Ocurre en Tarifa que el viento es cosa natural, como también lo es el surrealismo o la locura. Y ocurre también que el Luisardo es natural de Tarifa. Por tanto, imaginé que todas aquellas historietas las empujaba el viento hasta su pringosa cabeza. Y que una vez embrolladas, el muy puta las traía hasta la boca, siempre abierta y embustera. Chitón, pichita, que la noche tan sólo ha comenzado y el viajero suda, es verano y los termómetros de la capital se derriten. Y en este plan lo primero que hace el Luisardo es contar lo que inmediatamente contará y luego, como por arte de magia, contarlo, para al final contar lo ya contado, dejando boquiabierto a un auditorio que las más de las veces lo formaba yo solo.
Que supiese, el Luisardo nunca había salido de lo que es el campo de Gibraltar, sin embargo se conocía las calles de Madrid como si hubiese meado en todas sus esquinas. La cuesta de Santo Domingo, donde el aparcamiento de coches, frente con frente con lo de la Chacón, pichita, allí donde empezó todo, el Luisardo sonríe al medio lado y enseña su colmillo de serrucho, allí donde el viajero espera que salga la Riquina. De su boca mentirosa sale humo, también las babas y las piernas y todos los nombres fingidos de chicas que visten bañador y tacones. Parecen más desnudas que sin nada encima, pichita. Samira, culialta y de tallo luengo y erguido, sus labios vaginales son de un color violeta demasiado vivo. Yasmine, carnosa y de manos suaves, que remata sus cabellos con trencitas de colores de esas que resuenan en la oscuridad. Jaira, que es dominicana y que le tiemblan las cachas cada vez que algún cliente se arranca con el merengue de una billetera dulzona. Catherine, a la que llaman Caty para acortar distancias, educada en París y con una ventosa por vagina. Y así hasta ocho más, pichita; el Luisardo mentía con voz ronca, infectada de flemas. Esto ocurre anteayer, dos días antes de que el viajero se presente en Tarifa, y ahora chitón, pues la noche obliga al viajero a correr febril la cortina. Es verano, finales de agosto, y en Madrid hace un calor que se puede cortar con hacha. El viajero no repara en que la Chacón está dentro, pichita, qué va. Tampoco repara en que le ha jipiado nada más correr la cortina. El viajero ha hecho una entrada calenturienta y lo único que reconoce es la ausencia de la Riquina.
El Luisardo se hace el cuadro, improvisa que la Chacón fuma al final de la barra y que se deja acompañar por dos personas que las sombras no dejan ver. La Chacón habla y bebe, y sigue fumando, y a la vez que fuma agita las cuentas de sus pulseras y remueve viejas melodías de una música tan vieja como ella. Con el rabillo del ojo, y favorecida por uno de los espejos, la Chacón ha percibido la entrada febril del viajero, que se acerca hasta el mostrador y pregunta nervioso por la Riquina después de repasar la cuerda de chicas apoyadas en la barra; mulatonas que bostezan de hastío con el bañador untado al cuerpo y que ya conocen al viajero de otras veces, es un limpio, pichita, no carga un puto duro, me dice el Luisardo estirando la sonrisa. Ya se lo saben y por lo mismo no enroscan el dedo índice para llamarle y siguen bostezando sobre el mostrador indecente, trazado de punta a punta por alguien a quien se le fue la mano, pues apenas dejaba sitio para un diván algo mutilado y una máquina tragaperras que nunca dio premios altos.
El Luisardo, con esa irremediable propensión al enredo de la que hablábamos antes, seguía enredándome. Y cuenta que cuenta, aprovechaba y se fumaba todo el canuto. Le llamé la atención, diciéndole que aquello olía a uña. Pero ni puto caso. Siguió arrancándole caladas a la toba y mintiendo, tomándose el humo y el tiempo necesarios para acomodar al viajero en un mostrador de grandes dimensiones y con azulejos como los de las horchaterías. Mira pichita, la verdad es que fue la Chacón quien lo quiso así de grande cuando mandó hacer obra, al poco de cogerlo, hará unos quince años. Un mostrador magnánimo y colosal, que decía ella con orgullo. Pero a lo que vamos, que acaban de abrir y también de limpiar y un furioso olor a insecticida da la bienvenida al viajero, que calenturiento se aproxima a la barra y pide una aguatónica con dos de hielo, por favor. La Chacón se hace notar y pega una voz a la chica que sirve. Advierte que lo que se tome el viajero que lo pague, pues hasta ahí vamos a llegar. Son tresmil, miamol, subraya Caty con los labios llenos de mentiras.
