VI

—¡Caray! —estalló la pequeña enfermera cuando la puerta quedó cerrada detrás de ellos.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted —dijo Will.

La chispa volteriana brilló durante un instante en el rostro evangélico de Mr. Bahu.

—Caray —repitió—. Fue lo que oí decir a un escolar inglés cuando vio por primera vez la Gran Pirámide. La rani produce el mismo tipo de impresión. Monumental. Es lo que los alemanes llaman eine grosse Seele. —La chispa se había disipado, el rostro era inequívocamente el de Savonarola; las palabras, resultaba evidente, eran para ser publicadas.

De pronto la pequeña enfermera rompió a reír.

—¿Qué sucede de gracioso? —inquirió Will.

—Me imaginé de pronto a la Gran Pirámide vestida de muselina blanca —dijo con voz entrecortada—. El doctor Robert la llama el uniforme místico.

—¡Ingenioso, muy ingenioso! —exclamó Mr. Bahu—. Y, sin embargo —agregó diplomáticamente— no sé por qué los místicos no habrían de usar uniformes, si se les da la gana.

La pequeña enfermera inspiró profundamente, se enjugó las lágrimas de risa y comenzó a hacer sus preparativos para administrar a su paciente la inyección.

—Sé exactamente lo que piensa —dijo a Will—. Está pensando que soy demasiado joven para hacer un buen trabajo.

—Por cierto que pienso que es demasiado joven.

—Ustedes van a la universidad a los dieciocho años y permanecen cuatro en ella. Nosotros comenzamos a los dieciséis y seguimos nuestra educación hasta los veinticuatro; mitad estudio y mitad trabajo. Yo he estado estudiando biología y al mismo tiempo realizando esta labor durante dos años. De modo que no soy tan tonta como parezco. En realidad soy muy buena enfermera.

—Afirmación —intervino Mr. Bahu— que puedo confirmar inequívocamente. Miss Radha no es sólo una buena enfermera; es una enfermera de primerísima fila.

Pero lo que en realidad quería decir, sintió Will mientras estudiaba la expresión de ese rostro de monje que había resistido a demasiadas tentaciones, era que Miss Radha tenía un vientre de primerísima calidad, un ombligo de primera y pechos de primera. Pero la dueña del ombligo, vientre y pechos, era evidente, se había molestado con la admiración de Savonarola, o por lo menos con la forma en que la expresó. Esperanzado, demasiado esperanzado, el desairado embajador volvía a la carga.

Fue encendida la lamparilla de alcohol, y mientras se esterilizaba la aguja, la pequeña enfermera Appu tomó la temperatura de su paciente.

—Treinta y siete y medio.

—¿Significa eso que tengo que irme? —dijo Mr. Bahu.

—Por lo que se refiere a él, no —respondió la muchacha.

—Entonces, por favor, quédese —dijo Will.

La enfermera le aplicó su inyección de antibiótico, y luego, de uno de los frascos de su bolso tomó una cucharada de un líquido verdoso que agitó en medio vaso de agua.

—Beba esto.

Tenía el sabor de uno de esos cocimientos de hierbas que los entusiastas de la comida sana beben en lugar de té.

—¿Qué es? —preguntó Will y recibió la información de que era un extracto de una planta montañesa relacionada con la valeriana.

—Ayuda a la gente a dejar de preocuparse —explicó la pequeña enfermera—, sin darles sueño. Se la damos a los convalecientes. Además resulta útil en los casos de enfermos mentales.

—¿Y qué soy yo? ¿Un enfermo mental o un convaleciente?

—Ambas cosas —respondió ella sin vacilar.

Will lanzó una carcajada.

—Me lo tengo merecido por buscar cumplidos.

—No quise ser grosera —le aseguró ella—. Sólo deseaba decir que no he conocido a nadie de afuera que no fuese un caso mental.

—¿Incluso el embajador?

La joven devolvió la pregunta al interrogador.

—¿Qué le parece a usted?

Will se la pasó a Mr. Bahu.

—Usted es el experto en estas cuestiones —dijo.

—Arréglenlo entre ustedes —dijo la pequeña enfermera—. Yo tengo que ir a ocuparme del almuerzo de mi paciente.

Mr. Bahu la miró irse; luego, enarcando la ceja izquierda, dejó caer el monóculo y comenzó a pulirlo metódicamente con su pañuelo.

—Usted tiene cierta aberración en un sentido —dijo a Will—. Yo tengo otro tipo de aberración. Un esquizoide (¿usted no es eso?) y, del otro extremo del mundo, un paranoide. Ambos, víctimas de la misma plaga del siglo XX. Esta vez no se trata de la Muerte Negra, sino de la Vida Gris. ¿Alguna vez le interesó el poder? —inquirió luego de un momento de silencio.

—Jamás. —Will meneó la cabeza enfáticamente—. No es posible tener poder sin comprometerse.

—¿Y para usted el horror de comprometerse supera el placer de poder empujar a los demás de un lado a otro?

—En varios millares de veces.

—¿De modo que nunca fue una tentación?

—Nunca. —Y luego de una pausa, Will agregó, en otro tono—: Vayamos a nuestros asuntos.

—A nuestros asuntos —repitió Mr. Bahu—. Hábleme de lord Aldehyde.

—Bien, como dijo la rani, es notablemente generoso.

—No me interesan sus virtudes; sólo su inteligencia. ¿Es inteligente?

—Lo bastante para saber que nadie hace nada por nada.

—Bien —dijo Mr. Bahu—. Entonces dígale de mi parte que por un trabajo eficaz de expertos ubicados en puestos estratégicos tiene que estar dispuesto a pagar por lo menos diez veces más de lo que le pagará a usted.

—Le escribiré una carta en ese sentido.

—Y hágalo hoy —aconsejó Mr. Bahu—. El avión sale de Shivapuram mañana por la tarde, y no habrá otra forma de enviar correspondencia hasta dentro de una semana.

—Gracias por decírmelo —dijo Will—. Y ahora, ausentes Su Alteza y el escandalizable jovencito, pasemos a la tentación siguiente. ¿Qué hay del sexo?

Con el gesto de un hombre que trata de librarse de una nube de insectos importunos, Mr. Bahu agitó una mano morena y huesuda ante la cara.

—Apenas una distracción, eso es todo. Una tortura humillante y corrosiva. Pero un hombre inteligente siempre puede hacerle frente.

—¡Cuan difícil es entender los vicios ajenos!

—Tiene razón. Todos deberían apegarse a la insania con que Dios ha considerado conveniente maldecirlos. Pecca fortiter… Ese era el consejo de Lutero. Pero hay que dedicarse a pecar los propios pecados, no los ajenos. Y sobre todo, no hay que hacer lo que hace la gente de esta isla. No trate de comportarse como si fuese esencialmente cuerdo y naturalmente bueno. Todos nosotros somos pecadores enloqueados que viajamos en el mismo bote… y el bote se hunde perpetuamente.

