VII

Jamás había podido dormir durante el día; pero como debía mirar el reloj, eran las cuatro y veinticinco, y se sentía maravillosamente descansado. Tomó las Notas sobre qué es qué, y reanudó su lectura interrumpida.

Danos hoy nuestra Fe cotidiana, mas líbranos, querido Dios, de la Creencia.

Hasta allí había llegado esta mañana, y ahora comenzaba una nueva sección, la quinta.

Yo como creo que soy y yo como soy en realidad; en otras palabras, la pena y el final de la pena. Una tercera parte, más o menos, de toda la pena que la persona que creo ser debe soportar, es inevitable. Es la pena inherente a la condición humana, el precio que debemos pagar por ser organismos sensibles y conscientes de sí mismos, aspirantes a la liberación, pero sometidos a las leyes de la naturaleza, y sometidos a la orden de continuar marchando, a través del tiempo irreversible, a través de un mundo absolutamente indiferente a nuestro bienestar hacia la decrepitud y la certidumbre de la muerte. Los dos tercios restantes de toda la pena son caseros y, por lo que se refiere al universo, innecesarios.

Will volvió la página. Una hoja de papel de carta cayó flotando sobre la cama. La recogió y le echó una mirada. Veinte líneas de pequeña escritura clara, y al final de la página las iniciales S. M. Evidentemente no se trataba de una carta; un poema, y por lo tanto de propiedad pública. Leyó:

En algún lugar, entre el silencio bruto y los mil trescientos sermones del domingo pasado;

en algún lugar entre Calvino sobre Cristo (¡Dios nos ampare!) y los lagartos;

en algún lugar entre ver y hablar, en algún lugar entre nuestra sucia y grasienta circulación de palabras y la primera estrella, las grandes mariposas que aletean

entre los fantasmas de las flores, se encuentra el claro lugar dónde yo, ya no yo, recuerdo sin embargo la nocturna sabiduría del amor de la otra costa y, escuchando el viento, recuerdo también aquella otra noche, la primera de la viudez, insomne, con la muerte a mi lado en la obscuridad.

¡Mía, mía, toda mía, mía inevitablemente!

Pero yo ya no soy yo; en este claro lugar entre mi pensamiento y el silencio

veo todo lo que tuve y perdí, angustias y alegrías, brillantes como gencianas entre el césped alpino, azules, imposesas y abiertas.

«Como gencianas» repitió Will para sí, y pensó en esas vacaciones estivales en Suiza, cuando tenía doce años; pensó en los prados, muy arriba de Grindelwald, con sus flores desconocidas y maravillosas mariposas no inglesas; pensó en el cielo azul obscuro y en el sol, y en las gigantescas montañas relucientes del otro lado del valle. Y lo único que su padre pudo decir era que parecía un anuncio de chocolate de leche de Nestlé. «Ni siquiera verdadero chocolate —había insistido con una nota de disgusto—: Chocolate de leche». Después de lo cual hubo un irónico comentario sobre la acuarela que pintaba su madre… tan mal pintada (¡pobrecita!) pero con cuidado tan amoroso y concienzudo. «El anuncio de chocolate de leche que Nestlé rechazó». Y ahora le tocaba a él. «En lugar de estar cabizbajo, con la boca abierta, como el idiota de la aldea, ¿por qué no haces algo inteligente alguna vez? Trabaja un poco con tu gramática alemana, por ejemplo». E introduciendo la mano en la mochila había extraído, de entre los huevos duros y los sandwiches, el aborrecido librito color castaño. ¡Qué hombre detestable! Y sin embargo, si Susila tenía razón, debería ser posible verlo ahora, después de todos esos años, resplandeciente como una genciana —Will volvió a mirar la última línea del poema— «azul, imposesa y abierta».

—Bien… —dijo una voz familiar.

Se volvió hacia la puerta.

—Hablando del diablo —dijo—. O más bien leyendo lo que el diablo ha escrito. —Y levantó la hoja de papel de carta para que ella la inspeccionase.

Susila le echó una mirada.

—Oh, eso —dijo—. Si las buenas intenciones fuesen suficientes para hacer buena poesía… —suspiró y meneó la cabeza.

—Estaba tratando de imaginarme a mi padre como a una genciana —continuó él—. Pero lo único que consigo ver es la persistente imagen de una enorme bola de excremento.

—Incluso las bolas de excremento —aseguró ella— pueden ser vistas como gencianas.

—Pero sólo, supongo, en el lugar acerca del cual escribía usted… el claro lugar entre el pensamiento y el silencio.

Susila asintió.

—¿Cómo se llega allí?

—No se llega. El lugar viene a uno. O más bien el lugar está realmente aquí.

—Habla usted como la pequeña Radha —se quejó él—. Repite de memoria lo que el Viejo Raja dice al principio de este libro.

—Si lo repetimos —afirmó ella—, es porque es la verdad. Si no lo repitiésemos, estaríamos haciendo caso omiso de los hechos.

—¿Los hechos de quién? —inquirió él—. Por cierto que no los míos.

—No por el momento —convino ella—. Pero si hiciese las cosas que el Viejo Raja recomienda podrían ser también los suyos.

—¿Tuvo usted alguna vez problemas con sus padres? —preguntó él luego de un breve silencio—. ¿O siempre pudo ver las bolas de excremento como gencianas?

—A esa edad, no —respondió ella—. Los niños tienen que ser dualistas maniqueos. Es el precio que todos debemos pagar por aprender los rudimentos de conversión en seres humanos. El ver el excremento como gencianas, o más bien el ver las gencianas y el excremento como Gencianas, con G mayúscula… esta es una hazaña posterior a la graduación.

—¿Qué hacía usted, entonces, con sus padres? ¿Sonreía y soportaba lo insoportable? ¿O es que su padre y su madre eran soportables?

—Soportables por separado —repuso ella—. En especial mi padre. Pero en todo sentido insoportables juntos… insoportables porque no se soportaban el uno al otro. Una mujer vivaz, alegre, amante de la vida al aire libre, casada con un hombre tan irremediablemente introvertido, que ella lo irritaba continuamente… incluso, sospecho, en la cama. Jamás dejó de mostrarse comunicativa, y él jamás empezó a serlo. Con el resultado de que a mi padre le parecía que ella era somera e insincera, en tanto que ella creía que él no tenía corazón, que era despectivo y carecía de sentimientos humanos normales. —Cualquiera habría supuesto que ustedes tienen la suficiente sensatez como para no meterse en ese tipo de trampa.

