Ocurre que las gaviotas protestan en voz alta. Y con razón, pues el mojadito es todo hueso y su carne es poco suculenta al paladar. Y ocurre también que el viajero necesita de alguien que le explique qué puñetas es un mojadito. Tal vez llevado por esas u otras explicaciones entró en Los Gurriatos. Parecía a la deriva; la gorra de plato al bies y el pelo revuelto sobre la frente igual al nido de un pájaro. Al final soltó la puerta, declaró ante el juez una de las chicas, esa que es de la Guinea y que se hace llamar Camila. El día que tocó ir al juzgado vestía una blusa color ceniza que dejaba al trasluz dos pezones como dos frutos al punto. Antes de sentarse paseó por la sala unos tejanos ceñidos y cortos, a la altura de las ingles. Al centro un hachazo carnal del que pudo dar fe de vida el notario, quien mediante un guiño de complicidad se lo hizo saber al juez instructor. Este último, muy poético y con ganas de destacar sobre el forense y su informe, apuntó que la tal Camila mostraba su sonrisa, blanca y ovejuna, con la misma naturalidad con la que marcaba la flor de su sexo. Y ahora, después de estas apreciaciones, sigamos con el viajero, pues, según Camila, fue antes de alcanzar la barra cuando se le adelantó la Milagros con toda su sal y su canela; caderas anchas, oriental la cintura y unos andares que ofendían los nervios. Fue mirarle y al viajero levantársele el tupé. Lo hizo con los ojos incendiados, como los de una fiera a punto de saltar sobre él.
El viajero se queda hecho un pasmarote, husmeando el perfume a sudor y a naranjas abiertas que encapota el ambiente. Nada puede hacer ante la imperdonable belleza de la Milagros. Tampoco ante sus ojos negros y rasgados, un par de cuchilladas a conciencia que se estiran hacia las sienes. Su boca no sabe estarse quieta y su lengua tampoco. Es manejadora y le come la oreja. No olvidemos que la Milagros sabe engatusar a los hombres mojando la voz, poniéndola morena. «¿Me invitas a una copa, pichita?». El viajero va conociendo el idioma e interpreta los pómulos afilados, gastados tal vez por los besos y los mordiscos de los clientes más voraces. También interpreta el calibre de sus caderas, las pestañas, que son como pétalos, y la cintura, semejante a junco marinero y que no se deja coger sin herir. Todos estos son atributos que hacen de la Milagros una mujer deseada no sólo por dios y por el diablo, sino también por el Luisardo, que es su hermano. Y no digamos por el viajero, que siente una enfermiza curiosidad por la historia secreta del litoral gaditano. Y pide una tónica. Y mientras se la sirven ella le va explicando que un mojadito es un plato típico del Estrecho cuyos ingredientes son carne humana y otros despojos servidos en crudo y a la orilla. Las chichas más comunes son las que tienen el pellejo tostado o magrebí, o bien negro del todo, siendo la tonalidad de negro azulón la que más deleita a las gaviotas, a juzgar por los graznidos que emiten. Es curioso, al principio forman anillos alrededor del cuerpo putrefacto. Se agitan a cierta distancia y se van trayendo, de a poco, cautelosas y como si se presentase una trampa bajo el aspecto tranquilo de un podrido cadáver, es decir, con confianza en las alas pero desconfiadas en su interior. Esto se aprecia además de por sus garras, que no reposan, por el baile de su pupila cruzada de incertidumbre. Y ocurre que cuando la primera se arrima a inaugurar la carne y desde el cielo picotea y se garantiza que no es una trampa, ocurre que un alboroto de plumas nubla la vista. Se trata de un mojadito, y parece ser que fue la Milagros la que se lo contó así al viajero a la luz pulposa del rincón de Los Gurriatos, donde dicen que llegó después de pasear sus huesos por la feria.
Es de suponer que el viajero sintiese curiosidad por las palabras, aunque como apuntó el Luisardo, lo único que quería era pasar el rato, que pasase el tiempo lo más aprisa posible, que llegase el momento de coger el primer barco para Tánger. Lo único que buscaba mientras tanto era sentirse a salvo, protegido ante la amenaza eminente. El Luisardo me calentaba el coco con esa forma de contar que yo envidiaba secretamente. Y así, mi enfermizo interés por saber lo que pasó en el interior de Los Gurriatos, el Luisardo lo utilizaba a su favor y con el fin de embarcarme en otra historia que en un principio yo imaginé inofensiva. Van a por él, pichita, me dijo el Luisardo con su peor sonrisa. Van a por él, pichita, la Chacón ha dado la orden. Recuerda que la noche anterior el viajero aprendió que los ciegos no mueren con los ojos cerrados, que eso es cosa de las películas. Y ahora en Tarifa el viajero está inquieto y una sospecha revolotea en su cabeza como un pájaro de mal agüero. Lleva la imagen del morapio pegada a la piel de la memoria; el apagón de sus ojos ciegos y el eco de sus últimas palabras. Se trata de una voz roja de sangre, cuando la mañana sus horrores trama, pues antes de que la vena de su cuello deje de latir, advierte al viajero de que se guarde de dos personas. Le dice que se guarde de dos personas. Le dice que la una gasta cicatriz en la mejilla y desprende un perfume intenso, como a mentol antiguo; pareciese recién salido de una peluquería. La otra usa peluca rubia. Este último detalle el morapio lo averigua por el olor a pelo fino y sintético. En sus manos crispadas cuelgan algunos mechones arrancados en legítima defensa. Se los tiende al viajero y este, nervioso, los intenta coger. Pero se le escapan de las manos. El viajero arrima el oído al pecho del morapio, tic… tac… tic… tac…, y la saliva se niega a pasar por la garganta cuando descubre que el corazón ya no suena. Y así el Luisardo mata al morapio a la puerta del burdel más infecto que uno se pueda imaginar. Tiene la chilaba descarnada y los ojos sin pupila, abiertos y que, de tan grandes, se asemejan a huevos de avestruz, pichita, me cuenta el Luisardo a la vez que aguanta el humo en sus pulmones. De su boca mentirosa cuelga una baba de felicidad que le cae al pecho y que se enreda en la imagen de nuestra patrona en oro de ley. El Luisardo se limpia con el brazo, le pega una pitada al canuto y, con el aliento de fragua, sigue contando. Ahora el viajero intenta incorporar al morapio del suelo. Todavía no ha muerto del todo, pichita. Es verano, amanece en Madrid y un latigazo de frío le culebrea la espalda a nuestro amigo. No sabe bien si el morapio delira o está en lo cierto. Pero sale de dudas cuando descubre el mapa, enrollado dentro de una funda de habanos marca Romeo y Julieta, pichita. Hay un tesoro escondido en el sitio donde aparece marcada una cruz, le cuenta el morapio antes de morir, agonizante, pichita. El Luisardo saca una voz de ultratumba y, pronunciando las erres como si fuesen ges, declama:
—No te vayas a dejag las uñas escagbando, pog este mapa te llenagán de plata, sólo has de llegag a Tángeg.
Y con las tripas en la boca le da una dirección en la otra orilla, pichita, en Tánger, en la Medina, por el barrio judío, en Ben Ider. El viajero cree que le ha dicho Benidorm, cuenta el Luisardo con guasíbilis y señala el fondo de la noche con su dedo embutido en un anillo tan discreto como un reflector. Allí donde se destacan las luces de la otra orilla, pichita, en aquel lugar, la dueña de una casa de baños le pagará bien si lleva el mapa. Se trata de una tiburona, ya sabes, pichita, una fulana que se dedica al tráfico de inmigrantes. Pero todos estos detalles los conocerá más tarde. Ahora, a pesar de estar envuelto en una sangrienta situación, para el viajero tiene todo el atractivo de un mundo nuevo y recién descubierto. Entonces el viajero agarra fuerte la funda del puro que contiene el plano y sale por pies, cuenta el Luisardo. Y sigue contando cómo el morapio se queda con los ojos abiertos a otras vidas y cubierto de sangre, pero con una sonrisa imbécil en sus labios inflados por la genética. Según el profeta de su religión, Mahoma, después de la muerte viene el paraíso. Y una cama redonda con no sé cuantas vírgenes, todas en cueros y ofreciéndole sus frutos novicios al recién llegado. Y humo de quif fresco, que se pega a la sangre y que altera los riñones, entretanto Alá te da por culo, pichita, te desencuaderna la retambufa con su herramienta circuncisa y picante de leche de breva. Casi na, pichita, que me maten a mí si no dan ganas de cambiarse de religión; el Luisardo seguía contando con esa mezcla de mala leche y de patadas al diccionario que le caracterizaba. Sin embargo, la sonrisa estúpida que fijó la cara del morapio no se debió a esto, pichita, pues ya sabes que cuando nos morimos nos quedamos más podridos que en vida. La sonrisa se debió a que minutos antes había descargado el veneno de sus genitales, quedándose estos como uvas pasas. Recuerda, pichita, que la Riquina sintió los calambres prietos a su vientre y el chorro trabado en la punta de goma, cosquilleándole las entrañas. Y recuerda también que la Riquina cerró los ojos y sorbió por la nariz.
