Como que no
A las chicas del garaje les gustaba acudir a la sala de visitas juntas por las tardes, durante la semana. Yo pasaba el rato con ellas, rodeada de presas que hacían ganchillo industriosamente, viendo Factor Miedo en la tele con los auriculares puestos, o charlando sin más. Pom-Pom estaba haciendo no sé qué trabajo artístico con lápices de colores, probablemente una tarjeta de cumpleaños. De repente entró corriendo una presa con los ojos como platos.
—¡El OC está destruyendo el dormitorio A!
La seguimos hasta el vestíbulo, donde ya se reunía una multitud. El nuevo OC que estaba de guardia aquella tarde era un tipo agradable, de buenos modales y muy joven. Como un gran número de los guardias de la cárcel, había sido militar. Esos tipos acababan su contrato con las fuerzas armadas y les quedaban varios años más para recibir una pensión federal, de modo que acababan trabajando para el DFP. A veces nos hablaban de sus anteriores carreras militares. El señor Maple había sido sanitario en Afganistán.
El OC de guardia aquella noche acababa de volver de Iraq y había empezado a trabajar en la cárcel. Se rumoreaba que estuvo destinado en Fallujah, donde aquella primavera la lucha había sido brutal. Aquella noche, alguien del dormitorio A le causó problemas, contestándole con alguna impertinencia. Y algo estalló. Antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, fue al dormitorio A y sacó el contenido de los cubículos, arrancando cosas de las paredes y las sábanas de las camas, y les dio la vuelta.
Nos asustamos: doscientas presas solas con un guardia que tenía un brote psicótico. Alguien salió fuera e hizo señas al camión de la alambrada, que fue a buscar ayuda colina abajo. El joven soldado salió del edificio, y las residentes del dormitorio A empezaron a ordenar de nuevo sus cubículos. Todo el mundo estaba muy nervioso. Al día siguiente vino uno de los tenientes de la ICF y se disculpó con el dormitorio A, cosa que no tenía precedentes. Nunca volvimos a ver al joven OC.
Muy «zen» gracias a Yoga Janet, bien alimentada por Pop y ahora dominando las mezclas de cemento, así como los rudimentos del trabajo eléctrico, tenía la sensación de que había aprendido muchas cosas en la cárcel. Si aquello era lo peor que me podían hacer los federales, adelante. Entonces llamé a mi padre por el teléfono de pago de la cárcel para hablar de los Red Sox y él me dijo: «Piper, tu abuela no está demasiado bien».
Muy sureña en sus cosas, menuda como un pajarito, pero poseedora de una personalidad dura y formidable, mi abuela había sido una figura constante en mi vida. Nativa de Virginia Occidental y criada durante la Depresión con dos hermanos, luego había criado a cuatro hijos, así que en realidad no sabía muy bien qué hacer con una niña pequeña, su nieta mayor, y yo le tenía miedo. Seguí teniéndole miedo, aunque a medida que me hacía mayor desarrollamos una relación sorprendentemente fácil, y hablábamos en privado con toda franqueza de sexo, feminismo y poder. Ella y mi abuelo estaban estupefactos y horrorizados por mis desgracias criminales y, sin embargo, nunca habían dejado que se me olvidara que me amaban, me apoyaban y se preocupaban por mí. Lo único que yo temía más que la cárcel era que uno de ellos muriera mientras yo estaba allí encerrada.
Le supliqué a mi padre que me asegurara que iba a estar bien, que se pondría mejor, que estaría allí cuando yo volviera a casa, en enero. Él no discutió conmigo, solo me dijo: «Escríbele». Habitualmente escribía breves notas llenas de optimismo a mis abuelos, asegurándoles que estaba bien y que no podía esperar a verles cuando volviera a casa. Pero entonces me senté a escribir una carta muy distinta, en la que intenté transmitir lo mucho que ella significaba para mí, cuánto me había enseñado y cómo quería emular su rigor y su rectitud, lo mucho que la quería y la echaba de menos. Había cometido un error terrible que me impedía estar con ella cuando me necesitaba, cuando estaba enferma y quizá muriéndose.
Inmediatamente después de enviar la carta, pedí a la secretaria del campo un impreso de petición de permiso.
—¿Te crio tu abuela? —me preguntó ella, con brusquedad.
Al contestar que no, me dijo que no servía para nada que me diera aquel formulario, porque nunca me concederían un permiso para una abuela. Yo dije entonces, enfadada, que aun así podía pedir un permiso, y le pedí el formulario de todos modos.
—Como quieras —me soltó.
Pop me dijo con amabilidad que en realidad no tenía ninguna posibilidad de que me concedieran un permiso, ni siquiera para un funeral, a menos que fuera un padre o una madre, un hijo o quizá un hermano, y que no quería que me hiciera demasiadas ilusiones.
—Ya sé que no está bien, cariño. Pero así es como hacen las cosas.
Ya había visto a muchas otras reclusas sufrir por la enfermedad de sus seres queridos y me había sentido impotente cuando llegaba lo peor, cuando tenían que enfrentarse no solo a su dolor, sino también al fracaso personal de estar en la cárcel y no haber podido estar con su familia.
Aquel Halloween yo no estaba para muchas fiestas. Me sentía fatal, como si me hubiesen dado con un mazo en el estómago. Pero no podía escapar a las festividades de las más de doscientas mujeres con las que vivía cada día, unas junto a otras. A todas les gustaba aquella fiesta.
Ya me habían advertido de que el Halloween en la cárcel era raro. ¿Podía ser más raro que cualquier otra cosa allí? ¿Cómo hacerse un disfraz con unos recursos tan limitados y faltos de color como los que teníamos a nuestra disposición? Aquel mismo día había visto una estúpida máscara de gato hecha con unos expedientes de cartulina marrón. Además, no estaba de humor para nada, y mucho menos para regalar caramelos.
