Ocurre que el viento se retuerce y asalta donde menos te lo esperas. Y ocurre también que se cuela por debajo de las puertas y que alborota las patas de la cama, allí donde reposa el viajero envuelto en melenas de mujer y humos de tabaco. Cuenta los lunares de la espalda de la Milagros, ahora en reposo, y le muerde la oreja. Se entretiene en el zarcillo de coral que le abrasa la lengua. Pellizca la tela de su carne y ella siente un enjambre de mariposas temblar en su bajo vientre. Se revuelve y su cuerpo silba como una culebra al roce de la colcha.
El viajero mezcla memoria y deseo en cada uno de sus besos. Parece un poeta que afila la lengua y que consigue hacer temblar la ropa interior de las mujeres con sólo tres palabras. Y convida a la Milagros a un desayuno con diamantes, a tomar té en el Sahara por ejemplo, o mejor una ginebra en Bombay. El viajero invita a la Milagros a compartir secretos mares, a navegar hacia rumbos desconocidos que se divisan más allá del dolor y de la locura. Lo que quieras, muñeca, pues ya sabemos que la generosidad anula su ambición. Ella no dice ni que sí ni que no, simplemente le acaricia con los labios. A él se le acelera el corazón y se le salen los pies de la cama. Los lleva tatuados en sus plantas y los roza con los de ella, pues, al pronto, parece que la Milagros se niega a desayunar en Bombay, no quiere ir a morir al Sahara y menos abandonar Tarifa. Ya no quiere tomar un Deseo llamado tranvía, en cualquier momento puede aparecer mi Chan Bermúdez, susurra. Le había prometido casarse con él, estrenar vestido blanco, de los de muchos volantes, le cuenta. Y lluvia de arroz crudo y pétalos de rosa a la salida de la iglesia. Pero el terciopelo moreno de su voz la descubre. El viajero sabe que las mujeres utilizan ese tipo de trucos para probar a los hombres. Primero se retraen y después copulan como monas, que le decía siempre un cliente de la cafetería. Sabe que si no ataca estará perdido. Y como lo cortés no quita lo caliente, se da la media vuelta y se aproxima jadeante, como soplando brasas, en la única patria capaz de derrotarle. Se queda a tiro de sus labios y la Milagros le regala un beso, largo y con la fragancia roja del carmín corrido. Entretanto la tarde se cuela a través de la ventana, hiriéndoles de luz los ojos.
En esto último hay discrepancias, pues el Luisardo cuenta su versión. Según él, el viajero se pasó el tiempo sentado al filo del sofá, esperando algo o a alguien. Recordemos que el Luisardo tenía las llaves, subió a la casa a coger dinero, a cambiarse de ropa y a truñar, que es como llaman por aquí a hacer de vientre, y así como lo pongo lo declaró ante el juez y así quedó reflejado en el sumario. El Luisardo cuenta que sintió las tripas descoserse y que abrió el culo y que excretó un gotelet de barro molido, de ese que deja rúbrica y al que hay que pasar escobilla. Y que después de recurrir a la escobilla se duchó. Esto último era mentira, pues al tiempo descubrí que en aquel día de feria y en aquellas horas habían cortado el agua por lo de las restricciones. Y que el fregadero estaba agobiado de platos con restos de comida que se apilaban hasta formar un castillo en el que no faltaban ni sus almenas, ni sus churretones de grasa, ni sus fideos blandos como guarnición. Tampoco una cucaracha que se había instalado en el asa de la cafetera y que se escondió veloz cuando notó la presencia del Luisardo. Y aunque la gente no le dio importancia, pa qué vamos a echarle cuentas a los medios días habiendo días enteros, y aunque la gente no le dio la más mínima importancia yo sí, pues calculo que sería entonces cuando llamaron a la puerta. Era la Milagros que llegaba acompañada. Entonces el Luisardo, celoso como él solo, los dejó hacer, pegó un portazo y bajó a la calle, donde agarró el teléfono y marcó el número del vendedor de biblias. Hay que dar continuidad al plan, pichita, que diría él. Lo más probable de todo es que el Luisardo inventase lo del cuchillo jamonero en una mano y un cigarro en la otra para ocultar lo que ocurrió entre las piernas de su hermana. Y de la misma forma en que el Luisardo inventaba al viajero, yo inventaba al Luisardo, poniéndole a mi invención parte de mis deseos.
Le imaginaba a la madrugada, en aquel piso concedido por el pleno municipal, irritado como si se le llevasen los demonios, tapándose las orejas para no oír las voces cremosas de la Milagros, en la cama con el viajero. También era posible imaginar al Luisardo sentado en el retrete y con el teléfono en la mano, marcando el número del vendedor de biblias, o tal vez, y lo más seguro, llamándole desde abajo, desde los soportales. Falseando la voz para cantarle una coplilla antigua y burlona con la que recientemente se anunciaba. Tuercebotas, mamarracho, mamapollas, tío de ful, piernas, so chapero, cafre, naide hay más maricón que tú.
Pero todo eso vino después, ahora volvamos a la noche en el Miramar, con el Luisardo mintiendo y las luces de la costa extranjera que se amontonaban a lo lejos. Tenía los ojos iluminados por un chispazo socarrón y, según él, el viajero había salvado el pellejo de chiripa y ya andaba por San Fernando, ya sabes, pichita, en una pensión por donde la estación de trenes. El Luisardo me recuerda que ha salido de su cuarto con mucha cautela y que se ha metido en el primer bar que ha visto, dispuesto a apaciguar las tripas, que se parecen a las de un gato que se hubiese tragado un violín con arco y todo. Desafinan de hambre, pichita. Es curioso, pues el viajero era de un metabolismo tan determinado que cuando los nervios se le alteraban, perdía el apetito. Esto último fue algo invariable en su perra vida, hasta que conoció el viento de levante. Ya sabes, pichita, ese viento que nace en no se sabe bien qué lugar de oriente y que se transforma en cuchillo cuando llega por aquí, ese viento perezoso le curará el apetito. Y sin perder de vista la calle, el viajero pidió una de cazón en amarillo, un plato marinero que, a diferencia del cazón en adobo o bienmesabe, lleva azafrán. De ahí su nombre. Y como siguió con el gato maullándole en las tripas, pidió una tapa de perdiz piñonera con guarnición de patatas peladas a cuartos y, para continuar, unas tortillitas de camarones, especialidad de la comarca y de la que, a continuación, vamos a desvelar su receta.
Es fácil. Se echa un puñao de camarones vivos en un poco de agua hirviendo. Blublublublu. Al poco se aparta el cazo del fuego, se escurren los camarones y el caldo se revuelve con harina de trigo y harina de garbanzo a partes iguales. Cuanta más harina echemos, más espesa resultará la pasta, que, en caliente, se mezclará con los camarones y con cebolla y ajo bien picadito todo. Y perejil que no falte. Por último se salpimentará. Una vez conseguida la pasta, se derrama a cucharones en una sartén a la que antes habremos echado un dedo de aceite. Chof chof chof. Y se irá echando más aceite a medida que las tortillitas lo vayan consumiendo. Cuando estén doradas, se retiran, para después escurrir en papel absorbente y a comer. Pues bien, el viajero se tragó media docena de las mismas y, por eso mismo, después de pagar, en lo único que piensa el viajero es en acostarse, en dormir del tirón hasta la mañana, cuando salga para Tarifa en el primer autobús. Y se dirige perezoso a la pensión. Sin embargo, cuando ha abierto la puerta de la habitación, un aroma a linimento mentolado le sorprende el olfato. Ya sabes, pichita, caramelos Pictolín. A todo esto, la música de un piano negro desgrana las primeras notas de una melodía que ya conoce. Y con la culata de un revólver, directa a su cabeza, le dan la bienvenida. Boing.
