VIII

—Buenas noches, querida mía. Buenas noches, Mr. Farnaby.

El tono era alegre… Susila advirtió en seguida que no era una alegría sintética, sino natural y auténtica. Y, sin embargo, antes de llegar allí habría pasado sin duda por el hospital, debía de haber visto a Lakshmi como la propia Susila la había visto apenas una o dos horas antes, más espantosamente delgada que nunca, más cadavérica y descolorida. La mitad de una vida de amor y lealtad y perdón mutuo… y dentro de uno o dos días todo habría terminado; y él quedaría solo. Pero para un día basta con el mal de ese día… basta para el lugar y la persona. «Nadie tiene derecho —le había dicho su suegro, un día, cuando salían juntos del hospital—, nadie tiene derecho a infligir su tristeza a otras personas. Y no tiene derecho, por supuesto, a fingir que no está triste. Simplemente tiene que aceptar su pena y sus absurdas tentativas de ser estoico. Aceptar, aceptar…». La voz se le quebró. Al mirarlo, vio que tenía el rostro bañado en lágrimas. Cinco minutos más tarde se encontraban sentados en un banco, al borde del estanque de los lotos, a la sombra del enorme Buda de piedra. Con un pequeño chapoteo, brusco y, sin embargo, líquidamente voluptuoso, una rana invisible se zambulló desde su redonda plataforma de hojas. Surgiendo por entre el fango, los gruesos tallos verdes, con sus turgentes capullos, estallaron en el aire, y aquí y allá los símbolos rosados ó azules del esclarecimiento habían abierto sus pétalos al sol, y a las hurgadoras visitas de las moscas, los minúsculos insectos y las abejas salvajes de la selva. Veloces, deteniéndose en mitad del vuelo, volviendo a precipitarse, una veintena de resplandecientes libélulas azules y verdes buscaban moscas acuáticas.

Tathata —había susurrado el doctor Roberts—. Talidad.

Durante mucho tiempo permanecieron allí sentados en silencio. Luego, de pronto, él le tocó el hombro.

—¡Mira!

Ella levantó la vista hacia el lugar que le señalaba. Dos pequeñas cotorras se habían posado en la mano derecha de Buda, y se dedicaban al ritual del galanteo.

—¿Volvió a detenerse otra vez ante el estanque de los lotos? —preguntó Susila en voz alta.

El doctor Robert le dedicó una pequeña sonrisa y asintió.

—¿Cómo está Shivapuram? —preguntó Will.

—Bastante agradable en sí mismo —respondió el doctor—. Su único defecto es que está tan cerca del mundo exterior. Aquí se puede hacer caso omiso de todas esas infamias organizadas y continuar con el trabajo de uno. Allá, con todas las antenas y puestos de escucha y canales de comunicación que un gobierno necesita tener, el mundo exterior le lanza perpetuamente a uno el aliento en la nuca. Uno lo oye, lo siente, lo huele… sí, lo huele. —Arrugó el rostro en una mueca de cómico disgusto.

—¿Ha sucedido algo más que lo habitualmente desastroso desde que yo estuve allí?

—Nada fuera de lo común en su extremo del mundo. Ojalá pudiese decir lo mismo de nuestro extremo.

—¿Qué ocurre?

—Lo que ocurre tiene relación con nuestro vecino, el coronel Dipa. Por empezar, ha firmado otro acuerdo con los checos.

—¿Más armamentos?

—Sesenta millones de dólares. Lo dijeron por la radio esta mañana.

—¿Pero para qué?

—Por los motivos habituales. Gloria y poder. Los placeres de la vanidad y los placeres de amedrentar a los demás. Terrorismo y desfiles militares en el plano nacional; conquistas y tedeums en el extranjero. Y eso me lleva a la segunda parte de las noticias desagradables. Ayer por la noche el coronel pronunció otro de sus celebrados discursos del Gran Rendang.

—¿Gran Rendang? ¿Qué es eso?

—Es justo que lo pregunte —dijo el doctor Roben El Gran Rendang es el territorio que dominaban los sultanes de Rendang-Lobo entre 1447 y 1483. Abarcaba a Rendang, las islas Nicobar, más o menos el treinta por ciento de Sumatra y todo Pala. Hoy es la irredenta del coronel Dipa.

—¿En serio?

—Con el rostro absolutamente imperturbable. No, me equivoco. Con un rostro purpúreo, deformado, a voz en cuello, con esa voz que ha educado, después de larga práctica, de modo que suene exactamente como la de Hitler. ¡Gran Rendang o muerte!

—Pero las grandes potencias jamás lo permitirán.

—Quizá no les guste verlo en Sumatra. Pero en cuanto a Pala… eso es otra cosa. —Meneó la cabeza—. Pala, por desgracia, no figura entre las cosas importantes para nadie. No queremos a los comunistas; pero tampoco queremos a los capitalistas. Y menos que nada queremos la industrialización en masa, que ambas partes están tan ansiosas por imponernos… por distintos motivos, por supuesto. Occidente la quiere porque el costo de nuestra mano de obra es bajo, y los dividendos de los inversores serían correspondientemente elevados. Y Oriente la quiere porque la industrialización creará un proletariado, abrirá nuevos campos para la agitación comunista y puede llegar, a la larga, al establecimiento de otra Democracia Popular. Nosotros les decimos no a ambos, de modo que somos impopulares en todas partes. Sean cuales fueren sus ideologías, todas las grandes potencias pueden preferir un Pala dominado por Rendang, con campos petrolíferos, a un Pala independiente sin ellos. Si Dipa nos ataca, dirán que es una actitud deplorable, pero no levantarán un dedo para impedirlo. Y cuando se apodere de nosotros y llame a los petroleros, se sentirán encantados.

—¿Qué pueden hacer en cuanto al coronel Dipa? —inquirió Will.

—Aparte de la resistencia pasiva, nada. No tenemos ejército ni amigos poderosos. El coronel tiene ambas cosas. Lo más que podemos hacer, si comienza a provocar disturbios, es recurrir a las Naciones Unidas. Entre tanto censuraremos al coronel por su última efusión acerca del Gran Rendang. Lo censuraremos por medio de nuestro ministerio en Rendang-Lobo, y censuraremos al gran hombre en persona cuando haga su visita oficial a Pala, dentro de diez días.

—¿Una visita oficial?

—Para la celebración de la mayoría de edad del joven raja. Se lo invitó hace mucho tiempo, pero nunca nos hizo saber con seguridad si vendría o no. Hoy se decidió finalmente. Tendremos una conferencia en la cumbre, a la vez que una fiesta de cumpleaños. Pero permítame que hable de algo más compensatorio. ¿Cómo le ha ido hoy, Mr. Farnaby?

—No sólo bien… gloriosamente bien. He tenido el honor de una visita de su monarca reinante.

—¿Murugan?

—¿Por qué no me dijo que él era el monarca reinante?

El doctor Robert rió.

—Usted habría podido pedirme una entrevista.

—Bien, pues no lo hice. Tampoco se la pedí a la reina madre.

—¿Vino también la rani?

—Por orden de su Vocecita. Y, por supuesto, la Vocecita la envió a Ja dirección correcta. Mi patrón, Joe Aldehyde, es uno de sus amigos más queridos.

—¿Le dijo que está tratando de traer a su patrón aquí, para explotar nuestro petróleo?

—Por cierto que me lo dijo.

—Rechazamos los últimos ofrecimientos de él hace menos de un mes. ¿Lo sabía usted?

Will se sintió aliviado al poder contestar con veracidad que no lo sabía. Ni Joe Aldehyde ni la rani le habían hablado de ese tan reciente rechazo.

—Mi tarea —continuó con un poco menos de veracidad— se vincula con la sección pulpa de madera, no con el petróleo. —Hubo un silencio—. ¿Cuál es mi situación aquí? —preguntó al cabo—. ¿Soy un extranjero indeseable?

—Bien, por fortuna no es usted un vendedor de armamentos.

—Ni un misionero —dijo Susila.

—Ni un petrolero… aunque en este sentido podría usted ser culpable por asociación.

