Ocurre que todo sucede en un visto y no visto. Y ocurre que los reporteros se pelean por el cadáver y que parecen gatos disputándose una rata muerta. Y ocurre también que Juan Luis Muñoz, porquero ilustrado, se retoca el pañuelo de lunares frente al retrovisor de su Mercedes, pues busca salir guapeao en la tele. Y que el juez instructor, en el momento de agacharse a recoger el sombrero, pierde el equilibrio junto con el sombrero. Y ocurre entonces que los reporteros se dan cuenta de que el juez instructor lleva el pelo pegado a la cabeza, culpa del sudor que resbala por todo lo ancho de su frente. Y que un chisporroteo de cámaras fotográficas cocina la imagen para los restos. Pero no nos despistemos y, antes de contar lo que ocurre con el sombrero, con el juez instructor y con el sudor de su frente, voy a contar lo que ocurrió según el Luisardo, pues como si alguien se lo hubiese pedido, allí mismo y con el cadáver del viajero aún caliente, el Luisardo me contó que el viajero se equivocó de tiempo, de lugar, de modo y de gramática.

Así pues, en la costa extranjera todo ocurre dos horas antes, pichita, me dijo con los ojos reidores y una flema pegada a la garganta. Por lo tanto, el viajero, de haber llegado a Tánger, y por causalidades escritas en la cartografía del destino, hubiese muerto a la misma hora de la tarde, me aseguró con su peor sonrisa. Recuerda que nuestra Europa va por delante de los meridianos y que, desde hace años, le llevamos al moro dos horas cada verano y una hora en el invierno. Y con la sonrisa picada de mentiras, como si ya se le hubiese olvidado lo de las seiscientas mil pesetas y como si la casualidad no fuese más allá de un fortuito coincidir de horas, el Luisardo me hace el cuadro.

En estos momentos el viajero se halla a bordo de un barco, pichita, el macuto al hombro y la gorra de plato sombreándole el perfil de su afilada nariz, rumbo a la otra orilla. Al fondo y oscurecida por la cercanía de la tormenta, la ciudad de Tánger navega entre las nubes. Son negras, como su suerte, y amenazan con romperse y arrojar sobre la ciudad un diluvio de tinta. El transbordador se columpia y, de vez en cuando, una llovizna de olas salpica las ventanillas. El viajero se tambalea. Intenta ajustar la vista al horizonte, concentrarse en la ciudad que se perfila a lo lejos y que la distancia embellece. Intenta que sus pies se queden fijos, pero cada intento es una nueva derrota. Hay que tener pie de marino, un pie como el de Ismael o el del Corto Maltes, bromea el viajero consigo mismo, sujetas las manos a los asientos del transbordador y mareado de una alegría que no sentirá nunca más. Y se deja llevar y pretende flotar sobre el algodón de la tormenta que ensucia el cielo. Pero con el primer relámpago decide que lo más razonable es tomar un trago. Y a la que pasa una de las azafatas le pide una aguatónica que rellena con la petaca, ya sabes, pichita, Johnny Walker, el de los caminantes. Se acomoda. A través del cristal puede ver el violento garabato de un relámpago, el gigantesco atardecer que parece romperse en mil pedazos cuando llega el trueno. Cada dos por tres se palpa el tubo de ensayo, en el bolsillo; ya sabes, pichita, obsesiones del viajero, que fuma, bebe y se perturba con las primeras notas de un piano negro y maldito, y que siempre avisa de peligro.

El viajero mira a un lado y a otro por si ve a sus perseguidores, ya sabes, pichita, el travestolo y el Ginesito. Pero ni rastro. Tampoco encuentra a nadie que le parezca sospechoso. Tal vez el más sospechoso de todos sea el turista, a su lado, que bebe una Cocacola con pajita, la gorra del revés y la mirada de besugo. También va para Tánger y nos percatamos de que se trata de un turista por el equipaje que lleva. Ya sabes, pichita, me aclaró el Luisardo, se distingue que es turista porque viaja con maletas, al contrario que el viajero, que sólo viaja con lo puesto. Esa es la diferencia entre uno y otro, pichita. Y ahora volvamos con el viajero, que acaba de colorear su tónica con el güisqui de marras. El primer trago le asienta, el segundo trago le pone los ojos acariciantes y con el tercero el recuerdo se le acerca fresco y con formas de mujer. Las curvas de la botella de Cocacola que el turista, a su lado, pajita en boca, disfruta con los párpados cerrados, le hacen pensar en la Riquina. No olvidemos que el viajero desconoce que la Riquina es ya un cadáver en letras de molde. Y se acomoda en su asiento y cierra sus ojos y se anima con el recuerdo que le lleva hasta la primera vez, dentro de un coche tapizado en carne de buey, vuelta y vuelta. La Riquina y él se rebuscan igual que si fuesen dos viejos enemigos que luchan sin piedad y sin cuartel, y que tratan de hacerse el mayor daño posible en cada mordisco, en cada sacudida, pichita. Y el Luisardo me baja hasta la noche de Madrid con el viajero y la Riquina, la noche en que el viajero se acercó hasta donde la Chacón, atento con la Riquina y dispuesto a devolverle la pitillera olvidada. Al final entablaron conocimiento carnal dentro de un coche más largo que un día sin porros. Pero no te vayas a creer, pichita, pues más allá de la satisfacción de los sentidos lo que el viajero buscaba era la ilusión de la aventura, de una aventura que le llevará hasta la otra orilla, donde una reyerta de luces asoma todas las noches. Y bajo la fosforescencia despiadada del interior del transbordador el viajero apura el último trago e invita al turista, le señala la Cocacola y le dice que si quiere tomarse otra. La generosidad, pichita, es una de las virtudes que la puta humanidad se toma como algo ridículo y, sobre todo, inspira el deseo de burla, me explicó el Luisardo. Y siguió explicándome que, por lo explicado, el turista le mira raro, le dice que no con el dedo y abandona su compañía. Es obeso y, además de carnes, arrastra media docena de maletas, pichita. Las lleva todas cubiertas de pegatinas. Hotel Calderón, Barcelona. Hotel Monaco, Madrid. Hotel Hawai, Benidorm… El viajero nunca sabrá que aquel hombre es el culpable de que la Riquina y él se hayan conocido. Estamos hablando del mismo turista que un año antes, entre bananas y mango fresco, ve bailar a la Riquina y se encapricha de la rica fruta que le asoma por el tanga. Es el de la cara cagada por una paloma, el mismo que, después de invitarla a cenar, la lleva hasta el hotel y soborna a los conserjes para que se la suban hasta la habitación. El, desnudo, la espera. Con una mano agita un vaso largo, mediado de ron. Con la otra se toca. Llaman a la puerta. Después de esa noche de amor se suceden otras más que desencadenan en un matrimonio en toda regla. Se casan y viajan juntos a Madrid, donde fijan su residencia. A la semana o así, cansada de aguantarle, la Riquina se largará directa a hacerse las ramas más espinosas de la vida. Primero en un local de estriptis que queda por la carretera de La Coruña y poco después donde la Chacón. El no puede hacer nada por evitarlo, por eso ni se molesta en ir tras ella y reclamarla el divorcio por adúltera. Por todo esto el turista de la cara escurrida se ha convertido en el primer sospechoso de su muerte y ahora mismo le andan buscando, pichita. El viajero no lo sabe todavía, pero hay montado un dispositivo policial en el mismo puerto de Tánger y con la intención de encular al de la cara escurrida. El viajero ni lo sospecha y ahora observa al turista cómo se incorpora del asiento y arrastra sus maletas salpicadas de pegatinas. Motel California, Benidorm. Hotel Don Sancho, Tarifa. Recinto Ferial Juan Carlos I, Madrid. Hotel Alfonso XIII, Sevilla. Viva la República, pichita. Total que ha sido levantarse el turista con su equipaje y sus gorduras y, sin razón alguna aparente y como si el diablo hubiese elegido al azar una página de su vida, el viajero vuelve a Madrid con el recuerdo.