Al volver en sí, consigue enfocarlos. Uno de ellos viste un corpiño mínimo que deja ver sus carnes. Lleva el pelo recogido en una gorra de capitán de la marinería de San Fernando y algunos mechones de la peluca caen sobre los hombros. La barba azulona se adivina bajo el maquillaje y el pintalabios se le ha corrido a los dientes. De una de sus manos cuelga un revólver, tiene la culata manchada de sangre o de carmín. El otro es canijo y matasietes, media melena bañada en gomina y chaquetilla con solapón y chorreras. De la cintura asoma la empuñadura de una navaja que el viajero imagina de a tercia, pero que no es otra que aquella con la que ha dado pasaporte al morapio: la de Suiza. Por si le faltaba algo, el fulano lleva el chirlo de los membrillos en su moflete de culo. Al viajero le suena esa cara y todavía no sabe de qué. Cuando intenta moverse, se da cuenta: está amarrado a los pies de la cama.
El de la cicatriz en la mejilla le pregunta que por dónde anda el plano del tesoro. El viajero piensa que si dice la verdad le van a tachar de mentiroso y se alegra de no tenerlo encima, pues se imagina la navaja dibujando carreteras de sangre en su piel. Y la vejiga se le enfría y le entran ganas de orinar y la boca se le seca cuando ve la hoja brillar con el último sol de la tarde. El de la barba azulona se acerca hasta el viajero y le coloca la gorra de capitán sobre su cabeza. Después le coloca el revólver. Lo hace con finura, como si estuviese representando una obra de cabaret, pichita; el Luisardo me contaba la escena con su peor sonrisa, aquella que adivinaba el cardenillo de sus dientes.
No te lo pierdas, pichita, que de su bolso ha sacado un pintalabios y con él repasa la boca del viajero. Mientras, el de la cicatriz hace chistes y juega con la navaja y le asusta al oído, diciéndole que la utiliza para cortarse las guedejas del culo, que no la limpia y que con ella le va a cortar los cojones, digo. Recuerda que la última vez que la usó fue de madrugada para coser al morapio, en la misma acera de donde la Chacón. Y que desde entonces conserva una costra de sangre que atrae gangrenas y peores enfermedades, pichita. El viajero sabe de lo que es capaz el Ginesito si no encuentra el mapa. Y si lo encuentra también, pichita. Todo esto me lo contó el Luisardo, en el Miramar, la noche en que empezaba la feria y la última noche del viajero. Y me siguió contando que el viajero tiene una idea, una ocurrencia que le salvará la vida, pues propone un pacto. Según el Luisardo, el viajero dice que necesita un pitillo para activarse. Pero no un pitillo cualquiera, sino uno de esos que él fuma. Ya sabes, tabaco de liar, pichita. Al de la cicatriz no le apetece hacer cigarrillos y el de la peluca es que no sabe. Bueno, sí, con maquinilla, pero ahora no la lleva. Total, que se disponen a desatarle. El viajero les ha convencido, necesita un cigarrillo a cambio de llevarles a donde tiene oculto el mapa. A unos metros de aquí, les cuenta. Es una trola, pichita, recuerda que el mapa ha volado y que está un poco más allá de la venta El Chato. El Ginesito le corta las ligaduras con la suiza. De un tajo, una. Ras. Y de dos tajos, la otra. Ras. Ras. No hagas movimientos raros, parece decirle con los ojos el Ginesito. No hagas movimientos raros que te carneo y adiós muy buenas, digo. El viajero, temblón, se incorpora. Bajo la gorra de la marinería le escuece el chichón. También le escuece el recuerdo del morapio, tendido sobre la acera, los ojos alunados, la sonrisa de placidez y ese babero rojo y brillante de sangre que se extendía desde el cuello hasta los faldones de la chilaba. Y para completar el cuadro, el bastón de ciego troceado y todas las baratijas rodando calle abajo. Y el maletín de plástico abierto, como riéndose de su suerte, pichita.
El viajero barrena rápido mientras lía despacio. Carga de hebra el cigarrillo. Recuerda, pichita, que el de la cicatriz le mira muy fijo, de cerca y comiéndole los morros recién pintados. Y el viajero aprovecha la ocasión y le hace un engaño, pues le sopla a los ojos la picadura de tabaco. Y sin dar tiempo a respuesta, se incorpora de un brinco y, ¡zas!, le mete un rodillazo en la nariz al Ginesito que le tumba. Agggggghhh. El travestolo no se lo espera y reacciona tarde, cuando el viajero ha conseguido llegar a la puerta. Y antes de que alcance el picaporte se le sube a la chepa y le tira al suelo y le atornilla con la pistola. Sin embargo, el viajero no se arruga y le aparta de un manotazo. Y con tan buena suerte que se dispara el revólver. Bang. El balazo se puede ver todavía si uno se acerca hasta San Fernando y llega hasta una pensión que hay por la estación de trenes y sube hasta la habitación segunda a mano izquierda.
El vecindario y los huéspedes de las demás habitaciones, acostumbrados a guardar silencio cuando escuchaban jaleo, se mantuvieron callados. Pero ocurre que el Ginesito ya se ha levantado, está cubierto de sangre y lleva en su mano la navaja dispuesta para pinchar. Por si no lo sabes, es un experto en el arte del floreo, pichita, y cuando sonríe, la sonrisa se le alarga como una cicatriz. Y ahora sonríe. Va directo a desjarretar al viajero, de espaldas, que no atina con la llave de la puerta. Está nervioso, pichita, pues algo le dice que la muerte se le acerca, directa a la espalda, sobre la última costilla más o menos. Va a ser un golpe mortal, pichita, un golpe del que nadie se salva, pues la hoja abrirá una ancha herida y partirá en dos la columna vertebral. De eso se trata. Sin embargo, el viajero, avisado por las notas de un piano negro y maldito, voltea y esquiva. Lo hace de unas formas distinguidísimas y dejándole al Ginesito con la navaja clavada en la puerta.
—¿Y qué hizo el travestolo mientras? —pregunté yo, buscando su renuncia a seguir mintiéndome.