—Ni siquiera, por lo que sabemos, un buscador de uranio.

—Esos —concluyó el doctor Robert— son los principales indeseables. Como periodista, usted está en la segunda categoría de indeseables. No es el tipo de persona que soñaríamos con invitar a Pala. Pero no es tampoco el tipo de persona que, una vez llegada aquí, tiene que ser sumariamente deportada.

—Me gustaría quedarme tanto como fuese legalmente posible —declaró Will.

—¿Puedo preguntarle por qué?

Will vaciló. Como agente secreto de Joe Aldehyde y periodista con una desesperada pasión por la literatura, tenía que quedarse el tiempo suficiente para negociar con Bahu y ganarse su año de libertad. Pero había otras razones más confesables.

—Si no le molestan las observaciones personales —dijo—, se lo diré.

—Adelante —respondió el doctor Robert.

—El hecho es que, cuanto más los conozco a ustedes, más me gustan. Quiero conocerlos más a fondo. Y entre tanto —agregó mirando a Susila—, quizá descubra algunas cosas interesantes acerca de mí mismo. ¿Cuánto tiempo se me permitirá quedarme?

—Normalmente lo haríamos irse en cuanto estuviese en condiciones de viajar. Pero si le interesa seriamente Pala, y por encima de todo le interesa seriamente usted mismo… bien, quizá podamos estirar un poco el plazo. ¿O puede que no debamos estirarlo? ¿Qué dices tú, Susila? En fin de cuentas, trabaja para lord Aldehyde.

Will estaba a punto de protestar nuevamente que su trabajo se vinculaba con el departamento de pulpa de madera, pero las palabras se le atascaron en la garganta y no dijo nada. Trascurrieron varios segundos. El doctor Robert repitió su pregunta.

—Sí —respondió por último Susila—, correríamos cierto riesgo. Pero personalmente… personalmente estoy dispuesta a correrlo. ¿Hago bien? —preguntó a Will.

—Bueno, creo que puede tenerme confianza. Por lo menos abrigo la esperanza de que pueda. —Rió, tratando de convertirlo en una broma, pero, para su disgusto y turbación, sintió que se ruborizaba. ¿Se ruborizaba por qué, preguntó, resentido, a su conciencia? Si alguien estaba siendo traicionado, era la Standard de California. Y una vez que hubiese intervenido el coronel Dipa, ¿qué importancia tendría quién obtuviese la concesión? ¿Por quién prefieres ser comido: por un lobo o por un tigre? Por lo que respecta al cordero, la elección no tiene importancia. Joe no sería peor que sus competidores. De todos modos, deseó no haberse apresurado tanto a enviar esa carta. ¿Y por qué, por qué no podía esa espantosa mujer haberlo dejado en paz?

A través de la sábana sintió una mano sobre su rodilla sana. El doctor Robert le sonreía.

—Puede quedarse un mes aquí —dijo—. Yo cargaré con toda la responsabilidad. Y haremos lo posible para enseñarle todo.

—Le quedo muy agradecido.

—Cuando tengas alguna duda —dijo el doctor Robert—, actúa siempre sobre la base de la suposición de que la gente es más honrada de lo que uno puede imaginarse según todos los motivos coherentes. Ese fue el consejo que me dio el Viejo Raja cuando yo era un joven. —Se volvió a Susila—. Veamos —dijo—, ¿qué edad tenías cuando murió el Viejo Raja?

—Ocho.

—De modo que lo recuerdas bastante bien.

Susila rió.

—¿Puede alguien olvidar alguna vez la forma en que solía hablar de sí mismo? «Comillas “Yo” (cierra comillas) gusto de tomar el té azucarado». ¡Qué hombre tan encantador!

—¡Y qué gran hombre!

El doctor MacPhail se puso de pie y, dirigiéndose a la estantería que se encontraba entre la puerta y el ropero, sacó del estante de abajo un grueso álbum rojo, sumamente estropeado por el clima tropical y los insectos.

—Aquí, en alguna parte, hay una foto de él —dijo mientras volvía las páginas—. Helo aquí.

Will se encontró contemplando la descolorida instantánea de un pequeño hindú anciano, de gafas y taparrabos; dedicado a vaciar el contenido de una salsera de plata sumamente complicada sobre una pequeña y gruesa columna.

—¿Qué está haciendo? —preguntó.

—Ungiendo con manteca derretida un símbolo fálico —respondió el doctor—. Era una costumbre que mi pobre padre jamás pudo convencerlo de que abandonase.

—¿Desaprobaba su padre los falos?

—No, no —replicó el doctor MacPhail—, mi padre era partidario de ellos. Lo que desaprobaba era el símbolo.

—¿Por qué el símbolo?

—Porque le parecía que la gente debía tomar su religión directamente de la vaca, si entiende lo que quiero decirle. No descremada, o pasterizada, u homogeneizada. Y sobre todo, no envasada en ningún tipo de recipiente teológico o litúrgico.

—¿Y el raja tenía cierta debilidad por los recipientes?

—No por los recipientes en general, sino por este determinado recipiente de hojalata. Siempre había sentido un apego especial por el símbolo fálico de la familia. Estaba hecho de basalto negro, y tenía por lo menos ochocientos años de antigüedad.

—Entiendo —dijo Will Farnaby.

—La unción del símbolo fálico de familia… era un acto de piedad, expresaba un hermoso sentimiento relativo a una idea sublime. Pero incluso las ideas más sublimes son totalmente distintas del misterio cósmico que supuestamente representan. Y los hermosos sentimientos vinculados con la idea sublime… ¿qué tienen en común con la directa experiencia del misterio? Nada en absoluto. Ni hace falta decirlo, el Viejo Raja sabía todo esto a la perfección, mejor que mi padre. Había bebido la leche tal como salía de la vaca, él mismo había sido en realidad la leche. Pero la unción de los símbolos fálicos era una práctica devocional, que no podía soportar abandonar. Y ni necesito decirle que no habría debido pedírsele que la abandonara. Pero en lo referente a los símbolos, mi padre era un puritano. Había enmendado a Goethe: Alies vergangliche is NICHT ein Gleinchnis. Su ideal era la ciencia experimental pura en un extremo del espectro, y el misticismo experimental puro en el otro. La experiencia directa en todos los planos, y luego afirmaciones claras, racionales acerca de esas experiencias. Los símbolos fálicos, las cruces, la manteca derretida y el agua sagrada, los sutras, los evangelios, las imágenes, los cánticos: le habría agradado abolirlos todos.

—¿Y dónde habrían aparecido entonces las artes? —inquirió Will.

—No habrían aparecido en modo alguno —respondió el doctor MacPhail—. Y ese era el punto más ciego de mi padre: la poesía. Decía que le gustaba, pero en realidad no le agradaba. La poesía por sí misma, la poesía como universo autónomo, exterior, ubicada en el espacio entre la experiencia directa y los símbolos de la ciencia… eso era algo que sencillamente no podía entender. Busquemos su fotografía.

El doctor MacPhail volvió las páginas del álbum y señaló un huesudo perfil de enormes cejas.

—¡Qué escocés! —comentó Will.

—Y, sin embargo, su madre y su abuela eran palanesas.

—No se ve ni una huella de ellas.

—En tanto que el abuelo, que había nacido en Perth, habría podido pasar casi por un rajput.

Will contempló la antigua fotografía de un joven de rostro alargado y largas patillas negras, que apoyaba el codo en un pedestal de mármol, sobre el cual, boca arriba, se encontraba su sombrero de copa desmesuradamente alto.

—¿Su bisabuelo?

—El primer MacPhail de Pala. El doctor Andrew. Nacido en 1822 en el Royal Burgh, donde su padre, James MacPhail, era dueño de una cordelería. Cosa adecuadamente simbólica, porque James era un devoto calvinista, y, convencido de que él mismo era uno de los electos, encontraba una profunda y ardiente satisfacción ante el hecho de todos los millones de sus congéneres que atravesaban la vida con el dogal de la predestinación en torno del cuello, mientras que el Viejo que Está en lo Alto contaba los minutos que faltaban para abrir la escotilla.