En su cabeza se agolpan un sinfín de oscuras imágenes, heridas que le abren su memoria de carne tierna y sanguínea, cosida al nervio de una inocencia que no caduca jamás. Esa inocencia es su verdadero tesoro, pichita, lo que le llevará a seguir caminando. Ya sabes, siguió contándome el Luisardo, ya sabes que unos utilizan la inocencia para seguir creyendo en santos, en vírgenes y en los orgasmos de las putas, en resumidas cuentas se sirven de la inocencia para no pegarse un tiro, vaya, y el viajero la utiliza para seguir caminando, para merecer historias que algún día pueda escribir al estilo de los grandes viajeros, al estilo de Corto Maltés, de Gulliver, de Tom Sawyer o de ese tal Jorgito el Inglés. Para eso le sirve la inocencia, pichita, para caminar. Y con el nervio del recuerdo tierno aún y acomodado en un asiento del transbordador, el viajero se traslada diez años atrás, en Madrid, una noche de invierno. Y como si el viajero no hubiese muerto todavía, el Luisardo me cuenta su último viaje, aunque mirándolo bien, tal vez no fuera el último viaje del viajero, sino el primero a otras vidas, pues según me parece haber dicho ya, el Luisardo era tan buen contador que conseguía que todo lo contado ocurriese. Y de esta forma contaba que el viajero está en el asiento del transbordador, y que anda sumido en recuerdos que le bambolean el alma.

Ahora le viene hasta la cabeza una noche de frío en Madrid, vísperas del puente de la Constitución y el viajero con las manos en los bolsillos, dirigiéndose a su guardilla de la calle San Bernardo. La noche está vacía. Qué silencio, pichita. Sólo el ruido cremoso de unos besos, los del vecino despidiéndose de la novia. Y fue al abrir el portal que el viajero sintió unas carreras tras él. Volteó. El primer golpe fue un puñetazo, en seco, entre la boca y la nariz, el segundo en el mismo sitio, pero esta vez de un cabezazo. Al tercero perderá el conocimiento. Luego le rodearon, le diría el vecino a los días, cuando ya pasó todo, luego le rodearon y le barrieron al suelo adonde fue a dar con la cabeza en un crujido de mal augurio. Sangrando le dejaron sobre el capó de un coche. «¿Sabéis donde vive? —preguntaron—, pues subirle a la casa». Cuando volvió en sí y supo que habían sido sus mismos compañeros, dentro de él notó que muchas cosas se habían roto en fragmentos para siempre.

La cosa tenía su clavo y su canela, siguió el Luisardo. El vecindario se hacía lenguas y comentaba por lo bajini que se había tratado de un ajuste de cuentas, un asunto de drogas, pero nada más lejos de la verdad, pichita. Resulta que el viajero había conseguido uno de esos empleos temporales que consistía en poner copas en un club moderno con música de importación y que llevaba un fulano de pico en vena y tendencias autodestructivas, pero todo muy maquillado, ya sabes, pichita, que el dinero todo lo blanquea. Además de estos atributos, el fulano poseía una gran cabeza aunque de escaso contenido, en fin, una joya de persona que ocultaba su alopecia con un peinado en forma de ensaimada. De un occipital a otro, el fulano disimulaba lo imposible. Un mal día, cansado del viajero y de sus arengas revolucionarias a los trabajadores, decidió darle pasaporte. Pudo haberle despedido, pero para ahorrarse el finiquito decidió adelantar un mes de salario a aquellos tres camareros con la piel del mismo color que el de las cucarachas. Y escondidos tras unos contenedores de basura, esperaron a que el viajero entrase en su portal, me contó el Luisardo. Y con esa propensión al enredo de la que hacía gala también me contó que el encargado alopécico era pariente político de la Chacón, por aquello de acortar distancias, pichita, y que debido al intercambio de jeringuillas durante los años de la movida, un bicho mortal nutría el macarrón de sus venas. Yo me preguntaba qué parte de verdad había en todo aquello y qué parte de mentira, y también me preguntaba si en Madrid existía gente tan enferma. Desde que pasaron los que pasaron, pichita, me hubiese respondido el Luisardo. Burgueses y advenedizos con la vida resuelta que no soportan que los pobres se diviertan barato.

Morirse allí hubiese sido un error por su parte, todavía le quedaba conocer a la Riquina, enredarse en el abanico de sus piernas y coger el último barco para Tánger, donde ahora se encuentra, pichita. Ahora está comiéndose una bolsa de papas fritas y dejándose seducir por la tormenta que se mastica a través del cristal. De vez en vez se palpa el bolsillo y el peso del mundo le viene otra vez sobre los hombros. El viajero duda, oscila entre acercarse al retrete y tirar el contenido del tubo de ensayo por la poceta, directo al fondo del mar, matarile rile rile, o por el contrario convertirse en un hijoputa como todos aquellos que le quemaban de rabia. Sabía el uso que iban a dar al mercurio. Extenderían una lámina a lo largo de un espejo. Y venga a hacer negocio. ¿Y por que no él también? Puestos a elegir, el viajero elegirá negociar el contenido mágico del tubo. Esclavos habrá siempre y con el invento del espejo se les facilitará el trayecto. No se crean. Sólo tendrán que traspasarlo. Ya sabes, pichita, el viajero intenta justificarse, limpiarse de culpas, pues hay algo dentro de él que le moraliza y enferma, un gusano que le pudre la conciencia y al que muy pronto le saldrán las alas, rugosas y sucias. Pero antes de crisálida, el viajero será capullo. Un capullo forrado de dinero, pero un capullo al fin y al cabo, y no hay nada más lejos de un viajero que un capullo. El viajero dudaba, se desencontraba consigo mismo, palpaba el tubo de ensayo y recapacitaba. Le venía hasta la cabeza lo que en su día escribiese el poeta, que decía que no hay nada de malo en enriquecerse en el viaje, antes de llegar a la última parada. Al viajero todavía le quedaba mucho para llegar a Itaca, pichita, y tenía que aprovechar. Le había surgido eso y a eso iba.