Y siguiendo con el viajero decir que este no veía mas allá de sus narices, o mejor no quería, pues más allá de sus narices estaban el horror y la incertidumbre. Recuerda que el morapio pronuncia la erre como si fuera la ge, pichita; el Luisardo evoca las últimas palabras del fiambre, «Guágdate de dos pegsonas…», resonancias que el viajero conservará para siempre en la sal de la memoria, pichita, siguió contándome el Luisardo mientras andábamos al Miramar. Se había ido la luz en el pueblo de Tarifa y, aunque la luna era alumbradora, el muy puta ya no se sentía seguro en la Caleta. Cosas del oficio. La Guardia Civil andaba revuelta. Esa misma mañana, la playa había amanecido sembrada de fardos de jachís. La mar devuelve todo lo que le es ajeno, pichita, que decía el Luisardo. Y el muy puta se había cogido alrededor de ciento cincuenta quilos. Para transportarlos hasta su casa había hecho uso de un camión hormigonera que cogió prestado en una de las obras de la playa. La Guardia Civil andaba tras la pista de los ciento cincuenta quilos, pero sobre todo del camión hormigonera, que el Luisardo malvendió a un enlace de Melilla. Así que, con ojito y pestaña, que él decía, encaminamos nuestros pasos a lo alto del Miramar y allí, mientras despachaba, me siguió contando. Recuerda que se ha ido la luz en Tarifa, pichita, y que gracias a los generadores de las casetas la noche de la feria aparece pulverizada de bombillas. Esto al viajero le hace sentirse a salvo. Huele a fritanga, vino oloroso, sobaquina y pescado en adobo. También huele a cabello de ángel, a dulce de anís y a celo de yegua disfrutona. El Luisardo era todo un cuentista y, como buen contador, conseguía que todo lo contado ocurriese. Y ocurrió que el viajero se sintió cautivado por las luces de Los Gurriatos, como si aquellas bombillas de colores dispuestas en la rueda de un carro fuesen una atracción más de la feria. Y después ocurrió lo que el Luisardo jamás me contaría, que se besó con la Milagros y que, por aquello de seguir con las nuevas acepciones lingüísticas, el viajero preguntó qué puñetas era aquello de los buscamanis.
Nos conocíamos desde críos y pronto supe de su afición por creerse lo increíble. Pero lo más difícil todavía es que se lo hacía creer a todo el mundo y a mí el primero. Recuerdo un detalle de cuando nos preparábamos para la primera comunión, un pormenor que decía tanto de la personalidad del Luisardo que bien merece un aparte.
Iba a confesarse hecho un brazo de mar, con sus mejores galas y derecho a la iglesia de la Calzada; los pantalones planchaditos y la camisa de punta en blanco. La Milagros era por aquel entonces una muchacha hogareña, sacrificada a su hermano en cuerpo y sangre. Aunque las cosas del corazón ya le sufrían, pues el Chan Bermúdez llevaba siete años preso, las penas con pan eran menos penas, que dice el refrán. Y así la Milagros iba tirando con los dineros que su Chan Bermúdez había dejado a salvo. Todavía las vacas flacas no habían aparecido en el horizonte de sus pastos y a la Milagros se le iba la vida en mimar a su hermano. Total, que aquel señalado día le peinó los rizos con un fijador casero elaborado a partir de agua con azúcar. Y con los cabellos duros y la cabeza también, el Luisardo entró en la iglesia y se aproximó al confesionario con más miedo que pudor.
El padre Conrado, para ver por dónde tiraban sus afinidades doctrinales, le preguntó al Luisardo el credo, los diez mandamientos de la ley de Dios, el capítulo de los hijos de Noé y algunas cuestiones del evangelio según san Pablo. No supo decir ni mu. Por último, el padre Conrado, oculto tras la celosía del confesionario, le preguntó que si sabía algo de la pasión y muerte de Jesús. Fue cuando el Luisardo pegó un respingo y salió al escape de la iglesia donde yo esperaba mi turno. En un principio pensé que le había sucedido algo terrible, pues traía los ojos desorbitados y la lengua fuera y jadeante. Cuando rompió a hablar, me aconsejó que fuese con cuidado a la confesión, pues el padre Conrado indagaba sobre la muerte de un hombre. Fue tal la intensidad de su creencia que me convenció y salimos los dos corriendo por la Calzada. En fin, que el Luisardo poseía un entendimiento que era como navaja de afeitar, que tiene filo para cortar un cabello, pero que se embota al partir una loncha de fiambre. Luego, a medida que fuimos creciendo, con las mudanzas de la voz y los tirones de huesos, su entendimiento fue haciéndose cada vez más cortante y su imaginación infinita. Y de la misma forma que aquella mañana corríamos por la Calzada igual que si nos hubiesen frotado el culo con guindilla, el Luisardo ponía a correr al viajero. Igual que si cagase centellas, pichita, así va por la Granvía. De vez en vez disminuye su marcha y se asegura de que tiene el plano en el bolsillo. Recuerda, pichita, está amaneciendo en Madrid y a esas horas el sol es una bola encendida que aún no proyecta sombras. Y recuerda también que alrededor del morapio, ya fiambre, está la Chacón escoltada por el travestolo de la peluca rubia y a su lado el fulano de la cicatriz en la mejilla, muy repeinado él. Responde al nombre de Ginesito y está explicándose frente a la Chacón. Son cosas que han de contarse sin adornos ni florituras, en plan: morapio, maletín, cuchillo de monte, cerviz. Sin embargo, el Ginesito, muy redicho él, mareaba a la concurrencia:
—Le metí el primero en el bazo, por si se abucharaba y decía dónde lo escondía. Pero na, que le pegué otro pinchazo en el muslo y, al final, por no quedar mal con la Biblia, le metí dos hostias. Una en cada mejilla, digo.
El Luisardo ponía la voz áspera, con deje de barraca de feria. Ya sabes, es el Ginesito, pichita, que se escarba los padroños con un palillo y escupe al suelo antes de seguir contando que el travestolo fue a mirar la caja de baratijas y que la revolvió toda y que allí no había plano del tesoro ni pollas en vinagre, el Ginesito tan fino y lenguaraz.
—Le pegué una patada a las bujerías y saltaron todas a hacer puñetas, digo. Luego el maricón este —y señala al de la peluca rubia—, luego el maricón este le registró la chilaba. —El de la peluca rubia asintió, pichita, como si tuviese muy asumida su condición de bujarra—. Pero na de na, allí no había na, digo.
El Luisardo sitúa al morapio, ya fiambre, en la puertacalle de lo de la Chacón. El Luisardo primero le mata y al punto le remacha de pasado. Viene desde Albania, pichita, me dice con la voz enquistada de flemas, y de un salivazo le planta atravesando la noche con los ojos alunados y las barbas de chivo melancólico. Viste una chilaba amarilla que le llega hasta los gemelos, calcetines de tenis y sandalias de piel de cabra. En una mano lleva el bastón, bastón de ciego, pichita. En la otra, un maletín de los de mecánico, donde expone su mercancía. Todo un bazar de intenciones. Linternas con el mango fosforescente, escobillas para el inodoro, medias de nailon, perchas extensibles, hilos de cometa, guantes de cocina, llaveros de Loewe, pomada para las hemorroides, transistores de campo, bayetas Scotch-brite, silbatos para adiestrar ratones, afrodisíaco de mosca española con brújula de regalo, limpiacristales, juegos de alicates, alfombrillas de baño y la última unidad que le queda de una imitación de navaja suiza que todavía no ha conseguido colocar, pichita. Será con la misma con la que el Ginesito le despeine la cerviz. Lo hace con saña, pichita, igual que cuando se pone a desollarse las muelas con el mondadientes. A todo esto, la Chacón, con la pupila encendida por el pus, no para de soltar improperios, su boca no descansa.
—Inservibles, sois unos inservibles…
Sin embargo, el Ginesito, en vez de callar, habla. Se quiere justificar y con su lengua afilada sigue relatando:
—Lo tuvimos que dejar cuando escuchamos unos pasos. Y corrimos a escondernos detrás de un coche, digo.
El Ginesito describe al viajero como un tipo flaco y desgarbado y con cara de susto.
—Llevaba un cigarrillo sin encender en la comisura de los labios. Tenía algo de samaritano, de pringao que en vez de pasar de largo ante el marrón se mete a socorrer a su semejante, aquel que está en el suelo y que no para de gimotear en su puta lengua. Parecía eructar el muy hideputa, igual que intervenido de un cáncer de garganta, digo.
Y aquí viene lo más trascendente, pichita, pues el Ginesito relata cómo el viajero, con el cigarrillo en la boca y la mano temblona, le levanta la chilaba al morapio y le mete los dedos en el culo. Sí, pichita, has oído bien, en el culo.
—Mira que no habérsenos ocurrido antes, digo —suelta el Ginesito un reproche que suena como una bofetada.
Andaban ocultos tras un coche, jipiando los acontecimientos al detalle. El travestolo tiembla incómodo sobre las plataformas de sus tacones. En cuclillas intenta mantener el equilibrio, pues el espanto le ha descolocado en cuanto ha visto cómo el viajero le saca al morapio, del mismísimo culo, un tubo plateado. No había duda de que se trataba de una funda para puros. Romeo y Julieta, pichita.
El Luisardo fumaba más que mentía, y mentía mucho. Era un embaucador, un charlatán que llenaba su aburrimiento con patrañas, historias poco ciertas donde no faltaban ingredientes escabrosos. A esas alturas yo ya conocía al travestolo, a la Chacón y al viajero como de toda la vida. Era tan real el morapio, que lo podía imaginar ciego y melancólico, yendo por la vieja Europa con el mapa de un tesoro escondido en el esfínter. Y también podía imaginar al Ginesito, con la navaja suiza en la mano firme, que echa a correr tras el viajero, digo. Pero imposible, pichita, el viajero gasta unas medias suelas que corren más que la policía, me reveló el Luisardo con la sonrisa heladora.