Will rió.

—Sí —convino el doctor Robert—, parece bastante cómico, pero entonces no lo era. Entonces era serio… mucho más serio de lo que es hoy la bomba H. Se sabía con certidumbre que el noventa y nueve coma, noventa y nueve por ciento de la raza humana estaba condenado al azufre eterno. ¿Por qué? O bien porque jamás habían oído hablar de Jesús, o bien porque, si habían oído hablar de él, no podían creer con la suficiente energía que Jesús los había salvado del azufre. Y la prueba de que no creían con suficiente energía era el hecho empírico observable de que sus almas no se encontraban en paz. La fe perfecta es definida como algo que produce la perfecta tranquilidad de espíritu; pero la perfecta tranquilidad de espíritu es algo que prácticamente nadie posee. Por lo tanto, nadie posee prácticamente la fe perfecta. Por lo tanto, prácticamente todos están predestinados al castigo eterno. Quod erat demonstrandum.

—Una se pregunta —dijo Susila— por qué no enloquecieron todos.

—Por suerte la mayoría de ellos creía con la parte superior de su cabeza. Con esta parte. —El doctor MacPhail se golpeó la calva—. Con la parte superior de la cabeza estaban convencidos de que era la Verdad, con la V más grande posible. Pero sus glándulas y sus entrañas sabían que no era así… sabían que todo eso era una pura tontería. Para la mayoría de ellos la Verdad sólo era cierta los domingos. Y entonces, sólo en un sentido estrictamente pickwiquiano. James MacPhail sabía todo esto y estaba decidido a que sus hijos no fuesen simplemente creyentes del sábado. Debían creer cada una de las palabras de las sagradas tonterías incluso los lunes, incluso en las tardes de asueto. Y deberían creerlo con todo el ser, y no sólo con la parte superior. La perfecta fe y la perfecta paz que la acompaña tendrían que serles metidas por la fuerza. ¿Cómo? Haciéndoles conocer ahora el infierno, y amenazándoles con el infierno en el más allá. Y si, en su endemoniada perversidad, se negaban a abrigar la fe perfecta y a sentirse en paz, habría que darles más infierno y amenazarlos con fuegos más ardientes. Y entre tanto decirles que las buenas acciones son como trapos sucios a los ojos de Dios. Pero castigarlos ferozmente por cada trasgresión. Decirles que por naturaleza son en todo sentido depravados, y luego castigarlos por lo que inevitablemente son.

Will Farnaby volvió al álbum.

—¿Tiene usted una fotografía de este delicioso antepasado suyo?

—Teníamos un cuadro al óleo —respondió el doctor MacPhail—. Pero la humedad fue demasiado para el lienzo, y luego los insectos se metieron en él. Era un magnífico ejemplar. Como un grabado de Jeremías hecho en el último período del Renacimiento. Ya sabe usted: majestuoso, con mirada inspirada y el tipo de barba profética que cubre una multitud de pecados fisonómicos. La única reliquia de él que conservamos es un dibujo a lápiz de su casa.

Volvió otra página y se lo mostró.

—Granito sólido —continuó—, con barrotes en todas las ventanas. ¡Y adentro de esta cómoda y pequeña Bastilla familiar, qué inhumanidad sistemática! Inhumanidad sistemática, ni falta hace decirlo, en el nombre de Cristo y de la rectitud. El doctor Andrew dejó una autobiografía inconclusa, de modo que estamos enterados de todo ello.

—¿No recibieron sus hijos alguna ayuda de su madre?

El doctor MacPhail sacudió negativamente la cabeza.

—Janet MacPhail era una Cameron, y tan buena calvinista como el propio James. Quizá mejor calvinista que él. Como era mujer, podía ir más lejos, tenía más decencias instintivas que superar. Pero las superó… heroicamente: Lejos de restringir a su esposo, lo incitó a seguir adelante, lo respaldó. Había homilías antes del desayuno y en la comida del mediodía; había catecismo los domingos y aprendizaje de las epístolas de memoria; y todas las noches, cuando se habían sumado y aquilatado las delincuencias del día, azotainas metódicas, con la fusta de montar, sobre las nalgas desnudas, para los seis niños, chicos lo mismo que chicas, en orden de edad.

—Eso siempre me hace sentir levemente enferma —dijo Susila—. Puro sadismo.

—No, no puro —replicó el doctor MacPhail—. Sadismo aplicado, sadismo con un motivo ulterior, sadismo al servicio de un ideal, como expresión de una convicción religiosa. Y este es un tema —agregó volviéndose a Will— que alguien debería convertir en un estudio histórico: las relaciones entre la teología y los castigos corporales en la infancia. Yo tengo la teoría de que, cada vez que los niños y niñas son sistemáticamente flagelados, las víctimas crecen y piensan en Dios como en el «Totalmente Otro». ¿No es ese el argot de moda en la parte del mundo del que usted proviene? Por el contrario, cada vez que son criados sin ser sometidos a la violencia física, Dios es inmanente. La teología de un pueblo refleja el estado de las nalgas de sus niños. Ahí tiene los hebreos: entusiastas castigadores de niños. Lo mismo que todos los buenos cristianos de la Era de Fe. Y de ahí Jehová, y de ahí el Pecado Original, y el infinitamente ofendido Padre de la Ortodoxia Romana y Protestante. En tanto que entre los budistas e hindúes, la educación ha sido siempre no violenta. Nada de laceración de trascritos… y por lo tanto Tat tvam asi, tú eres Eso, la mente de la Mente no está separada. Y ahí tiene los cuáqueros. Fueron lo bastante heréticos como para creer en la Luz Interior, ¿y qué ocurrió? Dejaron de castigar a los niños y fueron la primera secta cristiana en protestar contra la institución de la esclavitud.

—Pero el castigo a los niños —objetó Will— ha pasado por completo de moda en la actualidad. Y sin embargo precisamente en este momento está de moda hablar acerca del Totalmente Otro.

El doctor MacPhail desechó la objeción con un movimiento de la mano.

—Se trata simplemente de un caso de reacción que sigue a la acción. Para la segunda mitad del siglo XIX el humanitarismo librepensador se había vuelto tan fuerte, que incluso los buenos cristianos fueron influidos por él y dejaron de castigar a sus hijos. En el trasero de la joven generación ya no había llagas. Por consiguiente, ésta dejó de pensar en Dios como el Totalmente Otro, y se dedicó a inventar el Nuevo Pensamiento, la Unidad, la Ciencia Cristiana… todas las herejías semiorientales en las cuales Dios es el Totalmente Idéntico. El movimiento estaba muy avanzado en la época de William James, ya ha ido adquiriendo impulso desde entonces, pero la tesis siempre provoca la antítesis, y a su debido tiempo las herejías engendraron la neoortodoxia. ¡Abajo con el Totalmente Idéntico y volvamos al Totalmente Otro! Volvamos a los agustinos, volvamos a Martín Lutero… volvamos, en una palabra a los dos traseros más implacablemente flagelados de toda la historia del pensamiento cristiano. Lea las Confesiones, lea la Table Talk. San Agustín fue castigado por su maestro, y sus padres se rieron de él cuando se quejó. Lutero fue sistemáticamente azotado, no sólo por sus maestros y su padre, sino incluso por su amante madre. El mundo ha venido pagando desde entonces por las llagas de su trasero. El prusianismo y el Tercer Reich… sin Lutero y su teología de las flagelaciones, estas monstruosidades jamás habrían podido existir. O tome la teología de la flagelación de Agustín, tal como fue llevada a sus conclusiones lógicas por Calvino y digerida, íntegra, por personas piadosas como James MacPhail y Janet Cameron. Premisa mayor: Dios es Totalmente Otro. Premisa menor: el hombre es totalmente depravado. Conclusión: Haz a los traseros de tus hijos lo que le hicieron al tuyo, lo que tu Padre Celestial ha venido haciendo al trasero colectivo de la humanidad desde la Caída: ¡azotes, azotes, azotes!

