Todo cambió en un instante
San Francisco fue un refugio muy apetecible. Quizá yo fuese un bicho raro, pero al menos estaba entre otros muchos bichos raros. Encontré una casa en Lower Haight con mi antiguo amigo Alfie, que trabajaba conmigo en la cervecería allá en el este y que ahora vivía en San Francisco. Yo estaba completamente ida y me sentía como un pedazo humeante del SkyLab que hubiese atravesado la atmósfera y caído en la Tierra. Cuando Alfie no estaba conmigo, me sentaba en el suelo de nuestro apartamento y pensaba en lo que había hecho, asombrada de lo lejos que había llegado y lo dispuesta que había estado a dejarme llevar. Juré que nunca más abandonaría mi amor propio ante nada ni ante nadie.
Después de pasar varios meses en aquel submundo, me costó un poco acostumbrarme a la vida normal. Había vivido a base de servicio de habitaciones, exotismo y ansiedad durante largo tiempo. Pero aún tenía buenas amigas de la universidad que ahora vivían en la zona de la Bahía y que me acogieron bajo sus alas y me llevaron a un mundo de trabajo, barbacoas, softball y otros rituales sanos. Dejé de fumar.
Estaba aterrorizada por la falta de dinero, e inmediatamente cogí dos trabajos. Me levantaba muy temprano por la mañana para ir a mi primer trabajo en el Castro, abría el Josie’s Juice Joint and Cabaret a las siete, y volvía muy tarde a casa por la noche después de servir las mesas en un restaurante italiano muy chulo al otro lado de la ciudad, en Pacific Heights. Al final conseguí un trabajo «de verdad» en una productora de televisión especializada en publirreportajes. Tenía que hacer cosas tan raras como convencer a los viandantes de que usaran extraños aparatos de ejercicio en lugares públicos, atender las necesidades de famosos de serie C en el plató, o quitar con cera el vello facial a unos desconocidos. Volé por todo el país filmando a gente que quería ser menos gorda, menos pobre, menos arrugada, menos solitaria o menos peluda. Vi que era capaz de hablar casi con cualquiera, ya fuese Bruce Jenner o una mamá con bigote, y encontraba rápidamente algo en común con ellos. Yo también quería ser menos pobre, solitaria y peluda. Pasé de chica para todo a productora de verdad, y empecé a trabajar en preproducción, rodaje y edición para emisión por televisión. Me encantaba mi trabajo, para gran diversión de mis amigos, que se metían conmigo por el último artilugio, plan o crema que aparecía en la tele de madrugada y que prometía cambiarte la vida.
Salí con gente, pero me notaba todavía bastante sensible y muy desconfiada después del fracaso con Nora. Estaba bien disfrutar de la soltería y tener algún romance loco de vez en cuando para distraerme del trabajo.
Nunca hablaba a mis nuevos amigos de mi aventura con Nora, y el número de personas que conocía mi secreto era muy reducido. A medida que pasaba el tiempo, poco a poco me fui relajando. Empecé a pensar que quizá no hubiese consecuencias, y que todo aquello no había sido más que un loco paréntesis. Pensaba que era consciente de todos los riesgos. El tiempo que pasé en el extranjero con Nora fue como un curso intensivo sobre las realidades del mundo, lo feas que pueden resultar las cosas y lo importante que es mantenerse fiel a uno mismo aun en medio de una aventura estrambótica. En mis viajes fui conociendo a todo tipo de gente cuya dignidad tenía un precio (aunque muy variable), y pensé que si me volvía a pasar algo parecido a mí, pondría un precio mucho más alto, tanto que nadie pudiera pagarlo.
Con toda esa sabiduría mundana impresa en mi memoria, me sentía bastante afortunada. Tenía un buen trabajo, buenos amigos, vivía en una ciudad estupenda con una rica vida social. A través de amigos comunes conocí a Larry, el único que trabajaba tanto como yo en aquel San Francisco tan dado al ocio. Llevaba un servicio de teletipo llamado AlterNet, en un medio de comunicación sin ánimo de lucro. Cuando salía exhausta de la sala de edición, después de horas de trabajo, siempre podía contar con Larry para cenar a deshora o tomar unas copas.
De hecho, Larry siempre estaba dispuesto a todo. ¿Entradas para un festival de música cualquiera? Larry se apuntaba. ¿Querías levantarte temprano el domingo e ir a la iglesia en Glide, en el Tenderloin, y luego pasear seis horas por la ciudad parando a tomar bloody marys periódicamente? Él era judío, pero iba a la iglesia contigo y hacía playback cuando cantaban los himnos. No solo era mi único amigo heterosexual, sino que compartíamos un sentido del humor muy especial, y rápidamente se convirtió en la fuente de diversión más fiable que yo tenía.