El Luisardo me respondió con su media sonrisa más resbalosa y sin pensárselo, como si de veras hubiese ocurrido y él hubiese estado allí. El travestolo intenta alcanzar con la punta de los dedos el revólver debajo de la mesilla, pichita. Recordemos que ha llegado hasta allí de un manotazo y que en el camino se ha disparado. Bang. Y el travestolo lo acaricia, por momentos parece que lo va a coger, roza el cañón con las uñas, pero su dilatado antebrazo le impide llegar más allá y se queda encajado. Entonces el viajero no tiene más ocurrencia que la de agarrar su macuto, abrirlo y plantárselo al Ginesito en la cabeza, cubriéndole la cara como con un caperuzo ciego. Pero esto dura poco, pues en lo que el Ginesito tarda en sacárselo alcanza la puerta y arranca de cuajo la navaja, imitación a Suiza clavada de antes. Ha sido tal la fuerza empleada en esta acción, que también ha sacado la puerta de los goznes. El viajero ve el hueco y sale por pies, pero sus pies se traban en el correaje del macuto, ahora en el suelo y que se enreda entre sus piernas y que, por unas leyes físicas que ahora no vienen a cuento, el viajero se da de bruces contra el travestolo, que recordemos andaba con el culo en pompa intentando alcanzar el revólver. Total, que la ocasión la pintan calva y el Ginesito, chorreando sangre y empuñando la navaja, se dispone de nuevo a por el viajero, pichita. El Ginesito tira plumadas, golpes de derecha a izquierda describiendo una curva y contrayendo el brazo rápidamente. El viajero se defiende como puede con los pies, pues el travestolo ha conseguido la vuelta y le tiene bien amarrado por la parte activa. Es en una de las plumadas cuando el travestolo es herido sin querer por la navaja del Ginesito. De un astuto movimiento el viajero ha esquivado un floretazo directo a la pierna del travestolo, abriéndole una variz. Aaaagh. Un tajo que el viajero aprovecha para recoger su macuto del suelo y hacer con él molinetes, pichita. Y así abrirse camino hasta la puerta. Pero el Ginesito no le va a dejar escapar tan fácil, pues le toma la delantera y le mira con cara de da-un-paso-más-si-te-atreves, viajero. Lleva la navaja sedienta de sangre y la cicatriz cortándole en dos su carrillo fruncido. La hemorragia del tabique nasal le recorta un bigotillo rojo. HeilHitler. Es entonces, pichita, cuando el viajero pone en práctica una treta, un brote secreto que se llama. El Luisardo fuma y cuenta. Y cuenta que el viajero finge dirigir la palabra a un ser imaginario de espaldas al Ginesito, en el pasillo de la pensión. El Ginesito cae en la trampa, se vuelve y es cuando el viajero engancha su vieja gabardina, colgada del perchero. Y hace lo que hacían los antiguos bandoleros, ya sabes, pichita, Luis Candelas de Madrid, el Vivillo de Estepa, Curro Jiménez de Ronda. Se engancha la gabardina al brazo y a manera de capote, y con el macuto en molinete, termina la suerte de engaños y se libra de morir acuchillado. Todo esto se le ocurrió al Luisardo aquella noche, en el Miramar, mientras terminaba de vender el polen mojado, veneno que es de gusto terroso y que apenas coloca, pues carece de aceite, pero que los italianos compraban como si fuese de primera. Cinquantamila lire. Canana. Molto bene. Todavía faltaba un poco para que el viajero entrase en Los Gurriatos. Y algo más para que saliese acompañado de la Milagros. El viento silbaba a través de las ventanas del cuartel fantasma y las puertas se batían con toda libertad. Al fondo, las luces de la otra orilla cabrilleaban lejanas.
Y ahora retrocedamos hasta la tarde. El viento parecía proceder de un horno, el sol pintaba el cielo de carmín, la jefa de Los Gurriatos sudaba de lo lindo y el aire olía a limón, a langostinos a la plancha y a feria cercana. Así estaban las cosas aquella tarde en la terraza del Nata.
—Por favor, querido, cuando quieras. —Con familiaridad, la Patro llama al camarero—. Por favor, querido.
Era más horrible de cerca, con esa cara que podía haber avergonzado a un chimpancé, rumió el de la cicatriz a la vez que se escarbaba los dientes con un palillo.
El camarero llegó con sus buenas tardes qué desean y la bandeja bajo el sobaco. Ella pidió que sirvieran un buen vino, un amontillado. Lo dijo con la boca torcida, con esa mala leche gratuita que sin motivo aparente se gastaba. El camarero, que no entendió bien, arrugó el entrecejo en una expresión de duda. Aquella mujer, a la que conocía de otras veces, parecía deleitarse en hacerle sentir inseguro. Y con el cigarrillo parisién entre los dedos le explicó que Montilla es una región cerca de Cuenca donde se da un vino de gusto curioso, como a almendras amargas, dijo. El camarero, que de geografía estaba pez, se lo dejó bien claro, allí sólo servían vino tinto de Rueda, Valladolid, y para blanco nada mejor que el vino chiclanero, de la provincia. Pero la Patro que nones, que eso no valía. Que quería un amontillado. La Duquesa, que empezaba a conocer los ramalazos de aquella perturbada, che, vos sabés, trincó un boquerón de la cola y lo engulló de golpe, sin temor a las espinas. Y le cambió el rumbo.
—El secreto del pescaíto frito está en la harina, vos sabés. El camarero se quedó un rato de pie, la cara de cemento, la bandeja bajo el brazo y el perrito pilonero olisqueándole las sandalias. Más joven y vestido de otra forma, bien podría haber pasado por un muñequito de esos que ponen en las tartas de boda. Tenía porte el fulano, pensó la Duquesa, que seguía con el rumbo:
—A almendras amargas dicen que sabe el cianuro. Che, vos sabés. De todas formas, qué resbaladizas son las escaleras de este oficio de putas. Vos media vida peleando para que ahora le busquen la ruina con un dichoso chantaje.
Pero la Patro no tenía ganas de hablar más acerca de lo hablado. Y como la Duquesa tampoco iba a sacarle más, se levantó de la silla.
—Y ahora vos discúlpame, che, tengo que marchar al guáter, vos sabés, la cerveza tiene propiedades orinativas. —Por el camino pegó un puntapié a un paquete vacío de tabaco que luego chafó con el tacón.
—¿Entonces, un chiclanero? —pregunta el de la bandeja.
La Patro hace un gesto de aprobación y se vuelve a quedar a solas con el de la cicatriz. Y le punza con los ojos. Aquel tipo bien podría ser cantaor o banderillero aquejado de purgaciones venéreas, piensa la Patro. Acaban de llegar dos raciones más de sepia y el fulano se tira de cabeza. Primero a una y luego a la otra, poniéndose perdidos de aceite los tirabuzones de la camisa. Mientras tanto, Hércules, desde el Olimpo, observa tranquilo el resultado. Desde que amontonó las aguas hasta hoy, la tierra ha girado sobre su eje unas cuantas de veces, que dicen por aquí. Y luna tras luna, mientras unos iban naciendo y otros desnaciendo, con el esfuerzo de todos hemos ido alcanzando las más altas medidas de miseria y de infecciones en el alma que hayamos soñado nunca. Podemos estar contentos. Y ahora dejemos a la Patro, a su perrito legañoso y al de la cicatriz en la mejilla y retornemos unos giros atrás de la tierra, cuando miles de africanos atravesaron el Atlántico rumbo a las islas del azúcar.
Por las películas sabemos que les arrancaron de sus hogares a golpe de látigo y también que sellaron sus negros culos con hierro candente. Aaaaaagh. Pero lo que quizá haya que recordar es que se trató de un ejercicio más de la historia, un movimiento continental que puso nerviosas a las bolsas de valores y que desató la especulación. El esclavismo tiene su fundamento en la máxima fenicia de la poca inversión y los altos rendimientos. Y así, los navíos zarpaban de la Gran Bretaña al continente africano con las bodegas cargadas de remiendos, vidrios de colores y armamento deteriorado, basuras de guerra que los caciques africanos recibían a cambio de carne negra. A espaldas de Hércules, el valor de cambio dejaba de existir en las costas africanas y lo que se llevaba era el trueque.