Hubo un silencio. Will Farnaby volvió a contemplar el grabado de la persona de granito en la cordelería, y pensó en todas las grotescas y feas fantasías promovidas al rango de hechos sobrenaturales, todas las obscenas crueldades inspiradas por esas fantasías, todo el dolor infligido y todas las desdichas soportadas a causa de ellos. Y cuando no era San Agustín con su «benigna aspereza», era Robespierre, era Stalin; cuando no era Lutero exhortando a los príncipes a matar a los campesinos, era un bondadoso Mao reduciéndolos a la esclavitud.

—¿No desesperan ustedes alguna vez? —preguntó.

El doctor MacPhail negó con la cabeza.

—No desesperamos —dijo— porque sabemos que las cosas no tienen necesariamente que ser tan malas como en realidad han sido siempre.

—Sabemos que pueden ser mucho mejores —añadió Susila—, lo sabemos porque ya son mucho mejores aquí y ahora, en esta absurda islita.

—Pero el que podamos convencerlos a ustedes de que sigan nuestro ejemplo, o que podamos incluso conservar nuestro minúsculo oasis de humanidad en medio de la selva mundial de monos que son ustedes… eso, ay —dijo el doctor MacPhail—, es otro asunto. Hay justificaciones para sentirnos sumamente pesimistas en cuanto a la situación actual. Pero desesperación, desesperación radical… no, no puedo ver ninguna justificación para eso.

—¿Ni siquiera cuando lee historia?

—Ni siquiera cuando leo historia.

—Lo envidio. ¿Cómo se las arregla para ello?

—Recordando lo que es la historia: el registro de lo que los seres humanos se han visto obligados a hacer por ignorancia y su enorme engreimiento que los lleva a canonizar su ignorancia como un dogma político o religioso. —Volvió otra vez al álbum—. Regresemos a la casa del Royal Burgh, regresemos a James y Janet, y a los seis niños a quienes el Dios de Calvino, en su inescrutable malevolencia, condenó a las tiernas caricias de ellos. «La vara y la censura producen sabiduría; pero un niño abandonado a sí mismo trae vergüenza a su madre». Adoctrinamiento reforzado por la tensión psicológica y la tortura física: el perfecto esquema pavloviano. Pero por desgracia, para la religión organizada y la dictadura política, los seres humanos son menos dignos de confianza que los perros como animales de laboratorio. En Tom, Mary y Jean el condicionamiento funcionó como estaba destinado a funcionar. Tom se convirtió en sacerdote, y Mary se casó con un sacerdote y murió a su debido tiempo, durante un parto. Jean se quedó en su casa, cuidó a su madre durante un largo y torvo cáncer, y en los veinte años siguientes fue lentamente sacrificada ante un patriarca envejecido y finalmente senil y baboso. Hasta entonces todo iba bien. Pero en el caso de Annie, la cuarta hija, el esquema cambió. Annie era hermosa. A los dieciocho años le propuso casamiento un capitán de dragones. Pero el capitán era anglicano y sus puntos de vista sobre la depravación total y el buen placer de Dios eran criminalmente incorrectos. El matrimonio fue prohibido. Parecía que Annie estaba predestinada a seguir el destino de Jean. Aguantó durante diez años; y luego, a los veintiocho se dejó seducir por el contramaestre de un barco de las Indias orientales. Hubo siete semanas de dicha casi frenética. Las primeras que conocía. El rostro se le trasfiguró por una especie de belleza sobrenatural, el cuerpo le ardía de vida. Luego el barco zarpó para un viaje de dos años, rumbo a Madras y Macao. Cuatro meses después, embarazada, sin amigos y desesperada, Annie se arrojó al Tay. Mientras tanto Alexander, el que la seguía, había huido de la escuela para incorporarse a una compañía de actores. En la casa de al lado de la cordelería, desde entonces, nadie pudo referirse a su existencia. Y por último estaba Andrew, el más joven, el benjamín. ¡Qué hijo modelo! Era obediente, amaba sus lecciones, aprendía las epístolas de memoria más rápido y con mayor precisión que ninguno de los otros hijos. Y luego, a tiempo para devolverle su fe en la perversidad humana, su madre lo sorprendió una noche jugando con sus genitales. Fue azotado hasta que le brotó la sangre; fue sorprendido nuevamente unas semanas después y azotado otra vez, sentenciado a encierro solitario, a pan y agua, se le dijo que había cometido ciertamente un pecado contra el Espíritu Santo y que, indudablemente a causa de ese pecado, su madre había sido castigada con un cáncer. Durante el resto de su infancia, Andrew fue obsedido por pesadillas relacionadas con el infierno, que se repetían una y otra vez. Obsedido, además, por tentaciones repetidas y, cuando sucumbía a ellas —cosa que por supuesto sucedía, pero siempre en la intimidad de la letrina, en el fondo del jardín—, por visiones más aterradoras aun de los castigos que le esperaban.

—Y pensar —comentó Will Farnaby—, ¡pensar que la gente se queja de que la vida moderna carece de significado! Mire lo que era la vida cuando tenía significado. ¿Un cuento narrado por un idiota o un cuento narrado por un calvinista? Prefiero al idiota.

—Aceptado —dijo el doctor MacPhail—. ¿Pero no podría existir una tercera posibilidad? ¿No podría un cuento ser narrado por alguien que no sea un imbécil ni un paranoico?

—Alguien, para cambiar alguna vez, completamente cuerdo —dijo Susila.

—Sí, para cambiar alguna vez —repitió el doctor MacPhail—. Para cambiar de una bendita vez. Y, por fortuna, aun bajo el antiguo régimen existían siempre muchas personas a quienes ni siquiera la crianza más diabólica podía arruinar. Según todas las reglas de los juegos freudiano y pavloviano, mi bisabuelo habría debido convertirse en un tullido mental. En realidad se convirtió en un atleta mental. Lo que sólo demuestra —agregó el doctor Robert entre paréntesis— cuan desesperadamente inadecuados son en verdad sus dos sistemas más altamente encomiados de psicología. El freudismo y el conductismo: separados en uno y otro polo, pero en total acuerdo cuando se trata de los hechos, de las diferencias integrantes, congénitas, entre los individuos. ¿Cómo encaran estos hechos sus mejores psicólogos? Muy sencillamente. Los pasan por alto. Fingen, con toda tranquilidad, que los hechos no existen. De ahí su total incapacidad para hacer frente a la situación humana tal como existe en realidad, e incluso para explicarla en el plano teórico. Mire lo que sucedió, por ejemplo, en este caso. Los hermanos y hermanas de Andrew fueron bien domesticados por su condicionamiento, o destruidos. Andrew no fue destruido ni domesticado. ¿Por qué? Porque la rueda de ruleta de la herencia había dejado de girar en el número de la suerte. Tenía una constitución más elástica que los otros, una anatomía distinta, una bioquímica diferente, un temperamento diferente. Sus padres hicieron todo lo posible, lo mismo que habían hecho con el resto de la infortunada progenie. Andrew salió de todo ese proceso con la bandera en alto, casi sin una cicatriz.

—¿A pesar del pecado contra el Espíritu Santo?