—La tenemos —le aseguró ella—. A los jóvenes y a las muchachas se les enseña específicamente qué deben esperar de las personas cuyo temperamento y físico son muy distintos de los propios. Por desgracia, a menudo sucede que las lecciones parecen no tener mucho efecto. Para no mencionar el hecho de que en algunos casos la distancia psicológica entre las personas involucradas es demasiado grande como para ser franqueada. De cualquier manera, sigue en pie el hecho de que mi padre y mi madre jamás lograron solucionar ese problema. Se habían enamorado el uno del otro… Dios sabe por qué. Pero cuando tuvieron que estar cerca el uno de la otra, ella descubrió que era constantemente herida por la inaccesibilidad de él, en tanto que la afabilidad carente de inhibiciones de ella hacía que él casi se encogiera de turbación y disgusto. Mis simpatías estaban siempre de parte de mi padre. En el plano físico y temperamental le soy muy afín, no me parezco en modo alguno a mi madre. Recuerdo, incluso cuando era muy pequeña, cómo solía apartarme de la exuberancia de ella. Era como una permanente invasión de la intimidad de uno. Y sigue siéndolo.

—¿Tiene que verla muy a menudo?

—Muy poco. Tiene sus propias ocupaciones y sus propios amigos. En nuestra parte del mundo, «madre» es estrictamente el nombre de una función. Cuando la función ha sido debidamente cumplida, el título desaparece; el exhijo y la mujer que podía ser denominada «madre» establecen un nuevo tipo de relaciones. Si se entienden bien, continúan viéndose a menudo. Si no, se separan. Nadie espera de ellos que se aferren el uno al otro, y ese aferrarse no es un equivalente del amor… no es considerado como algo particularmente digno de mérito.

—Por lo tanto, ahora todo está bien. ¿Pero y entonces? ¿Qué sucedía cuando usted era una niña, cuando crecía entre dos personas que no podían franquear el abismo que las separaba? Yo sé lo que quiere decir eso… el cuento de hadas que termina al revés: «Y vivieron desdichados por siempre jamás».

—Y no me cabe duda alguna —dijo Susila— de que si no hubiésemos nacido en Pala, habríamos vivido desdichados por siempre jamás. Pero en realidad nos las arreglamos, teniéndolo todo en cuenta, notablemente bien.

—¿Cómo se las arregló para hacer eso?

—No nos las arreglamos; nos fue arreglado. ¿Ha leído lo que dice el Viejo Raja acerca de librarse de los dos tercios de pena casera y gratuita?

Will asintió.

—Estaba leyéndolo cuando usted entró.

—Bien, en los viejos tiempos malos —continuó ella—, las familias palanesas podían ser tan victimarias, tan productoras de tiranos y creadoras de embusteros como pueden serlo hoy las de ustedes. En rigor, eran tan espantosas, que el doctor Andrew y el Raja de la Reforma decidieron que era preciso hacer algo en este sentido. La ética budista y el comunismo primitivo de aldea se utilizaron hábilmente para servir a los fines de la razón, y en una sola generación todo el sistema de familia se modificó en forma radical. —Vaciló durante un instante—. Permítame que explique —continuó—, en términos de mi propio caso particular… el caso de una hija única de dos personas que no podían entenderse y que estaban siempre en pugna o riñendo. En los tiempos antiguos, una niña criada en ese ambiente habría terminado siendo una ruina, una rebelde, o una conformista resignada e hipócrita. Con las nuevas reformas, no tenía que sufrir innecesariamente, no me convertí en una ruina ni me vi obligada a rebelarme ni a resignarme. ¿Por qué? Porque desde el momento en que pude hacer pinitos, me vi libre para huir.

—¿Para huir? —repitió él—. ¿Para huir? —Parecía demasiado bueno para ser cierto.

—La fuga —explicó ella— está incorporada al nuevo sistema. Cuando el Hogar Dulce Hogar paterno se torna demasiado insoportable, se permite al niño, se le estimula activamente, y todo el peso de la opinión pública respalda ese estímulo, a emigrar a uno de sus otros hogares.

—¿Cuántos hogares tiene un niño palanés?

—Más o menos unos veinte, término medio.

—¿Veinte? ¡Dios mío!

—Todos pertenecemos —explicó Susila— a un cam: un Club de Adopción Mutua. Todos los CAM están compuestos por quince a veinticinco parejas. Novios y novias recién elegidos, veteranos con niños en crecimiento, abuelos y bisabuelos… todos los miembros del club se adoptan entre sí. Aparte de nuestras propias relaciones consanguíneas, tenemos nuestra cuota de madres, padres, tíos y tías por delegación, hermanos y hermanas por delegación, hijos pequeños y adolescentes por delegación.

Will meneó la cabeza.

—Constituyen veinte familias donde antes sólo existía una.

—Pero lo que antes existía era su tipo de familia. Las veinte son todas de nuestro tipo. —Y como si leyera instrucciones de un libro de cocina, continuó—: «Tómese un esclavo asalariado sexualmente inepto, una mujer insatisfecha, dos o (si se prefiere) tres pequeños adictos a la televisión, hágase un encurtido con una mezcla de freudismo y cristianismo diluido; luego envásese herméticamente en un departamento de cuatro habitaciones y cocínese durante quince años en el jugo». Nuestra receta es más bien distinta. «Tómese veinte parejas sexualmente satisfechas, con sus descendientes; agréguese ciencia, intuición y humorismo en cantidades iguales; embébase en budismo tántrico, y hiérvase indefinidamente en una olla abierta, al aire libre, sobre una viva llama de afecto».

—¿Y qué surge de esa olla abierta? —preguntó él.

—Un tipo completamente distinto de familia. No excluyente, como las familias de ustedes, y no predestinada, no compulsiva: Una familia incluyente, impredestinada y voluntaria. Veinte parejas de padres y madres, ocho o nueve expadres y madres, y cuarenta o cincuenta niños de todas las edades.

—¿La gente se queda toda la vida en el mismo club de adopción?

—Por supuesto que no. Los niños crecidos no adoptan sus propios padres o sus propios hermanos. Adoptan otro grupo de mayores, un diferente grupo de pares y dé menores. Y los miembros del club los adoptan a ellos y, a su debido tiempo, a los hijos de ellos. La hibridación de microcultivos: así llaman nuestros sociólogos a ese proceso. Es benéfico, en su nivel, como la hibridación de las diferentes cepas de maíz o gallinas. Se producen relaciones más saludables en grupos más responsables, simpatías más amplias y comprensiones más profundas. Y las simpatías y las comprensiones son para todos los integrantes de los CAM, desde los niños pequeños hasta los centenarios.

—¿Centenarios? ¿Cuál es el promedio de vida de ustedes?

—Uno o dos años más que el de ustedes —replicó ella—. El diez por ciento de nosotros llegamos a más de sesenta y cinco años. Los ancianos reciben pensiones, si no pueden ganarse la vida. Pero es evidente que las pensiones no bastan. Necesitan hacer algo útil y estimulante; necesitan personas a quienes puedan cuidar y que las quieran a su vez. Los CAM llenan esas necesidades.

—Todo esto —declaró Will— se parece sospechosamente a la propaganda de una de las nuevas comunas chinas.