En ningún momento el Luisardo mencionó a la Milagros. Aunque lo que sí es verdad es que, si el viajero tuviese un periódico a mano y pudiese leer que la Riquina es un cadáver en letras de molde, no dudaría tanto y se hubiese desprendido del tubo mágico. El viajero no sabe nada. Mejor, pichita, me dijo el Luisardo, pues antes de llegar a Itaca piensa que recogerá a la Riquina y que se irá con ella, y que si Kavafis no escribió nada al respecto, es porque era maricón. Y con la conciencia fustigada de tanto dudar, el viajero se come la última papa de la bolsa y el transbordador entra en el puerto. Entonces los truenos estallan sobre una ciudad sucia de polvo y de tormenta y que parece romperse por momentos. Y el viajero se siente como un explorador que ha descubierto un paraje del que jamás regresará, pichita, pues no se trata de otro que del mismo infierno. A todo esto el viento balancea los barcos, a la espera y flotando sobre el muelle, viejo y de aguas sucias, donde se reflejan los nubarrones cargados de relámpagos. Es entonces cuando el viajero intuye la música de un piano negro que no tarda en llegar. Es una melodía que ya conoce de otras veces, pichita, y, con los sentidos alerta, olisquea el aroma que le advierte del peligro. A bálsamo mentolado. Recuérdalo, pichita, Guágdate de dos pegsonas, viajego. Pero tranquilo, pichita, que aún le queda hora y media antes de morir.

—Me llevé un chasco —cuenta Juan Luis a cámara—. Lo de irse de aquí sin pagar no tiene importancia, milagros de la costumbre hacen que a uno ya no le importe, mireusté. Pero que me roben, eso no se lo consiento a naide. Y lo que más coraje me dio fue que me lo mataran, pues a quién va uno a pedir cuentas, si cuando le vi de nuevo ya estaba fiambre. Mireusté, que el viajero tenía la misma expresión en la cara que los cochinitos en bandeja.

El entrevistador le vuelve a preguntar lo mismo, pero esta vez de otra forma. Y Juan Luis Muñoz, porquero ilustrado, aprovecha para hablar del lomo en manteca.

—La manteca es como la sal, pero menos sala, mireusté, que antiguamente no existían los federicos y por eso la gente conservaba los alimentos en fresqueras. La sal es buen conservante, mireusté, sobre todo para el pescado al que no le va bien la manteca. Pero la manteca es otra gramática. Además la manteca es artífice de la papada. Y sin la papada no hubiesen hecho carrera pintores tan importantes como Botero, gran amigo mío y que junto con Tintoretto forman una pareja de catadores de buen vino. Yo a Botero le mando to lo año una caja de vino Canasta, pues, sabeusté, que como dijo Guzmán el Güeno de que el arte es largo y que la vida corta, como un cuchillo. —Juan Luis Muñoz, con una copa de vino Canasta en la mano, brindando a cámara.

Tenía unas cajas en deuda y aprovechaba. Al igual que con la Cruzcampo, iba a llegar a un acuerdo con los del vino Canasta, pues Juan Luis Muñoz, porquero ilustrado, es ante todo un maestro de la propaganda. Cuentan que el día que le tocó ir a declarar llegó a los juzgados con el Mercedes cargadito de jamones. No contrató abogados, para qué. No hay mejor defensa que la de una pata de jamón, que él decía. Tampoco necesitó pisar la escalera del juzgado. En la misma puerta le atendieron jueces, fiscales y secretarios adscritos a la sala de lo penal y de lo criminal y hasta las señoras de la limpieza se acercaron a saludarle. A usté le veo yo en la tele, en lo de Quintero, agasajos, fínmeme un autrógrafo, cortejos, no es para mí, sabeusté, es para mi vecina, cámaras fotográficas cocinando la imagen de Juan Luis Muñoz, se le ve más joven por la tele, cumplidos para el porquero ilustrado a la puerta de los juzgados, todo él rodeado de autoridades y de jamones. Además del chisporroteo de las cámaras fotográficas se escucharon vítores y crujideras de espaldas y, a la media hora o así, Juan Luis Muñoz llegaría a Tarifa con un tufo de cerdo ibérico en su Mercedes que le dura hasta hoy. Y hasta hoy que no ha sido requerido de nuevo.

—El jamón es medecina para esta justicia que está anémica.

Debemos recordar que todo lo que Juan Luis dijo acerca del viajero no lo dijo en los juzgados. Qué va. Juan Luis lo dijo a cámara. Y de entre todo lo que dijo he seleccionado algunos pasajes que, por su valor documental, voy a transcribir. Los más sabrosos son los referidos a la Milagros y a su Chan Bermúdez, a continuación.

—Ya de mozo era un fiera, educaba a las bestias para que se hicieran el matute. De Gibraltar a la Línea cruzaban la noche perros y borricos que, cargaitos de matute, salían del Peñón. Eran los tiempos de la necesidad, sabeusté. Y él se llevaba a cualquier mujer a la cama a cambio de unas medias de nailon. Eso fue lo que le perdió, mireusté, no nos engañemos, que al Chan Bermúdez lo que le perdieron fueron las mujeres.

Según Juan Luis, abordaba a las guapas con su pitillo en la boca y la mirada de rufián colgada de los ojos. Sus ademanes portuarios y su olor a vino y a tabaco las incendiaba. Por eso le cazaron. Acababa de hacerse una joyería en Sevilla. Un butrón que le llevó toda la noche y la ayuda de dos argelinos. Con el oído de tísico pegado a la caja fuerte descubrió la combinación. Tardó algo menos de un cuarto de hora. Nunca sospecharía que uno de los argelinos le iría con el cuento al Palmer. Luego apareció el otro, muerto también, a la orilla del Guadalmesí, triturado por los monstruos marinos. Al principio todos creían que se trataba de un inmigrante, pues pateras siempre hubo, aunque por aquel tiempo todavía no era un negocio con tantos recursos como lo es ahora. Al poco empezaron los rumores. Y cuando aparecieron dentro de una maleta algunas partes del cuerpo del otro argelino, emprendieron las pesquisas. El Palmer fue llamado a declarar, pero salió libre de cargos. Cuentan los que estuvieron presentes que aquel día en la sala se escucharon términos como corbata colombiana, cuchillada turca o culebra de la Calendaría. Al poco, el Palmer moriría abrasado en su propia casa, una velada loca de luna lunera y desgarros anales.

Mantiene Juan Luis, ante las cámaras, el porte erguido, encogiendo buche y alzando el cuello, pero todo muy natural. Y mantiene también que aquel era el último palo que el Chan Bermúdez iba a pegar. Tenía a un perista en Madrid, por la plaza de Cascorro, que le descargó la mercancía. Los millones suficientes como para andar retirado de por vida. Había conocido a la Milagros y quería descansar. Y en eso estaba, descansando con la Milagros, cuando llamaron a la puerta. Parece ser que el Luisardo ensayaba sus primeros pasos y rompió a llorar cuando vio entrar a los dos inspectores. La Milagros nunca más le volvió a ver. Al principio pensó que había sido el perista el que dio el chivatazo. Pero también hay otra versión, tal vez la más real, según Juan Luis, y es la que sostiene que todo fue un simulacro y que el Chan Bermúdez se quitó del medio él mismo. Y que contrató a dos que hicieron de inspectores, tal vez los mismos que descuartizaron a aquellos dos pobres argelinos. El botín, según Juan Luis, superaba con creces lo que le dejó a la Milagros. El día antes, como si se tratara de una premonición, ella fue a abrir una cuenta en la Caja de Ronda a su nombre.

—Muchas causualidades, ¿no creé usté?

Pero el entrevistador no contestó, le miró muy fijo y, cuando iba a romper con la siguiente pregunta, Juan Luis Muñoz se arrancó a hablar de la Milagros. De ella comentó que vivía colgada de una nube.

