El sol comenzaba a salir cuando el doctor Robert entró en la habitación de su esposa en el hospital. Un resplandor anaranjado, y contra él la silueta dentada de las montañas. Y enseguida, de pronto, la enceguecedora hoz incandescente entre dos picos. La hoz se convirtió en un semicírculo y las primeras sombras largas, las primeras lanzas de luz dorada cruzaron el jardín, al otro lado de la ventana. Y cuando miraba hacia las montañas veía toda la insoportable gloria del sol naciente.
El doctor Robert se sentó junto a la cama, tomó la mano de su esposa y la besó. Ella le sonrió y se volvió otra vez hacia la ventana.
—¡Cuan rápidamente gira la tierra! —susurró, y luego, al cabo de un silencio—: Una de estas mañanas veré mi última aurora.
A través del confuso coro de gritos de pájaros y ruidos de insectos, un mynah canturreaba: «Karuna, Karuna…».
—Karuna —repitió Lakshmi—. Compasión…
—Karuna. Karuna —insistió desde el jardín la voz de oboe de Buda.
—Ya no la necesitaré mucho tiempo más —prosiguió Lakshmi—. ¿Pero y tú? Mi pobre Robert, ¿y tú?
—De una manera o de otra, uno encuentra la fortaleza necesaria —respondió él.
—¿Pero será la fortaleza adecuada? ¿O será la fuerza de la coraza, la fuerza del encierro en sí mismo, la fuerza de absorberte en tu trabajo y en tus ideas, y de no preocuparte de nada más? ¿Recuerdas cómo solía ir a tironearte del cabello y obligarte a prestar atención? ¿Quién lo hará cuando yo me vaya?
Entró una enfermera con un vaso de agua azucarada. El doctor Robert deslizó una mano bajo los hombros de su esposa y la ayudó a incorporarse. La enfermera le llevó el vaso a los labios. Lakshmi bebió un poco de agua, tragó con dificultad, y luego bebió una y otra vez más. Apartándose del vaso, miró al doctor Robert. El rostro demacrado estaba iluminado por una chispa extrañamente incongruente de picardía.
—Yo, la Trinidad ilustrada —citó la voz débil y ronca—. Sorbo aguada pulpa de naranja; en tres sorbos, el ario frustrado… —Se interrumpió—. Qué cosa tan ridícula para recordar. Pero yo siempre fui bastante ridícula, ¿no es así?
El doctor Robert hizo lo posible para sonreírle.
—Bastante ridícula —convino.
—Tú decías que era como una pulga. En un instante dado estaba aquí, y de pronto, de un salto, en cualquier otra parte, a kilómetros de distancia. ¡No es extraño que jamás pudieses educarme!
—Pero tú me educaste a mí —le aseguró él—. Si no hubiese sido porque ibas a tironearme del cabello y me hacías contemplar el mundo y me ayudabas a entenderlo, ¿qué sería hoy? Un pedante con antiparras… a pesar de toda mi cultura. Pero por suerte tuve la sensatez de pedirte que te casaras conmigo, y por fortuna cometiste la locura de aceptarme y la inteligencia de convertirme en algo aceptable. Después de treinta y siete años de educación adulta, soy casi un ser humano.
—Pero yo sigo siendo una pulga. —Lakshmi meneó la cabeza—. Y sin embargo lo intenté. Me esforcé. No sé si te diste cuenta de ello, Robert; siempre estaba en puntas de pies, siempre me esforzaba por llegar a la altura en que te encontrabas con tu trabajo, tu pensamiento y tus lecturas. En puntas de pies, tratando de llegar, de alcanzarte ahí arriba. ¡Cielos, cuan fatigoso fue eso! ¡Qué interminable serie de esfuerzos! Y todos ellos completamente inútiles. Porque yo no era más que una pulga tonta que saltaba de un lado a otro entre la gente, las flores, los gatos y los perros. Tu tipo de mundo intelectual era un lugar al cual yo jamás podía ascender, y menos aun encontrar una puerta de entrada. Cuando sucedió esto —se llevó la mano al pecho ausente—, ya no tuve que seguir intentando. No más escuela, no más deberes. Tenía una excusa permanente.
Hubo un largo silencio.
—¿Qué hay de beber otro sorbo? —preguntó al cabo la enfermera.
—Sí, tendrías que beber un poco más —convino el doctor Robert.
—¿Y arruinar la Trinidad? —Lakshmi le lanzó otra de sus sonrisas. A través de la máscara de la edad y la enfermedad mortal, el doctor Robert vio de pronto a la muchacha riente de la cual, media vida antes, y sin embargo apenas ayer, se había enamorado.
Una hora después el doctor Robert se encontraba en su cabaña.
—Esta mañana se quedará solo —anunció después de cambiar el vendaje de la rodilla de Will Farnaby—. Yo tengo que ir a Shivapuram, para una reunión del Consejo Privado. Una de nuestras estudiantes-enfermeras vendrá a eso de las doce para darle su inyección y traerle algo de comer. Y por la tarde, en cuanto haya terminado su trabajo en la escuela, Susila volverá a pasar por aquí. Y ahora tengo que irme. —El doctor Robert se puso de pie y posó por un instante la mano en el brazo de Will—. Hasta esta noche. —A mitad de camino hacia la puerta se detuvo y se volvió—. Casi me olvido de darle esto. —De uno de los bolsillos laterales de su abultada chaqueta extrajo un librito verde—. Es las Notas sobre qué es qué y acerca de lo que sería razonable hacer respecto de qué es qué, del Viejo Raja.
—¡Qué título admirable! —exclamó Will mientras tomaba el libro que le tendía el doctor.
—Y también le agradará el contenido —le aseguró el doctor Robert—. Unas pocas páginas, nada más. Pero si quiere saber qué es Pala, esa es la mejor introducción.
—De paso —preguntó Will—, ¿quién es el Viejo Raja?
—Quién era. El Viejo Raja murió en el treinta y ocho… después de un reinado tres años más largo que el de la reina Victoria. Su hijo mayor murió antes que él, y lo sucedió su nieto, que era un burro… pero corrigió el defecto muriéndose pronto. El actual raja es su bisnieto.
—Y si puedo hacerle una pregunta personal, ¿cómo puede entrar en ese cuadro alguien que se llama MacPhail?
—El primer MacPhail de Pala entró en ese cuadro bajo el abuelo del Viejo Raja… Lo llamamos el raja de la Reforma. Entre los dos, él y mi bisabuelo, inventaron la moderna Pala. El Viejo Raja consolidó la labor de ambos y la llevó más lejos. Y hoy nosotros hacemos lo posible por seguir sus huellas.
Will levantó las Notas sobre qué es qué.
—¿Esto da la historia de las reformas?
El doctor Robert meneó la cabeza.
—No hace más que formular los principios subyacentes, Lea eso primero. Cuando vuelva de Shivapuram, esta noche, le haré conocer un poco de historia. Tendrá una mejor comprensión de lo que en realidad se hizo, si empieza por conocer qué había que hacer… lo que siempre y en todas partes tiene que hacer cualquiera que posea una idea clara sobre qué es qué. De modo que léalo, léalo. Y no se olvide de su jugo de frutas a las once.
Will lo miró irse, y luego abrió el librito verde y empezó a leer.
1
Nadie necesita ir a ninguna otra parte. Todos estamos ya allí, lo sepamos o no.
Si supiese quién soy en realidad, dejaría de comportarme como lo que creo que soy; y si dejase de comportarme como lo que creo que soy, sabría quién soy.
Lo que en realidad soy, si el maniqueo que creo ser me permitiese saberlo, es la reconciliación del si y el no, vivida en total aceptación y la bienaventurada experiencia del No-Dos. En religión todas las palabras son palabras sucias. A todo el que se muestra elocuente sobre Buda, o Dios, o Cristo, habría que lavarle la boca con jabón de fenol.
Como su aspiración de perpetuar sólo el «sí» de cada par de contrarios no puede realizarse jamás, dada la naturaleza de las cosas, el maniqueo aislado que soy se condena a una frustración eternamente repetida, a conflictos eternamente repetidos con otros maniqueos frustrados y henchidos de aspiraciones.
Conflictos y frustraciones: el tema de toda la historia y de casi todas las biografías. «Te muestro la pena», dijo Buda, realista. Pero también mostró el final de la pena: el conocimiento de sí mismo, la aceptación total, la bendita experiencia del No-Dos.
2
El saber quiénes somos en realidad produce el Bienestar, el Bienestar produce el tipo más adecuado de bien hacer. Pero el bien hacer no produce el Bienestar por sí mismo. Podemos ser virtuosos sin saber quiénes somos en realidad. Los seres que son simplemente buenos no son Buenos Seres; son nada más que columnas de la sociedad.
La mayoría de las columnas son sus propios Sansones. Sostienen, pero tarde o temprano también derriban. Jamás existió una sociedad en la cual la mayor parte del bien hacer fuese un producto del Bienestar, y por lo tanto constantemente adecuado. Esto no significa que nunca pueda existir una sociedad así, o que los de Pala seamos tontos por tratar de crearla.