—Nada —le aseguró ella— podría parecerse menos a una comuna que un cam. Un cam no es dirigido por el gobierno, sino por sus miembros. Y no somos militaristas. No nos interesa crear buenos miembros del partido; sólo nos interesa crear buenos seres humanos. No inculcamos dogmas. Y por último, no alejamos a los niños de sus padres; por el contrario, les concedemos otros padres, y a los padres otros hijos. Eso significa que incluso en el cuarto de los niños gozamos de cierto grado de libertad; y nuestra libertad aumenta a medida que crecemos, y podemos encarar una gama más amplia de experiencias y adoptar mayores responsabilidades. En tanto que en China no existe libertad alguna. Los niños son entregados a domesticadores oficiales, cuya ocupación consiste en convertirlos en obedientes sirvientes del Estado. Las cosas son bastante mejores en la parte del mundo de donde proviene usted; mejores, pero aun así bastante malas. Ustedes pueden eludir a los domesticadores de niños designados por el Estado, pero la sociedad los condena a trascurrir la infancia en una familia excluyente, con un solo grupo de hermanos menores y padres. Les son endosados por predestinación hereditaria. No pueden librarse de ellos, no pueden tomarse vacaciones de ellos, no pueden ir a ninguna parte para cambiar de ambiente moral y psicológico. Es libertad, si así le parece; pero libertad en una cabina telefónica.

—Encerrado —agregó Will— (y ahora pienso en mí) con un bravucón despectivo, una mártir cristiana y una chiquilla que había sido aterrorizada por el bravucón y extorsionada por la mártir, que apelaba a sus buenos sentimientos, hasta llevarla a un estado de estremecida imbecilidad. Ese fue el hogar del cual, hasta que tuve catorce años y mi tía Mary se mudó a la casa de al lado, jamás pude escapar.

—Y sus desdichados padres jamás pudieron escapar de usted.

—Eso no es del todo cierto. Mi padre solía fugarse por medio del coñac, y mi madre por medio de su anglicanismo. Yo tuve que cumplir mi sentencia sin el menor atenuante. Catorce años de esclavitud familiar. ¡Cómo la envidio! ¡Libre como un pájaro!

—¡No tanto lirismo! Libre, digamos, como un ser humano en desarrollo, libre como una futura mujer pero no más libre que eso. La Adopción Mutua garantiza a los niños contra la injusticia y las peores consecuencias de la ineptitud paternal. No los garantiza contra la disciplina, o contra el hecho de tener que aceptar responsabilidades. Por el contrario, aumenta el número de sus responsabilidades; los expone a una amplia variedad de disciplinas. En las familias exduyentes y predestinadas de ustedes, los niños, como dice, cumplen un largo encarcelamiento bajo un solo grupo de carceleros paternales. Claro está que esos carceleros paternales pueden ser buenos, sabios e inteligentes. En ese caso, los pequeños prisioneros surgirán mis o menos indemnes. Pero en rigor de verdad la mayoría de los carceleros no son notablemente buenos, sabios o inteligentes. En general, lo más probable es que tengan buenas intenciones, pero sean estúpidos, o que no tengan buenas intenciones y sean frívolos, o bien neuróticos, o, en ocasiones, lisa y llanamente malévolos o francamente insanos. Por lo tanto, ¡Dios se apiade de los jóvenes convictos entregados por la ley, las costumbres y la religión a los tiernos cuidados de ellos! Pero ahora considere lo que sucede en una familia amplia, incluyente, voluntaria. Nada de cabinas telefónicas, nada de carceleros predestinados. Aquí los niños crecen en un mundo que es un modelo funcional de la sociedad en general, una versión en pequeña escala, pero exacta, del ambiente en el cual tendrán que vivir cuando crezcan. «Santo», «saludable», «íntegro»: todas estas palabras provienen de la misma raíz[1] y tienen diferentes matices del mismo significado. Etimológicamente y en los hechos nuestro tipo de familia, el tipo incluyente y voluntario, es la auténtica familia santa. La de ustedes es la familia no santa.

—Amén —dijo Will, y volvió a pensar en su propia infancia, y pensó también en el pobre y pequeño Murugan en las garras de la rani—. ¿Qué sucede —inquirió luego de una pausa— cuando los niños emigran de uno a otro de sus hogares? ¿Cuánto tiempo permanecen allí?

—Depende. Cuando mis hijos se cansan de mí, pocas veces se quedan fuera de casa más de uno o dos días. Eso se debe a que, en lo fundamental, son muy dichosos en el hogar. Yo no lo fui, y por lo tanto cuando yo me fui, me quedé a veces durante todo un mes fuera de mi casa.

—¿Y sus padres por delegación la defendieron contra sus verdaderos padres?

—No se trata de hacer nada contra nadie. Lo único que se respalda es la inteligencia y los buenos sentimientos, y a lo único que nos oponemos es a la desdicha y sus causas inevitables. Si un niño se siente desdichado en su primer hogar, hacemos todo lo posible para solucionarle el problema en quince o veinte segundos hogares. Entre tanto el padre y la madre son objeto de una discreta terapéutica por parte de los otros miembros de su Club de Adopción Mutua. Al cabo de unas pocas semanas los padres están en condiciones de reunirse a sus hijos, y éstos a sus padres. Pero no debe pensar —agregó— que sólo cuando se encuentran en dificultades recurren los niños a sus padres y abuelos por delegación. Lo hacen continuamente, cada vez que sienten la necesidad de un cambio o de algún tipo de nueva experiencia. Y no se trata de un torbellino social. Dondequiera que vayan, como hijos por delegación, tienen sus responsabilidades así como sus derechos: por ejemplo, lavar al perro, limpiar las jaulas de los pájaros, cuidar al niño pequeño mientras la madre hace otra cosa. Deberes lo mismo que privilegios… pero no en una de las cabinas telefónicas de ustedes, asfixiantes y diminutas. Deberes y privilegios en una familia grande, abierta, no predestinada, incluyente, donde están representadas las siete edades del hombre y una decena de distintas habilidades y talentos, y en las cuales los niños gozan de las experiencias de todas las cosas importantes y significativas que los seres humanos hacen y sufren: trabajan, juegan, aman, envejecen, enferman, mueren… —Guardó silencio, pensando en Dugald y en la madre de Dugald; luego, cambiando deliberadamente el tono continuó—: ¿Pero qué hay de usted? He estado tan atareada hablando acerca de las familias que ni siquiera le pregunté cómo se siente. Por cierto que tiene un aspecto mucho mejor que cuando lo vi la última vez.

—Gracias al doctor MacPhail. Y también gracias a alguien que, sospecho, practica la medicina sin licencia. ¿Qué me hizo ayer por la tarde?

Susila sonrió.

—Lo hizo usted mismo —le aseguró—. Yo no hice más que oprimir los botones. —¿Qué botones?

—Los botones de la memoria, los de la imaginación. —¿Y eso fue suficiente para hundirme en un trance hipnótico?

—Si quiere llamarlo así…

—¿De qué otro modo se lo puede llamar?

—¿Por qué llamarlo de alguna manera? Los nombres son peticiones de principio. ¿Por qué no conformarse sólo con saber que sucedió?

—¿Pero qué sucedió?

—Bien, por empezar, establecimos cierto tipo de contacto, ¿no es verdad?