La Chacón ya sabe de quién se trata y, sin perder el tiempo, da instrucciones. Con mucho movimiento de pulseras impera que interroguen a la Riquina, pues ella debe de saber dónde vive ese neurótico. Y a todo esto el Faisán ha aprovechado el desconcierto para coger los billetes de la mesa camilla y largarse. Ahora mismo el Faisán entra en el café Berlín y sube la escalera. Al final está esperándole una mujer de color negro. Cuando le ve, su blanca dentadura musical sonríe en un allegro. Se llama Zulema y es la típica negra, un tanto monja un tanto puta, ideal para lucir en cenas con ministros y directores de periódico; tanto monta, monta tanto, que es su perdición, pichita. Y al Faisán se le van los tiempos con ella. Sin ir más lejos, el invierno pasado le fue al trabajo con una estola de zorros recién ganada al chiribito. «Estoy dispuesta para todo tipo de juego», le advirtió la primera noche. El Faisán sabía que lo único que ella quería era subir pisos en el juego de la vida sin utilizar escalera. Hacerlo en ascensor, por ejemplo. Y sabía también que andaba detrás de que le presentase a un importante, pichita. Ya sabes, pichita, el Faisán juega a las canicas con el presidente del gobierno y conoce a gentes de dinero. Pero volvamos a la Chacón, que ha cogido a la Riquina por sorpresa, en la habitación y todavía en cueros. Su carne, brillosa de aceite, ilumina la fétida penumbra. Se enjuaga las encías con el líquido rojo y lo escupe al bidé. Al principio se resiste, pichita. Es como si tuviese los labios de la boca cosidos con cuerda. Sin embargo, la primera bofetada la pone tierna. Con la segunda canta y le da las señas del viajero. Calle San Bernardo treinta y nueve, último piso, la puerta de la izquierda del todo. Se lo sabe de memoria, pues ha subido muchas noches. Tantas que ya no recuerda cuántas. Total, pichita, que, después de la confesión, la Chacón encaja la propina. Será un golpe mortal de necesidad en la cabeza. Para ello se ha servido de la botella del líquido rojo, fabricada en cristal irrompible. La cosa se complica y la Chacón ordena a sus secuaces hacer desaparecer el cadáver de la Riquina junto al del morapio. Eso es lo primero, pichita, pues ya sabes tú que si no existe cuerpo de delito no existe crimen. También les ordena que consigan el mapa y les da las señas del viajero: San Bernardo treinta y nueve, último piso, me contaba el Luisardo como si de verdad hubiera ocurrido.
Sin tiempo que perder, amortajan los cadáveres en unas alfombras que, de no haber sido de imitación, hubiesen sido persas. Con mucho esfuerzo introducen los bultos en un Renault Cinco Triana del año de la polka. Decir que la Chacón más que ayudar entorpeció con sus órdenes. Y que cuando el Ginesito y su acompañante se vieron libres de su presencia, decidieron desplazarse calle Bailén arriba a toda mecha. Y de un volantazo ponerse en la ronda Segovia y al poco, pues apenas había ajetreo de coches, y al poco llegar hasta el río Manzanares donde abrieron el coche y sacaron los bultos. Debido al ridículo caudal del río, el cuerpo de la Riquina parecía el de una muñeca flotando y visto de lejos daba el pego. Con el del morapio tuvieron menos suerte, pues no cayó en el agua, qué va, pichita. Se desmoronó puente abajo para terminar cerca de la orilla. Los patos revoloteaban a su alrededor y picaban su carne en adobo. Una verdadera chapuza, que dicen.
Normalmente este tipo de casos apenas llamaban la atención de la prensa. Sin embargo, estamos en verano y es época de vacas flacas para los periódicos, que, a falta de noticias, se las inventan. Al otro día serán dos los diarios que se ocupen del suceso. Tal vez porque les pareció importante, o porque el encargado de enmoquetar estaba de gracia después de la paja, o vaya usted a saber; lo cierto es que el día después del suceso, El País publicaba un retrato de la Riquina en primera página. Brutalmente asesinada, rezaban los titulares. Del morapio no se decía nada. En las páginas interiores se repasaba vida y milagros de la Riquina, con una fotografía donde andaba ligera de ropa y bailando en el Floridita. Guillermo Cabrera Infante trazó un perfil de la Riquina en el que aprovechó para arremeter contra el gobierno cubano. Por otra parte, El Mundo rotulaba el suceso con la siguiente incógnita: Xenofobia o ajuste de cuentas, y una dramática fotografía del morapio, en primera, a la orilla del Manzanares y picoteado por los patos. Escribió sobre el suceso Luis Antonio de Villena en un artículo donde se hacía apología del amor socrático. Su director, en un editorial que era lo más parecido a un ladrillo, evitó en todo momento hacer alusión a la negra. El ABC no dio la noticia. Pero nada de esto le importa al travestolo, que la mañana del doble homicidio maneja un Renault Cinco Triana por las calles de Madrid. Y lo hace con mucho ruido de neumáticos. En el asiento de al lado va el Ginesito, escarbándose las muelas. No respetan ningún semáforo. Para qué, pichita.
Es tanta la velocidad y está Madrid tan desierto que, por una miajita de na, no agarran al viajero, que ha llegado hasta su casa sin resuello, subiendo las escaleras de dos en dos y recuerda, pichita, cagando centellas. Demasiada impaciencia para esperar el ascensor. Una vez en su guardilla, y con el olor a culo pegado en los dedos, despliega el mapa sobre el sofá. Lo conocía de haberlo visto muchas veces, el dibujo de la costa extranjera, las geografías del sur de España, los promontorios rocosos que separó Hércules. El Yebel Muza y el Peñón de Gibraltar. Es un mapa amarillejo, pichita, de hace la tira de años, cuenta el Luisardo. Alguien había dibujado con alheña los relieves de las sierras, las formas de la costa. Ya sabes, antes se trabajaba fino, al detalle, pichita, y la prueba está en el mapa. Aunque el viajero es incapaz de interpretar los caracteres, sabe que aquí está Medinatu Shidunah, pichita, que no es otra cosa que Medina Sidonia, y que allá se encuentra Bekkeh, que es un pueblo blanco que está en la montaña y al que llamamos Vejer. Y sabe también que en Tarifa está el punto más estrecho del Estrecho, a un tiro de piedra del continente africano. El viajero todo esto lo detalla con una lupa, de rodillas, sujetando tembloroso el mapa, perdiendo el tiempo que antes ganó y que ahora regala a sus perseguidores, que ya están por Callao. Pero el viajero, ajeno a lo que se le avecina, sigue pormenorizando y se fija en un punto que parece un error o una cagadita de mosca. Es lo que queda de la Atlántida, ya sabes, pichita, lo que cuentan los más viejos de una ciudad sumergida entre dos aguas. Es la isla donde Calipso tuvo encerrado a Ulises, aquella a la que llamamos isla Perejil y que debe su nombre a que en su tierra crece el perejil a manojos. Y desde el Miramar y sacando medio cuerpo por fuera de la muralla, el Luisardo señala un punto perdido en la noche, un reino entre dos mundos. A lo lejos tintinean las luces de la otra costa. Lo que al sol parecen pueblos de color queso, cuando llega la noche se asemejan a velas encendidas alrededor de un altar. Tetuán, Benzú, Ceuta y Ketama, más allá Punta Almina y barcos hundiéndose en la noche, cuevas talladas en los rompientes, grutas abiertas como heridas donde los piratas bereberes exigían un pago a las naves que atravesaban el Estrecho; el Luisardo y sus cuentos, patrañas con olor a sal y brea de barco, historias de navegantes que llegan a prostíbulos de la costa. Llevan el plomo seminal de la travesía agarrado a las ingles y hacen su entrada borrachos de maldiciones y blasfemias. Pero ahora no es esta la historia que nos interesa, pichita, ahora chitón, pues, sin más tiempo que perder y sin lavarse las manos, el viajero agarra el plano y lo guarda en el bolsillo del pantalón. Se sorbe los mocos y mete en el macuto un cepillo de dientes que parece una escoba y la pasta dentrífica, que no quiero decir lo que parece, pues estamos comiendo.