Eso, por fortuna, fue algo de lo cual se libró durante su primer año de estudios médicos en Edimburgo. Era apenas un niño… apenas tenía más de diecisiete años. (En aquella época empezaban muy jóvenes). En la sala de disección el joven se encontró escuchando las extravagantes obscenidades y blasfemias con que sus condiscípulos mantenían el espíritu en alto entre los cadáveres que se pudrían lentamente. Escuchando, primero con horror, con un enfermizo temor de la venganza que Dios sin duda se tomaría. Pero no sucedía nada, los blasfemos florecían, los estrepitosos fornicadores escapaban con nada más tremendo que una blenorragia de vez en cuando. El temor dejó lugar en el espíritu de Andrew a una maravillosa sensación de alivio y de liberación. Enormemente audaz, comenzó a arriesgarse a algunos chistes lascivos por sí mismo. La primera vez que pronunció una palabra de cinco letras… ¡qué liberación, qué experiencia auténticamente religiosa! Y entre tanto, en el tiempo libre, leía Tom Jones, leía el Ensayo sobre los Milagros de Hume, leía al infiel Gibbon. Utilizando en buena parte el francés que había aprendido en la escuela, leyó a La Mettrie, leyó al doctor Cabanis. El hombre es una máquina, el cerebro segrega pensamiento de la misma manera que el hígado segrega bilis. ¡Cuan sencillo era todo, cuan luminosamente evidente! Con todo el fervor de un converso, sintiéndose renacer, se decidió por el ateísmo. Era lo único que podía esperarse en semejantes circunstancias. No puede tragar más a San Agustín, no puede repetir más la jerigonza acerca de la inmortalidad. Arranca entonces el tapón y lo arroja al desagüe. ¡Qué felicidad! Pero no mucho tiempo. Falta algo. La criatura experimental limpiada del barro teológico y la enjabonadura. Pero la naturaleza detesta el vacío. La felicidad deja lugar a un estado crónico, y ahora está angustiado, generación y ración, por una sucesión de los Wesley, Pusey, Billy-Sunday y Graham, trabajando todos para sacar nuevamente la teología del pozo negro, y por supuesto, recobrar a la criatura. Lo único que un predicador puede hacer es verter en un sifón un poco del agua sucia. La cual, a la postre, vuelve a arrojarse de nuevo. Y así, indefinidamente. Era, entonces, demasiado aburrido y, como por último comprendió el doctor Andrew, totalmente innecesario. Entre tanto, helo ahí, en la primera floración de su recién hallada libertad. Excitado, triunfante… pero excitado con tranquilidad, triunfante por detrás de esa apariencia de grave y cortés soltura con la que habitualmente se presentaba ante el mundo.

—¿Y qué pasó con el padre? —preguntó Will—. ¿Se entabló entre ellos alguna batalla?

—No hubo batallas. A Andrew no le gustaban los combates. Era el tipo de hombre que siempre sigue su propio camino sin anunciarlo, sin discutir con la gente que prefiere otro. El anciano jamás contó con la oportunidad de hacer su escena de Jeremías. Andrew no habló sobre Hume y La Mettrie, y siguió con las actividades tradicionales. Pero cuando concluyó su educación no volvió al hogar. Por el contrario, se dirigió a Londres y se incorporó, como cirujano y naturalista, a la tripulación del Melampus, que se dirigía a los mares del sur con órdenes de explorar, trazar mapas, reunir ejemplares y proteger a los misioneros protestantes y los intereses británicos. El viaje del Melampus duró tres años. Tocaron en Tahití, pasaron dos meses en Samoa y uno en el grupo de las Marquesas. Después de Perth, las islas parecían el Edén… Pero un Edén, por desgracia, que no sólo desconocía el calvinismo, el capitalismo, y los barrios bajos industriales, sino también a Shakespeare, los conocimientos científicos y el pensamiento lógico, mas el paraíso, pero no servía, no servía para nada. Siguieron viajando. Visitaron Fidji, las Carolinas y las Salomón, el mapa de la costa septentrional de Nueva Guinea; un grupo bajó a tierra, capturó a una orangutana y trepó a la cima del monte Kinabalu. Luego una semana en Pannoy, dos semanas en el archipiélago. Después de lo cual pusieron proa al oeste, hacia las Andamán a la India. Mientras estuvieron en tierra, mi bisabuelo fue derribado por su caballo y se fracturó la pierna derecha. El capitán del Melampus encontró otro cirujano y zarpó rumbo al hogar. Dos meses más tarde, casi completamente curado, Andrew practicaba medicina en Madras. En esa época los médicos escaseaban y las enfermedades eran terriblemente comunes. El joven comenzó a prosperar. Pero la vida entre los mercaderes y los funcionarios de la presidencia era opresiva y aburridora. Era un exilio, pero un exilio sin las compensaciones de tal, un exilio sin aventura o singularidad, un simple destierro a las provincias, al equivalente tropical de Swansea o Huddersfield. Pero continuaba resistiéndose a la tentación de sacar pasaje en el siguiente barco que volviese a su patria. Si aguantaba cinco años tendría suficiente dinero para comprar una buena clientela en Edimburgo… no, en Londres, en el West End. El futuro lo esperaba, color de rosa y oro. Habría en él una esposa, de preferencia con cabello color castaño, y una modesta competencia. Habría cuatro o cinco hijos… felices, no azotados y ateos. Y su clientela iría en aumento, sus pacientes provendrían de círculos cada vez más elevados. Riqueza, reputación, dignidad, incluso un título de caballero. Sir Ándrew MacPhail descendiendo de su carruaje en la plaza Bel grave. El gran sir Andrew, médico de la reina. Llamado a San Petersburgo para operar al Gran Duque, a las Tullerías, al Vaticano, a la Sublime Puerta. ¡Deliciosas fantasías! Pero los hechos resultaron ser mucho más interesantes. Un buen día un desconocido de piel morena visitó el consultorio. Se presentó en inglés balbuceante. Era de Pala, y Su Alteza, el raja, le había ordenado que buscase y trajese consigo a un hábil cirujano de Occidente. La recompensa sería principesca. Principesca, insistió. El doctor Andrew aceptó en el acto la invitación. En parte, por supuesto, por el dinero; pero principalmente porque estaba aburrido, porque necesitaba un cambio, necesitaba saborear la aventura. Un viaje a la Isla Prohibida: la tentación era irresistible.

—Y recuerde —intervino Susila— que en aquellos días Pala era mucho más prohibida que ahora.

—Y ya podrá imaginarse con cuánta ansiedad se precipitó el joven doctor Andrew sobre la oportunidad que ahora le ofrecía el embajador del raja. Diez días después su barco echaba anclas en la costa norte de la Isla Prohibida. Con su botiquín de medicinas, su maletín de instrumentos y un pequeño baúl de hojalata que contenía su ropa y unos pocos libros indispensables, fue llevado en una canoa por entre las rompientes, acarreado en un palanquín por las calles de Shivapuram y depositado en el patio interior del palacio real. Su regio paciente lo esperaba con ansiedad. Sin darle tiempo a afeitarse o cambiarse, el doctor Andrew fue llevado a su presencia… a la lamentable presencia de un hombrecito moreno de cuarenta y tantos años, con el rostro tan hinchado y deformado que apenas resultaba humano, con la voz reducida a un ronco susurro. El doctor Andrew lo examinó. Desde el antro maxilar, donde tenía sus raíces, un tumor se había difundido en todas direcciones. Llenaba la nariz, había aparecido en la órbita del ojo derecho, obstruía a medias la garganta. La respiración resultaba dificultosa, la deglución agudamente dolorosa y el sueño una imposibilidad… porque cada vez que se dormía, el paciente se ahogaba y despertaba luchando frenéticamente en procura de aire. Era evidente que sin una intervención radical el raja habría muerto en el término de pocos meses. Con una intervención radical, mucho antes. Recuerde que aquellos eran los buenos tiempos viejos… los buenos tiempos viejos de las operaciones sépticas, sin cloroformo. Aun en las condiciones más favorables, las intervenciones quirúrgicas resultaban fatales para un paciente de cada cuatro. Cuando las condiciones eran menos propicias la proporción declinaba: cincuenta a cincuenta, treinta sobre setenta, cero sobre cien. En el caso en cuestión el pronóstico difícilmente habría podido ser peor. Había grandes posibilidades de que muriese en la mesa de operaciones y una virtual certidumbre de que, si sobrevivía, muriese unos días más tarde por envenenamiento de la sangre. Pero si moría, reflexionó entonces el doctor Andrew, ¿cuál sería el destino de un cirujano extranjero que había matado a un rey? Y durante la operación, ¿quién sostendría al regio paciente mientras se retorcía bajo el bisturí? ¿Cuál de sus servidores o cortesanos tendría la suficiente fortaleza de espíritu para desobedecer cuando el amo aullase de dolor o les diese la orden concreta de soltarlo?

