Ocurre que la amenaza silba en su cabeza y que el viento también. Y ocurre que acaba de salir el último barco para Tánger y que el viajero divisa su estela, un surco espumoso que destaca con rabia entre los borreguitos blancos que salpican la mar.

El viajero se queda sin tocar el cielo africano, púrpura y dulce como había leído, y se pierde por esa caprichosa delineación de vías irregulares que son las calles de Tarifa. Dobla, alcanza y supera plazas minúsculas y cuadradas donde los guiris vomitan la noche pulverizada de sangría, dándole riqueza y colorido a todas sus esquinas. El viajero atraviesa los intestinos y las arterias de una ciudad que huele a viento, a sal y a fritura de taberna. Pero no será hasta que cruce el umbral de Los Gurriatos y la Milagros salte sobre él, cuando el viajero se dé cuenta de que Tarifa siempre estuvo esperándole al final de los mapas. Sin embargo, todo eso viene después, a continuación de pasear su figura por la Alameda, que es una avenida bordada de palmeras y que aún sigo sin explicarme el porqué de su nombre. Pero no nos despistemos, pues todas estas cosas ocurrirán más tarde, tiempo después de que el viajero entre a lo de Juan Luis, donde humean las papas empapadas en jugo de carne y chisporrotean las sartenes.

Según me contó el Luisardo, el viajero lo descubriría de chorra y nunca mejor dicho, pues verán. Con arreglo a lo contado, al viajero le da una pataleta. Esperaba hallar un tesoro resplandeciente de doblones de oro y pedrería fina, no sé, otra cosa. Sin embargo, se ha encontrado con un cofrecito que lo único que contiene es un tubo con mercurio. Recordemos que algo se ha derramado sobre la arena y que al viajero le han entrado unas incontenibles ganas de orinar, culpa del agua ingerida, pichita, me contaba el Luisardo en la noche del Miramar y con los ojos negros y brillantes como los de un escarabajo. Y ocurre que el viajero se alivia. Es un chorro generoso de orines trenzados y escozor en la vejiga. Una ópera de espumas que le salpica con fuerza la cara. Hay que advertir que en la provincia, y debido al viento, es peligroso ponerse a hacer pis al raso. Hay que estar instruido en tan noble arte y sobre todo nunca hacerlo a contraviento.

Sin embargo, la mojadura en la cara no fue culpa del viento, como tampoco el salpicón fue culpa de la alegre fuerza con la que el viajero apretaba su vejiga, qué va. Al viajero le da por barrenarse los sesos con estas cosas. El asunto tenía su miga, pues el efecto se producía cada vez que el viajero apuntaba a la lámina que había formado el mercurio sobre la tierra. Escamado y con la evidencia de la última gota en su bragueta, el viajero aproxima la cara con vistas al mercurio. Y ve su reflejo extendido en la delgada lámina de plata sobre la tierra humedecida. Es cuando el viajero tira una piedrita y comprueba que lo que presentía es algo más que una conjetura y que la piedrita traspasa la lámina en un principio, para después hundirse en la plata del mercurio y volver a aparecer al poco, disparada a los cielos. Según el Luisardo esto tenía una fácil explicación, pues un espejo refleja las imágenes de los objetos que tiene delante. He de confesar que tampoco me solucionó mucho la aclaración. Y que no sería hasta poco después cuando me enteraría de todo gracias a los escabrosos ejemplos con los que el Luisardo me obsequió y que, al igual que un imán, atrajeron el hierro de mi atención.

Parece ser que el tal Ali Tariq, el alquimista, ya empleaba este mercurio mágico cuatrocientos años antes. Y que, entre otras cosas, lo utilizó para ayudar a huir de la zona a todas sus mujeres e hijas. Y que después de recurrir a un grabado donde se veía un bucólico paisaje europeo, y que después de situarlo frente a un espejo de amplias dimensiones, donde quedó reflejado, Ali Tariq mandó traspasar el espejo a todas sus mujeres e hijas, una a una. Con sus enseres y sus peroles, su ropa interior y sus hatillos, fueron desfilando hacia el reflejo de aquel bucólico paisaje europeo. El Luisardo sabía que esto era imposible, pero que una cosa fuera imposible no le parecía suficiente para dejar de contarla. Y así el Luisardo se inventaba un espejo delirante y que derrota todas las leyes posibles, un espejo mágico que según él existía y que el viajero al verlo cayó en cuenta y le vinieron a la cabeza las últimas palabras del morapio. No te vayas a dejag las uñas escagbando […]. Te llenagán de plata […] sólo has de llegag a Tángeg. Es entonces cuando se da cuenta de la utilidad de aquel puñetero tesoro. Y recoge como puede las gotas derramadas del mercurio, escurridizas y que se le van de los dedos. Pero no nos despistemos, dejémosle recogiendo el mercurio y sigamos con Ali Tariq en tierra firme y dedicándose durante año y pico a la alquimia y a darle uso a su carajo circunciso. No quedará vagina ni culo, ni tampoco agujero o cuello de botella, ave de paso, gallina o ganado que no sienta el miembro del alquimista romperle las esencias. Cuando a Ali Tariq le sale el número y le deportan al norte de África, este se ha cuidado de dejar su invento a buen recaudo, enterrándolo junto a una chumbera recién plantada. También ha dibujado un mapa con el lugar exacto y que guarda malicioso entre los pliegues de la chilaba. Pero lo más importante de todo es que el tal Ali Tariq ha enterrado el tesoro con Júpiter entrando por la puerta de Jerez en ascendente con Marte y directo a la casa de Saturno o algo así, que me contó el Luisardo. Total, que por cosas de la cartografía del destino, el conjuro tiene su efecto y la persona que encuentre el cofre no podrá utilizar el mercurio mágico en su beneficio. Recuérdalo, pichita, me dijo el Luisardo, recuerda lo que al viajero le dijo el morapio con los ojos como huevos de paloma antes de morir, en la misma puerta de donde la Chacón. Por eso mismo, el viajero no podrá utilizar el tesoro en su beneficio. Tendrá que borrarse de la cabeza lo de construirse un espejo apropiado para cruzar hasta la otra orilla y bajará hasta Tarifa a golpe de dedo con el propósito de tomar uno de los barcos que parten a Tánger.

Fue Carlos Toledo, que venía con el coche de venderle a un americano las ruinas de Bolonia, el que le subió. Y fue la casualidad la que le adelantó en un Renault Cinco Triana, color blanco, matrícula de Madrid. Y digo casualidad pues Carlos Toledo conducía un coche igual, pero matriculado en Cádiz. Se pitaron. Estos coches son una reliquia, le dijo Carlos Toledo al viajero, somos pocos y hemos de llevarnos bien. Y acto seguido, y sin que el viajero lo pidiese, Carlos Toledo se puso a contarle la última hazaña de venta inmobiliaria.

—Histórico —decía Carlos Toledo—, histórico, le he vendido a un americano las ruinas de Baelo Claudia, que, para entendernos, es como si usted le vendiese la Cibeles. Histórico.

El viajero no abrió la boca durante el trayecto. Y de esta forma tan rocambolesca el viajero llega hasta Tarifa. Y es en la Puerta de Jerez donde se apea. Carlos Toledo sigue hasta Algeciras, donde cerrará otro trato. Ya sabes, pichita, todavía le quedan un par de semanas a las vacas gordas y con la feria hay que aprovechar.