No podemos echar serrín sobre la sangre del recuerdo, como tampoco podemos olvidar que los caciques, negros también, entregaban los cargamentos de esclavos al hombre blanco a cambio de telas zurcidas, canicas de colores y fusiles para seguir cazando hermanos. Pero eso fue hace muchos años, tantos que ninguno de nosotros había nacido. Al día de hoy, la tierra con sus giros de progreso ha conseguido que los esclavos paguen por ser esclavos. Y huyen de sus países o les echan las guerras y las hambres. Y sienten la noche metida en la patera cuando atraviesan el Estrecho. Los hemos visto llegar. Llevan los labios prietos y llenos de juramentos. No los despegan, pues guardan su beso más negro para esta vieja puta que llaman Europa y que les recibe con las piernas abiertas y el coño plagado de ladillas. Mírenlos. Cuando se quieran dar cuenta, ya será tarde para cagarse en Hércules y en la sagrada forma, en Adam Smith y en la zorra que parió al barquero, pues se sabe los repentes de la mar y no se arrima a la costa y por gestos les explica que hay roces y que la planeadora encalla y que el motor se le hace cisco, el hijo de puta. Aunque los tripulantes hablen otra lengua, comprenden el lenguaje del miedo. Que no teman, que hacen pie, les dice el barquero con una seguridad impostada. Si esto es posible, premio: una lata de galletas y una manta. Mírenlos, pasando por encima de los cadáveres que les sirven de puente, y todo para conseguir un puesto en la cola del cometa del Instituto Nacional de Empleo. Ahora miren al otro lado, asociaciones en pro del mestizaje, oenegés y torcidas entidades de derechos humanos que se aproximan para salir en la foto. Pónganse cómodos, parecen decir a los recién llegados, bienvenidos al coño de esta vieja puta que se deja tascar los bajos fétidos y que no pone reparos a nadie que quiera emplearse a fondo en limpiar el semen rancio de la historia. Ustedes no vienen a trabajar, no se confundan, ustedes vienen a dar trabajo, a pagar todas las deudas de este país que les recibe. Al igual que un cáncer es bendecido por un médico, pues significa encargo y pan, esta carne amontonada en las pateras significa trabajo para toda una red de profesionales como son los abogados, los médicos, los forenses, los fiscales, los ministros, la oposición política y los camioneros, pues a ver si no quién cojones los traslada. Por todo lo dicho, el inmigrante no quita trabajo, no se confundan, lo trae. Trabajo del que se benefician aquellos que, debido a nuevas extensiones del lenguaje, al moro con dinero lo denominan árabe.
Toda época produce lo que requiere. Y esta época requiere más esclavos que ninguna otra. Y llegan pidiendo una protección de papel que los ministerios gestionan. Por otro lado, y para justificar la justicia, España, que es lugar estratégico en la cosa del negocio, blinda sus fronteras. Esto ocurrió el otro día con no sé cuántos millones para poner alambradas y radares y números de la policía. Por un lado España se cierra, mientras que por el otro sigue dejando abiertos los agujeros por donde se escurre la riqueza que el país genera. Por culpa de esta doble contabilidad cada vez sale más caro cruzar el Estrecho. Y cientos de subsaharianos, ahora llaman así a los negros por las ya citadas acepciones lingüísticas, y cientos de subsaharianos abrasan las calles más retorcidas de Tánger; andan a la espera de que salga su número, como en la carnicería. Mientras, para hacer tiempo y dinero, se alquilan por horas en pensiones de la Medina, donde un recepcionista escucha con las orejas bien abiertas los gemidos del amor encubierto. En las habitaciones de arriba, extranjeros varicosos lloran, tiritan y se regodean cuando son embestidos por la rabia de otra piel. Es aquí donde encuentra su revancha la maldición bíblica de Noé contra los hijos de Caín, que quedaron negros por los siglos de los siglos, amén. Cada vez están más cerca de que salga su número, de pisar la costa que divisan. El contorno de una Europa libre, donde lo único libre son los precios. Y ahora quedémonos aquí, mirando la costa que nos mira. Es la tarde en que comienza la feria y la botella de chiclanero va más que mediada. Estamos en la terraza del Nata y la jefa de Los Gurriatos tiene las mejillas igual a dos pasteles de sebo. Acaricia su pequinés y piensa que sería maravilloso inventar un espejo con el que una se pudiera trasladar allí donde quisiera con sólo traspasarlo. De tal forma que, si refleja una postal de La Habana con su papaya y mango fresco y sus mulatonas, piensa la Patro, de tal forma que atravesando el espejo una se pueda plantar allí mismo. Sería genial, rumia la Patro. Y todavía va más allá, o mejor, más acá. Piensa que si el espejo se pone en la costa extranjera, su reflejo dibujará nuestra costa y que, con sólo traspasarlo, los inmigrantes se ahorrarían la mar oscura, esa puta que primero los devora y luego los vomita. La Patro sabía que eso era imposible, pero que una cosa fuera imposible no le parecía suficiente para dejar de comprarla. La Patro pensaba en estas cosas, pues su cerebro creaba pensamientos al igual que el estómago crea negras digestiones. Y de esta forma, los vapores etílicos del chiclanero elevaban sus pensamientos igual que las escobas elevan a las brujas. El aire olía a odio fermentado y el perrito enseñó sus dientes de rata y ladró a la Duquesa, que venía con los ojos de verbena.
—Che, es güeña la merca, sólo abrir la papela y se arrugaron los pelos del culo. —La Duquesa siempre tan explícita.
Entretanto un coche aparca frente a la terraza del Nata. Es un Audi, cuya matrícula termina en un fatídico 13. Del coche sale un hombre entrado en carnes, fuma en pipa y suda como un cabrito a punto de churrasco. A sus pies, el viento barre servilletas, colillas y rastros de azucarillo. Y un poco más arriba, el cielo se desgarra en jirones de sangre.
A la noche, entre las sacudidas de la luz del faro, el Luisardo contaba. Y contaba que el viajero se palpa el chichón y que lleva el pelo revuelto y la gorra de la marinería al bies. Le escuece el recuerdo, pichita. Ahora está dentro de una furgoneta Volkswagen color mostaza y se dirige a Tarifa. Ha conseguido dar esquinazo al Ginesito y a su socio, ya sabes, pichita, el travestolo. Pero lo más importante es que a golpe de pulgar ha conseguido llegar hasta Conil de la Frontera. Y es en Casa Postas, haciendo autostop con la gorra de la marinería cubriendo su cabeza y los labios cómicamente pintados, cuando le sube el de la furgoneta Volkswagen. Y aquí tenemos que hacer un inciso, pichita, pues el que conduce se lo merece.