3
Los yogui y los estoicos, dos egos virtuosos que logran sus considerabilísimos resultados fingiendo sistemáticamente no ser lo que son. Pero fingiendo ser lo que no somos, aunque el ser de la ficción sea supremamente bueno y sabio, no podemos pasar del maniqueisrno aislado al Bienestar.
El Bienestar es saber quiénes somos en realidad, y para saber quiénes somos en realidad debemos saber primero, momento a momento, quiénes creemos ser y qué nos impulsa a sentir y hacer esa mala costumbre de pensamiento. Un momento de claro y total conocimiento de lo que creemos ser pero en realidad no somos, pone fin, por el momento, a la charada maniquea. Si renovamos, hasta que se convierten en una continuidad, esos momentos del conocimiento de lo que no somos, podemos sorprendernos de pronto sabiendo quiénes somos en realidad.
La concentración, el pensamiento abstracto, los ejercicios espirituales: exclusiones sistemáticas del reino del pensamiento. El ascetismo y el hedonismo: exclusión sistemática del reino de las sensaciones, los sentimientos y la acción, Pero el Bienestar es el conocimiento de quién es uno en realidad, en relación con todas las experiencias; tened conciencia, entonces, tened conciencia en todo contexto, en todo momento, de todas las cosas, honrosas o deshonrosas, agradables o desagradables, que podáis estar haciendo o sufriendo. Ese es el único yoga auténtico, el único ejercicio espiritual digno de ser practicado. Cuanto más conoce un hombre sobre los objetos individuales, más sabe sobre Dios. Traduciendo el lenguaje de Spinoza al nuestro, podemos decir: Cuanto más sabe un hombre acerca de sí mismo en relación con todo tipo de experiencia, mayor es su posibilidad de saber de repente, un buen día, quién es él en realidad, o más bien Quién (Q mayúscula). Es (E mayúscula) «él» (entre comillas) en Realidad (R mayúscula).
San Juan tenía razón. En un universo benditamente carente de habla, el Verbo no sólo estaba con Dios; era Dios. Como algo en lo cual había que creer. Dios es un símbolo proyectado, un hombre deificado. Dios = «Dios».
La fe es algo muy distinto de la creencia. La creencia es la adopción sistemática y demasiado en serio de palabras no analizadas. Las palabras de San Pablo, las de Mahoma, las de Marx, las de Hitler… la gente las toma demasiado en serio, ¿y qué sucede entonces? Lo que sucede es la insensata ambivalencia de la historia: sadismo contra obligación, o (cosa incomparablemente peor) sadismo como obligación, devoción contrarrestada por la paranoia organizada, hermanas de caridad que cuidan abnegadamente a las víctimas de los inquisidores de sus propias iglesias y cruzados. La fe, por el contrario, jamás puede ser tomada demasiado en serio. Porque la fe es la confianza empíricamente justificada en nuestra capacidad de saber quiénes somos en realidad, de olvidar al maniqueo intoxicado por la creencia, de olvidarlo en el Bienestar. Danos hoy nuestra fe de todos los días, mas líbranos, Dios, de la creencia.
Se oyó un golpe en la puerta. Will levantó la vista de su libro.
—¿Quién es?
—Yo —dijo una voz que renovó desagradables recuerdos del coronel Dipa y del viaje de pesadilla en el Mercedes blanco. Ataviado sólo con sandalias blancas, pantaloncitos blancos y un reloj pulsera de platino, Murugan avanzaba hacia la cama.
—¡Cuan amable de su parte el venir a visitarme!
Otro visitante le habría preguntado cómo se sentía; pero Murugan estaba demasiado preocupado por su propia persona como para simular siquiera el menor interés en algún otro.
—Vine hace tres cuartos de hora —dijo en tono de queja resentida—, pero el viejo no se había ido, de modo que tuve que volverme a casa. Y me quedé con mi madre y con el hombre que se hospeda con nosotros, mientras tomaban su desayuno…
—¿Por qué no pudo entrar mientras el doctor Robert estaba aquí? —inquirió Will—. ¿Es contrario a las reglas que usted hable conmigo?
El joven meneó la cabeza con impaciencia.
—Por supuesto que no. Simplemente no quería que conociese el motivo por el cual he venido a verlo.
—¿El motivo? —sonrió Will—. Una visita a un enfermo es un acto de caridad… altamente elogiable.
Murugan no entendió la ironía; continuaba pensando en sus propios asuntos.
—Gracias por no decirles que me había visto antes —dijo con brusquedad, casi colérico. Era como si le molestara tener que reconocer su agradecimiento, como si estuviese furioso con Will por haberle hecho el favor que imponía esa gratitud.
—Me di cuenta de que usted no quería que dijese nada al respecto —respondió Will—. Por lo tanto, no dije nada.
—Quería agradecérselo —masculló Murugan entre dientes, en un tono que habría sido adecuado para exclamar «¡Cerdo asqueroso!».
—No tiene importancia —replicó Will con fingida cortesía.
¡Qué deliciosa criatura!, pensó mientras contemplaba, con divertida curiosidad, el suave torso dorado, el rostro vuelto hacia el otro lado, de líneas regulares como las de una estatua, pero ya no olímpico, ya no clásico… Un rostro helénico, móvil y demasiado humano. Un recipiente de incomparable belleza… ¿pero qué contenía? Era una lástima, reflexionó, que no hubiese formulado esa pregunta con un poco más de seriedad antes de enredarse con la indecible Babs. Pero Babs era una mujer. Dado el tipo de heterosexual que era, el tipo de pregunta racional que esbozaba ahora era informulable. Como sin duda lo sería, por parte de cualquiera susceptible a los jóvenes, en relación con ese iracundo y pequeño semidiós que ahora se encontraba sentado al pie de su cama.
—¿No sabía el doctor Robert que usted había ido a Rendang? —preguntó.
—Por supuesto que lo sabía. Todos lo sabían. Fui a buscar a mi madre. Estaba allá, en casa de unos parientes.
—¿Y entonces por qué no quería que dijese que lo había conocido allí?
Murugan vaciló un instante, y luego miró a Will con expresión desafiante.
—Porque no deseaba que supieran que había estado viendo al coronel Dipa.
¡Ah, se trataba de eso!
—El coronel Dipa es un hombre notable —dijo en voz alta, ofreciendo un anzuelo azucarado para pescar confidencias.
Sorprendentemente desprevenido, el pez se lo tragó en el acto. Las hoscas facciones de Murugan se encendieron de entusiasmo y apareció de pronto Antinoo en toda la fascinante belleza de su ambigua adolescencia.
—Opino que es maravilloso —dijo, y por primera vez desde que entró en la habitación pareció reconocer la existencia de Will y le concedió la más amistosa de las sonrisas. Lo maravilloso de la personalidad del coronel le hizo olvidar su resentimiento, le permitió amar momentáneamente a todos… incluso a ese hombre a quien debía una molesta gratitud—. ¡Vea lo que está haciendo por Rendang!
—La verdad es que está haciendo mucho por Rendang —dijo Will, sin comprometerse.
Una nube pasó por el radiante rostro de Murugan.
—Acá no piensan lo mismo —afirmó, ceñudo—. Creen que es espantoso.
—¿Quién lo cree?
—¡Prácticamente todos!
—¿Y por lo tanto no querían que usted lo visitase? Con la expresión de un pilludo que ha hecho una travesura a espaldas del maestro, Murugan lanzó una sonrisa triunfal.
—Creyeron que estaba con mi madre.
Will aprovechó la oportunidad.
—¿Y su madre sabía que usted visitaba al coronel? —inquirió.
—Es claro.
—¿Y no se opuso?
—Estaba de acuerdo.
Y sin embargo Will tuvo la seguridad de no equivocarse cuando pensó en Adriano y Antinoo. ¿Era ciega esa mujer? ¿O no quería ver lo que ocurría?
—Pero si a ella no le molesta —continuó—, ¿por qué habrían de oponerse el doctor Robert y todos los demás?
Murugan lo miró con suspicacia. Advirtiendo que se había internado demasiado en territorio prohibido, Will borró rápidamente la pista.
—¿Acaso piensan —inquirió con una carcajada— que podría convertirlo en partidario de la dictadura militar?
La falsa pista fue seguida obedientemente, y el rostro del joven se aflojó en una sonrisa.
—No se trata de eso —respondió—, sino de algo parecido. Es tan estúpido —agregó, con un encogimiento de hombros—. Nada más que protocolo idiota.
—¿Protocolo? —Will estaba auténticamente desconcertado.
—¿No le dijeron nada sobre mí?
—Sólo lo que dijo ayer el doctor Robert.
—Quiero decir, ¿sobre el hecho de que soy un estudiante? —Murugan echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
—¿Qué tiene de gracioso eso de ser estudiante?
—Nada… nada en absoluto. —El joven volvió a apartar la mirada. Hubo un silencio. Con el rostro todavía vuelto hacia el otro lado, dijo al cabo—: El motivo de que no deba ver al coronel Dipa es el siguiente: él es el jefe de un Estado y yo soy el jefe de un Estado. Cuando nos encontramos, estamos haciendo política internacional.