—A pesar de lo cual rata alguna tiene derecho a abandonarlo. ¿Es eso lo que quiere decir?

—A veces algunas de ellas tratan de abandonarlo. Pero jamás llegan muy lejos. La historia y las demás ratas se ocupan de que se ahoguen con todos nosotros. Por eso Pala no tiene ni la menor posibilidad.

La pequeña enfermera volvió a entrar trayendo una bandeja.

—Comida budista —dijo, mientras anudaba una servilleta en torno del cuello de Will—. Toda, menos el pescado Pero hemos decidido que los pescados son hortalizas dentro de la significación del acto.

Will comenzó a comer.

—Aparte de la rani, de Murugan y de nosotros dos —preguntó después de tragar el primer bocado— ¿a cuántas personas de afuera ha conocido?

—Bien, hubo un grupo de médicos norteamericanos —respondió ella—. Vinieron a Shivapuram el año pasado, mientras yo trabajaba en el Hospital Central.

—¿Qué fueron a hacer allí?

—Querían averiguar por qué tenemos una tasa tan reducida de neurosis y enfermedades cardiovasculares. ¡Esos médicos! —Meneó la cabeza—. Le aseguro, Mr. Farnaby, que me pusieron los pelos de punta… se los pusieron de punta a todos los del hospital.

—¿De modo que le parece que nuestra medicina es primitiva?

—Esa no es la palabra adecuada. No es primitiva. Es cincuenta por ciento magnífica y cincuenta por cierto inexistente. Maravillosos antibióticos… pero nada de métodos para aumentar la resistencia a fin de que los antibióticos no sean necesarios. Fantásticas operaciones… pero cuando se trata de enseñar a la gente la forma de pasar por la vida sin tener que ser hendida en dos, absolutamente nada.

Y lo mismo en todo lo demás. Muy buena para remendarlo a uno cuando ha comenzado a desmoronarse, pero pésima para mantenerlo sano. Aparte de los sistemas cloacales y las vitaminas, parece que no se ocuparan para nada de la prevención. Y sin embargo tienen un proverbio: prevenir es mejor que curar.

—Pero la cura —replicó Will— es mucho más dramática que la prevención. Y para los médicos es mucho más ventajosa.

—Quizá para los médicos de ustedes —afirmó la pequeña enfermera—. No para los nuestros. A los nuestros se les paga por mantener sana a la gente.

—¿Cómo lo hacen?

—Hemos venido formulando esa pregunta durante cien años, y encontrado una cantidad de respuestas. Respuestas químicas, respuestas psicológicas, respuestas en términos de lo que uno come, de la forma en que hace el amor, de lo que ve y oye, de lo que siente acerca de lo que es en este mundo.

—¿Y cuáles son las mejores respuestas?

—Ninguna de ellas es la mejor sin las otras.

—De modo que no existe una panacea.

—¿Cómo podría existir? —Y citó la cuarteta que toda estudiante enfermera tiene que aprender de memoria el día en que comienza su educación.

«Yo» soy la multitud; obedezco tantas leyes

como ésta tiene miembros. Químicamente impuros

son todos «mis» seres. No existe una sola cura

para lo que no puede tener una sola causa.

—De modo que, se trate de prevención o curación, atacamos desde todos los frentes al mismo tiempo. Desde todos los frentes —insistió—; desde la dieta a la autosugestión, de los iones negativos a la meditación.

—Muy sensato —fue el comentario de Will.

—Quizás un tanto demasiado sensato —dijo Mr. Bahu—. ¿Trató alguna vez de hablar en términos sensatos con un maniático? —Will sacudió la cabeza—. Yo sí. —Se apartó el mechón entrecano que le caía oblicuamente sobre la frente. Debajo de la línea de nacimiento del cabello se destacaba una cicatriz dentada, extrañamente pálida sobre la piel morena—. Por fortuna para mí, la botella con que me golpeó era bastante frágil. —Alisándose el revuelto cabello, se volvió hacia la pequeña enfermera—. No lo olvide nunca, Miss Radha: para los insensatos nada es más enloquecedor que la sensatez. Pala es una islita rodeada de dos mil novecientos millones de enfermos mentales. De modo que tenga cuidado y no sea demasiado racional. En el país de los insanos el hombre integrado no es rey. —El rostro de Mr. Bahu resplandecía literalmente de alborozo volteriano—. Lo linchan.

Will lanzó una carcajada superficial y se volvió otra vez hacia la pequeña enfermera.

—¿No tienen candidato alguno para la casa de orates? —inquirió.

—Tantos como ustedes… quiero decir, en proporción a la población. Por lo menos así dicen los manuales.

—¿De modo que el hecho de vivir en un mundo sensato no representa diferencia alguna?

—No para las personas que poseen el tipo de química corporal que las convierte en psicóticas. Nacen vulnerables. Las derriban pequeñas dolencias que otras personas apenas advierten. Estamos comenzando a descubrir qué es lo que las hace tan vulnerables. Empezamos a descubrirlas antes del colapso. Y una vez descubiertas, podemos hacer algo para elevar su resistencia. Una vez más, prevención… y, por supuesto, en todos los frentes al mismo tiempo.

—De modo que el nacimiento en un mundo sensato puede significar una diferencia incluso para los psicóticos predestinados.

—Y para los neuróticos ya la ha significado. La tasa de neurosis de ustedes es de uno sobre cinco, o aun cuatro.

La nuestra es de uno sobre veinte. El que se derrumba recibe tratamiento en todos los frentes, y los diecinueve que no se desmoronan han recibido prevención en todos los frentes. Y con esto volvemos a los médicos norteamericanos. Tres de ellos eran psiquiatras, y uno de los psiquiatras fumaba cigarros sin parar y tenía acento alemán. Fue el que, había sido elegido para ofrecernos una disertación. ¡Qué disertación! —La pequeña enfermera se llevó las manos a la cabeza—. Jamás he oído nada semejante.

—¿De qué trataba?