—Por cierto que sí —convino él—. Y sin embargo no creo que yo la haya mirado siquiera.

Ahora la miraba… la miraba, y se preguntaba, mientras la contemplaba, quién sería en verdad esa extraña y pequeña criatura, qué había detrás de la suave máscara grave de ese rostro, qué veían los obscuros ojos que le devolvían su escudriñamiento, en qué pensaba.

—¿Cómo podía mirarme? —dijo ella—. Había partido en sus vacaciones.

—¿O me empujaron a tomármelas?

—¿Empujado? No. —Meneó la cabeza—. Digamos que lo despedimos, que lo ayudamos a irse.

Hubo un momento de silencio.

—¿Alguna vez —continuó ella— trató de trabajar con un niño rondando en su derredor?

Will pensó en el vecinito que se había ofrecido a ayudarle a pintar los muebles del comedor, y rió ante el recuerdo de su exasperación.

—¡Pobre pequeño queridito! —prosiguió ella—. Tiene tan buenas intenciones, se muestra tan ansioso de ayudar…

—Pero la pintura cae sobre la alfombra, las impresiones digitales manchan todas las paredes…

—De modo que a la postre tiene que librarse de él. ¡«Vete, chiquillo! ¡Vé a jugar al jardín!».

Hubo un silencio.

—¿Y bien? —interrogó él al cabo.

—¿No se da cuenta?

Will meneó negativamente la cabeza.

—¿Qué sucede cuando está enfermo, cuando ha sido herido? ¿Quién repara el daño? ¿Quién cura las heridas y elimina la infección? ¿Usted?

—¿Y quién, si no?

—¿Usted? —insistió ella—. ¿Usted? ¡La persona que siente el dolor y se preocupa y piensa sobre el pecado y el dinero y el futuro! ¿Usted es capaz de hacer lo que es preciso?

—Oh, ya veo a qué se refiere.

—¡Por fin! —se burló ella.

—Me envía a mí a jugar en el jardín para que los mayores puedan hacer su trabajo tranquilos. ¿Pero quiénes son los mayores?

—No me pregunte a mí —repuso ella—. Esa es una pregunta para un neuroteólogo.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó él.

—Quiere decir precisamente lo que dice. Alguien que piensa en la gente, simultáneamente en términos de la Clara Luz del Vacío y del sistema nervioso vegetativo. Los mayores son una mezcla de Mentalidad y fisiología.

—¿Y los niños?

—Los niños son los pequeños que creen saber más que los mayores.

—Y por lo tanto es preciso decirles que vayan a jugar. —Exactamente.

—El tipo de tratamiento de usted, ¿es un procedimiento normal en Pala? —preguntó él.

—Procedimiento normal —aseguró ella—. En la parte del mundo de usted los médicos se libran de los niños envenenándolos con barbitúricos. Nosotros los curamos hablándoles sobre catedrales y grajos. —Su voz se había modulado hasta convertirse en un canto—. Sobre blancas nubes que flotan en el cielo, blancos cisnes que flotan en la obscuridad, en el obscuro, suave, irresistible río de la vida…

—¡Vamos, vamos —protestó él—, nada de eso!

Una sonrisa iluminó el grave rostro moreno, y Susila rompió a reír. Will la miró con asombro. Ahí, de pronto, había una persona distinta, otra Susila MacPhail, alegre, traviesa, irónica.

—Conozco sus triquiñuelas —agregó él, incorporándose a la risa.

—¿Triquiñuelas? —Aún riendo, meneó la cabeza—. No hacía más que explicarle cómo lo hice.

—Sé exactamente cómo lo hizo. Y sé también cómo funciona. Lo que es más, le doy permiso para volver a hacerlo… cada vez que sea necesario.

—Si quiere —dijo ella con más seriedad—, le enseñaré cómo oprimir sus propios botones. Lo enseñamos en todas las escuelas elementales. Lectura, escritura, aritmética y, además, A. D. rudimentaria.

—¿Qué es eso?

—Autodeterminación. Alias Control del Destino.

—¿Control del Destino? —Will enarcó las cejas.

—No, no —le aseguró ella—, no somos tan tontos como usted parece creer. Sabemos muy bien que sólo una parte de nuestro destino es controlable.

—¿Y se lo controla oprimiendo uno sus propios botones?

—Oprimiendo los propios botones y luego imaginando lo que queremos que suceda.

—¿Pero sucede?

—En muchos casos, sí.

—¡Sencillísimo! —Había una nota de ironía en su voz.

—Maravillosamente sencillo —convino ella—. Y sin embargo, por lo que sé, somos las únicas personas que enseñamos sistemáticamente el A. D. a sus hijos. Ustedes no hacen más que decirles lo que se supone que deben hacer y dejan las cosas tal como están. Lo único que hacen es ofrecerles disertaciones estimulantes y castigos. Pura y simple idiotez.

—Idiotez pura y sin aditamentos —admitió él, y recordó a Mr. Crabbe, el director de su escuela, hablando sobre el tema de la masturbación; recordó las palizas y los sermones semanales, y el Servicio de Conminación en el Miércoles de Ceniza. «Maldito el que peca con la esposa de su vecino. Amén».

—Si sus niños toman la idiotez en serio, crecen y se convierten en miserables pecadores. Y si no la toman en serio, crecen y se convierten en miserables cínicos. Y si reaccionan del cinismo desdichado, lo más probable es que se conviertan en papistas o marxistas. No es extraño que tengan ustedes esos millares de cárceles e iglesias y células comunistas.

—En tanto que en Pala, supongo, tienen ustedes muy pocas.

Susila meneó la cabeza.

—Aquí no hay ningún Alcatraz —dijo—. No hay un Billy Graham, ni un Mao Tse-tung, ni Madonas de Fátima. No hay infiernos en la tierra, ni pasteles cristianos en el cielo, ni pasteles comunistas en el siglo XXII. Nada más que hombres y mujeres con sus hijos, tratando de aprovechar lo mejor posible ahora y aquí, en lugar de vivir en ninguna otra parte, como lo hace la mayoría de ustedes, en algún otro tiempo, en algún otro universo imaginario de habitación casera. Y en realidad no tienen la culpa. Están casi obligados a vivir como viven, debido a que el presente es tan frustrador.

Y es frustrador porque jamás se les ha enseñado a franquear la brecha existente entre la teoría y la práctica, entre sus resoluciones de Año Nuevo y su conducta real.

—«Porque el bien que querría hacer —citó él—, no lo hago; y el mal que no quiero hacer, lo hago».

—¿Quién dijo eso?

—El hombre que inventó el cristianismo: San Pablo.

—Ya ve —dijo ella—, los ideales más elevados posibles, y ningún método para realizarlos.

—Salvo el método sobrenatural de hacer que los realice Algún Otro.

Echando hacia atrás la cabeza, Will rompió a cantar.

Hay una fuente llena de sangre,

sacada de las venas de Emanuel,

y los pecadores que se sumergen bajo este torrente

quedan purificados de todas sus manchas.