Oí que las fieles se acercaban por el dormitorio B.
—¡Truco o trato!
Me quedé en mi litera, intentando concentrarme en mi libro. Entonces Delicious me interpeló desde la puerta de mi cubículo.
—¡Truco o trato, Piper!
Tuve que sonreír. Delicious iba vestida de chulo, con un traje blanco que se había hecho con su uniforme de cocina y unos pantalones de chándal del revés. Llevaba un «cigarro» e iba rodeada por un grupo de «putas». Iban unas cuantas Eminemlettes, pero también Fran, la abuela italiana parlanchina, de setenta y ocho años, la mujer más veterana de todo el campo. Las putas habían tratado de ponerse sexys también, subiéndose el bajo de unos pantalones cortos de deporte y bajándose el escote de unas camisetas, pero la mayoría habían recurrido al maquillaje, que era chillón incluso para los cánones de la cárcel. Fran llevaba una boquilla larguísima con un cigarrillo y una cinta para el pelo que se había hecho de papel, y mucho pintalabios. Parecía una antigua flapper.
—Vamos, Piper, ¿truco o trato? —me exigía Delicious—. Dame algo dulce para comer, ¿vale?
Nunca guardaba caramelos en mi cubículo. Intenté sonreírles para que vieran que apreciaba su creatividad.
—Supongo que truco, Delicious. No tengo nada dulce, ahora mismo.
Empecé a perseguir a los funcionarios de la cárcel que podían decidir si volvía a ver a mi abuela alguna vez o no. Uno era el jefe temporal de la unidad, siempre ausente, Bubba, que te podía decir que te fueras a tomar por culo de la manera más agradable del mundo. Mi consejero, Finn, otro veterano del DFP, era un bufón indiferente que insultaba a la mínima y nunca hacía el papeleo, pero yo le gustaba porque soy rubia y tengo los ojos azules y «el culo bien prieto», como murmuró una vez bajito. Me invitó amablemente a llamar a mi abuela desde su despacho, porque el número de la residencia no estaba en la lista de teléfonos aprobados del sistema penitenciario, así que no podía llamarla desde el teléfono de pago. Parecía agotada, y muy sorprendida de oír mi voz por teléfono. Cuando colgué, me deshice en sollozos. Salí corriendo de su despacho y me fui a la pista de carreras.
Volví a mis antiguos hábitos solitarios. Me encerraba y permanecía callada, decidida a encajar aquella situación sola, si se daba el peor de los casos. Cualquier otra cosa sería admitir ante el mundo que los federales habían conseguido aplastarme, ponerme no solo de rodillas, sino de cara al suelo, y que no conseguiría sobrevivir a mi encarcelamiento intacta. ¿Cómo admitir que la actitud de estoicismo y confianza en sí misma de «típica chica americana», eso de «date a los demás y no dejes de sonreír» no funcionaba, no conseguía apartar de mí el dolor, la vergüenza y la impotencia?
Desde muy temprana edad yo había aprendido a sobreponerme, a cubrir mis huellas emocionales, a esconder o ignorar mis problemas, creyendo que debía resolverlos yo sola. De modo que cuando cometer transgresiones estimulantes requería engañar a figuras autoritarias, yo sabía cómo hacerlo. Era una gran farsante. Y cuando la supervivencia corriente y de cada día en la cárcel requería hacerse la dura, también era capaz de hacerlo. Eso es lo que mis compañeras presas describían aprobadoramente como «arreglárselas». Como por ejemplo: «La miras y no lo parece, pero Piper se las arregla».
No eran solo mis iguales los que aplaudían este rasgo: también el sistema carcelario fomenta el estoicismo e intenta aplastar cualquier emoción genuina, pero todo el mundo, carceleros y presos por un igual, siguen cruzando las fronteras a un lado y otro. Mi enorme desprecio por personas como Levy no se debía solo a que no me gustara la forma que tenía de ponerse por encima de las demás, sino también porque no era estoica, sino todo lo contrario. A nadie le gustan los lloricas.
Las semanas siguientes iba por ahí llena de furia y desesperación reprimidas. Callaba y me mostraba educada, cumplía los requisitos de la sociedad penitenciaria, pero no sentía deseo alguno de charlar o bromear. Mis compañeras reclusas, ofendidas, decían que yo debía de estar sintiéndome «como que no», porque no estaba como de costumbre, optimista y demás. Alguien debió de chivarles que mi abuela estaba muy enferma. De repente empecé a recibir palabras amables, consejos comprensivos y tarjetas con oraciones. Y todas esas cosas acabaron por recordarme que no estaba sola, que todas las mujeres que vivían en aquel edificio estaban en el mismo asqueroso barco que yo.
Pensé en una mujer cuya cara era una máscara de dolor cuando se enteró de la noticia de la muerte de su madre. Se balanceaba silenciosamente, con la cara congelada en un aullido, mientras su amiga la envolvía con sus brazos y la acunaba (violando las normas del contacto físico). También recordé a Roland, una mujer caribeña muy tiesa cuya fortaleza yo admiraba. Roland te decía, nada más conocerte, que la cárcel le había salvado la vida.
—Estaría muerta en alguna cuneta, desde luego, tal y como vivía —me confesó. Cumplía su condena con elegancia. Trabajaba duro, no se metía con las demás personas y tenía una sonrisa para cada ocasión, y no pedía nunca nada a nadie. Poco antes de que Roland se fuera a casa, murió su hermano. Ella, estoica y tranquila, recibió permiso para ausentarse medio día y así poder asistir a su funeral.