Se llama Rafael Rivera, Falillo para los amigos, y maneja la rueda del volante con los güevos inflándole el pantalón. Cuando adelanta lo hace por la derecha, ajeno a los pitidos y a los insultos de los automovilistas. A todo esto, el fulano se gasta unos bíceps del tamaño de un balón reglamentario y un bigotón de chapero o de policía secreta, según se mire. Durante el trayecto se mostró charloso con el viajero. Le hablaba de toros, pero no de toros cualesquiera, pichita, qué va. Le hablaba de la ganadería de los toros de Osborne, una ganadería muy peculiar y la segunda más importante de la comarca después de la que tenía Gerión en sus buenos tiempos. Pues verás, existe una familia de herreros en el Puerto de Santa María, los Tejada, continuadores del trabajo que emprendió el tío Pepe, herrero también, y que consiste en cuidar de la ganadería de toros que hay sembrados por las carreteras de nuestro país. Mayorales de un ganado metálico, y en negro zaino. Pues bien, hay dos toros problemáticos, puntos negros en el camino de esta familia del Puerto de Santa María. El uno está instalado por Cataluña, cuenta el Luisardo, y allí la tramontana sopla tan fuerte como aquí el levante, pichita. Un viento que al pintor Dalí, cuando vivía, le borraba los bigotes. Y el otro toro está situado aquí mismito, por donde la venta del Puerto de Facinas. Y ya sabes, pichita, el levante le maltrata y siempre pierde los cuernos, los genitales, el rabo y las demás piezas. Y alguien tiene que ir a colocárselos. Y ese alguien no es otro que Rafael Rivera, Falillo, mayor de edad, vecino del Puerto de Santa María y reinsertado social acogido a un plan de la Junta de Andalucía. Y por lo mismo ha encontrado trabajo donde los Tejada. Para entendernos, es el encargado de subirse a la estructura y atornillar la chapa galvanizada de los genitales y los cuernos a nuestro toro de Osborne más cercano, el de Facinas. Y todas estas cosas le viene contando Falillo al viajero a la vez que conduce con imprudencia temeraria. Amor de madre, pone en uno de sus brazos, un tatuaje que se le extiende por todo el bíceps. Como parece que el viajero se lo mira mucho, el del bigotón de chapero no pone reparos en contarle la historia. Se lo hizo cuando estuvo en la trena. En el Puertodós, le cuenta, pichita. Y le cuenta también el procedimiento, con el motor de un casete, de un loro, le dice, y para marcar los contornos utilizó la punta de un bolígrafo. A sangre. También le cuenta cómo consiguió el empleo. Y que antes lo llevaba uno de Tarifa, un tal Kino, un chalao, le dice, uno que se cree la reencarnación del samurái de Algeciras. El viajero andaba un poco mareado. Entre la conversación y aquella manera de conducir, entre una cosa y la otra, el viajero sintió los zarpazos de la náusea. Y no se lo pensó dos veces y bajó la ventanilla y cambió la libra.
Fue un vómito colorista que se extendió a los cristales traseros y a la cuneta. Una arcada que le abrió la garganta y estranguló su vientre, una pota colosal y de tono amarillejo, culpa del azafrán o de una espesa bilis, quién sabe. En aquel revuelto no faltaron sus hojas de lechuga, ni sus rodajas de tomate, ni tampoco el adorno de perejil. El conductor no se enteró. Qué va, siguió con las manos a la rueda del volante, adelantando por lo prohibido y tocándose la entrepierna cada vez que algún conductor pitaba sus imprudencias. Dejaron atrás Vejer, ya sabes, pichita, el pueblo colgado de las montañas, y fue antes de llegar a la venta Puerto Facinas cuando Falillo confesó que lo que más le gustaba de aquel trabajo era cuando lo terminaba, pues era cuando se acercaba hasta Tarifa y aparcaba frente a la gasolinera, en un bar de alterne llamado Los Gurriatos; el Luisardo, tan políticamente correcto cuando trataba de evitar el nombre del oficio de su hermana. Total, que llegan a la venta Puerto Facinas y, mientras el del bigote de chapero se dispone a la noble labor de ajustar los genitales al toro de Osborne, el viajero, a la sombra de la venta, pide un poleo menta e intenta componer su estómago y sus ideas. El primer sorbo le quema la lengua. Aguanta el dolor sin rechistar y pregunta a una señora, más fea que un pecado, que si la sierra del Betis queda muy lejos. Recuerda, pichita, que el viajero ha extraviado el mapa, pero que se lo sabe tan de memoria que no le hace falta. Recuérdalo, pichita, me sugería el Luisardo con la boca llena de sardinas, las muelas triturando las escamas y la barbilla brillante de aceite. Recuerda que de vez en vez se incorporaba de su asiento y se metía al retrete a estudiar él mapa. Esto debe de ser Vejer, Bekkeh, un pueblo moruno que se alza sobre una montaña y que, por la noche, iluminadas las ventanas, pareciese que es refugio de las hadas. Y esto otro es sin duda Tarifa, Tarif ibn Malik, lo llamaban los moros; el viajero, pichita, en el retrete del vagón, marcando el mapa en su memoria de arcilla fresca. Y con el atardecer rojizo y el cielo recién menstruado, el de los bigotes de chapero entra en la venta. Lleva el soplillo en una mano y las gafas de protección en la cabeza. Le sudan los bigotes. Trabajo hecho, misión cumplida, bufa y se arrima a la barra y pide una cerveza. Se la bebe al trago y pide otra y después otra más. Paga y pega un eructo sonoro que retumba en las paredes. Le hace una seña al viajero que quiere decir: nos vamos. El viajero se levanta. Y vuelven a la furgoneta.
Con el humo de la resina en el cuerpo, el diablo le dictaba y el Luisardo seguía contando, los dientes de serrucho y las mejillas ametralladas de pecados. Y contaba que, una vez en la furgoneta, el viajero le dijo a Falillo que cuando llegase al cruce del Betis, allí que le parase. Ya sabes, pichita, la carretera estrecha, llena de parches, que sube hasta la sierra y donde hay un cartel de prohibido el paso: Zona militar. Y allí que le deja, pichita. Pero no será hasta el día siguiente cuando el viajero encuentre el tesoro, pichita.
Los dioses, siempre atentos, dispusieron que unos han de ser ricos y otros pobres y unos altos y otros sometidos. Y al igual que de niños nos profetizan el futuro y en la cuna nos cuentan que el dedo meñique cazó un pájaro, que el siguiente fue a por leña, que el otro hizo el fuego, que el cuarto lo cocinó y que el más gordo se lo comió, al igual que pasaba en la cuna, pasa de mayores, pero de verdad.