Susila se había cubierto los oídos con sus manos.

—Es realmente obsceno —dijo.

—El himno favorito del director de mi escuela —explicó Will—. Solíamos cantarlo una vez por semana, durante todo el tiempo que pasé en la escuela.

—¡Gracias a Dios —exclamó ella— que jamás hubo sangre alguna en el budismo! Gautama vivió hasta los ochenta años y murió por ser demasiado cortés para rechazar malos alimentos. La muerte violenta siempre parece exigir más muerte violenta. «Si no quieres creer que serás redimido por la sangre de mi redentor, te ahogaré en la tuya propia». El año pasado seguí un curso en Shivapuram, de historia del cristianismo. —Susila se estremeció ante el recuerdo—. ¡Qué horror! Y todo porque ese pobre hombre ignorante no supo cómo llevar a la práctica sus buenas intenciones.

—Y la mayoría de nosotros —dijo Will— seguimos en el mismo viejo bote. El mal que no queremos hacer, lo hacemos. ¡Y de qué manera!

Reaccionando imperdonablemente ante lo imperdonable, Will Farnaby lanzó una carcajada burlona. Rió porque había visto la bondad de Molly, y luego, con los ojos abiertos, había elegido la alcoba rosada y, con ella, la desdicha de Molly, la muerte de Molly, su propia y corrosiva sensación de culpabilidad y luego el dolor, desmesuradamente desproporcionado en relación con su causa baja y en esencia farsesca, el dolor torturante que experimentó cuando Babs, a su debido tiempo, hizo lo que cualquier tonto habría sabido que haría inevitablemente: lo expulsó de su paraíso infernal iluminado por la ginebra, y tomó otro amante.

—¿Qué ocurre? —preguntó Susila.

—Nada. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque no es usted muy competente para ocultar sus sentimientos. Está pensando en algo que lo hizo desdichado.

—Tiene usted una mirada muy penetrante —replicó Will, y apartó la vista.

Hubo un largo silencio. ¿Debía decírselo? ¿Debía hablarle acerca de Babs, sobre la pobre Molly, sobre sí mismo, hablarle de todas las cosas penosas e insensatas que jamás, ni siquiera cuando estaba ebrio, le había contado siquiera a sus más antiguos amigos? Los antiguos amigos sabían demasiado acerca de uno, demasiado acerca de las otras personas involucradas en el problema, demasiado acerca del grotesco y complicado juego que (como un caballero inglés que era también un bohemio, y también un poeta en cierne y también por pura desesperación, porque sabía que jamás sería un buen poeta, un periodista empedernido y el agente privado, muy bien pago, de un hombre rico a quien despreciaba) siempre jugaba tan complicadamente. No, los antiguos amigos no sirven para eso. Pero de esta pequeña y morena extranjera, de esta desconocida a quien ya debía tanto y con quien, aunque no sabía nada de ella, tenía tanta intimidad, no surgirían conclusiones prefabricadas ni sucios ex parte; de ella surgiría, quizá, se sorprendió abrigando esa esperanza (¡él que se había adiestrado el no abrigar jamás ninguna!), algún esclarecimiento inesperado, alguna ayuda positiva y práctica. (Y, Dios lo sabía, necesitaba ayuda… aunque Dios también sabía demasiado bien que jamás lo diría, que jamás descendería tanto como para pedirla).

Como un muecín en su minarete, uno de los pájaros parlantes comenzó a gritar desde la elevada palmera que se erguía más allá de los árboles de mango: «Aquí y ahora, muchachos. Aquí y ahora, muchachos».

Will decidió zambullirse, pero hacerlo en forma indirecta… hablando primero, no de sus problemas, sino de los de ella. Sin mirar a Susila (porque eso, le pareció, sería indecente), comenzó a hablar.

—El doctor MacPhail me dijo algo acerca de… acerca de lo que le sucedió a su esposo.

Las palabras clavaron una espada en el corazón de ella; pero eso era de esperar, eso era correcto e inevitable.

—El próximo miércoles se cumplirán cuatro meses —dijo. Y luego, meditativamente, continuó, después de un pequeño silencio—: Dos personas, dos individuos separados… pero juntos constituyen algo así como una nueva creación.

Y de pronto la mitad de esta nueva criatura es amputada; pero la otra mitad no muere… no puede morir, no debe morir.

—¿No debe morir?

—Por tantas razones: los hijos, una misma, toda la naturaleza de las cosas. Pero ni hace falta decir —agregó con una sonrisita que no hacía más que acentuar la tristeza de sus ojos—, no hace falta decir que las razones no aminoran el golpe de la amputación, ni hacen que las consecuencias posteriores sean más soportables. Lo único que ayuda es lo que estábamos diciendo hace un momento… el Control del Destino. Y aun eso… —meneó la cabeza—: El CD puede proporcionarle un parto completamente indoloro. Pero un sufrimiento completamente indoloro… no. Y por supuesto, así tiene que ser. No sería correcto que se pudiese eliminar todo el dolor de la desaparición de un ser querido; en ese caso se sería menos que humano.

—Menos que humano —repitió él—. Menos que humano… —Tres breves palabras; ¡pero cuán completamente lo resumían todo!—. Lo terrible de verdad —dijo en voz alta— es cuando uno sabe que la otra persona ha muerto por culpa de uno.

—¿Estuvo usted casado? —preguntó ella.

—Durante doce años. Hasta la primavera pasada…

—¿Y ahora ella ha muerto?

—Murió en un accidente.

—¿En un accidente? ¿Entonces cómo pudo usted tener la culpa?

—El accidente ocurrió porque… bien, por el mal que yo no quise hacer pero hice. Y ese día todo llegó a su fin. El dolor la aturdió y la anonadó, y yo la dejé irse en el automóvil… la dejé irse, hacia un choque brutal y de frente.

—¿La amaba?

Él vaciló un instante y luego meneó lentamente la cabeza.

—¿Había alguna otra persona… alguien a quien usted amaba más?

—Alguien que no habría podido importarme menos. —Hizo una mueca de sardónica burla de sí mismo.

—¿Y ese fue el mal que no quiso hacer pero hizo?

—Que hice y continué haciendo hasta que maté a la mujer que había debido amar, pero no amé. Que continué haciendo incluso después de matarla, aunque me odiaba por hacerlo… sí, en realidad odiaba a la persona que me obligó a hacerlo.

—¿Que lo obligó, supongo, por el solo hecho de tener el tipo adecuado de cuerpo?

Will asintió, y se produjo un silencio.

—¿Sabe qué sucede —preguntó al cabo— cuando se siente que nada es del todo real… ni siquiera uno mismo?

Susila asintió.

—A veces ocurre, cuando uno está a punto de descubrir que todo, incluso uno mismo, es más real de lo que jamás se imaginó. Es como cambiar de velocidad: es preciso pasar a punto muerto antes de seguir en segunda.