—De la forma en que curan a las personas con síntomas neuróticos. No podíamos dar crédito a nuestros oídos. Nunca atacan en todos los frentes; sólo lo hacen más o menos en medio frente. Por lo que a ellos respecta, los frentes físicos no existen. Aparte de la boca y el ano, el paciente no tiene cuerpo. No es un organismo, no nació con cierta constitución física o cierto temperamento. Sólo tiene dos extremos de un tubo digestivo, una familia y una psique. ¿Pero qué tipo de psique? Evidentemente, no todo el espíritu, no lo que el espíritu es en realidad. ¿Cómo podría ser de otro modo, si no tienen en cuenta la anatomía, la bioquímica o la fisiología de la persona? El espíritu abstraído del cuerdo: ese es el único frente en que atacan. Y ni siquiera en todo él. El hombre del cigarro no hacía más que hablar del inconsciente. Pero el único inconsciente al que le dedican atención es el inconsciente negativo, la basura de que la gente ha tratado de librarse enterrándola en el sótano. Ni una palabra sobre el inconsciente positivo. Ni una tentativa de ayudar al paciente a abrirse a la fuerza vital o a la Naturaleza de Buda. Y ni una tentativa de enseñarle a ser un poco más consciente en su vida cotidiana. Ya saben: «Aquí y ahora», muchachos. Atención. —Ofreció una imitación de los mynah—. Esta gente deja que el desdichado neurótico chapalee en sus antiguos hábitos nocivos de no estar nunca aquí y ahora. ¡Todo eso es una pura idiotez! No, el hombre del cigarro no tenía siquiera esa excusa; era tan inteligente como es posible serlo. Debe de ser algo voluntario, algo provocado por uno mismo… como emborracharse u obligarse a creer alguna tontería sólo porque figura en las Escrituras. Y luego vea la idea que tienen de lo normal. Créalo o no, un ser humano normal es el que puede tener orgasmos y está adaptado a su sociedad. —La pequeña enfermera se llevó una vez más las manos a la cabeza—. ¡Es increíble! Nada de preocupaciones por lo que hace uno con sus orgasmos. Nada en cuanto a la calidad de los sentimientos, pensamientos y percepciones de uno. ¿Y qué acerca de la sociedad hacia la cual uno está supuestamente adaptado? ¿Es una sociedad demente o cuerda? Y aunque sea lo bastante cuerda, ¿es correcto que todos estén completamente adaptados a ella?

Con otra de sus chisporroteantes sonrisas, el embajador dijo:

—Aquellos a quienes Dios quiere destruir, primero los enloquece. O a la inversa, y quizás en forma más eficaz, primero los vuelve cuerdos. —Mr. Bahu se puso de pie y se dirigió hacia la ventana—. Mi coche ha venido a buscarme. Tengo que volver a Shivapuram, y a mi escritorio. —Se volvió hacia Will y le dedicó una prolongada y florida despedida. Luego, olvidándose de ser el embajador, dijo—: No se olvide de escribir esa carta. Es muy importante. —Sonrió conspirativamente y, pasando el pulgar varias veces por los dos primeros dedos de la mano derecha, contó un dinero invisible.

—Gracias al cielo —dijo la pequeña enfermera cuando el hombre se hubo ido.

—¿Qué ofensa cometió? —preguntó Will—. ¿La de siempre?

—Ofrecer dinero a alguien con quien uno quiere acostarse… cuando ese alguien, ella, no lo quiere a uno. Y entonces éste ofrece más. ¿Es habitual eso en el lugar de donde él proviene?

—Profundamente habitual —le aseguró Will.

—Bueno, a mí no me gustó.

—Ya me di cuenta. Y otra pregunta. ¿Qué me dice de Murugan?

—¿Por qué lo pregunta?

—Por curiosidad. Advertí que ustedes se conocían de antes. ¿Fue cuando él estuvo aquí hace dos años, sin la madre?

—¿De dónde sabía eso?

—Me lo dijo un pajarito… o más bien un pájaro enorme y macizo.

—¡La rani! Debe de haberlo contado como algo salido de Sodoma y Gomorra.

—Pero por desgracia me escatimó los detalles espeluznantes. Obscuras insinuaciones… eso fue todo lo que recibí de ella. Insinuaciones, por ejemplo, sobre Mesalinas veteranas que dan lecciones de amor a jóvenes inocentes.

—¡Y cómo necesitaba él esas lecciones!

—Insinuaciones, además, sobre una muchacha precoz y promiscua de la edad de él.

La enfermera Appu estalló en una carcajada.

—¿La conoce usted?

—La muchacha precoz y promiscua fui yo.

—¿Usted? ¿Lo sabe la rani?

—Murugan sólo le hizo conocer los hechos, no los nombres. Por lo cual le estoy muy agradecida. ¿Sabe?, yo me porté muy mal. Perdí la cabeza por alguien a quien en realidad no quería y herí a alguien a quien sí quería. ¿Por qué será una tan estúpida?

—El corazón tiene sus razones —afirmó Will— y las endocrinas las suyas.

Se produjo un largo silencio. Will terminó de comer su pescado y hortalizas hervidos, fríos. La enfermera Appu le alcanzó un plato de ensalada de frutas.

—Usted jamás vio a Murugan en pijama de raso blanco —dijo ella.

—¿Me he perdido algo interesante?

—No tiene idea de lo hermoso que es con esa vestimenta. Nadie tiene derecho a ser tan hermoso. Es indecente. Es una ventaja injusta.

La visión del joven ataviado con ese pijama de raso blanco, comprado en Sulka, fue lo que a la postre le había hecho perder la cabeza. Y la perdió tan por completo, que durante dos meses fue otra persona… una idiota que perseguía a una persona que no la soportaba, una idiota que dio la espalda a la persona que siempre la había amado, la persona a quien ella había amado siempre.

—¿Llegó usted a algo con el joven del pijama? —averiguó Will.

—Sólo hasta una cama —respondió ella—. Pero cuando comencé a besarlo, salió de un brinco de entre las sábanas y se encerró en el cuarto de baño. No quiso salir hasta que le entregué el pijama por el montante y le di mi palabra de honor de que no lo molestaría. Ahora puedo reírme de eso; pero en ese momento, le aseguro, en ese momento… —Meneó la cabeza—. Una pura tragedia. Deben de haber adivinado lo que ocurrió, por la forma en que me comportaba. Resultaba evidente que las muchachas precoces y promiscuas no eran convenientes. Él necesitaba lecciones regulares.

—Y el resto del relato lo conozco —interrumpió Will—. El joven escribe a la mamá, la mamá vuelve volando a casa y se lo lleva a Suiza.

—Y no regresaron hasta unos seis meses después. Y durante casi la mitad de ese tiempo se quedaron en Rendang, en la casa de la tía de Murugan.

Will estaba a punto de mencionar al coronel Dipa, pero recordó que había prometido a Murugan ser discreto, y no dijo nada.

Desde el jardín llegó el sonido de un silbido.

—Perdóneme —dijo la pequeña enfermera, y se acercó a la ventana. Sonriente, feliz, ante lo que veía, agitó la mano—. Es Ranga.

—¿Quién es Ranga?

—Ese amigo de quien le hablé. Quiere hacerle unas preguntas. ¿Puede entrar un minuto? —Por supuesto.

La joven regresó a la ventana e hizo un ademán de llamado.

—Supongo que esto significa que el pijama blanco ha desaparecido por completo de la escena. Ella asintió.

—Fue sólo una tragedia en un acto. Recuperé la cabeza tan rápidamente como la perdí. Y cuando la recuperé, ahí estaba Ranga, el mismo de siempre, esperándome. —Se abrió la puerta y entró en la habitación un joven alto y delgado, de pantaloncitos color caqui y zapatos de gimnasia.

—Ranga Karakuran —anunció mientras estrechaba la mano de Will.