Como nueva colega lesbiana de Larry, él me contaba todas sus conquistas y reveses románticos con los detalles más escabrosos, cosa que resultaba terrible y entretenida al mismo tiempo. A la hora de evaluar su progreso, yo no me andaba con paños calientes, y él me devolvía el favor tratándome como a una reina. Una tarde llegó a mi oficina un mensajero en bicicleta con un paquete que contenía un pretzel blando de Filadelfia con su mostaza especiada y todo, que Larry había importado especialmente para mí en un viaje al este. Qué mono, pensé, mientras me lo comía.
Pero luego ocurrió una cosa algo inquietante. Larry se quedó colgado de una de sus conquistas y se puso muy sentimentaloide. Ya no resultaba tan divertido, y yo no fui la única que lo notó.
—¡Esa lo está llevando de la oreja! —decían otros amigos. Nos reíamos de él sin compasión, pero no parecía que le hiciera efecto. De modo que tuve que ocuparme de la cosa personalmente, y en un rincón oscuro de un sucio club nocturno, me sacrifiqué por la dignidad de Larry y le planté un beso en la boca, como en broma.
Aquel beso hizo sonar las alarmas de Larry. Y las mías también. ¿Qué demonios me estaba ocurriendo? Procedí a fingir durante varios meses que no había pasado nada, mientras intentaba dilucidar cuáles eran mis sentimientos. Larry no se parecía a ningún hombre con el que me hubiera relacionado en el pasado. En primer lugar, me gustaba. Además, era un hombre bajo, luchador, ansioso por complacer, con grandes ojos azules, enorme sonrisa y una mata de pelo enormemente tupida. En el pasado, yo solo me había dignado acostarme con narcisistas altos y exóticamente guapos. No quería salir con ningún hombre, ¡y además aquel no era mi tipo!
Pero resulta que sí lo era. ¡Larry era mi tipo! A pesar de que aquel beso en el bar nos dejó un poco incómodos, seguíamos siendo inseparables, aunque él estaba confuso, cosa comprensible. Pero no me presionó ni me pidió respuestas ni claridad. Se limitó a esperar. Me acordé del pretzel y me di cuenta de que Larry ya estaba enamorado de mí por aquel entonces, y que yo también estaba enamorada de él. Al cabo de unos meses éramos una pareja oficial, para gran conmoción de nuestros escépticos amigos.
De hecho era la relación más fácil que había tenido jamás, de lejos. Estar con él me hacía feliz, indudablemente, de modo que cuando Larry me dijo, preocupado y confuso, que le habían ofrecido trabajo en una gran revista en el este, mi equilibrio no se alteró lo más mínimo. El paso siguiente era tan obvio y tan natural que la decisión prácticamente se tomó sola. Yo abandoné mi amado trabajo para trasladarme al este con él… el riesgo más grande que había corrido en toda mi vida, con diferencia.
Larry y yo aterrizamos en Nueva York en 1998. Él era editor en una revista masculina, y yo trabajaba como productora por mi cuenta. Nos instalamos en un edificio sin ascensor en el West Village. Una cálida tarde de mayo, sonó el timbre. Yo estaba trabajando en casa, todavía en pijama.
—¿Quién es? —pregunté por el interfono.
—¿La señorita Kerman? Somos los oficiales Maloney y Wong.
—¿Sí? —me pregunté qué buscarían en nuestro edificio aquellos policías locales.
—¿Podemos hablar con usted un momento?
—¿De qué se trata? —de repente, me sentí suspicaz.
—Señorita Kerman, creo que será mejor que hablemos cara a cara.
Maloney y Wong, dos hombres grandotes vestidos con ropa de calle, subieron cinco pisos y se sentaron en mi salón. Maloney hablaba mientras Wong me miraba impasible.
—Señorita Kerman, somos funcionarios de aduanas de Estados Unidos. Estamos aquí para notificarle que ha sido usted acusada ante un tribunal de Chicago de tráfico de drogas y blanqueo de dinero —me tendió una hoja de papel—. Tiene que presentarse usted en esta fecha, en este lugar. Si no aparece, será llevada en custodia.
Yo parpadeé en silencio, y de repente las venas de mis sienes empezaron a latir como si hubiera corrido muchos kilómetros a toda velocidad. El ruido que oía dentro de mi cabeza me asustó. Había dejado atrás mi pasado, lo había mantenido en secreto ante todo el mundo, incluso ante Larry. Pero todo había terminado. Sentía un miedo tan físico que me quedé anonadada.