—¿Qué quiere decir eso?
—Sucede que soy el raja de Pala.
—¿El raja de Pala?
—Desde el cincuenta y cuatro. El año en que murió mi padre.
—¿Y su madre, entonces, es la rani?
—Mi madre es la rani.
Vaya directamente al palacio. Pero he aquí que el palacio venía directamente hacia él. Era evidente que la Providencia estaba de parte de Joe Aldehyde, trabajando en horarios extraordinarios.
—¿Usted era el hijo mayor? —preguntó.
—El único —respondió Murugan. Y luego, subrayando con más énfasis su singularidad—. El único descendiente.
—De modo que no hay duda posible —dijo Will—. ¡Cielos! Tendría que llamarlo Majestad. O por lo menos señor. —Las palabras fueron dichas con tono riente, pero Murugan las contestó con la más perfecta seriedad y con una repentina asunción de regia dignidad.
—Tendrá que llamarme así a fines de la semana que viene —declaró—. Después de mi cumpleaños. Cumpliré dieciocho. Ese es el momento en que un raja dé Pala entra en su mayoría de edad. Hasta entonces soy nada más que Murugan Mailendra. Un simple estudiante que aprende un poco de todo… incluso de cultivo de plantas —agregó, despectivo—, de manera que, cuando llegue el momento, sepa lo que estoy haciendo.
—Y cuando llegue el momento, ¿qué hará? —Entre ese hermoso Antinoo y su portentosa jerarquía existía un contraste que a Will se le ocurrió intensamente cómico—. ¿Cómo piensa actuar? —continuó, con acento burlón—. ¿Les cortará la cabeza? ¿L’Etat c’est Moi?
La seriedad y la regia dignidad se endurecieron, convirtiéndose en reproche.
—No sea estúpido.
Divertido, Will fingió pedir disculpas.
—Simplemente, quería saber hasta qué punto de absolutismo piensa llegar.
—Pala es una monarquía constitucional —respondió Murugan con gravedad.
—En otras palabras, será un figurón simbólico; reinará, como la reina de Inglaterra, pero no gobernará. Olvidando su dignidad real, Murugan casi gritó:
—No, no. No: como la reina de Inglaterra. El raja de Pala no reina; gobierna. —Demasiado agitado como para quedarse quieto, Murugan se puso de pie de un salto y comenzó a pasearse por la habitación—. Gobierna constitucionalmente, ¡pero por Dios que gobierna; gobierna! —Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. Se volvió luego de un momento y miró a Will con un rostro trasfigurado por su nueva expresión en un emblema, exquisitamente modelado y coloreado, de un tipo de fealdad psicológica demasiado familiar—. Ya les enseñaré quién es el amo aquí —dijo, en una frase y un tono que habían sido evidentemente copiadas del protagonista de alguna película norteamericana de pistoleros—. Esta gente cree que puede manejarme —continuó, recitando el libreto espantosamente vulgar—, como manejaron a mi padre. Pero cometen un enorme error. —Emitió una siniestra risita y meneó su bella cabeza odiosa—. Un gran error —repitió.
Las palabras habían sido pronunciadas entre dientes y casi sin mover los labios; la mandíbula inferior había avanzado hasta parecer la de un criminal de historieta cómica; los ojos miraban con frialdad, a través de los párpados entrecerrados. Algo absurdo y, horrible a la vez. Antinoo se había convertido en la caricatura de todos los sujetos recios que, desde tiempos inmemoriales, poblaban las películas de la clase B.
—¿Quién ha estado dirigiendo el país durante su minoría de edad? —inquirió Will.
—Tres grupos de viejos fósiles —respondió Murugan con desprecio—. El Gabinete, la Cámara de Representantes y además, en representación mía, en representación del raja, el Consejo Privado.
—¡Pobres viejos fósiles! —dijo Will—. Pronto se llevarán la sorpresa de su vida. —Acomodándose alegremente al espíritu de delincuencia, lanzó una carcajada—. Sólo ansío estar cerca para verlo.
Murugan compartió la risa… la compartió, no como el Sujeto Recio de siniestra risotada, sino con uno de esos repentinos cambios de expresión y talante que —Will se dio cuenta— le harían tan difícil representar el papel de Sujeto Recio; rió como el pilludo triunfante de unos minutos antes.
—La sorpresa de su vida —repitió, feliz.
—¿Tiene algún plan concreto?
—Por cierto que sí —contestó Murugan. En su rostro móvil, el pilluelo triunfante dejó paso al estadista, grave pero condescendientemente afable durante una conferencia de prensa—. Primera prioridad: modernizar este lugar. Mire lo que ha podido hacer Rendang gracias a sus regalías sobre el petróleo.
—¿Pero acaso Pala no recibe también regalías sobre el petróleo? —interrogó Will con ese inocente aire de total ignorancia que por larga experiencia había descubierto que era la mejor forma de arrancar informaciones a los ingenuos y a los que se sentían importantes.
—Ni un centavo —repuso Murugan—. Y sin embargo el extremo meridional de la isla desborda casi de petróleo. Pero aparte de unos pocos y mezquinos pozos pequeños para el consumo interno, los viejos fósiles no quieren hacer nada en ese sentido. Y lo que es más, no permiten que nadie haga nada. —El estadista se encolerizaba; en su voz y en su expresión había ahora todo tipo de matices del Sujeto Recio—. Toda clase de gente ha hecho ofrecimientos: la South-East Asia Petroleum, la Shell, la Royal Dutch, la Standard de California. Pero los malditos viejos tontos no quieren escuchar.
—¿Y usted no puede convencerlos?
—Le aseguro que los obligaré a escuchar —dijo el Sujeto Recio.
—¡Así se habla! —Y en seguida, con negligencia—. ¿Cuál de los ofrecimientos piensa aceptar?
—El coronel Dipa está trabajando con la Standard de California, y opina que sería mejor que nosotros hiciéramos lo propio.
—Yo, en su lugar, haría varias licitaciones. —Eso es lo que pienso yo también. Lo mismo que mi madre.
—Muy prudente.
—Mi madre es partidaria de la South-East Asia Petroleum. Conoce al presidente del directorio, lord Aldehyde.
—¿Conoce a lord Aldehyde? ¡Pero cuan extraordinario! —El tono de asombro encantado fue absolutamente convincente—. Joe Aldehyde es amigo mío. Escribo para sus periódicos. Incluso le sirvo de embajador privado. En confianza —agregó—, por eso hicimos ese viaje a las minas de cobre. El cobre es una de las actividades colaterales de Joe. Pero es claro que su primer cariño es el petróleo.
Murugan trató de parecer astuto.
—¿Qué estaría dispuesto a ofrecer?
Will aprovechó la oportunidad y respondió, en el mejor estilo del magnate de película:
—Lo que ofrezca la Standard, y un poco más.
—Bastante equitativo —replicó Murugan, utilizando el mismo libreto, y asintió sabiamente. Hubo un prolongado silencio. Cuando volvió a hablar, era el estadista que concedía una entrevista a los representantes de la prensa—. Las regalías —dijo— serán usadas de la siguiente manera: El veinticinco por ciento de todo el dinero recibido será dedicado a la Reconstrucción Mundial.
—¿Puedo preguntar —inquirió Will con deferencia— cómo se propone reconstruir el mundo?
—Por medio de la Cruzada del Espíritu. ¿Conoce la Cruzada del Espíritu?
—Por supuesto. ¿Quién no la conoce?
—Es un gran movimiento mundial —dijo el estadista con gravedad—. Como el Cristianismo Primitivo. Fundado por mi madre.
Will exhibió respeto y asombro.
—Sí, fundado por mi madre —repitió Murugan, y agregó, impresionante: Creo que es la única esperanza del hombre.
—Muy cierto —dijo Will Farnaby—, muy cierto.
—Bien, en eso se utilizará el primer veinticinco por ciento de las regalías —continuó el estadista—. El resto se invertirá en un programa intensivo de industrialización. —El tono volvió a cambiar—. Estos viejos idiotas sólo quieren industrializar algunos lugares y dejar el resto tal como era hace mil años.
—En tanto que usted quiere industrializarlo todo. La industrialización por la industrialización misma.
—No, la industrialización en bien del país. La industrialización para fortalecer a Pala. Para que otros pueblos nos respeten. Ahí tiene a Rendang. Dentro de cinco años fabricarán todos los rifles, morteros y municiones que necesiten. Pasará mucho tiempo antes de que puedan fabricar tanques. Pero entretanto pueden comprárselos a Skoda con el dinero del petróleo.
—¿Y cuánto tiempo les llevará construir bombas H? —inquirió Will con ironía.
—Ni siquiera lo intentan —repuso Murugan—. Pero en fin de cuentas —agregó—, las bombas H no son las únicas armas absolutas. —Pronunció la frase con placer. Era evidente que le resultaba realmente delicioso el sabor de «armas absolutas»—. Las armas biológicas y químicas… El coronel Dipa las llama las bombas H del gobernante pobre. Una de las primeras cosas que haré será construir una gran fábrica de insecticidas. —Murugan rió y guiñó un ojo—. Si se pueden fabricar insecticidas, también se puede producir un gas que paralice los nervios.