—Y aquí en Tarifa es muy difícil mantenerse en una nube, el viento enseguida te coloca los pies en tu sitio. Por eso aquí la locura está tan bien paga. Es difícil lo de mantenerte en una nube con este viento. —Y siguió contando Juan Luis que si alguien ponía dudas sobre su Chan Bermúdez, le escupía en la cara—. Al principio mandaba cartas a la cárcel, pero, en vista de que no contestaba naide, decidió dejarlo. No necesitaba esa realidad. Para qué cargar con ella entonces. Por eso prefería seguir pensando que su Chan Bermúdez llegaría un día de estos y se casaría con ella. Aquí mismito, en la iglesia de San Francisco. No creo que le fuesen a dejar en la de la Calzada. —Y aprovechó el porquero para ponerse a hablar de los curas—: Es el mejor oficio del mundo, pues trabajan media hora al día y encima con vino.

El entrevistador, turbado, le miró sin dar crédito. Juan Luis Muñoz siguió a lo suyo:

—Lo peor que le pue pasar a uno en esta vida es que se lleve un chasco. Y la Milagros no quería llevárselo, por eso, mireusté, prefería pensar en otra cosa, ya sabe, inventarse otra realidad bien distinta. Pero es comprensible, cualquiera se queda sin fusibles cuando se lleva un chasco.

El entrevistador le mira muy fijo, en silencio y con asombro. Cuando va a articular la siguiente pregunta, Juan Luis se adelanta. No le deja:

—Pero para chasco el que me llevé en un cine y que no se me olvidará en la vida —y con una mano alza su copa y haciendo compás con la otra, sobre la mesa, dice—: Canasta, vino de sol, aaamonos. —Y empieza a contar. Y cuenta que una vez fue al cine, sin otro motivo que el de verle las bragas a la Sharon Stone en una película que ponían hace tiempo. Y sigue contando a cámara que el chasco le vino cuando no le vio las bragas a la actriz en toda la película—. Mireusté, que no llevaba.

El entrevistador no pudo contener la carcajada.

—Pero el último es el que más duele y ese, mireusté, que me lo llevé al llegar a la cocina y no ver el cuchillo —seguía Juan Luis contando—. Me fui tras él, pero no le pude dar el alto. Me cagón los muertos más frescos del viajero. Me tuvo jugando al gato y al ratón durante to la noche. Estuve en la feria, preguntando, pero allí naide me dio razón. Luego fui hasta donde las casas del cable, pues tenía un presentimiento. Pero no llegué a entrar donde la Milagros, pues uno es respetuoso y esos gritos que salían de su ventana no eran de socorro. Entonces me fui para mi casa y me cambié de muda, pues tenía que cerrar un trato a primera hora en Algeciras, sabeusté.

Después de cerrar el trato, en el mismo Algeciras, Juan Luis cogió el Mercedes y se bajó a Tarifa. Pero como los vapores de la digestión le hundían en una íntima modorra, decidió echarse a la cuneta y hacer una siesta. Y fue que le despertaron unos golpes.

—Con una piedra, mireusté, le daba golpes con una piedra. Estaba echao la siesta en el coche, tan a gusto con mi aire acondicionao, cuando veo al Luisardo metiéndole meneos a la moto. Y luego recuérdeme que le tengo yo que contar una cosa que tiene que ver con las piedras, pero ahora le iba diciendo que la Milagros vive con su hermano, donde las casas del cable, y la probe demasiado tiene con un raspao así. Luego se hace las noches en lo de la Patro, que llegó de la capital con aires de grandeza y que la tenemos que sufrir con sus impertinencias.

Por lo que Juan Luis cuenta, la Patro no le gusta. Al principio de montar Los Gurriatos entró una vez en su casa, a la que venía de misa. Y cuenta que se llevó una paletilla que al día de hoy todavía no le ha pagado.

—Podía el viajero haberla robado a ella, mireusté, ya sabe lo que dice el dicho.

—Ladrón que roba a ladrón… —el entrevistador, que se lo sabe. Y Juan Luis Muñoz que mira a cámara y se queja de que a perro flaco todo son pulgas.

Y sigue:

—Pero lo de robar, mireusté, a mí eso no me va. Y mire que mi parienta y yo pasamos cuantiosos apuros y estrecheces al principio de venirnos a Tarifa. —Y aquí Juan Luis nos ofrece uno de los capítulos más ingeniosos de su vida, aquel que se refiere a su época de más hambre y que él denomina cariñosamente Edad de Piedra.

Cuentan las crónicas de la región que, a primeros de los años setenta, cuando lo del boom de las roulottes y el turismo del flower power con el dinero de papá, los vientos seguían en su sitio. Y cuando alguna roulotte intentaba cruzar la carretera de Algeciras en dirección a Tarifa, los vientos escondidos en las curvas acechaban la caravana, despeñándola por el Estrecho abajo.

—La parienta y un servidor, mireusté, cansaitos de comer piedras tuvimos la feliz idea de utilizarlas.

Y así fue, y montaron un tenderete en el que se podía leer: Se venden piedras, a veinticinco pesetas la docena, razón aquí. Juan Luis lo ponía a la salida de Algeciras y la parienta a la entrada de Tarifa. Y gracias a lo de las piedras, soplaron cuchara.

—La piedra servía de resistencia, mireusté, que yo llegué a la conclusión después de haberme trapiñao muchas. Salía a la calle y ni el viento más puñetero podía conmigo. Después vendría una época más digerible y fundé El Ombligo.

—¿El ombligo? —pregunta asombrado el entrevistador.

—Sí, mireusté, el ombligo. Es una cicatriz extraordinaria, mireusté, es el centro astral y, por lo tanto, lo que nos mantiene en equilibrio. Dicen que el sentido del equilibrio está en la oreja, pero yo mantengo que está en el ombligo y que por eso vinieron por aquí todos los antiguos viajeros. A sacar ombligo, mireusté, con nuestra dieta equilibrada. ¿Se podría concebir equilibrio sin ombligo?

—No —contesta el entrevistador, ahora entrevistado—. No se podría.

—Por lo tanto, me da usté la razón, que yo, después de cavilar mucho to esto, bauticé mi primer negocio llamándolo El Ombligo de Juan Luis.

Vamos a hacer un alto en el camino para contar en qué consistía su negocio. Para hacernos una idea, era una especie de posada, al estilo de las ventas antiguas que surcaban los caminos de nuestra península y de las que hablaba Villega, pero en plan minimalista. O sea, reducida a la mínima expresión. Situado cerca de Bolonia, El Ombligo de Juan Luis ocupaba lo que una pequeña cocina rodeada de campo. Allí empezaría a restaurar los estómagos de los viajeros a partir de caldo de jamón con picatostes y patata sanluqueña asada y revuelta con carne de cerdo y piñones. En tiempo de matanza, los embutidos hacían las delicias de todos aquellos que paraban a repostar en El Ombligo. Y así, Juan Luis Muñoz, porquero ilustrado y descendiente de Agamenón por parte de madre, pudo comprarse un Mercedes. De primera mano y al contado.