El Luisardo siempre cargaba una lata de sardinas, junto al bardeo y el material, bajo el asiento de la escúter. Cuando el gusano del hambre obligaba, se ponía ciego. Después utilizaba el aceite para abrillantar su pelo de pincho, semejante al de los erizos. Para acompañar la manduca pillaba una cerveza. O dos. Aquella noche compramos donde el Quique un par de litronas. Y mientras chupeteaba el aceite que se le escurría por los dedos y le metía un viaje al botellón, y después de eructar en sordo, me siguió contando cómo el viajero hizo su equipaje. El cepillo de dientes, la pasta del Licor del Polo, ah, y un libro para el camino, uno de Jorgito el Inglés. Total que el viajero sale a la calle y a lo lejos divisa un teléfono público. Y encamina sus pasos hacia él. Piensa en llamar a donde la Chacón y dejar recado a su negra. Pero no tiene el número de teléfono. Da igual, pichita, lo pedirá en información. Pero ya en la cabina, con el auricular en la mano, lo empieza a ver complicado. Y no se saben muy bien los motivos ni ahora vienen al caso, pues llama a su madre para despedirse. Y fue su madre la que le obligó a volver a la casa, pues le dijo que en Tarifa, por el día, el viento huele a fiebre, pero que a la noche hace relente. Y que una vez que los tíos fueron a ver a la abuela Enriqueta a la residencia, en pleno agosto, a la vuelta de Algeciras hicieron noche en Tarifa y que pasaron rasca por la noche. El viajero colgó, subió y cogió del perchero su gabardina y la retorció hasta que pudo meter una parte en el macuto. La otra iría fuera. Ah, y también metió la petaca de güisqui, pues se le había olvidado antes, pichita. Y lo que sacó para hacer sitio y olvidó por completo en el suelo fue el libro de ese tal Jorgito el Inglés. Y es en esos momentos cuando un Renault Cinco Triana aparca frente al número treinta y nueve de la calle San Bernardo. Son sus enemigos, ya los conocemos, pues uno de ellos se gasta un costurón de a tercia en la mejilla. El otro es un invertido con los cabellos rubios y postizos. Entran al portal y deciden coger el ascensor. Y como el viajero es un impaciente, pichita, pues no espera a que el ascensor suba y se hace a pie la escalera. Es un ascensor antiguo y destartalado que cuelga de un cable y que oscila caprichosamente en el aire. Sube lento y tiene la peculiaridad de que, antes de llegar al piso, pega un saltito que estremece el bajo vientre. El Ginesito y su acompañante sudan la gota gorda y, cuando por fin llegan hasta el descansillo, sienten vibrar el suelo bajo sus pies y piensan que es el metro, que pasa por debajo. Ya sabes, pichita, Madrid está tan hueco por los pies como la cabeza de ese tal Álvarez del Manzano. Total que suben el último tramo de escalera a pata, pues el ascensor no llega hasta las guardillas. Debido a todos estos elementos, el viajero ha conseguido escapar con holgura, entretanto el Ginesito abre la puerta gracias al carnet de identidad y mucha maña. Pero cuando entran, nada. Na de na, pichita. Allí no hay naide, sólo la funda del puro con restos de mierda, ya sabes, Romeo y Julieta. El Ginesito pega una patada al libro de Jorgito el Inglés e impera:
—Andando, que es gerundio, digo.
Sin embargo, el travestolo no le hace caso y, llevado por un sentido femenino, le da por levantar una tira de la persiana y mirar. Entonces le ve, pichita, columbra al viajero, el macuto al hombro y mucha prisa, San Bernardo arriba. La luz seguía sin venir, el Luisardo seguía contando y un viento rugidor, de poderoso aliento, arrancaba melodías y cadencias a todas sus medallas. En primera ley, pichita.
Es posible imaginar lo que ocurrió en el rincón de Los Gurriatos donde dicen que ella se dejó besar en la boca, violando el código prostibulario, desleal con la saliva y las entrañas a su Chan Bermúdez. O tal vez estas cosas vendrían después, en la playa, donde se festejaron envueltos en arena, igual que croquetas de amor estrellado; qué bonito para ser cierto, pichita, me decía el Luisardo obsesionado con la idea de lo que pudo haber entre el viajero y su hermana. Pero no vayamos tan lejos, caigamos de las estrellas y, antes de que el viajero y la Milagros lleguen hasta la casa, voy a contar lo que es un buscamani, pues el Luisardo y muchos otros ejercían como tal a lomos de sus motos trucadas, comiendo el culo a los coches patrulla y con el teléfono móvil en cobertura para informar de los movimientos de la Guardia Civil. Prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, estamos en Punta Carnero, corto y cambio, prrrrrrrrreeeee. Al principio el trabajo consistía en buscar, simples busqueros de fardos sin dueño, polen de Ketama, goma de la Aloceima, chocolate de Bab Taza, en fin, pateras que son abordadas por la autoridad y que descargan antes de llegar a la costa. Se quitan el marrón de encima tirando los fardos al agua. Material mojado que deja un dinero a los lugareños. Para ejercer de buscamani sólo se necesita ser menor de edad y estar fuera de responsabilidades criminales. De esta forma todo el monte es orégano y toda la playa jachís. A finales de los noventa y, con la llegada de las nuevas tecnologías, teléfonos celulares, mensajes SMS y otras moderneces, a finales de los noventa el asunto adquiere distinción y todos los chicos con edades desocupadas serán carne de riesgo para el nuevo oficio. Prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, prrrrrrrrreeeee, ahora vamos llegando a Guadalmesí, prrrrrrrrreeee, prrrrrrrrreeeee, corto y cambio. Y la gente que se echa las manos a la cabeza para disimular, pues sus hijos también andan en ello. ¿Cómo dice?, ¿que muchachos en amoto trabajan de vigía para narcotraficantes? Anda ya. Pero saben que sus hijos llevan más anillos que dedos y mucho colorao colgando del cuello, y sobre todo que manejan billetes, pues de eso es de lo que se trata. Prrrrrrrrreeee, prrrrrrrrreeee, prrrrrrrrreeeeeeeee. Las mafias reclutan a muchachos imberbes. Si eres menor, no lo dudes, tu futuro está en la costa, les silba el viento en sus tiernas orejas. Además de sueldo, la oportunidad de conducir una escúter por las geografías más calientes de la zona y un teléfono móvil sin límite de llamadas. Alístate, quedan pocas plazas, muchos son los llamados y pocos los elegidos, reza la propaganda. Son numerosos los que pasean motos en toda regla y matriculadas en Barbate, localidad gaditana que vio nacer la profesión y sobre la que, a continuación, por aquello de seguir con la historia secreta del litoral gaditano, voy a referir unas líneas.
Antes de ser Barbate a secas en los mapas aparecía como Barbate de Franco, pues no sería hasta abril del noventa y siete cuando el pleno del ayuntamiento aprobó dejarlo de esta forma. En los años cincuenta y en un acto de mugrienta inclinación, el pueblo de Barbate se coloca el atributo de un gallego que pesca atunes en sus aguas. Con cebos de calamares especiales y toda la ayuda de cámara, Francisco Franco pescaba atún y pez espada. Años después, otro gobernante, con más trazas de porcino que de persona, seguiría su estela y, a bordo del mismo barco, con los mismos cebos y con la misma ayuda de cámara, pescaría ranas encantadas y príncipes marinos para un cuento donde se pasa hambre. Este cerdo marino no hizo nada por evitar el parecido con el anterior y, poquito a poco y como quien no quiere la cosa, se daría la vuelta hasta quedar de espaldas al pueblo. A la vez que pescaba atún en nuestras costas, amamantaba a toda esa burguesía monopolista que exprimió el capullo de la rosa hasta dejarlo seco. Barbate de Juan Guerra lo llamaban. Geografía de picaros desde el inicio de los tiempos, «aquí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá se juega, y por todo se hurta», escribió Cervantes en uno de sus libros, creo que fue en el de La ilustre fregona, en fin, que en estas geografías de picaros y de busqueros, Barbate ha dado a la costa Atlántica una nueva profesión: la de buscamani. Marcar el coche patrulla desde la moto será labor reconocida económicamente y el Luisardo, como tantos otros, no iba a ser menos. Un día, recién cumplidos los dieciséis, se acercó hasta Barbate, pidió destino en Tarifa y a correr. Una profesión que dejaba tiempos libres y que el Luisardo utilizaba para chinear en la Caleta y espiar a su hermana. Y estaba con esto último cuando en su vida se cruzó aquel tuercebotas con fimosis, de nombre Hilario y de profesión vendedor de biblias.
Podía haber vendido al Nostradamus, o el Corán, o el Talmud o el Mein Kampf o los tratados de buenas maneras de ese tal Ángel Amable, pero no. Qué va. El fulano vendía biblias. Y con el maletín en la mano y el teléfono móvil cabalgándole la próstata, visitaba los cinturones industriales de las ciudades, allí donde malvivía hacinada su querida clientela. Concertaba la entrevista con antelación y se presentaba a la hora convenida. Era cruzar el umbral de la puerta y comenzar con el discurso. Hilario Tejedor era un brillante charlista de bodas, bautizos y entierros. La oratoria era su arma persuasiva y sus sermones llegaban a hipnotizar a todo aquel que se ponía por delante. «Firme aquí, aquí, y en la esquinita», señalaba Hilario con sus dedos en el contrato.
El tal Hilario era hombre de carnes revoltosas y ojos de borrego castrado, un jamón york envuelto en una gabardina. La primera impresión es la que vale, y esa fue la primera impresión que tuvo el Luisardo cuando divisó a lo lejos un jamón york acribillado por la lluvia. Se había ido el verano, también el último oro del otoño y el invierno llegó meón de aguaceros. Era noche de Reyes y para el Luisardo, que era poco monárquico, aquel fulano era la sorpresa del roscón. Llevaba la suerte escrita en toda su persona, razón de peso que caería a plomo sobre una trama de tesoros ocultos y mujeres con la sangre mentirosa. El vendedor de biblias bajó del coche y avanzó indeciso hasta Los Gurriatos. Iba a conseguir algo tan difícil para él como cruzar una de esas fronteras interiores que le habitaban desde que era niño. Miraba a un lado y a otro con insistencia, igualito que si hubiese cometido un crimen y estuviesen a punto de descubrirle. Esa fue la señal que espabiló al Luisardo.