El Luisardo contaba y mentía. Producto de su ingenio será esta fábula de sangre y tierra que enredará a un viajero sufrido de entrañas con una mujer de la vida, primero, para después cruzar su suerte con la de un vendedor de biblias. Entremedias se quedará la Chacón y todas aquellas chicas en traje de baño y apoyadas en un mostrador de horchatería. Pero sigamos, pues según el Luisardo, el viajero bordeó la muralla, Alameda abajo. Por culpa del sol de la provincia, su cara había pasado del amarillo pergamino a un castizo color de plaza de toros espolvoreada con pimentón. Las mejillas achicharradas y los ojos verdosos y detenidos a la entrada del muelle, contemplando con cierto asco el escudo que preside su pórtico y que, según ciencia heráldica, es el antiguo escudo de la patria. El tiempo lo había descolorido y más que gallina lo que aquello parecía era palomino, que es ave que deja rastro en calzoncillos, bragas y faldones de camisa, pichita. Apenas se podían distinguir el pico, la aureola, las dos columnas y la inscripción plus ultra. Menos da un mojón, pensó el viajero. Y se puso a preguntar por los barcos para Tánger. Lo que ocurrió después lo supe por distintas lenguas. Que entró donde Juan Luis y que, después de saciar el apetito y aprovechando el apagón, se fue sin pagar, no sin antes llevarse un cuchillo jamonero. Según el Luisardo, esto último tenía una fácil explicación, que es la siguiente.

El viajero estaba polemizando con Juan Luis acerca de la sexualidad de los antiguos viajeros ingleses. Juan Luis no quería decir que fueran maricones, simplemente algo me-ti-cu-lo-sos. Y andaban con eso cuando al viajero le viene a las narices un olor a ratos a lubrificante anal y a ratos a brillantina mentolada. También le vienen al recuerdo las palabras que le dijo el morapio antes de morir, pichita. Y con la voz de ultratumba, el Luisardo me lo recordó. El tiene una cicatgiz en la mejilla y despgende un pegfume intenso, como a mentol antiguo; recuérdalo, pichita. El viajero aprovecha la oscuridad para salir najando. Pero antes de irse de la cocina, agarra el cuchillo jamonero recién afilado.

Lo que nunca me contaría el Luisardo es que, después de esto y con el pueblo a oscuras, el viajero llegaría andando hasta la feria. Y ya casi de madrugada, a la hora en que se dan cita el humo y los chismes empapados en borrachería, entró a Los Gurriatos, donde la Milagros acababa de hacer un servicio completo. El cliente era todo un garañón, un fulano del Puerto que le trabajaba los bajos cada vez que venía a Tarifa. No venía mucho, sólo cuando el viento incordiaba al toro de Osborne que hay puesto por Facinas. Cada vez que bajaba se quedaba un par de noches, o tres, aparcado en la entrada del burdel. Conduce una Volkswagen color mostaza de los tiempos de Maricastaña y todos le conocen como Falillo. Por distintas lenguas supe que la primera noche la Milagros acabó con las cancanetas vaginales algo irritadas. Y que fue a la noche siguiente, ya en feria, cuando sus embestidas le habían desencuadernado por completo. La Milagros rezaba a la patrona para que aquel fulano se estrellase y no volviese más. Pero nunca había suerte. Según ella, y conforme atestigua en el sumario, aquel cliente llevaba el pene tatuado, dicho en corto y por lo fino. El juez instructor le tiró de la lengua y, como ella evitaba hablar del viajero, se refirió a Falillo como su último cliente. Y se recreó en su pene. Era curioso, pues con tinta carcelaria se había dibujado un gato en el pellejo y un ratón en la misma punta. Y se pensaba que a todas las mujeres les haría gracia el juego. Por eso lo primero que hacía Falillo era exhibir su miembro sobre la barra y, acto seguido, imperar a voces que se lo masturbaran. Y siguiendo con lo que la Milagros evitó en su declaración, decir que esta acababa de vaciarle por enésima vez el escroto, de piel rugosa y tostada, semejante al de un Vitorino. Y que después de cumplir con el cliente, se enjuagó la boca, gloglogloglo, tomó un baño de asiento con hielo granizado, ummmmhh, se vistió y salió a la barra. Y fue cuando se cruzó con el viajero.

El vendedor de biblias no solía olvidar una cara, aunque por aquellas dos haría un esfuerzo. Por lo mismo que ni los miró para sugerirles que se tomasen algo con esa bondad de almíbar de la que Hilariño hacía gala en los momentos difíciles.

—¿Una limonada? ¿Qui… qui… quieren picar algo?

Sin embargo en el asiento trasero nadie escucha. Hilariño siente lo mismo que cuando le guiña el ojo a su mujer a oscuras y arropado hasta las orejas. Es decir, como si no existiera, pues la Duquesa y el de la cicatriz siguen riñendo.

—Que se me va a fumar todo, guapetona. —Y va y le pega una sardineta en la cacha, allí donde el travestido lleva tatuada una flor de lis—. Que los demás queremos fumar, digo. —Y la cicatriz fruncida que tiembla cada vez que habla.

—Che, vos lo viste, era una miajita de na, vos la última se fumó hasta el concho —le dice con la voz ronca y le muestra el papel de estaño con el último rastro de la gota—. Che, dosis de madelmán.

La Duquesa enseña sus dientes al de la cicatriz, los lleva corridos de carmín, tan perfectos que parecen recién pintados. Tiene color de vino clarete en las mejillas y una barba que ya sombrea. Las manflas son operadas y las puntas se clavan con desvergüenza en el tejido de su corpiño negro, deshilachado por el trato y con lamparones frescos. Entre olores a meadura, aceite lubricante y cocaína fumada, salta Hilariño de nuevo, relajando los ánimos:

—Podemos ir a tomar algo, hasta las nueve de la mañana hay tiempo.

Aquella bondad de cabello de ángel, aquel franciscanismo gratuito, le tocaba los cojones a la Duquesa, que va y le suelta:

—Che, vayasé a la concha de su madre si quiere, oíste, que yo no tengo nada que tomar con vos, y menos por culo.

Hilariño hace como que no escucha y se dispone a salir. El de la cicatriz tabalea un ritmo nervioso con los dedos. Se trata de un soniquete por alegrías que marca sobre el asiento delantero, allí donde reposa el maletín. Sus ojos de serpiente codiciosa lo traspasan. Entonces Hilariño sufre un ataque de reflejos y se lo lleva con él. Tiene la clave de seguridad puesta, aunque con esta gente nunca se sabe, piensa Hilariño, vendedor de biblias. El de la cicatriz le chista por la ventanilla.

—¿Sí? —Hilariño se acerca y siente la bofetada del aliento, un resuello inconfundible a letrina de pensión o de trullo.

—Tráigame un pajarito de cerveza bien frío si no incordia a usted mucho la apetencia de mi menda, digo.