—O en primera —dijo Will—. En mi caso, el cambio no fue para arriba, sino para abajo. No, ni siquiera para abajo; fue en marcha atrás. La primera vez que sucedió estaba esperando un ómnibus que me llevaría a casa desde la calle Fleet. Millares y millares de personas, todas moviéndose, y cada una de ellas singular, cada una de ellas el centro del universo. Y entonces apareció el sol por detrás de una nube. Todo se volvió extraordinariamente luminoso y claro; y de repente, casi con un chasquido audible, se convirtieron todos en gusanos.

—¿Gusanos?

—Usted sabe, esos gusanitos pálidos de cabezas negras que se ven en la came podrida. Nada había cambiado, por supuesto; los rostros de la gente eran los mismos, sus ropas las mismas, y sin embargo eran todos gusanos. Y ni siquiera gusanos reales… nada más que fantasmas de gusanos, la ilusión de gusanos. Y yo era la ilusión de un espectador de gusanos. Viví en ese mundo de gusanos durante meses. Viví en él, trabajé en él, fui a almorzar y a cenar en él… sin el menor interés en lo que hacía. Sin el menor goce o placer, completamente carente de deseos y, como descubrí cuando traté de hacer el amor a una joven con la que me había divertido de vez en cuando en el pasado, totalmente impotente.

—¿Qué esperaba? Precisamente eso.

—¿Y entonces, por qué…?

Will le dedicó una de sus sonrisas castigadas y se encogió de hombros.

—Por interés científico. Yo era un entomólogo que estudiaba la vida sexual del gusano fantasma.

—Tras lo cual, supongo, todo pareció más irreal aquí.

—Más aun —convino él—, si eso era posible.

—¿Pero cómo aparecieron los gusanos?

—Bien, por empezar —respondió él— yo era padre de mis hijos. Engendrado por el Bravucón Borrachín en la Mártir Cristiana. Y además de ser el padre de mis hijos —continuó luego de una pequeña pausa—, era el sobrino de mi tía Mary.

—¿Qué tenía que ver su tía Mary con eso?

—Fue la única persona que jamás amé, y cuando yo tenía dieciséis años ella enfermó de cáncer. Le extirparon el pecho derecho; luego, un año después, el izquierdo. Después de eso, nueve meses de rayos X y de enfermedad de la radiación. Luego le llegó al hígado y eso fue el final. Yo estuve allí desde el principio hasta el fin. Para un chico de menos de veinte años, fue una educación liberal… pero liberal de veras.

—¿En qué sentido? —preguntó Susila.

—En Sensatez Pura y Aplicada. Y unas semanas después del término del curso privado en la materia, llegó la gran inauguración del curso público. La Segunda Guerra Mundial. Seguida por el curso de repaso, sin interrupciones, de la Primera Guerra Fría. Y durante todo este tiempo yo quería ser poeta, y descubría que sencillamente no tenía lo necesario para ello. Y luego, después de la guerra, tuve que dedicarme al periodismo para ganar dinero. Cuando lo que en realidad deseaba era pasar hambre, si era necesario, pero tratar de escribir algo decente… por lo menos una buena prosa, ya que no podía ser una buena poesía. Pero no había tenido en cuenta a mis queridos padres. Para cuando murió, en enero del cuarenta y tres, mi padre había terminado con el poco dinero que nuestra familia heredó, y para cuando mi madre quedó afortunadamente viuda, estaba tullida por la artritis y tenía que ser mantenida. Y entonces, heme ahí en la calle Fleet, manteniéndola con una facilidad y un éxito absolutamente humillantes.

—¿Por qué humillantes?

—¿No se sentiría usted humillada si se descubriese ganando dinero mediante la producción de los fraudes literarios más baratos y más flagrantes? Triunfé porque era tan irremediablemente de segunda fila.

—¿Y el resultado neto de todo ello fue los gusanos?

Él asintió.

—Ni siquiera verdaderos gusanos; gusanos fantasmas. Y aquí fue donde apareció Molly. La conocí en una fiesta de gusanos de primera clase, en Bloomsbury. Nos presentaron, conversamos cortés y superficialmente sobre la pintura no objetiva. Como no quería ver más gusanos, no la miré; pero ella debe de haber estado mirándome. Molly tenía ojos color azul grisáceo muy pálido —agregó entre paréntesis—, ojos que lo veían todo; era increíblemente observadora, pero observaba sin malicia ni censura; veía el mal, si existía, pero jamás lo condenaba. Simplemente, se sentía apenada por la persona que se veía obligada a pensar esos pensamientos y a hacer esas cosas odiosas. Bien, como digo, debe de haber estado mirándome mientras yo hablaba, porque de pronto me preguntó por qué estaba tan triste. Yo había bebido un par de tragos, y no había nada de impertinente u ofensivo en la forma en que me formuló la pregunta; por lo tanto, le hablé sobre los gusanos. «Y usted es uno de ellos», terminé, y por primera vez la miré. «Un gusano de ojos azules, con un rostro parecido al de las mujeres santas que concurren a una crucifixión flamenca». —¿Se sintió halagada?

—Creo que sí. Había dejado de ser católica, pero seguía teniendo cierta debilidad por las crucifixiones y las mujeres santas. Sea como fuere, a la mañana siguiente me visitó, a la hora del almuerzo. ¿Me gustaría viajar con ella al campo, en auto? Era domingo y, por milagro, hacía un tiempo hermoso. Acepté. Pasamos una hora en un bosquecillo de avellanos… mirando las flores a simple vista, y mirándolas luego con la lente de aumento que Molly había traído consigo. No sé por qué, pero fue extraordinariamente terapéutico… el sólo hecho de observar los corazones de las anémonas y las primaveras. Durante el resto del día no vi más gusanos. Pero la calle Fleet seguía estando allí, esperándome, y a la hora del almuerzo del lunes todo ese lugar estaba atestado de ellos, tan apiñados como siempre. Millones de gusanos. Pero ahora sabía qué podía hacer al respecto. Esa noche fui al estudio de Molly. —¿Era pintora?

—No una pintora de verdad, y lo sabía. Lo sabía y no le molestaba; simplemente, aprovechaba al máximo el hecho de no poseer talento. No pintaba por motivos artísticos; pintaba porque le agradaba contemplar las cosas, le gustaba el proceso de tratar de reproducir meticulosamente lo que veía. Esa noche me entregó un lienzo y una paleta, y me dijo que hiciese lo mismo. —¿Y tuvo éxito?

—Tanto, que cuando un par de meses más tarde abrí en dos una manzana podrida, el gusano del centro no era un gusano… es decir, no subjetivamente. Objetivamente, sí; era todo lo que debe ser un gusano, y así lo dibujé, así lo dibujamos los dos… porque siempre dibujábamos las mismas cosas al mismo tiempo.

—¿Y qué hay de los otros gusanos, de los gusanos fantasmas que existían fuera de la manzana?