La Chacón le tenía enfilado, pichita, inventa el Luisardo. Desde el invierno, frío y lluvioso, no hay semana que el viajero no aparezca un par de noches por su local. Recuerda que es verano, finales de agosto, y que allí en Madrid el único aire que se conoce es el aire acondicionado. Quien no dispone de aire acondicionado en los veranos, tiene que respirar resignación, pichita. Son cosas que pasan en Madrid desde que pasaron los que pasaron, pichita. Recuerda que primero pasaron los que te conté, luego provincianos con recomendación en la capital y después todos los demás. Total, que desde aquel entonces Madrid es ciudad racista donde se confunde ser con tener. Pero no nos despistemos, pichita, pues ahora el viajero coge su vaso y se sienta en el diván, lo más cerca que puede del ventilador. Y se pone a esperar a la tal Riquina, un nombre ficticio, inventado para la doble vida, pichita, uno de esos nombres que suenan bien al oído y del que ella no se desprenderá nunca. Tampoco el viajero, pues a veces le viene a la boca como si su demonio estuviese cerca.
La Riquina está empleándose en uno de los reservados, sigue el Luisardo inventando. El cliente es un morapio viejo y ciego con los ojos alunados y las barbas de chivo blanco. Ella recibe su amor por la espalda. Si el viajero pudiese ver por un agujerito lo que sucede en el reservado, el viajero distinguiría la imagen del morapio, su boca entreabierta como si buscase la luz con la lengua al no poder con los ojos. También distinguiría su cuerpo de espátula sacudirse con vigor entre los carrillos de una negra que recibe la carga cuello en alto. Es la Riquina, igual a una gata a punto de ser mordida, las uñas crispadas en la cabecera de la cama y el largo espasmo que transforma su cuerpo en un dibujo irrepetible y que el Luisardo estira con su forma de contar. Suenan sus nalgas al chocar contra el vientre del morapio y hay manchas de calor en la almohada. Ella es como las demás, pichita, lo que pasa es que se aplica con un fervor y con una vocación que hacen que cualquier cliente se afirme un Casanueva. A todo esto el viajero no sabe que todos los tabiques tienen agujeritos. Ni que los hizo la Chacón cuando mandó hacer obra. Tampoco sabe que el morapio lleva media hora larga derritiéndose a fuego lento en la brecha del amor, ni tampoco sabe que la Chacón hubiese seguido con la pupila clavada en el otro lado del tabique y mojándose el cordial con la Riquina, una caribeña con ganas de agradar hasta al cliente más sórdido. El viajero sólo sabe lo que le han dicho, pichita, que la Riquina está con un cliente. Arriba, le señaló con la mirada la mulata a la que llaman Caty y que la noche en la que sucedió todo vestía un bañador de licra en rojo y con el dibujo de los pezones ceñidos al pecho. Son tresmil, miamol. Pero no nos despistemos, que el viajero se ha alegrado con esta noticia, pichita, pues cuando ha hecho su entrada y no la ha visto, y llevado por una fatalidad que respiró desde la cuna, el viajero lo primero que piensa es que a su Riquina la facturaron a Cádiz, o tal vez más abajo, a la otra orilla, al harén en propiedad de un heredero circunciso, loco por ella, pichita, me contaba el Luisardo con la boca atropellada de humo y mentiras. Un vergel estrellado de árboles frutales y de vaporosos baños de aceite. Cerca de un océano tenebroso, allí donde florece un jardín al que Hércules no se atrevió a entrar, pues así lo quiso la leyenda. Las personas necesitan de los mitos y de los santos para no pegarse un tiro, pichita. Y de acuerdo con esto Hércules engañó a Atlas para que robase por él las manzanas de oro al dragón insomne. Quiso la leyenda que así fuese y quiso el Luisardo que el viajero sintiera el peso de los cielos en sus hombros al echar el primer vistazo y no encontrar a la Riquina. Un aire de ausencias le prendió el pecho igual que un virus, pues el viajero es algo maniático.