Masticaba la pipa humeante y llevaba el paraguas desvarillado, culpa del temporal. El Luisardo caló de seguido sus cuestiones vulgares de vicio. Era de esos que pedía cosas especiales. Hombre casado que ejercitaba sus peludos riñones a oscuras, en posición decorosa y sólo por perpetuar la especie dignamente. Hilario Tejedor, vendedor de biblias y natural de Porriño, aunque empadronado en el Puerto de Santa María por asuntos laborales, Hilariño para los amigos, con una congestión cercana a la de un cabrito asmático, empuja la puerta de cristal opaco. Todavía no lo sabe, pero será una víctima más del amor putesco de Los Gurriatos. El Luisardo pudo verlo todo desde el tejado, a través de la lucerna del bungalow, donde trepó como una araña tropical, resuelto y sin írsele los pies por lo mojado.
Hilario Tejedor, vendedor de biblias, rechupetea su pipa entretanto la Milagros se desnuda tras un biombo de dibujos orientales. La silueta en rojo de su cuerpo le empaña la mirada. Había pasado por delante de Los Gurriatos varias veces y nunca se atrevió a entrar. Aquellas luces, cercanas y engañosas, le producían una rara mezcla de aproximación y de rechazo. Nunca había conseguido traspasar esa línea de sombra que desviaba su ruta, nunca. La excepción se cumple una noche de invierno en la que, con los redaños exagerados para lo que acostumbra y sorprendido de su calentoso estado, decidió clavar los frenos. La noche obligaba a un BloodyandMary, pero de tomate natural.
—¿Qué signo del zodiaco dices que eres? —preguntó la Milagros tras el biombo. El consiguió balbucear que «aries»—. Entonces no te descalces, que, a los de tu signo les huelen feo los pies —advirtió la Milagros.
Ahora está tendida en la cama y abierta en toda su desnudez, los labios sangrantes de mercromina y dispuesta a dejarse comer carnes y vegetales por un fulano con las pelotas rugosas, semejantes a dos albóndigas sobaqueras. Hilariño, los pantalones en los tobillos, resopla como un fuelle y se aproxima al pastel. Ella, dúctil y maleable, le da la espalda y él, desbarrigado y con la corbata en los riñones, se deja enredar entre las piernas de la Milagros, chorreantes de falsa sangre. Ella le manosea la fimosis. En una de las bajadas entierra su anular doliente en los pliegues velludos de su trasero, que es mantecoso y con pérdida de aceite. Y escarba con aplicación. Aaaagghh. Al vendedor de biblias le abruma una repentina sensación de placer desconocida hasta entonces y sólo comparable con una buena venta. Dura poco el ensayo, pues será al rozar con la uña la almorrana cuando el vendedor de biblias se deshinche. Se trata de un cañito de semen cristalino sobre la colcha azul. Uffff. El vendedor de biblias, cabizbajo, se planta la gabardina y se marcha. Lo hace raudo, sin subirse la bragueta. De esto se percata una vez que sale a la noche, cuando siente el soplido de un frío que le espabila las carnes. Ella no le ha dicho adiós, no puede. Tiene la boca ocupada, hace gárgaras con el líquido rosa. Gloglogloglo. Y siente la puerta cerrarse, la lluvia repiquetear en la noche.
El Luisardo bajó a toda prisa del tejado. Estaba hecho una sopa y apreciaba la mojadura de los huesos. Con un brinco se puso en la moto y en dos minutos le comió el culo al Audi de Hilariño. Era noche de Reyes y de poco tráfico. La gente estaba en sus casas lustrándose las botas y sólo a algún despistado se le ocurriría ponerse a conducir con la que caía. La nacional Trescuarenta se enredaba con el río Jara y la velocidad de las llantas dibujaba surcos en el alquitrán. Al principio, el Luisardo le siguió como se estila aquí, prrrrrrrrreeee, prrrrrrrrreeee, carretera adentro y muy pegado a los pilotos. Sin embargo, no fue hasta llegar a Casa Porros cuando se dio cuenta y abandonó la carrera pensando en algo más práctico. Memorizó la matrícula y, una vez en el pueblo, sin darse tregua, resguardado bajo la Puerta de Jerez, puso en marcha su plan.
Se lo sabía de habérselo visto hacer al teniente Salcedo. Cuando la Guardia Civil sospechaba de algún coche, no hacía más que pegar un canutazo a una tal Solé Jiménez, una fulana que el Luisardo imaginó machorrona y enterada, pues con una voz bronca que se escuchaba a kilómetros pasaba los datos del propietario, número de hijos y cantidad de pelos en la polla. El Luisardo llamó al cuartelillo falseando la voz. Con una ronquera de ultratumba preguntó por la tal Solé Jiménez, pero en el cuartelillo no la conocían. Rumió qué iba a ser más fácil y, cuando le iban a colgar, lo siento, se han confundido, un chispazo le encendió la lucidez y por poco le funde los plomos.
—Soy Salcedo, el teniente, y tengo aquí un coche. Necesito saber datos, pues creo que está cargado de explosivos.
—Perdone, mi teniente, pero una noche como la de hoy no la resiste una mecha —la voz metálica al otro lado del teléfono.
—¿Quieres hacerme el puto favor de pedir la información? Es una orden. —El Luisardo y su voz ronca de mando—. Ar.
—A sus órdenes, mi teniente, inmediatamente, no cuelgue.
A los dos minutos o así, el pringao de turno volvía con los datos y el Luisardo los memorizó.
—Mi teniente, la matrícula CA-54513 del vehículo Audi corresponde a Hilario Tejedor Gutiérrez, domiciliado en el Puerto de Santa María, calle Ribera del Marisco número tres, junto a Romerijo. No tiene antecedentes penales. —El Luisardo cortó.
En la terraza del Nata, la jefa de Los Gurriatos no puede disimular su cara. Tampoco su cuello, de donde cuelgan carnosidades y varias medallas. Entre sus pechos vacunos anida un perrito pilonero que más que ladrar chilla. Se muestra inquieto, saca el hocico y siente cómo las ganas de revancha se le revuelven a su dueña dentro del estómago igual que ratones hambrientos.
Lo que más temor le daba era que el desagradable asunto llegase a salpicar a su tío, el prelado rubicundo, el mismo que en un acto de consideración familiar cortó la cinta inaugural de Los Gurriatos. Recordemos que para lo mismo se sirvió de unas tijeras, las únicas que se encontraron a mano, y que eran las que usaba la sobrina para arreglarse las uñas de los pies. Pero volvamos al presente, a la terraza del Nata, donde un inconfundible aroma a azufre ha invadido el aire. Es culpa de la Patro, que no para de barrenar y de darle al caletre, obsesionada con que le viniese una inspección de los de la UCRIF, que, para entendernos, es algo así como una policía especializada en asuntos de inmigración. Y que les diese por escarbar y que le cerrasen su local por una gracia, no era plan, querida. Y que algún periodista de los de El Mundo o la Interviú empezase a tirar de la manta y descubriesen las ramificaciones familiares de sus empresas en Osaka, Londres, Montreal y Albacete, y que las esquirlas del pasado ametrallasen la raíz de su bonsái genealógico, la cabeza frontal de su heráldica, la mojama de su alma. Aggghhhh. Al principio se la llevaban los demonios, sólo pensarlo: «¿Quién amenaza a un cliente mío, quién —se dijo cuando el jamón york se hubo marchado—, quién?».
Llegó a la noche, a última hora. Iban a echar el cierre y apareció de nuevo con la pipa humeante, los hombros cargados de complejo y aquel traje que parecía incapaz de contener tanta carne. Llevaba la cabeza a un lado, como si le pesase, y sus ojos saltaban de un lugar a otro y se fijaban en cosas tales como la película de polvo que cubría la mesa del despacho, las oxidadas aspas del ventilador o los dedos de los pies de la Patro. Ella le recibió con el corazón temblón en la papada, pues era de esas carteras que no se olvidan.
—¿A qué se debe tan alto honor, querido? Tómate algo. ¿Quieres lo mismo de la otra vez? Un Maryandbloody, supongo. —Y enciende uno de sus cigarrillos y roscos de humo azul suben al techo. Cuando llegan al ventilador, las aspas los deshacen. Al de la pipa se le menean los ojos.
—No, no. ¿Sería posible hablar con usted?
A la Patro le dio por especular:
—¿Otro tipo de servicio? Tal vez un exclusivo de vibrador hidráulico y sonda.
El de la pipa tose.
—Tampoco —logra decir. Y va Hilariño, y del bolsillo de la americana le saca un sobre. Y del sobre una carta, todo con mucho nerviosismo. Las aspas del ventilador cortan el silencio que va desde que la Patro se coloca las gafas en el tobogán de la nariz hasta que lee la carta que Hilariño le tiende. Está escrita a mano y con una letraja que a la Patro se le antoja descuidada.
Hola, cabrito cebón, te he visto, y lo más importante, te tengo fotografiado al detalle. De tu barbilla colgaba un cuajo de menstruación, la otra noche, en Los Gurriatos. ¿Te acuerdas? Muy pronto recibirás instrucciones mías, cabrito cebón. Ve preparando la guita. Hasta entonces no hagas movimientos raros, mamoncete.
Pretendía herir los sentimientos del destinatario y lo conseguía.
—¿Y? —preguntó la Patro, tendiéndole la carta y dándose tono.
—Al poco, a los diez días, recibí la primera llamada en mi domicilio, lo cogió mi esposa, era una voz bronca que preguntaba por mí. No seas torpe, cabrito cebón, y prepara cien mil pesetas para mañana, de lo contrario tu Sonrisa de Payaso será de dominio público. «¿Para mañana?», pregunté yo. «¿Pasa algo?», preguntó mi santa esposa desde la cama. En aquellos momentos presentí que mi carrera profesional se acababa. También mi matrimonio. —En esto que Hilariño siente la cuchillada de los gases alborotar sus intestinos y empieza a retorcerse las manos, igual que cuando intenta destapar un tarro de lentejas en conserva de esas que tanto le gustan.