Pero cuando llegaron los miembros de su familia a Danbury para recogerla, llevaban un coche distinto al que estaba registrado en sus documentos. Y no hubo manera: la devolvieron abajo, al campo, desde Recepción, y su familia se tuvo que ir. Pocas semanas después la soltaron. Lo despiadado, mezquino y estúpido de esa situación fue la comidilla del campo entero. Las inconformistas señalaban que hay que asumir que los federales te joderán brutalmente siempre que tengan oportunidad, y que se pueden evitar semejantes errores, pero todas sentían el corazón dolorido por ella.
Pop me llamó para hablar conmigo.
—Mira, cariño, te estás amargando completamente. Te diré una cosa: cuando mi padre se estaba muriendo, yo estaba como loca, así que sé cómo te sientes. Pero escúchame: estos hijos de puta… por lo que a ellos respecta, no vas a sacar nada. ¿Crees que si te fueran a dar un permiso no lo sabrías ya ahora mismo? Cariño, tienes que llamar a tu abuelita por teléfono, escribirle, pensar mucho en ella. Pero no puedes dejar que estos hijos de puta te amarguen del todo. Tú no eres una amargada, Piper, no está en tu naturaleza. No dejes que te hagan esto. Vamos, cariño —Pop me abrazó muy fuerte, apretándome contra sus grandes y perfumadas «joyas».
Y me di cuenta de que tenía razón. Y me sentí un poco mejor.
Aun así, rondaba todo el rato las oficinas administrativas, que estaban casi siempre vacías. (Dios sabe qué estaría haciendo aquella gente. Ciertamente, su trabajo no). Escribí muchas cartas a casa, y me senté en mi litera con mi álbum de fotos, mirando la sonrisa de mi abuela, su peinado con melenita corta que llevaba desde los años cincuenta… Las Eminemlettes venían a verme a mi cubículo y luego se iban, frustradas al ver que no me podían animar. A medida que el aire se iba volviendo más frío y pasó el Día de los Veteranos, llamaba a mi padre cada dos días por teléfono de pago (mi abuela estaba estabilizada, ¿conseguiría yo al final mi permiso o no?), nerviosa al ver que me quedaba sin minutos telefónicos. Pensé en rezar, aunque no lo hacía a menudo y no tenía práctica. Afortunadamente, algunas personas se ofrecieron a hacerlo por mí, incluida la hermana. Eso tenía que contar el doble, ¿no?
No me sentía inclinada a la oración formal, pero era menos escéptica hacia las creencias religiosas que cuando ingresé en la cárcel. Un día de finales de septiembre estuve con Gisela detrás del dormitorio A, en la mesa de picnic. Ella trabajaba conmigo en el taller de construcción y era también la conductora del autobús, y era dulce, amable y encantadora, muy delicada y refinada, pero no era una mema ni una optimista descerebrada. No recuerdo haber oído jamás a Gisela levantar la voz, y dado que era conductora de autobús y la mejor amiga de Elena Guzmán, aquello resultaba bastante chocante. Gisela también era graciosa y adorable, con una cara ovalada y perfecta de un color canela, grandes ojos castaños muy brillantes, y el pelo largo y ondulado. Era de la República Dominicana y había vivido en Massachusetts durante años, en barrios que yo no conocía, pero sí que compartíamos algunos conocimientos comunes. La esperaban sus dos hijos, viviendo a cargo de una señora anciana llamada Noni Delgado a quien Gisela llamaba «su ángel».
Aquel día en particular, Gisela y yo hablábamos de su inminente liberación. Por supuesto, ella estaba nerviosa. Le preocupaba no encontrar trabajo. Le preocupaba qué haría su marido cuando ella volviese, porque él estaba en la República Dominicana y habían tenido una relación que parecía tempestuosa y torturada. Gisela decía que no quería volver con él, pero al parecer él era una persona a la que resultaba difícil resistirse, y además tenían hijos. Yo sabía que Gisela no tenía dinero y sí muchas responsabilidades, y que se enfrentaba a un número de desafíos desconocidos pero imponentes. Pero aunque admitía en seguida que estaba algo nerviosa, también exhibía en el fondo una paz interior, la calma cariñosa que la convertía en ese tipo de persona hacia el que todas se sentían atraídas. Y entonces empezó a hablar de Dios.
Normalmente, las profesiones de fe o discusiones sobre religión en la cárcel recibían siempre algún bufido y una huida rápida por mi parte. Yo defiendo que todo el mundo pueda practicar lo que quiera según sus preferencias y creencias, pero había muchísimas creyentes de la cárcel que parecían inventarse cosas según les apetecía, y estupideces además: un mes llevaban una servilleta de contrabando en la cabeza y practicaban el islam, luego al siguiente mes aparecían en el círculo de meditación budista, después de darse cuenta de que podían escaquearse del trabajo por aquella nueva observancia religiosa. Todo esto además unido con un volumen bastante importante de ignorancia sobre las religiones del resto del mundo («Bueno, los judíos mataron a Jesús… ¡eso lo sabe todo el mundo!»), así que por lo general yo no quería saber nada.
Pero Gisela no hablaba de religión, ni de iglesia, ni siquiera de Jesús. Solo hablaba de Dios. Y cuando hablaba de Dios parecía feliz. Hablaba libremente, con toda facilidad, de que Dios la había ayudado en todas las luchas de su vida, y especialmente el año que había pasado en la cárcel. Decía que sabía que Dios la amaba, y que la vigilaba, y que le había dado la paz mental, el sentido común y la claridad necesarias para ser una buena persona, incluso en un lugar malo. Ella decía que confiaba en que Dios la ayudase, enviándole a ángeles como Noni Delgado para que cuidase de sus hijos, y a buenas amigas como Elena, cuando más las necesitaba para ayudarla a sobrevivir en prisión. Resplandecía al hablar con paz y serenidad de Dios y de lo mucho que había recibido de su amor.