»Quizá lo más prudente fuese decir, allí mismo, en ese mismo momento, que el caso era desesperado, que no podía hacer nada, y pedir que lo enviasen de vuelta a Madras sin más trámite. Volvió a mirar al enfermo. A través de la grotesca máscara de su pobre cara deformada, el raja lo contemplaba con atención… lo miraba con los ojos de un criminal condenado que pide piedad al juez. Conmovido por el ruego, el doctor Andrew le dedicó una sonrisa de estímulo y, de pronto, mientras palmeaba la delgada manó, se le ocurrió una idea. Era absurda, propia de un chiflado, en todo sentido vergonzosa, pero aun así, aun así…

Recordó de repente que cinco años antes, mientras se encontraba todavía en Edimburgo, The Lancet había publicado un artículo que denunciaba al célebre profesor Elliotson por su defensa del magnetismo animal. Elliotson había tenido el descaro de hablar de operaciones indoloras realizadas en pacientes sumidos en trance magnético.

»El hombre era un tonto voluble o un pillastre inescrupuloso. Las presuntas pruebas en respaldo de semejante tontería eran manifiestamente indignas de confianza. Todo eso era un puro fraude, charlatanería, un timo liso y llano… y así de seguido a lo largo de seis columnas de justiciera indignación. En esa época —porque todavía estaba arrobado con La Mettrie y Hume y Cabanis—, el doctor Andrew había leído el artículo con un sentimiento de aprobación ortodoxa. Después de lo cual se olvidó incluso de la existencia misma del magnetismo animal. Ahora, junto al lecho del raja, lo recordó todo: el profesor loco, los pases magnéticos, las amputaciones sin dolor, la baja tasa de muertes y las rápidas recuperaciones. Era posible que, en fin de cuentas, hubiese algo de cierto en eso. Se encontraba absorto en ese pensamiento cuando, quebrando un prolongado silencio, el enfermo le habló. De un joven marinero que había abandonado su barco en Rendang-Lobo y cruzado quien sabe cómo el estrecho, el raja había aprendido a hablar en inglés con notable fluidez, pero también, en fiel imitación de su maestro, con un robusto acento cockney. Ese acento cockney —repitió el doctor MacPhail con una risita—, aparece una y otra vez en las memorias de mi abuelo. Había para él algo de inexpresablemente incorrecto en un rey que hablaba como Sam Weller. Y en este caso la incorrección era algo más que simplemente social. Además de ser un rey, el raja era un hombre de intelecto y del más exquisito refinamiento; un hombre, no sólo de profundas convicciones religiosas (cualquier tosco patán puede tener convicciones religiosas), sino, además, de profunda experiencia religiosa y penetración espiritual. Que semejante hombre pudiera expresarse en cokney era algo que jamás podría olvidar un escocés de principios de la era victoriana que había leído las aventuras de Pickuick. Y, a pesar de las discretas correcciones de mi bisabuelo, el raja no pudo nunca olvidar sus diptongos impuros y sus haches omitidas: Pero todo eso pertenecía al futuro. En esa primera entrevista práctica, ese acento escandaloso, de la ciase baja, parecía extrañamente conmovedor. Uniendo las palmas de las manos en un gesto de súplica, el enfermo susurró: “Ayúdeme, doctor MacPhail, ayúdeme”.

»El ruego fue decisivo. Sin más vacilaciones el doctor Andrew tomó las delgadas manos del raja entre las propias y comenzó a hablar en el tono más confiado acerca de un maravilloso tratamiento nuevo que hacía poco se había descubierto en Europa y que hasta ese momento sólo empleaban un puñado de los médicos más eminentes. Luego, volviéndose hacia los servidores que durante todo ese tiempo habían estado agitándose en segundo plano, les ordenó que saliesen de la habitación. No entendieron las palabras, pero su tono y los gestos que las acompañaban resultaron inconfundiblemente claros. Hicieron una reverencia y salieron. El doctor Andrew se quitó la chaqueta, se arrolló las mangas de la camisa y comenzó a hacer los famosos pases magnéticos acerca de los cuales había leído con tan escéptica diversión en The Lancet. Desde la coronilla de la cabeza, por sobre el rostro y el pecho hasta el epigastrio, una y otra vez, hasta que el paciente cae en trance… “o hasta recordó los burlones comentarios del anónimo redactor del artículo que el charlatán en acción diga que su víctima se encuentra ahora bajo la influencia magnética”. Charlatanería, fraude y timo… Pero aun así, aun así… siguió trabajando en silencio. Veinte pases, cincuenta pases. El enfermo suspiró y cerró los ojos. Sesenta, ochenta, cien, ciento veinte. El Calor era asfixiante. El doctor Andrew tenía la Camisa empapada de sudor, y le dolían los brazos. Repitió torvamente el mismo gesto absurdo. Ciento cincuenta, ciento setenta cinco, doscientos. Era todo un fraude y una estafa, pero aun así estaba decidido a hacer que el pobre diablo se durmiera aunque tuviese que trabajar todo el día para ello. “Se dormirá” —dijo en voz alta mientras practicaba el pase número doscientos once—. “Se dormirá”. El enfermo pareció hundirse más en sus almohadas, y de pronto el doctor Andrew percibió el sonido de un ronquido sibilante. Esta vez —agregó inmediatamente— no se asfixiará. Hay lugar de sobra para que pase el aire, y no se ahogará. La respiración del raja se tornó tranquila. El doctor Andrew hizo unos pases más y decidió que podía tomarse un descanso. Se enjugó el rostro, se puso de pie, estiró los brazos y dio un par de vueltas por la habitación. Volvió a sentarse junto a la cama, tomó una de las huesudas muñecas del raja y buscó el pulso. Una hora antes era de casi cien; ahora, de setenta. Levantó el brazo; la mano colgaba inerte como la de un muerto. La soltó, y el brazo cayó por su propio peso y quedó inmóvil donde había caído. Alteza —llamó, y otra vez, en voz más alta—, Alteza. No hubo respuesta. Todo era charlatanería, fraude y estafa, pero aun así era evidente que daba resultados.

Una mantis enorme y de brillantes colores cayó aleteando sobre la barra del pie de la cama, plegó sus alas blancas y rosadas, levantó su cabecita chata y estiró sus patas delanteras increíblemente musculosas en actitud de rezo. El doctor MacPhail tomó una lente de aumento y se inclinó para examinarla.

Gongylus gongyloides —dictaminó—. Se camufla para tener el aspecto de una flor. Cuando las moscas y los insectos imprudentes llegan a libar el néctar, los liba a ellos. Y si es una hembra, devora a sus amantes. —Dejó a un lado la lente y se echó sobre el respaldo de su silla—. Lo que más le agrada a uno sobre el universo —dijo a Will Farnaby— es su alocada improbabilidad. Gongylus gongyloides, Homo sapiens, el ingreso de mi abuelo en Pala y la hipnosis… ¿Qué podría haber de más improbable?

—Nada —respondió Will. Aparte de mi ingreso en Pala y de la hipnosis; ingreso en Pala, pasando por un naufragio y un precipicio; hipnosis pasando por un soliloquio acerca de una catedral inglesa.

Susila rió.

—Por fortuna yo no tuve eme hacerle todos esos pases. ¡En este clima! De veras, admiro al doctor Andrew. A veces se necesitan tres horas para anestesiar a una persona con los pases.

—Pero al final, ¿tuvo éxito?

—Un éxito triunfal.

—¿Y llevó a cabo la operación?