La Chacón renueva a las chicas continuamente y esto es una amenaza para el viajero, sedentario en lo tocante a gustos carnales, ya sabes, pichita. Lo que desconoce el viajero es que la Chacón anda engolfada con la misma que él, como también desconoce que la Chacón hubiese alcanzado los temblores de no haber sido porque hasta sus orejas llegó el soniquete de la rapiña. Una historia que merecería a través de la pared, pichita; una historia de ciudades sumergidas y de tesoros ocultos en el vientre de las rocas. Una fábula que el morapio cuenta a la Riquina en el intermedio, pichita, tendidos los dos sobre un camastro que gruñe a cada movimiento, culpa de la funda de plástico con la que la Chacón ha mandado forrar los colchones. Pero tranquilo, pichita, que ahora viene lo mejor, pues el morapio confía su secreto llevado por la dulzura del descanso; los ojos de gelatina clavados en el techo y la somnolencia de animal satisfecho que le desenreda la lengua. No la conoce de nada y a eso se le llama confianza ciega, pichita. A todos los que se benefician de su entrepierna les ocurre lo mismo. Compulsión informativa lo denominan sus clientes más teóricos, aquellos que sólo van al burdel a contar batallitas. Es encerrarse en la habitación y desatárseles la verborrea. Pagan por hablar, pichita, como te lo cuento. Y no creas que el morapio va a ser menos y, llevado por la citada compulsión, y desde la complacencia, promete el oro y el moro. Desvela que hay una fortuna aguardándole y que si ella le espera vendrá a recogerla muy pronto. Y la cubrirá de miel y él se dedicará a espantar las moscas. Ya sabes, pichita, los ciegos llevan un radar invisible, semejante a los murciélagos. La Riquina sonríe, no se cree nada, pero le da igual, se deja engañar por una palabrera fábula que calienta la cabeza de la Chacón, pichita, al otro lado del tabique y que la hace subirse las bragas y pararse a pensar, pues pensamiento y acción no son compatibles. Pero dejemos a la Chacón ajustándose el elástico de las bragas, cubriendo la operación de cesárea que atraviesa el musgo de su vello púbico y saltemos hasta el viajero, recién aparecido en el burdel y con hambre de uñas. Para calmarlo saca la petaca de güisqui, escondida hasta ahora en el calcetín. A todo esto, la Chacón no le quita ojo y observa, por un trozo de espejo, cómo el viajero rellena su vaso. Recuerda, pichita, que está hablando con dos personas que la sombra no nos deja ver y que no pierde ripio con el rabillo del ojo. Tiene enfilado al viajero desde que ha hecho su entrada en el local. Aunque ganas no le falten se contiene de llamarle la atención y sigue hablando con las dos personas, ahora en voz baja. La Chacón está facilitándoles instrucciones sangrientas, pues verás, pichita, pide que le roben al morapio un mapa que carga encima.
—Es un documento muy valioso y se resistirá, tenedlo presente —les dice—. Está arriba dale que te pego con una de las chicas y no tardará en bajar. —La Chacón moviendo las pulseras y dándolo todo por hecho—. Hay que darle tiempo, es ciego, pero no por ello hay menos riesgo, el pueblo árabe es guerrero, así lo quiere la Biblia —se explica la Chacón con entusiasmo de pulseras—. Y ahora me vais a perdonar.