—Bien, seguía teniendo recaídas, en especial en la calle Fleet y en los cocktail parties. Pero los gusanos eran decididamente menos numerosos, decididamente menos acosadores. Y entre tanto sucedía algo nuevo en el estudio. Me enamoraba… me enamoraba porque el amor es contagioso y Molly estaba tan evidentemente enamorada de mí… por qué, sólo Dios lo sabe.

—Yo puedo ver varias razones posibles. Quizá lo haya amado porque… —Susila lo miró aquilatándolo, y sonrió—. Bien, porque es usted un tipo bastante atrayente de bicho raro.

Él rió.

—Gracias por tan bello cumplido.

—Por otra parte —siguió Susila—, y esto no es tan elogioso, es posible que lo haya amado porque usted la hizo sentir tan terriblemente apenada por lo que le sucedía.

—Me temo que esa es la verdad. Molly era una Hermana de Caridad nata.

—Y una Hermana de Caridad, por desgracia, no es lo mismo que una Esposa de Amor.

—Cosa que a su debido tiempo descubrí —afirmó él.

—Después de su casamiento, supongo.

Will vaciló un instante.

—En realidad —dijo—, fue antes. No porque por parte de ella hubiese habido alguna urgencia de deseo, sino sólo porque estaba tan ansiosa de hacer cualquier cosa para complacerme. Sólo porque, en principio, no creía en las convenciones y era partidaria de amar libremente, y lo que es más sorprendente —recordó las cosas escandalosas que ella decía con tanta negligencia y placidez, incluso en presencia de la madre de él—, partidaria de hablar libremente acerca de esa libertad.

—Usted lo sabía de antemano —resumió Susila—, y sin embargo se casó con ella.

Will asintió sin hablar.

—Porque era un caballero, supongo, y un caballero cumple con su palabra.

—En parte por esa razón un tanto anticuada, pero también porque estaba enamorado de ella.

—¿Estaba realmente enamorado de ella?

—Sí. No, no lo sé. Pero en ese momento lo sabía. Por lo menos creí saberlo. Estaba convencido de veras de estar realmente enamorado de ella. Y sabía, y sigo sabiendo por qué estaba convencido. Sentía agradecimiento hacia ella por haber eliminado a los gusanos. Y además de la gratitud estaba el respeto, la admiración. Era tanto más honesta y mejor que yo. Pero por desgracia usted tiene razón: una Hermana de Caridad no es lo mismo que una Esposa de Amor. Pero yo estaba dispuesto a aceptar a Molly en sus propios términos, no en los míos. Estaba dispuesto a creer que las convicciones de ella eran mejores que las mías.

—¿Cuándo —preguntó Susila después de un largo silencio— comenzó a tener amoríos con otras mujeres?

Will esbozó su sonrisa castigada.

—Tres meses después del día de nuestra boda. La primera vez fue con una de las secretarias de la oficina. ¡Cielos, qué aburrimiento! Después de eso hubo una joven pintora, una muchachita judía de cabellos rizados a quien Molly había ayudado con su dinero mientras estudiaba en el Slade. Solía ir a su estudio dos veces por semana, de cinco a siete. Pasaron casi tres años antes de que Molly se enterase de ello.

—Y, supongo, le molestó.

—Mucho más de lo que jamás habría creído.

—¿Y qué hizo usted entonces? Will meneó la cabeza.

—Aquí es donde todo comienza a complicarse —respondió—. Yo no tenía intención de abandonar mis horas del cóctel con Rachel; pero me odiaba por hacer tan desdichada a Molly. Al mismo tiempo la odiaba por ser tan desdichada. Me molestaba su sufrimiento y el amor que la había hecho sufrir; me parecía que ambas cosas eran injustas, una especie de extorsión para obligarme a abandonar mi inocente diversión con Rachel. Al amarme de tal modo y al ser tan desdichada en cuanto a lo que hacía —en cuanto a lo que ella realmente me obligaba a hacer—, me presionaba, trataba de restringir mi libertad. Pero al mismo tiempo era auténticamente desdichada; y aunque la odiaba porque me extorsionaba con su desdicha, me sentía lleno de piedad hacia ella. Piedad —repitió—, no compasión. Compasión es sufrir con, y lo que yo quería a toda costa era ahorrarme el dolor que el sufrimiento de ella me causaba, y evitar los dolorosos sacrificios por medio de los cuales podía poner fin a su sufrimiento. La piedad era mi respuesta, el tenerle lástima desde afuera, si entiende lo que quiero decir… el tenerle piedad como espectador, como esteta, como connoisseur en tormentos ajenos. Y esta piedad estética mía era tan intensa cada vez que la desdicha de ella llegaba a su punto culminante, que casi pude confundirla con amor. Casi, pero no del todo. Porque cuando expresaba mi piedad en forma de ternura física (cosa que hacía porque era la única forma de terminar temporariamente con la desdicha de ella y con el dolor que su desdicha me infligía), la ternura se frustraba siempre antes de que pudiese llegar a su consumación natural. Se frustraba porque, por temperamento, ella era sólo una Hermana de Caridad, no una esposa. Y sin embargo, en todos los planos que no fuese el sensual, me amaba con una entrega total… una entrega que existía, una entrega que exigía una entrega similar por mi parte. Pero yo no quería entregarme, quizás auténticamente no me era posible. De modo que en lugar de estar agradecido por su abnegación, me molestaba. Me formulaba exigencias que yo me negaba a reconocer. Y así estábamos al final de cada una de las crisis, de vuelta al comienzo del antiguo drama: el drama del amor incapaz de una sensualidad autoentregada a una sensualidad incapaz de amor y que provocaba reacciones extrañamente mezcladas, de culpa y exasperación, de piedad y resentimiento, a veces de verdadero odio (pero siempre con un matiz de remordimiento), y todo ello acompañado por un contrapunto, una sucesión de noches furtivas con mi pequeña pintora de cabellos rizados.

—Espero que por lo menos fuesen placenteras —dijo Susila.

Él se encogió de hombros.

—Sólo moderadamente. Rachel jamás podía olvidar que era una intelectual. Tenía cierta forma de preguntarle a uno qué pensaba de Piero di Cosimo en los momentos más inoportunos. El verdadero goce, y por supuesto la verdadera tortura… jamás los experimenté hasta que apareció Babs en escena.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace más de un año. En África.

—¿África?

—Había sido enviado allí por Joe Aldehyde.

—¿El hombre que es dueño de los periódicos?

—Y de todo lo demás. Estaba casado con la tía Eileen de Molly. Un hombre de familia ejemplar, si puedo agregarlo. Por eso está tan completamente convencido de su propia rectitud, incluso cuando se dedica a las más nefastas operaciones financieras.

—¿Y usted trabaja para él?

Will asintió.

—Este fue su regalo de bodas a Molly… un trabajo para mí en los periódicos Aldehyde, con un salario de casi el doble del que había estado recibiendo de mis empleadores anteriores. ¡Principesco! Pero es que realmente quería a Molly.

—¿Cómo reaccionó él cuando el asunto de Babs?

—No la conoció nunca… jamás supo que existiese algún motivo para el accidente de Molly.

