—Bien, me alegro de que todo esto sea tan divertido —comentó de pronto una voz profunda.
Will Farnaby se volvió y vio, sonriéndole, a un hombre pequeño y delgado, vestido con ropas europeas, que llevaba un maletín negro. Un hombre, calculó, de cerca de sesenta años; Bajo el ancho sombrero de paja el cabello era espeso y blanco, ¡y qué extraña nariz ganchuda! Y los ojos… ¡cuan insólitamente azules en el rostro moreno!
—¡Abuelo! —oyó que exclamaba Mary Sarojini.
El desconocido se volvió de Will a la niña.
—¿Qué gracia festejaban? —preguntó.
—Bueno —comenzó Mary Sarojini, y se interrumpió un instante para reunir sus pensamientos—. Bueno, ¿sabes?, él estaba en un bote y ayer hubo una gran tormenta y naufragó… por ahí. De modo que tuvo que trepar por el risco. Y había unas serpientes, y se cayó. Pero por fortuna había un árbol, de modo que sólo se llevó un susto. Por eso temblaba tanto, de modo que le di unas bananas y le hice repetirlo un millón de veces. Y de pronto se dio cuenta de que no tenía motivos para preocuparse. Quiero decir, todo eso ha terminado ya. Y eso lo hizo reír. Y cuando se rió, yo reí también. Y el mynah nos imitó.
—Muy bien —dijo su abuelo, aprobando—. Y ahora —agregó, volviéndose hacia Will Farnaby—, después de los primeros auxilios psicológicos, veamos qué podemos hacer por el pobre y viejo Hermano Asno. Soy el doctor Robert MacPhail, de paso. ¿Quién es usted?
—Se llama Will —dijo Mary Sarojini antes de que el joven pudiera responder—. Y su apellido es Far no sé cuánto.
—Farnaby, para ser exactos. William Asquith Farnaby. Mi padre, como podrá adivinar, era un ardiente liberal. Incluso cuando estaba borracho. Especialmente cuando estaba borracho. —Lanzó una áspera carcajada burlona, extrañamente distinta de la jubilosa risa que había saludado su descubrimiento de que en realidad no había motivos para alharaca.
—¿No querías a tu padre? —preguntó Mary Sarojini con preocupación.
—No tanto como habría podido quererlo —repuso Will.
—Quiere decir —explicó el doctor MacPhail a la niña— que odiaba a su padre. A muchos de ellos les sucede —explicó entre paréntesis.
Se acuclilló y comenzó a desatar las correas de su maletín.
—Uno de nuestros eximperialistas, supongo —dijo al joven por sobre el hombro.
—Nacido en Bloomsbury —confirmó Will.
—De la clase superior —diagnosticó el médico—, pero no integrante de la subespecie militar o rural.
—Correcto. Mi padre era abogado y periodista especializado en temas políticos. Es decir, cuando no estaba demasiado ocupado alcoholizándose. Mi madre, por increíble que pueda parecer, era la hija de un archidiácono. Un archidiácono —repitió, y volvió a reír como lo había hecho con la preferencia de su padre por el coñac.
El doctor MacPhail lo miró un instante, y luego volvió a dedicar su atención a las correas.
—Cuando ríe de esa manera —hizo notar con tono de desapego científico—, el rostro se le vuelve curiosamente feo.
Desconcertado. Will trató de cubrir su turbación con una broma.
—Siempre es feo —dijo.
—Por el contrario, en un sentido baudeleriano es más bien hermoso. Salvo cuando se dedica a hacer esos ruidos semejantes a los de una hiena. ¿Por qué los hace?
—Soy periodista —explicó Will—. Nuestro Corresponsal Especial, a quien se le paga para que viaje por todo el mundo e informe sobre los horrores del momento. ¿Qué otro tipo de ruido espera que haga? ¿Cucú? ¿Bla, bla? ¿Marx, Marx? —Volvió a reír y luego enunció una de sus probadas ingeniosidades—. Soy el hombre que no acepta el sí por respuesta.
—Bonito —dijo el doctor MacPhail—. Muy bonito. Pero vayamos al grano. —Sacó del maletín un par de tijeras y comenzó a cortar la pernera desgarrada y ensangrentada que cubría la rodilla herida de Will.