Will recordó la fábrica todavía no terminada de los suburbios de Rendang-Lobo.
—¿Qué es eso? —había preguntado al coronel Dipa cuando pasaban ante ella en el Mercedes blanco.
—Insecticidas —contestó el coronel. Y mostrando sus relucientes dientes blancos en una sonrisa afable—. Pronto los exportaremos a todo el sudeste de Asia.
Entonces, por supuesto, pensó que el coronel sólo quería decir lo que había dicho. Pero ahora… Se encogió mentalmente de hombros. Los coroneles siempre son coroneles, y los jóvenes, incluso los del tipo de Murugan, siempre enloquecen por las armas. Siempre habría trabajo de sobra para los corresponsales especiales que siguen la pista a la muerte.
—¿De modo que fortalecerá el ejército de Pala? —inquirió en voz alta.
—¿Fortalecerlo? No… lo crearé. Pala no posee ejército.
—¿Ninguno?
—Absolutamente nada. Son todos pacifistas. —La p fue un estallido de disgusto, la s silbó despectivamente—. Tendré que empezar desde el comienzo.
—Y militarizará el país a medida que lo industrialice, ¿no es así?
—Exactamente.
Will rió.
—¡De vuelta a los asirios! Su nombre se inscribirá en la historia como el de un verdadero revolucionario.
—Así lo espero —contestó Murugan—. Porque esa será mi política: la Revolución Continuada.
—¡Muy bien! —aplaudió Will.
—Continuaré la revolución que inició hace más de cien años el bisabuelo del doctor Robert, cuando llegó a Pala y ayudó al abuelo de mi tatarabuelo a imponer las primeras reformas. Algunas de las cosas que hicieron fueron realmente maravillosas. No todas, por supuesto —especificó. Y con la absurda solemnidad del escolar que representa a Polonio en una función de fin de curso, meneó la rizada cabeza en juiciosa y grave desaprobación—. Pero por lo menos hicieron algo. En tanto que ahora somos gobernados por un grupo de conservadores que no hacen nada. Conservadoramente primitivos; no mueven un dedo para introducir mejoras modernas. Y conservadoramente extremistas; se niegan a cambiar ninguna de las antiguas malas ideas revolucionarias que deberían ser modificadas. No quieren reformar las reformas. Y le aseguro que algunas de las presuntas reformas son absolutamente repugnantes.
—¿Supongo que tienen algo que ver con el sexo?
Murugan asintió y volvió el rostro. Para su sorpresa, Will vio que se había ruborizado.
—Déme un ejemplo —pidió. Pero Murugan no pudo obligarse a ser más explícito.
—Pregúnteselo al doctor Robert —dijo—, pregúnteselo a Vijaya. Ellos piensan que esas cosas son sencillamente maravillosas. En realidad todos piensan así. Ese es uno de los motivos de que nadie quiera cambiar. Les gustaría que todo siguiera como ahora, en la misma forma repugnante, por siempre y siempre jamás.
—Por siempre y siempre jamás —repitió, burlona, una rica voz de contralto.
—¡Madre! —Murugan se puso de pie de un salto. Will se volvió y vio en la puerta a una mujer corpulenta y rubicunda, envuelta (más bien incongruentemente, pensó; porque ese tipo de cara y contextura iban por lo general acompañados de malva y magenta y azul eléctrico) en nubes de muselina blanca. Estaba inmóvil en el vano, sonriendo con misteriosidad consciente, un carnoso brazo moreno en alto, con la enjoyada mano apoyada en la jamba de la puerta, en la actitud de una gran actriz, la reconocida diva deteniéndose en su primera entrada para recibir los aplausos de sus adoradores al otro lado de las candilejas. En el fondo, aguardando con paciencia el momento de presentarse, estaba un hombre de elevada estatura, de traje de dacrón color gris paloma a quien Murugan, atisbando hacia el otro lado de la maciza corporización de la maternidad que casi llenaba el hueco de la puerta, saludó con el nombre de Mr. Bahu.
Todavía entre bambalinas, Mr. Bahu hizo una inclinación de cabeza sin hablar.
Murugan se volvió hacia su madre.
—¿Viniste caminando hasta aquí? —inquirió. Su tono expresaba incredulidad y una solicitud admirada. Caminar hasta allí… ¡cuán increíble! Pero si había caminado… ¡qué heroísmo!—. ¿Todo el trayecto?
—Todo el trayecto, hijito —repitió ella, tiernamente juguetona. El brazo levantado descendió, se deslizó en torno del esbelto cuerpo del joven, lo oprimió, lo engolfó en las flotantes telas, contra el enorme pecho, y lo soltó—. Tuve uno de mis Impulsos. —Will advirtió que tenía una forma de hacer que uno escuchase las mayúsculas al comienzo de las palabras que deseaba subrayar—. Mi Vocecita me dijo: «Vé a ver a ese Desconocido que está en la casa del doctor Robert. ¡Vé!». «¿Ahora?» —le pregunté—. «Malgre le chaleur?». Con lo que mi Vocecita perdió la paciencia. «Mujer» —me dijo—, «ten quieta tu tonta lengua y haz lo que se te ordena». Y aquí estoy, Mr. Farnaby. —Con la mano extendida, rodeada de una poderosa aureola de esencia de sándalo, avanzó hacia él.
Will inclinó la cabeza sobre los gruesos dedos enjoyados y masculló algo que terminaba en Alteza…
—¡Bahu! —llamó la mujer, usando la prerrogativa real del apellido sin adornos.
Respondiendo a su largamente esperada oportunidad, el actor acompañante hizo su entrada y fue presentado como Su Excelencia Abdul Bahu, embajador de Rendang:
—Abdul Pierre Bahu… car sa mere estparisienne. Pero aprendió inglés en Nueva York.
Mientras estrechaba la mano del embajador, Will pensó que se parecía a Savonarola… pero a un Savonarola con monóculo y sastre en Savile Row.
—Bahu —dijo la rani— es el Trust de Cerebros del coronel Dipa.
—Su Alteza, si me permite decirlo, es demasiado bondadosa conmigo, y no lo bastante con el coronel.
Sus palabras y modales eran corteses al punto de ser irónicos, una parodia de deferencia y autohumillación.
—El cerebro —continuó— está donde debe estar: en la cabeza. En cuanto a mí, no soy más que una parte del sistema nervioso simpático de Rendang.
—Et combien sympathique! —exclamó la rani—. Entre otras cosas, Mr. Farnaby. Bahu es el Ultimo de los Aristócratas. ¡Tendría que ver su casa de campo! ¡Cómo algo salido de las Mil y Una Noches! Una golpea las manos… y de pronto surgen seis sirvientes dispuestos a hacer lo que se les pida. Uno cumple años… y hay una fete nocturne en los jardines. Música, bebidas, bailarinas; doscientos criados portando antorchas. La vida de Harún al Rashid, pero con un sistema moderno de tuberías.
—Parece encantador —dijo Will, recordando las aldeas por las cuales habían pasado en el Mercedes blanco del coronel Dipa, las chozas con techo de paja, la basura, los chicos oftálmicos, los perros esqueléticos, las mujeres doblegadas bajo el peso de enormes cargas.
—Y un gusto tan selecto —prosiguió la rani—, un cerebro tan bien dotado y, por sobre todo —bajó la voz—, un Sentimiento de lo Divino tan profundo e infalible.
Mr. Bahu inclinó la cabeza y se produjo un silencio.
Murugan, entretanto, había acercado una silla. Sin siquiera mirar hacia atrás —regiamente segura de que siempre, dada la naturaleza de las cosas, tenía que haber alguien que se ocupara de los accidentes y de las lesiones contra la dignidad—, la rani se sentó con todo el majestuoso énfasis de sus cien kilogramos.
—Espero que no considere mi visita una intrusión —dijo a Will. Éste le aseguró que no la consideraba así; pero ella continuó disculpándose—. Le habría hecho advertir —dijo—; le habría pedido su permiso. Pero mi Vocecita me dice: «No… tienes que ir ahora». ¿Por qué? No podría decirlo. Pero sin duda lo descubriremos a su debido tiempo. —Le clavó la mirada de sus ojos grandes y abultados, y le dedicó una misteriosa sonrisa—. Y ahora, antes que nada, ¿cómo está, mi querido Mr. Farnaby?
—Como ve, señora, en muy buen estado.
—¿De veras? —Los ojos saltones le escudriñaron el rostro con una atención que le resultó embarazosa—. Ya veo que es usted el tipo de hombre heroicamente considerado que tranquiliza a sus amigos incluso en su lecho de muerte.
—Es usted muy amable —respondió—. Pero, a decir, verdad, estoy en buen estado. Y es sorprendente, si se tienen en cuenta todas las cosas. Es milagroso.
—Milagroso fue precisamente la palabra que usé cuando me enteré cómo se había salvado. Fue un milagro.
—La suerte quiso —volvió a citar Will de Erewhon— que «la Providencia estuviera de mi parte».