Hilariño, vendedor de biblias a domicilio, dice que sí con la cabeza, que quiere decir que no, que no le incordia, y se va chupando pipa; el maletín abultado en una mano y en la otra el teléfono móvil, por si llaman para decidir otra cosa. Como en aquella ocasión, en el invierno, que primero le dijo la voz que depositase el dinero sobre una duna por donde la discoteca la Jaima, a las diez. Sé puntual como un clavo, gordito cebón, le imperó la voz, no sin antes cantarle la coplilla aquella: Tuercebotas, mamarracho, mamapollas, tío de ful… Después le indicaría el sitio exacto, ya dijimos que en la playa, por donde la discoteca. Pues bien, luego volvió a llamar dos veces más. La primera para cambiar de sitio y de hora, tío de ful, piernas, so chapero, cafre. Y la siguiente llamó para dejarlo igual que la primera, cafre, naide hay más maricón que tú. Total, que Hilariño asegura las puertas, se trata de una deformación, que diría el Luisardo, Hilariño asegura las puertas una y otra vez de forma obsesiva, clic, clic, clic, y se dispone a perderse noche arriba. El aire le azota el rostro como una reprimenda y el rugido del mar crece de tono, igual a una voz cargada de reproches.

Va saliendo del aparcamiento, el maletín en una mano y en la otra el teléfono móvil. Alrededor de su cabeza toda una acumulación de cosas a cuál más grotesca. Por un lado la entrepierna sangrante de la Milagros, por otro su mujer, en la cama y a oscuras, y en el centro la furgoneta color mostaza. Cuando pasa por delante de la garita del aparcamiento da las buenas noches. Es una cabina herrumbrosa con una imponente hendidura producida por algún vehículo. Dentro está el vigilante nocturno, recortado contra la luz de una lamparilla. Se trata del Raspa, hombre de risa abierta y que completa un crucigrama entretanto alguien se acerca a la garita. Es un padre de familia que quiere sacar tíquet para el coche. De su mano lleva a un niño que berrea, parece ser que no soporta más y que quiere hacer pis. Aguántate hasta que lleguemos a casa, le impera voz en alto y le zarandea. Haberte aguantado tú la polla y no haber tenido hijos, parece que le responde con la mirada el hijo al padre. Sopla levante fuerte y la mar, luminosa de luna, se alborota y gruñe. Son cosas que a Hilariño le provocan y le hacen sufrir morriña. Y cuando esto le sucede, lo primero que se le viene a la cabeza es su madre. Y después su Porriño natal y al final el queixo de tetilla. Pero dejémosle allí con su añoranza, subiendo la cuesta que lleva al Miramar, abandonémosle por un rato, entre maullidos de gata y silbidos de camello, y volvamos al Audi de asientos color tostado, donde se han quedado a solas dos personas que ya conocemos. Una es la Duquesa. La otra es un fulano malencarado y con cicatriz en la mejilla. Che, si vos supieses que vas a morir después de acabar el trato, le piensa la del corpiño negro mientras saca del bolso otra papelina de coca. Y se la tiende, Che, si vos supieses. Con el palillo temblón, el de la cicatriz coge una miajita de la papelina y se la lleva a los dientes. Sin mediar palabra se echa mano al bolsillo y saca los artilugios para la función. Un tubo de plata vieja con los bordes oscurecidos y un pliego de papel de estaño. No sabe que es un presunto difunto. Mejor. La Duquesa le mira con el carmín pegado a la sonrisa. Es una gracia que la muy puta le concede. Recordemos que la Duquesa se gasta unos genitales venosos y equinos, de un tamaño tal que incomodan sus movimientos. Ahora se han desplazado hacia un lado y eso le inquieta. Con extraño pudor le da la espalda a su compañero y, en la noche del aparcamiento, se escucha el elástico de unas bragas, contra la carne, como un disparo. Bang.

—Che, esto es güeña merca, alita de mosca.

Ahora la Duquesa lleva la muñeca relajada y en la mano lleva el cucharón, que alarga al de la cicatriz en la mejilla. Y que este coge por inercia, sin prestar atención al movimiento, y con los ojos fijos en el paquete de estibador que se gasta la Duquesa y que se concentra obsceno a un lado de la braga. Así se queda un rato y luego se cubre los dientes con papel aluminio.

—Se quedan amarillos del basuco, digo —se justifica el del chirlo en el moflete, la sonrisa plateada y el acabado en cicatriz.

Y de esta forma tan higiénica comienza el ritual. Pasea la llama azul por debajo del papel de estaño. Una pluma de humo tostado se desprende al contacto. Ajusta el tubo de plata a los dientes, forrados a juego. Y aspira el humo amargo de la gota, consumida en su máxima pureza. Se pone a gusto y la mirada se le queda en blanco, alunada y ciega, con los ojos parecidos a pelotas de ping pong a punto de salir despedidas. Cuando considera que necesita aire, va y se levanta. Agarra la puerta y sale a la noche del aparcamiento. Mira a la luna, al cielo pulverizado de estrellas, a las luces que se aproximan a la costa y, luego de escupir al suelo, pone una mueca de asco. Si supiese lo que la Duquesa le tiene reservado cometería un crimen allí mismito, digo. Mientras tanto, el del maletín abultado ha llegado hasta la licorería nocturna donde venden el botellón. Lo llaman lo del Quique, pues así se llama su dueño, un semental gaditano y pichabrava que se curte los músculos en el Tanakas, el gimnasio de la plaza. Pero no nos despistemos, el tal Hilariño ha entrado en la licorería y allí se encuentra con la estrambótica mirada del Paella, que luce su camiseta ajustada a las espaldas como una segunda piel. Lleva el Cristo de la Buena Muerte tatuado en la corva y se le adivinan la barba y los clavos a contraluz. En una exhibición de músculos, los dorsales se le abren en abanico hasta romperle la camiseta, entretanto Bareta, su perro, ladra al recién llegado que no sabe cómo preguntar que si allí venden queixo de tetilla. Entonces los dorsales del Paella pierden protagonismo. También sus deltoides y sus bíceps y lumbares, pues todos los allí presentes fijan su mirada en el maletín de Hilariño. Y es en esos momentos cuando aparece el Luisardo; el humo entorna sus ojos y saluda al Quique de barbilla y fila de inmediato al vendedor de biblias, su maletín abultado, la pipa en la boca y los zapatos a las diez y diez, que él decía. Se hizo un silencio y después de que el vendedor de biblias preguntase si allí vendían queixo de tetilla, entonces se hizo la risa.

Recordemos que el Luisardo, la noche aquella en el Miramar, se había acercado hasta donde el Quique a por una litrona de las de arbañil. Y recordemos también que yo me había quedado solo, pero sólo por una miajita de na, que dicen por aquí, pues enseguida llegaron los italianos con las secadoras y el chunda chunda del bacalao. Por eso todo lo que sucedió en la licorería del Quique lo supe después de que al viajero lo matasen, a la que me puse a indagar. Y supe también que el Luisardo ya había hablado con el vendedor de biblias por teléfono, pero no sé en qué momento, pues ya digo que estuve todo el rato con él menos cuando bajó a por la litrona. Y vuelvo a repetir que en ningún momento le vi llamar por teléfono.

Según me contaría tiempo después el Paella, detrás de las primeras risas vinieron muchas más, sobre todo cuando el vendedor de biblias pidió un botellín frío.

—Aquí no hay botellín, aquí sólo servimos botellón —le dijo el Quique.

El vendedor de biblias chupeteó la pipa, cargó sus hombros de complejo y pidió un botellón de cerveza y tres vasos de plástico. Pagó y se fue. El único que se despidió allí fue Bareta, el perro, que ladró como si le conociese de haberle meado encima. Y de esta guisa, con el maletín abultado en una mano y en la otra el móvil y los cinco deditos en el asa de la bolsa del botellón, de esta guisa, Hilariño, vendedor de biblias y hombre humillado, bajó la cuesta del Miramar y volvió al aparcamiento.