Muy pronto supe cómo iba la cosa del reparto. Por eso no me sorprendió que la Milagros alquilase su cuerpo por horas y que casi nunca tuviese dinero. Como tampoco me sorprendió que a la jefa de Los Gurriatos le tocase la parte tierna del bistec y que, si alguien giraba su plato, entonces chillase igual que si la arrancasen una muela. Lo que realmente me sorprendió fue saber que el Luisardo fue el culpable del desenlace fatal que llevaría al viajero hasta su mala muerte. De forma indirecta, el Luisardo había conseguido embrollar a la Patro y al viajero en un juego siniestro, algo así como una canción de luto para una cuna con sangre. Pero dejemos que crezca esta historia y volvamos a la tarde en que comienza la feria, con la Patro subiendo la cuesta del Nata, arrastrando su falsa sinceridad. Y su perrito detrás, legañoso y gruñendo al viento. ¿Quién demonios osaba provocar a la Patro?, se preguntaba la Patro a sí misma. Tenía que ser la Milagros o alguno de su contorno, pensaba subiendo la cuesta. Pudiera ser que fuera el subnormal del hermano pequeño, seguía pensando la Patro, aquel al que todos llaman el Luisardo y que no anda más que inventando maldades. Era como si el diablo hubiese establecido una alianza peligrosa con él desde recién nacido, cuando a la comadrona se le escurrió de las manos y cayó al suelo. Plof. Pero no hubo suerte. Ya le gustaría verle bajo sus pies y aplastado; según lenguas de siete muelles el Luisardo le hacía gustos a la Milagros y, sólo de imaginarlo, a la Patro se la llevaban los demonios. Y esas cosas destilaba la Patro mientras subía la cuesta de donde el Nata cuando se tuvo que parar a coger aire. Llevaba una semana con molestias en un costado. Y llevaba retrasando la visita al ambulatorio, pues la Patro no era de médicos. Hizo una genuflexión, como si estuviera ante un importante, igual que cuando su tío vino a inaugurar Los Gurriatos y entró en la iglesia a comulgar, sólo que con la diferencia de que ella la realizó porque las piernas ofendían. Bajó la cabeza y su barbilla quedó descansando sobre los almohadones de aquella papada que, recordemos, no era una, era media docena. «Debe de ser la edad», se dijo para sí. Soplaba levante y la luna se anunciaba alumbradora, pero basta ya. Vamos a dejarla aquí, con el estómago en llamas, un ronquido en la garganta y devorada por el peor de los odios, que es el odio hacia sí misma. Sólo apuntar que ella nunca fue llamada a declarar, pues guardaba una buena coartada en su cuenta corriente. Y también apuntar que todo su dinero no le valió de nada cuando a los pocos meses enfermó del páncreas y al día de hoy se espera el fatal desenlace con cierta alegría. Su tío no podrá hacer nada por evitarlo. Adam Smith tampoco. Pero ahora dejémosla aquí, subiendo la cuesta del Purgatorio y con las mejillas coloreadas de vinos recientes y su podrida quijada, bajo la cual se amontonaban sucesivas y carnosas barbillas. Dejémosla y que los vientos se lleven sus aires corrompidos y contagiosos. Y ahora sigamos, pues más abajo, dentro de un Audi matrícula de Cádiz, un fulano envuelto en grasas se enfrenta a una situación incómoda. En el asiento de atrás una pareja de asesinos espera la señal del teléfono móvil. Y entretanto Hilario, sudando la americana y para romper el hielo, por aquello de entablar conversación, se pone a contar su vida. De cómo emigró de su Porriño natal y de cómo se hizo primer vendedor de biblias en la provincia.
No le hacían ni puto caso, que se dice. Pero a él lo de escucharse le daba seguridad. Y dentro del Audi y empujado por eso que antes llamábamos compulsión informativa, Hilariño siguió contando capítulos de su vida. Como aquel referido a su llegada al sur. Le destinaron a Cádiz, a El Puerto de Santa María, adonde llegó un domingo de misa y vermú. Una vez allí se dedicó a la venta a puerta fría. El producto a ofrecer eran fascículos de punto de cruz. La estrategia a seguir era decir que una parte del dinero se iba a entregar a alguna asociación de torcidos derechos humanos. Las Marías siempre alegaban lo mismo:
—Mireusté, yo no hago punto de cruz, yo no tengo un rato libre.
Entonces Hilariño, conocedor del percebe y del camino de Roncesvalles, atacaba vivaz:
—Usted no tiene que hacer punto de cruz, usted sólo tiene que colaborar comprándome un fascículo.
Y así Hilariño aparecía todos los días en la pizarra como primer vendedor. Pero todavía le quedaba un trecho de jerarquía para convertirse en jefe de equipo. Sin embargo, esa distancia de fuego cruzado, de envidias y de falsos peldaños, la superaría con creces. ¿Cómo? Pues muy fácil: vendiendo libros de cocina. La cosa hubiese tenido su miga para cualquier otro, pero para él era pan comido. Primero concertaba entrevistas con las Marías del extrarradio de la provincia, todas mujeres ocupadas y que no tenían apenas tiempo para inventarse el puchero del día. Esas fueron las que llevaron a Hilariño hasta un ansiado puesto de jefe de equipo, pues verán. Llegaba a la casa con el primer tomo de la colección y una hucha de barro. Y empezaba el negocio.
—La hucha se la regalamos, señora, sólo tiene que meter mil pesetas al mes y, al final de año, cuando rompa la hucha, verá que sin esfuerzo ha comprado una colección de libros de cocina que serán la envidia de todas sus visitas cuando la vean en la librería de la sala, junto a los platos toledanos, y con encuadernación a juego con aquel cuadro impagable que cuelga en una de sus paredes.
Hilariño, con su dedo morcillero, señalaba la obra pictórica. Un bodegón con un representativo conejo destripado a perdigonadas, una bota de vino y el trabuco humeante. La señora, boquiabierta con la labia del de Porriño, no podía decir que no. Es más, si hubiese querido, se hubiese dejado tascar los bajos, insatisfechos entre semana. Pero Hilariño no tenía pinta de eso, parecía tan respetable. La única duda de la María era la de todas las demás. Y así se lo hacían saber:
—Pero ¿es buen libro de cocina?
—No —respondía Hilariño—, sinceramente no. No es bueno. Pero es muy muy práctico para quien no dispone del tiempo necesario para dedicarle a la cocina.
Y así Hilariño consiguió el codiciado puesto de jefe de equipo, con su sueldo, sus primas y su seguridad social. Y así que lo contaba a un viciado auditorio, dentro de un Audi, matrícula de Cádiz y sacado a plazos con mucho esfuerzo. Pero nadie escuchaba su peripecia, de la cual se sentía orgulloso. Recordemos que en los asientos traseros la Duquesa y su acompañante, el de la cicatriz, esperan a que el chantajista dé señales de vida. En la espera preparan un basuco. La Duquesa acerca el mechero a la base del cucharón, que tiembla en su mano. Una pestilencia hiriente, la del amoníaco al calentarse, llega hasta las carnosas narices de Hilariño, que por el retrovisor puede apreciar cómo la Duquesa coge el cucharón en vilo y se acerca hasta el de la cicatriz, que encoge su rostro, abyecto de mala costumbre.
—Che, vos oíste, está muy trabajada —se excusa la Duquesa para no repartir; la voz es grave y confidencial, las zarpas son de purpurina. Mantiene el cucharón a pulso, derramando la gota recién cocinada sobre un trozo de papel de estaño—. Es de periful caliche, oíste. —Y guiña su pestaña postiza.
Hilariño se preguntaba qué diantre hacía allí, en aquella situación fronteriza entre su yo y el abismo. Y al no encontrar respuesta, Hilariño se cobijaba en los arrepentimientos. Penitencias que se le clavaban en el pecho igual que cristalitos de Duralex. Y todo por haber entrado en un bar de carretera del que siempre pasó de largo. Y llegadas las contriciones y los reconcomios, Hilariño se arrepentía de haber vuelto a entrar en Los Gurriatos, esa misma tarde, aun a sabiendas de que podía correr peligro. De eso me enteré más tarde, a los pocos días, pues la furgoneta Volkswagen color mostaza, a la misma entrada de Los Gurriatos, fue un aviso que el demonio le concedió. Hilariño conocía al conductor. Era vecino del Puerto, acababa de salir del trullo y se la tenía jurada. La cosa merece contarse.