Me sorprendió sentirme tan conmovida por lo que me decía Gisela, y la escuché atentamente. Algunas de sus creencias no se diferenciaban demasiado de las cosas que había oído decir a las santurronas del campo, pero sus protestas de fe estaban imbuidas de la necesidad de redención («Jesús me quiere aunque sea una mala persona, aunque nadie más me quiera»). Gisela conocía el amor. Estaba claro que hablaba de una fe inquebrantable que le daba fuerzas auténticas y que la había ayudado durante mucho tiempo. No hablaba de arrepentimiento, ni de perdón, solo de amor. Lo que Gisela me estaba describiendo era un amor exquisitamente íntimo y feliz. Pensé que era una de las descripciones más atractivas de la religión que había oído jamás. Yo no me iba a poner a leer la Biblia; nuestra conversación no trataba de mí y de mis decisiones en ningún sentido. Pero era alimento para el alma.
Ya había reconocido hacía tiempo que la religión ayuda a la gente a comprender su relación con su comunidad. En el mejor de los casos ayudaba a las mujeres de Danbury a centrarse en lo que tenían y no en lo que querían. Y eso era bueno. De modo que aunque me burlase de las «santurronas», ¿acaso era tan malo que la religión ayudase a alguien a comprender lo que las demás necesitaban de ellas en lugar de pensar solo en sí mismas?
En la cárcel, por primera vez, comprendí que la religión podía ayudar a las personas a ver más allá de ellas mismas, no hacia el abismo, sino hacia la calle, hacia el caos, para ofrecer lo mejor de sí mismas a los demás. Llegué a este convencimiento conociendo a personas como la Hermana, Yoga Janet o Gisela, e incluso mi pedicura santurrona, Rose.
Rose, parloteando mientras me hacía la pedicura un día, me dijo lo que había aprendido de su religión. Se me ocurrió más tarde que las suyas fueron las palabras más potentes que podía pronunciar jamás una persona:
—Tengo mucho que dar.
Yo tenía muchas frustraciones, y mis métodos para sobrellevarlas se encontraban con obstáculos a cada momento. Empezaron a cerrar la pista después del recuento de las cuatro. Después del trabajo yo iba corriendo al campo, me ponía las zapatillas y corría frenéticamente hasta la hora del recuento, apurando cada vez más y más y poniendo nerviosas a la mayoría de las habitantes del dormitorio B. Yo miraba desde el extremo más alejado de la pista y veía a Jae que me hacía señas frenéticamente, y entonces corría a toda velocidad y subía los destartalados escalones y atravesaba el dormitorio C hasta mi cubículo, y las otras presas me susurraban que me diera prisa.
—Pipes, ¡vas a joder el recuento de las cuatro y hacer que te manden de cabeza a la UHE! —me advirtió Delicious desde el otro lado del dormitorio B.
—Compañera, estás apurando demasiado —y Natalie meneaba la cabeza.
En el mejor de los casos, solo conseguía correr unos diez kilómetros los días laborables. Intentaba recuperar el fin de semana, corriendo dieciséis kilómetros en torno a la pista de medio kilómetro los sábados y los domingos, pero aquello no me ayudaba con mis oleadas diarias de estrés y ansiedad por cosas y personas que no podía controlar.
Así que empecé a hacer más yoga. El interés inicial en mantener la clase de yoga en funcionamiento había resurgido un poco, pero un cierto número de las nuevas adeptas (Amy, que maldecía y chillaba con cada postura) no duraron mucho. Ghada aparecía todavía de vez en cuando y se echaba a mi lado, canturreaba en su inglés chapurreado, pero me faltaba la presencia de una yogui decente hispana o de Janet, así que nunca se quedaba dormida a mi lado. Camila venía y ponía una cinta conmigo a veces los fines de semana, y todavía era una compañía excelente (y podía arquearse hacia atrás a mi lado), pero estaba preocupada porque se iba pronto al programa de drogas colina abajo. Así que quedábamos sobre todo Rodney Yee y yo.
Cogí la costumbre de levantarme a las cinco, comprobando meticulosamente para estar segura de que el recuento de la mañana estaba completo: ruido de botas, linternas que se agitaban, llaves que resonaban a veces si el OC no ponía cuidado y las sujetaba bien. Yo me levantaba en silencio en mi cubículo, esperando darles un susto y hacerles saltar. Natalie ya se había ido a la cocina, a hacer el pan. Yo me regodeaba en la oscuridad total del dormitorio B, oyendo respirar a las cuarenta y ocho mujeres en una polifonía de sueño profundo, mientras preparaba las medidas adecuadas de café instantáneo, azúcar y Cremora. El dormitorio B estaba caliente e increíblemente tranquilo, y yo me deslizaba entre el laberinto de cubículos hasta el dispensador de agua caliente. De vez en cuando veía a alguna despierta, y nos hacíamos una seña o nos murmurábamos algo la una a la otra. Con la taza humeante en la mano, salía del edificio en medio de un frío tremendo y me dirigía al gimnasio a comulgar con el vídeo y con Rodney. En la absoluta intimidad del gimnasio vacío, mi cuerpo se iba despertando poco a poco y se calentaba en el frío suelo de goma, con la cabeza y el corazón calmados durante un buen rato, cada vez más claro el valor de las enseñanzas de Yoga Janet. La echaba de menos terriblemente, y sin embargo, ella me había hecho un regalo que me permitía estar sin ella.
En los últimos diez meses había encontrado algunas formas de tener una sensación de control sobre mi mundo, de conseguir algo de poder personal dentro de un estatus en el que se suponía que no debía tener ninguno. Pero la enfermedad de mi abuela había desbaratado por completo esa sensación, y me había demostrado que las decisiones que tomé doce años antes y sus consecuencias me habían puesto en poder de un sistema que intentaría arrebatarme cosas de una manera implacable. Yo podía decidir asignarle poco valor a las comodidades físicas que había perdido; podía encontrar el gustillo a todas las personas y cosas que me rodeaban en la actualidad y que me eran preciosas. Pero nada en aquel lugar podía sustituir a mi abuela, y estaba a punto de perderla.
