombro. ¿Droga en un lugar en que Susila había dicho que no existían adictos?—. ¿Qué tipo de droga?

—Está hecha de hongos. ¡Hongos! —Pronunció la palabra en una cómica caricatura del más vibrante tono de ultrajada espiritualidad de la rani.

—¿Esos encantadores hongos rojos en los cuales solían sentarse los gnomos?

—No, estos son amarillos. La gente iba a recogerlos antes en las montañas. Ahora los hacen crecer en viveros especiales de la Estación Experimental de Altura. Drogas científicamente cultivadas. Benito, ¿verdad?

Se oyó un portazo y un sonido de voces, de pasos que se acercaban por un corredor. De pronto desapareció el espíritu indignado de la rani y Murugan fue otra vez el contrito colegial que trata de ocultar furtivamente sus delincuencias. En un santiamén la «Ecología elemental» ocupó el lugar de Sears Roebuck y la cartera sospechosa, abultada, quedó oculta bajo la mesa. Un momento más tarde, desnudo hasta la cintura y reluciente como un bronce viejo, con el sudor del trabajo al sol del mediodía, entró Vijaya en la habitación. Detrás de él apareció el doctor Robert. Con el aire de un estudiante modelo, Murugan levantó la vista de su libro. Divertido, Will se ubicó de lleno en el papel que se le había asignado.

—Fui yo quien llegó muy temprano —dijo en respuesta a las disculpas de Vijaya por haber llegado tan tarde—. Con el resultado de que nuestro amigo no ha podido continuar con sus lecciones. Hemos hablado hasta quedar roncos.

—¿De qué? —preguntó el doctor Robert.

—De todo. De coles y reyes, de motonetas, de vientres caídos. Y cuando usted entró estábamos en el tema de los hongos. Murugan me hablaba de los hongos que se usan aquí como fuente de una droga.

—¿Qué indica un nombre? —respondió el doctor Robert con una carcajada—. Respuesta: prácticamente cualquier cosa. Como ha tenido la desgracia de educarse en Europa, Murugan lo denomina droga y siente al decirlo toda la desaprobación que una palabra obscena provoca por reflejo condicionado. Nosotros, por el contrario, le damos a la medicina buenos nombres: la medicina moksha, la reveladora de la realidad, la píldora de la verdad y la belleza. Y sabemos, por experiencia directa, que los buenos nombres son merecidos. En tanto que nuestro joven amigo no tiene conocimiento alguno de primera mano sobre esa medicina, y no es posible convencerlo de que por lo menos la pruebe. Para él es una droga, y una droga es algo que, por definición, ninguna persona decente prueba jamás.

—¿Qué dice a eso Su Alteza? —inquirió Will. Murugan meneó la cabeza.

—Lo único que hace es darle a uno una cantidad de ilusiones —masculló—. ¿Por qué habría de esforzarme por hacer el tonto?

—Es cierto, ¿por qué? —dijo Vijaya con bonachona ironía—. ¿Viendo que, en su estado normal, usted es el único miembro de la raza humana que jamás hace el tonto y nunca tiene ilusiones sobre ninguna cosa?

—Nunca he dicho tal cosa —protestó Murugan—. Sólo quiero decir que no quiero tener nada que ver con el falso samadhi de ustedes.

—¿Cómo sabe que es falso? —interrogó el doctor Robert.

—Porque el verdadero sólo le llega a la gente después de años y años de meditación y tapas y… bueno, ya sabe… no andar, con mujeres.

—Murugan —explicó Vijaya a Will— es uno de los puritanos. Le ofende el hecho de que, con cuatrocientos miligramos de la medicina moksha en la sangre, incluso los principiantes, sí, y hasta los jóvenes y las muchachas que se hacen el amor, puedan percibir una visión del mundo tal como lo ve el que ha sido liberado de su esclavitud respecto del ego.

—Pero no es verdadera —insistió Murugan.

—¡No es verdadera! —repitió el doctor Robert—. Lo mismo podría decir que la experiencia del bienestar no es verdadera.

—Esa es una petición de principio —objetó Will—. Una experiencia puede ser verdadera en relación con algo que sucede dentro del cráneo de uno, pero completamente ajena a todo lo exterior.

—Es claro —convino el doctor Robert.

—¿Saben ustedes qué sucede dentro de sus respectivos cráneos, cuando han tomado una dosis del hongo?

—Sabemos un poco.

—Y continuamente tratamos de averiguar más —agregó Vijaya.

—Por ejemplo —continuó el doctor Robert—: Hemos descubierto que las personas cuyo electroencefalograma no muestra actividad del ritmo alfa cuando se encuentran en reposo no responden significativamente a la medicina moksha. Eso quiere decir que para el quince por ciento, más o menos, de la población, tenemos que encontrar otras formas de acercarse a la liberación.

—Y otra cosa que apenas comenzamos a entender —dijo Vijaya— es la correlación neurológica de estas experiencias. ¿Qué sucede en el cerebro cuando uno tiene una visión? ¿Y qué sucede cuando se pasa de un estado mental premístico a uno auténticamente místico?

—¿Lo saben ustedes? —preguntó Will.

—«Saber» es una palabra grande. Digamos que estamos en condiciones de hacer algunas conjeturas plausibles. Los ángeles y las Nuevas Jerusalén y las Madonnas y los Futuros Budas están todos relacionados con cierto tipo de estimulación poco corriente de las zonas cerebrales de proyección primaria, la corteza visual, por ejemplo. Todavía no hemos descubierto cómo produce la medicina moksha esos estímulos extraordinarios. Lo importante es que, de una u otra manera, los produce. Y de una u otra manera, también hace algo extraordinario con las zonas silenciosas del cerebro, las zonas que no están vinculadas en forma específica con la percepción, el movimiento o el sentimiento.

—¿Y cómo reaccionan las zonas silenciosas?

—Empecemos con las reacciones que no tienen. No reaccionan con visiones o audiciones; no responden con telepatía o clarividencia o cualquier otra cosa de ejecución parapsicológica. Nada de esas divertidas cosas premísticas. Su reacción es la total experiencia mística. Ya sabe: Uno en Todo y Todo en Uno. La experiencia fundamental con sus corolarios: ilimitada compasión, insondable misterio y significación.

—Para no mencionar la alegría —dijo el doctor Robert—, una alegría indecible.

—Y todo eso está dentro del cráneo de uno —dijo Will—. Es estrictamente privado. No tiene referencia a hecho exterior alguno, aparte del hongo.

—No es real —intervino Murugan—. Eso es exactamente lo que yo quería decir.

—Usted da por supuesto —replicó el doctor Robert— que el cerebro produce la conciencia. Yo supongo que la trasmite. Y mí explicación no es más descabellada que la suya. ¿Cómo es posible que una serie de acontecimientos pertenecientes a un orden sean experimentados como una serie de sucesos pertenecientes a otro orden distinto y en todo sentido inconmensurable? Nadie tiene la menor idea. Lo único que se puede hacer es aceptar los hechos y elaborar hipótesis. Y una hipótesis, hablando en términos filosóficos, es tan buena como otra. Usted dice que la medicina moksha influye sobre las zonas silenciosas del cerebro, obligándolas a producir una serie de acontecimientos a los que la gente ha asignado el nombre de «experiencia mística». Yo digo que la medicina moksha opera sobre las zonas silenciosas del cerebro, abriendo algún tipo de compuerta neurológica, lo que permite que un mayor volumen de Mente con M mayúscula entre en su mente con m minúscula. Usted no puede demostrar la verdad de su hipótesis y yo no puedo demostrar la verdad de la mía. Y aunque usted pudiera demostrar que estoy equivocado, ¿qué sentido práctico tendría eso?