Corría la época en que el de Porriño concertaba entrevistas en la periferia de la provincia para lo de los libros de cocina, las huchas y las Marías. Pues bien, era una de esas veces, en El Puerto de Santa María, en la barriada del Conde de Osborne, cuando subiendo las escaleras de un bloque igual a los demás bloques escuchó un alarido resonante, cercano al de los chivos cuando son castrados. Hilariño, curioso como una portera, llegó hasta el descansillo y se aupó hasta el ventanuco. Aun ni con esas se echó atrás. Curioso como él mismo, decidido a cruzar la línea de sombra y llegar hasta ese rincón donde el corazón se cubre de tinieblas. El vendedor de libros de cocina subió la persiana. Y fue testigo de un asesinato. El asesino, navaja bastarda en mano, cruzó su mirada con la de Hilariño, al otro lado del ventanuco. Abuelita, abuelita, qué ojos más grandes tienes. Fue un instante que el homicida retuvo para siempre en su sangrienta memoria. El asesino, vecino del Puerto, se daría a la fuga en una furgoneta Volkswagen color mostaza de los tiempos de Maricastaña. Hilariño ni abrió la boca, ni a nadie comentó que había sido testigo del suceso. Pero algo en su interior le decía que, cuando su mirada se cruzase de nuevo con la del homicida, iba a ser para algo más que para saludarse. Desde aquel día evitaba por todos los medios encontrarse con la furgoneta. Hasta esa tarde a unos kilómetros del Puerto, en la misma entrada de Los Gurriatos, que volvió a ver la furgoneta pintada con el color mostaza de sus peores pesadillas y fue entonces cuando su corazón enloqueció de taquicardia. Esos son avisos, Hilariño, casualidades que guardan los demos, que decía su madre. Ahora, en el coche, su madre le venía a la cabeza con una frescura que ni recién pintada. Y la morriña le erizaba su piel de cabrito para volver a una juventud de cielos grises y tocamientos impuros. Sin levantarse del asiento del conductor, Hilariño dio un breve repaso a su mocedad y, de la misma forma que se le soltaba la tripa, se le soltaba la cabeza. Y de vez en vez tenía esos escapes, como él los llamaba. Después del escape, volvió a la realidad, a su coche, aparcado en la Caleta, frente a los barracones para los mojaditos que superan el Estrecho. En el asiento trasero, dos asesinos a sueldo esperan nerviosos la señal. En el asiento de al lado aguarda un maletín con seiscientas mil pesetas en billetes grandes. Afuera la luna se anuncia alumbradora, entretanto el viento trae los murmullos y los sabores de las aguas que un buen día Hércules decidió amontonar. En esto que suena el teléfono.
Debió de hacer la llamada cuando fue a por una cerveza de las de arbañil, que él decía. Yo me quedé solo en el Miramar, escuchando la ópera nocturna que traían las olas hasta mis orejas. Una polifonía de voces festoneadas de espuma y leyendas y que tuvo su entreacto cuando aparecieron unos italianos con sus motos y con el chunda chunda de una música machacona y desconcertante. Cinquemila lire de jachís, chunda chunda. Cinquemila lire. Aunque yo sabía dónde escondía la mercancía, enterrada junto a uno de los bancos, tuvieron que aguardar a que subiese el Luisardo, litrona en mano y la mueca de negociante ajustada a la cara. Tengo mua. Canana güeña, molto bene, tengo mua, les dijo con esa mezcla de mala leche y patadas al lenguaje que tanto le caracterizan. Canana güeña, molto bene, tengo mua. Y les vendió un trozo de polen del mojado, poco más de un gramo, duro como el mármol de las canteras de Porriño. Canana güeña te llevas, tuti el mundi contenti, da bien con el lechendino y a gozar, macarroni, les dijo el hijoputa. Y los italianos, tan contentos, que ponen en marcha las secadoras y el chunda chunda y salen disparados. Una vez nos hubimos quedado solos, el Luisardo siguió contándome que, aquella noche, el viajero durmió al raso, envuelto en su trinchera empapada de relente. El sueño le espesa los párpados morunos y el viajero se ovilla en posición fetal entre unas ruinas, cerca de las crestas donde hacen maniobras y escalada los militares. El Luisardo se refería a los picachos negros desde donde se divisa la duna, la costa extranjera y la isla de las Palomas, la Sartén, a la que llaman así por su parecido con el utensilio de cocina. En resumidas cuentas, una vista maravillosa, algo fuera de lo normal, que el viajero nunca llegará a ver, pues en las faldas de la cumbre se abandona, recién llegado, a un profundo y reparador sueño. Está atardeciendo, el color del cielo es acaramelado y sólo se oyen los ladridos que el viento de levante trae a golpes hasta su cabeza. «Deben de ser de alguna casa cercana», piensa el viajero. No sabe que son los de un perrito legañoso a kilómetros de distancia y que el viento los hace próximos. El Luisardo contaba, y después de contarte al viajero sumido en un plácido sueño, te contaba lo de la gorra de la marinería que en un principio abandonó, pero que después vuelve a coger, dándose cuenta de que hubiese sido un error dejarla en el camino, igual a una evidencia para sus captores. Y la utiliza para ocultar los últimos rayos de un sol carnívoro y que derrite los pellejos de cera, como el suyo. Y así dormita, con la oscuridad murmurándole a la oreja e iluminado por los ojos de un búho. Una nube de mosquitos envuelve su sueño animal.
El Luisardo bebía a gollete. De vez en vez, sacaba los gemelos pringosos de algún lugar de su sobaco. Entonces entornaba los ojos, igualito a un chino, y concentraba su vista en un punto lejano, más allá del faro de la isla. Era como si esperase algo o a alguien. Y como si lo esperado no fuese conmigo, me siguió contando cómo el viajero despertó a un nuevo día. Es pronto y el rocío ha empapado sus ropas mojadas de noche, por eso no lo ha notado, pichita. Lo que sí ha advertido ha sido que respira mejor y que una energía que circula alrededor de su cuerpo, llamémosla cósmica, pichita, le lleva hasta el lugar del tesoro. Y dicho esto el Luisardo vuelve a mirar a través de los prismáticos. Y no sería hasta tiempo después cuando me enteraría de que tenía la atención puesta en el aparcamiento, por donde los barracones para mojaditos que superan el Estrecho. Pero eso fue tiempo después, cuando ya nada se podía hacer por el viajero, que según el Luisardo acababa de despertarse con una felicidad violenta. Mira, pichita, el viajero se restriega los ojos, recién amanecido, tiene sed y como impulsado por esa energía cósmica de la que ya te he hablado antes, como llevado por un instinto de zahorí, consigue un manantial entre unos pinos. El viajero bebe hasta saciar la sed. Se quita la gorra de la marinería y la llena de agua. Después se la pone. Eso lo hace en repetidas ocasiones, parece un majaron, pichita, igual que si experimentase una sensación religiosa. El contento le abruma, no sólo por el agua; además, está feliz porque se sabe cerca del tesoro. Recuérdalo, pichita, ha memorizado el mapa de tal forma que sabe que cerca del tesoro hay un manantial, dibujado en relieve, entre unos pinos. Y que unos pasos más al sur, siguiendo la trayectoria del agua y junto a las chumberas, hay una equis señalando el lugar exacto. El viajero cierra los ojos y puede ver de nuevo el mapa, abierto en toda su extensión sobre el sofá de su guardilla, en Madrid. Ha pasado sólo un día, pero parece que ha pasado mucho más sobre su memoria de arcilla. Y se dispone a escarbar con las manos junto a la chumbera. El sol empieza a apretar y sus uñas se muestran dolidas, pero el viajero sigue. Llega hasta la raíz del cacto y, con un último esfuerzo, ufff, consigue sacar un cofre, un pequeño cofre, pichita, tan pequeño que el viajero desconfía de que allí pueda haber un tesoro.