Ya se habían visto antes, a la tarde, en la Caleta. Él acababa de llegar al muelle y preguntaba por los barcos para Tánger y ella iba a darle un recado a su hermano. Entonces coincidieron. El viajero perdió su mirada en el lunar más indecente, ella se dejó mirar y el viento hizo el resto. Luego, a la noche, volvieron a coincidir en Los Gurriatos. El viajero entró desorientado y ella se fijó en la gorra de la marinería y el pelo revuelto sobre la frente. Él no la vio a ella en un principio, pues en un principio el viajero sólo vio a aquel que le recogió en San Fernando, el de la Volkswagen color mostaza, el mismo que cosía los cojones de los toros de Osborne. Fue cuando el viajero titubeó indeciso antes de seguir con el avance. Y así estuvo, pasmadote y pegado a la puerta como si le hubiese dado calambre. Al final, cuando soltó la puerta, parecía haber realizado un esfuerzo hercúleo, declaró Camila, la chica de la Guinea cuyos cuartos traseros hicieron pensar al juez en una charcutería de grandes posibilidades. Cosas del levante, que, cuando afecta, afecta, oye, dejó dicho la negrita en su declaración. El juez instructor, más que atender las palabras de Camila, curioseó su esqueleto, de hueso largo y bien formado, que apuntó en uno de los márgenes del sumario. Y con la dulce envoltura del café con miel, siguió apuntando. El juez instructor, como colofón a una sórdida carrera, se llevaría enredada entre los párpados una visión furiosa y quemante. Pero sigamos con el sumario, donde quedó reflejado que fue antes de alcanzar la barra cuando la Milagros se le adelantó con toda su sal y su canela derramada. Y fue mirarle y al viajero levantársele el tupé y la gorra de la marinería. Este último detalle, lo de la gorra de plato, será lo que le recuerde a su Chan Bermúdez. Y rápidamente saltó sobre él y le preguntó por su signo del zodíaco, pues, como ya sabemos, la Milagros siempre encontraba respuesta a todas sus quimeras en la cartografía del destino.

—No tengo, muñeca. Ninguno quiere responsabilizarse de mi suerte —contestó el viajero.

Y acto seguido pide una tónica y ella lo de siempre: güisqui que parece té. Se sientan y se sienten. Él acerca sus manos de agua hasta los muslos de ella, morenos y rumbosos. La levantera había provocado ganas de piel y al principio ella no le dijo nada, pero con su mirar quiso decir mucho. Luego él va y con la mano húmeda y silenciosa se acerca hasta sus muslos, calientes y solícitos. Los dedos dibujan garabatos sobre la única patria capaz de derrotarle. Y ella le sonríe y pronto le cuenta. Como si le conociese de siempre, como si le quisiese herir, le habla de su Chan Bermúdez y del tiempo que lleva preso. El viajero escucha y de vez en cuando interroga. Pregunta si puede rellenar su tónica con güisqui, de una petaca que guarda en el bolsillo de la trinchera. Ella le dice que sí, pero que no le vea la Patro, una analfabeta sentimental con cara de macho avinagrado que la tiene tomada con ella y que no le saca ojo. Ahora la Patro los mira y se frota el dedo pulgar e índice, como quien cuenta billetes, en un gesto que quiere decir «Déjate de cháchara que hoy es noche de negocio». Con una mirada, la Patro recuerda que, con la feria, sus chicas tienen que aprovechar y tirarse de cabeza a nadar los ríos de saliva, esperma y billetes que vienen a desembocar a Los Gurriatos. Entonces la Milagros disimula, hace como que no la ve y se mira las uñas. El viajero se ha dado cuenta y, como es hombre prudente, espera a que la Patro se borre para sacar su petaca. También pregunta qué es eso de los buscamanis, pues ella le ha dicho que vive con un hermano que es buscamani, según en la comarca se les llama a los de su condición.

—Es un poco retrasado, ¿sabes? —le confiesa ella—. Pero es lo único que tengo.

También le dice que al principio, como él fue a la escuela, una educación especial, al principio era él quien le escribía las cartas al trullo a su Chan Bermúdez, preso desde hace quince años.

—Pero desde que es buscamani no hay quien haga carrera —le revela preocupada la Milagros al viajero.

El viajero escucha, y como su generosidad anula su ambición, pues se presta a escribir una carta al Chan Bermúdez. Entonces ella le cuenta. Son palabras que brotan de unos labios hirientes, pero que aún no consiguen hacerle sangrar su corazón, aunque no tardarán mucho en hacerlo. Y le cuenta que el Chan Bermúdez acostumbraba a aparecer siempre de la nada, como emergido de la espumosa herida del mar, como dicen que aparecía siempre en los momentos críticos, sin anunciar, y empuñando el revólver igual que si fuese una prolongación de su propio brazo. Una visión desagradable para sus enemigos más apegados que nunca contaban con él y que se cegaban de miedo ante aquella presencia. Su inesperada estampa encerraba todo el vigor de lo sobrenatural, sigue contando la Milagros. Aparecía a lomos de su Guzzi, el motor rugiendo de gusto; la pieza en oro que coronaba su sonrisa burlona y todo ello precedido por una ráfaga de silencio avisador. Como aquella vez que se presentó en la playa de Valdevaqueros, encañonando con el faro a los de la banda del Palmer, hiriéndoles de luz y de fracaso y sin que nadie hubiese escuchado antes su moto.

Era noche de luna negra y el Palmer mandó a sus hombres a darle el palo a una cargazón ajena. Ya habían aliviado la motora de peso y transportaban la mercancía en sacos hasta la trasera de un camión, en lo que ahora es el paseo. Dicen que primero fue el silencio, que la noche dejó de sonar como si se hubiese quedado afónica. Y que luego se escuchó el motor de su máquina, la rueda de atrás relinchando un caballito que alborotó las tripas de los del Palmer. Y la voz, profunda, como sacada de un pozo ciego que sugiere que tengan cuidado con la mercancía. Todo esto le contaba la Milagros al viajero, la voz morena, los ojos entornados y el último cigarro de la cajetilla humeando entre sus labios de coral, cada vez más hirientes. Trátenmela bien que es de primera, se guaseaba el Chan Bermúdez, apuntando a todos a la vez con su revólver. Y con ese aplomo de tirador, recostado en el manillar pero con el ojo atento y el dedo en el gatillo, los puso a trabajar duro. Vamos, que hay bulla, imperaba el Chan.

—Imagínate a los del Palmer —le sugiere ella—, imagínatelos, empapados de agua y sudores, la cabeza baja y temblonas las manos.

No se me hagan los remolones, gánense el jornal, con modales chulescos, la gorra de la marinería echada para atrás y el flequillo revuelto, culpa de un levante recién llegado. Vamos, que es para hoy. Y en este plan esperó a que cargasen el camión, hasta el último cuarto. Cuando el Chan Bermúdez entró en la cabina y se puso al volante, el pueblo de Tarifa se puso a hacerse cruces, contaba la Milagros al viajero en el rincón de Los Gurriatos.

El viajero escuchaba con atención toda aquella historia de cicatrices abiertas y fronteras interiores, toda aquella historia de infortunios y coincidencias, pues el Palmer era un viejo julandrón que se dedicaba a blanquear el dinero del narcotráfico con la hostelería y vivía cerca del trabajo, frente a la gasolinera que hay a la entrada de Tarifa en lo que hoy es Los Gurriatos. Su verdadero nombre era Max von Schrótto, y se inventó aquel nombre ficticio con el pérfido propósito de maquillar su pasado nazi, seguía contando la Milagros al viajero.