Mr. Bahu estuvo a punto de reír, pero al advertir que la rani no había entendido, cambió de opinión y convirtió diestramente el sonido de alegría en una tos enérgica.
—¡Cuan cierto! —decía la rani, y su rico tono de contralto vibró emocionado—. La Providencia está siempre de nuestra parte. —Y cuando Will enarcó una ceja interrogante, explicó—: Quiero decir, a los ojos de aquellos que Entienden De Veras. (E mayúscula, D mayúscula, V mayúscula). Y esto es así incluso cuando todas las cosas parecen conspirar contra nosotros… méme dans le desastre. Usted entiende francés, por supuesto, Mr. Farnaby… —Will asintió—. A menudo me surge con más facilidad que mi propio idioma natal, o que el inglés o el palanés. Después de tantos años en Suiza —explicó—, primero en la escuela… Y luego, más tarde, cuando la salud de mi pobre hijito era tan precaria (acarició el brazo desnudo de Murugan) y tuvimos que ir a vivir a las montañas. Lo que constituye un ejemplo de lo que decía acerca de que la Providencia está siempre de nuestra parte. Cuando me dijeron que mi hijito estaba al borde de la tisis, me olvidé de todo lo que había aprendido. Enloquecí de temor y angustia, me indigné contra Dios por haber permitido que sucediese semejante cosa. ¡Qué Absoluta Ceguera! Mi hijo mejoró, y esos años que viví entre las Nieves Eternas fueron los más dichosos de nuestras vidas… ¿no es así, querido?
—Los más dichosos de nuestras vidas —convino el joven, con algo que parecía una sinceridad total.
La rani sonrió triunfalmente frunció sus rojos y rotundos labios, y con un leve chasquido volvió a separarlos en un beso a larga distancia. Pues ya ve, mi querido Farnaby —continuó—, ya ve. Se entiende por sí mismo. Nada sucede por Accidente. Existe un Gran Plan, y dentro del Gran Plan, innumerables planes pequeños. Un plan pequeño para cada uno de nosotros.
—Muy cierto —dijo Will con cortesía—. Muy cierto.
—Hubo una época —continuó la rani— en que lo sabía sólo con el intelecto. Ahora lo sé también con el corazón. En verdad… —hizo una pausa de un instante para preparar la enunciación de la mayúscula mística—, ahora Entiendo.
«Psíquica como el demonio», recordó Will que había dicho Joe Aldehyde acerca de ella. Y era indudable que ese inveterado frecuentador de sesiones de espiritismo tenía que saber lo que decía.
—Entiendo, señora —dijo—, que es usted naturalmente psíquica.
—Desde el nacimiento —admitió ella—. Pero también, y por sobre todo, por adiestramiento. Adiestramiento, ni falta hace decirlo, en Algo Más.
—¿Algo más?
—En la vida del Espíritu. A medida que avanza una por el Camino, todos los sidhis, todos los dones psíquicos y poderes milagrosos, se desarrollan en forma espontánea.
—¿De veras?
—Mi madre —le aseguró Murugan con orgullo—, puede hacer las cosas más fantásticas.
—N’exagérons pas, chéri.
—Pero es la verdad —insistió Murugan.
—Verdad —intervino el embajador— que puedo confirmar. Y la confirmo —agregó sonriendo a su propia costa— con cierta renuencia. Como escéptico de toda la vida acerca de estas cosas, no me gusta ver que sucedan imposibles. Pero tengo una infortunada debilidad por la sinceridad. Y cuando lo imposible sucede ante mi vista, me veo obligado, malgré moi, a ser testigo del hecho. Su Alteza hace las cosas más fantásticas.
—Bueno, si prefiere decirlo de esa manera —dijo la rani, radiante de placer—. Pero no se olvide nunca, Bahu, no se olvide jamás. Los milagros no tienen en absoluto importancia alguna. Lo importante es la Otra Cosa… la Cosa a la que llega uno al final del Sendero.
—Después de la Cuarta Iniciación —especificó Murugan—. Mi madre…
—¡Querido! —La rani se había llevado un dedo a los labios—. Estas son cosas acerca de las cuales no se habla.
—Lo siento —dijo el joven. Se produjo un largo y embarazoso silencio.
La rani cerró los ojos, y Mr. Bahu, dejando caer su monóculo, la imitó reverentemente y se convirtió en la imagen de Savonarola en silenciosa oración. ¿Qué sucedía detrás de esta máscara austera, casi descarnada, de recogimiento? Will lo contempló y se hizo la pregunta.
—¿Puedo preguntar —dijo al cabo— cómo llegó, señora, a encontrar el Sendero?
Durante uno o dos segundos la rani no respondió; no hizo más que quedarse sentada, con los ojos cerrados, sonriendo su sonrisa de Buda de misteriosa bienaventuranza.
—La Providencia lo encontró para mí —respondió finalmente.
—Es cierto, es cierto. Pero debe de haber habido una ocasión, un lugar, un instrumento humano.
—Se lo diré. —Los párpados se estremecieron y se abrieron, y una vez más se encontró Will bajo el brillante e inmóvil resplandor de los ojos saltones.
El lugar había sido Lausana; la época, el primer año de su educación en Suiza; el instrumento elegido, la querida y pequeña Madame Buloz. La querida y pequeña Madame Buloz era la esposa del querido y anciano profesor Buloz, y el anciano profesor Buloz era el hombre a cuyo cuidado, después de minuciosas investigaciones y muchas ansiosas meditaciones, fue entregada ella por su padre, el extinto sultán de Rendang. El profesor tenía sesenta y siete años de edad, enseñaba geología y era protestante de una secta tan austera, que, aparte de beber un vaso de clarete en la cena, decir sus oraciones dos veces por día y ser estrictamente monógamo, habría podido ser incluso un musulmán. Bajo tal tutela una princesa de Rendang resultaría intelectualmente estimulada, a la vez que se mantendría moral y doctrinariamente intacta. Pero el sultán no había tenido en cuenta a la esposa del profesor. Madame Buloz tenía sólo cuarenta años de edad, era regordeta, sentimental, efervescentemente entusiasta y, aunque en forma oficial pertenecía a la secta protestante de su esposo, era una teósofa recién convertida e intensamente ardiente. En una habitación de la parte superior de la elevada casa situada cerca de la Place de la Riponne tenía su Oratorio, al cual, cada vez que encontraba tiempo para ello, se retiraba en secreto para realizar ejercicios respiratorios, practicar la concentración mental y educar a Kundalini. ¡Esforzadas disciplinas! Pero la recompensa era trascendentalmente grande. Muy avanzada una calurosa noche de verano, mientras el querido y anciano profesor roncaba rítmicamente dos pisos más abajo, tuvo conciencia de una Presencia: el Maestro Koot Hoomi estaba junto a ella.
La rani hizo una pausa impresionante.
—Extraordinario —dijo Mr. Bahu.
—Extraordinario —repitió Will debidamente.
La rani reanudó su narración. Irreprimiblemente dicho, Madame Buloz no pudo guardar su secreto. Dejó escapar misteriosas insinuaciones, pasó de las insinuaciones a las confidencias, de las confidencias a una invitación al Oratorio y a un curso de instrucción. En muy poco tiempo Koot Hoomi concedía a la novicia mayores favores que a su maestra.
—Y desde entonces hasta hoy —concluyó—, el Maestro me ha ayudado a ir Hacia Adelante.
Ir hacia adelante, se preguntó Will, ¿hacía adonde? Eso sólo podía saberlo Koot Hoomi. Pero fuese cual fuese el lugar hacia el cual ella había avanzado, a Will no le gustaba. Había en ese rostro obeso y rubicundo una expresión que le resultaba particularmente desagradable… una expresión de calma autoritaria, de serena e inconmovible estima de sí misma. Le recordaba, en cierta forma curiosa, a Joe Aldehyde. Joe era uno de esos dichosos magnates que no sienten remordimientos de conciencia, sino que se regocijan, sin inhibición, por el dinero que poseen y por todo lo que el dinero les puede comprar en forma de influencia y poderío. Y allí —aunque envuelta en telas blancas, mística, maravillosa— había otra de la progenie de Joe Aldehyde: un magnate femenino que había monopolizado el mercado, no de soya o de cobre, sino de la Pura Espiritualidad y de los Maestros Elevados, y ahora se frotaba las manos dichosa por la hazaña.