El viajero pisó Tánger atolondrado, culpa del aire y del trayecto y también de las últimas heridas. Todavía se preguntaba cómo había conseguido salvar el pellejo. Todo sucedió en un instante, igual que en las películas; de una patada se había desembarazado del de la cicatriz, que cayó de cabeza a las negras aguas del muelle. Glu glu glu. Y con otra había reducido al travestido, desarmándole de su revólver y doblándole como una navaja sobre el suelo encharcado. La gente pasaba a su lado y era como si no le vieran, de rodillas y agarrándose el dolor de sus partes más nobles, a unos pasos de la aduana. El de la cicatriz pedía socorro con el agua al cuello y el viajero, muy atento, con toda la sangre fría de la venganza, se acercó hasta el borde para lanzarle el revólver, boing, a la cabeza. Tocado. Mientras le veía hundirse, el viajero notaba los borbotones de sangre, la herida abierta empapándole el muslo. Una de las balas le había rozado a traición, en el momento justo de arrojarse sobre el de la peluca. Este acusó el punterazo en los huevos a juzgar por la expresión de sus ojos. Y soltó un grito de dolor y con el grito de dolor soltó el revólver sobre el piso encharcado. Pero el mal ya estaba hecho, una bala había rozado la piel del viajero, quemado sus pantalones y envenenado su sangre. El viajero gruñó un ¡hostias, Pedrín!, cuando vio el aspecto de la llaga. Con las últimas gotas de la petaca se limpió la herida, pichita, me contaba el Luisardo con las encías sangrantes y el diente en cardenillo.

En aduanas hay un despliegue policial de tres pares de cojones, pichita, me siguió contando. Están preparados para detener al turista de las maletas, las grasas y las pegatinas. El viajero se teme que también le detengan a él. Pero nadie ha visto nada, es lo bueno que tiene esta ciudad, te acuchillan en el bulevar a plena luz del día y nadie ha visto nada. Mientras tanto, decenas de moritos esperan en el puerto, su intención más inmediata es la de saltar sobre el cubierto de los camiones que, sin comerlo ni beberlo, exportan el hambre y la sed a toda Europa, pero ya dijimos que aquí nadie quiere ver nada y el viajero pisa una ciudad donde nadie le ve ni le pregunta, pero todo el mundo le mira y le asalta con respuestas.

El viajero camina y el Luisardo hace historia y me cuenta que el fundador de Tánger es un viejo conocido nuestro. Se trata de Hércules, pichita. Y lo hizo por amor a una mujer a la que llamaban Tingera. Por ella Hércules arrejuntó las aguas que bañan el Estrecho y por ella también murió Anteo, pichita, el bigardo que oficiaba de esposo y que le hacía gustos a la bella hasta la llegada de Hércules, cuenta el Luisardo. Según su versión, Hércules, después de sodomizar al ganadero Gerión, fue incitado por Anteo, celoso por el cortejo que se traía con su esposa. Hijo de Neptuno y de la Tierra y también hincha del Atleti, Anteo medía cien pies de altura de los de la época. No necesitaba luchar, simplemente espachurraba a sus enemigos con el peso de su cuerpo. La pelea que sostuvo con Hércules, según el Luisardo, que parecía haberla vivido de cerca, fue de las más sangrientas que se recuerdan. Parece ser que Anteo era hijo de la Tierra y que su madre nunca le permitiría que muriese sobre ella. Eso era lo que le daba la fuerza. Hércules, astuto, y mañoso, le agarró del rabo y le lanzó por los aires. Antes de caer sobre la Tierra, antes de que su madre le impulsase de nuevo a la riña, Hércules le tronchó entre sus brazos. Hubo roturas de huesos y salpicón de vísceras. La bella Tingera, espectadora de la masacre, recibió a Hércules con los muslos mojados de deseo carnal. En plena luna de miel, Hércules fue requerido de nuevo por el rey de Micenas, otro encarguito consistente en robar las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, cerca de lo que ahora es cabo Espartel, pichita, y el Luisardo me señala la costa extranjera, flotando entre nubes negras el trazo de un faro perdido en la otra orilla.

El viajero tenía su opinión al respecto de este trabajito de Hércules. Pues sospechaba que no eran manzanas lo que tenía que robar para el rey de Micenas. El viajero se mantenía en sus trece y polemizaba con todo aquel que se atreviese a refutarle que eran naranjas en vez de manzanas. Naranjas de Tánger, de más calidad que las de la China, pichita. Y el Luisardo me siguió contando que el viajero cojea por las calles creyéndose a salvo, pensándose que el del costurón en la mejilla a esas horas se agita entre la espinosa vegetación marina y que el travestolo ha sido detenido. Pero nada más lejos, pichita, mientras el viajero se piensa a salvo, sus captores le siguen muy de cerca.

El Luisardo me contó cómo el del costurón en la mejilla había conseguido salvar la vida. Al final su compañero, el travestolo, una vez incorporado de su dolencia, le lanzó un flotador de esos que hay por el suelo del mismo puerto. El viajero, que ignora todo esto, cojea por callejuelas que no conoce, pero que ha llegado a adorar de tanto vivirlas, pues la sangre de los personajes de la ficción es más venenosa que la propia memoria, pichita. Y el viajero cree ver por esas calles a Juanita Narboni rabiando de dolor existencial, a Tennessee Williams buscando estrellas y bares, a Paul Bowles pisando la bilis del Chukri y hasta a él mismo con la mano dentro del bolsillo, sujetando su preciado y mágico tesoro. Son calles gemelas a las nuestras, olorosas y estrechas, del mismo color que la canela y azotadas por un viento semejante y que incita al pecado, me dice el Luisardo con la seguridad de quien las visita todos los días. Hay pilletes apostados en las paredes y que venden su mercancía circuncisa al mejor postor, una melodía de amor y de comercio que le silban al viajero en cada esquinazo. Algunos van descalzos y otros llevan babuchas de punta rizada. Todos ellos se colocan aspirando pegamento en bolsas de plástico. Son como alacranes, pichita. Cualquiera de ellos tiene el aguijón carnal dispuesto para el pecado. Y se lo ofrecen al viajero. Las paredes están húmedas de orines y el aire encapotado de lluvia, pero satisfecho por el dulce perfume de lo prohibido. El viajero sigue caminando. Por momentos le vienen hasta las narices ráfagas de cebolla y de jazmín, de sémola, yerbabuena y como un olor enrarecido a queso fresco envuelto en hojas de palmera. Asimismo huele a salitre y a cordero recién horneado. Y a mentol. Y a peligro, pichita.

El viento levanta a su paso boletos de quiniela, papel de fumar y periódicos viejos, algunos de ellos vienen volando de la otra orilla y se enredan en los pies del viajero. Si se parase a leerlos, el viajero se daría cuenta de que la Riquina ya es cadáver. Pero el viajero no se para a leer, qué va, y sigue caminando por aquel escenario que se ofrece ante sus ojos y que parece recién sacado de una pintura antigua. Es como si el paso del tiempo no hubiese ocurrido en aquel rincón del mapa. Hasta sus oídos llegan las sirenas de los barcos, en el puerto, cada vez más lejano. También se escuchan campanillas y cascabeleos y carcajadas y tambores de guerra y balidos de amor y panderetas. Pero sobre todas las cosas que se escuchan, se escucha la música de un piano negro y avisador que le ataca los tímpanos. Entonces se vuelve y los ve.