—En mi opinión, tendría todo el sentido práctico del mundo —replicó Will.

—¿Le gusta la música? —preguntó el doctor.

—Más que muchas otras cosas.

—Si me permite la pregunta, ¿a qué se refiere el quinteto de Mozart en sol menor? ¿Se refiere a Alá? ¿O a Tao? ¿O a la segunda persona de la Trinidad? ¿O al Atmán-Brahmán?

Will rió.

—Esperemos que no.

—Pero eso no hace que la experiencia del quinteto en sol menor resulte menos satisfactoria. Bien, pues lo mismo sucede con el tipo de experiencia que se obtiene con la medicina moksha, o por medio de la oración, el ayuno y los ejercicios espirituales. Aunque no se refiera a nada exterior a sí mismo, sigue siendo la cosa más importante que haya pedido sucederle a uno. Lo mismo que la música, sólo que en proporción incomparablemente mayor. Y si uno le concede una oportunidad a la experiencia, si está dispuesto a seguirla, los resultados son incomparablemente más terapéuticos y trasformadores. Es posible que todo eso suceda dentro del cerebro de uno. Es posible que sea privado y que no exista conocimiento unitivo de nada que no sea la fisiología de uno mismo. ¿A quién le importa? Sigue en pie el hecho de que la experiencia puede abrirle los ojos, convertirlo en una persona bienaventurada y trasformarle toda la vida. —Hubo un prolongado silencio—. Permítame que le diga una cosa —continuó, dirigiéndose a Murugan—. Algo que no pensaba decirle a nadie. Pero ahora siento que quizá tengo una obligación, un deber para con el trono, un deber para con Pala y su pueblo: una obligación de hablarle acerca de esta experiencia tan privada. Quizá si lo hago pueda ayudarlo a ser un poco más comprensivo acerca de su país y de las costumbres de su país. —Guardó silencio durante un momento; luego continuó, en tono tranquilo y práctico—. Supongo que conoce a mi esposa.

Con el rostro vuelto hacia el otro lado, Murugan asintió.

—Lamenté mucho —dije— enterarme de que estaba tan enferma.

—Le quedan unos pocos días —dijo el doctor Robert—. Cuatro o cinco, cuando mucho. Pero sigue perfectamente lúcida, perfectamente consciente de lo que sucede. Ayer me preguntó si no podíamos tomar la medicina moksha juntos. La habíamos bebido juntos —agregó entre paréntesis— una o dos veces por año, durante los últimos treinta y siete… desde que decidimos casarnos. Y ahora, una vez más, por última vez; por la última, última vez. Podía ser peligroso, por el daño que eso podía causarle al hígado. Pero decidimos que era peligro que valía la pena correr. Y resultó que teníamos razón. La medicina moksha —la droga, como usted prefiere llamarla— apenas le provocó algún trastorno. Lo único que le ocurrió fue la trasformación mental.

Se calló, y Will tuvo conciencia de pronto de los chillidos y correteos de las ratas enjauladas y, a través de la ventana abierta, de la babel de la vida tropical y del llamado de un mynah distante: «Aquí y ahora, muchachos; aquí y ahora…».

—Usted es como el mynah —dijo el doctor Robert al cabo—. Se lo ha adiestrado para repetir palabras que no entiende o cuya razón desconoce: «No es real. No es real». Pero si hubiese experimentado lo que ayer experimentamos Lakshmi y yo, sabría que se equivoca. Sabría que es mucho más real que lo que usted llama realidad. Más real que lo que siente y piensa en este momento. Más real que el mundo que tiene ante los ojos. Pero se le ha enseñado a decir no real. No real, no real. —El doctor Robert posó afectuosamente una mano sobre el hombro del joven—. Se le ha dicho que somos un puñado de corrompidos adictos a las drogas, que chapaleamos en ilusiones y falsos samadhis. Escuche, Murugan; olvídese de todas las malas palabras que le han metido adentro. Tome cuatrocientos miligramos de la medicina moksha y descubra su efecto usted mismo, todo lo que puede decirle sobre su propia naturaleza, sobre este extraño mundo en que tiene que vivir, sufrir y finalmente morir. Sí, aun usted tendrá que morir algún día… quizá dentro de cincuenta años, quizá mañana. ¿Quién sabe? Pero sucederá, y el que no se prepara para ello es un tonto. —Se volvió hacia Will—. ¿Le gustaría acompañarnos mientras tomamos nuestra ducha y nos ponemos alguna ropa?

Sin esperar respuesta, atravesó la puerta que comunicaba con el corredor central del largo edificio. Will tomó su bastón de bambú y, acompañado por Vijaya, lo siguió fuera de la habitación.

—¿Le parece que eso le hizo alguna impresión a Murugan? —preguntó a Vijaya cuando la puerta se cerró tras ellos.

Vijaya se encogió de hombros.

—Lo dudo.

—Entre su madre —dijo Will— y su pasión por los motores de combustión interna, probablemente es impermeable a cualquier cosa que ustedes puedan decirle. ¡Habría tenido que escucharlo hablar de motonetas!

—Lo hemos oído —contestó el doctor Robert, que se había detenido ante una puerta azul y los esperaba—. Con frecuencia. Cuando llegue a su mayoría de edad, las motonetas se convertirán en un problema político de primera importancia. Vijaya rió.

—Andar o no andar en motoneta, ese es el problema.

—Y no sólo en Pala —agregó el doctor Robert—. Es el problema que todos los países subdesarrollados tienen que solucionar de una u otra manera.

—Y la solución —dijo Will— es siempre la misma. En todos los lugares en que estuve, y he estado casi en todas partes, habían optado de todo corazón por la motoneta. Todos.

—Sin excepciones —convino Vijaya—. La motoneta por la motoneta misma, y al demonio con todas las consideraciones de realización, conocimiento de sí mismo, liberación. Y no hablemos de la salud o la dicha vulgares y silvestres.

—En tanto que nosotros —dijo el doctor— hemos preferido siempre adaptar nuestra economía y tecnología a los seres humanos, no nuestros seres humanos a la economía y tecnología de otros. Importamos lo que no podemos fabricar; pero fabricamos e importarnos sólo lo que podemos permitirnos. Y lo que podemos permitirnos está limitado, no sólo por las libras, marcos y dólares que poseemos, sino también, y principalmente… principalmente —insistió— por nuestro deseo de ser felices, nuestra ambición de ser plenamente humanos. Después de estudiar el asunto con cuidado decidimos que las motonetas se cuentan entre las cosas —las numerosísimas cosas— que simplemente no podemos permitirnos. Y esto es algo que el pobre y pequeño Murugan tendrá que aprender por el camino difícil… ya que no lo ha aprendido, ni quiere aprenderlo, por el camino fácil.

—¿Cuál es el camino fácil? —interrogó Will.

