CAPÍTULO 14

Sorpresas de octubre

Cuantas más amigas tenía, más gente quería alimentarme. Era como si tuviera media docena de madres judías. Ni se me ocurría rechazar una segunda cena, porque nunca podías estar segura de cuándo volverías a comer bien. Pero a pesar de mi dieta alta en calorías, me estaba volviendo muy competente en yoga, levantaba sacos de cemento de cuarenta kilos en el trabajo, y corría al menos cincuenta kilómetros a la semana, de modo que no estaba gorda. Estaba completamente desintoxicada, sin drogas y sin alcohol, y me imaginaba que en cuanto saliera a la calle, o bien me pondría hasta el culo o me convertiría en una auténtica fanática de la salud, como Yoga Janet.

Pronto perdería a Yoga Janet. Iba a ser una mujer libre, de modo que procuraba hacer yoga con ella en cada oportunidad que tenía, intentando escucharla atentamente y seguir su guía para las posturas. Nunca había tenido esa sensación agridulce antes, cuando alguien se iba a casa. Desde luego era un acontecimiento muy feliz, pero en aquel momento la perspectiva de que se fuese me parecía una pérdida personal terrible. Nunca habría reconocido esto ante nadie, y era algo que me avergonzaba profundamente. Pero aún tenía más de cuatro meses por delante, y no me podía imaginar pasar sin su presencia consoladora e inspiradora. Yoga Janet era mi guía a la hora de emplear el tiempo sin abandonarme. De su ejemplo aprendí cómo obrar en condiciones tan adversas con gracia y encanto, con paciencia y amabilidad. Ella tenía una generosidad que yo esperaba poder conseguir algún día. Pero también era dura, no era ninguna masoquista.

La «fecha del 10 por ciento» de Janet, ese punto de una condena federal en que una presa reúne los requisitos necesarios para ir a un centro de reinserción, había llegado y había pasado, y ella estaba que mordía porque todavía no le habían dado fecha de salida. Todo el mundo se pone muy nervioso justo antes de irse a casa. Los números y las fechas son algo a que agarrarse.

Pero finalmente Yoga Janet se acabó yendo a casa, o más bien a un centro de reinserción en el Bronx. La mañana de su liberación, yo me dirigí a la sala de visitas durante la hora del desayuno, porque todas las reclusas del campo se iban por la puerta principal. No sé por qué motivo, la costumbre exigía que la conductora de la ciudad llevase su furgoneta blanca hasta aquella puerta, donde se reunía una pequeña multitud para despedir a la afortunada, y Toni entonces llevaba a la que pronto sería liberada cincuenta metros más abajo por la colina. La mayoría de las mujeres se limitaban a salir por la puerta sin llevarse nada más que una pequeña caja de artículos personales, cartas y fotos. Se habían congregado todas las amigas de Janet para decirle adiós: la hermana, Camila, María, Esposito, Ghada… Ghada sollozaba sin parar. Siempre se ponía fatal cuando alguien a quien quería se iba a casa. «¡No, mami! ¡No!», gemía, con las lágrimas corriéndole por la cara. Yo aún no tenía ni idea de cuál era la duración de la condena de Ghada, aunque suponía que sería larga.

Normalmente me gustaba mucho decir adiós. Que alguien se fuera a casa era una victoria para todas nosotras. Incluso me levantaba algunas mañanas para decir adiós a personas que no conocía demasiado bien, porque me hacía feliz. Pero aquella mañana, por primera vez, comprendí lo que sentía Ghada. No es que fuera a rodear las piernas de Yoga Janet con mis brazos y echarme a llorar, pero el impulso estaba ahí. Intenté concentrarme mucho en lo feliz que me sentía por Janet, por su novio, que era muy agradable, por todas las que conseguían la libertad. Janet llevaba un chaleco rosa hecho a ganchillo que alguien le había entregado como regalo de despedida (otra tradición que quebrantaba las normas). Ella estaba tan desesperada por irse que resultaba obvio que estaba haciendo acopio de toda su paciencia para despedirse de todas nosotras, una a una.