—He aquí un ejemplo de lo que Él hizo por mí —prosiguió la rani—. Hace ocho años, para ser exacta el 23 de noviembre de 1953, el Maestro vino a mi Meditación matinal. Vino en Persona, vino en Gloria. «Es preciso lanzar una gran Cruzada», dijo, «un Movimiento Mundial para salvar a la Humanidad de la autodestrucción. Y tú, hija mía, eres el Instrumento Designado». «¿Yo? ¿Un movimiento mundial? Pero esto es absurdo», respondí. «Jamás he pronunciado un discurso en toda mi vida. Jamás he escrito una palabra para ser publicada. Nunca he sido dirigente u organizadora». «Sin embargo», dijo Él y me lanzó una de esas sonrisas indescriptiblemente hermosas, «sin embargo eres tú quien lanzará esta Cruzada… la Cruzada Mundial del Espíritu. Se reirán de ti, te llamarán tonta, chiflada, fanática. Los perros ladran, la caravana pasa. Con su comienzo minúsculo, risible, la Cruzada del Espíritu está destinada a convertirse en una Poderosa Fuerza. Una fuerza para el Bien, una fuerza que a la postre Salvará al Mundo». Y con eso me abandonó. Me dejó anonadada, perpleja, aturdida. Pero no había otro remedio; tenía que obedecer. Y obedecí. ¿Y qué sucedió? Pronuncié discursos, y Él me dio elocuencia. Acepté la carga de la jefatura y, porque Él caminaba invisible a mi lado, la gente me siguió. Solicité ayuda y el dinero acudió a raudales. —Extendió las regordetas manos en un gesto de modestia y esbozó una sonrisa mística. Una cosa sin importanciaí, parecía decir, pero no es mía… sino de mi Maestro, Koot Hoomi—. Y aquí estoy —repitió.
—Aquí, gracias a Dios —dijo Mr. Bahu devotamente—, está usted.
Después de un intervalo decente, Will preguntó si la rani había mantenido siempre las prácticas tan providencialmente aprendidas en el oratorio de Madame Buloz.
—Siempre —respondió ella—. Me sería tan difícil vivir sin Meditación, como sin Alimento.
—¿No le resultó un tanto difícil después de que se casó? Quiero decir antes de volver a Suiza. Debe de haber habido muchas obligaciones oficiales fatigosas.
—Para no mencionar las extraoficiales —dijo la rani en un tono que sugería volúmenes enteros de comentarios desfavorables acerca del carácter, la weltanschauung y las costumbres sexuales de su extinto esposo. Abrió la boca para aclarar algo más del tema, volvió a cerrarla y contempló a Murugan—. Querido —llamó.
Murugan, absorto, se lustraba las uñas de la mano izquierda en la palma abierta de la derecha, y levantó la vista con un sobresalto culpable.
—¿Sí, madre?
Haciendo caso omiso de las uñas y de la evidente despreocupación por lo que había estado diciendo, la rani le dedicó una sonrisa seductora.
—Sé bueno —dijo— y vé a buscar el coche. Mi Vocecita no me ha dicho nada acerca de volver caminando al bungalow. Son nada más que unos pocos centenares de metros —explicó a Will—. Pero con este calor y a mi edad…
Sus palabras exigían algún tipo de refutación aduladora. Pero si hacía demasiado calor para caminar, también hacía demasiado calor, le pareció a Will, para reunir la considerabilísima cantidad de energía necesaria para una convincente exhibición de falsa sinceridad. Por fortuna estaba cerca un diplomático profesional, un cortesano experimentado, para compensar las deficiencias del tosco periodista. Mr. Bahu lanzó una alegre carcajada y luego pidió disculpas por su júbilo.
—¡Pero es que en realidad fue demasiado gracioso! «A mi edad» —repitió y volvió a reír—. Murugan apenas tiene dieciocho años, y resulta que yo sé qué edad tenía, cuan poca edad, la princesa de Rendang cuando casó con el raja de Pala.
Entre, tanto Murugan se había puesto obedientemente de pie y besaba la mano de su madre.
—Ahora podemos hablar con más libertad —dijo la rani cuando el joven salió de la habitación. Y libremente (con el rostro, el tono, los ojos saltones, todo el tembloroso cuerpo expresando la más intensa desaprobación) se lanzó al ataque.
De mortuis… No quería decir nada acerca de su esposo, salvo que, en ciertos sentidos, era un palanés típico, un verdadero representante de ese país. Porque la triste verdad era que la suave y brillante piel de Pala ocultaba las más horribles podredumbres.
—Cuando pienso en lo que trataron de hacer con mi Niño, hace dos años, cuando me encontraba en mi gira mundial en pro de la Cruzada del Espíritu. —Con un tintineo de brazaletes levantó las manos horrorizada—. Fue para mí una tortura tener que separarme de él durante tanto tiempo; pero el Maestro me había enviado en una Misión, y mi Vocecita me dijo que no estaría bien que llevase a mi Niño conmigo. Había vivido demasiado tiempo en el extranjero. Ya era hora de que conociese el país que debería gobernar. De modo que decidí dejarlo aquí. El Consejo Privado designó una comisión de tutela. Dos mujeres con hijos propios en edad de crecimiento y dos hombres… uno de los cuales, lamento tener que decirlo —dicho más en tono de pena que de cólera—, era el doctor Robert MacPhail. Bien, para abreviar, en cuanto me encontré fuera del país, los maravillosos tutores a quienes había encomendado mi Niño, mi Único Hijo, se dedicaron a trabajar sistemáticamente, sistemáticamente, Mr. Farnaby, para socavar mi influencia. Trataron de destruir todo el edificio de Valores Morales y Espirituales que tan laboriosamente había levantado a lo largo de los años.
Con cierta malicia (porque, por supuesto, sabía a qué se estaba refiriendo la mujer), Will expresó su asombro. ¿Todo el edificio de valores morales y espirituales? Y sin embargo nadie habría podido ser más bondadoso que el doctor Robert y los otros, ningún buen samaritano fue jamás más sencilla y eficazmente caritativo.
—No niego la bondad de ellos —dijo la rani—. Pero en fin de cuentas la bondad no es la única virtud.
—Es claro que no —convino Will, e hizo una lista de todas las cualidades de las que la rani parecía carecer notablemente—. Está también la sinceridad, para no hablar de la veracidad, la humildad, la abnegación.
—Y se olvida usted de la Pureza —dijo la rani con severidad—. La Pureza es fundamental, es el sine qua non.
—Pero aquí, en Pala, supongo, no opinan lo mismo.
—Por cierto que no —afirmó la rani. Y continuó explicándole cómo su pobre Niño había sido deliberadamente expuesto a la impureza, incluso activamente estimulado a dedicarse a ella con una de esas muchachas precoces y promiscuas que en Pala existían en abundancia. Y cuando descubrieron que no pertenecía al tipo de jóvenes que seducen a una muchacha (porque ella lo había educado de modo que considerase a la Mujer como esencialmente Sagrada), incitaron a la muchacha a que hiciese lo posible para seducirlo a él.
¿Lo habría conseguido?, se preguntó Will. ¿O Antinoo ya era un joven a prueba de muchachas, gracias a sus amiguitos de su propia edad, o, aun más eficazmente, gracias a un pederasta más anciano, experimentado y autoritario, algún precursor suizo del coronel Dipa?
—Pero eso no fue lo peor. —La rani bajó la voz hasta convertirla en un horrorizado susurro teatral—. Una de las madres de la comisión de tutela, una de las madres, fíjese, le aconsejó que siguiese un curso de lecciones.
—¿Qué tipo de lecciones?
—De lo que ellos eufemísticamente denominan Amor. —Frunció la nariz como si hubiese olido aguas cloacales—. Lecciones, dése cuenta —y el disgusto se convirtió en indignación—, de una Mujer de Más Edad.
—¡Cielos! —exclamó el embajador.
—¡Cielos! —repitió Will debidamente. Era visible que esas mujeres de más edad resultaban competidoras mucho más peligrosas, en opinión de la rani, que incluso las muchachas más precozmente promiscuas. Una madura instructora de amor podría ser una madre rival, que gozase de la ventaja monstruosamente injusta de la libertad de llegar a los límites del incesto.
—Enseñan… —vaciló la rani—. Enseñan Técnicas Especiales.
—¿Qué tipo de técnicas? —preguntó Will.
Pero ella no pudo obligarse a entrar en los repugnantes detalles. De cualquier manera no era necesario. Porque Murugan (bendito su corazón) se había negado a escucharla. Lecciones de inmoralidad impartidas por alguien de edad suficiente como para ser su madre… la idea, el sólo pensar en ello lo había enfermado. No era de extrañar. Se lo había criado para que reverenciase el Ideal de Pureza.
—Brabmacharya, si sabe lo que quiere decir.
—En efecto —dijo Will.
—Y este es otro de los motivos de que su enfermedad fuese una bendición encubierta, un verdadero regalo de Dios.
No creo que yo hubiese podido educarlo de esa manera en Pala. Aquí existen demasiadas malas influencias. Fuerzas que trabajan contra la Pureza, contra la Familia, incluso contra el Amor Materno.
Will aguzó los oídos.
—¿Llegaron incluso a reformar a las madres?
Ella asintió.
—No puede imaginarse hasta qué punto han llegado las cosas aquí. Pero Koot Hoomi sabía qué tipo de peligros correríamos en Pala. ¿Y qué ocurre entonces? Mi Niño enferma y el médico nos ordena ir a Suiza. Para eludir el Peligro.
—¿Y cómo fue —inquirió Will— que Koot Hoomi la dejó partir en su Cruzada? ¿No previo lo que le ocurriría a Murugan en cuanto usted se fuese?