—La educación y los reveladores de la realidad. Murugan no conoció ninguna de las dos cosas. O más bien es lo contrario de ambas. Ha tenido una mala educación en Europa: gobernantas suizas, maestros ingleses, películas norteamericanas, anuncios de todo el mundo. Y la espiritualidad de su madre le ha eclipsado la realidad. De modo que no es extraño que se muera por las motonetas.

—Pero según entiendo, no sucede lo mismo con sus súbditos.

—¿Por qué habría de suceder? Desde la infancia se les enseñó a tener plena conciencia del mundo, y a gozar de esa conciencia. Y, por añadidura, se les ha mostrado el mundo, y a ellos mismos, y a otras personas, tales como son iluminados y trasfigurados por los reveladores de la realidad. Cesa que, por supuesto, los ayuda a tener una conciencia más intensa y un goce más comprensivo, de modo que las cosas más corrientes, los sucesos más triviales, son vistos como joyas y milagros. Joyas y milagros —repitió con énfasis—. Y entonces, ¿por qué habríamos de recurrir a las motonetas, el whisky, la televisión, Billy Graham o cualquier otra de las distracciones y compensaciones de ustedes?

—«No sirve ninguna otra cosa que no sea el todo» —citó Will—. Ahora entiendo a qué se refería el Viejo Raja. No se puede ser un buen economista si no se es también un buen psicólogo, O un buen ingeniero sin conocer la metafísica adecuada.

—Y no se olvide de las otras ciencias —dijo el doctor—. Farmacología, sociología, fisiología, para no mencionar la autología, la neuroteología, la metaquímica, el micomisticismo puros y aplicados, y la ciencia final —agregó, apartando la mirada para estar más a solas con sus pensamientos sobre Lakshmi, que se encontraba en el hospital—, la ciencia en la que tarde o temprano todos tendremos que ser examinados: la tanatología. —Guardó un momento de silencio; luego dijo, en otro tono—: Bien, vamos a lavarnos —y, abriendo la puerta azul, entró en el largo vestuario, que en un extremo tenía una fila de duchas y lavabos, y en la pared opuesta hileras de armarios y un gran guardarropa.

Will se sentó y, mientras sus compañeros se enjabonaban en los lavabos, continuó con la conversación.

—¿Estaría permitido —preguntó— que un extranjero mal educado probase una píldora de la verdad y la belleza?

La respuesta fue otra pregunta.

—¿Tiene el hígado en buen estado? —inquirió el doctor Robert.

—Excelente.

—Y parece ser muy levemente esquizofrénico. De modo que no existe contraindicación alguna.

—¿Entonces puedo hacer el experimento?

—Cuando le parezca.

Pasó a la ducha más próxima y abrió el grifo. Vijaya lo siguió.

—¿No se supone que ustedes son intelectuales? —preguntó cuando les dos hombres reaparecieron y comenzaron a secarse.

—Hacemos labores intelectuales —respondió Vijaya.

—Y entonces, ¿por qué ese horrible y honrado trajín?

—Por una razón muy sencilla: esta mañana tenía un poco de tiempo libre.

—Lo mismo que yo —dijo el doctor Robert.

—De modo que se fueron al campo y representaron una escena de Tolstoi.

Vijaya rió.

—Parece creer que lo hacemos por motivos éticos.

—¿No es así?

—Por cierto que no. Hago trabajos musculares porque tengo músculos; y si no los uso me convertiré en un malhumorado aficionado a la silla.

—Sin nada entre la corteza y las nalgas —agregó el doctor—. O más bien con todo… pero en condiciones de total inconsciencia y estancamiento tóxico. Los intelectuales de Occidente son todos aficionados a la silla. Por eso la mayoría de ustedes son tan repulsivamente malsanos. En el pasado hasta un duque tenía que caminar mucho; hasta un usurero, hasta un metafísico. Y cuando no usaban las piernas se sacudían sobre el caballo. En tanto que ahora, desde el magnate hasta su mecanógrafa, desde el positivista lógico hasta el pensador positivo, se pasan las nueve décimas partes del tiempo envueltos en espuma de goma. Asientos esponjosos para traseros esponjosos… en casa, en la oficina, en los automóviles y en los bares, en los aviones, los trenes y los ómnibus. Nada de mover las piernas, nada de luchar contra la distancia y la gravedad… Nada más que ascensores y aviones y automóviles, nada más que espuma de goma y una eternidad de estar sentados. La fuerza vital que solía encontrar su salida a través de los músculos desnudos se vuelve contra las vísceras y el sistema nervioso, y los destruye lentamente.

—¿De modo que ustedes se dedican a cavar y remover la tierra como una forma de terapéutica?

—Como una prevención… para que la terapéutica resulte innecesaria. En Pala incluso los profesores, incluso los funcionarios del gobierno se dedican durante dos horas diarias a cavar y remover la tierra.

—¿Como parte de sus obligaciones?

—Y como parte de su placer.

Will hizo una mueca.

—No sería parte de mi placer.

—Eso es porque no se le enseñó a usar su cuerpo mental en la forma adecuada —explicó Vijaya—. Si le hubiesen mostrado cómo hacer las cosas con el mínimo de esfuerzo y el máximo de conciencia, gozaría incluso con el trajín honrado.

—Entiendo que todos los niños reciben aquí ese tipo de adiestramiento.

—Desde el momento en que pueden arreglárselas por sí mismos. Por ejemplo, ¿cuál es la mejor forma de moverse cuando se abotona la ropa? —Y uniendo la acción a las palabras, Vijaya se abotonó la camisa que acababa de ponerse—. Respondemos a la pregunta colocándoles la cabeza y el cuerpo en la mejor posición, hablando en términos fisiológicos. Y al mismo tiempo los estimulamos a que adviertan qué se siente cuando se adopta la mejor posición fisiológica, a tener conciencia de qué está compuesto el proceso de abotonamiento, en términos de contactos, presiones y sensaciones musculares. Para cuando tienen catorce años ya han aprendido al máximo y de la mejor manera —objetiva y subjetivamente— cualquier actividad que emprendan. Y entonces los ponemos a trabajar. Noventa minutos diarios en algún tipo de trabajo manual.

—¡De vuelta al bueno y viejo trabajo infantil!

—O más bien —replicó el doctor Robert— hacia adelante, alejándonos de la mala y nueva ociosidad infantil. Ustedes no permiten que sus jovencitos trabajen; entonces se ven obligados a soltar presión por medio de la delincuencia, o a acumular presión hasta que están en condiciones de convertirse en aficionados a la silla. Y ahora —agregó— es hora de irnos. Yo indicaré el camino.

En el laboratorio, cuando entraron, Murugan cerraba su cartera para protegerla de los fisgones.

—Estoy listo —dijo, y metiéndose bajo el brazo las mil trescientas cincuenta y ocho páginas del Novísimo Testamento, los siguió afuera, al sol. Unos minutos más tarde, apiñados en un viejo jeep, los cuatro bajaban por la carretera que, pasando ante el prado del toro blanco, ante el estanque de los lotos y el gigantesco Buda de piedra, salía por los portones de la Estación y se unía a la carretera central.

—Lamento que no podamos proporcionarle un medio de trasporte más cómodo —dijo Vijaya mientras traqueteaban y se sacudían.

Will palmeó la rodilla de Murugan.