Una tarde muy gris, iba dando vueltas a la pista, obligándome a mantener una velocidad de siete minutos el kilómetro y medio. La señora Jones me había regalado un reloj digital que no usaba nunca y yo iba siguiendo su ritmo, sin descanso. El tiempo era horrible e iba a llover. Apareció Jae en la cima de la colina, haciéndome señales urgentes. Miré el reloj y vi que eran las 3 y 25, quedaban todavía treinta y cinco minutos para el recuento. ¿Qué querría?
Me quité los auriculares, molesta.
—¿Qué pasa? —grité, entre el viento.
—¡Piper! ¡Little Janet te necesita! —me hizo señas de que fuera con ella.
Si Little Janet quería algo, que viniera a la pista, que era joven, y hablara conmigo… a no ser que pasara algo malo.
Un pánico repentino me hizo subir las escaleras corriendo hacia Jae.
—¿Qué pasa? ¿Dónde está?
—Está en su cubículo. Vamos —fui corriendo con Jae, tensa. No parecía que hubiese ocurrido ningún desastre, pero Jae estaba tan acostumbrada al desastre que no había forma de saberlo. Así que fuimos rápidamente al dormitorio A.
Little Janet estaba sentada en su litera, en la parte de abajo, y parecía que estaba bien. Miré su cubículo. Estaba vacío y había una caja en el suelo.
—¿Estás bien? —quería sacudirla por haberme dado aquel susto.
—Piper… me voy a casa.
Yo parpadeé. ¿De qué demonios estaba hablando?
—Pero ¿qué dices, cariño? —me senté en la cama, apartando una pila de papeles. Pensé que a lo mejor había perdido la cabeza.
Ella me cogió la mano.
—Liberación inmediata.
—¿Cómo?
La miré, temiendo creer lo que estaba diciendo. Nadie obtiene la liberación inmediata. Las presas hacen apelaciones que tardan meses y meses en abrirse camino por el sistema legal, y siempre pierden. La liberación inmediata era como el Conejo de Pascua.
—¿Estás segura, cielo? —cogí sus dos manos—. ¿Lo han confirmado, te han dicho que hagas el equipaje? —miré sus cosas y miré a Jae, que sonreía de oreja a oreja.
Toni apareció en la puerta del cubículo ahora atestado con el abrigo puesto, haciendo tintinear las llaves del coche de la ciudad en la mano.
—¿Estás preparada, Janet? Piper, ¿qué te parece? ¿A que es increíble?
Yo gruñí, lancé no un grito normal, sino más bien un grito de guerra. Y le di a Little Janet un abrazo de oso, apretándola tan fuerte como pude, riendo. Ella también se reía, llena de alegría e incredulidad. Cuando finalmente la solté, me llevé las dos manos a la cabeza, intentando tranquilizarme. Estaba estupefacta, como si fuera yo la que me iba. Me puse de pie, me senté de nuevo.
—¡Cuéntamelo todo! ¡Pero rápido, que te vas! Toni, ¿la están esperando en Recepción?
—Sí, la bajaremos antes del recuento, porque si no se tendrá que quedar.
Little Janet no le había dicho absolutamente a nadie que su apelación había pasado al tribunal, típica discreción carcelaria. Pero había ganado, y su sentencia de sesenta meses había quedado reducida al tiempo ya cumplido, dos años. Sus padres iban a recogerla con su hijita, y se la llevarían a casa, a Nueva York. La sacamos de su cubículo y la llevamos por la puerta de atrás, donde estaba aparcada la furgoneta blanca junto al comedor. Casi estaba oscuro. Éramos muy pocas, todo había ocurrido tan deprisa que nadie más sabía qué era lo que pasaba.
—Janet, estoy muy contenta por ti —estaba a punto de llorar de pura felicidad.
Ella me abrazó, abrazó a Jae y besó a su compañera de litera, la señorita Mimi, una diminuta mami hispana muy vieja. Luego se subió junto a Toni, y la furgoneta arrancó y subió el talud hacia la carretera principal que rodeaba la ICF. Agitamos las manos como locas. Little Janet se había vuelto en su asiento, diciéndonos adiós por la ventanilla hasta que la furgoneta subió por la colina, giró hacia la derecha y se perdió de vista.
Me quedé mirando lo que me parecieron muchos minutos después de que ella hubiera desaparecido. Luego miré a Jae, a la que quedaban por cumplir siete años más de una condena de diez años. Me echó el brazo en torno al hombro y me apretó.
—¿Estás bien? —me dijo. Yo asentí. Estaba más que bien. Luego nos volvimos y ayudamos a la señorita Mimi a volver al campo.
Intenté compartir el indescriptible milagro de la libertad de Little Janet con Larry, y él intentó animarme con noticias de nuestra nueva casa en Brooklyn. Larry había estado buscando una casa mientras yo no estaba con él, y muchas personas del exterior se asombraban de que a mí me pareciera bien que él eligiera una casa nueva sin que yo la viera. Pero yo no solo le estaba muy agradecida, sino que confiaba completamente en que él encontraría un lugar estupendo para que viviésemos los dos. Compró un apartamento en un barrio precioso, con muchos árboles.
Pero por el momento era difícil para cualquiera de los dos asimilar las buenas noticias del otro. A mí me costaba mucho imaginar que poseía algo más que una botella de champú, o que vivía en otro sitio que no fuera el dormitorio B, y miraba como atontada los planos y las muestras de pintura que él me traía. Le aseguré a Larry que cuando volviera con él a nuestro nuevo apartamento sería la Señora Arreglalotodo, con todas las habilidades que había aprendido como presa.