El Luisardo continúa con la Chacón, una prestigiosa bollera del Madrid más purulento, aquel que pasaría en el treintaynueve bendecido por la iglesia y que dejó por las calles un olor a alcantarilla que todavía hoy perdura, pichita. Tú y yo no habíamos nacido, tampoco el viajero, que contempla enmudecido a aquel pellejo insultante con la voz en grito. Los pechos agotados tiemblan al trasluz. Le llama la atención y le señala la puerta con el dedo. Lleva melena de rata vieja, las canas pintadas de caoba y el maquillaje, como barro mal cocido. Sus ojos son dos aguijones clavados en el fondo de la jeta, escurrida por la dieta forzosa, hay quien dice que por un virus innombrable que le pegó un familiar, en fin, que el viajero se siente taladrado por el Black & Decker de sus pupilas enfermas, iguales a dos puntos de pus. Con el mal talante que le producen las pastillas adelgazadoras, la Chacón se aproxima echando improperios por la boca. Cuando el viajero mastica su aliento, le viene una náusea. Es un resuello de lo más parecido al de una yegua con el vientre podrido de vicios. Vista de cerca parece una actriz de españolada venida a menos. Más fea que Picio, imagínatela, pichita.
Yo imaginaba a una mujer entrada en años, pero que se resistía a envejecer con ayuda de visitas al quirófano y anfetaminas. Igual a la jefa de Los Gurriatos, pero con el pellejo escurrido y el cabello de caoba. Al fin y al cabo, una vulgar zurcidora de virgos que guardaba los secretos de sus clientes más significativos, todos aquellos que cruzaban el umbral de su negocio. En fin, que yo imaginaba y el Luisardo me contaba con la sonrisa picada y las mejillas también. Según él, el viajero ya lo había hecho más veces, pero esta vez le ha cogido de marrón, pichita, con la aguatónica, como él dice, coloreada de güisqui. Y no te vayas a creer que un güisqui cualquiera, qué va, pichita, el viajero bebe Johnny Walker, el güisqui de los caminantes, que rellena en el trabajo aprovechándose del descuido de un encargado al que pronto perderá de vista para siempre.
Cuando conoció a la Riquina el viajero trabajaba en otro sitio, pichita, una cafetería más elegantona y de dos plantas que queda por la Granvía. Y más que la causalidad fue la casualidad, pichita, o mejor dicho la pitillera plateada que sobre el mostrador se dejó olvidada aquella negra con la melena del mismo color que la mantequilla fresca.
La luz de la tarde salpica mesas y sombrillas. Entretanto el viento enloquece a las moscas, silba por peteneras y arrastra servilletas y cáscaras de gamba a los pies de los clientes del Nata. Para no perdernos, el Nata queda frente al cuartelillo de la Guardia Civil y es una taberna del puerto muy considerada por la materia prima que sirve a cualquier hora del día. Su plancha humeante de pulpo y de pescada y su fritura de pijota y calamar son conquistas gloriosas al estómago de los mortales. También al de los dioses, y hasta allí encamina sus pasos una mujer que se cree una diosa. Tengan cuidado, pues el mundo gira porque ella le da permiso. Lo que le falta de moralidad le sobra de carnes y, vista de lejos, no se sabe si va o viene, pues tiene la cara igual que el culo. Ya la conocemos de antes por ser la propietaria de Los Gurriatos. Un gato saca las uñas en señal de bienvenida y el perrito, que más recuerda a una rata que a un perrito, escala al cobijo de su dueña, donde se achica de miedo. Más que ladrar, chilla y no se calma por mucho que le acaricie el cogote, le refriegue el lomo o le rasque el escroto con el luto de las uñas.
—Che, qué demonio —le sale al paso una voz hermafrodita con acento pampero—. Che, qué demonio, pero si brama como un recién nacido, vos sabés.
Llevaba así un buen rato, una pierna sobre la otra, sentada en la terraza del Nata. La llaman la Duquesa y aquella tarde, vísperas de feria, se dejaba acompañar por un fulano repeinado a la gomina y con cicatriz en la mejilla. El tipo no abrió la boca durante la reunión, que se alargó más de una hora.
—Che, mi socio.
La Duquesa hizo las presentaciones y el de la cicatriz, sin levantarse, no se fuese a despeinar, tendió la mano a aquella señora que llegaba tarde y cargando un perrito pilonero a los pechos. «Una mujer con el corazón lleno de pus y ladillas en el alma», pensó el fulano; no con más que él, pero sí con más dineros. Por eso les iba a contratar para un trabajito.