Cuando me llegó el turno a mí, le eché los brazos alrededor de los hombros y la abracé con fuerza, apretando la nariz contra su cuello.

—¡Gracias, Janet! ¡Muchas gracias! ¡Me has ayudado muchísimo! —no pude decir nada más y me eché a llorar. Y al momento, ella se había ido.

Sola y perdida, fui al gimnasio por la tarde. Había algunas cintas de ejercicios en VHS, y un televisor y reproductor de vídeo, y entre ellos un par de cintas de yoga. En particular había una que a Janet le gustaba mucho hacer ella sola. «Solo Rodney y yo», suspiraba. La cinta era de un yogui muy popular llamado Rodney Yee («¡Mi sueño dorado en la cárcel!», se reía). Miré la portada: un tipo con una coleta larga en la postura de la silla. Me pareció familiar. La puse.

Apareció en la pantalla una bonita playa hawaiana. Las olas del Pacífico lamían la orilla, y allí estaba Rodney, un chino guapo y refinado con un tanga negro. Lo reconocí al momento. Aquel era el yogui que apareció en el canal del hotel de Chicago donde Larry, mi familia y yo nos alojábamos cuando me sentenciaron a aquel almacén humano… Lo tomé como una señal, una señal potente… de algo. Pensé que significaba que debía continuar haciendo yoga, y que si Rodney era lo bastante bueno para Janet, también bastaría para mí. Cogí una alfombrilla de yoga y me puse en la postura del perro boca abajo.

El 8 de octubre por fin tenía que llegar Martha Stewart. Una semana antes se anunció en la prensa que se la había destinado a Alderson, la enorme prisión federal en las montañas de Virginia Occidental. Construida en 1927 bajo los auspicios de Eleanor Roosevelt, era la primera prisión federal para mujeres, destinada a reformatorio. Alderson era una instalación toda ella de mínima seguridad, para unas mil presas, y según la radio macuto del DFP, la mejor instalación para mujeres con gran diferencia. Las señoras de Danbury se sintieron muy disgustadas por esa noticia. Todo el mundo esperaba que, contra todo pronóstico, la enviasen a vivir con nosotras, o bien porque creían que su presencia mejoraría un poco nuestra situación o bien por una simple cuestión de entretenimiento.

Mientras nos dirigíamos a trabajar, aquel día, los helicópteros de los canales de noticias pasaban por encima de la plantación federal. Les hicimos señas obscenas. A nadie le gusta que le traten como un animal en el zoo. El personal también estaba irritable. Decían que los guardias exteriores habían cogido a un fotógrafo intentando infiltrarse en las instalaciones, arrastrándose al estilo comando, boca abajo. Era gracioso, pero el estado de ánimo general era de abatimiento: nos habían dejado de lado.

Pronto surgió un drama doméstico que distrajo a las internas de su decepción. Finn, que se preocupaba muy poco por hacer cumplir la mayoría de las normas de la cárcel, había empezado a declarar una guerra encubierta al oficial Scott y Cormorant.

En cuanto llegué al campo noté que ocurría algo raro cuando estaba de guardia Scott. Una chica blanca muy delgada aparecía en la puerta del despacho del OC, y allí se quedaba, hablando y riendo con él durante horas y horas. Ella trabajaba como limpiadora, y se pasaba horas limpiando la diminuta oficina cuando él estaba de servicio.

—¿Qué pasa? —le pregunté a Annette.

—Ah, es Cormorant. Tiene algo con Scott.

—¿Algo? ¿Qué quieres decir exactamente, Annette?

—Pues no lo sé con seguridad. Nadie les ha visto hacer nunca otra cosa que hablar. Pero ella aparece delante de su puerta cada vez que él está de servicio.