—Aquí mismo que vivía, chica la casa —dice la Milagros con cierto resentimiento de clase.

El viajero escuchaba atento las peripecias del Chan Bermúdez, contadas con la pasión habladora de los buenos cuentistas. Y el viajero, que no perdía detalle, también escuchó atento cómo el Chan Bermúdez hizo su entrada en la hospedería. Con el diente de oro luciéndole en la risa y empotrando el camión hasta la cocina, le dijo ella. El Palmer intentó huir, pero el Chan Bermúdez fue más rápido y con una rara mezcla de violencia y equilibrio aprendido en las ramas más indecentes de la vida, saltó del camión y le agarró del cuello. Te puedo vender la mercancía, Palmer, pero me la has de pagar bien, le dijo. Y chascó sus nudillos y, acto seguido, le bajó los pantalones.

—Y con la mano prieta en un puño, imagínate lo que le hizo.

Sin embargo, el Palmer no murió allí, qué va. El Chan Bermúdez le perdonó la vida. Todo un error, según la Milagros, pues fue el Palmer el que pegó el chivatazo que tiempo después le condenaría. Una trampa montada para cazarle.

El viajero apuraba su copa y la Milagros seguía con sus dichos.

—El que siembra vientos recoge tempestades, pues verás, años después el Palmer moriría de mala muerte.

Y aquí la Milagros detalla las tendencias sexuales del Palmer y cómo una noche de luna lunera y carmín de loca, el Palmer se llevó a un chulazo a la cama. Y que no se sabe bien si el Palmer mordía almohada o soplaba nuca, pero lo que sí es verdad es que no pudo soplar el fuego donde ardió su cuerpo junto con el del chulazo. La Milagros, conocedora de todas las pinceladas de aquella escabrosa historia, le contó al viajero que el Palmer solía gozar con ambientes sibaritas y que, buscando el efecto vela, iluminaba sus diversiones con candelabros isabelinos. Y que fue culpa de la excitación que las sábanas se prendieran primero y que luego ardieran las carnes de aquel nazi junto a un moreno mofletudo del mismo San Fernando. El viajero volvió a rellenar su copa mientras se preguntaba qué parte de verdad habría en todo aquello.

El Luisardo le dio tiempo para que llegase hasta el coche y abriese la puerta. Entonces le llamó de nuevo, sin otra intención que la de cambiar sus planes, despistarle para hacerle sentir más vulnerable. Lo más probable es que, cuando el Luisardo le dijese que más tarde, los nervios hubiesen estallado otra vez dentro del Audi. Según tengo entendido, el vigilante nocturno del aparcamiento, llevado por el alboroto, se acercó hasta el coche y les llamó la atención un par de veces durante la noche. El levante, que vuelve majarones a los animales, declaró el Raspa ante el juez instructor del sumario. Sin embargo esto último no nos interesa ni poco ni mucho ni nada. Lo único que nos interesa es saber que el Luisardo pasó por casa a eso de las seis y media, en esas horas en las que la luz tierna de la madrugada confunde realidad con fantasía. A esas horas en que la Milagros solía regresar del trabajo, quitarse la ropa y tomarse un güisqui mientras el amanecer se colaba a través de los visillos. Desde que el pleno municipal le había concedido aquella casa, no había madrugada que no trajese consigo el ritual de la copa y del romper del día. Y así se le iban las horas. Había veces que enchufaba el televisor y se quedaba traspuesta, en el sofá, con el vibrante relumbrar de la pantalla tamaño tanque. Sin embargo, aquel amanecer el Luisardo no se encontraría a su hermana con la mirada fija en el ventanal, qué va. Aquel amanecer el Luisardo llegó primero a la casa, cuando de madrugada llamaron a la puerta. Entonces descubrió que su hermana venía acompañada. Luego, para disimular la realidad, se inventaría a un viajero al filo del sofá y con los ojos cercados de sombras, las huellas negras de un mal sueño, pichita. Sus pupilas insomnes escrutan el amanecer que se cuela a través de los visillos y que llega hasta él con luz enemiga. Su mano huesuda empuña un cuchillo jamonero, la otra sostiene un cigarrillo sin encender aún. En el baño, la Milagros andaba haciéndose la cera. Según el Luisardo, aunque soplaba levante fuerte, su hermana estaba decidida a ir a la playa.

Lo único cierto es que el Luisardo bajó a la calle y que desde los soportales llamó por enésima vez al vendedor de biblias. Tuercebotas, mamarracho, mamapollas, tío de ful, piernas, so chapero, cafre, etcétera etcétera. Y fue después de tener su última comunicación con él cuando se encontraría a Juan Luis de nuevo. Y parece ser que este le preguntó al Luisardo por el viajero, por si le había visto. Y parece ser que el Luisardo le contestó que no y que tampoco sabía dónde estaba. Razón de más para creer que el viajero andaba enredado con la Milagros y que esta maullaba como una gata herida a cada golpe de riñón. Razón de más para creer que salieron juntos de Los Gurriatos y que cuando iban por donde la furgoneta color mostaza aparcada en la misma entrada, pues se agarraron a besos. Y que sería al ratito, sobre la blanca arena de la playa, frente a un mar antiguo que propicia el amor, cuando ella violase el código prostibulario y le fuese infiel a su Chan Bermúdez, pero no con el pensamiento, no se vayan a creer, pues la Milagros cerraba los ojos a cada beso. Y revolvía los cabellos del viajero y jugaba con su gorra de capitán, mientras la luna calentaba la arena y el suelo hervía a sus pies. El aliento salobre de la mar los envolvía en un juego más antiguo que los peces.

—¿Te gusta Tarifa, pichita? —le pregunta con la voz de leche caliente, entre un beso y el de después, clavándole la punta rosada de su lengua en el cielo del paladar.

Y el viajero, cara de piedra, le contesta que no, que en Tarifa hace mucho viento. Y la Milagros no deja pasar la oportunidad y le suelta aquello de Tarifa sin viento es como Venecia sin ti. Es cuando el coral hiriente de sus labios le hace sangrar el corazón. También la razón. Entonces el viajero comprende que amor y carne van unidos, de la misma forma que juntos están el aquí y el allí. Intuye que todo lo de antes no era más que amor emputecido y besos rebotados de otros labios, impulsos del más sucio de los deseos. Y llevado por una tensión de metralleta, se entretiene en el tesoro hiriente que la Milagros esconde entre sus muslos, en adivinar con su lengua la sombra y los contornos de una ciudad sumergida. Sepulta su cara y ajusta la boca a las exigencias del momento. Y así fue calentando sus labios en el templado sabor de aquel vientre.