—Si hubieses venido cinco minutos antes —dijo Radha—, habrías tenido el placer de encontrarte con Mr. Bahu.

—¿Él estuvo aquí? —Ranga hizo una mueca de disgusto.

—¿Tan malo es? —inquirió Will.

Ranga hizo una lista de las acusaciones:

—A: nos odia. B: es el chacal domesticado del coronel Dipa. C: es el embajador extraoficial de todas las compañías petroleras. D: el viejo cerdo le ha hecho proposiciones a Radha, y E: pronuncia por todas partes disertaciones sobre la necesidad de un reavivamiento religioso. Incluso ha publicado un libro al respecto. Completo, con un prefacio de alguien de la Escuela de Teología de Harvard. Todo forma parte de una campaña contra la independencia palanesa. Dios es la coartada de Dipa. ¿Por qué los criminales no pueden ser francos en cuanto a sus intenciones? Toda esta repugnante bazofia idealista… Lo hace vomitar a uno. Radha extendió la mano y le tironeó tres veces de la oreja.

—Pequeño… —comenzó a decir, furiosa; luego se interrumpió y rió.

—Tienes razón —dijo él—. Pero los tirones no tenían por qué ser tan fuertes.

—¿Eso es lo que hace usted siempre cuando él se encoleriza? —le preguntó Will a Radha.

—Cuando se encoleriza en el momento inoportuno, o por cosas que no puede remediar.

Will se volvió hacia el joven.

—¿Y usted le tironea alguna vez la oreja a ella?

Ranga rió.

—Me resulta más satisfactorio darle una palmada en el trasero. Por desgracia, pocas veces hace falta.

—¿Quiere decir que es más equilibrada que usted?

—¿Más equilibrada? Confieso que es anormalmente cuerda.

—¿En tanto que usted es nada más que normal?

—Quizás un tanto desviado hacia la izquierda del centro. —Meneó la cabeza—. A veces me siento horriblemente deprimido… me parece que soy un inútil para todo.

—Cuando en realidad —dijo Radha— es tan útil, que le han concedido una beca para estudiar bioquímica en la Universidad de Manchester.

—¿Qué hace usted cuando emplea estas tretas del pecador desdichado y desesperado? ¿Le tira de la oreja?

—Eso —repuso ella— y… bueno, otras cosas. —Miró a Ranga, y éste a ella. Estallaron los dos en una carcajada.

—Entiendo —dijo Will—. Entiendo. Y siendo esas otras cosas lo que son —continuó—, ¿está Ranga ansioso por abandonar Pala durante un par de años?

—No mucho —admitió Ranga.

—Pero tiene que irse —dijo Radha con firmeza.

—Y cuando llegue allí —preguntó Will—, ¿será feliz?

—Eso es lo que quería preguntarle —dijo Ranga.

—Bueno, no le gustará el clima, ni la comida, ni los ruidos, ni los olores, ni la arquitectura. Pero es casi seguro que le gustará el trabajo, y es probable que descubra mucha gente que le gustará.

—¿Y qué hay de las muchachas? —inquinó Radha.

—¿Cómo quiere que le conteste esa pregunta? —preguntó Will a su vez—. ¿De modo consolador, o en forma veraz?

—En forma veraz.

—Y bien, querida, la verdad es que Ranga tendrá un enorme éxito. Decenas de muchachas lo encontrarán irresistible. Y algunas de ellas serán encantadoras. ¿Qué sentirá usted si él no consigue resistir?

—Me alegraré por él.

Will se volvió hacia Ranga.

—¿Y usted se alegrará si mientras está ausente ella se consuela con otro joven?

—Me gustaría alegrarme —replicó él—. Pero que en realidad me alegre o no… esa es otra cosa.

—¿La obligará a que le prometa serle fiel?

—No la obligaré a que me prometa nada.

—¿Aunque sea su muchacha?

—Es la muchacha de sí misma.

—Y Ranga se pertenece a sí —dijo la pequeña enfermera—. Está en libertad de hacer lo que le guste.

Will pensó en la alcoba color fresa de Babs y lanzó una carcajada feroz.

—Y libre, por sobre todo —dijo—, de hacer lo que no le guste. —Contempló ambos rostros juveniles y vio que se lo observaba con cierto asombro. Y agregó, en otro tono y con un tipo distinto de sonrisa—: Pero me había olvidado. Uno de ustedes es anormalmente cuerdo y el otro está apenas un poco desviado de la izquierda hacia el centro. Y entonces, ¿cómo es posible esperar que entiendan de qué está hablando este caso mental del exterior? —Y sin dejarles tiempo a contestar su pregunta, inquirió—: Díganme, ¿cuánto tiempo hace…? —Se interrumpió—. Pero quizá soy indiscreto. En ese caso, díganme que me meta en mis cosas. Pero me gustaría saber, por motivos de interés antropológico, cuánto hace que son amigos.

—¿Quiere decir «amigos»? —inquirió la pequeña enfermera—. ¿O quiere decir «amantes»?

—¿Por qué no ambas cosas, ya que estamos en eso?

—Bien, Ranga y yo hemos sido amigos desde pequeños. Y hemos sido amantes, si no se cuenta ese desdichado episodio del pijama blanco, desde que yo tenía quince años y medio y él diecisiete… unos dos años y medio.

—¿Y nadie se opuso?

—¿Por qué habrían de oponerse?

—Es cierto, ¿por qué? —repitió Will—. Pero sigue en pie el hecho de que en mi parte del mundo casi todos se habrían opuesto.

—¿Y los otros muchachos? —preguntó Ranga.

—En teoría son más libres que las jóvenes. En la práctica… Bueno, imagínese lo que sucede cuando quinientos o seiscientos adolescentes masculinos están encerrados en un pensionado. ¿Aquí ocurren alguna vez cosas por el estilo?

—Es claro.

—Me sorprende.

—¿Le sorprende? ¿Por qué?

—Porque aquí las muchachas son libres.

—Pero un tipo de amor no excluye el otro.

—¿Y ambos son legítimos?

—Por supuesto.

—¿De modo que a nadie le habría molestado que Murugan se interesara por otro joven de pijama?

—No, si hubiese sido una buena relación.

—Pero por desgracia —intervino Radha—, la rani había hecho un trabajo tan completo, que él no podía sentir interés en nadie que no fuese ella… y, naturalmente, en nadie que no fuese él mismo.

—¿No hubo muchachos?

—Puede que los haya ahora. No lo sé. Lo único que sé es que en mi época, no había nadie en su universo. Sólo Mama y masturbación y los Maestros Trascendentes Sólo discos de jazz y automóviles de deporte e ideas hitlerianas sobre llegar a ser un Gran Dirigente y convertir a Pala en lo que él llama un Estado Moderno.