Maloney sacó una libreta y me preguntó, despreocupadamente:
—¿Le gustaría hacer alguna declaración, señorita Kerman?
—Creo que será mejor que hable con un abogado, ¿no le parece, oficial Maloney?
Corrí a la parte alta de la ciudad, al despacho de Larry, casi sin acordarme de cambiarme el pijama. Balbuceando, le hice salir a la calle 22 Oeste.
—¿Qué pasa? ¿Estás enfadada conmigo? —me preguntó él.
Yo cogí aliento con fuerza, porque de otro modo no podía hablar.
—Me han acusado ante un tribunal federal de blanqueo de dinero y tráfico de drogas.
—¿Cómo? —parecía divertido. Miró a su alrededor, pensando que quizá se trataba de una broma de cámara oculta.
—Es cierto. No me lo invento. Vengo de casa. Han venido los federales. Tengo que usar un teléfono. Necesito un abogado. ¿Puedo llamar por teléfono?
Un momento… a lo mejor no podía llamar por teléfono. A lo mejor todos los teléfonos relacionados remotamente conmigo, incluidos los teléfonos del despacho de Larry, estaban pinchados. Todas las paranoias y locuras que me había contado Nora resonaban ahora con fuerza en el interior de mi cabeza. Larry me miraba como si me hubiese vuelto loca.
—¡Tengo que usar el móvil de otra persona! ¿Qué teléfono puedo usar?
Minutos más tarde estaba en la salida de incendios junto al despacho de Larry, usando el teléfono de un compañero de trabajo suyo, para llamar a un amigo de San Francisco que era el abogado más importante que conocía. Se puso al teléfono.
—Wallace, soy Piper. Dos agentes federales acaban de llamar a mi puerta y me han dicho que me acusan de blanqueo de dinero y tráfico de drogas…
Wallace se echó a reír. Era una reacción a la que acabaría por acostumbrarme, cuando mis amigos se enteraban de mi situación.
—Wallace, hablo totalmente en serio, joder. No tengo ni idea de lo que debo hacer. ¡Me estoy volviendo loca! Tienes que ayudarme…
—¿Desde dónde me llamas?
—Desde la escalera de incendios.
—Ve a una cabina telefónica.
Fui al despacho de Larry.
—Tengo que buscar una cabina.
—Pero, cariño, ¿qué pasa? —me dijo él. Parecía exasperado, preocupado y un poco molesto incluso.
—En realidad no lo sé… Tengo que hacer esa llamada. Ya volveré a buscarte.
Más tarde, cuando oyó una explicación resumida (y probablemente poco coherente) de la situación, Larry se quedó extrañamente tranquilo. No me chilló por no contarle que era una delincuente antes de que nuestras vidas se encontraran. No me castigó por ser una idiota irresponsable, descuidada y egoísta. Cuando vacié mi cuenta de ahorros para pagar las tasas del abogado y de la fianza, no se quejó de que quizá hubiese arruinado mi vida y la suya también. Solo dijo:
—Ya lo arreglaremos.
Solo dijo:
—Todo se arreglará. Te quiero.
Aquella mañana marcó el principio de una larga y tortuosa expedición a través del laberinto del sistema de justicia criminal de Estados Unidos. Wallace me ayudó a encontrar un abogado. Enfrentada al final de mi vida tal y como la conocía, adopté mi postura habitual cuando me sentía acorralada y asustada: me cerré sobre mí misma, diciéndome que yo sola me había metido en aquel lío y que aquello no era culpa de nadie salvo de mí misma. Tenía que encontrar una solución yo sola.
Pero ya no estaba sola: mi familia y mi inocente novio iban conmigo en aquel viaje horrible. Larry, mis padres, mi hermano, mis abuelos… todos ellos estuvieron a mi lado todo el camino, aunque estupefactos y avergonzados por mi pasado criminal, oculto para ellos hasta entonces. Mi padre vino a Nueva York y viajamos en coche durante cuatro horas espantosas hasta Nueva Inglaterra, donde mis abuelos pasaban el verano. Ya no me sentía moderna, ni guay, ni aventurera, ni contracultural, ni rebelde. Lo único que sentía era que había herido y decepcionado a los que más amaba, y que había tirado mi vida por el desagüe de la forma más descuidada. Lo que había hecho resultaría inconcebible para mi familia, por supuesto. Allí estaba yo, en el salón de mis abuelos, asistiendo a la reunión familiar de urgencia, muerta de vergüenza mientras me interrogaban durante horas intentando comprender lo que estaba ocurriendo.
—¿Pero qué demonios hiciste con el dinero? —me preguntó mi abuela al final, desconcertada.