Otras presas se quejaban de esa curiosa situación, por puro despecho, celos o auténtica incomodidad. Aunque la relación fuese platónica, aquello iba totalmente en contra de las normas de la cárcel. Pero Scott era buen amigo de Butorsky, como bien sabía todo el mundo, de modo que nadie había hecho nada sobre aquella extraña relación que tenía lugar a plena vista de todos. Nunca les habían cogido haciendo nada, aunque todo el mundo los vigilaba como halcones. Amy era compañera de litera de Cormorant y decía que se pasaban notitas de amor, pero Cormorant nunca faltaba de su cama.

Fuera cual fuese aquella extraña relación, a Finn no le gustaba, de modo que hizo lo único que podía hacer dentro del funcionamiento de las prisiones: fue a por Cormorant. Corrían rumores de que él le había advertido que si la cogía remoloneando alrededor del oficial Scott le iba a hacer un parte (un informe de incidentes) por desobedecer una orden directa. Todo el verano estuvieron jugando al gato y el ratón; cuando Finn no estaba de servicio y Scott sí, Cormorant seguía siempre metida en la oficina del OC. Era poco probable que Finn se enfrentara a otro miembro del personal, y cuando él no estaba presente, las cosas seguían como de costumbre. Hasta que de repente metieron a Cormorant en la UHE a instancias de Finn.

A todas nos impresionó mucho. Butorsky se había retirado en primavera, y se rumoreaba que Scott y Finn no se podían soportar el uno al otro. Cormorant parecía un peón en un juego de poder algo inquietante, y tan pronto como se extendió la noticia en todo el campo de que ella ya no estaba, todo el mundo se preguntó qué haría Scott a continuación.

Y lo que hizo fue dimitir. Una reacción impresionante, ya que nadie dimitía nunca en el DFP. Todos trabajaban veinte años hasta conseguir su pensión, aunque algunos miembros del personal fantaseaban con pedir el traslado a otras agencias federales, como por ejemplo Forestal. Nadie sabía muy bien cómo tomarse la dramática decisión del oficial Scott, pero cuando supimos que Cormorant no volvería de la UHE, las presas que llevaban largo tiempo en el campo no se sorprendieron. El DFP había cambiado su nivel de seguridad, y la habían internado en la ICF de alta seguridad para el resto de su condena.

Pop decía que había visto cosas peores.

—Abajo, en el complejo, yo tenía una amiga, una chica muy guapa, que se follaba a un oficial. Una noche él estaba de guardia y fue a buscarla, se la llevó al baño de su oficina y empezaron a hacerlo. No sé qué pasó y él tuvo que salir corriendo y la encerró en el baño. Ella se quedó allí y entró otro oficial, así que ella se puso a chillar.

»La metieron en la UHE durante meses, mientras duraba la investigación interna. La llenaron de drogas psiquiátricas y se hinchó como un globo. Cuando finalmente la soltaron, era una zombi. Le costó muchísimo tiempo volver a ser ella misma. Ahí no se andan con tonterías.

Los derechos de una presa son tan pocos, la protegen tan poco, se cumplen tan poco, que una pequeña minoría de presas tienen la urgente necesidad de luchar por ellos a cada oportunidad que se presenta. O ven la forma de hacerse con algunos beneficios como abogadas de la cárcel. Se dan los dos casos. Solo había un par de mujeres en el campo que se consideraban a sí mismas expertas legales, pero una era una loca en la que no se podía confiar en absoluto, y la otra no era demasiado lista, y ambas cobraban por sus servicios. Cuando otras presas vinieron a verme para que las ayudara a redactar documentos legales, me sentí muy intranquila.

Me negué en redondo a ayudar a nadie de otro modo que no fuera redactando cartas. No me interesaba aprender a redactar una moción o una petición de habeas corpus u otros documentos penitenciarios habituales. Y tampoco pensaba cobrar por mi ayuda. A menudo, la gente que presentaba recursos para reducir sus condenas acababan cumpliendo la pena máxima, y sus perspectivas me parecían muy funestas sin un abogado de verdad. Además, detrás de esas peticiones a menudo se encontraban historias conmovedoras y terribles, llenas de abusos, violencias y fracasos personales.