Al salir, fruncí el ceño al guardia que estaba de turno: era un cerdo que te manoseaba. Antes de entrar en la sala de visitas, el guardia salía para sobarte y asegurarse de que no llevabas nada que pudieras pasarle a tu visitante. (De hecho, un guardia te podía cachear cada vez que sospechaba que podías llevar contrabando). Esos magreos te los propinaban guardias hombres y mujeres por igual, y recorrían toda la gama, desde superficiales a completamente inadecuados.
La mayoría de los guardias se esforzaban por demostrar que te cacheaban tocándote lo mínimo posible, y apenas te rozaban con las yemas de los dedos los brazos, piernas y cintura, de una manera que gritaba: «¡No te estoy tocando! ¡No te estoy tocando! ¡En realidad no te toco!». No querían que se les acusara de conducta impropia. Pero había unos cuantos que al parecer no temían agarrarse bien. Se les permitía tocar el aro inferior de nuestro sujetador, para asegurarse de que no llevábamos nada escondido allí, pero ¿también se les permitía apretujarnos los pechos firmemente desde detrás? A veces te quedabas de piedra al ver quiénes eran los que más te manoseaban… por ejemplo, el justo, educado e —aparte de este aspecto— íntegro señor Black, que lo hacía de una manera muy seria. Otros OC eran más atrevidos, como el joven bocazas, bajito y con la cara roja, que me preguntaba en voz alta, repetidamente, «¿dónde llevas las armas de destrucción masiva?» mientras me toqueteaba el culo y yo rechinaba los dientes.
No había absolutamente ningún resultado si presentabas una queja. Una prisionera que alega conducta sexual inadecuada por parte de un guardia invariablemente acaba encerrada en la UHE en «custodia preventiva», pierde su asignación de alojamiento, sus actividades programadas (si es que hay alguna), su asignación de trabajo y un montón de privilegios penitenciarios más, para no hablar del consuelo que le proporcionan sus costumbres habituales y sus amigas.
Se suponía que los guardias no debían hacernos preguntas personales, pero aquella norma se rompía constantemente. Algunos lo hacían como si tal cosa. Un día, mientras estaba aprendiendo a soldar en el invernadero con uno de los oficiales de fontanería, este, muy animado, me preguntó amistosamente:
—¿Por qué demonios te han encerrado a ti?
Pero para los guardias que me conocían mejor, podría asegurar que aquella era una pregunta más inquietante, que a algunos les daba que pensar. Una tarde que estaba sola en una camioneta, otro oficial del SCM me miró intensamente y me dijo:
—Es que no lo entiendo, Piper. ¿Qué hace aquí una mujer como tú? Es una locura.
Ya le había contado que estaba cumpliendo una condena de un año por un tema de drogas. Se moría de ganas de que le contara mi historia, pero para mí estaba totalmente claro que la intimidad con un guardia sería ruinosa para mí, o para cualquier presa. No tenía sentido compartir mis secretos con él.
El fin de semana que tuvo lugar la maratón de Nueva York, yo hice veinte kilómetros en la pista de medio kilómetro, mi propio medio maratón en la cárcel. El fin de semana siguiente fue inusualmente cálido, muy bonito en realidad, y yo disfrutaba de mi ritual sabático, Little Steven’s Underground Garage, un programa de radio de dos horas dedicado al rock de garaje y conducido por Steven Van Zandt, de E Street Band y Los Soprano, que emitían en una emisora de radio local a las ocho de la mañana cada domingo.
Lo mejor de todo era oír a Little Steven, ya hablase de cine negro, mujeres, religión, la rebelión en el rock o el destino del legendario club CBGB allá en Nueva York. Nunca me perdía aquel programa. Tenía la sensación de que mantenía viva una parte de mi cerebro que de otra parte habría quedado totalmente adormecida. Incluso en prisión tienes que esforzarte para ser una inconformista… Yo era una rara, una marginada, pero en el Underground Garage siempre tenía un hogar en el éter. A menos que el tiempo fuera horroroso, solía escuchar el programa mientras iba marchando por la pista las dos horas sin parar, a menudo riéndome en voz alta. Era como una cuerda de salvamento que me llegaba directa a los oídos.
Aquel día una sola cosa estropeó mi ritual, y fue LaRue, la repelente víctima de la cirugía plástica del dormitorio B. LaRue era la única mujer de todo el campo a la que yo odiaba sin paliativos. No escondía bien mi repulsión, cosa que mis amigas consideraban extraña.
—Es un bicho raro, desde luego, Piper, pero no más que cualquier otra de esas chifladas. Es raro que te pongas así con ella.
Y en aquella ocasión me estaba tocando las narices. Iba caminando por la pista, se me ponía por delante, escuchando lo que supuse que sería un programa de radio fundamentalista, con los brazos abiertos imitando a Jesucristo, y cantando desafinadamente con su vocecilla chillona sobre Jesús. Cada vez que la adelantaba, ella se quedaba justo en medio del camino de grava, con los brazos bien abiertos. Lo hacía a propósito, de eso estaba segura, para sacarme de quicio y obligarme a salirme del camino. La décima vez que la pasé, lo veía todo rojo y ardía de furia concentrada. Estaba destrozando a Little Steven, estaba destrozando mi carrera. Rechiné los dientes, llena de odio.
Cuando la pasé por undécima vez, la miré de soslayo en la pista, fantaseando con su crucifixión. Aceleré al pasar la curva y hacia la recta, y me acerqué a ella rápidamente. Su culo extraño, que respingaba debido a los implantes, estaba en el centro de la pista; seguía con los brazos clavados a su imaginaria cruz. Mientras disminuía la distancia entre nosotras, levanté mi mano y le di una palmada a una de las suyas, al pasar.