—Este es el hombre ante el cual debería disculparse —dijo—. El que ansia los Jaguar y los Pájaro de Trueno.

—Ansia, me temo —dijo el doctor Robert desde el asiento trasero—, que tendrá que quedar insatisfecha.

Murugan no hizo comentario alguno, pero esbozó la sonrisa secreta y desdeñosa del que sabe que las cosas no son como se afirma.

—No podemos importar juguetes —continuó el doctor—. Sólo lo esencial.

—¿Por ejemplo?

—En seguida lo verá. —Tomaron una curva y, allí, debajo de ellos, estaban los techos de paja y los umbríos jardines de una considerable aldea. Vijaya se detuvo al costado del camino y apagó el motor.

—Aquí tiene usted Nueva Rothamsted —dijo—. Alias Madalia. Arroz, hortalizas, aves de corral, frutas. Para no mencionar dos alfarerías y una fábrica de muebles. De ahí eses cables. —Agitó la mano en dirección de la larga hilera de pilotes que trepaban por las laderas escalonadas de detrás de la aldea, desaparecían en la cumbre y reaparecían, más lejos, subiendo por el lecho del valle siguiente, en dirección al verde cinturón de selva de montaña y de los picos coronados de nubes, más allá y más arriba—. Esa es una de las importaciones indispensables: equipos eléctricos. Y cuando los saltos de agua han sido dominados y se han tendido líneas de trasmisión, he aquí otra cosa que tiene primera prioridad. —Señaló con un dedo un bloque de cemento sin ventanas que se erguía, incongruente, entre las casas de madera, cerca de la entrada superior de la aldea.

—¿Qué es? —preguntó Will—. ¿Algún tipo de horno eléctrico?

—No, los hornos se encuentran al otro lado de la aldea. Esta es la congeladora comunal.

—En los antiguos tiempos —explicó el doctor Robert— solíamos perder la mitad de los artículos perecederos que producíamos. Ahora no perdemos prácticamente nada. Lo que cosechamos es para nosotros, no para las bacterias que nos rodean.

—De modo que ahora tienen suficientes alimentos.

—Más que suficientes. Comemos mejor que cualquier otro país de Asia, y hay excedentes para la exportación. Lenin solía decir que la electricidad más el socialismo es igual al comunismo. Nuestras ecuaciones son distintas. Electricidad menos industria pesada más control de la natalidad es igual a democracia y abundancia. Electricidad más industria pesada menos control de la natalidad es igual a miseria, totalitarismo y guerra.

—De paso —preguntó Will—, ¿quién es dueño de todo esto? ¿Hay aquí capitalismo o socialismo de Estado?

—Ni una cosa ni la otra. En general hay cooperativismo. La agricultura palanesa ha sido siempre un asunto de terraplenado e irrrigación. Pero el terraplenado y la irrigación exigieron esfuerzos conjuntos y los acuerdos amistosos. La competencia agresiva no es compatible con el cultivo del arroz en un país montañoso. A nuestro pueblo le resultó muy sencillo pasar de la ayuda mutua en una comunidad de aldea a las más modernas técnicas cooperativas de compra, venta, distribución de las ganancias y financiación.

—¿También financiación cooperativa?

El doctor Robert asintió.

—Nada de esos usureros chupasangres que se pueden encontrar en toda la campiña india. Y nada de bancos comerciales por el estilo de los de ustedes. Nuestro sistema de préstamos fue establecido según el modelo de las uniones de crédito que Wilhelm Raiffeisen fundó en Alemania hace más de un siglo. Él doctor Andrew convenció al raja que invitase a uno de los jóvenes colaboradores de Raiffeisen a venir aquí y organizar un sistema bancario cooperativo. Y todavía sigue funcionando.

—¿Y qué usan como dinero? —inquirió Will.

El doctor Robert metió la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo un puñado de plata, oro y cobre.

—En forma modesta —explicó—, Pala es un país productor de oro. Extraemos lo suficiente para dar a nuestro papel un sólido respaldo metálico. Y el oro complementa nuestras exportaciones. Podemos pagar en efectivo por equipos costosos como las líneas de trasmisión y los generadores instalados en el otro extremo.

—Parecen haber resuelto con bastante éxito sus problemas económicos.

—Solucionarlos no fue difícil. Por empezar, jamás nos permitimos producir más hijos de los que podíamos alimentar, vestir, alojar y educar para convertirlos en algo que tuviera relación con la plena humanidad. Como no estamos sobrepoblados, tenemos abundancia. Pero aunque tenemos abundancia, hemos conseguido resistir a la tentación a que sucumbió Occidente: la tentación del sobreconsumo. No nos enfermamos de la coronaria tragando seis veces más grasas saturadas de las que necesitamos. No nos hipnotizamos hasta el punto de creer que dos receptores de televisión nos harán dos veces más dichosos que uno solo. Y por último no gastamos una cuarta parte de la producción nacional bruta para prepararnos para la tercera guerra mundial, ni para la hermanita de la guerra mundial, la guerra local número tres mil doscientos treinta y tres. Armamentos, deuda universal y obsolescencia planificada: esos son los tres pilares de la prosperidad de Occidente. Si se suprimiese la guerra, la miseria y los usureros, ustedes se derrumbarían. Y mientras ustedes consumen en exceso, el resto del mundo se hunde cada vez más profundamente en el desastre crónico. Ignorancia, militarismo y procreación… y el mayor mal de los tres es la procreación. No hay esperanzas, ni la menor posibilidad de solucionar el problema económico hasta que eso haya sido dominado. A medida que crece la población, desciende la prosperidad. —Trazó la curva descendente con un dedo extendido—. Y a medida que desciende la prosperidad comienzan a crecer el descontento y la rebelión —el índice volvió a subir—, el salvajismo político y el régimen unipartidista, el nacionalismo y la belicosidad. Otros diez o quince años de procreación desenfrenada, y todo el mundo, desde China hasta Perú, pasando por el África y el Medio Oriente, estará atestado de Grandes Líderes, todos dedicados a la represión de la libertad, todos armados hasta los dientes por Rusia o Norteamérica, o, mejor aun, por ambos a la vez, y todos agitando banderas y pidiendo a gritos el lebensraum.

—¿Y qué hay de Pala? —inquirió Will—. Dentro de diez años, ¿tendrán ustedes también la bendición de un Gran Líder?

—Si podemos evitarlo, no —contestó el doctor Robert—. Siempre hemos hecho lo posible para evitar que surgiese un Gran Líder.

Con el rabo del ojo, Will vio que Murugan tenía una expresión de indignado y despectivo disgusto. Era evidente que en su imaginación Antinoo se veía como un héroe de Carlyle. Will se volvió hacia el doctor Robert.

—Dígame cómo lo hacen.