Cuando vino a verme Pennsatucky para pedirme que la ayudara a redactar una carta para el juez de su caso, la idea me pareció bien. Ella tenía una condena relativamente corta, de un par de años, pero estaba intentando obtener una reducción basándose en la ayuda que había prestado al fiscal. Pennsatucky, como la mayoría de las Eminemlettes, siempre parecía buscar pelea. Pero era una pobre chica. Hablaba del padre de su hija y de su novio, pero no de su familia. Me había enseñado una foto de su hermana, pero nunca la había oído decir ni una sola palabra de sus padres. El novio de Pennsatucky la visitó en un par de ocasiones, y el padre de su hija trajo al bebé a verla dos veces. Me preguntaba qué le esperaría en el mundo exterior. Pennsatucky me ponía tan nerviosa como Amy, pero me preocupaba más por ella.

Era una de las únicas personas que había sacado algo positivo de su estancia en la cárcel: unos dientes nuevos. Cuando apareció, procedente de la prisión del condado, sus dientes delanteros llevaban la marca de la adicción al crack: estaban marrones y estropeados, y ella raramente sonreía. Pero recientemente, después de varias sesiones con el animoso y pequeño dentista (el único sanitario de la cárcel que me gustaba y que me parecía competente) y con Linda Vega, prisionera higienista por excelencia, había sufrido una transformación sorprendente. Con unos dientes brillantes y blancos se veía que en realidad era una chica muy guapa, y su imitación de Jessica Simpson era incluso mejor ahora que podía fingir una enorme sonrisa.

Pennsatucky y yo nos reunimos en el armario reconvertido que servía como biblioteca legal del campo, y donde había una vieja y destartalada máquina de escribir.

—Cuéntame de nuevo lo que crees que debe decir esta carta, Pennsatucky… —le dije.

Ella me explicó los datos de su cooperación, y luego dijo:

—Y pon también un poco de eso de que he aprendido la lección y tal. ¡Tú ya sabes qué decir, Piper!

De modo que dije que cooperaba mucho y que había aprovechado los dos años que llevaba encarcelada para pensar seriamente en las consecuencias de sus actos, y lo mucho que los lamentaba. Escribí que amaba muchísimo a su hija y que sus esperanzas y sueños eran convertirse en una madre mejor, una buena madre. Escribí que había trabajado muy duro para ser una persona mejor y que la cocaína ya le había arrebatado todas las cosas que más le importaban, había perjudicado su salud, su juicio, sus relaciones más importantes y le había quitado los mejores años de su juventud. Escribí que estaba plenamente dispuesta a cambiar de vida.

Cuando le tendí la carta a Pennsatucky, ella la leyó allí mismo. Me miró con sus grandes ojos castaños húmedos. Lo único que dijo fue:

—¿Cómo sabías todo esto?

Hice cola veinticinco minutos para llamar a Larry, solo para oír su voz. Él casi siempre cogía el teléfono.

—Eh, cariño. Me alegro mucho de que hayas llamado. Escucha, mis padres quieren ir a verte este viernes…

—¡Fantástico! —sus padres, Carol y Lou, habían venido a verme una vez antes, pero se habían quedado atrapados muchas horas en un embotellamiento debido a un accidente en la autopista, y llegaron solo quince minutos antes de que acabara la hora de visita, Larry muy acalorado y ellos nerviosos.

—Sí, van a aprovechar para ver no sé qué del follaje, así que les dicho que adelante, que reserven el hotel donde quieren alojarse. Yo no podré ir… tengo una reunión muy importante.

Pánico.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir? ¿Que no vas a venir con ellos?

—No puedo, cariño. No importa… a quien quieren ver es a ti.

Al cabo de un momento, el furioso clic de la línea me dijo que había agotado mis quince minutos, y que el sistema de la prisión iba a cortar la llamada.

Fui a ver a las gemelas italianas.