El Luisardo fuma y cuenta. Y cuenta cómo el viajero, al cabo de mil trajines y peligros, sostiene la arquilla. También cuenta cómo lleva las manos despellejadas, sucias de arena y sudor, pichita. Con el pulso firme y el palo de un bombón helado intenta hacer saltar los goznes, enmohecidos por el tiempo.
—¿Y? —pregunté, ansioso por conocer el desenlace.
Pues que al final lo abre, pichita. Entonces el Luisardo vuelve a coger los prismáticos, a achinar sus ojos embusteros. Me quería mantener intrigado, el puta. Mira, pichita, que si sabes qué cara pone cuando ve lo que hay dentro te ibas a reír, pues dentro hay una especie de probeta de esas que se utilizan en los laboratorios, dice el Luisardo mientras sigue con los ojos ajustados a los gemelos. Al viajero le entran los siete males cuando ve que el tesoro es un triste tubo de ensayo y lo destapa. Retira el corcho. Plof. Ha sido un chupinazo flácido, pichita, sin embargo, una humeante pestilencia, envasada al vacío, le tira de espaldas. El viajero, irritado, suelta el tubo y es testigo de cómo su contenido se derrama sobre la arena y sobre las piedras. Y aquí el Luisardo guarda los gemelos bajo el sobaco y me mira muy fijo. Y aquí viene lo mejor, pichita, pues al viajero le dan ganas de orinar. Son unas ganas nerviosas de esas que bailan la vejiga. Y como no se lo piensa dos veces, pues saca la chorra y mea. Apunta a la higuera de los higos chumbos. No le vendrá mal, piensa, y apunta con su mear trenzado a las piedras y también, por qué no, pichita, apunta con rabia al contenido del tubo.
Por si no lo he dicho antes, pichita, la probeta contiene un líquido espeso y metálico, como el que utilizan los dentistas para empastar las muelas. Es mercurio. Entonces el Luisardo da muestras otra vez de su inventiva y me cuenta que dicho elemento es conocido desde la más rancia antigüedad. Por si no lo sabes, pichita, es un metal argénteo y el único elemento, además del bromo, que se mantiene líquido a temperatura ordinaria. Se encuentra ocasionalmente nativo y con mayor frecuencia combinado con el sulfuro rojo o cinabrio, del que se extrae por calcinación o sublimación. Es un metal muy tóxico, incluso por absorción cutánea o por inhalación de sus vapores. Presenta elevada densidad, buena conductividad térmica y eléctrica y elevada tensión superficial. Reacciona con el oxígeno a elevada temperatura y también con los halógenos, el azufre y el fósforo. Con los metales forma las aleaciones denominadas amalgamas, y con los compuestos carbonados resultan los llamados compuestos organometálicos. Se utiliza en la manufactura de termómetros y barómetros, en electrotecnia y en la fabricación de las lámparas de vapor. Ya sabes, pichita, las que se utilizan para iluminar las noches del puerto. Pero todo esto no nos interesaría ni poco ni mucho ni nada, pichita, si no fuera porque en los tiempos de Felipe III, un moro llamado Ali Tariq también lo utilizaba en frío como azogue para los espejos. Sí, pichita, así como suena. Luego, el Luisardo empezó a filosofar sobre la utilidad de los espejos, pues, según él, desde que se inventaron sólo se cumplen años para los demás. Esto tenía una fácil explicación, ya que si uno se ve la cara todos los días, el paso del tiempo no se nota. Y ahora, conjeturas aparte, sigamos con Ali Tariq.
Se trata de un moro confinado a estas tierras por aquella fiebre que le dio a nuestros gobernantes de expulsar de nuestras lindes a todo aquel que tuviese el carajo circunciso. Pues bien, Ali Tariq también lo tenía, y no lo había dejado de usar desde que tomó conciencia de su utilidad, por eso se ha convertido en moro de familia numerosa. Todo chochos, pichita. Tendrías que haber visto el campamento en aquellos tiempos de historia negra. Tendrías que haber visto el tendedero de nuestro amigo, abarcaba tres fanegas de tierra en el Betis, a las faldas del picacho negro. Un secadero repleto de ropa interior de la época. Hazte el cuadro, pichita. El sol calienta la tierra, húmeda como una mujer, y los vapores envuelven el campamento en una hirviente neblina. Pues bien, pichita, Ali Tariq, durante los dos años que está confinado en el Betis, se dedica, además de a procrear, a la alquimia, pichita. El fulano se ha montado su chiringuito en una jaima cercana al manantial y allí pasa las horas muertas inventando. Y entre ayunos, sahumerios e invocaciones a la luna, Ali Tariq improvisa. En un almirez machaca un compuesto de huesos de pollo que utilizaba para espesar la sangre recién menstruada de una de sus hijas. Luego, en la cocina de su laboratorio, con los fuelles soplando las hornillas de carbón, echaba el mejunje en un puchero y recitaba unas palabras mágicas. Y blublublublu, hervía la mixtura pestilente. Luego la sacaba a la luz del cuarto creciente y la dejaba reposar. Aquello tenía todo el aspecto de una salsa turbia, como de escabeche con exceso de tomate. Y sin respirar, sin ningún tipo de concesión al paladar, Ali Tariq se la bebía al trago. Parece ser que era una fórmula mágica contra el mal de próstata. Sin embargo, según el Luisardo, eso no será de lo más importante que invente, pues entre todas las cosas que concibe Ali Tariq, hay tres a destacar. El Luisardo me las enumera como si se las supiese de memoria, como si aquellos ingenios no fuesen obra de Ali Tariq y su autoría se debiese a él. La una es un jarabe para retardar el orgasmo y para el que utiliza boñigas al fuego y raspas de piedra negra, además de una fórmula de pócimas secretas con ámbar gris. La otra es un preparado que estira la noche y alarga el sueño y para el que utiliza hormigas rojas y ojos de lechuza. La tercera es un espejo mágico, pichita. Y aquí se detuvo el Luisardo, más que para tomar aire para dejar el aire sonar. Recuerdo que el viento batía las puertas y alborotaba las ventanas del cuartel fantasma y que a lo lejos brillaba la noche metida en las pateras que se acercaban. Y recuerdo también que la luna flotaba sobre un cielo de tinta china demasiado real para ser cierto.