—Hace tres semanas —dijo Ranga— él y la rani estuvieron en el palacio, en Shivapuram. Invitaron a un grupo nuestro, de la universidad, a ir y escuchar las ideas de Murugan… sobre el petróleo, la industrialización, la televisión, el armamento, la Cruzada del Espíritu.

—¿Y logró algún converso?

Ranga meneó la cabeza.

—¿Por qué nadie habría de querer cambiar algo rico, bueno y constantemente interesante por algo malo, frágil y aburrido? No tenemos necesidad alguna de las lanchas de carrera o la televisión de ustedes. Menos aun necesitamos sus guerras y revoluciones, sus reavivamientos religiosos, sus lemas políticos, sus tonterías metafísicas de Roma y Moscú. ¿Alguna vez oyó hablar del maithuna? —inquirió.

—¿Maithuna? ¿Qué es eso?

—Comencemos con los antecedentes históricos —respondió Ranga, y con la atrayente pedantería de un estudiante todavía no graduado que disertara acerca de temas que ha conocido hace muy poco, se lanzó hacia adelante—. El budismo llegó a Pala hace unos mil doscientos años, y llegó, no de Ceilán, que es lo que habría sido de esperar, sino de Bengala, y a través de Bengala, más tarde, desde el Tibet. Resultado: somos mahayanistas, y nuestro budismo está absolutamente impregnado de Tantra. ¿Sabe qué es el Tantra?

Will tuvo que admitir que sólo tenía una vaga noción al respecto.

—Y para decirle la verdad —dijo Ranga con una carcajada que atravesó, irreprimible, la costra de su pedantería—, en realidad yo no sé mucho más que usted. El Tantra es un tema enorme, y creo que la mayor parte de él es nada más que tontería y superstición… no vale la pena de molestarse. Pero tiene un duro núcleo central de sensatez. Si uno es tantrista, no renuncia al mundo ni niega su valor; no trata de huir a un Nirvana alejado de la vida, como lo hacen los monjes de la escuela del sur. No, acepta el mundo y lo usa; usa todo lo que hace, todo lo qué le sucede, todas las cosas que ve y oye y gusta y toca, como otros tantos medios pata su liberación de la cárcel del yo.

—Bien dicho —dijo Will en tono de cortés escepticismo.

—Y otra cosa más —insistió Ranga—. Esa es la diferencia —agregó, y la juvenil pedantería moduló la ansiedad del juvenil proselitismo—, esa es la diferencia entre la filosofía de ustedes y la nuestra. Los filósofos occidentales, incluso los mejores… no son nada más que buenos conversadores. Los filósofos orientales son a menudo malos conversadores, pero eso no tiene importancia. No se trata de hablar. La filosofía de ellos es pragmática y operativa. Como la filosofía de la física moderna… aparte de que las operaciones en cuestión son psicológicas y los resultados trascendentales. Los metafísicos de ustedes hacen afirmaciones sobre la naturaleza del hombre y el universo, pero no ofrecen al lector manera alguna de comprobar la veracidad de dichas afirmaciones. Cuando nosotros hacemos afirmaciones, les agregamos una lista de operaciones que pueden usarse para poner a prueba la validez de lo que hemos dicho. Por ejemplo, Tat tvam asi, «eres Eso»… el corazón de toda nuestra filosofía. Tat tvam asi —repitió—. Parece una proposición de metafísica; pero en realidad se refiere a una experiencia psicológica, y las operaciones por medio de las cuales es posible vivir la experiencia son descritas por nuestros filósofos, de modo que cualquiera que esté dispuesto a ejecutar las operaciones necesarias puede verificar por sí mismo la validez de Tat tvam así. Las operaciones se denominan yoga, o dhyana, o Zen… o, en circunstancias especiales, maithuna. —Cosa que nos lleva a mi pregunta primitiva. ¿Qué es el maithuna?

—Quizá será mejor que se lo pregunte a Radha.

—¿Qué es? —preguntó Will volviéndose hacia la joven.

—El maithuna —respondió ella con gravedad— es el yoga del amor.

—¿Sagrado o profano?

—No hay diferencia alguna.

—Ese es el asunto —intervino Ranga—. Cuando se hace el maithuna, el amor profano es amor sagrado.

Buddhatvan yoshidyonisansritan —citó la joven.

—¡Nada de sánscrito! ¿Qué quiere decir eso?

—¿Cómo traducirías Buddhatvan, Ranga?

—Budanidad, budaneitad, esclarecimiento.

Radha asintió y se volvió a Will.

—Quiere decir que Buda está en el yoni.

—¿En el yoni? —Will recordó los pequeños emblemas de piedra del Eterno femenino que había comprado, como regalos para las muchachas de la oficina, a un giboso vendedor de bondieuseries en Benarés. Ocho annas por un yoni negro, doce por la imagen, más sagrada aun, del yoni-lingam.

—¿Literalmente en el yoni? —preguntó—. ¿O metafóricamente?

—¡Qué pregunta tan ridícula! —exclamó la pequeña enfermera, y lanzó su clara y natural carcajada de diversión pura—. ¿Acaso cree que hacemos el amor metafóricamente? Buddhatvan yosbidyonianaritan —repitió—. No podría ser más absoluta y totalmente literal.

—¿Oyó hablar alguna vez de la comunidad oneida? —preguntó Ranga.

Will asintió. Había conocido a un historiador norteamericano que se especializaba en comunidades del siglo XIX.

—¿Pero cómo sabe usted de eso? —inquirió.

—Porque se lo menciona en todos nuestros textos de filosofía aplicada. En lo fundamental, el maithuna es lo que el pueblo oneida llamaba Continencia Masculina. Y lo mismo que los católicos romanos designan con el nombre de coitus reservatus.

Reservatus —repitió la pequeña enfermera—. Siempre me dan ganas de reír. «¡Un joven tan reservado!». —Reaparecieron los hoyuelos y hubo un relámpago de dientes blancos.

—No seas tonta —dijo Ranga con severidad—. Esto es serio.

Ella expresó su contrición. Pero «reservatus» era en realidad demasiado gracioso.

—En una palabra —concluyó Will—, se trata nada más que del control de la natalidad sin el uso de anticonceptivos.

—Pero eso es sólo el comienzo del asunto —dijo Ranga—. El maithuna es también algo más. Algo más importante aun. —El pedante universitario había vuelto por sus cabales—. Recuerde —continuó con seriedad—, recuerde el punto sobre el que siempre insistía Freud.

—¿Qué punto? Había tantos…

—El punto sobre la sexualidad de los niños. Aquello con lo que nacemos, lo que experimentamos durante la infancia y la niñez, es una sexualidad que no se concentra en los genitales; es una sexualidad difundida por todo el organismo. Ese es el paraíso que heredamos. Pero el paraíso se pierde cuando el niño crece. El maithuna es el intento organizado de reconquistar ese paraíso. —Se dirigió a Radha—. Tú tienes buena memoria —dijo—. ¿Cómo es esa frase de Spinoza que citan en el libro de filosofía aplicada?