LaRue chilló llena de sorpresa y se salió de la pista, y se le cayó la radio con auriculares. Una avalancha de insultos en español me siguió por la pista. Noté que me agobiaba un momento y luego inmediatamente me derrumbé. ¿Qué narices me pasaba? ¿Qué me estaba haciendo aquel sitio? No podía creer que hubiera levantado la mano y hubiera agredido a otra presa, especialmente a esa patética majareta. La vergüenza me invadió. Dejé de correr, sintiéndome enferma.
Cuando volví a dar la vuelta a la pista, LaRue estaba al lado del gimnasio, con una de las mamis hispanas a las que conocía del trabajo.
Me disculpé torpemente.
—Francesca, lo siento. Lo siento mucho. No quería asustarte. ¿Estás bien?
A esto respondió otra catarata de iracundo español. Entendí lo esencial.
—Francesca, te ha dicho que lo siente. Déjalo ya, mami —aconsejó mi compañera de trabajo—. Está bien. Sigue corriendo, Piper.
Si eres una mujer relativamente menuda y un hombre que tiene al menos dos veces tu tamaño te grita con ira, y llevas uniforme de presa y él lleva un par de esposas al cinto, por muy chula que te creas, te entra un miedo horrible.
El que gritaba era uno de los tenientes, con la boca adusta bajo el mostacho y el pelo cortado a cepillo. Aquello no tenía nada que ver con la palmada que había dado a la imaginaria crucificada LaRue en la pista. Me había cogido fuera de los límites, en el dormitorio A. Fue el renegado del señor Finn, que no estaba de guardia, que apareció en medio de la noche de un día en que ni siquiera trabajaba, y nos hizo un informe de incidencias a mí y a siete mujeres más que estábamos fuera de los límites, poniéndonos en fila junto a su despacho. A continuación pasamos a hablar en privado con el oficial superior. El oficial me preguntó si negaba aquella acusación, la infracción número 316 del libro de normas de la cárcel. Dije con calma que no, y no ofrecí ninguna excusa.
Eso no le hizo ninguna gracia, y gruñó.
—¿Crees que es divertido, Kerman?
Yo me quedé completamente inmóvil, sin sonreír. No, no pensaba que todo aquello fuera divertido en absoluto; en la cárcel no sirve la ironía. Pero en el fondo sabía que él no iba a hacerme nada. No iba a meterme en la UHE, ni tampoco me iba a poner la mano encima, ni tampoco iba a perder mi reducción por buena conducta. No valía la pena el papeleo que requería todo aquello para ellos. Y él sabía que yo lo sabía. Y por eso me estaba chillando, y asustándome, aunque ambos sabíamos que era un ejercicio completamente inútil. No, no creía que fuera divertido.
Mi infracción, lo de salir de los límites, era muy pequeña, una de la serie de las 300, junto con negarse a obedecer una orden directa, participar en una reunión no autorizada, no aparecer para el recuento, dar o recibir algún objeto de valor a otra presa, posesión de contrabando no peligroso y exhibición indecente. Más abajo aún en la lista estaban las 400: fingir que estabas enferma, tatuaje o automutilación, llevar a cabo algún negocio o un contacto físico no autorizado (como abrazar a alguien que estaba llorando).
Más graves eran las infracciones de la serie de las 200: pelea, extorsión, chantaje, ofrecer protección con amenazas, llevar disfraz, participar en una manifestación en grupo o exhortar a ella, huelga, soborno, robo, exhibición, práctica o uso de artes marciales, boxeo, lucha o cualquier otra forma de enfrentamiento físico, o entrenamientos o ejercicios militares, y la más conocida de todas las infracciones, la 205: realizar actos sexuales.
La serie de las 100 era la peor de todas, y se podía cumplir más condena por alguna de ellas. Asesinato, ataque, fuga, posesión de un arma, incitar al motín, posesión de drogas y el comodín perfecto: «conducta que interrumpe o interfiere el funcionamiento ordenado de la institución o de la ICF».
Al final, el teniente dejó de chillarme y miró al hombre calvo que estaba en el rincón de la habitación:
—¿Quiere añadir usted algo, señor Richards?
Ciertos guardias de la prisión se regodean con el poder y el control que tienen sobre otros seres humanos. Rezuma de sus poros. Creen que es su privilegio, su derecho y su deber hacer la prisión tan desagradable como sea posible amenazando, negando cosas o maltratándote a la menor oportunidad. Según mi experiencia, esas criaturas no eran los mismos canallas que realizaban actos sexuales con las presas; de hecho, nunca confraternizaban con formas de vida inferiores como nosotras, y reservaban sus burlas más mordaces para los colegas que nos trataban con humanidad.
Richards, que también era un hombre enorme, tenía un tono rosa intenso y mantenía su brillante cabeza siempre bien afeitada. Parecía el gemelo malvado de Don Limpio.
—Sí. Hay algo —Richards se inclinó hacia delante—. No sé qué demonios está pasando aquí, pero todos sabemos que el campo está descontrolado. Bueno, pues vuelve ahí y diles a tus amigas que me voy a hacer cargo a partir de ahora, y que las cosas van a ser completamente distintas. Asegúrate de que corra la voz —se echó atrás en la silla, satisfecho.
A las ocho nos soltó el mismo discurso, porque por supuesto, después lo hablamos. Mi castigo fueron diez horas de trabajo extra.