Al viajero se le rizan los cabellos, culpa de la humedad a la que hacíamos alusión al principio. Toma aire y arremete. La Milagros tirita de placer, le clava las uñas en la gorra, se anuda a su cuello y le hace rodar hasta la orilla salpicada de luna. Y como rota de adentro, la Milagros emite unos cremosos chillidos que rompen el mundo en añicos. Pero vale ya de recrearnos en este aspecto y sigamos. Decía que el Luisardo quedó por última vez con el vendedor de biblias a las ocho en punto, en el cuartel fantasma que hay cerca del Miramar. Y que a esas horas el pueblo dormía la mona después de la primera noche de feria y que el Luisardo se acopló con los prismáticos en una de las almenas de la muralla, la más alta. También la más ruinosa. Desde allí comprobó que el Audi de Hilariño seguía aparcado en el sitio de siempre y entonces dieron comienzo los mensajes escritos y las carcajadas de espesa flema. Ve saliendo del coche, cabrito cebón. Hilariño salió del coche, llevaba el maletín abultado en su mano diestra y en la otra el teléfono en cobertura. Ve subiendo la cuesta, mamón. Hilariño subió la cuesta, llevaba los carrillos de la cara hinchados de fatiga. A sus espaldas el amanecer rojizo del Estrecho le pintaba un contraluz y el viento quemador le traía hasta sus orejas las voces de un pueblo que se burla de sus amos. Ahora gira a tu derecha, cabrito cebón. Y el cabrito cebón giraba a la derecha. Total que al final, después de mucho mareo, el Luisardo instala a Hilariño bajo el cubierto del cuartel fantasma. El viento bate puertas y ventanas y el vendedor de biblias siente el miedo recorrer sus peludos riñones. Todo él es una bola de carne que se estremece de miedo y grasa. Le apetece fumar, pero se acuerda que se ha dejado la pipa en la guantera del coche. Pasa un siglo, dos y tres. Y entrando en la cuarta centuria suena el móvil de nuevo. Esta vez no hay mensaje escrito, sólo la voz áspera y falseada del Luisardo, como intervenido de cáncer de garganta: Tuercebotas, mamarracho, mamapollas, tío de ful, deposita el maletín en el suelo y ábrelo. El cabrito cebón deposita el maletín en el suelo y lo abre. Está bien, tuercebotas con fimosis, cierra el maletín, que hoy sopla mucho viento, y ahueca el ala. Bórrate, mamoncete. Y así hizo Hilariño, dejó el maletín bajo el cubierto y se borró pueblo abajo, a toda prisa y respirando como un fuelle. La Bajada del Macho se llama la calle por la que se perdió, qué paradoja, Hilariño.

El Luisardo llegó de inmediato a recoger el dinero. Nunca, en ninguna entrega, se había sentido tan seguro como en aquella. Por eso, desde donde estaba se acercó a pie, dejando la moto con la pata de cabra puesta en el Miramar. Hasta sus orejas llegaba el quejido de las palmeras golpeadas por el viento y también la música del triunfo. Con ese dinero ya se podría comprar la planeadora, una Yamaha Enduro trucada a doscientos, rumió feliz el Luisardo, pero si me tocan los cojones me compro una moto de mar y me hago viajecitos al moro con una mochila a la espalda. Me independizaré a lo grande y la Milagros dejará el trabajo y nos iremos a Sevilla, que hay más vida que en este desierto, se decía el Luisardo con aires de grandeza. Y en esas andaba cuando un Renault Cinco Triana, matrícula de Madrid y lanzado a toda velocidad, le cortó el paso.

En sus planes no entraba que después de llamar por enésima vez al vendedor de biblias, un dispositivo de caza se hubiese puesto en marcha. Ni que la Duquesa y su ayudante se mudasen de coche y estuviesen al acecho, cerca del punto, para echarle el lazo. Sin embargo, el Luisardo fue rápido y saltó por encima del capó con esa rara mezcla de agilidad y de torpeza del que lo ha ensayado mucho. Y fue al coger el maletín cuando sintió el cañón de una pistola taladrarle la nuca.

—Un movimiento más y estás muerto, digo.

Era el de la cicatriz en la mejilla. El Luisardo sintió su aliento hirviendo de rabia, muy cerca. Era una boca por donde penetraba la negrura del suburbio y las materias que tanto gustan por prohibidas. El Luisardo también sintió las ganas que tenía el del aliento de apretar el gatillo.

—Che, vos no le des boleto aún.

Del coche salió un travestido. Era viejo, áspero y movía el culo sandunguero igual a un palomo cojo. Se trataba de la Duquesa. El Luisardo la conocía de verla entrar en los Gurriatos, directa a manosear a los clientes. También la conocía de oídas. De ella se contaba que en sus tiempos jóvenes ganó mucho dinero, y que era la querida de un Duque de la época de Franco. Ahora, a su edad, andaba enganchada en el basuco. El Luisardo lo advirtió en sus ojos de pupilas verbeneras y, sin darles tiempo para la acción y con las manos en alto, pidió permiso para fumar. El travestolo dijo que sí con la cabeza y el que le ajustaba la pistola le alivió durante un tiempo, el mismo tiempo que tardó el Luisardo en liarse un porro. Pasaba la lengua por la pega y el de la cicatriz le observaba con los ojos abiertos como dos paraguas. Había que verle. Todo él era un charco de babas, mordisqueaba un palillo y mantenía los ojos chisperos de ansiedad. Fumarse un canuto de polen crema era lo que más le podía apetecer para bajar la noche. Y fue una treta del Luisardo, que sacó coraje de rata acorralada y acercó el papelillo hasta los ojos del de la cicatriz y sopló el contenido como en sus mejores fábulas. Y escurridizo como un gargajo, el Luisardo aprovecharía el desconcierto para esquivar al travestolo y llegar hasta su moto y montar sobre ella igual que un caballo. Y darse a la fuga. Prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, el Luisardo sale de Tarifa a la carretera de Algeciras. Y tumba las curvas que ni el Fonsi Nieto en el circuito de Jerez recién parcheado. Prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, el Renault Cinco Triana cada vez más lejos, Prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee. Y antes de llegar a Algeciras, cuando iba por el Cuartón, más o menos, empieza a sentir las balas rozarle las orejas, ziaiiiing, ziaiiiing, ziaiiiing. Al Luisardo los dientes le castañetean de miedo, es un canguelo que disimula burlándose de sus perseguidores, cada vez más cerca. Y lo hace con el dedo erecto hacia arriba, en posición de penetración. Esa fue su respuesta a la lluvia de balas. También hubo otra, utilizando los dedos pulgar e índice, figurando el orificio del culo. Fue en una de esas respuestas que el Luisardo derrapa y cae. Y cuando cae lo hace de pie, igual que sucede en las viñetas de los tebeos. Pero el Luisardo no llega muy lejos, no puede correr mucho, pues enseguida el Renault Cinco Triana le vuelve a cortar el paso. Era una hora de mucho trajín: roncos camiones inundaban los carriles y la carretera de Algeciras estaba más animada que un coño con ladillas. El Luisardo, sujeto por los sobacos, es llevado hasta un coche Renault Cinco Triana aparcado en el mirador del Estrecho. Debido a que hay multitud de testigos, le dejan un tiempo. Que se explique antes de despeñarle.

—Che, desde ya —impera la Duquesa—, vos oíste.

Seguramente los dioses, por pasar el rato, habían regalado a los humanos la mentira. Y con el uso de la mentira, mostrándola como lo más cierto, el Luisardo salvó su vida y sacrificó la del viajero. Todo el mundo tiene derecho a mentir sobre todo en defensa propia. Uno de los dos sobraba, pichita, me contó cuando le cuestioné su comportamiento. Cuando moralices, sé breve, me dijo con la mirada picada de vicios y la sonrisa de subnormal colgándole de la boca. Y me contó que sus captores se tragaron el anzuelo, el sedal y la caña y se creyeron que el viajero no era otro que el Chan Bermúdez, recién llegado a Tarifa después de quince años. Y que el Chan Bermúdez necesitaba dinero y que, por lo mismo, se dedicaba al chantaje y a lo que hiciese falta, les dijo el Luisardo. Y que desde hacía un tiempo utilizaba a la Milagros para sus propósitos. Lo que le salvó de la mentira fue que ninguno de sus captores conocía al Chan Bermúdez. Para tragarse los aparejos, el Luisardo les enseñó su dedo índice, corto, rojizo y con un anillo de oro del tamaño de un garbanzo y que, según él, era regalo del Chan Bermúdez.