—Bien, por empezar no libramos guerras ni nos preparamos para ellas. Por consiguiente no tenemos necesidad de conscripción, ni de jerarquías militares, ni de un comando unificado. Luego está nuestro sistema económico: no permite que nadie se vuelva más de cuatro o cinco veces más rico que el común de la gente. Eso significa que no tenemos capitanes de industria ni omnipotentes financieros. Más aun, no tenemos omnipotentes políticos o burócratas. Pala es una federación de unidades autónomas, de unidades geográficas, de unidades profesionales, de unidades económicas… de modo que hay espacio de sobra para la iniciativa en pequeña escala y para los dirigentes democráticos, pero no lo hay para dictador alguno al frente de un gobierno centralizado. Otra cosa: no tenemos iglesia establecida, y nuestra religión pone el acento en la experiencia inmediata y deplora la creencia en los dogmas inverificables y en las emociones que esa creencia inspira. De modo que estamos protegidos de las plagas del papismo por un lado y del reavivamiento fundamentalista por el otro. Y junto con la experiencia trascendental cultivamos sistemáticamente el escepticismo. Impedir que los niños se tomen las palabras demasiado en serio, enseñarles a analizar todo lo que oyen o leen: esto forma parte integral del programa escolar. Resultado: el demagogo elocuente, como Hitler o nuestro vecino del otro lado del estrecho, el coronel Dipa, no tienen posibilidad alguna en Pala.

Eso fue demasiado para Murugan. Incapaz de contenerse, estalló:

—¡Pero mire la energía que el coronel Dipa infunde a su pueblo! ¡Mire la devoción y la abnegación! Aquí no tenemos nada de eso.

—Gracias a Dios —dijo el doctor Robert con unción.

—Gracias a Dios —repitió Vijaya.

—Pero esas cosas son buenas —protestó el joven—. Yo las admiro.

—Yo también —declaró el doctor—. Las admiro de la misma manera que admiro un tifón. Por desgracia, ese tipo de energía, devoción y abnegación resulta ser incompatible con la libertad, y no hablemos ya de la razón y la decencia humana. Pero la decencia, la razón y la libertad son las cosas por las cuales ha venido trabajando Pala desde la época de su homónimo, Murugan el Reformador.

De abajo de su asiento Vijaya tomó una caja de hojalata y, levantando la tapa, distribuyó una primera rueda de emparedados de queso y aguacate.

—Tendremos que comer mientras viajamos. —Puso en marcha el motor y con una mano, ya que la otra la tenía ocupada con el emparedado, llevó el pequeño automóvil al camino—. Mañana —le dijo a Will— le mostraré la aldea y la visión, más notable aun, de mi familia almorzando. Hoy tenemos una cita en las montañas.

Cerca de la entrada de la aldea internó el jeep por un camino lateral que subía serpenteando, empinado, por entre los arrozales y campos de hortalizas escalonados, salpicados de huertos y, aquí y allá, plantaciones de arbolitos destinados, según explicó el doctor Robert, a proporcionar materia prima a las fábricas de pulpa de papel de Shivapuram.

—¿Cuántos periódicos mantiene Pala? —inquirió Will, y se sorprendió al enterarse de que había uno solo—. ¿Quién tiene el monopolio? ¿El gobierno? ¿El partido que se encuentra en el poder? ¿El Joe Aldehyde local?

—Nadie tiene el monopolio —le aseguró el doctor Robert—. Hay un cuerpo de directores que representan a media docena de partidos e intereses distintos. Cada uno de ellos recibe una porción de espacio para comentarios y críticas. El lector se encuentra entonces en condiciones de comparar los argumentos de todos ellos y tomar una decisión por su cuenta. Recuerdo cuánto me escandalicé la primera vez que leí uno de los periódicos de gran circulación de ustedes. Lo prejuiciado de los titulares, la sistemática unilateralidad de los informes y los comentarios, los lemas y frases hechas en lugar de argumentos… Nada de hacer un serio llamado a la razón. Por el contrario, un esfuerzo sistemático por implantar reflejos condicionados en la mente de los votantes… y, en lo que se refiere a todo lo demás, crímenes, divorcios, anécdotas, paparruchas, cualquier cosa que los distraiga, cualquier cosa que les impida pensar.

El coche continuaba trepando y ahora se encontraba en una cima, entre dos pendientes pronunciadas; abajo, en el fondo de un barranco, a la izquierda, había un lago bordeado de árboles, y a la derecha un valle más amplio donde, entre dos aldeas sombreadas de árboles, como un trozo incongruente de geometría pura, se extendía una enorme fábrica.

—¿Cemento? —preguntó Will.

El doctor Robert asintió.

—Una de las industrias indispensables. Producimos todo el que necesitamos, y un excedente para la exportación.

—¿Y esas aldeas proporcionan la mano de obra?

—En los intervalos de los trabajos agrícolas y de las labores en los bosques y aserraderos.

—¿Y funciona bien ese sistema de trabajos alternados?

—Depende de lo que usted quiera decir con bien. Pero en Pala la máxima eficiencia no es el imperativo categórico que representa para ustedes. Ustedes piensan primero en obtener la producción más grande posible en el menor tiempo posible. Nosotros pensamos primero en los seres humanos y en sus satisfacciones. El cambio de trabajos no es lo mejor para obtener una gran producción en pocos días. Pero a la mayoría de la gente le gusta más que hacer un solo trabajo toda la vida. Si se trata de elegir entre la eficiencia mecánica y la satisfacción humana, elegimos la satisfacción.

—Cuando yo tenía veinte años —intervino Vijaya— trabajé cuatro meses en esa fábrica de cemento… y después diez semanas en la producción de superfosfatos y seis meses en la selva, como maderero.

—¡Ese espantoso trabajo honrado!

—Hace veinte años —dijo el doctor Robert— trabajé un tiempo en la fundición de cobre. Después de lo cual probé el sabor del mar en un barco pesquero. Conocer todo tipo de trabajo: eso forma parte de la educación de todos nosotros. De esa manera se aprenden muchísimas cosas… sobre los trabajos, las organizaciones, sobre todo tipo de personas y de su manera de pensar.

Will meneó la cabeza.

—Yo prefiero sacarlo de un libro.

—Pero lo que se saca de un libro no es nunca eso. En el fondo —agregó el doctor Robert— todos ustedes siguen siendo platónicos. ¡Adoran la palabra y odian la materia!

—Eso dígaselo a los sacerdotes —replicó Will—. Continuamente nos reprochan que somos unos groseros materialistas.

—Groseros —convino el doctor—, pero groseros precisamente porque son unos materialistas tan inadecuados. Un materialismo abstracto: eso es lo que profesan. En tanto que nosotros nos preocupamos de ser materialistas concretos: materialistas en el plano sin palabras de la visión, el tacto y el olfato, de los músculos en tensión y las manos sucias. El materialismo abstracto es tan malo como el idealismo abstracto; torna casi imposible la experiencia espiritual inmediata. Probar distintos tipos de trabajo como materialistas concretos es el primer paso, el indispensable en nuestra educación para la espiritualidad concreta.

—Pero aun el materialismo más concreto —especificó Vijaya— no lo llevará muy lejos si no tiene plena conciencia de lo que está haciendo y experimentando. Tiene que tener plena conciencia de los trozos de materia que maneja, de las habilidades manuales que practica, de la gente con la cual trabaja.

—Muy cierto —dijo el doctor—. Tendría que haber aclarado que el materialismo concreto no es más que la materia prima para una vida plenamente humana. Por medio de la conciencia, y de la conciencia constante, las trasformamos en espiritualidad concreta. Tenga plena conciencia de lo que hace y el trabajo se convierte en el yoga del trabajo, el juego se convierte en el yoga del juego, la vida cotidiana se trasforma en el yoga de la vida cotidiana.