—«Haz que el cuerpo sea capaz de hacer muchas cosas —recitó ella—. Eso te ayudará a perfeccionar la mente y así llegar al amor intelectual de Dios».

—De ahí todos los yoga —dijo Ranga—. Incluso el maithuna.

—Y es un verdadero yoga —insistió la joven—. Tan bueno como el raja yoga, el karma yoga o el bhakti yoga. En realidad, mucho mejor, por lo que se refiere a la mayoría de la gente. El maithuna los lleva realmente allí.

—¿Dónde es «allí»? —inquirió Will.

—«Allí» es donde uno sabe.

—¿Donde sabe qué?

—Sabe quién es en realidad… y créalo o no —agregó—. Tai tvarn asi… eres Eso, y yo también; Eso es yo. —Los hoyuelos cobraron vida, los dientes relampaguearon—. Y Eso también es él. —Señaló a Ranga—. Increíble, ¿verdad? —Le sacó la lengua—. Y sin embargo es un hecho.

Ranga sonrió y le tocó la punta de la nariz con el índice.

—Y no sólo un hecho —dijo—. Una verdad revelada. —Dio un golpecito a la nariz—. De modo que ten cuidado con lo que dices, jovencita.

—Lo que yo me pregunto —dijo Will— es por qué no estamos todos esclarecidos… Quiero decir, si se trata de un problema de hacer el amor con una técnica de un tipo más bien especial. ¿Cuál es la respuesta a eso?

—Yo se lo diré —comenzó Ranga.

Pero la joven lo interrumpió.

—¡Escuchen! —exclamó—. ¡Escuchen!

Will escuchó. Débil y lejana, pero aun así clara, oyó la extraña voz inhumana que le había dado la bienvenida a Pala. «Atención —decía—. Atención. Atención…».

—¡Otra vez ese maldito pájaro!

—Pero ese es el secreto.

—¿Atención? Pero hace un momento decían que era otra cosa. ¿Qué pasa con el joven que es tan reservado?

—Eso es para que resulte más fácil prestar atención.

—Y lo hace más fácil —confirmó Ranga—. Y ese es todo el meollo del maithuna. No es la técnica especial lo que convierte el hacer el amor en yoga; es el tipo de conciencia que la técnica permite. Conciencia de las propias sensaciones y conciencia de la no-sensación que hay en cada sensación.

—¿Qué es una no-sensación?

—Es la materia prima de la sensación, que me proporciona mi no-yo.

—¿Y se puede prestar atención al no-yo?

—Por supuesto.

Will se dirigió a la pequeña enfermera.

—¿Usted también puede?

—A mi yo —respondió ella—, y al mismo tiempo a mi no-yo. Y al no-yo de Ranga, y al yo de Ranga, y al cuerpo de Ranga, y a mi cuerpo, y a todo lo que éste siente. Y a todo el amor y la amistad. Y al misterio de la otra persona… al perfecto desconocido, que es la otra mitad del propio yo y que es lo mismo que el propio no-yo. Y mientras tanto se presta atención a todas las cosas que, si una fuese sentimental o algo peor, si fuese espiritual como la pobre vieja rani, le resultarían tan poco románticas y groseras, y aun sórdidas. Pero no sórdidas, porque una también presta atención al hecho de que, cuando tiene plena conciencia de ellas, esas cosas son tan hermosas como las demás, igualmente maravillosas.

—El maithuna es la dhyana —concluyó Ranga. Era evidente que le parecía que una nueva palabra lo explicaría todo.

—¿Pero qué es la dhyana? —preguntó Will.

Dhyana es la contemplación.

—La contemplación.

Will pensó en la alcoba rosada situada sobre la carretera de Charing Cross. Contemplación no era en modo alguno la palabra que habría elegido. Y sin embargo, aun allí, pensándolo bien, aun allí había encontrado una especie de liberación. Esas alienaciones en la cambiante luz de Porter’s Gin eran alienaciones del odioso yo diurno. Eran también, por desgracia, alienaciones de todo el resto de su ser… alienaciones del amor, de la inteligencia, de la decencia pura y simple, de toda conciencia que no fuese la de ese atormentador frenesí bajo la luz cadavérica o en el rosado resplandor de la ilusión más barata y vulgar. Volvió a contemplar el rostro radiante de Radha. ¡Cuánta dicha! ¡Qué convicción manifiesta, no del pecado de que Mr. Bahu estaba tan decidido a librar al mundo, sino de lo contrario, de su sereno y bienaventurado contrario! Era profundamente conmovedor. Pero él se negó a conmoverse. Noli me tangere… era un imperativo categórico. Desplazando el foco de los pensamientos, pudo ver que todo aquello era tranquilizadoramente ridículo. ¿Qué haremos para ser salvados? La respuesta tiene cinco letras.

Sonriéndose del chiste, preguntó, irónico:

—¿Les enseñaron el maithuna en la escuela?

—En la escuela —contestó Radha con una sencillez que dejó sin viento las velas rabelesianas de Will.

—Todos lo aprenden —agregó Ranga.

—¿Y cuándo comienza el aprendizaje?

—Más o menos al mismo tiempo que la trigonometría y la biología avanzada. Es decir, entre los quince y quince años y medio de edad.

—Y después de que han aprendido el maithuna, y después de que se han lanzado al mundo y se han casado… si es que se casan…

—Oh, sí, nos casamos —le aseguró Radha.

—¿Siguen practicándolo?

—No todos, por supuesto. Pero sí muchos.

—¿Siempre?

—Salvo cuando quieren tener un hijo.

—Y los que no quieren tener hijos, pero que podrían querer conocer un cambio respecto del maithuna… ¿qué hacen ellos?

—Anticonceptivos —repuso Ranga con laconismo.

—¿Y se pueden conseguir anticonceptivos?

—¡Conseguir! Los distribuye el gobierno. Gratuitos… sólo que, es claro, tienen que ser pagados con los impuestos.

—El cartero —agregó Radha— entrega una provisión para treinta noches al principio de cada mes.

—¿Y los niños no llegan?

—Sólo los que queremos que lleguen. Nadie tiene más de tres, y la mayoría se interrumpe cuando ha tenido dos.

—Con el resultado —dijo Ranga, volviendo, con las estadísticas, a su pedantería— de que nuestra población aumenta más o menos en un tercio de uno por ciento anual. En tanto que el crecimiento de Rendang es tan alto como el de Ceilán… casi el tres por ciento. Y el de China es del dos por tiento y el de la India uno coma siete.

—Estuve en China hace menos de un mes —dijo Will—. ¡Tremendo! Y el año anterior pasé cuatro semanas en la India. Y antes de la India en América Central, que está superando incluso a Rendang y Ceilán. ¿Han estado alguna vez en Rendang-Lobo?

Ranga asintió con la cabeza.

—Tres días en Rendang —explicó—. Cuando se llega al sexto superior, la visita forma parte del curso avanzado de sociología. Le permiten que uno vea por sí mismo cómo es el Exterior.