—Mis futuros suegros van a venir a verme… ¡sin Larry!

Soltaron la carcajada.

—¡Eso significa que te van a ofrecer dinero para que le dejes!

A Pop no le parecía que fuera divertido.

—Deberías sentirte muy afortunada de que quieran verte. Son buena gente. ¿Qué narices os pasa, chicas?

Me gustaban las visitas de mi familia. Mi madre, mi padre… cada uno de ellos encarnaba una presencia amable, cariñosa y tranquilizadora en las mesas de cartas plegables, que me recordaba que todo aquello acabaría al final y yo podría reemprender mi vida. Mi hermano menor, el artista, apareció para su primera visita con un traje italiano que se había comprado en una tienda de segunda mano.

—No sabía qué ponerme para venir a la cárcel… —dijo.

Cuando mi tía trajo a mis tres primas pequeñas para que me visitaran, la pequeña Elizabeth me echó los brazos al cuello y se cogió con sus piernecitas delgadas a mi cintura, y se me puso un nudo en la garganta, y casi me echo a llorar al devolverle el abrazo. Pero todos ellos eran parientes míos, así que tenían que quererme, ¿no?

Siempre me había llevado muy bien con los padres de Larry, pero en realidad todavía me ponía nerviosa que vinieran a verme a la cárcel y pasaran tres horas conmigo. Tan nerviosa que dejé que alguien me convenciera de cortarme el pelo en la peluquería de la cárcel, y me quedó algo cutre e irregular. Es un milagro que no acabara con un flequillo raro, la tendencia de la semana en la prisión.

El viernes me puse todo lo presentable que me era humanamente posible, sin llegar a ponerme rulos en el pelo. Y allí estaban. Parecían también algo nerviosos. En cuanto se hubieron instalado en nuestra mesa de cartas, me sentí muy contenta de verlos. Carol tenía millones de preguntas que hacerme, y Lou quiso ir a las máquinas expendedoras. Creo que intentaba calcular las probabilidades de sobrevivir allí dentro, si él se encontraba alguna vez en mi caso, y para Lou, el problema se reducía a la comida. La verdad es que sus perspectivas parecían escasas a juzgar por el aspecto de las alitas de pollo anémicas que ofrecían las anticuadas máquinas expendedoras. El tiempo volaba y ni siquiera echamos de menos a Larry. Carol y Lou se mostraron tan alegres y tan normales que casi me parecía que estábamos charlando tranquilamente en su cocina de Nueva Jersey. Les agradecí mucho que perdieran su tiempo viniendo a verme, y al final de la visita les saludé con la mano hasta que desaparecieron de la vista.

Aquella noche pensé en mi madre. Me preocupaba mucho mamá. Me apoyaba muchísimo y se mostraba muy positiva y entusiasta, pero el estrés que le debía de causar mi encarcelamiento tenía que ser terrible para ella, y me parecía que estaba preocupada por mí constantemente. La sencillez con la que se había enfrentado al desastre en el que metí a mi familia resultaba impresionante. Había contado mi situación con toda sinceridad a todos sus compañeros de trabajo y amigos. Yo sabía intelectualmente que ella tenía buenos apoyos por ahí, pero estaba claro que gran parte del peso de ayudarme a soportar la cárcel recaía sobre sus hombros. ¿Cómo conseguía parecer tan feliz de verme cada semana? Busqué en su rostro en nuestra siguiente visita y solo vi la clásica emoción maternal: amor incondicional.

Después, Pop me preguntó:

—¿Qué tal ha ido tu visita con tu madre?

Le conté que estaba muy preocupada por la inquietud que le estaban causando mis problemas.

Pop me escuchó y luego me preguntó:

—Pero tu madre… ¿se parece a ti?

—¿Qué quieres decir, Pop?

—Quiero decir que si es extrovertida, divertida, si tiene amigos…

—Pues claro. Ese es el motivo por el que yo soy como soy.

—Cariño, si os parecéis, entonces no te preocupes que estará bien.