Will pensó en Ranga y en la pequeña enfermera.

—¿Y qué me dice del amor?

El doctor Robert asintió.

—También eso. La conciencia lo trasfigura, convierte el amor en el yoga del amor.

Murugan hizo una imitación de su madre cuando se escandalizaba.

—Medios psicofísicos para un fin trascendental «Vijaya», —levantando la voz para cubrir el chirrido de primera velocidad a que había pasado—: Eso son en lugar todos estos yogas. Pero son algo más: son para hacer frente a los problemas del poder. —Pasó a una velocidad más silenciosa y bajó la voz a su tono menor—. Los problemas del poder —repitió—. Y uno se encuentra a ellos en todos los planos de la organización… los planos, desde los gobiernos nacionales hasta los de los niños y las parejas en luna de miel. Porque trata simplemente de hacer que las cosas resulten difíciles para los Grandes Líderes. Hay, además, millones de perseguidores en pequeña escala, están todos los ingloriosos Hitler, todos los Napoleones de Aldea, los Calvinos y Torquemadas de la familia. Para no hablar todos los bandidos y bravucones lo bastante estúpidos para conseguir que los condenen como criminales. ¿Cómo se puede canalizar el enorme poder que engendra esa gente, para hacerlo funcionar en forma útil… o por lo menos para impedir que haga daño?

—Eso es lo que quiero que me diga —respondió Will—. ¿Por dónde empiezan?

—Empezamos por todas partes a la vez —dijo Vijaya—. Pero como no se puede decir más de una cosa por vez, comencemos hablando de la anatomía y fisiología del poder. Háblele de su enfoque bioquímico del tema, doctor Robert.

—Todo ello —dijo éste— empezó hace casi cuarenta años, cuando yo estudiaba en Londres. Comenzó con las visitas a las cárceles los fines de semana y la lectura de libros de historia cada vez que tenía una noche libre. Historia y cárceles —repitió—. Descubrí que tenían una estrecha vinculación. El registro de los delitos, las locuras y las desdichas de la humanidad (eso es Gibbon, ¿verdad?) y el lugar en que los crímenes y las locuras que no han tenido éxito son castigados por un tipo especial de desdicha. Mientras leía mis libros y conversaba con mis presidiarios, me sorprendí formulando preguntas. ¿Qué tipo de personas se convertían en delincuentes peligrosos: los grandes delincuentes de los libros de historia, los pequeños de Pentonville? ¿Qué tipos de personas son movidas por el apetito de poder, la pasión de la bravuconería, la dominación? Y los implacables, los hombres, los que saben lo que quieren y no tienen escrúpulos en matar a fin de obtenerlo, los monstruos que hieren, no por ganancia alguna, sino gratuitamente, porque herir y matar son cosas tan divertidas… ¿quiénes son?

Hay que discutir estos problemas con los expertos: médicos, expertos en ciencias sociales, maestros. Dalton había pasado de moda, y la mayoría de mis muertos me aseguraban que las únicas respuestas válidas a esos interrogantes eran respuestas en términos de cultura, de condicionamiento precoz y de ambientes traumatizantes. Yo sólo me sentí convencido a medias. La madre, el adiestramiento en las costumbres del cuarto de baño, toda esa tontería del ambiente: resultaba evidente que se trataba de cosas importantes. ¿Pero eran absolutamente importantes? Durante mis visitas a las cárceles había comenzado a ver pruebas de cierto tipo de esquema integrado… o más bien de dos tipos de esquemas integrados, porque los delincuentes peligrosos y los enredadores amantes del poder no pertenecen a una sola especie. La mayoría de ellos, como iba advirtiendo ya entonces, pertenecen a una de dos especies distintas y disímiles: Los Musculosos y los Peter Pan. Yo me he especializado en el tratamiento de los Peter Pan.

—¿Los chicos que nunca llegan a crecer? —interrogó Will.

—«Nunca» es una palabra errónea. En la vida real los Peter Pan siempre terminan creciendo. Lo único que sucede es que crecen demasiado tarde… crecen, en términos fisiológicos, más lentamente de lo que crecen en términos de cumpleaños.

—¿Y qué sucede con los Peter Pan femeninos? —Son muy raras. Pero los jóvenes son tan comunes como el pasto. La norma es de un Peter Pan por cada cinco p seis chicos de sexo masculino. Y entre los niños problema, entre los chicos que no saben leer, no congenian con uno y por último se lanzan hacia las formas más violentas de la delincuencia, siete de cada diez, si se les saca una radiografía de los huesos de la muñeca, resultan ser otros tantos Peter Pan. Los demás son en su mayoría Hombres Musculosos de uno u otro tipo.

—Estoy tratando de recordar —dijo Will— un buen ejemplo histórico de un Peter Pan delincuente.

—No necesita ir muy lejos. El más reciente, así como el mejor y el más grande, fue Adolf Hitler.

—¿Hitler? —El tono de Murugan era de escandalizado asombro. Resultaba evidente que Hitler era uno de sus héroes.

—Lea la biografía del Führer —dijo el doctor Robert—. Un Peter Pan, si es que alguna vez hubo uno. Un caso irremediable en la escuela. Incapaz de competir o de colaborar. Envidiaba a todos los chicos normalmente exitosos… y, como los envidiaba, los odiaba, y para sentirse mejor, los despreciaba porque eran seres inferiores. Y luego llegó la época de la pubertad. Pero Adolf era sexualmente atrasado. Otros jóvenes hacían insinuaciones a las chicas, y éstas les respondían. Pero Adolf era demasiado tímido, demasiado inseguro de su virilidad. Y al mismo tiempo era incapaz de un trabajo continuado, y sólo se encontraba a sus anchas en el compensatorio Otro Mundo de su imaginación. Allí por lo menos era Miguel Ángel. Aquí, por desgracia, no podía dibujar. Sus únicos dones eran el odio, una baja astucia, un juego de infatigables cuerdas vocales y un talento para hablar interminablemente, a voz en cuello, desde las profundidades de su paranoia peterpánica. Treinta o cuarenta millones de muertos y Dios sabe cuántos miles de millones de dólares: ese es el precio que el mundo tuvo que pagar por la maduración retardada del pequeño Adolf. Por fortuna la mayoría de los chicos que crecen con demasiada lentitud nunca consiguen una oportunidad de convertirse en algo más que en delincuentes de poca monta. Pero aun los delincuentes menores, si existen en suficiente cantidad, pueden cobrar un precio bastante considerable. Por eso tratamos de cortarlos en capullo… o más bien, ya que estamos hablando de los Peter Pan, por eso tratamos de hacer que sus capullos congelados se abran y crezcan.

—¿Y lo consiguen?

El doctor Robert asintió.