La Chacón enciende un cigarrillo y aspira fuerte; dos columnas de humo salen por los orificios de su nariz, chata y aplastada igual a la de su perro. En sus ojos asoma el rencor y la venganza, entretanto el vendedor de biblias sigue explicándose con las tripas revoltosas y las manos enroscadas:
—Intenté disimular y le di el número de mi teléfono móvil. Ya sabe, hay que coger los cuernos por el toro, ya sabe, y seguí hablando con él. Mañana, sí, le dije, eso está hecho, llámeme al móvil. Luego se despidió con una cancioncilla insultona en la línea de la carta. No pude dormir nada, imagínese pegar ojo con tanta preocupación. Al otro día recibí instrucciones, un mensaje anónimo, un nick que lo llaman.
Hilariño intenta contenerse las ganas de ventosear y las orejas se le tornan escarlatas. Aprieta el culo y retuerce sus manos, ahora con más fuerza, mientras habla atropellado, sin recurrir a las pausas pero con muchos rodeos.
—Sin rodeos, querido, que no estamos en el Far West —le suelta la Patro a la vez que tira la ceniza sobre el suelo de piedra negra, tarifeña que la llaman. Mientras, el vendedor de biblias, con las manos prietas y nadando en adrenalina, hace un esfuerzo y contiene el primer aviso en la antesala, es decir, en esa parte del intestino que se extiende desde el ciego hasta el recto y que los médicos llaman colon.
—Total que recibo un nick, un mensaje escrito, de que a la tarde me ponga con el dinero en una maleta detrás de una discoteca que se llama La Jaima, junto a la depuradora. Y que no olvide el móvil.
Y fue decir esto último y descoserse en una flatulencia larga y pintona, semejante al caldo de lentejas, y que le manchó los interiores y que le bajó hasta el calcetín. Prrreeeeeee, imparable, Hilariño.
—Cometiste un error, querido —apunta ella. Desde su posición privilegiada, la Patro fuma y habla—. Cometiste un error, darle el número de tu móvil —le dice soltándole el humo de su cigarrillo parisién directo a la cara.
El cabrito cebón, más suelto aunque con las orejas todavía escarlata, miraba con desconfianza, como si todo hubiese sido cosa de ella, de la Patro. Ahora Hilariño se piensa igual a una Caperucita que, huyendo del lobo, se encuentra al lobo de frente. Abuelita, abuelita, ¿por qué tienes la sonrisa de sangre? La boca de la abuelita, sumada al caldo de lentejas, una cosa sumada a la otra, abuelita, abuelita, violentaban a Hilariño.
La Patro le lanza el humo de su cigarrillo junto a una mirada acusadora.
—Tenías que haber venido antes, en el momento del chantaje. No a los nueve meses, querido. —Se mantenía fría pese a sentir en el vientre un escorpión asediado con fuego. En su interior se cocinaba el guisote de la venganza y antes de despedirse le preguntó con interés—: ¿Y dices que nuestro amigo avisa un día antes?
El vendedor de biblias dice que así es. Y que tiene un día para que pueda preparar la entrega.
—Las últimas han sido de doscientas cincuenta cada una y la que me ha pedido hoy, para mañana, es de seiscientas. —Los ojos le escuecen de sudor a Hilariño.
—Necesito que estés cerca, controlado, necesito que colabores, querido —le sugiere la Patro a la vez que se levanta de su silla—. También necesito que llenes el maletín de papel de periódico, querido, o mejor, llévalo vacío.
—No, eso no. —El vendedor de biblias suda. No se atreve a levantarse aún, pues siente el caldo de lentejas descender por la pernera del pantalón, rechupetea la pipa y se explica—. Cuando hacemos las entregas, él dirige con el móvil, hay un momento en que pide que suelte el maletín, que lo abra y que lo muestre. Eso es algunas veces, otras me pide que saque unos billetes y que los abanique. Me imagino que hay alguien vigilando mis movimientos. No sé si se trata de una persona o de más de una.
La Patro siente el brusco latigazo del orgullo dentro de su pecho, que es de rumiante, con estrías y marcas de viruela mal curada. Y apura la toba de su cigarrillo parisién y antes de apagarlo despacha a Hilariño:
—Entonces, cautela y mesura, querido, pues un detalle cualquiera puede echarlo todo al garete. Y no te preocupes por el pantalón, la mancha le saldrá —dijo la Patro mientras le rascaba la cabeza a su perrito—. Le salió la de la otra vez, ¿verdad? Pues esta igual. Ahora la ciencia adelanta una barbaridad, querido, se hacen buenos detergentes.
Se puede apreciar en los pantalones del vendedor de biblias un chorrete semejante al barro y que estampa el tergal de su pernera. El vendedor de biblias no dice nada y, al ir a levantarse, ella le corta.
—Una última cosa.
—¿Sí?
—Déjame, si no te importa, la carta que me has enseñado antes, querido.
Hilariño, sin mediar palabra, la sacó del bolsillo y la puso sobre la mesa.
—Quedamos en eso, querido —le dijo la Patro por decir algo.
Cuando se hubo ido, se acercó las gafas y leyó: A la atención de Hilario Tejedor Gutiérrez, Calle Ribera del Marisco n° 3 (junto a Romerijo), Puerto de Santa María, Cádiz. En quien primero pensó la Patro fue en la Milagros o en alguno de su entorno, por eso la había mandado llamar urgente. Sin embargo, no contó ninguno de estos detalles a la Duquesa cuando esta, en la terraza del Nata, preguntó a la vez que guardaba la papelina:
—Che, ¿y vos desconfiás de alguien?
La Patro dejó pasar la pregunta, como si nadie la hubiese enunciado, y acercó el cigarrillo parisién hasta sus labios de sapo enfermo.
La luz del faro partía la noche en dos mitades. En una estaba el Luisardo y en la otra el viajero, que acababa de llegar a San Fernando. Camina como si tal cosa; el macuto al hombro y el pelo revuelto, con esa propensión que tiene el cabello fino a enredarse en clima húmedo. Todavía no sabe que le vienen siguiendo, cuenta el Luisardo. Tampoco que han puesto precio a su cabeza. Pese a todo, sus captores son un pelín torpes y el tiempo que el viajero les había regalado en Madrid ya lo han perdido. El viajero sale de la estación de trenes, el macuto al hombro y el aliento de la mar, picada de sal, que le abre las aletas de la nariz y le limpia los pulmones. Lo último que piensa es que le siguen, aunque de vez en vez le vienen hasta su cabeza las últimas palabras del morapio antes de morir. Guágdate de dos pegsonas, ya sabes, pichita. Pero sus vueltas a la cabeza no llegan a alcanzar la verdad más verdadera. Aquella que dice que la Riquina se había ido de lengua y que por poco no le trincan en su guardilla de la calle San Bernardo. Recuérdalo, pichita, el calor de una brasa dentro de su cerebro y el viajero arrodillado junto al mapa de un tesoro que imagina deslumbrón, de los de mucho oro y brillantes con pedrería fina y rubíes que de tan rojos parecen sangre fresca. No será hasta más tarde, en el mismo San Fernando, cuando él y sus captores se vean las caras por primera vez, pero espera, pichita, oigo pasos.
Eran pasos sigilosos, como de alguien que temiese hacer ruido y delatarse. Ese alguien subía por las escaleras del Miramar y el Luisardo, dado a las demencias del oficio, ocultó la brasa del cigarrillo haciendo pantalla con la mano. Y antes de que la luz del faro le fulminase, se agachó raudo y con la pericia del que ha practicado mucho. Entonces apareció Juan Luis, porquero ilustrado y descendiente de Agamenón. Preguntaba por el viajero. Parece ser que este había aprovechado el apagón para irse sin sufragar los gastos de la manduca, que dijo Juan Luis, y que además le había robado un cuchillo. El Luisardo, como si le acabase de ver, le indicó a Juan Luis que buscase en la feria, a la luz de la verbena. También se ofreció para acercarle en la moto, pero Juan Luis se negó, le dijo que no, que iría a caballo. Y así hizo el porquero. Volvió a su casa y cogió las llaves del Mercedes y se puso en la feria. El Miramar estaba a oscuras, las luces de Marruecos cabrilleaban a lo lejos y el Luisardo me siguió contando los últimos movimientos del viajero desde donde lo dejó antes de que apareciese Juan Luis. Y más atrás todavía.
El viajero ha llegado hasta San Fernando en tren, pichita, lo ha cogido en Atocha. Tuvo suerte, pues consiguió el último billete. Parece ser que es un padre de familia el que, a última hora, se ha dado de baja. Y que ha preferido seguir de rodríguez y no ir al Puerto a por la familia, en casa de los suegros. Es vendedor de seguros y aplaza unos días el viaje. Dice que irá la semana que viene, que bajará en coche y así aprovecha y le vende un seguro a un cliente, desplazado en el Puerto. Pamplinas, pichita, lo que pasa es que es un aprensivo y esa misma noche, en mitad de la calle Jacometrezo, le han intentado asaltar, dice él. Y por eso ha decidido no salir de casa. Pero eso no nos importa. Tampoco que el vendedor de seguros, con los primeros picores, llame a un anuncio del periódico. Uno que dice: Travestí argentino, pechos naturales, sorpresa de estibador.