Will Farnaby lo miró y se preguntó, mientras lo miraba, qué proporción de ese improbable montañés seguía siendo escocesa y qué proporción tenía de palanés. En cuanto a los ojos azules y la nariz larga no cabía duda alguna. Pero la piel morena, las manos delicadas, la gracia de movimientos… era indudable que provenían de algún lugar situado muy al sur de Tweed.
—¿Nació aquí? —preguntó. El doctor afirmó con la cabeza.
—En Shivapuram, el día del funeral de la reina Victoria. Hubo un chasquido final de las tijeras y la pernera cayó al suelo, dejando al descubierto la rodilla.
—Feo —fue el veredicto del doctor MacPhail después de un primer examen atento—. Pero no creo que haya nada demasiado grave. —Se volvió hacia su nieta. Me gustaría que fueras corriendo a la estación y le pidieras a Vijaya que viniese con uno de los otros hombres. Díles que tomen unas angarillas en la enfermería.
Mary Sarojini asintió y, sin una palabra, se puso de pie y cruzó el claro a la carrera.
Will contempló la figurita que se alejaba… las faldas rojas moviéndose de uno a otro costado, la suave piel del torso brillando, color de rosa y de oro, a la luz del sol.
—Tiene una nieta notable —dijo al doctor MacPhail.
—El padre de Mary Sarojini —dijo el médico luego de un breve silencio— era mi hijo mayor. Murió hace cuatro meses… un accidente, en una ascensión de montaña.
Will masculló su simpatía, y se produjo otro silencio.
El doctor MacPhail destapó una botella de alcohol y se lavó las manos.
—Esto le va a doler un poco —advirtió—. Sugiero que escuche a ese pájaro. —Agitó una mano en dirección del árbol muerto, al cual el mynah había vuelto después de la partida de Mary Sarojini.
—Escúchelo con atención, reflexivamente. Le apartará los pensamientos del dolor.
Will Farnaby escuchó. El mynah había vuelto a su primer tema.
—Atención —llamaba el oboe vocal—. Atención.
—¿Atención a qué? —inquinó, en la esperanza de obtener una respuesta más esclarecedora que la recibida de Mary Sarojini.
—A la atención —respondió el doctor MacPhail.
—¿Atención a la atención?
—Por supuesto.
—Atención —canturreó el mynah en irónica confirmación.
—¿Tienen muchos de estos pájaros parlantes?
—Debe de haber por lo menos mil volando por la isla. Fue una idea del Viejo Raja. Pensó que le haría bien a la gente. Y quizá sea así, aunque parece un poco injusto para con los mynah. Pero por suerte los pájaros no entienden de discursos estimulantes, Ni siquiera los de San Francisco.
Imagínese —continuó—: ¡Predicar sermones a tordos y cardelinas! ¡Qué presunción! ¿Por qué no podía tener la boca cerrada y dejar que los pájaros le predicasen a él? Y ahora —agrego con otro tono—, será mejor que empiece a escuchar a nuestro amigo del árbol. Voy a limpiar esta herida.
—Atención.
—Ahí va.
El joven respingó y se mordió los labios.
—Atención. Atención. Atención.
Sí, era cierto. Si se escuchaba con concentración, el dolor no era tan intenso.
—Atención. Atención…
—No entiendo —dijo el doctor MacPhail, mientras tomaba las vendas— cómo logró subir a ese risco.
Will logró reír.
—Recuerde el comienzo de Erewhon —dijo: «La suerte quiso que la Providencia estuviese de mi parte».
Del extremo más lejano del claro llegó el sonido de voces. Will volvió la cabeza y vio a Mary Sarojini aparecer por entre los árboles, con la falda ondulando mientras corría. Detrás de ella, desnudo hasta la cintura y llevando al hombro las varas de bambú y la lona enrollada de una liviana angarilla, caminaba la gigantesca estatua bronceada de un hombre, y detrás del gigante venía un esbelto adolescente de piel morena y pantaloncitos blancos.
—Este es Vijaya Bhattacharya —dijo el doctor MacPhail cuando la estatua de bronce se aproximó—. Vijaya es mi ayudante.