La Milagros llegó descalza hasta el muelle. Había salido de casa corriendo, en cuantito se fueron, le dijo al Luisardo, el tiempo que tardó en recogerse los cabellos y bajar las escaleras. Los vio meterse al coche, le siguió diciendo, un Renault Cinco de los tiempos de Maricastaña, matrícula de Madrid. Con el resuello en la boca bajó hasta la Alameda, saltó por encima del cuerpo del vendedor de biblias, en el suelo, y sin reparar en la identidad del herido, cruzó hasta el muelle. Con las primeras detonaciones sintió como si algo se desgarrara dentro de ella.

Cuando vio el cadáver del viajero pegó un grito que hizo temblar a todo el pueblo, incluidas sus dos iglesias y su único cine, aquel hasta donde un buen día se acercó Juan Luis Muñoz, porquero ilustrado, para ver una película de la Sharon Stone. Pero no nos despistemos y sigamos con la Milagros, que traía el lunar corrido y chorretones de desánimo resbalaban por sus mejillas. El Luisardo se acercó a consolarla. El viento de levante traía golpes de la conversación hasta mis oídos.

—Anda y ve pa la casa, chochito.

Ahora la Guardia Civil cubre el cadáver con una manta gastada de otros cuerpos y por donde asoma una mano pálida, teatral y de gruesas venas azulonas. Si es cierto lo que dicen, que el carácter de las personas se puede leer en sus manos, el viajero era de un carácter especial. Generoso y a ratos recio, tal vez por esa pelea a muerte contra la ambición que sostenía desde no se sabe bien cuándo.

—No te me quedes aquí, que no quiero espectáculo, chochito. —El Luisardo a la Milagros, acariciando sus cabellos y enterrándole la cara en el medallerio de oro rubio que cubre su pecho.

En ese mismo instante el chirrido de unos frenos me hizo volver la cabeza. Se trataba de un coche, del mismo modelo que utilizan los del wisizurf para cargar las tablas, pero de un negro funeral y propiedad del juzgado de Algeciras. De él se apearon dos hombres. Uno era flaco, henchido de hombros y portaba una carpeta de cuero bajo el sobaco. El otro era gordinflón, bigotudo y tocado con un sombrero panamá. Este último se acercó hasta el cadáver y, en el momento de levantar la manta, se le voló el sombrero. Fue a alcanzarlo, y corrió tan buena suerte que perdió el equilibrio y cayó de culo. El juez instructor tuvo que hacer encajes con los pies para no desmoronarse sobre el cadáver, ajeno al chisporroteo de las cámaras fotográficas y al llanto de la Milagros. Entonces vino la segunda detonación y todo ocurrió en menos que canta un gallo.

Un relámpago garabateó el cielo borroso. Las nubes se abrieron con el estruendo y comenzaron a llover billetes igual que si se tratase de un milagro. Desde la Caleta se podían escuchar los cascos de los caballos repiquetear en el suelo, sus relinchos de asombro, los gritos trastornados del gentío y las campanas tocando a rebato. Días después me enteraría de que la patrona fue la única que se mantuvo inmutable, como si aquello no fuese con ella. Los costaleros aguantaron el compromiso de la Virgen de la Luz sobre los hombros sacros. Ninguno cambió el paso por temor a que el milagro se esfumase, pues no todos los días llueven del cielo billetes, picha.

La cosa tenía su explicación científica. Lo deduje con facilidad a la que me adelanté hasta lo que por aquí llamamos La Viña del Loco, donde yacían dos nuevos cadáveres, tan próximos el uno del otro. El Luisardo llegó poco después, traía abrazada a la Milagros.

—No mires, chochito —tapaba su cara y escupía por el colmillo. Se sacó las gafas de sol y se las tendió a su hermana—. No mires, chochito.

La Duquesa tenía las tripas esparcidas sobre la arena, humeantes y revueltas con el revólver recién disparado. Aquello tenía todo el aspecto de un cuadro abstracto. Al tiempo me enteraría de que el de la cicatriz, después de acabar con la vida del viajero y confiado, devolvió el revólver a la Duquesa. Y que la Duquesa lo cogió. «Che, marchemos antes de que llegue la boluca». Y dicho esto, y sin pensárselo, disparó a cañón tocante dos veces contra su socio. Una al corazón, churruscándole la camisa, la otra acertó el entrecejo, peludo y buchón y con orificio de salida occipital. Bang. Bang. Sin embargo el fulano, de raza resentida, antes de morirse del todo tuvo tiempo de carnear a la Duquesa y sacarle las guasas apuñalas. También tuvo tiempo y fuerzas para lanzar el maletín cargado de dinero negro. Con tan buena suerte que cayó de canto sobre unas rocas, donde quedó abierto y con el último billete pegado de sangre. El Luisardo, abrazado a la Milagros, me miró con la risa bailándole al fondo de sus ojos. Ninguno de los dos hizo comentario alguno al respecto. Preferimos callar, dejar que los inocentes pensasen que lo de la lluvia de dineros se había debido a un milagro.

Frente a los últimos cadáveres de la tarde pude comprobar que el Luisardo mantenía una carrera a muerte contra la realidad, una carrera en la que cada vez que su imaginación sacaba ventaja, la realidad, celosa, encajaría su golpe mortal, aproximando la verdad a la fábula y confundiéndola con ella. De todo esto me di cuenta cuando en La Viña el Loco vi el cadáver de aquel fulano con el carrillo surcado por una cicatriz semejante a un alacrán. Parece ser que el Luisardo le había visto el día anterior en el Nata, a la que pasaba con la moto. Le dio el punto y, recostado sobre el manillar, le estuvo observando durante un rato. Comía como un energúmeno y se escarbaba las muelas con un palillo de dientes. Entonces, y sólo entonces, el diablo le dictó su nombre: Ginesito. A su lado la Duquesa hablaba con la jefa de Los Gurriatos, sentada también en la terraza. Después de calar al fulano, el Luisardo arrancó la moto y se puso en el punto de siempre. Aquella tarde será la misma tarde en la que el viajero aparezca por Tarifa preguntando por los barcos para Tánger, con el macuto al hombro y sin sospechar que, debido a la siniestra alianza entre el diablo y el Luisardo, acabaría enredado en una oscura trama que le llevaría hasta la muerte.

La inocencia del Luisardo había caducado hacía tiempo y con ella el Luisardo había perdido toda su aptitud para contar la verdad. A mí todavía me quedaba una pizca, que él envidiaba secretamente y que yo presentía que el muy puta estaba dispuesto a liquidar por todos los medios. Lejos de oponer resistencia, yo le ayudaba, dejándoselo fácil, pues entre la nebulosa de mis grandezas pensaba que algún día lograría convertirme en tremendo cuentista, tanto o más que él. Razón de peso que me llevaría a prestar oídos a aquel relato que ya tocaba a su final. Una historia inventada para burlar a la realidad, envidiosa siempre de la ficción y con afán de protagonismo, pichita. Una historia que arranca en Madrid, con una pitillera plateada y con un viajero al que de forma imprevista le va a buscar la ruina. Y en cuanto a la Milagros se la llevaron al Continental, a que se tranquilizase con una tila, entre la mujer de Ledesma y la de Juan Luis, el Luisardo me siguió contando la última aventura del viajero.