—Che, ¿y a qué se debe tanta urgencia? —preguntó la Duquesa enarcando unas cejas que, de tan gruesas, parecían trazadas con rotulador.
Hay quien dice que el título le viene porque fue la querida de un señorito de cuando Franco. Dicho fulano la cubrió de alhajas y de promesas, gratificaciones de un querer tan borroso como consagrado. Sobresueldos y piedra fina que, garbosa, llevaba a empeñar a la mañana siguiente. «¿Qué nos trae hoy, Duquesa?», preguntaban con guasíbilis los tasadores. Ella, que se creía la Evita Perón, dejaba caer los pechos en silencio sobre el mostrador, con aquellos pezones semejantes a huevos fritos. Chof, chof. Los tasadores se daban de codazos por ponerse cerca del plato. Nadie quería dejar pasar la oportunidad de presenciar el derrumbe que estaba sufriendo un grande de España. Un diamante, talla brillante, que la Duquesa sacaba del surco hormonado de sus carnes. Los tasadores se frotaban las manos y ella usaba los recibos para limpiarse la mucosa. Lo hacía delante de ellos, sin ningún tipo de vergüenza y con una grosería que les desorientaba. Así anduvo un tiempo, hasta que un buen día al señoritingo se le apolilló la cuna y perdió título y exordio. Y atosigado por bancos y letras de cambio decidió cambiar de barrio. Y se metió un balazo en el cielo de la boca. Bang. Hay quien dice que los números rojos salieron disparados por las fosas nasales y que no escribió carta a juez alguno. Simplemente apretó el gatillo de la pistola. Un Astra nueve milímetros.
De eso hace ya tiempo, ahora la Duquesa tiene encima más edad que el Guadalquivir y unas lorzas que se le escurren cintura abajo. Aunque natural de la Argentina, la Duquesa seguía viviendo en Sevilla. Nació mujer, o eso dice ella.
—Vos sabés que nací mujer y soy mujer. Vos sabes que no miento, que en vez de mentir deseo.
Y se pellizcaba el elástico de la braga. Bang. Y sonaba como un disparo. Y todo el mundo enmudecía, otorgándole así su deseo. Y ahora, concluido este breve entreacto, volvamos a la terraza del Nata. Acordémonos de que son vísperas de feria y que el viento arrastra el griterío y amenaza las sombrillas, propaganda de Cruzcampo. Un perrito legañoso ladra al cuartel de la Guardia Civil y su dueña le manda callar. Hace una seña al camarero para que atienda y acto seguido pisotea la toba de su cigarrillo parisién. Parece como si una cosa, la colilla, tuviera que ver con la otra, el camarero. Y sin reflexionar un momento sobre su conducta se dirige a la Duquesa. Recordemos que la ha mandado llamar con urgencia. Se conocían de vista, pues la Duquesa iba de vez en vez a Los Gurriatos a tomar una copa y ligar con los clientes. Siempre pillaba. A su paso por Tarifa detenía el Renault Cinco Triana a la puerta de Los Gurriatos y allí que se metía. Los que mejor se le daban eran los marineritos recién llegados al puerto. Clientes manchados de sol y de brea, sensibles a descargar la pólvora seminal del viaje en cualquier agujero. La Duquesa los magreaba a fondo y después, ya en el coche, se disponía viento en popa a toda vela. Con los fogones encendidos se encaramaba al palo mayor. La Patro consentía eso y otras cosas, como lo de dejarla entrar borrachuza y sacarse las vergüenzas delante de los asiduos y ponerse a orinar en la barra, por ejemplo. O lo de pellizcar la calidad de los bañadores de las chicas. Cuando esto sucedía, la Patro, con el mentón hundido en la papada, reprimía su agresividad zodiacal y hacía la vista gorda. Le habían informado de quién se trataba y supuso que alguna vez podría necesitar de sus servicios. Y esa vez había llegado.