—¿En el hospital?
El doctor MacPhail meneó la cabeza.
—Sólo en caso de situaciones, de urgencia —explicó—. Ya no practico la profesión. Vijaya y yo trabajamos en la Estación Agrícola Experimental. Y Murugan Mailendra —agitó la mano en dirección del joven moreno— está con nosotros temporariamente, para estudiar la ciencia del suelo y del cultivo de plantas.
Vijaya se apartó y, poniendo una enorme mano sobre el hombro de su compañero, lo empujó hacia adelante. Contemplando el hermoso y enfurruñado rostro juvenil, Will reconoció de repente, con un sobresalto de asombro, al joven elegantemente ataviado que había conocido, cinco días antes, en Rendang-Lobo, y que viajó con él por toda la isla en el Mercedes blanco del coronel Dipa. Sonrió, abrió la boca para hablar y se contuvo. En forma casi imperceptible, pero inconfundiblemente, el joven había sacudido la cabeza. En sus ojos Will vio una expresión de angustiado ruego. Sus labios se movieron sin emitir un sonido. «Por favor» —parecían decir—, «por favor…». Will reacomodó la expresión.
—¿Cómo le va, Mr. Mailendra? —dijo, con tono de negligente formalidad.
Murugan se mostró enormemente aliviado.
—¿Cómo le va? —respondió, e hizo una pequeña inclinación de cabeza.
Will miró en torno para ver si los otros habían advertido lo sucedido. Vio que Mary Sarojini y Vijaya estaban ocupados con las angarillas, y que el médico volvía a acomodar las cosas en su maletín. La pequeña comedia se había representado sin público. Era evidente que el joven Murugan tenía sus motivos para no querer que se supiera que había estado en Rendang. Los jóvenes siempre serán jóvenes. Los jóvenes incluso pueden ser muchachas. El coronel Dipa se había mostrado más que paternal hacia su joven protegido, y Murugan se mostraba algo más que filial hacia el coronel… era absolutamente indudable que lo adoraba. ¿Era un simple culto al héroe, una admiración de colegial por el hombre que había realizado una revolución exitosa, liquidado a la oposición para instalarse como dictador? ¿O había además otros sentimientos? ¿Hacía Murugan el papel de Antinoo de su Adriano de negros bigotes? Bueno, si eso era lo que sentía ante bandoleros militares de edad mediana, era cosa de él. Y si al bandolero le gustaban los jóvenes bonitos, era cosa de él. Y quizá, —continuó reflexionando Will—, era por eso que el coronel Dipa se había abstenido de efectuar una presentación formal.
—Este es Muru —había dicho, cuando el joven fue introducido en la oficina presidencial—. Mi joven amigo Muru. —Y se había puesto de pie y apoyado un brazo sobre los hombros del joven, para llevarlo al sofá y sentarse junto a él.
—¿Puedo conducir el Mercedes? —preguntó en esa ocasión Murugan. El dictador sonrió con indulgencia y asintió moviendo la bien peinada cabeza. Y había otro motivo para suponer que la curiosa relación era algo más que una simple amistad. Al volante del coche de deporte del coronel, Murugan era un maniático. Sólo un enamorado perdido podía confiarse —y confiar sus invitados— a semejante conductor. En el tramo llano entre Rendang-Lobo y los yacimientos petrolíferos, el velocímetro había llegado dos veces a los ciento setenta y cinco; y peor, mucho peor, era seguir por el camino de montaña de los yacimientos a las minas de cobre. Los abismos se abrían ante uno, los neumáticos chillaban en los recodos, búfalos acuáticos aparecían de entre bosquecillos de bambú a pocos centímetros del coche, camiones de diez toneladas pasaban rugiendo por el costado del camino que no les correspondía.
—¿No está usted un poco nervioso? —se había atrevido Will a preguntar. Pero el bandolero era tan religioso como enamoradizo.
—Si uno sabe que está haciendo la voluntad de Alá, y yo lo sé, Mr. Farnaby, no hay motivos para nerviosidades. En tales circunstancias la nerviosidad sería una blasfemia. —Y mientras Murugan viraba para esquivar otro búfalo, abrió su cigarrera de oro y ofreció a Will un Sobranje balcánico.