En cuanto enviaron a Martha Stewart a Virginia Occidental, el campo de Danbury quedó «abierto» de repente, y llegó una oleada de nuevas internas que llenaron las literas vacías. Cada avalancha de nuevas presas significaba problemas, ya que se inyectaban en el conjunto personalidades nuevas, y la escasez de recursos subsiguiente suponía tensiones tanto para el personal como para las internas. Significaba colas más largas para la comida, para la lavandería, más ruido, más intrigas y más caos.

—Dirás lo que quieras de Butorsky, compañera, pero al menos se seguían las normas —dijo Natalie—. Finn no tiene ni idea.

A lo largo del verano, la disciplina diaria del campo prácticamente no había existido, y la baja población había reaccionado a aquel hecho con un agradable «métete en tus asuntos y no molestes a nadie». Pero ahora, con un montón de «chifladas» nuevas y una supervisión laxa, más el drama reciente del contrabando de cigarrillos, el campo estaba descontrolado.

El tema del tabaco era especialmente irritante. Había mucha más gente intentando introducir contrabando desde el exterior, con resultados que a veces eran hasta cómicos. Solo había unas cuantas maneras posibles de pasar contrabando desde fuera. Un visitante podía traértelo, o según se rumoreaba, también podía venir del almacén. O alguien desde fuera podía dejarlo caer en el límite de las tierras de la prisión, donde había una carretera pública, y la receptora o bien debía trabajar en el departamento de jardines o bien tener una cómplice en jardines que recogiera el paquete. El contrabando incluía cosas como cigarrillos, drogas, teléfonos móviles y lencería.

Me sorprendió enterarme un día de que habían llevado a Bianca y Lump-Lump a la UHE. Bianca era una chica bastante guapa, con el pelo de un negro azulado y los ojos muy grandes. Parecía una de esas voluptuosas pinups de la Segunda Guerra Mundial. No era la más avispada del mundo precisamente, pero era buena chica, su familia y su novio venían a verla cada semana, y le caía bien a todo el mundo. Lump-Lump, su amiga, era un poco lo que se podría esperar por su apodo (lump significa bulto), tanto en aspecto como en personalidad. Las dos trabajaban para el departamento de seguridad en el SCM, lo cual significaba que su trabajo consistía en no hacer nada.

—No os vais a creer esto —nos dijo Toni a Rosemarie y a mí. La conductora de la ciudad normalmente era la primera en enterarse de los chismes del campo—. Esas dos tontainas hacían que alguien de fuera les tirase un paquete. Lo recogían durante las horas de trabajo del SCM, y luego se llevaban la cosa con ellas y entraban en el vestíbulo de la ICF. No sé si os acordáis de que cada mes hacen inspecciones de seguridad. Así que entran allí con su contrabando, probablemente con cara de culpables, las muy idiotas, y la oficial Reilly no se sabe por qué decide cachearlas. Y claro, les encuentra las cosas de contrabando. Y ¿a que no sabéis qué eran? ¡Cartones de cigarrillos y consoladores! ¡Estaban metiendo consoladores de contrabando!

En general este episodio se consideró muy divertido, pero la verdad es que yo no volvería a ver a Bianca ni a Lump-Lump. Meter algo de contrabando era un delito muy grave, una infracción de la seguridad, y cuando salieran de la UHE se quedarían abajo, en el complejo.

19 de octubre de 2004

Piper Kerman

Reg. N.° 1187-424

Campo-prisión federal

Danbury, Connecticut 06811

Querida señorita Kerman:

Quiero darle las gracias por su ayuda al preparar la casa del director para mi llegada. Su disposición para complacer y el entusiasmo que puso en el proyecto hicieron mi llegada a Danbury mucho más agradable. También resulta evidente su habilidad manual y hay que elogiarla.

Agradezco enormemente su dedicación.