—Pues, abuela… yo en realidad no estaba metida en aquello por el dinero… —le respondí, vacilante.
—¡Piper, por el amor de Dios! —saltó ella. No solo era una vergüenza y una decepción, sino que también era una idiota.
Pero mi abuela no me echó en cara que fuera idiota. En realidad, ninguno de ellos me dijo que los había decepcionado o que sentían vergüenza, aunque no tenían que decirlo: yo lo sabía. Lo más increíble es que todos, mi madre, mi padre, mis abuelos, toda mi familia, dijeron que me querían, que estaban preocupados por mí, que me ayudarían… Cuando me fui, mi abuela me abrazó muy fuerte, rodeando mi cuerpo con sus delgados brazos.
Aunque mi familia y los pocos amigos a los que se lo conté se tomaron mi situación muy en serio, dudaban de que una «guapa chica rubia» como yo tuviera que ir siquiera a prisión, pero mi abogado rápidamente me explicó la gravedad de mi situación. Me habían acusado ante un tribunal federal por conspiración criminal para importar heroína porque la operación de tráfico de drogas de mi examante había quedado desenmascarada. Compartían la acusación Nora, Jack y trece acusados más (a algunos de ellos los conocía y a otros, no), incluyendo el traficante de drogas africano Alaji. Tanto Nora como Jack estaban en custodia, y alguien señalaba con el dedo e iba dando nombres.
No importa lo mal que hubiesen acabado las cosas entre nosotras, yo no imaginé jamás que Nora me entregaría para intentar salvar su propia piel. Pero cuando mi abogado me envió los materiales que había acumulado el fiscal (las pruebas que el gobierno tenía contra mí), entre ellos estaba una declaración detallada de ella en la que decía que yo había llevado dinero en efectivo a Europa. Me estaba adentrando en un mundo totalmente nuevo para mí, donde palabras como «acusación de conspiración» y «pena mínima obligatoria» determinarían mi destino.
Me enteré de que una acusación de conspiración, más que identificar actos individuales contrarios a la ley, acusa a un grupo de personas de conspirar para cometer un delito. A menudo se acusa a una persona de conspiración basándose solo en el testimonio de un «co-conspirador» o peor aún, un «informador confidencial», alguien que ha accedido a delatar a otros a cambio de inmunidad. A los fiscales les encanta esta figura porque les resulta mucho más fácil obtener cargos en los jurados de acusación, y es una palanca importante para conseguir que la gente se declare culpable: en cuanto sale una persona acusada de conspiración, es muy fácil convencer a sus codemandados de que no tendrían ninguna oportunidad en juicio abierto. Bajo la acusación de conspiración, yo sería condenada según la cantidad total de drogas implicadas en la operación, y no según el pequeño papel que yo representé en ella.
En Estados Unidos, la pena mínima obligatoria formaba parte esencial de la «Guerra de las Drogas» de finales del siglo XX. Las líneas fundamentales establecidas por el Congreso en los años ochenta requerían que los jueces federales impusieran un conjunto de condenas por los delitos de drogas, sin tener en cuenta las circunstancias específicas de cada caso, y sin discrecionalidad para evaluar a la persona que era sentenciada. Las leyes federales eran ampliamente duplicadas por las legislaturas estatales. La longitud de las condenas me horrorizó: diez, doce, veinte años. Las largas penas mínimas obligatorias por delitos de drogas son la principal razón de que la población convicta de Estados Unidos se haya disparado desde los ochenta hasta más de 2,5 millones de personas, un aumento de casi el 300 por ciento. Ahora encerramos a uno de cada cien adultos, muchísimo más que cualquier otro país del mundo.
Delicada pero firmemente, mi abogado me explicó que si deseaba ir a juicio, sería una de las mejores acusadas que había tenido nunca, que inspiraría comprensión y tendría una bonita historia que contar, pero que si perdía, me arriesgaba a la pena máxima, probablemente más de una década en prisión. Si me declaraba culpable iría a prisión, desde luego, pero por un tiempo mucho más breve.
Elegí esto último. Siguieron algunas angustiosas conversaciones con Larry y con mi familia, que todavía no se había recuperado del golpe. Pero yo tenía que tomar la decisión. Mi abogado negoció con intensidad y habilidad en mi favor, y al final la Oficina del Fiscal de Estados Unidos permitió que me declarase culpable de blanqueo de dinero, en lugar de conspiración, por lo cual se requería una condena mínima de treinta meses en una prisión federal.