—Listo —indicó Vijaya.
Will volvió la cabeza y vio las angarillas en el suelo junto a él.
—¡Muy bien! —dijo el doctor MacPhail—. Levantémoslo. Con cuidado. Despacio…
Un minuto más tarde la pequeña procesión serpenteaba por el caminito, entre los árboles. Mary Sarojini iba adelante, su abuelo cerraba la marcha y entre ellos iban Murugan y Vijaya en cada extremo de la camilla.
Desde su lecho móvil Will Farnaby miró a través de la verde obscuridad como desde el fondo de un mar vivo. Muy arriba, cerca de la superficie, había un susurro entre las hojas, un ruido de monos. Y ahora era una docena de cálaos brincando, como ficciones de una imaginación desordenada, a través de una nube de orquídeas.
—¿Está cómodo? —preguntó Vijaya, inclinándose, solícito, para mirarlo a la cara.
Will le sonrió.
—Lujosamente cómodo —respondió.
—No es lejos —continuó el otro, para tranquilizarlo—. Llegaremos en unos pocos minutos.
—¿Adónde vamos?
—A la Estación Experimental. Es como Rothamsted. ¿Alguna vez fue a Rothamsted cuando estuvo en Inglaterra?
Will había oído hablar del lugar, por supuesto, pero nunca estuvo en él.
—Hace más de cien años que funciona —continuó Vijaya.
—Ciento veinte, para ser exactos —dijo el doctor MacPhail—. Lawes y Gilbert iniciaron sus trabajos sobre fertilizantes en 1843. Uno de los alumnos vino aquí a principios de la década del 50 para ayudar a mi abuelo a iniciar la estación. Rothamsted en los trópicos… esa era la idea. En los trópicos y para los trópicos.
La penumbra verde se fue aclarando y un momento más tarde la camilla salió del bosque al resplandor del sol del trópico. Will levantó la cabeza y miró en torno. Estaban no muy lejos del centro de un inmenso anfiteatro. Ciento cincuenta metros más abajo se extendía una amplia llanura, cuadriculada de campos, moteada de grupos de árboles y de apiñamientos de casas, en la otra dirección las cuestas ascendían centenares de metros hacia un semicírculo de montañas. Terraza sobre terraza, verdes o doradas, desde la llanura hasta el muro dentado de picos, los arrozales seguían las líneas del contorno, destacando cada hinchazón y hundimiento de la ladera en lo que parecía una intención deliberada y artística. Allí la naturaleza no era ya simplemente natural; el paisaje había sido compuesto, reducido a sus esencias geométricas y traducido, por lo que en un pintor habría sido un milagro de virtuosismo, en términos de esas sinuosas líneas, de esos manchones de color puro y luminoso.
—¿Qué hacía usted en Rendang? —preguntó el doctor Robert, interrumpiendo un largo silencio.
—Reunía materiales para un artículo sobre el nuevo régimen.
—No creía que el coronel fuese tema periodístico.
—Se equivoca. Es un dictador militar. Eso quiere decir que hay muertes en el aire. Y la muerte siempre es noticia. Incluso lo es el olor lejano de la muerte —rió—. Por eso me dijeron que pasara por allí, de regreso de China.
Y había habido otros motivos que prefería no mencionar. Los periódicos eran sólo uno de los intereses de lord Aldehyde. En otra de sus expresiones era k South-East Asia Petroleum Company, era la Imperial and Foreign Copper Limited. Oficialmente, Will había ido a Rendang para olfatear la muerte en su aire militarizado; pero también se le había encomendado que averiguase qué opinaba el dictador sobre los capitales extranjeros, qué rebajas impositivas estaba dispuesto a ofrecer, qué garantías contra nacionalizaciones. ¿Y qué proporción de las ganancias se podría exportar? ¿Cuántos técnicos y administradores nativos habría que emplear? Toda una batería de preguntas. Pero el coronel Dipa se había mostrado sumamente afable y dispuesto a colaborar. De ahí el espeluznante viaje, con Murugan al volante, hacia las minas de cobre.