Aunque todo lo que decía había acabado por adquirir el peso de la verdad, la historia era otra, pues cuando al Chan Bermúdez se lo llevaron preso estaba con la Milagros, haciéndole el amor, y el anillo descansaba en la mesilla, sobre un plato, junto a una caja de fósforos. Y que cuando el Luisardo desarrolló unos dedos aparentes se lo empezó a poner. Al principio sólo le entraba en el dedo gordo, pero con el paso del tiempo lo luciría en el de señalar. Y así, el Luisardo, rico en ingenios, seguía contando para salvar su vida. Ahora el Chan Bermúdez se lucía a pie, les dijo con el corazón envuelto en tinieblas. Y aunque se respiraba que volvía enfermo de derrota, también había algo de exhibición en su llegada. Estaba yo vendiendo material en la Caleta, les contó el Luisardo a sus captores, estaba vendiendo material y apareció de repente, como dicen que siempre aparecía.

Dentro del Renault Cinco Triana, matrícula de Madrid, el de la cicatriz y el travestolo escuchaban atentos y sin perder un detalle de aquella historia improvisada. Con un movimiento felino el Chan Bermúdez se agachó a coger las posturas, contaba el Luisardo mientras el de la cicatriz se desollaba las muelas y el travestolo le pedía ansioso que siguiese contando:

—Che, no me paréis, oíste.

Y el Luisardo, dominando la situación, les pinta el cuadro, los brochazos de fondo y los perfiles a contraluz. Y cuenta cómo el Chan Bermúdez se agacha a coger las posturas. Lo hace ágil, en un visto y no visto, como recién salido de una timba. Y como si se tratase de dados, agarra las posturas del Luisardo y las lanza a la mar. ¿Por qué no se entretiene en contarle los pelos del coño a su puta madre?, se acercó el Luisardo con los juegos florales, el pecho hinchado y el soniquete de los medallones al cuello. Los nervios le achicaban los ojos. ¿Podrías repetir, niñato? Y el Chan Bermúdez cerró el interrogante con su media sonrisa. Fue cuando el Luisardo se percató y un cálido hormigueo desfiló por sus venas. Estaba frente al Chan Bermúdez.

Tengo dicho que lo que al Luisardo le salvó de su mentira fue que ni el de la cicatriz ni el travestolo habían visto nunca al Chan Bermúdez, y que si le conocían de algo sólo era de oídas. Es bueno recordar que ninguno de los dos era de Tarifa, que tanto el del chirlo en el moflete como el travestolo eran de fuera de la región. El uno un madriles y la otra pampera, che, vos oíste. Y también es bueno recordar que cuando al Chan Bermúdez se le llevaron preso, Tarifa era un pueblo pequeño y arruinado por el viento, un punto al sur de España donde se contaban más cuarteles que tabernas. Por eso, aquellas geografías que, según el Luisardo, el Chan Bermúdez pisaba de nuevo ya no eran las mismas. Y aunque preferimos imaginar lo contrario, si ahora mismo apareciese, el Chan Bermúdez tampoco sería el mismo. Tal vez el sistema lo hubiese perdonado y ahora pertenezca a esa peligrosa especie que es la de los arrepentidos. Pero eso no nos importa ahora, lo que realmente nos importa es que el Luisardo salvó su vida a golpe de patrañas y que con su piquito de oro no sólo engañó a la Duquesa y al de la cicatriz, sino que también engañó al día. Y llegó la hora de comer, y fue a la hora de la siesta cuando al Luisardo le soltaron, en la misma carretera de Algeciras.

El Luisardo había hecho lo que nunca se puede hacer en Tarifa, que es escupir contra el viento, por eso, cuando se quiso dar cuenta, ya estaba perdido. Sin embargo, con su natural malicia y puñetería, se agachó rápido. Y aquel día que se escapó del almanaque y que el Luisardo vio pasar por delante de sus narices, aquel día, la mala suerte de su gargajo le salpicó al viajero. Todavía hoy se pellizca los mofletes, pues no cree que pueda seguir vivo, el muy subnormal. Y cuando le soltaron lo primero que hizo fue ir a recoger la moto y, sobre la cuneta y con un guijarro, normalizar la chapa a golpes para después bajar a Tarifa. Prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, apretaba el acelerador y tumbaba las curvas, llevando la derrota a la manera de los soberbios, como una victoria. La medallería de su cuello tintineaba por la velocidad. En el fondo lo que más le dolía era estar con vida y ver cómo su cosecha la recogían otros. Prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, ajustándose a las curvas, el Luisardo bajaba por la carretera de Algeciras sin olvidar que el maletín de los dineros se lo habían quedado aquellos dos degenerados. El Luisardo aceleraba y lloraba, el gesto de su cara era de cólera suprema.

De él se contaban cosas inquietantes. Contaban que fumaba besando y que miraba matando. Que sus manos eran tan capaces de la caricia como del crimen. Y que cuando algún vivo osaba cruzar esa línea de sombra que le separaba del resto, la venganza silbaba en su cabeza como si se tratase del viento que escuchó al nacer. Entonces juraba por los ojos de su madre y se besaba el pulgar al aire y salía de lo oscuro a pedir revancha. Y después de resolver el asunto zarpaba. Se despedía con el aplomo del buen marinero que conoce el pulso de las resacas.

Me preguntaba qué parte de verdad había en todo lo que se contaba del Chan Bermúdez, pues la parte de mentira me interesaba poco. La mentira es más fácil digerirla, que decía el Luisardo en el Miramar, al contrario que la verdad, que requiere esclarecer los hechos, pichita. La luz del faro perforaba trozos de noche y el Luisardo ensayaba su primer bigote junto a una naciente perilla con más grano que pelusa. Yo había aprendido a tragarme el humo y en total ya habían pasado unos quince años desde que trincaron al Chan Bermúdez. No conocíamos ni el dinero ni la culpa y todavía andábamos a gatas cuando se lo llevaron preso. Sin embargo, este suceso no extinguiría su memoria, sino todo lo contrario. A pesar de su ausencia, sus hazañas seguirían ensalivando las bocas de un pueblo que disfruta de su pasión habladora, de un pueblo que no esconde los escombros de su antiguo esplendor. Y al igual que Guzmán el Bueno, Napoleón, Nelson, los Cien Mil Hijos de San Luis y otros elementos condecorados hasta la próstata, son materia obligada en la cultura oficial de los centenarios y de los libros de texto y de toda esa gran letrina de fechas y batallas que los bienpensantes y los biencomidos llaman historia, al igual que todas esas visitas superficiales a galerías pobladas de cobardía y olvido son asignaturas de prestigio para los dueños de la biliosa realidad, el Chan Bermúdez formaba parte de la otra cultura, lo mismo que la Virgen de la Luz o el correr del viento. Folclores, que lo llaman con desprecio los dueños de todo. Y así, como un elemento más del folclore, el Chan Bermúdez andaba de boca en boca, y cada boca le inventaba un pasado, un traje a medida en el que no faltaban ni las manchas de vino ni los cabellos de alguna mujer prendidos a la solapa. Tampoco el bolsillo, pegado al pecho, donde guardaba el retrato de la Milagros como si se tratase de un trofeo secreto.