—Vos sabés que no miento, que eso está hecho. Pero vos sabés que la urgencia se paga con plata. —Y dicho esto arrastra la silla hacia atrás—. Discúlpame vos, que voy un tiempito al guáter. —Y se levanta.
La Patro encendió uno de sus cigarrillos y, a la vez que lanzaba el humo, le dedicó una doble mirada que era una doble indecencia. Por el culo de la Duquesa habían pasado tantos hombres como camiones por la carretera de Algeciras y, aunque demasiado vieja para el oficio, no se resignaba a la jubilación. De acuerdo con esto, trabajaba dedo y mandíbula por los aledaños del parque María Luisa. Sus clientes eran padres de familia y algún que otro policía en acto de servicio. La Duquesa salía a la noche, la boca de salchicha y el bollo relleno de carne. Desafiante con los inviernos y los automóviles, cruzaba el puente de San Telmo; el corsé prieto y chillón, el pecho desnudo y una pregunta colgándole al raso. Alternaba el oficio con otros trabajitos, profesiones liberales como la de barrer gente del medio, encargos de sangre que llamaba, para lo cual se valía de sus propias manos en guantes de cocina, un sedal de caña, el cordón de unos zapatos, un cuchillo de monte, una bolsa de basura, un sacacorchos, un pañuelo de Loewe o del Cortinglés y últimamente, como andaba regular de los pulsos, últimamente se ayudaba de terceras personas. Nunca fue llamada a declarar, pues el cuerpo del delito desaparecía como por arte de magia. Carnaza para la almadraba. Y con el cuerpo del delito también desaparecía el sedal de Loewe, los cuchillos de cocina, la basura del Cortinglés y las terceras personas. La próxima sería un fulano con la cara de luna podrida y una cicatriz en su mejilla de culo, un matón de feria que sólo abría la boca para comer. La Patro fumaba y ceñía con la pupila a aquel infeliz, un pobre diablo que no levantó la cabeza del plato hasta que salió la Duquesa del guáter.
—Che, ¿y en qué consiste el encargo? ¿A quién hay que ultimar? —preguntó desde sus tacones mientras chupeteaba la cabeza de una gamba.
—El enemigo no tiene rostro. —La Patro fumaba y el humo iba saliendo a chorros de su boca, junto a sus palabras—. Tampoco pelotas, no da la cara. Funciona por escrito y es un chantajista. Su víctima es cliente mío y, por extensión, el enemigo es mío también, querida. Primero hay que encontrarlo, luego eliminarlo y dar ejemplo.
La Duquesa dice que sí con la barbilla, tiene los ojos viciados y la Patro lo sabe. Percibe el alcance de la visita al guáter, también percibe el alcance de lo que se puede ahorrar si paga algo ahora. Se hace el cálculo, deja al perrito libre y mete la mano entre sus pechos y obtiene un monedero. Pero antes de abrirlo mira fijamente al del costurón en el moflete, que se escarba la muela con un palillo, y que después, con el mismo palillo, pincha un calamar sobre otro, muy delicado en sus maneras. Y se lo lleva a la boca. Ahora la cicatriz se asemeja a un alacrán sobre el moflete abultado de comida. Todo él respira el airecillo del cementerio. Y si supiese que una vez acabado el asunto la Duquesa le tiene preparados unos zapatitos de cemento, se atragantaría. Pero no sabe nada. Por no saber no sabe todavía a quién hay que matar. Entretanto la Duquesa navega entre los cristales dorados de una cerveza, tal vez bajo el cuerpo cobrizo de algún marinero con ganas de hundir el ancla. La espuma crujiente de su enferma imaginación está revuelta. La Patro sabe cuántos son los chutes necesarios para que le funcione el alma y se ponga a matar. Por eso abre el monedero y saca una papelina. Y la pone en la mesa, bajo un plato con restos de fritura.
—¿Y vos desconfiás de alguien? —pregunta la Duquesa mientras acerca su mano hasta la primera parte del trato.