Rápidamente me ofrecí voluntaria para unirme al grupo especial de cocina que iba a trabajar toda una noche preparando la comida de Acción de Gracias. De aquella forma haría las diez horas de una sola vez. Pop y el capataz de la cárcel para el que trabajaba, un hombre que era muy querido y cuyo despacho estaba lleno de plantas, se tomaban muy en serio las comidas festivas. Un equipo extraordinario de mujeres preparaba pavo, boniatos, hojas de col, puré de patatas y relleno, más los pasteles de Natalie, todo ello en enormes cantidades. Yo estaba destinada a las ollas, vestida con un delantal de goma, unos guantes de goma gigantes y un gorro recogiéndome el pelo. Pusimos la radio, probé algunas cosas mientras trabajábamos, y todo se acabó a tiempo, a pesar del nerviosismo de Pop. (Solo llevaba diez años seguidos haciendo aquello).
Trabajamos toda la noche hasta que salió el sol, y al final me encontraba agradablemente exhausta. Era la mejor forma de hacer penitencia, descargar mi energía en la comida comunitaria que pronto compartiríamos todas, aunque la mayoría de nosotras preferiríamos haber estado en cualquier otro sitio. El día de Acción de Gracias dormí, tuve una visita de Larry y de nuestro amigo Boyer y luego me comí el pavo relleno con Toni y Rosemarie. Era la mejor comida del año, sin duda. El festín quedó un poco deslucido cuando la tranquila mami hispana que se sentaba a mi lado se deshizo en lágrimas en medio de la comida, inconsolable.
Yo siempre había pensado que era episcopaliana. No me daba cuenta, pero en realidad me habían educado para seguir los valores del estoicismo, la respuesta grecorromana al zen. Muchas personas del exterior (especialmente hombres) admiraron mi estoicismo cuando iba camino de la cárcel. Según Bertrand Russell, el virtuoso estoico es aquel cuya voluntad está de acuerdo con el orden natural. Describía la idea básica de este modo:
En la vida del hombre individual, la virtud es el único bien; cosas tales como salud, felicidad, posesiones, no cuentan. Como la virtud reside en la voluntad, todo lo que es realmente bueno o malo en la vida de un hombre depende solo de sí mismo. Quizá se vuelva pobre, ¿qué importa? Puede seguir siendo virtuoso. Un tirano puede meterle en la cárcel, pero aun así, puede perseverar y seguir viviendo en armonía con la naturaleza. Puede acabar sentenciado a muerte, pero morir noblemente, como Sócrates. Por tanto, todos los hombres poseen una libertad perfecta, con tal de que se emancipen de los deseos mundanos.
El estoicismo resulta muy útil cuando te quitan las bragas. Pero ¿cómo reconciliarlo con la necesidad insaciable de otras personas? Mi deseo de conexión, de intimidad, de contacto humano, no podía ser «trivial», ¿verdad? El peor castigo que podemos sufrir, aparte de la muerte, es el aislamiento total de otros seres humanos, Supermax, Seg, Solitario, el Agujero, la UHE.
La verdad es que me costaba mucho ser una buena estoica. No podía resistir el flujo y la pulsión emocional de la vida, o a la gente imperfecta que encontraba tan vital. Seguía arrojándome a la corriente, aunque de vez en cuando podía permanecer en calma y mantener la cabeza por encima del agua.
Pero debía preguntarme por qué mi necesidad de transgresión me había llevado tan lejos, nada menos que hasta un campo-prisión. Quizá lo que pasaba es que yo era un poco dura de entendederas, incapaz de comprender aquellas cosas desde la distancia, e insistía en socarrarme acercándome al fuego y quemándome las pestañas. ¿Hay que encontrar el mal en una misma para poder reconocerlo realmente en el mundo? Lo más malvado que había encontrado, dentro de mí misma y dentro del sistema que me había mantenido presa, era la indiferencia al sufrimiento de los demás. Y después de comprender lo mala que había sido, ¿qué haría conmigo misma, ahora que me había revelado como malvada no solo en privado, sino también en público, ante un tribunal?
Si algo había aprendido en el campo es que de hecho era buena. No es que se me dieran especialmente bien las normas absurdas, pero era muy capaz de ayudar a otras personas. Estaba ansiosa por ofrecer lo que tenía, cosa que no había hecho nunca. Juzgar a los demás me parecía poco atractivo, y cuando lo hacía, lo lamentaba. Y lo mejor de todo es que había encontrado a otras mujeres allí en prisión que podían enseñarme a ser mejor. Me parecía que mi fracaso total y demostrado a la hora de ser buena chica se veía igualado por la urgencia de ser buena persona. Y eso era algo que esperaba que aprobase mi abuela, y quizá me perdonase alguna vez, ya que yo no podía atenderla en su sufrimiento.
El día después de Acción de Gracias murió mi abuela. Yo la lloré en privado y con la simpatía de mis amigas. Me sentía como un trapo estrujado. Durante horas me quedé mirando el valle, perdida en el pasado, y me limité a ir andando por la pista, sin correr. No había recibido ninguna respuesta a mi petición de permiso. Como dijo Pop, no podía esperar nada.
Un año más tarde, cuando ya estaba en casa y en la calle, recibí una carta de Danbury. Formal, un poco forzada, era de Rosemarie, y dentro de ella se encontraban dos fotos de mi abuela. Mi primo me las había enviado a la cárcel, y yo las había mirado cientos de veces cuando necesitaba sonreír. En la primera, mi abuela acababa de abrir un regalo envuelto en papel festivo, una enorme camiseta negra con estampado de Harley Davidson. Su rostro muestra un horror no disimulado. En la segunda, el regalo de broma lo tiene en el regazo, y sonríe a la cámara, con los ojos brillantes y risueños. Rosemarie me escribía que esperaba que me fuese muy bien en el exterior y que había encontrado aquellas fotos en un libro de la biblioteca y había reconocido de quién eran. Rosemarie decía que sabía lo mucho que yo quería a mi abuela, y también que pensaba en mí.