El día de Halloween de 1998, Larry y yo viajamos a Chicago disfrazados de «adolescentes»; quizá el disfraz consiguiera enmascarar mi sufrimiento… Aquella noche la pasamos en la ciudad con nuestros amigos Gab y Ed, que no sabían nada de mi situación y pensaban que iba a Chicago por asuntos de trabajo. A la mañana siguiente me presenté, pálida y con mi mejor traje, en el edificio federal donde está situado el tribunal. Mientras Larry me observaba, yo pronuncié las palabras que sellaron mi destino: «Culpable, señoría».
Poco después de declararme culpable ocurrió algo muy sorprendente. Alaji, el traficante de drogas de África Occidental, fue arrestado en Londres con una orden de detención de Estados Unidos. De repente se pospuso mi fecha de ingreso en prisión indefinidamente, mientras Estados Unidos intentaba extraditarle para someterle a juicio. Querían que yo fuese con ropa de calle, y no con el mono naranja, para testificar contra él.
Aquello no parecía tener fin. Pasé casi seis años bajo supervisión de los federales, informando mensualmente a mi «supervisora pre-juicio», una joven muy seria con el pelo rizado y exuberante corto por delante y largo por detrás, y que tenía su despacho en el edificio del tribunal federal, en Pearl Street, en Manhattan. Una vez al mes acudía a aquel edificio, pasaba el control de seguridad, subía en el ascensor hasta los Servicios Pre-Juicio, firmaba y esperaba en una habitación deprimente, decorada con carteles aleccionadores que me recordaban que tuviera perseverancia y que usara condones. A menudo estaba sola en la sala de espera. A veces se encontraban allí también jóvenes negros o latinos, que o bien me tomaban las medidas en silencio o miraban fijamente al frente. De vez en cuando había algún hombre blanco de más edad, con el cuello grueso y mucha joyería de oro, que me miraba con franca sorpresa. A veces había alguna otra mujer, nunca blanca, en ocasiones acompañada por algunos niños. Siempre me ignoraban. Cuando aparecía al fin la señorita Finnegan y me hacía señas, yo entraba en su despacho y nos quedábamos allí sentadas durante unos minutos, incómodas.
—Así que… ¿ninguna novedad sobre su caso?
—No.
—Bueno… Parece que va para largo.
De vez en cuando ella me hacía una prueba de drogas, disculpándose. Siempre estaba limpia. Al final, la señorita Finnegan dejó el departamento para asistir a la facultad de derecho y fui transferida a la señorita Sánchez, también con muy buenos modales. Llevaba unas uñas muy largas, como fritos de maíz, pintadas de un rosa Barbie.
—¡Usted es la más fácil de las que tengo! —me decía cada mes, animosa.
Durante más de cinco años de espera, pensé en la prisión de todas las maneras imaginables. Mi situación seguía siendo un secreto para casi todas las personas que conocía. Al principio era demasiado terrible, demasiado abrumador y demasiado arriesgado decirle a alguien lo que estaba pasando. Cuando empezó la demora por la extradición, la situación era demasiado rara para contársela a los amigos que no sabían nada: «Voy a ir a la cárcel… algún día». Yo tenía la sensación de que sencillamente debía sufrirlo en silencio. Los amigos que lo sabían se mostraban misericordiosamente discretos sobre el tema, a medida que pasaban los años, como si Dios me hubiese puesto en espera.
Trabajé mucho para olvidar lo que tenía por delante, y concentré todas mis energías en mi trabajo como directora creativa de empresas de internet y explorando el centro de Nueva York con Larry y nuestros amigos. Necesitaba dinero para pagar mis gastos legales, que eran enormes, así que trabajaba con los clientes que mis colegas más modernos encontraban poco seductores y difíciles de aceptar: grandes empresas de telecomunicaciones, grandes petroquímicas y grandes grupos empresariales algo misteriosos.
En mis interacciones con todo el mundo excepto Larry, yo estaba siempre algo abstraída. Solo a él le podía revelar todo mi temor y vergüenza. Con la gente que no sabía nada de mi secreto criminal e inminente prisión, sencillamente no era yo misma; me mostraba agradable, a veces encantadora, pero también altiva, distante, incluso indiferente. Ni siquiera podía comprometerme del todo con los amigos más íntimos que sabían lo que estaba ocurriendo… siempre me observaba a mí misma con un cierto distanciamiento, una sensación de que ocurriera lo que ocurriese, no importaba demasiado, dado lo que estaba por venir. En algún lugar del horizonte me esperaba la devastación, la llegada de los cosacos, de los indios hostiles.