Ahora está en Tánger, pichita, acaba de ver a sus captores y se mete en el primer establecimiento que pilla a mano. Es una tienda de chamarilería, alfombras, chilabas, babuchas y hasta un teléfono público. Salam aleikum. Un moro le recibe, es flaco y tocado con un sombrero rojo de esos que se asemejan a un cubilete. Viste chilaba azafrán y de tan relamido y artificioso al viajero le parece un impostor desde el primer momento. Aleikum salam. Huele a sándalo y el viajero se entretiene mirando un juego de té, una cimitarra, el laúd que hay colocado en una esquina y los colores de las alfombras. Se le pasa por la cabeza robar una taza, hacerlo a los ojos del de la chilaba azafrán. Pero no, piensa que tal vez pase como en aduanas y que nadie vea nada y que aquello sirva de poco. Necesita montar un escándalo, un Cristo que lo llaman los creyentes, un tropezón, por ejemplo, y derrumbar la torre de platos, un estruendo que repela a sus captores, que acaban de entrar en la tienda. Aleikum salam.

Como si le leyese los pensamientos, el de la chilaba indica al viajero que le acompañe. En un castellano baboso y con la sonrisa postiza le pasa a la trastienda, en penumbra y picante de olores. A lejía, a pies y a jachís, pichita. Los ojos del viajero se acostumbran pronto a la oscuridad y en ella puede distinguir a un hombre en un rincón, es gordo, lleva la cara escurrida y al viajero le parece el turista del transbordador, sólo que esta vez, en vez de sorber Cocacola por una pajita, entretiene sus labios en la boquilla de una argüila. Recuerda, pichita, que al final no le han detenido en la aduana, que ha pasado de largo y sin problemas, en cuantito ha untado a la policía marroquí. El dinero siempre tiene la última palabra en cualquier lugar del mundo. Cosas de la globalización, pichita. Ahora sabe que su esposa ha muerto y fuma y olvida. Pero todo esto lo desconoce el viajero, que siente el aliento espeso y cercano del de la chilaba, que le invita a ponerse cómodo sobre unas esterillas. «Espéreme, tengo fuera clientes, no tardo», le dice sujetándose con una mano el gorro; la otra acercándola hasta la bragueta del viajero. Baraca, exclama el guarro cuando alcanza la entrepierna. El viajero se contiene las ganas de retorcerle las pelotas y entra en su juego y se acomoda junto al turista de la gorra del revés. Entonces el de la chilaba se borra.

Desde donde el viajero estaba tumbado se podía apreciar algo de la conversación. A través del tabique le llegaban las palabras. El Ginesito era el que llevaba la voz cantante y preguntaba por los precios, alfombras, chilabas, lámparas, barritas de sándalo. El de la tienda subía, bajaba y llegaba a desacuerdo con el travestolo, que se metía en los regateos con la misma facilidad de los ratones coloraos, pichita. El viajero espera que compren algo, o que no lo compren y se marchen, que desistan, pero qué va, pichita, la cosa se alarga y al viajero, preso de un ataque de ansiedad, le da por acercar una de las boquillas de la argüila hasta su boca. Y ponerse a fumar el humo dulzón que ya conocía de otras ocasiones.

La primera vez fue en sus tiempos de estudiante. Hacía el bachiller y los domingos se acercaba hasta un cine que quedaba por el metro Alfonso XIII, cerca de la fábrica de Danone. La Prospe le llaman al barrio, el Covacha le llamaban al cine. Un local de dos plantas y que daba películas musicales en sesión continua. Las que ponían aquel domingo estaban dedicadas a una música nueva en el mercado de por aquel entonces, aunque la llevaban haciendo los esclavos de Jamaica desde hacía la tira de años. Se trata del reggae. Pues bien, aquel domingo ponían un ciclo dedicado a esta música. Y fue durante la proyección de la película de Jimmi Cliíf cuando le pasaron su primer porro. El viajero, con la libertad que imprime el anonimato a las acciones y protegido por la oscuridad de la sala, pegó una calada a aquel humeante porro. Y luego otra. Y luego otra más y después las suficientes para envolverle en una nube de sensibilidad que arropaba sus sentidos. Al poco, pegado al asiento, el viajero cree volar y sumergirse en un mundo nuevo en el que nada le pesa. Pero lo más importante de la experiencia es que el viajero puede pensar en varias cosas a la vez y aparentemente opuestas. Enseguida sintió que la mano tibia de una mujer se acercaba hasta su bragueta. Bajó la cremallera y sintió el aliento, la lengua nerviosa de ganas, y su cuerpo que se vacía poco a poco y con una intensidad que su memoria no olvida.

Ahora, tumbado en la esterilla de una trastienda de Tánger, el viajero se acuerda de estas cosas. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pichita, hoy en día el Covacha no existe y ya no dejan fumar en el vestíbulo de los cines. Cosas de la Salud Pública y de sus secretarios, pichita, que enfermos de realidad tienen que justificar un sueldo que nunca ganan. De eso hace más de veinte años, tiempo pasado y tiempo vivido por el viajero, que por aquel entonces ya soñaba con ser como el doctor Livingstone, supongo, y con el dedo en el mapa señalaba todos los lugares del mundo que algún día visitaría. Ha pasado tanto tiempo de aquello que, si ahora se encontrase a aquel chaval que el viajero fue, no se reconocería, pichita. Y en estas y otras ensoñaciones se hundía el viajero cuando se percata de que no se escucha negociar a nadie en la tienda, pichita, y unos pasos se acercan. Son pasos duplicados por el eco, o tal vez no sea el eco y se trate de dos personas. El viajero intenta incorporarse de la esterilla pero no puede, el humo dulzón le vence. Es cuando en el marco de la puerta aparecen dos figuras, borrosas de humo y negras de sombras. Una es una mujer, cubre su boca con un velo y va desbarrigada y con las carnes sueltas. A su lado va un tipo bajito, con chilaba roja y armado con un laúd y que huele a bálsamo anal. Es cuando un piano negro suena en las orejas del viajero, que no puede hacer nada por remediarlo y que se protege envuelto en el humo y el anonimato, igual que en el Covacha, pero unos cuantos años después. Todavía no le han visto y no le verán nunca, pichita, me contaba el Luisardo, y todo gracias al turista, que, sin él quererlo, se convertirá en su salvador.

Según lo que el Luisardo me contó parece ser que se arrancaron a dar un falso espectáculo de música y danza moruna. Y que fue el travestolo el primero que se arrimó, bailando y tanteando bultos en la sombra, y que cuando al turista le tocó palpar y se encontró con la sorpresa, pues se lanzó sobre uno y acto seguido sobre el otro al estilo de Anteo, cogiendo impulso y espachurrándolos y salpicando de vísceras y cuajarones calientes las paredes de la trastienda, la gorra del turista y la gabardina del viajero, que sale como puede de allí y que se encuentra con otro espectáculo, pues verás, pichita. Resulta que el moro del cubilete rojo yace sobre el mostrador, tiene los ojos fuera de las órbitas, la chilaba arremangada y la lengua de corbata. Lo había consumado el travestido a su manera, ya sabes, pichita, con el sedal de una caña de pescar a la vez que le sodomizaba. El viajero sufre un choque emocional, es el segundo moro muerto que se encuentra en menos de tres días. El viajero se acerca al cadáver, bañado en sangre sobre el mostrador, cuando, de repente, se oyen silbatos y alboroto. Es la policía marroquí, que pasa de largo por la calle. El viajero, agarrotado y confuso, echa a correr por un pasillo estrecho que hay formado entre las torres de unas alfombras.