—¿Y qué le pareció el Exterior? —inquirió Will.

Rana respondió con otra pregunta.

—Cuando estuvo en Rendang-Lobo, ¿le enseñaron los barrios bajos?

—Por el contrario, hicieron todo lo posible para impedirme Que los conociera. Pero yo les di el esquinazo.

Les dio el esquinazo, recordó vívidamente, cuando volvía al hotel, de regreso del espantoso cocktail party realizado en el ministerio de Relaciones Exteriores de Rendang. Habían concurrido todos los que tenían alguna importancia. Todos los dignatarios locales y sus esposas… uniformes y medallas, Dior y esmeraldas. Todos los extranjeros importantes… diplomáticos a carradas, petroleros británicos y norteamericanos, seis miembros de la misión comercial japonesa, una farmacóloga de Leningrado, dos ingenieros polacos, un turista alemán que resultaba ser primo de Krupp von Bohlen, un enigmático armenio que representaba a un importantísimo consorcio financiero de Tánger, y, resplandecientes de triunfo, los catorce técnicos checos que habían llegado con el último embarque de tanques, cañones y ametralladoras de Skoda.

—Y estos —se había dicho mientras bajaba los escalones de mármol del ministerio hacia la plaza de la Libertad—, estos son los que gobiernan el mundo. Dos mil novecientos millones a merced de unas veintenas de políticos, unos millares de magnates y generales y prestamistas. Sois el cianuro de la tierra… y el cianuro jamás, nunca jamás, perderá su sabor.

Después del brillo de la fiesta, después de las risas y los suculentos aromas de canapés y mujeres perfumadas con Chanel, las callejuelas traseras del flamante palacio de Justicia le parecieron doblemente obscuras y ruidosas, los pobres desdichados que acampaban bajo las palmeras de la avenida Independencia más totalmente abandonados por Dios y el hombre que los sin hogar, que los desesperados millares que había visto durmiendo como cadáveres en las calles de Calcuta. Y pensó en el chiquillo, en el minúsculo esqueleto ventrudo a quien había recogido, magullado y sacudido por la caída desde los hombros de una niña, apenas mayor que él, que lo trasportaba… Lo había recogido y, bajo la dirección de la niña, llevado al sótano sin ventanas que era el hogar para nueve de ellos (había contado las negras cabezas gusanientas).

—Mantener, a los niños con vida —dijo—, curar a los enfermos, impedir que las aguas cloacales contaminen el agua potable… Se empieza haciendo cosas evidente e intrínsecamente buenas. ¿Y cómo se termina? Se termina aumentando la carga de la desdicha humana y poniendo en peligro la civilización. Es el tipo de broma pesada cósmica que a Dios parece gustarle de veras.

Dedicó a los jóvenes una de sus sonrisas azotadas, feroces.

—Dios no tiene nada que ver con eso —replicó Ranga—, y la broma no es cósmica, sino estrictamente fabricada por el hombre. Esas cosas no son como la ley de gravedad o la segunda ley de la termodinámica; no tienen que ocurrir. Suceden sólo cuando la gente es lo bastante estúpida para permitir que sucedan. Aquí en Pala no hemos permitido que ocurran, de modo que no hemos sufrido la broma. Hemos tenido muy buena sanidad durante la mayor parte de un siglo… y sin embargo no estamos apiñados, no somos miserables, no sufrimos una dictadura. Y la razón es muy sencilla: hemos elegido comportarnos en forma sensata y realista.

—¿Cómo pudieron elegir? —preguntó Will.

—Las personas adecuadas fueron inteligentes en el momento oportuno —respondió Ranga—. Pero es preciso admitirlo… también tuvieron suerte. En rigor, Pala ha tenido una buena suerte extraordinaria. Tuvo la fortuna, en primer lugar, de no ser colonia de nadie. Rendang posee un magnífico puerto. Eso les granjeó una inversión árabe en la Edad Media. Nosotros no tenemos puerto, por lo cual los árabes nos dejaron en paz, y seguimos siendo budistas o partidarios de Siva… es decir, cuando no somos agnósticos tantristas.

—¿Usted es eso? —inquirió Will—. ¿Un agnóstico tantrista?

—Con adornos del Mahayana —aclaró Ranga—. Bien, volviendo a Rendang. Después de los árabes recibió a los portugueses. Nosotros, no. No tenemos puerto, no tuvimos portugueses. Por lo tanto, no tenemos minoría católica, ni tonterías blasfemas sobre que la voluntad de Dios es que la gente debe multiplicarse hasta llegar a la miseria subhumana, ni resistencia organizada contra el control de la natalidad. Y esa no es nuestra única bendición: después de ciento veinte años de los portugueses, Ceilán y Rendang tuvieron la visita de los holandeses. Y después de los holandeses vinieron los ingleses. Nosotros escapamos de ambas infecciones. Nada de holandeses, nada de ingleses, y por lo tanto nada de plantadores, de mano de obra de coolies, de cosechas de exportación, de agotamiento sistemático de nuestro suelo. Y, además, nada de whisky, calvinismo, sífilis, administradores extranjeros. Se nos permitió seguir nuestro propio camino y cargar con la responsabilidad de nuestros asuntos.

—Por cierto que tuvieron suerte.

—Y además de esa asombrosa buena suerte —continuó Ranga— hubo la asombrosa buena administración de Murugan el Reformador y de Andrew MacPhail. ¿Le habló el doctor Robert sobre su bisabuelo?

—Unas pocas palabras.

—¿Le contó lo de la fundación de la Estación Experimental?

Will negó con la cabeza.

—La Estación Experimental —dijo Ranga— tuvo mucho que ver con nuestra política de población. Todo eso comenzó con el hambre. Antes de llegar a Pala, el doctor Andrew había pasado unos años en Madras. El segundo año que estuvo allí, el monzón no llegó. Las cosechas se agostaron, se secaron los tanques y aun los pozos. Salvo para los ingleses y los ricos, no hubo alimentos. La gente moría como moscas. En las memorias del doctor Andrew hay un famoso pasaje sobre el hambre. Una descripción y luego un comentario. Tuvo que escuchar una cantidad de sermones cuando era niño, y había uno que recordaba en especial mientras trabajaba entre los indios muertos de hambre. «El hombre no puede vivir sólo de pan»; ese era el texto, y el predicador se había mostrado tan elocuente, que muchas personas se convirtieron. «El hombre no puede vivir sólo de pan». Pero sin pan, se dio cuenta entonces, no hay mente, ni espíritu, ni luz interior, ni Padre Celestial. Sólo hay hambre; sólo hay desesperación, y luego apatía y finalmente muerte.

—Otra de esas bromas cósmicas —redijo Will—. Y esa fue formulada por el propio Jesús. «A los que tienen les será dado, y a los que no tienen les será arrebatado incluso lo que tienen»… la pura posibilidad de ser humanos. Es la más cruel de las bromas de Dios, y además la más común. He visto cómo se la hacían a millones de hombres y mujeres, millones de niños… en todo el mundo.