—Sí, la llevó a cabo —dijo el doctor MacPhail—. Pero no inmediatamente. Hizo falta una prolongada preparación. El doctor Andrew comenzó por decirle a su paciente que en adelante podría deglutir sin experimentar dolor. Luego, durante las tres semanas siguientes lo alimentó. Y entre una comida y otra lo sumía en trance y lo mantenía dormido hasta que llegaba la hora de la comida siguiente. Es maravilloso lo que puede hacer el cuerpo por uno, si se le concede una oportunidad. El raja aumentó seis kilos y se sintió otro. Un hombre nuevo, lleno de nuevas esperanzas y confianza. Sabía que podría soportar esa prueba. Y, de paso, también lo sabía el doctor Andrew. En el proceso de fortalecer la fe del raja había fortalecido la propia. No era una fe ciega. Estaba en todo sentido seguro de que la intervención tendría éxito. Pero su inconmovible confianza no le impidió hacer todo lo que pudiese contribuir al éxito. En la primera etapa del proceso comenzó a trabajar con el trance. El trance, le decía una y otra vez al paciente, se hacía más profundo con cada día que pasaba, y el día de la operación sería mucho más hondo que hasta entonces. Y también duraría más. «Dormirá», le aseguraba al raja, durante cuatro horas, después de terminada la operación; y cuando despierte no sentirá el menor dolor. El doctor Andrew hacía estas afirmaciones con una mezcla de total escepticismo y absoluta confianza. La razón y las experiencias anteriores le aseguraban que todo eso era imposible. Pero en el contexto de esos momentos la experiencia había demostrado ser ajena a la realidad. Lo imposible había sucedido varias veces. No había motivo alguno para que no volviese a suceder. Lo importante era decir que ocurriría…

Y por lo tanto lo dijo, una y otra vez. Todo eso estaba bien; pero mejor aun estaba la invención del ensayo.

—¿El ensayo de qué?

—De la intervención quirúrgica. Repasaron el procedimiento media docena de veces. El último ensayo se hizo la mañana de la operación. A las seis el doctor Andrew entró en la habitación del raja y, después de una pequeña conversación alegre, inició los pases. Unos minutos después el paciente estaba sumido en profundo trance. Etapa por etapa, el doctor Andrew describió lo que haría. Tocando el pómulo, cerca del ojo derecho del raja, dijo: «Comienzo estirando la piel. Y ahora, con este escalpelo (y pasó la punta de un lápiz por la mejilla), ejecuto una incisión. Usted no siente dolor alguno, por supuesto; ni la más leve incomodidad. Y ahora corto los tejidos subyacentes, y no siente nada. Se queda recostado, cómodamente dormido, mientras yo diseco la mejilla hasta la nariz. De vez en cuando me interrumpo para ligar un vaso sanguíneo; luego continúo. Y cuando termina esa parte del trabajo, estoy en condiciones de comenzar con el tumor. Tiene sus raíces ahí, en el antro, y ha crecido hacia arriba, bajo el hueso del pómulo, hasta llegar a la órbita del ojo, y hacia abajo, hacia la garganta. Y mientras lo corto usted se queda acostado como antes, cómodo, absolutamente flojo. Y ahora le levanto la cabeza». Uniendo la acción a las palabras, levantó la cabeza del raja y la inclinó hacia adelante, con el cuello fláccido. «La levanto y la indino para que pueda librarse de la sangre que se le ha introducido en la boca y la garganta. Parte de la sangre se le ha metido en la tráquea, y tose un poco para eliminarla, pero eso no lo despierta». El raja tosió una o dos veces y luego, cuando el doctor Andrew le soltó la cabeza, volvió a caer sobre las almohadas, profundamente dormido aún. «Y no se asfixia ni siquiera cuanto me dedico a trabajar con la porción inferior del tumor, en la garganta». El doctor le abrió la boca e introdujo dos dedos en la garganta. «Se trata nada más que de aflojarlo, eso es todo. Nada que pueda hacerlo asfixiarse. Y si tiene que expulsar la sangre tosiendo, puede hacerlo mientras duerme. Sí, mientras duerme, mientras está honda, hondamente dormido». Ese fue el final del ensayo. Diez minutos más tarde, después de efectuar unos pases más y de decirle al paciente que durmiera más profundamente aun, el doctor comenzó la operación. Estiró la piel, hizo la incisión, disecó la mejilla, cortó las raíces del tumor en el antro. El raja se mantuvo perfectamente flojo, con el pulso firme en setenta y cinco, sin experimentar más dolor que el que había sentido durante la farsa del ensayo. El doctor Andrew se puso luego a trabajar en la garganta: no hubo asfixia. La sangre afluyó a la tráquea; el raja tosió sin despertar. Cuatro horas después de terminada la operación, continuaba durmiendo; luego, puntual, al minuto, abrió los ojos, sonrió al doctor entre los vendajes y preguntó, en su cockney cantarino, cuándo comenzaría la operación. Después de ser alimentado y lavado, se le practicaron varios pases más y se le dijo que durmiese otras cuatro horas y se curase con rapidez. El doctor Andrew continuó con ese método durante toda una semana. Dieciséis horas de trance todos los días, ocho de vigilia. El raja casi no tenía dolores y, a pesar de las condiciones absolutamente sépticas en que se había ejecutado la operación y renovado los vendajes, las heridas curaron sin supurar. Recordando los horrores que había presenciado en el hospital de Edimburgo, y los horrores aun más espantosos de las salas de cirugía de Madras, el doctor apenas pedía dar crédito a lo que veía. Y entonces tuvo otra oportunidad de demostrarse a sí mismo lo que podía hacer el magnetismo animal. La hija mayor del raja se encontraba en el noveno mes de su primer embarazo. Impresionada por lo que había hecho en favor de su esposo, la rani mandó llamar al doctor Andrew. La encontró sentada junto a una frágil y asustada chiquilla de dieciséis años, que sabía lo suficiente de un cockney balbuceante como para decirle que estaba por morir… ella y también su hijo. Tres pájaros negros se lo habían confirmado volando, en tres ocasiones sucesivas, a través del camino que ella recorría. El doctor no trató de discutir con ella. Por el contrario, le pidió que se recostara y comenzó a hacer pases. Veinte minutos más tarde la joven estaba hundida en profundo trance. En su país, le aseguró el doctor, los pájaros negros eran presagio de buena suerte, de nacimientos y alegría. Daría a luz fácilmente y sin dolor. Sí, con tan poco dolor como el que había experimentado su padre durante la operación. Nada de dolor, prometió; absolutamente nada. Tres días después, y luego de otras tres o cuatro horas de intensa sugestión, todo aquello resultó cierto. Cuando el raja despertó para su comida de la noche, encontró a su esposa sentada junto a su cama. «Tenemos un nieto», le dijo, «y nuestra hija está bien. El doctor Andrew ha dicho que mañana te llevarán a la habitación de ella, para darles a los dos tu bendición». Al cabo de un mes el raja disolvió el Consejo de Regencia y reasumió sus poderes reales. Los reasumió, en gratitud al hombre que había salvado su vida y (la rani estaba convencida de ello) también la de su hija, con el doctor Andrew como principal consejero.

—¿De modo que éste no volvió a Madras?

—No. Ni siquiera a Londres. Se quedó aquí, en Pala.

—¿Tratando de cambiar el acento del raja?

—Y tratando, con más éxito, de cambiar el reino del raja.

—¿Para convertirlo en qué?

—Esa es una pregunta que él no habría podido contestar. En aquellos días no tenía plan alguno… sólo una serie de gustos y disgustos. Había en Pala cosas que le agradaban, y muchas otras que no le gustaban en modo alguno. Cosas de Europa que detestaba y cosas que aprobaba con apasionamiento. Cosas que había visto en sus viajes, y que parecían sensatas, y cosas que lo llenaban de disgusto. Empezaba a entender que la gente es a la vez la beneficiaría y la víctima de la cultura en que vive. Los hace florecer, pero también los corta en capullo o introduce una plaga en el corazón del brote. ¿No sería posible, en esa isla prohibida, eludir las plagas, reducir al mínimo el corte de los capullos y hacer que los individuos floreciesen más bellamente? Esa fue la pregunta para la que, al principio en forma implícita, y luego con creciente conciencia de lo que en realidad querían hacer, el doctor Andrew y el raja trataron de encontrar respuesta.

—¿Y la encontraron?