—Primitivas, mi querido Farnaby, primitivas. Urgentemente necesitadas, como usted mismo puede ver, de equipos modernos. —Se había concertado otra entrevista… y se la había concertado, recordó Will, para esa misma mañana. Se imaginó al coronel ante su escritorio. Un informe del Jefe de policía:
—Mr. Farnaby fue visto por última vez en un pequeño bote de vela, solo, rumbo al estrecho de Pala. Dos horas después una tormenta de gran violencia… Presumiblemente muerto…
Y en cambio se encontraba allí, vivo y coleando, en Ja isla prohibida.
—No le darán el visado —le había dicho Joe Aldehyde en la última entrevista—. Pero quizá pueda desembarcar disfrazado. Con un albornoz o algo por el estilo, como Lawrence de Arabia.
—Lo intentaré —había respondido Will, con el rostro imperturbable.
—Sea como fuere, si logra llegar a Pala, vaya directamente al palacio. La rani —es la reina madre— es una vieja amiga mía. La conocí hace seis años en Lugano. Se hospedaba en la casa del viejo Voegeli, el banquero de inversiones. La amante de él está interesada en el espiritualismo, y organizaron una sesión en mi honor. Una médium, auténtica Voz Directa… sólo que por desgracia hablaba únicamente en alemán. Bueno, después de que se encendieron las luces conversé con ella. —¿Con la médium?
—No, no. Con la rani. Es una mujer notable. Ya sabe, La Cruzada del Espíritu.
—¿Ella lo había inventado?
—En efecto. Pero yo prefiero el Rearme Moral. En Asia lo asimilan mejor. Conversamos mucho al respecto, esa noche. Y después hablamos de petróleo. Pala está repleta de petróleo. La South-East Petroleum ha tratado de conseguirlo durante años. Lo mismo que todas las otras compañías. Todo inútil. No hay concesiones petroleras para nadie. Es la política inmutable de ellos. Pero la rani no está de acuerdo con eso. Quiere que el petróleo sirva para algo útil en el mundo. Para financiar la Cruzada del Espíritu, por ejemplo. Entonces, como le digo, si llega a Pala, vaya enseguida al palacio. Hable con ella. Averigüe los antecedentes de los hombres que toman las decisiones. Descubra si existe una minoría partidaria de las concesiones y pregunte cómo podemos ayudarlos a realizar la tarea.
Y terminó prometiéndole a Will una buena recompensa si sus esfuerzos se veían coronados por el éxito. Lo suficiente como para concederle todo un año de libertad. «No más reportajes. Nada más que Arte Elevado, Arte, arte». Y lanzó una carcajada escatológica, como si en vez de arte se hubiese, hablado de otra palabra, también de cuatro letras. ¡Increíble criatura! Pero sea como fuere escribía para los infames periódicos de la increíble criatura, y estaba dispuesto, por un soborno, a hacer todos los trabajos sucios que le encargase la increíble criatura. Y ahora, oh milagro, estaba en tierra de Pala. La suerte había querido que la Providencia estuviese de su parte… evidentemente con el expreso propósito de perpetrar una de las siniestras bromas pesadas que son la especialidad de la Providencia.
Lo volvió a la realidad el sonido de la voz chillona de Mary Sarojini.
—¡Hemos llegado!
Will volvió a levantar la cabeza. La pequeña procesión se había apartado del camino y pasaba por una abertura practicada en una pared de estuco blanco. A la izquierda, en una creciente sucesión de terrazas, había hileras de edificios bajos sombreados por higueras sagradas. Enfrente, una avenida de altas palmeras descendía hacia un estanque de lotos, en el extremo más lejano del cual había un enorme Buda de Piedra. Doblando hacia la izquierda, subieron por entre árboles en flor, a través de una mezcla de perfumes, hacia la primera terraza. Detrás de una cerca, inmóvil salvo por el rumiar de las mandíbulas, se veía un toro jiboso blanco como la nieve, semejante a una deidad en su serena y absorta belleza. El amante de Europa retrocedió hacia el pasado y cedió el lugar a varias aves de Juno que arrastraban su plumaje por el césped. Mary Sarojini abrió la puertecilla de un jardinillo.
—Mi bungalow —dijo el doctor MacPhail, y volviéndose hacia Murugan—; Permíteme que te ayude a subir los escalones.