Atentamente,

W.S. Willingham Director

—¡Guau! A lo mejor este es mejor —dijo Pop—. Los mejores son los que piensan en las presas. Esta última, Deboo, era solo una política. Te sonreía a la cara, fingía que sentía tu dolor, pero no hacía una mierda por ti. Cuando vienen de una institución masculina, como Willingham, normalmente son mejores. Menos mierdas. Ya veremos.

Yo estaba sentada en un taburete en su cubículo, adonde había llevado la nota mecanografiada del nuevo director, que acababa de recibir por correo. Pop había conocido a muchos directores y me imaginé que podría aclararme si aquello era tan sorprendente como me parecía a mí.

—¿Piper?

Ya conocía aquel tono de voz. Pop nunca iba a recoger el correo porque seguía en la cocina, limpiando después de la cena. Trabajaba mucho más que cualquier otra persona del campo. Se levantaba y estaba ya en la cocina a las cinco, la mayoría de los días, y normalmente ayudaba a servir las tres comidas, además de cocinar. Su cuerpo de cincuentona estaba lleno de dolores y achaques, y la institución periódicamente la enviaba al hospital de Danbury para que le administraran inyecciones epidurales para el dolor de espalda. Yo le daba la lata para que cogiera días libres: no se le requería que trabajase tantas horas.

—¿Sí, Pop? —sonreí desde el taburete. Tendría que pedírmelo.

—¿Me podrías dar un pequeño masaje en los pies? —no recuerdo exactamente cómo empezó Pop a pedirme que le diera masajes en los pies, pero se había convertido en un ritual habitual, varias veces a la semana. Se sentaba en la cama después de ducharse, con el chándal, y yo me sentaba frente a ella con una toalla limpia en el regazo. Preparaba un poco de loción de la que vendían en el economato y le cogía un pie con firmeza. Le daba masaje en los pies con intensidad, y ella a veces lanzaba un quejido, cuando deshacía algún nudo trabajando a conciencia. Mis servicios eran objeto de gran diversión en el dormitorio A. Las mujeres acudían y estaban de palique con Pop mientras yo trabajaba en sus pies, y preguntaban de vez en cuando:

—¿Cómo puedo conseguir que me hagas lo mismo?

Yo estaba transgrediendo las normas y rompiendo la prohibición de que las presas se tocaran, claro está. Pero los oficiales habituales del campo tenían con Pop unas consideraciones especiales. Una tarde, mientras le frotaba los pies, un oficial sustituto, que subía de la ICF, se quedó clavado en la entrada del cubículo de Pop. Era un hombre blanco peludo, con las facciones marcadas, con bigote.

—¿Popovich? —parecía más una pregunta que una advertencia.

Yo agaché la cabeza, procurando no mirarle a los ojos.

—¡Señor Ryan! Son estos pies míos, que me duelen. Me está ayudando a quitarme los calambres. Los tengo todos los días, porque me paso el día de pie. El oficial Maple lo permite. ¿Le parece bien? —Pop era toda simpatía cuando se relacionaba con los OC.

—Bueno. Voy a seguir andando —y se alejó.

Miré a Pop.

—Mejor lo dejamos, ¿no?

—¿Este? Lo conozco desde hace años, viene de abajo, del complejo. No pasa nada. ¡No pares!

El campeonato americano de liga de béisbol estuvo tan disputado aquel año que yo apenas podía mirar los partidos. La tensión de ser hincha de los Red Sox, que luchaban por remontar un 0-3, me daba dolor de estómago, y mi entorno no facilitaba las cosas precisamente. La broma habitual del campo era que la mitad de la población del Bronx residía en Danbury, y claro, todas ellas eran furibundas seguidoras de los Yankees. Pero los Red Sox también tenían muchas partidarias; un significativo porcentaje de las mujeres blancas era de Massachusetts, Maine, New Hampshire y el siempre sospechoso estado fronterizo de Connecticut. La vida diaria normalmente era pacífica en el campo en el aspecto racial, pero la división racial entre fans de los Yankees y de los Sox me ponía nerviosa. Recordé el tumulto que hubo en la Universidad de Massachusetts (la UMass) en 1987, cuando los Mets derrotaron a los Sox en la Serie Mundial, en el cual los seguidores negros de los Mets recibieron horribles palizas.