Pero ahora ocurre que la Milagros reposa junto a otro hombre, un viajero que la invita a tomar un Deseo llamado tranvía, un tipo con manos de agua y dedos ahuesados que, con sólo acercarlos, la encienden y la incendian. Y ocurre también que su mirada limpia y recién amanecida anuncia el fin. Van a ser las siete de la tarde y el viajero, a pesar del rigor del agosto, se planta su trinchera y se cala la gorra de plato. Y ocurre que cuando la va a besar, ella se deja y ocurre también un diálogo que se repite: el de dos silencios que no se dicen nada pero que quieren decir mucho. Ella le abraza en el marco de la puerta; sus labios hirientes y heridos aprietan un cigarrillo. Él le promete volver; volverá rico, le dice, y la retirará de ese infecto burdel. Cuídate, viajero. Y la puerta se cierra tras él. Sus pasos resuenan en la escalera.

Que no quede por decir que el viajero, antes de pisar el muelle, se entretuvo un poco más de lo previsto, pues fue espectador de una trifulca que le retuvo inmóvil durante unos segundos. La cosa ocurrió por la Alameda y no vendría a cuento si el viajero no conociese a uno de los participantes, aquel que se hacía llamar Falillo, el del Puerto, Amor de madre, el rabo de Osborne y los balones reglamentarios marcándole el paquete. El otro es un conocido nuestro, se llama Hilario Tejedor y vende biblias. Y la cosa fue que se cruzaron. Que el vendedor de biblias andaba desorientado por Tarifa y el de la furgoneta iba hecho un semental y con los genitales marcándole la bisectriz, flechado a comprar un mataladillas a la farmacia. Y que el vendedor de biblias, incorregible inocente, esperaba a que le bajasen el maletín con su dinero hasta el aparcamiento y que, mientras tanto, se entretenía en buscar queixo de tetilla. No lo encontrará por ningún sitio y en la Alameda coincidirá con su mala suerte. Casualidad o causalidad, que se preguntaría el Luisardo. Tal vez las dos cosas. Pero ahora la respuesta es lo de menos. Lo de más es que el asunto acabó como sigue.

El más perjudicado fue Hilariño, que concluyó tierno a mandobles. Abuelita, abuelita, qué boca más grande tienes. El viajero no acertó a verle la cara, embadurnada de sangre, pero según el periodista de El Mundo, la masa encefálica de Hilariño salpicó los cristales de una furgoneta marca Volkswagen de los tiempos aquellos en que la Faraona era virgen. Aquello tenía la misma plástica que si hubiesen estampado un trozo de pizza sobre una ventana, escribió el periodista. La cosa fue que el periodista se estaba tomando un güisqui en el Continental mientras esperaba a un burlanga que le habían dicho que era un fenómeno y sin otra finalidad que la de jugar una partida de cartas al chiribito, y que, según detalló en su crónica para Andalucía, se acercó para no perder detalle y que llegó a la conclusión de que hay personas a las que les reparten unas cartas que sólo tienen una mano. Y esa mano suele venir de frente y cerrada, escribió mientras revolvía su memoria con el güisqui.

Por todo lo dicho es posible imaginarnos a Hilariño, con la masa encefálica dispersa y patas arriba, igual a un escarabajo al que han aplastado la cabeza de un pisotón, o mejor, como una ballena moribunda y varada en mitad del asfalto y a la vista de todo el mundo. Aaaaggh. Y lo que viene después ya lo he contado. Que el de la cicatriz y su acompañante llegaron hasta las casas del Cable, donde el Luisardo vivía con su hermana y al día de hoy sigue viviendo, que amenazaron a la Milagros con airarla por el ventanal si no les decía dónde estaba el viajero y que sus labios heridos confesaron la sangre. Y que sin tiempo que perder agarraron el coche, un Renault Cinco Triana del año del Rigodón, y que enfilaron directos al muelle y que por poco no llegan a tiempo para ponerle fin a la vida del viajero. La culpa la hubiese tenido el atasco que se montó en la Alameda.

El de la cicatriz salió un momento del coche y pudo ver a un hombre bigotudo y en camiseta sobre la cubierta de un furgón antiguo. El fulano invitaba a salir de los coches a todos los conductores, desafiándoles con ambas manos, gestos obscenos que empezaban en la boca y acababan en la bragueta. Fue cuando los del Renault Cinco decidieron volver atrás y cruzar con el coche la Puerta de Jerez, que está prohibido, para luego abandonarlo en la plazuela del Tanakas, frente al bar del Cepillo. Y salir corriendo por las calles más prietas del pueblo, empetado de gente, pues era el día que sacaban a la patrona del santuario y, como cada año por estas fechas, parece que se desgarran los aires y todo el mundo se hace pasión. Y la Calzada se convierte en una fiesta de aromas y colores, relinchos de caballo y silbidos y roces a los culos de las gaditanas que se acercan hasta la patrona con esa rara mezcla de beatitud y cachondería que forma parte de nuestro folclore. Total, que los malandrines se abrieron paso a codazos. Y que bajaron hasta la Calzada y que el de la cicatriz al moflete, llevado por un impulso religioso, se santiguó ante la iglesia, partitura de piedra remota de cuando aún Tarifa no tenía nombre ni tampoco edad y cuyas líneas melódicas se alzaban vistosas aquella tarde y directas a pinchar el cielo y su tormenta. Y que después de que la Duquesa le llamase la atención, che, déjese de macanas, doblaron por donde Radio Álvarez. Y de allí, en un pispás, a la calle de la antigua bodega, y luego hasta el muelle, donde divisaron al viajero antes de embarcar; el macuto al hombro y la gorra de capitán de la marinería sombreándole el perfil de su afilada nariz. Entonces la Duquesa abrió el bolso y le tendió el revólver a su compañero que, con el brazo extendido y la cicatriz pegada al hombro, hizo diana. Che, y ahora que el diablo se lleve esa música, parece ser que le dijo la Duquesa. Pero ahora dejemos esto y pasemos a contar las cuatro cosas que necesitamos para llegar al final de esta historia en la que yo jugaba un papel que nunca hubiera llegado a sospechar, pues fue entonces cuando aparecí en la Caleta.

Venía de correr las olas con la tabla y divisé la moto del Luisardo. Va dicho que me pareció un poco más abollada que de costumbre y que, a la sazón, me acerqué hasta el punto y que fue cuando lo de las detonaciones y los gritos y los turistas alborotándose. Y que vi al viajero dibujar con su cuerpo una expresión de dolor. Fue una tromba de balas que zumbaron como avispas y que le barrieron por la espalda. Y allí no hubo ni Virgen de la Luz ni del Gas Butano que desviase su rumbo. Tampoco viento favorable. Qué va. Y así pude ver la sombra de la muerte que se cernía sobre el viajero y también pude verle a él caminar unos pasos, lustroso de sangre y con las piernas de trapo y buscando las últimas bocanadas de un aire que ya no le pesaba. Era como si no estuviese muerto, como si se tratase de un vivo que disimula y que respira bronco, como peleando contra el aire.