Lo que verdaderamente nos importa es que estamos a finales de agosto y que hay trajín en los andenes de la estación de Atocha. Y que suena un teléfono móvil que nadie coge. Es la musiquilla de un tango que suena como tocado con sordina, pichita. Se trata de un teléfono móvil en el interior de un bolso imitación leopardo. La mujer que lo gasta así de discreto nació hombre y ya la conocemos, pues es la pareja del Ginesito, y su peluca rubia se eleva unos palmos por encima del gentío. Camina subida a los pedestales de sus botas; caña alta y piel atigrada, a juego con el bolso. Para cualquier otra persona sería difícil mantener el equilibrio, pero ella lo tiene muy ensayado. Adelanta primero un pie y luego el otro, igual que si anduviese sobre una cuerda floja; la línea imaginaria de un ejercicio de falso funambulismo, más difícil todavía, pues a su vez empuja el movimiento de caderas con mucha cachondería. El Ginesito va por delante, abriéndose paso entre las gentes que pueblan los andenes. La multitud está allí sin otro motivo aparente que el de despedir a sus familiares. El Ginesito se abre paso a codazos y sigue al viajero, cada vez más pequeño, el macuto al hombro y apurado por encontrar su vagón. Entretanto el jefe de estación pelea con las gentes que ocupan los andenes. Guarden sus pañuelos blancos y quédense detrás de la garita de entrada», les dice. Por megafonía son más contundentes. «Atención, atención, desalojen el andén o se arrepentirán. Todo el que no lleve billete desaloje andén dirección a Cádiz. La gente no hacía ni puto caso, pichita, cada vez eran más los que se apretujaban unos contra otros en el apeadero. De seguir haciendo caso omiso a nuestras instrucciones llamaremos a las fuerzas de seguridad y todos los secretas de la zona mostrarán su placa, muy cordial apunta el jefe de estación, que acababa de entrar en el cargo y al que toman a chufla, total, pichita, que al final se monta la de San Quintín. De debajo de las piedras empiezan a brotar policías y a desalojar el andén a mandobles. Primero pegan, luego piden los billetes. El viajero es testigo desde el vagón, acomodado ya en su asiento. Uuufff, es lo único que dice. Está de suerte, pichita.
Menos suerte correrá el Ginesito, al que un policía le clavó una rodilla en la espalda. Emitió algo así como «Uuuuuuaajj». Su compañera decidió acatar órdenes y, sumisa, volver sobre sus pasos. Hubo un momento en que se le cayó una de las pestañas postizas al suelo y se agachó a recogerla. Entonces alineó las piernas y encabritó las nalgas. Y fue cuando uno de los policías arrimó la porra, pero la cosa no llegó a mayores y cada uno siguió su camino. Una vez más tranquilos y una vez que reflexionaron sobre la estrategia a seguir, el Ginesito y su compañera se acercaron hasta las ventanillas, donde se informan. Efectúa paradas en Ciudad Real, Puertollano, Córdoba, Santa Justa, Jerez, el Puerto, San Fernando y Cádiz. Así se lo dijo una de la RENFE, pero eso es lo de menos ahora, pichita. Lo de más es que el travestido de la peluca rubia y las botas de leopardo ha decidido coger el teléfono, en el fondo de su bolso. Recuerda que en todo este tiempo no ha parado de sonar con su música de tango. Es un cliente, un rodríguez a juzgar por la voz y el tipo de servicio, uno a domicilio. Su voz suena como si estuviese hablando desde la taza del váter. Hay interferencias. Prreee, preee. Parece ser que el cliente pide datos y que el travestido se los da, de carrerilla, alterándose unos centímetros la entrepierna y el pecho y quitándose años. Prreee, prreee. El Ginesito tiembla en un ataque que se le agarra a los cuernos. Y frente a las taquillas empieza una disputa que finaliza con el teléfono móvil hecho añicos en la vía del tren. Después de unos pocos reproches y unos cuantos juegos florales, se besaron y volvieron a la calle San Bernardo a recoger el coche, un Renault Cinco Triana de hace la pila de años, ya sabes, pichita. Y decidieron hacerse la línea de coca que todavía les quedaba de la noche y hacerse también la línea de tren, dirección Cádiz y efectuando la consiguiente parada en cada uno de los puntos en que el tren la efectuaba, por si, de estas cosas, quedaban asientos libres y podían seguir de cerca al viajero. Así llegaron a Ciudad Real, a Córdoba y a Santa Justa, sin apartar los ojos de la línea blanca que ondeaba en el centro de la carretera, culpa del calor. Y fue en el Puerto de Santa María donde se quedó un asiento libre. Y empezaron las disputas. Y como no se pusieron de acuerdo sobre quién subiría y quién conduciría, pues el tren salió y el Ginesito y su acompañante siguieron la ruta en el Renault Cinco. Mientras tanto el viajero iba en segunda, fumador, liándose cigarrillos y contemplando el paisaje, pero inquieto. A medida que se acercaba sentía que los latidos de su corazón agitaban sus huesos más intensamente que el traqueteo del tren. De vez en vez, se incorporaba de su asiento y se metía al retrete a estudiar el mapa. Esto debe de ser Vejer, Bekkeh, un pueblo moruno que se alza sobre una montaña y que por la noche, iluminadas las ventanas, pareciese que es allí donde se refugian las hadas. Y esto otro es, sin duda, Tarifa, Tarif ibn Malik, lo llamaban los moros; el viajero, pichita, que no deja de darle al caletre para luego, con la cabeza hervida de geografía, retornar a su asiento, entre toses vecinas, policías de paisano y ronquidos y niños que berrean porque quieren comer y gente hablando por teléfono. Hubo una, la del asiento trasero, que no dejó de hablar ni un solo instante durante las casi cinco horas que duró el trayecto. Diego, digo que tienes que cerrar la llave del gas que me la he dejado puesta, no sea que voléis por los aires, Diego, que te pierdo, Diego, digo que acabamos de pasar un túnel, por Santa Justa, creo, Diego, digo que ahora viene otro, Diego ¿me escuchas?, que digo que no sé el pastel que me voy a encontrar, y que el niño se tome el Colacao con las vitaminas y tú no bebas mucho, Diego, Diego, que te pierdo. Diego, Diego, que tienes que cerrar la llave. Y en ese plan, pichita. Total, que el viajero llega a San Fernando y al Luisardo le da por el vinagre mitológico y cuenta que el viajero pisa lo que antaño fueron campos de pasto, herbaje para los estómagos de la vacada que criaba Gerión, ganadero monopolista de la comarca, antes de que apareciese Hércules y practicase zoofilia con todo su rebaño. No olvidemos, pichita, que Hércules es un apartaor, que lo llaman, un ladrón de ganado. Pero algo especial, pues quiso la leyenda que sin darse un descanso venéreo y recién eyaculado entre los pliegues de la última vaca, sodomizase a Gerión, gigante de tres cuerpos y tres anos, uno por uno, tres veces, tres. Así lo quiso la leyenda, pichita.
Yo conocía San Fernando. Ya de aquella había ido no sé cuántas veces, todo por asuntos familiares. Sin embargo, lo que no conocía eran datos tan escabrosos acerca de la fundación de la ciudad. Tampoco sabía que el Ginesito y su acompañante habían llegado a San Fernando antes que el viajero. Y que eso ha sido culpa del vicio, pues les apetecía pegarse un homenaje a la nariz después de tanta carretera. Y que el Ginesito se puso a la labor. El Luisardo, con la sonrisa colgada de una esquina de su labio, me cuenta cómo el Ginesito aprieta a fondo el pedal con la depravada intención de llegar con una hora de adelanto sobre el tren. Resulta que tenía un conocido por el barrio de las Callejuelas y allí que se presentó con el travestolo, a comprar unos gramos para el camino. «Luego se lo pondremos a la Chacón en gastos, digo», le dice a su compañera, y le pellizca el trasero. Todavía hay tiempo antes de que llegue el tren y se asomen a la estación por ver si el viajero se baja. Ya sabes, pichita, desconocen la ruta del viajero y tienen que estar atentos. Sin embargo, el diablo les hace trampas en el reloj de esta historia y les pone un par de camiones por delante y una calle en obras antes de llegar a una casa con las ventanas arrancadas de cuajo, donde les atiende un conocido del Ginesito. Ponersus cómodos, les dice, y señala unos asientos de coche sacados de algún desguace. Después de realizar la transacción, tres gramos de caliche recién arañada de un muro, salen del barrio de las Callejuelas con el reloj pegado al culo. No les ha dado tiempo a abrir las papelinas, pero se fían de que es lo mismo que les ha dado a probar. «Un compi del trullo», le dice el Ginesito a su compañera mientras le pica un ojo y apura la carrera saltándose todos los semáforos posibles, directos a la estación de trenes de San Fernando. Sin embargo, cuando lleguen será tarde, pues el viajero ha sido de los primeros en saltar del vagón, mochila al hombro y cigarrillo pegado a la boca. Ahora camina por calles peatonales, pichita. Le han indicado que así se llega hasta lo de Transportes Comes, ya sabes, los coches de línea que recorren estas geografías de tránsito. Y hasta allí que encamina sus pasos. Sigamos con él.