No estoy segura del tipo de reyerta que podía haber ocurrido allí, sin embargo. Las seguidoras más acérrimas de los Sox en aquel lugar eran un grupito de señoras blancas de mediana edad y clase media, a cuya cabecilla apodaban Bunny. No sé por qué motivo, la mayoría trabajaba para el departamento de jardines en el SCM. Durante toda la fiebre del banderín, trabajaron cortando el césped y rastrillando hojas cantándose unas a otras:

John-ny Damon, how I love him.

He’s got something I can’t resist,

but he doesn’t even know that I exist.

John-ny Damon, how I want him.

How I tingle when he passes by.

Every time he says «Hello» my heart begins to fly.

Other fellas call me up for a date,

but I just sit and wait, I’d rather concentrate…

… on John-ny Damon.[3]

Carmen DeLeon, la mayor fan de los Yankees de todas, que venía directa del sur de Bronx, de Hunts Point, me miró con intención:

—«Estos» son los tuyos —indicó, mordazmente.

Yo la fulminé con la mirada, pero me puse demasiado nerviosa para darle una respuesta ingeniosa, no porque tuviese miedo de Carmen, sino porque me preocupaba dar mala suerte a los Sox. El año anterior, Larry y yo reunimos a una banda de broncos hinchas de los Sox en nuestro apartamento del East Village para la final, y como íbamos por delante en la sexta entrada, nos sentíamos tan confiados que nos aventuramos a salir a un bar de las cercanías, en la esperanza de poder celebrar nuestra victoria públicamente a bombo y platillo ante las narices de los malvados y autoritarios hinchas de los Yankees, que llevaban burlándose de nosotros… toda la vida. Por el contrario, acabamos desconsolados, tomándonos unas cervezas carísimas y viendo turnos de lanzamiento extra mientras Martínez, inexplicablemente, se quedaba en su sitio, y morían todas las esperanzas y sueños que había puesto la nación en los Red Sox.

—Te diré una cosa —dijo Carmen, hinchando su pecho, ya considerablemente hinchado de natural, como un pavo real—. Si los Red Sox van a la Serie Mundial, yo me hago hincha de ellos. Te lo prometo —«sí, cuando los cerdos vuelen», pensé, lúgubre.

Cuando los Yankees acabaron perdiendo después de una serie de siete juegos, y los Red Sox se enfrentaban a los St. Louis Cardinals en la Serie Mundial, la multitud que atestaba la sala de televisión era mucho menor. Pero Carmen DeLeon estaba allí la primera, sonriendo y animando a los Sox. Y la serie fue increíblemente fácil, un triunfo aplastante. No podía creerlo… después de cada victoria, mi ansiedad iba en aumento. Al final del cuarto juego, después del último out con los Cards, empecé a temblar incontrolablemente. Rosemarie, también hincha de toda la vida de los Sox, me puso la mano en la rodilla.

—¿Te encuentras bien?

Carmen me miró, asombrada.

—¡Piper está llorando!

Yo también me sorprendí. Me gustaban los Red Sox, pero mi reacción me sorprendió hasta a mí misma.

Me calmé lo suficiente para ver la celebración posterior al partido con los ojos secos, pero sola en el baño, entre el dormitorio B y el C, me eché a llorar de nuevo. Salí a mirar la luna medio tapada y a llorar a gusto, en voz alta. Enormes sollozos temblorosos. No, no lloraba porque deseara estar en casa celebrándolo. La verdad es que me quedé completamente desconcertada por la profundidad de mi emoción. Siempre bromeaba diciendo que tenía que pasar por la cárcel como penitencia para romper la maldición, para que pudieran ganar los Red Sox, y ahora sentía que había una extraña verdad en ello. El mundo que yo conocía había cambiado mientras yo estaba allí atrapada en aquella fea situación.