—No es difícil. En especial si se empieza desde muy temprano. Entre los cuatro años y medio y los cinco todos nuestros niños son objeto de un minucioso examen. Análisis de sangre, pruebas psicológicas, estomatotipia; luego les sacamos radiografías de las muñecas y les hacemos un electroencefalograma. Todos los bonitos y pequeños Peter Pan son descubiertos de modo inevitable, y en seguida se comienza el tratamiento adecuado. Al cabo de un año prácticamente todos son normales. Una cosecha de fracasados y criminales en potencia, de tiránicos y sádicos en potencia, de misántropos y revolucionarios por el placer de la revolución, también en potencia, es trasformada en una cosecha de ciudadanos útiles que pueden ser gobernados adandena asatthena: sin castigos y sin una espada. En la parte del mundo en que viven ustedes la delincuencia sigue siendo confiada a los sacerdotes, los trabajadores sociales y la policía. Sermones interminables y terapéutica de apoyo; sentencias carcelarias a carradas. ¿Y con qué resultados? La tasa de delincuencia sigue en constante aumento. Y no es extraño. Las palabras sobre la rivalidad entre los hermanos menores y el infierno y la personalidad de Jesús no son sustitutos de la bioquímica. Un año en la cárcel no cura a un Peter Pan de su desequilibrio endocrino, ni ayuda a un ex Peter Pan a librarse de las consecuencias psicológicas de dicho desequilibrio. Para la delincuencia peterpánica lo que hace falta es el diagnóstico precoz y tres cápsulas rosadas, todos los días, antes de las comidas. Dado un ambiente tolerable, el resultado será una dulce razonabilidad y una buena proporción de las virtudes cardinales, en el término de dieciocho meses. Y no hablemos de una probabilidad equitativa, donde antes no había posibilidad alguna, de la eventual prajnaparamrta y karuna, de eventual sabiduría y compasión. Y ahora haga que Vijaya le hable sobre los Musculosos. Como quizás haya observado, él es uno de ellos. —Inclinándose hacia adelante, el doctor Robert dio un golpecito en la ancha espalda del gigante—. ¡Carne sólida! —Y agregó—: ¡Qué suerte tenemos nosotros, pobres camarones, de que el animal no sea salvaje!

Vijaya retiró una mano del volante, se golpeó el pecho y lanzó un ruidoso y feroz rugido.

—No molesten al gorila —dijo, y rió bonachonamente. Y a continuación dijo a Will—: Piense en el otro gran dictador; piense en José Visariónovich Stalin. Hitler es el ejemplo supremo del Peter Pan delincuente. Stalin es el ejemplo supremo del Musculoso delincuente. Predestinado por su contextura, a ser un extravertido. No uno de esos, rotundos y parlanchines extravertidos que se dan por el gregarismo indiscriminado. No… el extravertido que todo lo pisotea, que empuja a todo el mundo; se siente obligado a Hacer Algo y jamás siente inhibición de las dudas o los remordimientos de conciencia, de la simpatía o la sensibilidad. En su testamento, Lenin aconsejaba a sus sucesores que se libraran de Stalin: el hombre tenía demasiada apetencia de poder, demasiada propensión a abusar de él. Pero el consejo llegó demasiado tarde. Stalin se encontraba ya tan firmemente atrincherado, que no era posible expulsarlo. Trotski había sido apartado; todos sus amigos, eliminados. Y ahora, como un Dios entre los ángeles del coro, se encontraba solo, en un cielo pequeño y cómodo, poblado sólo por adulones y hombres que a todo decían que sí. Y durante todo el tiempo se encontraba implacablemente atareado, liquidando a los kulaks, organizando granjas colectivas, construyendo una industria armamentista, desplazando a hostiles millones de personas de las granjas a las fábricas. Trabajando con una tenacidad, una lúcida eficiencia de la cual el Peter Pan alemán, con sus fantasías apocalípticas y sus talantes fluctuantes era absolutamente incapaz. Y en la última fase de la guerra, compare la estrategia de Stalin con la de Hitler. Un frío cálculo frente a los ensueños compensatorios, un realismo práctico frente a la tontería retórica en la que Hitler finalmente había llegado a convencerse de que debía creer. Dos monstruos, iguales en delincuencia, pero profundamente distintos en temperamento, en motivación inconsciente y, por último, en eficiencia. Los Peter Pan son maravillosamente competentes para iniciar guerras y revoluciones; pero hacen falta los Musculosos para llevarlas hasta su exitosa conclusión. He aquí la selva —agregó Vijaya en otro tono, agitando la mano en dirección de un gran risco de árboles que parecía impedirles todo ascenso posterior. Un momento más tarde habían abandonado el resplandor de la ladera desnuda para hundirse en un estrecho túnel verde que zigzagueaba entre muros de follaje frondoso, las trepadoras pendían de las arqueadas ramas y entre roncos de árboles gigantescos crecían helechos y rodoendros de hojas obscuras, con una densa profusión de arbustos y matas que a Will, mientras miraba en torno, le resultaron desconocidos y carentes de nombre. El aire estaba asfixiantemente húmedo, y había un olor caliente, acre, de lujuriosa vegetación y de ese otro tipo de vida que es la decadencia. Ahogado por el espeso follaje, Will escuchó el distante tintineo de hachas, el rítmico chirrido de una sierra. El camino viró una vez más y de pronto la verde obscuridad del túnel dejó su lugar a la luz del sol. Habían entrado en un claro del bosque. Altos y de anchos hombros, media docena de leñadores casi desnudos estaban dedicados a cortar las ramas de un árbol recién derribado. A la luz del sol, cientos de mariposas azules y color amatista revoloteaban, persiguiéndose unas a las otras, elevándose en una interminable danza casual. Ante una fogata, al otro lado del claro, un anciano revolvía lentamente el contenido de un caldero de hierro. Cerca de él, un cervatillo domesticado, de delicados miembros y elegante piel moteada, pastaba con tranquilidad.

—Viejos amigos —dijo Vijaya, y gritó algo en palanés. Los leñadores le respondieron, también a gritos, y agitaron la mano. Luego el camino volvió a virar bruscamente y se encontraron trepando de nuevo por el verde túnel, entre los árboles.

—Hablando de los Musculosos —dijo Will cuando se alejaron del claro—. Esos eran ejemplares realmente espléndidos.

—Ese tipo de físico —dijo Vijaya— es una permanente tentación. Y sin embargo entre todos esos hombres —y he trabajado con veintenas de ellos— no encontré nunca un solo bravucón, un solo amante del poder, peligroso en potencia.

—Lo que es otra forma de decir —interrumpió Murugan, despectivo— que nadie aquí tiene ambición alguna.

—¿Cuál es la explicación? —pregunto Will.

—Muy sencilla, por lo que respecta a los Peter Pan. Jamás se les concede una oportunidad de que se les despierte el apetito de poder. Los curamos de su delincuencia antes de que haya tenido tiempo de desarrollarse. Pero los Musculosos son distintos. Aquí son tan musculares, son arrolladoramente extravertidos como entre ustedes. ¿Y por qué no se convierten en Stalin o Dipa, o por lo menos en tiranos domésticos? En primer lugar, nuestro orden social les ofrece muy pocas oportunidades de amedrentar a los miembros de sus familias, y nuestro orden político hace que les resulte prácticamente imposible dominar a nadie en gran escala.

En segundo término, adiestramos a nuestros Musculosos para que sean hombres conscientes y sensibles, les enseñamos a gozar con las cosas vulgares de la existencia cotidiana. Esto significa que siempre tienen una alternativa —innumerables alternativas— en cuanto al placer de ser el amo. Y por último trabajamos en forma directa con el amor al poder y al dominio que siempre acompaña a ese tipo de físico en casi todas sus variaciones. Canalizamos ese amor al poder y lo desviamos… lo apartamos de la gente y lo dirigimos hacia las cosas. Les hacemos ejecutar toda clase de tareas difíciles… tareas esforzadas y violentas, que les ejercitan los músculos y satisfacen sus ansias de dominación… pero que las satisfacen a expensas de nadie, y en formas que son inofensivas o positivamente útiles.