—Entonces entenderá por qué el hambre produjo una impresión tan indeleble en los pensamientos del doctor Andrew. Se sintió decidido, lo mismo que su amigo el raja, a que por lo menos en Pala hubiese siempre pan. De ahí la decisión de ambos, de instalar la Estación Experimental. Rothamsted de los trópicos fue un gran éxito. En pocos años teníamos nuevas cepas de arroz, maíz, mijo y árbol del pan. Teníamos mejores razas de vacas y gallinas. Mejores maneras de cultivar y fertilizar; y en la década del cincuenta construimos la primera fábrica de superfosfatos que existe al este de Berlín. Gracias a todas estas cosas la gente comía mejor, vivía más perdía menos hijos. Diez años después de la fundación de Rothamsted de los trópicos, el raja realizó un censo. La población se había mantenido estable, más o menos, durante un siglo. Y entonces comenzó a crecer. En cincuenta o sesenta años, previo el doctor Andrew, Pala se trasformaría en el tipo de conglomerado de hirvientes barrios bajos que hoy es Rendang. ¿Qué se podía hacer? El doctor Andrew había leído a Malthus. «La producción de alimentos aumenta en progresión aritmética; la población aumenta en progresión geométrica. El hombre sólo tiene una alternativa: o dejar las cosas en manos de la naturaleza, ende solucionará el problema de la población en la vieja forma familiar, por el hambre, las plagas y la guerra; o (no olvidemos que Malthus era un sacerdote) contener el aumento de su número por medio del freno moral».

Fr-reno Mor-ral —repitió, la pequeña enfermera, haciendo resonar las enes en la parodia indonesa de un religioso escocés—. ¡Fr-reno mor-ral! De paso —agregó—, el doctor Andrew acababa de casarse con la sobrina del raja, de dieciséis años de edad.

—Y ese —continuó Ranga— era otro motivo para revisar a Malthus. Hambre de este lado, freno del otro. Sin duda tenía que haber un camino mejor, más dichoso, más humano, entre los cuernos del dilema malthusiano. Y por su-puesto que ese camino existía, incluso entonces, aún antes de la época del caucho y los espermicidas. Estaban las esponjas, el jabón, los preservativos hechos con todos los materiales impermeables, desde la seda impermeabilizada hasta el intestino ciego de la oveja. Toda la panoplia del Paleocontrol de la Natalidad.

—¿Y cómo reaccionaron el raja y sus súbditos ante el Paleocontrol de la Natalidad? ¿Con horror?

—En modo alguno. Eran todos buenos budistas, y todo buen budista sabe que engendrar no es otra cosa que un asesinato postergado. Haga lo posible por salirse de la Rueda del Nacimiento y la Muerte, y por lo que más quiera, no lleve víctimas superfluas a la Rueda. Para un buen budista, el control de la natalidad tiene sentido metafísico. Y para una comunidad aldeana de plantadores de arroz, tiene sentido económico y social. Tiene que haber suficientes jóvenes para trabajar en los campos y mantener a los ancianos y a los pequeños. Pero no pueden ser demasiados, porque entonces ni los ancianos, ni los trabajadores, ni sus hijos, tendrán lo bastante que comer. En los tiempos antiguos las parejas debían tener seis hijos a fin de poder criar dos o tres. Luego vino el agua limpia y la Estación Experimental. Los antiguos esquemas de procreación habían dejado de ser sensatos. La única objeción al Paleocontrol de Natalidad era su tosquedad. Pero por fortuna existía una alternativa más estética. El raja era un iniciado del tantrísmo y había aprendido el yoga del amor. Se le habló al doctor Andrew sobre el maithuna y, como era un hombre de ciencia, consintió en probarlo. Se les proporcionó la necesaria instrucción a él y a su joven esposa.

—¿Con qué resultados?

—Entusiasta aprobación.

—Eso es lo que todos sienten al respecto —dijo Radha.

—¡Vamos, vamos, nada de tan amplias generalizaciones! Algunas personas opinan de ese modo, otras no. El doctor Andrew fue uno de los entusiastas. Todo el asunto fue discutido en detalle. A la postre decidieron que los anticonceptivos serían como la educación: gratuitos, pagados con los impuestos y, aunque no obligatorios, tan universales como resultara posible. Para los que sentían la necesidad de algo más refinado, habría instrucción en el yoga del amor.

—¿Quiere decir que se salieron con la suya?

—En realidad no era tan difícil. El maithuna es ortodoxo. A la gente no se le pedía que hiciese nada contrario a su religión. Por el contrario, se le concedía una muy halagüeña oportunidad de unirse a los elegidos aprendiendo algo esotérico.

—Y no olvide lo más importante de todo —intervino la pequeña enfermera—. Para las mujeres, para todas las mujeres, y no me importa lo que digas sobre las generalizaciones demasiado amplias, el yoga del amor representa la perfección, equivale a ser trasformadas y sacadas fuera de sí y completadas. —Hubo un breve silencio—. Y ahora —continuó, en otro tono, más vivaz— tenemos que dejarlo para que haga su siesta.

—Antes de que se vayan —dijo Will— me gustaría escribir una carta. Una breve nota a mi patrón diciéndole que estoy vivo y que no corro peligro inmediato de ser comido por los nativos.

Radha fue al estudio del doctor Robert y regresó con papel, lápiz y un sobre.

«Veni, vidi —garabateó Will—. Naufragué, conocí a la rani y a su colaborador de Rendang, quien insinúa que puede entregar la mercancía a cambio de una baksheesh del tenor (fue muy específico en ese sentido) de veinte mil libras. ¿Debo negociar sobre esa base? Si me cablegrafía Articulo propuesto OK, seguiré adelante. Si El artículo no tiene prisa, abandonaré el asunto. Dígale a mi madre que estoy bien y que pronto le escribiré».

—Ya está —dijo mientras entregaba a Ranga el sobre cerrado y con la dirección puesta—. ¿Puedo pedirle que me compre un sello y que la envíe a tiempo para el avión de mañana?

—Sin demora —prometió el joven.

Mientras los miraba irse, Will experimentó un remordimiento de conciencia. ¡Qué jóvenes encantadores! Y ahí estaba él, conspirando con Bahu y con lis fuerzas de la historia, para subvertir el mundo de ellos. Se consoló con el pensamiento de que si no lo hacía él lo haría algún otro. Y aunque Joe Aldehyde obtuviese su concesión, podrían seguir haciéndose el amor en el estilo en que estaban acostumbrados. ¿O no?

Desde la puerta, la pequeña enfermera se volvió para decir una última palabra.

—Nada de lecturas ahora —le dijo, amenazándolo con un dedo—. Duérmase.

—Nunca duermo durante el día —le aseguró Will con cierta perversa satisfacción.