—Lo previo todo —dijo la rani—. Las tentaciones, la resistencia, el ataque en masa por todas las Potencias del Mal, y luego, en el último momento, la salvación. Durante mucho tiempo —explicó—, Murugan no me contó lo que sucedía. Pero después de tres meses los ataques de las Potencias del Mal fueron demasiado intensos para él. Me hizo insinuaciones, pero yo estaba demasiado completamente absorta en las ocupaciones de mi Maestro como para entenderlo. Por último me escribió una carta en la que me lo explicaba todo… en detalle. Cancelé mis últimas cuatro disertaciones en Brasil y volví a casa tan rápidamente como el avión a chorro pudo traerme. Una, semana más tarde nos encontrábamos de vuelta en Suiza. Mi Niño y yo… a solas con el Maestro.
Cerró los ojos y una expresión de gozoso éxtasis apareció en su rostro. Will apartó la mirada con desagrado. Esta autocanonizada salvadora del mundo, esta absorbente y devoradora madre… ¿se había visto alguna vez aunque fuese por un solo instante, como la veían los demás? ¿Tenía idea alguna de lo que había hecho, de lo que seguía haciendo con su pobre y tonto hijo? A la primera pregunta la respuesta era indudablemente no. En cuanto a la segunda, la única posibilidad que cabía era la especulación. Quizá sinceramente no supiese lo que había hecho del joven, pero quizá, por otra parte, lo supiese. Quizá lo sabía y prefería lo que estaba ocurriendo con el coronel a lo que habría podido ocurrir si la educación del joven hubiese sido encarada por una mujer. La mujer podría remplazarla; en cambio sabía que el coronel no podría hacer tal cosa.
—Murugan me dijo que tenía la intención de reformar estas presuntas reformas.
—Sólo puedo rogar —dijo la rani en un tono que le recordó a Will el de su abuelo, el archidiácono— que se le conceda suficiente Fuerza y Sabiduría para hacerlo.
—¿Y qué opina de sus otros proyectos sobre el petróleo, sobre las industrias y sobre un ejército? —inquirió Will.
—La economía y la política no son exactamente mi fuerte —respondió la mujer con una risita que estaba destinada a recordarle que se encontraba hablando con alguien que había pasado por la Cuarta Iniciación—. Pregúntele a Bahu su opinión.
—No tengo derecho a ofrecer una opinión —respondió el embajador—. Soy un extraño, representante de una potencia extranjera.
—No tan extranjera —dijo la rani.
—No a los ojos de usted, señora. Y no, como lo sabe muy bien, a los míos. Pero a los ojos del gobierno palanés… sí. Completamente extranjero.
—Pero eso —dijo Will— no le impide tener opiniones. Sólo le impide tener las opiniones localmente ortodoxas. Y de paso —agregó—, no estoy aquí en mi condición de periodista. No lo estoy entrevistando, señor embajador. Todo esto es estrictamente extraoficial.
—Estrictamente extraoficial entonces, y estrictamente en mi condición de ciudadano y no como personaje oficial, creo que nuestro joven amigo tiene perfecta razón.
—Lo que supone, claro está, que usted cree que la política del gobierno palanés es errónea en todo sentido.
—Errónea en todo sentido —dijo Mr. Bahu… y su máscara de Savonarola chisporroteó con su sonrisa volteriana—, errónea en todo sentido, porque es correcta en todo sentido.
—¿Correcta? —protestó la rani— ¿correcta?
—Correcta en todo sentido —explicó él—, porque está tan perfectamente destinada a hacer que todos los hombres, mujeres y niños de esta encantadora isla sean tan perfectamente libres y viciosos como es posible serlo.
—Pero con una Falsa Dicha —exclamó la rani—, una libertad que es sólo para el Yo Interior.
—Me inclino —dijo el embajador, inclinándose— ante la perfección superior de Su Alteza. Pero aun así, inferior o superior, verdadera o falsa, la dicha es la dicha y la libertad es placentera. Y no cabe duda alguna de que la política iniciada por los primitivos Reformadores y desarrollada a lo largo de los años ha estado admirablemente adaptada a la consecución de estos dos objetivos.
—¿Pero a usted le parece —dijo Will— que son objetivos indeseables?
—Por el contrario, todos los desean. Pero por desgracia están fuera del contexto, se han tornado absolutamente impertinentes respecto de la actual situación del mundo en general y de Pala en particular.
—¿Y son más impertinentes ahora de lo que lo eran cuando los Reformadores iniciaron su labor en pro de la dicha y la libertad?
El embajador asintió.
—En aquellos días, Pala se encontraba todavía fuera del mapa. La idea de convertirla en un oasis de libertad y felicidad tenía sentido. Mientras se mantenga fuera de contacto con el resto del mundo, una sociedad ideal puede ser una sociedad viable. Pala fue en todo sentido viable, diría yo, hasta más o menos 1905. Luego, en menos de una sola generación, el mundo cambió por completo. Películas cinematográficas, automóviles, aviones, radio. Producción en masa, matanza en masa, comunicación en masa y, por sobre todo, masa a secas… más y más gente en barrios bajos o suburbios cada vez más grandes. Para 1930 cualquier observador de visión aguda habría podido darse cuenta de que para las tres cuartas partes de la raza humana la libertad y la dicha estaban casi fuera de su alcance. Hoy, treinta años más tarde, son absolutamente imposibles. Entre tanto, el mundo exterior ha ido cerrando su cerco en torno de esta islita de libertad y felicidad. Encerrándola firme e inexorablemente, acercándose cada vez más. Y lo que otrora fue un ideal viable, no lo es ya.
—De modo que Pala tendrá que ser cambiada… ¿es esa su conclusión?
Mr. Bahu asintió.
—En forma radical.
—De raíz —dijo la rani con el placer sádico de una profetisa.
—Y por dos motivos coherentes —continuó Mr. Bahu—. En primer lugar, porque simplemente no es posible que Pala continúe siendo diferente del resto del mundo. Y en segundo término, porque no es justo que siga siendo distinta.
—¿No es justo que el pueblo sea libre y feliz?
Una vez más la rani dijo algo inspirativo acerca de la falsa dicha y de la libertad equivocada.
Mr. Bahu le agradeció con deferencia su interrupción, y luego se volvió hacia Will.
—No es justo —insistió—. Exhibir la bienaventuranza ante tanta miseria… es una pura hubris, es una afrenta deliberada al resto de la humanidad. Incluso es una afrenta a Dios.
—Dios —murmuró con voluptuosidad la rani—, Dios…
Luego, volviendo a abrir los ojos, agregó:
—Esta gente de Pala no cree en Dios. Sólo cree en el Hipnotismo, el Panteísmo y el Amor Libre. —Subrayó las palabras con indignado disgusto.
—De modo que ahora —dijo Will— se proponen ustedes hacerlos desdichados en la esperanza de que ello les devuelva la fe en Dios. Y bien, esa es una forma de producir una conversión. Quizá dé resultados. Y es posible que el fin justifique los medios. —Se encogió de hombros—. Pero yo entiendo —agregó— que, bueno o malo, y no importa lo que los palaneses puedan sentir al respecto, eso es lo que va a suceder. No hace falta ser un profeta para predecir que Murugan triunfará. Cabalga sobre la ola del futuro. Y la ola del futuro es sin duda una ola de petróleo crudo. Y hablando de la crudeza y del petróleo —agregó, volviéndose a la rani, entiendo que conoce usted a mi viejo amigo Joe Aldehyde.
—¿Usted conoce a lord Aldehyde?
—Muy bien.
—¡De modo que por eso mi Vocecita se mostraba tan insistente! —volvió a cerrar los ojos, sonrió para sí y meneó lentamente la cabeza—. Ahora Entiendo. —Luego, en otro tono—: ¿Y cómo está ese querido hombre? —preguntó.
—Sigue siendo característicamente el mismo —le aseguró Will.
—¡Y qué persona tan rara! L’homme au cerf-volant… así lo llamo.
—¿El hombre de la cometa? —Will se sintió intrigado.
—Hace su trabajo aquí —explicó ella—, pero tiene un cordel en la mano y en el otro extremo del cordel hay una cometa, y la cometa trata continuamente de subir, subir y Subir. E incluso cuando trabaja siente el constante Tironeo desde Arriba, siente que el Espíritu le tironea insistentemente de la carne. ¡Piense en eso! Un hombre de negocios, un gran Capitán de Industria… y, sin embargo, para él, lo único que Realmente Importa es la Inmortalidad del Alma.
En ese momento se hizo la luz. La mujer había estado hablando de la afición de Joe Aldehyde al Espiritualismo. Pensó en las sesiones semanales con Mrs. Harbottle, la automatista; con Mrs. Pym, cuyo control era una india kiowa llamada Bawbo; con Miss Tuke y su trompeta flotante, de la cual surgía un susurro chillón que mascullaba palabras oraculares, tomadas en taquigrafía por la secretaria privada de Joe: «Compre cemento australiano, no se alarme por el descenso de Breakfast Foods; venda cuarenta por ciento de sus acciones de caucho e invierta el dinero en la IBM y la Westinghouse…».
—¿Le habló alguna vez —inquirió Will—, del difunto corredor de Bolsa que siempre sabía lo que sucedería en el mercado de valores la semana siguiente?