—De modo que esas espléndidas criaturas derriban árboles en lugar de derribar personas; ¿es eso?

—En efecto. Y cuando se cansan del bosque, pueden ir al mar, o dedicarse a la minería, o tomar las cosas con calma, hablando en términos relativos, en los arrozales. Will Farnaby lanzó una repentina carcajada. —¿Dónde está el chiste?

—Estaba pensando en mi padre. Un poco de trabajo de leñador habría podido salvarlo… aparte de que hubiera sido la salvación de su desdichada familia. Por desgracia era un caballero inglés. La tala de árboles estaba fuera de cuestión.

—¿No tenía ninguna válvula de escape física para sus energías?

Will negó con la cabeza.

—Además de ser un caballero —explicó—, mi padre creía ser un intelectual. Pero un intelectual no caza ni juega al golf; no hace más que pensar y beber. Aparte del coñac, las únicas diversiones de mi padre consistían en amedrentar a los demás, en jugar al bridge contrato y en dedicarse a la teoría de la política. Se consideraba una versión del siglo XX de lord Acton… el último y solitario filósofo del liberalismo. ¡Tendría que haberlo oído hablar sobre las iniquidades del Estado moderno omnipotente! «El poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente. Absolutamente». Después de lo cual trasegaba otro coñac y volvía, con renovado placer, a su pasatiempo favorito: pisotear a su esposa e hijos.

—Y si el propio Acton no se comportó de esa manera —dijo el doctor Robert— fue simplemente porque era un hombre virtuoso e inteligente. No había en sus teorías nada que pudiese impedir que un Musculoso delincuente o un Peter Pan no curado pisoteasen a cualquiera que se pusiese al alcance de sus pies. Esa fue la debilidad fatal de Acton. Como teórico político fue, en general, admirable. Como psicólogo práctico, fue casi una nulidad. Parece haber creído que el problema del poder podía ser solucionado por medio de buenas medidas sociales, complementadas, por supuesto, con una sólida moral y un poco de religión revelada. Pero el problema del poder tiene sus raíces en la anatomía, en la bioquímica y en el temperamento. El poder tiene que ser frenado en los planos legal y político, eso es evidente. Pero también es evidente que tiene que existir prevención en el plano individual. En el plano del instinto y la emoción, en el plano de las glándulas y las vísceras, los músculos y la sangre. Si alguna vez encuentro el tiempo necesario, me gustaría escribir un librito sobre la fisiología humana en relación con la ética, la religión, la política y la legislación.

—La legislación —repitió Will—. Estaba a punto de preguntarle sobre ella. ¿No tienen ustedes ningún castigo, ninguna espada? ¿O todavía necesitan jueces y policías?

—Aún los necesitamos —respondió el doctor—. Pero no necesitamos tantos como ustedes. En primer lugar, gracias a la medicina preventiva y la educación preventiva, no cometemos muchos crímenes. Y en segundo término, la mayoría de los pocos delitos que se cometen son tratados por el cam del criminal. La terapia de grupo, dentro de una comunidad que ha asumido la responsabilidad del grupo en lo referente al delincuente. Y en los casos difíciles la terapia de grupo se complementa con el tratamiento médico y con un curso de experiencias con la medicina moksha, dirigida por alguien que posea un grado excepcional de discernimiento.

—¿Y dónde aparecen los jueces?

—El juez escucha las pruebas, decide si el acusado es culpable o inocente, y en este último caso lo envía a su CAM y, cuando ello resulta aconsejable, al grupo local de expertos en medicina y en micomística. A determinados intervalos, los expertos y el CAM se presentan al juez para informar. Cuando los informes son satisfactorios, el caso se archiva.

—¿Y si no son nunca satisfactorios?

—A la larga siempre lo son —replicó el doctor Robert.

Hubo un silencio.

—¿Alguna vez trepó a una montaña? —preguntó Vijaya de pronto.

Will rió.

—¿Cómo le parece que me fracturé la pierna?

—Esa fue una ascensión forzada. ¿Trepó alguna vez por diversión?

—Bastantes —respondió Will— para convencerme de que no era muy competente.

Vijaya miró a Murugan.

—¿Y usted, cuando estuvo en Suiza?

El joven se ruborizó intensamente y meneó la cabeza.

—No se puede hacer ninguna de esas cosas —masculló—, si se tiene tendencia a la tuberculosis.

—¡Qué lástima! —exclamó Vijaya—. Habría sido tan bueno para usted…

—¿La gente trepa mucho en estas montañas? —preguntó Will.

—La ascensión es parte integral del programa escolar.

—¿Para todos?

—Un poco para todos. Con trabajos más avanzados de ascensión para los Musculosos absolutos… es decir, uno de cada doce jóvenes y una de cada veintisiete muchachas, pronto veremos a algunos jovencitos en su primera ascensión poselemental.

El verde túnel se ensanchó, se tornó más luminoso, y de pronto se encontraron fuera del chorreante bosque, en un amplio reborde de terreno casi llano, cercado por tres lados por rocas rojizas que se erguían seiscientos y más metros hacia arriba, en una sucesión de crestas dentadas y pináculos aislados. Había frescura en el aire, y cuando pasaron del sol a la sombra de una isla flotante de cúmulos, casi sintieron frío. El doctor Robert se inclinó hacia adelante y señaló, a través del parabrisas, un grupo de blancos edificios situados en un pequeño otero, cerca del centro de la meseta.

—Esa es la Estación de Altura —dijo—; a dos mil cien metros sobre el nivel del mar, con más de dos mil hectáreas de buena tierra llana, en la que podemos plantar prácticamente todo lo que crece en Europa oriental. Trigo y cebada, arvejas y coles, lechuga y tomates; grosellas blancas y frambuesas, avellanas, ciruelas verdales, duraznos, damascos. Más todas las valiosas plantas nativas de las altas montañas en estas latitudes… incluso los hongos que nuestro amigo desaprueba con tanta violencia.

—¿Ese es el lugar a que nos dirigimos? —inquirió Will.

—No, vamos más arriba. —El doctor Robert señaló el último puesto avanzado de la cordillera, una montaña de roca color rojo obscuro desde la cual la tierra caía sobre un costado de la selva y, por el otro, trepaba vertiginosamente hacia la cumbre invisible, perdida entre las nubes—. Hasta el viejo templo de Siva al que los peregrinos solían ir todos los equinoccios de primavera y otoño. Es uno de mis lugares favoritos en toda la isla. Cuando los niños eran pequeños, solíamos subir. Lakshmi y yo, casi todas las semanas. ¡Cuántos años hace de eso! —En su voz había aparecido una nota de tristeza. Suspiró y, recostándose contra el respaldo del asiento, cerró los ojos.

Se apartaron del camino que iba hacia la Estación de Altura y siguieron ascendiendo.

—Entramos en el último tramo, el peor —dijo Vijaya—. Siete recodos cerrados y medio kilómetro de túnel sin ventilación.

Pasó a primera velocidad y la conversación se hizo imposible. Diez minutos más tarde habían llegado.