El viajero es sensible al viento y empieza a considerar los primeros indicios de la levantera. Y se acuerda de lo que en su día escribió ese tal Richard Ford acerca de la mezcla de languidez e irritabilidad que provoca nuestro viento, pichita. El Luisardo hace un inciso, aspira la última calada y, antes de contar, ahoga el tiempo y el humo en los pulmones, y cuenta que el aire es sofocante y quemador, que los pájaros vuelan bajo y las mujeres y las gatas jadean sus apetitos venéreos. El viajero siente que la circulación de la sangre va más lenta. Bastante malo sufrir la impaciencia con el levante, pues el resultado es la locura, pichita. Por lo cual el viajero se deja llevar y se queda cuajao en la misma puerta de Transportes Comes. Lo encuentra cerrado, pichita. Y entonces le vienen hasta sus orejas las notas de un piano negro y puñetero. Se trata de una melodía desafinada y que se clava en los tímpanos como un cuchillo. Será la misma melodía que a partir de ahora anuncie sus peripecias, pichita. El viajero se rasca la cabeza como si sufriese de piejos. Mientras tanto, en la estación de trenes de San Fernando, sus perseguidores se culpabilizan, el uno al otro y el otro al uno. Al final no ocurre nada, o mejor ocurre lo de siempre, que el uno no puede vivir sin el otro y el otro sin el uno. Total que por estas cosas que tiene la vida y buscando sitio para echar una meadita y probar la coca, al uno y al otro no se les ocurre más que aparcar el coche frente a lo de Transportes Comes. Y entrar en el bar de al lado.
El viajero está en la misma puerta de lo de Transportes Comes, pero no se ven todavía. Será unos minutos más tarde cuando se encuentren de sopetón. El Ginesito, acodado en la barra, pide de beber cerveza, bien sudadita, digo, y una factura. Mira el reloj y se hace sus quimeras, en menos de diez minutos estarán en Cádiz y apresarán al viajero. «No creo que se haya apeado en San Fernando, digo», se piensa para sí el Ginesito. Y le pega un trago a la cerveza. No sospecha ni por asomo que el viajero está cerca, sentado en la misma puerta de lo de los coches de línea, ni tampoco que siente la espalda quemársele cuando la arrima a la pared. Sostiene el paquete de tabaco en una mano. Lo hace con extrema delicadeza, como si fuese un pájaro muerto o mejor una rosa coronada de espinas. En la otra lleva el mapa, que despliega sobre sus rodillas y, mientras lo visualiza, se lía un cigarrillo que le abrasa los pulmones, con tan buena suerte que el viento hace el resto y levanta el mapa por los aires. Una fatalidad, pichita. Al mapa del tesoro le da por dibujar rizos, por subir y perderse. El viajero va tras él, se pone de puntillas, salta, aaaaggh, por poco. A todo esto, el Ginesito ha pedido otra cerveza, bien sudadita, digo. Sigue acodado en el mostrador y con medias lunas de sudor en sus axilas. El Ginesito se descabella la muela con un palillo y mira los minutos que le faltan para que el tren efectúe su parada en Cádiz. Diez por el reloj del bar, un Omega con más años que el dueño. «Hay que apurarse, digo», mientras está dale que te pego con el palillo desollándose el nervio de una caries. Y es entonces cuando el Ginesito le jipia, pichita. En un primer momento se piensa que es un loco de tantos que se dan por la zona, saltando como una Pavlova. Pero cuando se percata, atraviesa el nervio de la caries como si fuese una anchoa y sentencia: «Ya te tengo, digo». Y pega un chillido a su compañera, que sigue en el baño. El viajero no lo intenta más, el plano del tesoro ya anda por la venta El Chato o más lejos. Entonces el viajero, como sin darle importancia, por aquello de que las geografías que mostraba el mapa ocupan buena parte de su rabiosa memoria, entonces el viajero vuelve al lugar de antes y se sienta a esperar a que abran lo de Transportes Comes. En esto que salen el Ginesito y su compañera del bar, directos a intimidarle. Pero por estas casualidades del destino, cuando están cerca del viajero, casi quitándole el sol, un autobús repleto de soldados aparca justo al lado y abre sus puertas. Ahora no, parece que le dice el Ginesito a su compañera. El viajero, haciendo visera con la mano y con un pitillo recién liado en la boca, se incorpora a pedir fuego. Y no se le ocurre otra que la de pedírselo al Ginesito. Este dice que no con la cabeza y señala a su acompañante, que abre el bolso atigrado y saca un encendedor. Es uno que él conoce bien: La Caleresa, establecimiento tradicional de Madrid, que pone en la propaganda del encendedor. No es casualidad, tampoco causalidad, pichita, es La Caleresa, la misma cafetería donde el viajero trabajaba. Recuérdalo, tres cortados y una bayonesa, maaarchando, un cubalibre con mermelada, maaarchando, y en este plan. Entonces se le revuelve la memoria con el olor a café y se acuerda de la Riquina y de sus curvas de Cocacola. Pero eso dura un instante, pues cuando el viajero le ha devuelto el encendedor y antes de que la de la peluca arrase su bolso de piel atigrada, el viajero ha podido ver el revólver, demasiado pesado para ser de mentiras, pichita. Y otra vez la música del piano negro pronosticándole malos augurios. Es entonces cuando un hombre chepudo y de camisa azul levanta el cierre de lo de Comes y, con un ademán que recuerda al de los camareros señalando una mesa libre, indica que las taquillas están abiertas. Y con el cigarrillo encendido y una mueca de temor, asediado por las sospechas más terribles, el viajero se pone a cubierto y entra en lo de Comes. La música del piano negro sigue tan cercana que al viajero le parece que viene del fondo de sus orejas. Hay una multitud de soldados que amenaza con romper las taquillas si no despachan ya los billetes. Huele a transpiración y a cantina. Es una peste que se puede cortar con bayoneta. Pero a lo que vamos, que el de la chepa se pone con los billetes. Y despacha tantos, que el viajero se queda sin ninguno.
—Pa’lgeciras no queda na —le dicen en taquilla—. Tendrá que ezperá a mañana.
El viajero reclama:
—Yo llevaba aquí más tiempo que nadie, estaba el primero.
—Ezo no e noztro problema. Tenemo un convienio con lo tre ejérsito —le dice el de la chepa—, un convienio por el cual cuarquié zordado tiene prioridá en ezta empreza.
El viajero no entiende de estas cosas y se calla. Ya sabes, pichita, todo por la patria. ¡Ar! Y pide un billete para mañana, o sea para hoy pichita, el primero que salga.
—Eso tié usted que venir mañana —le contesta, y se queda tan pancho.
El viajero, además del macuto, lleva toda la dejadez del levante en la espalda. A pesar del peligro que le acecha y del que es consciente, nada puede hacer, pues nada puede hacerse contra el viento de levante, na de na, pichita. Apuñalado por la desconfianza, no camina mucho y se pone en el bar de al lado, donde pide una cerveza. La cerveza no la toma, tampoco la paga. No se la han servido, sin embargo le dan razón de una fonda económica, cerca de la estación de trenes, una adonde van soldados. Y hasta allí que encamina sus pasos el viajero, pesado pero cauto al mismo tiempo, confundiendo su sombra con la de sus enemigos cada vez que dobla una esquina. El Ginesito y su compañera también le siguen a una distancia que llaman prudente, van a pie y ella camina con los tacones torcidos y la falda cada vez más arriba, desenmascarando las bragas y las varices del trasero. El viajero coge una habitación y ellos otra. La de al lado. El viajero deja su equipaje, cuelga la gabardina de una escarpia tras la puerta y orina en el lavamanos, por aquello de no salir hasta el pasillo, que es donde andan situados los retretes. Después de orinar, se sacude la última gota. También la pereza bajo el chorro del grifo. El agua sale ardiendo, pichita. Es un sanitario con las cañerías desnudas, de esas que se retuercen de mierda. Los mosquitos agobian el sumidero y se estrellan en la pared. Es una joya de pensión, pichita, donde huele a cisterna y a caldo Maggi. El viajero se revisa los bolsillos y saca toda la calderilla y la pone encima de la cama. Coge mil duros y lo demás, que no es mucho, lo guarda bajo la almohada. Y mientras el viajero sale a la tarde, en la habitación de al lado se entretienen, cuenta el Luisardo. El Ginesito, a falta de palillos, se saca los padroños de los dientes con el carné de identidad. Está sentado en una silla de enea y se quema de celos siguiendo el juego de su compañera, desnuda sobre la cama, junto a un recién nombrado capitán de la marinería de San Fernando, desnudo también y rubio, como la peseta. Se trata de una revancha, la de ella hacia él por haberse dejado engañar con tres gramos de caliche.
—En cuantito acabemos este trabajo, juro que le meto fuego a la casa con él dentro, digo.
Pero el travestí se muestra indiferente a la venganza, pichita, para él lo único que vale es el aquí y ahora. Por lo mismo, cubre las vergüenzas del marinero con la visera de capitán, que ahora se levanta erguida, desafiando tempestades y tormentas.
—Acaba ya, creo que nuestro amigo ha salido, escuché un portazo, digo —advierte el Ginesito.
La compañera del Ginesito le ha trabado los rubios genitales al capitán con el cordón de un zapato. Un nudo marinero que ahora desata de un tirón, como si se tratase de una peonza, pichita. El Luisardo me contaba todo esto en el Miramar. A lo lejos temblaban las luces de la otra orilla. Más cerca se oía el trajín de las pateras, próximas y clandestinas. Toda una suerte de brazos y coños que intentan burlar a la mar, esa vieja glotona que primero los engulle y luego los devuelve mojaditos.