A medida que pasaron los años, mi familia casi empezó a creer que me salvaría milagrosamente. Mi madre pasaba muchas horas en la iglesia. Pero yo no me permití incurrir ni por un segundo en semejante fantasía. Yo sabía que iría a prisión. Había veces en que me sentía muy deprimida, pero la verdad es que mi familia y Larry todavía me querían, a pesar de haberla cagado tanto; que mis amigos, que conocían mi situación, jamás me dieron la espalda, y que podía seguir funcionando en el mundo profesional y social a pesar de haber arruinado tanto mi vida. A medida que pasaba el tiempo, empecé a temer menos mi futuro, mis perspectivas de felicidad e incluso la prisión.
El motivo principal era Larry. Cuando me acusaron estábamos ya decididamente enamorados, pero con solo veintiocho años y recién llegados a Nueva York, no pensábamos más que en el futuro inmediato, por ejemplo, adónde nos trasladaríamos cuando el tipo al que realquilábamos el piso volviera de Londres. Cuando reapareció mi pasado criminal, nadie podría haberle culpado si me hubiera dicho: «Yo no sabía nada de toda esta mierda horrible. Yo pensaba que estabas loca pero eras buena, no que darías miedo». ¿Quién podía predecir cómo procesaría un buen chico judío de Nueva Jersey la información de que su novia exlesbiana, bohemia pero de buena familia, era también una delincuente y futura convicta?
¿Quién se iba a imaginar que mi extrovertido, vivaz y anfetamínico novio sería tan paciente, tan competente y tan lleno de recursos? ¿Que cuando yo llorara hasta atragantarme él me dejaría apoyar la cabeza en su hombro y me consolaría? ¿Que guardaría mi secreto y lo haría suyo? ¿Que cuando yo me deprimiera demasiado, dejando que el consabido rollo autocompasivo me encadenara los tobillos como unos grilletes, hundiéndome en la desesperación, él lucharía por recuperarme, aunque eso significara tener peleas terribles y pasar días y noches muy difíciles?
En julio de 2003 estábamos en Massachusetts, en la cabaña que tiene mi familia en la playa. Un bonito y soleado día, Larry y yo salimos en kayak a Pea Island, un islote de roca y arena situado en una pequeña cala de Buzzard’s Bay. La isla estaba plácida y desierta. Nadamos y luego nos sentamos en una roca, mirando hacia la cala. Larry rebuscaba en su bañador y yo le miraba de soslayo, preguntándome qué le pasaría. Sacó una bolsita de plástico impermeable del bañador y de ella una cajita de metal.
—P, he comprado estos anillos porque te quiero y quiero que los tengas porque significan mucho para mí. Hay siete, uno por cada año que llevamos juntos. No tenemos que casarnos, si no quieres. Pero quiero que los tengas…
Por supuesto, no recuerdo qué más dijo, porque estaba tan sorprendida y asombrada, tan conmovida y asustada que no pude oír nada más. Solo grité: «¡Sí!». En la caja había siete anillos de oro batido, finos como un papel de seda, para llevarlos todos juntos. Y él se había hecho un anillo también, una banda fina de plata a la que daba vueltas nervioso en el dedo.
Mi familia se quedó extasiada. Los padres de Larry también, pero a pesar del tiempo que llevaba de relación con su hijo, había muchas cosas que todavía no sabían de su futura nuera. Siempre habían sido amables y acogedores conmigo, pero me aterrorizaba pensar cuál sería su reacción a mi feo secreto. Carol y Lou eran muy distintos de mis padres, antiguos hippies: ellos eran novios desde el instituto, en los años cincuenta, antes de la contracultura. Todavía vivían en el país bucólico donde se criaron, iban al fútbol y a cenas de asociaciones de abogados. Me parecía que no serían capaces de comprender mi fascinación adolescente por los bajos fondos de la sociedad, mi implicación en el tráfico de drogas internacional o mi inminente encarcelación.
Por aquel entonces ya habían pasado más de cinco años desde que me acusaron. Larry pensaba que era importante decirles a sus padres lo que estaba pasando. Decidimos practicar con otras personas, una táctica que Larry describía como «decir la verdad y salir corriendo». Las reacciones eran casi siempre las mismas: nuestros amigos se reían a carcajadas, luego había que convencerles de que aquello era verdad, y luego se quedaban horrorizados y preocupados por mí. A pesar de la respuesta de nuestros amigos, a mí me asustaba muchísimo no tener tanta suerte con mis futuros suegros.
Larry llamó a sus padres y les dijo que teníamos que decirles algo importante en persona. Fuimos en coche una noche de agosto, llegamos tarde, tomamos una clásica cena de verano (bistec, mazorcas de maíz, grandes y jugosos tomates de Jersey, delicioso pastel de melocotón). Larry y yo nos sentamos uno enfrente del otro en la mesa de la cocina. Carol y Lou parecían muy nerviosos, pero no aterrorizados. Supongo que dieron por sentado que la cosa se refería a mí, y no a Larry. Al final, Larry dijo:
—Malas noticias, pero no es cáncer.