—Cuando uno mira hacia atrás —respondió el doctor MacPhail— se sorprende ante las cosas que realizaron esos dos hombres. El médico escocés y el rey de Pala, el calvinista convertido en ateo y el piadoso budista mahayana. ¡Qué extraña pareja! Pero, muy pronto, uña pareja de amigos firmísimos; más aun, una pareja de temperamentos y talentos complementarios, con filosofías complementarias y acopio de conocimientos complementarios; cada uño de los dos compensaba las deficiencias del otro, estimulaba y fortalecía las capacidades innatas del otro. El raja tenía una mentalidad aguda y sutil, pero desconocía el mundo que se extendía más allá de los límites de su isla, desconocía la ciencia física, la tecnología europea, el arte europeo, el pensamiento europeo. No menos inteligente, el doctor Andrew, por supuesto, no sabía nada de la pintura, la poesía y la filosofía indias. Tampoco sabía nada, como fue descubriéndolo poco a poco, de la ciencia de la mente humana y del arte de vivir. En los meses posteriores a la operación cada uno de los dos se convirtió en el alumno y el maestro del otro. Y es claro que eso no fue más que el principio. No eran simples ciudadanos preocupados por su mejoramiento individual. El raja tenía un millón de súbditos y el doctor Andrew era virtualmente su primer ministro. El mejoramiento personal sería el preliminar del mejoramiento público. Si el rey y el médico se enseñaban ahora mutuamente a aprovechar al máximo lo mejor de los dos mundos —el oriental y el europeo, el antiguo y el moderno—, era a fin de ayudar a toda la nación a hacer lo mismo. A aprovechar lo mejor de ambos mundos…, ¿qué estoy diciendo? A aprovechar lo mejor de todos los mundos… de los mundos ya realizados dentro de las distintas culturas y, más allá de ellos, de los mundos de potencialidades no realizadas aún. Era una ambición enorme, una ambición totalmente imposible de cumplirse; pero por lo menos tenía el mérito de acicatearlos, de hacerlos precipitarse hacia el lugar en que los ángeles temían pisar… con resultados que a veces, para asombro de todos, demostraban que no habían sido tan tontos como parecían. Es claro que jamás lograron aprovechar lo mejor de todos los mundos, pero a fuerza de intentarlo con osadía, aprovecharon lo mejor de muchos más mundos de lo que una persona simplemente prudente o sensata habría soñado con poder reconciliar y combinar.

—«Si el tonto persiste en su tontería —citó Will de Los proverbios del infierno—, se convertirá en un sabio».

—Precisamente —convino el doctor Robert—. Y la tontería más extravagante de todas es la descrita por Blake, la tontería que pensaban encarar el raja y el doctor Andrew: la enorme tontería de realizar un casamiento entre el infierno y el cielo. ¡Pero si se insiste en esa enorme tontería, qué enorme recompensa! Por supuesto, siempre que se persista con inteligencia. Los tontos estúpidos río llegan a ninguna parte; sólo llegan los listos y avisados, cuya tontería puede hacerlos sabios o producir buenos resultados. Por fortuna esos dos tontos eran listos. Lo bastante, por ejemplo, para embarcarse en su tontería en una forma modesta y atrayente. Comenzaron con los mitigadores del dolor. Los palaneses eran budistas. Sabían en qué forma el dolor está vinculado a la mente. Uno se aferra, ansia, pugna por afirmarse… y vive en un infierno casero. Se desapega, y vive en paz. «Te muestro la pena, había dicho el Buda, y te muestro el final de la pena». Bien, pues ahí estaba el doctor Andrew, con un tipo especial de desapego mental, que por lo menos terminaba con una clase de dolor, a saber: el físico. Con el propio raja o, para las mujeres, la rani y su hija actuando como intérpretes, el doctor Ándrew dictó lecciones sobre su flamante arte a grupos de parteras y médicos, de maestras, madres e inválidos Parto sin dolor… y a partir de ese momento todas las mujeres de Pala se pusieron, entusiasmadas, del lado de los innovadores. Operaciones indoloras de cálculos, cataratas y hemorroides… y conquistaron la aprobación de todos los ancianos y achacosos. De golpe, más de la mitad de la población adulta se convirtió en sus aliados, se puso de parte de ellos, se mostró amistosa por anticipado, o por lo menos tolerante, en relación con la reforma siguiente.

—¿A qué terreno pasaron, después del dolor? —inquirió Will.

—A la agricultura y al lenguaje. Mandaron buscar a un hombre en Inglaterra para establecer Rothamsted de los Trópicos, y se dedicaron a trabajar para dar un segundo idioma a los palaneses. Pala tenía que seguir siendo una isla prohibida, porque el doctor Andrew estaba en todo sentido de acuerdo con el raja en que los misioneros, plantadores y traficantes eran demasiado peligrosos como para ser tolerados. Pero a la vez que no se podía permitir que entrasen los subversivos extranjeros, había que ayudar a los nativos a salir… si no física, por lo menos mentalmente. Pero su lenguaje y su arcaica versión del alfabeto brahmi eran una cárcel sin ventanas. No era posible escapar de ellos, echar un solo un vistazo al mundo exterior, hasta que hubiesen aprendido el inglés, hasta que supieran leer un texto escrito en alfabeto latino. Entre los cortesanos, las proezas lingüísticas del raja ya habían creado una moda. Las damas y los caballeros salpicaban su conversación con retazos de cockney, y algunos de ellos incluso mandaron buscar a Ceilán maestros de habla inglesa. Lo que había sido una moda fue convertido entonces en una política. Se establecieron escuelas de inglés y se importó de Calcuta un equipo de impresores bengalíes, con sus prensas y sus juegos de tipos Caslon y Bodoni. El primer libro inglés que se publicó en Shivapuram fue una selección de Las mil y una noches; el segundo, una traducción de El sutra del diamante, que hasta entonces sólo existía en sánscrito y en manuscrito. Para los que querían leer sobre Simbad y Maruf, y para los que estaban interesados en la Sabiduría de la Otra Orilla, había ahora dos motivos coherentes para aprender inglés. Ese fue el comienzo de un largo proceso educacional que a la postre nos convirtió en un pueblo bilingüe. Hablamos el palanés cuando cocinamos, cuando contamos chistes, cuando hablamos acerca del amor o lo hacemos. (De paso, tenemos el más rico vocabulario erótico y sentimental de todo el sudeste de Asia). Pero cuando se trata de negocios, o de ciencia, o de filosofía especulativa, por lo general hablamos en inglés. Y la mayoría de nosotros preferimos escribir en inglés. Todos los escritores necesitan una literatura como marco de referencia; un grupo de modelos a los cuales adaptarse o de los cuales separarse. Pala poseía buenas pinturas y esculturas, una espléndida arquitectura, maravillosas danzas, una música sutil y expresiva… pero no una verdadera literatura, ni poetas o dramaturgos o cuentistas nacionales. Apenas bardos que recitaban mitos budistas e hindúes; apenas un puñado de monjes que predicaban sermones y discutían por minucias metafísicas. Al adoptar el inglés como nuestra madrastra, nos dimos una literatura dueña de uno de los pasados más antiguos y, por cierto, el más amplio de los presentes. Nos dimos un trasfondo, un rasero espiritual, un repertorio de estilos y técnicas, una fuente inagotable de inspiración. En una palabra, nos dimos la posibilidad de ser creadores en un campo en el que hasta entonces no habíamos tenido creadores. Gracias al raja y a mi bisabuelo, ahora existe una literatura anglo-palanesa… de la cual, si se me permite mencionarlo, Susila es una luminaria contemporánea.

—En el aspecto más opaco —protestó ella.

El doctor MacPhail cerró los ojos y, sonriendo, comenzó a recitar:

Así Desaparecida al Así Desaparecido,

con una mano de Buda ofrezco la flor no arrancada,

el soliloquio de la rana entre las hojas de loto,

la boca manchada de leche junto a mi pecho henchido,

y amor, y como el cielo sin nubes

que hace posibles las montañas

y el cuarto menguante de la luna,

este vacío que es el útero del amor, esta poesía de silencio.

Volvió a abrir los ojos.

—Y no sólo esta poesía de silencio —dijo—. Esta ciencia, esta filosofía, esta teología de silencio. Y ya es hora de que se duerma. —Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta—. Iré a traerle un vaso de jugo de frutas.