De vez en cuando mete la mano en el bolsillo de su vieja gabardina y se asegura de que el tesoro sigue en el mismo sitio. Ha perdido mucha sangre, se resiente y, al final, con mucho esfuerzo, decide salir por una pequeña puerta que acaba de ver, entornada y a la espera, y que se abre después del chirrido pertinente en esta clase de puertas, regalándoles a sus ojos la frescura de un patio con sus rosaledas y macetas de yerbabuena y azulejos salpicados por el agua que escupe una fuente con forma de rana. Y es en el momento de pisar el umbral cuando le viene un golpe a la cabeza. Clonk.

Cuando el periodista del pelo plateado llegó hasta La Viña el Loco llovía a cántaros. Todavía revoloteaba algún billete que otro por los aires y el periodista pudo dar fe del resultado estomagante que presenciaron sus ojos, se fijó en el orificio del grosor de un dedo que había dibujado la bala en el cráneo de uno de los cadáveres y en la papilla de sangre y tripas de la Duquesa sobre la tierra húmeda y doliente. Acababa de ser testigo de una trifulca en la Alameda y se estaba tomando un güisqui en el Continental para bajar la adrenalina cuando oyó las detonaciones. Primero las que acabaron con la vida del viajero, luego las otras. También oyó los relinchos de los caballos, el éxtasis del gentío ante el milagro de la lluvia de dineros y los gritos de pasión, pero siguió bebiendo. Cuando vio entrar a la Milagros llorosa, acompañada por dos mujeres, se dio cuenta de que había noticia y, de un trago, acabó con el güisqui, pagó y salió najando hacia el lugar del suceso.

Según supe más tarde, aquel periodista de pelo plateado llevaba unos cuantos días por Tarifa. Además de periodista era burlanga y había venido a jugarse las perras con un adversario al que sólo conocía de oídas, pero que tenía fama de ser el de mejor suerte con los naipes en todo el Estrecho. El contrincante no era otro que Carlos Toledo, que llevaba unos cuantos días dándole largas al periodista, pues como era corredor inmobiliario no encontraba hueco para echarle unas manitas al chiribito. Y por eso el periodista andaba despistado y buscando rivales por el pueblo. En una de esas se encontró con el Luisardo y este, ni corto ni perezoso, le buscó sitio en una trama de putas y trastiendas de las de poca luz y olorosas de güisqui. También le buscó un nombre, un nombre ficticio para la ocasión y le bautizó como el Faisán. Pero de todo esto me enteré más tarde, a los días de que el viajero fuese trasladado a Madrid, donde recibió sepultura.

Sin embargo, ahora todavía el viajero está vivo, todavía le quedan unos minutos para que se encuentre con su final y, aunque ha recibido un duro golpe en la cabeza, se levanta del suelo conmocionado. Mira a un lado y a otro y no ve a nadie, me cuenta el Luisardo mientras corremos a resguardarnos de la lluvia. También mira hacia arriba y entonces el viajero cae en la cuenta, se ha dado él mismo, contra el marco de la puerta. Conmocionado se levanta, se ajusta la gorra y emprende el paso, atraviesa el patio y sale a una calle estrecha por donde camina con el macuto al hombro y la pierna quemándole de dolor. Cuando oye las notas de un piano negro se palpa el bolsillo y piensa que está en otra película, la que le lleva por las rutas de los refugiados que huyen de la Gestapo. Tócala otra vez, pichita. El viajero se adentra por calles que parecen trazadas por una mano a la que se le fueron los pulsos. Ha llegado a la antigua zona prostibularia con balcones repletos de genarios, farolillos que nunca alumbran y camisolas crucificadas en los tendederos y que le pegan manotazos al viento.

Según el Luisardo, el viajero no tarda mucho en llegar hasta donde el morapio de los ojos anulados le ha dicho. La casa de baños, en la Medina. El viajero vuelve a meter la mano en el bolsillo de su trinchera y asegura bien la probeta. Es aquí, no hay duda, se dice. Desde fuera se escuchan los gritos de los bujarrones cuando son empujados al placer. Ya sabes, pichita, se trata de maricones hidráulicos, sigue el Luisardo con la guasa. Y ocurre que el viajero se lo piensa antes de entrar, oscila un poco, pero al final se decide. Las manos le sudan. A la entrada del local, entre vapores de agua y esfuerzos sodomitas, sobresale la figura de una mujer gorda y de nariz ganchuda. Viste chilaba faldona, lleva pelusilla en el bigote y cara de macho avinagrado. Un olor rancio, como a aceite de oliva, encapota el ambiente. La luz proviene de unas lucernas, abiertas en arabesco sobre la cúpula cagada por los pájaros. El viento es el mismo que aquí, pichita, pero del otro lado, imagínatelo como si fuese un reflejo, me dijo el Luisardo con la sonrisa estirándole la boca, como si todos los días perdiese seiscientas mil pesetas y ya se hubiese acostumbrado.

Y ocurre que se retuerce y que, de tan bravo, levanta las faldas y los dineros y que arrastra las mentiras y las voces, los maullidos de gata y los lunares de la piel. Y que una de esas voces llega hasta la gorda de la casa de baños y lo hace más deprisa que una bala, pichita. Es una voz que cuenta que hay un tesoro oculto en el fondo de una montaña y que un viajero llegará muy pronto con el plano. Todo esto me lo contó el Luisardo con la mueca de subnormal colgándole de la barbilla, la sonrisa esponjada de babas y el canuto abrasándole los labios. Y también me contó que cuando el viajero apareció en el establecimiento, ella ya le estaba esperando con su cuchillo de latón, la hoja de media luna afilada que le carnea contra el muro sombrío de la mala muerte. No le ha dado tiempo a sacar el cuchillo jamonero de su macuto. Entonces, y sólo entonces, el viajero comprende que para morir no es necesario irse a Venecia y, a las puertas de otra vida, se detiene a tocar la imagen de una negra con más curvas que una botella de Cocacola. Se le había clavado tenaz en la memoria, con los tacones de aguja rondándole por el espinazo, lustroso de sangre y allí tendido en el suelo de barro. Cada vez son más los clientes que se aproximan silenciosos. Van a cubrirle con toallas húmedas. Ahora el viajero está seguro, se siente ligero y flota, y hasta cree volar. Sabe quién es la única culpable de su triste final y prefiere seguir recordando el momento exacto en el que aquella negra de novela entró en la cafetería. Mientras, la dueña de la casa de baños limpia su cuchillo con la chilaba y, a la vista del gentío, registra las ropas del viajero.

Y antes de seguir, el Luisardo me pasó la chicharra puerca de babas. Y con la sonrisa esponjada de vicios y las mejillas también, me siguió contando los detalles finales de la muerte del viajero, las puntadas de dolor en su estómago, la forma de atravesarle el pellejo y la memoria. Todas estas cosas me las contó el Luisardo como si hubiese estado cerca, como si a golpe de mentiras maquillase la culpa que los dos compartíamos de la misma forma que se comparte un bizcocho empapado en vinagre. Yo sé que lo hizo más por desafiar a la biliosa realidad que la vida nos impone que por crear la realidad que necesitamos. Pero eso es lo de menos, lo de más es que, al día de hoy, ocurre en Tarifa que el viento sigue y la muerte también.