Solté toda la historia de un tirón, sin interrupciones por parte de Larry, no del todo coherente, pero al menos ya estaba fuera, como si me hubiera quitado una espina.
Carol estaba sentada a mi lado y me cogió la mano, la apretó fuerte y dijo:
—¡Eras muy joven!
Lou intentó asimilar toda esa información nueva poniéndose en plan letrado, y empezó a preguntarme cosas de mi acusación, mi abogado, el tribunal implicado, y si podía hacer algo para ayudar. ¿Era acaso adicta a la heroína?
Lo curioso de la familia de Larry es que cuando pasaba alguna tontería era como si se estuviera hundiendo el Titanic, pero cuando ocurría un desastre auténtico, eran precisamente las personas que te habría gustado tener a tu lado. Yo esperaba una explosión de recriminaciones y rechazos, y por el contrario, me dieron un fuerte abrazo.
Al final, Gran Bretaña se negó a extraditar al capo de la droga Alaji a América, y por el contrario, lo dejó libre. Mi abogado me explicó que como nigeriano, era ciudadano de la Commonwealth británica, y disfrutaba de ciertas protecciones bajo la ley británica. Un poco de investigación en la red me reveló que era un hombre de negocios mafioso muy rico y poderoso en África, y era de esperar que tuviese contactos que pudieran eliminar cosas molestas como los tratados de extradición.
Finalmente, el fiscal americano de Chicago se dispuso a proseguir con mi caso. Preparándome para mi sentencia, escribí una declaración personal al tribunal y rompí mi silencio ante más amigos y compañeros de trabajo, y les rogué que escribieran cartas respondiendo de mi carácter y pidiéndole clemencia al juez. Fue una experiencia increíblemente humillante y difícil aproximarse a aquella gente a la que conocía desde hacía años, confesarles mi situación y pedirles ayuda. Su respuesta colectiva fue abrumadora. Yo me había preparado para su rechazo, sabiendo que era perfectamente posible que alguien se negara por múltiples razones, pero por el contrario, me vi inundada de amabilidad y preocupación y lloré con cada una de las cartas, en las cuales se describía mi niñez, mis amistades o mi trabajo ético. Cada persona se esforzó por transmitir lo que pensaban que era importante y mejor de mí, algo que chocaba de frente con la sensación que tenía yo de ser muy, muy poco valiosa.
Una de mis mejores amigas de la universidad, Kate, escribió esto al juez:
Creo que su decisión de implicarse en actividades criminales fue motivada en parte por la sensación de que estaba sola en el mundo y de que tenía que cuidarse sola. Desde la época en que tomó aquellas decisiones, sus relaciones con los demás han cambiado y se han hecho más profundas. Creo que ahora sabe que su vida se encuentra estrechamente ligada con la de las personas que la aman…
Finalmente, se acercaba ya la fecha de mi sentencia. Aunque el tópico «lo que no te mata te hace más fuerte» resonó constantemente en mi cerebro durante los casi seis años de espera, entonces se me hacía patente la verdad que encierra, como ocurre con la mayoría de las ideas tópicas y muy repetidas. Yo me había repartido a mí misma las cartas del engaño, la exposición pública, la vergüenza, casi la ruina, y un aislamiento autoimpuesto. Tenía unas cartas bastante malas, la verdad, con las que poco se podía hacer. Y sin embargo, de algún modo, no estaba sola en aquella etapa del juego. Mi familia, mis amigos, mis compañeros de trabajo… esa buena gente se había negado a abandonarme, a pesar de mi conducta desagradable, salvaje e imprudente de hacía tantos años y de la forma que tenía de abordar los problemas diciéndome: «Soy una isla». Quizá si toda esa buena gente me quería tanto como para ayudarme, es que yo en el fondo no era tan mala… Quizá mereciera su amor, después de todo…
El día antes de mi sentencia, Larry y yo fuimos a Chicago y nos reunimos con mi abogado, Pat Cotter. Esperábamos una sentencia menor de treinta meses, y el fiscal de Estados Unidos había accedido a abreviar la larga espera. Le enseñé a Pat mis opciones de atuendo para acudir al tribunal: un traje pantalón muy sobrio de «directora creativa»; un abrigo estilo militar color azul marino que debía de ser la pieza de vestuario más conservadora que poseía, y por otra parte, un traje de chaqueta de los años cincuenta que había comprado por eBay de color crema y con unos cuadros de un azul delicado, muy campestre. «Este», dijo Pat, señalando el traje de chaqueta. «Queremos que, cuando te mire, el juez se acuerde de su propia hija, o de su sobrina o de la vecina». No pude dormir aquella noche, y Larry fue cambiando de canal en la televisión del hotel hasta encontrar uno en el que ponían yoga. Un yogui dulce y guapo adoptaba posturas extrañas en una hipnótica playa hawaiana. Yo deseé fervientemente estar allí.