—Sidhis —dijo la rani con indulgencia—. Nada más que sidhis. ¿Qué otra cosa puede esperar? En fin de cuentas, no es más que un Principiante. Y en esta vida actual los negocios son su karma. Estaba predestinado a hacer lo que ha hecho, lo que está haciendo, lo que hará. Y lo que hará —agregó, impresionante, y se detuvo en una postura de escuchar, el dedo en alto, la cabeza inclinada, lo que hará, eso es lo que dice mi Vocecita, incluye algunas cosas grandes y maravillosas aquí en Pala.
—Qué forma tan espiritual de decir «Esto es lo que quiero que suceda. No porque lo quiera yo, sino porque lo quiere Dios… y por dichosa coincidencia la voluntad de Dios y la mía son siempre idénticas». —Will rió para sus adentros, pero mantuvo el rostro imperturbable—. ¿Le dice alguna vez su Vocecita algo acerca de la South-East Asia Petroleum? —preguntó.
La rani volvió a escuchar, y luego asintió.
—Con suma claridad.
—Pero el coronel Dipa, entiendo, no dice otra cosa que «Standard de California». Y de paso —continuó Will—, ¿por qué debe Pala preocuparse por los gustos del coronel en materia de compañías petroleras?
—Mi gobierno —dijo Mr. Bahu con tono sonoro— está considerando un plan de cinco años de coordinación y cooperación económica interisleña.
—¿Y la Cooperación y Coordinación interisleña significa que la Standard tiene que recibir el monopolio?
—Sólo si las condiciones de la Standard son más ventajosas que las de sus competidores.
—En otras palabras —dijo la rani—, sólo si no hay nadie que nos pague más.
—Antes de que llegase usted —le dijo Will—, estaba discutiendo este tema con Murugan. La South-East Asia Petroleum, dije, entregará a Pala todo lo que entregue la Standard a Rendang, y un poco más.
—¿Quince por ciento más?
—Digamos diez.
—Pongamos doce y medio.
Will la contempló con admiración. Por ser alguien que había pasado por la Cuarta Iniciación, sabía muy bien lo que hacía.
—Joe Aldehyde aullará de dolor —dijo—. Pero a la postre, estoy seguro, recibirá usted sus doce y medio.
—Sería sin duda una proposición sumamente atractiva —dijo Mr. Bahu.
—Lo único que hay de malo es que el gobierno palanés no la aceptará.
—El gobierno palanés —dijo la rani— cambiará muy pronto su política.
—¿Le parece?
—Lo SÉ —respondió la rani, en un tono que aclaraba perfectamente que la información había llegado en forma directa de la boca del Maestro.
—Cuando se produzca el cambio de política, ¿servirá de algo —preguntó Will— que el coronel Dipa hable en favor de la South-East Asia Petroleum?
—Sin duda.
Will se volvió a Mr. Bahu.
—¿Y estaría usted dispuesto, señor embajador, a interponer sus buenos oficios ante el coronel Dipa?
En polisílabos, como si estuviese hablando ante una sesión plenaria de alguna organización internacional, Mr. Bahu vaciló diplomáticamente. En cierto sentido, sí; pero en otro sentido, no. Desde un punto de vista, blanco; pero desde un ángulo diferente, claramente negro.
Will escuchó en cortés silencio. Detrás de la máscara de Savonarola, detrás del monóculo aristocrático, detrás de la verborragia embajadoril, podía ver y escuchar al comerciante levantino en busca de su comisión, al pequeño funcionario que trataba de arrancar una prima. Y por su entusiasta patrocinio de la South-East Asia Petroleum, ¿cuánto se le había prometido a la regia iniciada? Estaba dispuesto a apostar que era algo sustancioso. No para ella, por supuesto, no, ¡no! Para la Cruzada del Espíritu, ni falta hacía decirlo, para mayor gloria de Koot Hoomi.
Mr. Bahu había llegado, en su peroración, a la organización internacional.
—Por consiguiente, es preciso que se entienda —decía— que toda acción positiva por mi parte debe mantenerse vinculada a las circunstancias, siempre que tales circunstancias surjan, si es que surgen. ¿Me explico?
—A la perfección —le aseguró Will—. Y ahora —continuó con franqueza deliberadamente indecente—, permítame que explique mi posición en este asunto. Lo único que me interesa a mí es el dinero. Dos mil libras esterlinas, sin tener que trabajar ni un minuto. Un año de libertad nada más que por ayudar a Joe Aldehyde a meter sus manos en Pala.
—Lord Aldehyde —dijo la rani— es notablemente generoso…
—Notablemente —convino Will—, teniendo en cuenta lo poco que yo puedo hacer en este asunto. Pero ni hace falta decir que será mucho más generoso con cualquiera que pueda serle más útil.
Hubo un largo silencio. En la distancia un mynah exigía atención con gritos monótonos. Atención a la avaricia, atención a la hipocresía, atención al cinismo vulgar… Se escuchó un golpe a la puerta.
—Adelante —gritó Will y, volviéndose a Mr. Bahu—: Continuemos esta conversación en otro momento —dijo.
Mr. Bahu asintió.
—Adelante —repitió Will.
Ataviada con faldas azules y una chaqueta corta y sin botones que le dejaba el vientre desnudo y sólo en ocasiones cubría un par de pechos redondos como manzanas, una muchacha de poco menos de veinte años entró vivamente en la habitación. En su terso rostro moreno una sonrisa del saludo más amistoso era puntuada en cada extremo por un hoyuelo.
—Soy la enfermera Appu —comenzó a decir—. Radha Appu. —Luego, viendo a los visitantes de Will, se interrumpió—. Oh, perdóneme, no sabía…
Hizo un saludo superficial a la rani.
Mr. Bahu, entre tanto, se había puesto cortésmente de pie.
—La enfermera Appu —exclamó con entusiasmo—. Mi pequeño ángel auxiliar del hospital de Shivapuram. ¡Qué deliciosa sorpresa!
Para la muchacha, le resultó evidente a Will, la sorpresa estaba muy lejos de ser deliciosa.
—Cómo le va, Mr. Bahu —dijo la joven sin una sonrisa y, volviéndose rápidamente, comenzó a dedicarse a las correas del bolso de lona que llevaba.
—Su Alteza quizá lo habrá olvidado —dijo Mr. Bahu—, pero el verano pasado tuve que operarme. De una hernia —especificó—. Y bien, esta joven solía venir a lavarme todas las mañanas.
Puntualmente a las ocho y cuarenta y cinco. ¡Y ahora, después de haber desaparecido durante todos estos meses, hela aquí otra vez!
—Sincronización —dijo la rani a modo de oráculo—. Todo ello forma parte del Plan.
—Tengo que administrarle a Mr. Farnaby una inyección —dijo la pequeña enfermera levantando la vista, sin sonreír.
—Las órdenes del médico son órdenes del médico —exclamó la rani, exagerando el papel del personaje real que se digna mostrarse juguetonamente gracioso—. Escuchar es obedecer. ¿Pero dónde está mi chófer?
—Tu chófer está aquí —dijo una voz familiar.
Hermoso como una visión de Ganimedes, Murugan se encontraba en la puerta. Una expresión divertida apareció en el rostro de la pequeña enfermera.
—Hola, Murugan… quiero decir, Su Alteza. —Hizo otra reverencia que él podía tomar como señal de respeto o de burla irónica, según le pluguiera.
—Oh, hola, Radha —dijo el joven en un tono destinado a ser claramente negligente. Pasó junto a ella, dirigiéndose al lugar donde estaba sentada su madre—. El coche —dijo— se encuentra ante la puerta. O más bien lo que se llama coche. —Con una carcajada sarcástica, explicó a Will—: Es un Austin Baby, de la vendimia 1954. Lo mejor que este país altamente civilizado puede conceder a su familia real. Rendang entrega a su embajador un Bentley —agregó con amargura.
—Que vendrá a buscarme dentro de diez minutos —dijo Mr. Bahu mirando su reloj—. De modo que, ¿puedo despedirme de usted aquí, Alteza?
La rani extendió su mano. Con toda la piedad de un buen católico besando el anillo del cardenal, Mr. Bahu se inclinó sobre ella; luego, enderezándose, se volvió hacia Will.
—Supongo, quizás sin justificación, que Mr. Farnaby podrá soportarme un ratito más. ¿Puedo quedarme?
Will aseguró al embajador que le encantaría.
—Y abrigo la esperanza —dijo Mr. Bahu a la pequeña enfermera—, de que no habrá objeciones por motivos médicos.
—Por motivos médicos, no —dijo la joven en un tono que insinuaba la existencia de objeciones extramédicas sumamente coherentes.
Ayudada por Murugan, la rani se levantó de su silla.
—Au revoir, mon cher Farnaby —dijo, mientras le alargaba su enjoyada mano. Su sonrisa estaba cargada de una dulzura que a Will le resultó positivamente amenazadora.
—Adiós, señora.
Ella se volvió, palmeó la mejilla de la pequeña enfermera y salió de la habitación. Como un balandro en la estela de un barco de línea, Murugan la siguió.