—¿De modo que continúa empleándolo en nombre de su esposa muerta?

Will se encogió de hombros.

—La excusa —dijo— es que tengo que mantener a mi madre.

—Y, por supuesto, a usted no le gustaría ser pobre.

—Por cierto que no.

Se produjo un silencio.

—Y bien —dijo Susila al cabo—, volvamos al África.

—Fui enviado allí para hacer una serie sobre el nacionalismo negro. Para no mencionar cierto negocito privado para el tío Joe. Fue en el avión de vuelta de Nairobi. Me encontré sentado al lado de ella.

¿Al lado de la joven que difícilmente habría podido gustarle menos?

—Difícilmente habría podido gustarme menos —repitió él—, o haberla desaprobado más. Pero si uno es adicto a las drogas necesita seguir consumiéndolas… la droga que de antemano sabe que lo destruirá.

—Es curioso —dijo ella, reflexiva—, pero en Pala apenas tenemos adictos.

—¿Ni siquiera adictos al sexo?

—Los adictos al sexo son también adictos a las personas. En otras palabras, son amantes.

—Pero incluso los amantes odian a veces a las personas que aman.

—Por supuesto. El hecho de que siempre tenga el mismo nombre, la misma nariz y los mismos ojos, no significa que sea siempre la misma mujer. El reconocimiento del hecho y la reacción sensata ante él… eso forma parte del Arte de Amar.

En forma tan sucinta como le fue posible, Will le narró el resto de la historia: era la misma historia, ahora que Babs había aparecido en escena, que la anterior… la misma, pero en mucho mayor escala. Babs había sido Rachel elevada, por así decirlo, a una potencia superior… Rachel al cuadrado, Rachel a la enésima. Y la desdicha que, a causa de Babs, infligió a Molly, fue, en proporción, mayor que cualquier otra cosa que hubiese tenido que sufrir por causa de Rachel. Proporcionalmente mayor, también, fue la exasperación de él, y el sentimiento resentido de ser extorsionado por ti amor y el sufrimiento de ella, su propio remordimiento y piedad, su propia decisión, a pesar del remordimiento y la piedad, de continuar obteniendo lo que deseaba, lo que se odiaba por desear, aquello de lo que decididamente se negaba a prescindir. Y entre tanto Babs se había vuelto más exigente, exigía cada vez más y más de su tiempo… tiempo, no sólo en la alcoba color de rosa, sino tiempo afuera, en los restaurantes, en los clubes nocturnos, en las fiestas de sus horribles amigos, en los fines de semana en el campo. «Sólo tú y yo, querido —decía—, solos y juntos». Solos y juntos en un aislamiento que le concedía a él la oportunidad de sondear las profundidades casi insondables de su carencia de espíritu y su vulgaridad. Pero a pesar de todo su aburrimiento y desagrado, de toda su repugnancia moral e intelectual, el ansia persistía. Después de uno de esos espantosos fines de semana, era tan desesperadamente adicto a Babs como lo había sido antes. Y por parte de ella, en su propio plano de Hermana de Caridad, Molly había seguido siendo, a pesar de todo, no menos desesperadamente adicta a Will Farnaby. Desesperadamente en lo que a él se refería… porque el único deseo de él era que lo amase menos y le permitiese irse al infierno en paz. Pero por lo que se refería a la propia Molly, la inclinación era siempre irreprimiblemente esperanzada. Jamás había dejado de esperar el trasfigurador milagro que lo convertiría en el bondadoso, abnegado y amante Will Farnaby a quien (a pesar de todas las evidencias, de todas las repetidas desilusiones) insistía empecinadamente en considerar su verdadero yo. Sólo durante la última entrevista fatal, sólo cuando (ahogando su piedad y dando rienda suelta a su resentimiento contra la desdicha extorsionadora de ella), anunció su intención de abandonarla y de ir a vivir con Babs… sólo entonces la esperanza cedió finalmente lugar a la desesperación. «¿Lo dices en serio Will, lo dices realmente en serio?». «Lo digo en serio». Desesperada, ella se dirigió al coche; en absoluta desesperación, se alejó bajo la lluvia… hacia la muerte. Durante el funeral, cuando el ataúd descendió a la tumba, él se prometió que jamás volvería a ver a Babs. Nunca, nunca, nunca jamás. Y esa noche, mientras estaba sentado ante su escritorio, tratando de escribir un artículo sobre «Qué sucede con la juventud», tratando de no recordar el hospital, la tumba abierta y su propia responsabilidad por todo lo sucedido, lo sobresaltó el agudo zumbido del timbre de la puerta. Un tardío mensaje de condolencia, sin duda… Abrió la puerta y allí, en lugar del telegrama, estaba Babs… dramáticamente sin cosméticos y vestida de negro.

—¡Mi pobre, pobre Will!

Se sentaron en el sofá, en la sala, y ella le acarició el cabello, y ambos lloraron. Una hora más tarde se encontraban desnudos, en la cama. Tres meses después, como cualquier tonto habría podido prever, Babs comenzó a cansarse de él; al cabo de cuatro meses un hombre realmente maravilloso de Kenia apareció en una fiesta. Una cosa condujo a la otra y cuando, tres días después, Babs volvió al hogar, fue para preparar la alcoba para un nuevo inquilino y para dar el preaviso al antiguo.

—¿Lo dices de veras, Babs?

Lo decía de veras.

Hubo un susurro entre los arbustos del otro lado de la ventana, y un instante más tarde el pájaro parlante gritó, en voz sorprendentemente alta y muy poco melódicamente: «Aquí y ahora, muchachos».

—¡Cállate! —gritó Will a su vez.

—Aquí y ahora, muchachos —repitió el mynah—. Aquí y ahora, muchachos. Aquí y…

—¡Cállate!

Se produjo un silencio.

—Tuve que hacerlo callar —explicó Will— porque, por supuesto, siempre tiene absoluta razón. Aquí, muchachos; ahora, muchachos. Allí y entonces carecen en absoluto de sentido. ¿O no es así? ¿Y qué me dice de la muerte de su esposo, por ejemplo? ¿Tiene eso sentido?

Susila lo contempló durante un instante en silencio, y luego asintió lentamente con la cabeza.

—Dentro del contexto de lo que tengo que hacer ahora… ¡sí, carece por completo de sentido! Esto es algo que he tenido que aprender.

—¿Aprende uno a olvidar?

—No se trata de olvidar. Lo que hay que aprender es a recordar y, al mismo tiempo, estar libre del pasado. Hay que aprender la forma de estar allí, con el muerto, y al mismo tiempo estar aquí, en este lugar, con los vivos. —Le lanzó una sonrisita triste y agregó—: No es fácil.

—No es fácil —repitió Will. Y de pronto se derrumbaron todas sus defensas, todo su orgullo lo abandonó—. ¿Quiere ayudarme? —preguntó.

—¡Cómo no! —dijo ella, y le tendió la mano.

Un ruido de pisadas les hizo volver la cabeza. El doctor MacPhail había entrado en la habitación.