El 8 de diciembre de 2003 acudí ante el juez Charles Norgle con un pequeño grupo de familiares y amigos que se sentaron detrás de mí, en la sala. Antes de que me entregaran la sentencia, hice una declaración ante el tribunal.
—Señoría, hace más de una década tomé unas decisiones equivocadas, tanto a nivel práctico como moral. Actué de una forma egoísta, sin pensar en los demás, y transgredí la ley a sabiendas, mentí a mi propia familia y me distancié de mis verdaderos amigos.
»Estoy dispuesta a enfrentarme a las consecuencias de mis actos, y acepto el castigo que el tribunal quiera imponerme. Siento muchísimo todo el daño que he causado a otros y sé que el tribunal me tratará de una manera justa.
»Me gustaría aprovechar esta oportunidad para dar las gracias a mis padres, mi prometido y mis amigos y colegas, que están hoy aquí, y que me han querido y apoyado siempre, y disculparme con ellos por todo el sufrimiento, preocupación y vergüenza que les he causado.
»Señoría, gracias por escuchar mi declaración y atender mi caso».
Fui sentenciada a quince meses en una prisión federal, y oí a Larry, mis padres y mi amiga Kristen llorar detrás de mí. Yo pensaba que era un milagro que la sentencia no fuese más larga, y me sentía tan cansada de esperar que estaba ansiosa por acabar con todo aquello lo más rápido posible. Aun así, el sufrimiento de mis padres era peor que cualquier tensión, fatiga o depresión que hubiera podido causarme el largo retraso.
Pero la espera continuó, en esta ocasión para mi asignación de prisión. Me sentía en parte como cuando esperas que te acepten en alguna universidad. Esperaba entrar en Danbury, Connecticut. Cualquier otro sitio habría resultado desastroso para ver a Larry o a mi familia con alguna frecuencia. Virginia Occidental, a ochocientos kilómetros de distancia, tenía la prisión federal femenina más cercana. Cuando llegó el sobre de los federales diciéndome que debía presentarme en la Institución Correccional Federal (ICF) de Danbury el 4 de febrero de 2004, mi alivio fue enorme.
Intenté poner en orden mis asuntos, prepararme para desaparecer durante más de un año. Ya había leído los libros que encontré en Amazon sobre cómo sobrevivir en la cárcel, pero todos estaban escritos por hombres. Hice una visita a mis abuelos, intentando acallar nerviosamente el temor a no volver a verlos nunca más. Una semana antes de tener que presentarme, Larry y yo nos reunimos con un grupito de amigos en el Joe’s Bar de la calle Sexta, en el East Village, en una despedida improvisada. Eran nuestros buenos amigos de la ciudad, que conocían mi secreto y habían hecho todo lo posible por ayudar. Pasamos un buen rato: jugamos al billar, contamos chistes, bebimos tequila. La noche fue pasando… no quería bajar el ritmo, no quería ejercer ninguna restricción con el tequila ni dar el coñazo. La noche se convirtió en mañana, y al final alguien tuvo que decir adiós. Y mientras les abrazaba, tan fuerte como solo puede abrazar una chica que ha bebido demasiado tequila, empecé a comprender que aquel realmente era el adiós definitivo. No sabía cuándo volvería a ver a mis amigos, ni cómo serían las cosas cuando los viera. Y me eché a llorar.
Nunca lloraba delante de otra persona que no fuera Larry. Pero entonces sí lloré, y mis amigos se echaron a llorar también. Seguramente parecíamos unos locos, una docena de personas sentadas en un bar del East Village a las tres de la mañana, llorando todos. No podía parar. Lloré y lloré mientras decía adiós a cada uno de ellos. Costó una eternidad. Me calmaba un minuto y luego me volvía hacia otro amigo y empezaba a llorar de nuevo. Habiendo abandonado ya toda vergüenza, estaba tristísima.
A la tarde siguiente apenas se me veían los ojos, que eran como dos rendijas hinchadas. Nunca me había sentido peor. Pero la cosa mejoró un poquito.
Mi abogado Pat Cotter había sacado a muchos clientes de cuello blanco de la cárcel. Me dijo: «Piper, creo que lo más duro de la cárcel para ti serán las normas estúpidas aplicadas por gente estúpida. Llámame si tienes algún problema, y sobre todo no hagas amigas».