Nunca le dijo su nombre de pila. Tampoco él se lo preguntó. Para qué, si la Riquina era muñeca eléctrica y al apretar chillaba como si fuese de verdad. Un pericón de aúpa, que decía el Luisardo. Y con más curvas que una botella de Cocacola aunque rubia como la cerveza, pichita. No usa sujetador, tal vez por rebeldía pectoral o por distracción, pues ya sabes, pichita, la Riquina siempre fue un poco despistada. A veces, sin darse cuenta, en horas fuera de trabajo, deja al descubierto un muslo o las mismas bragas, siempre en negro, del mismo color que su piel para evitar confusiones. Esa tarde, dentro de la cafetería, a la hora de las meriendas, hay un camarero que se aprovecha más que el resto de las posibilidades visuales que la Riquina ofrece. Es un tipo desgarbado, zapatos sin cordones y nariz enrojecida por los fríos mañaneros. Mantiene la bandeja llena de cafés y no la saca ojo. Ella es de una belleza que hiere la mirada y él es un poeta malherido. Ya le conocemos de antes. Es nuestro amigo que, lanzado por un impulso de potente arranque, sale por piernas tras aquella mujer de naturaleza despistada. Resulta que se ha olvidado la pitillera sobre la barra, junto a la taza de café, y nuestro amigo quiere devolvérsela. Pero el gentío se lo impide, pichita. Distingue a lo lejos su figura, que camina por donde las luces rosadas y azules del sex-shop, junto al cine. Un tapón de coches se le pone por medio y nuestro amigo se coloca los dedos en la boca para silbar, sólo que ahora no le sale, pichita. Cuando se quiere dar cuenta, la Riquina va por el Sepu. El reloj de la Telefónica marca en sangre las seis de la tarde y aún quedan meriendas esperando tras la barra y también una cola de parados con ganas de empleo. Las luces de colores se amontonan en la Granvía y el Luisardo me las empieza a enumerar. Primero el luminoso del Pasapoga, que es color violeta. Luego el del Palacio de la Música, amarillo. Y verdes son las letras del hotel que está al lado, creo que es el Regente, pichita. Recuerda que es el día de la cabalgata de Reyes y que nuestro hombre vuelve a su trabajo, dos cafés con leche en taza mediana, uno corto de café y el otro con sacarina, maaaaarchando, una de tortitas con nata y sirope, maaaaarchando, un tortel, maaaaarchando, una de roscón con vino dulce, premio, pues se acaba de quemar con la puta cafetera y todavía le abrasa la memoria el juego de piernas de aquella mujer de la que no conoce nada, pero de la que se sospecha todo. «Ya volverá a por la pitillera», se dice para sí. «Ya volverá».
Pero pasan los días y ella no vuelve y la pitillera plateada se pudre de asco junto a la botella de Cuantró. De vez en vez nuestro amigo se la queda mirando y se contagia de una tristeza apayasada. Eso dura un mes o así, pues la de las curvas de Cocacola reaparecerá en su vida, pero esta vez con más intensidad, culpa del azar o de la costumbre, pues verás, pichita, cuenta el Luisardo. Y cuenta que el viajero se ha quedado sin papel de fumar, y que antiguamente una hoja roja avisaba cuando quedaba el último y había que hacerse con otro librillo. Pero ahora nada, pichita, na de na. Ahora regalan viajes a Jamaica y banderas con el careto de Bob Marley. Ahora no hay esa atención antigua con el cliente y ya no hay hoja roja que se chive y el viajero, que es poco previsor y que no guarda ningún librillo de repuesto, pues se ha quedado sin papel de fumar. Entonces sale a la calle y, después de mucho andar noche abajo, consigue un pipero por San Ginés, cerca de la Joy Eslava, una discoteca racista donde no te dejan pasar si llevas calcetines blancos. Pero no nos despistemos, pichita, que el viajero ha pagado una moneda por el librillo y, más contento que unas pascuas, vuelve a pie hasta su casa y será por la cuesta de Santo Domingo, junto a una antigua armería, donde la verá de nuevo. Está dentro de una vitrina, sudorosa de polvo y chorretones. Alrededor de ella hay otras chicas, todas de color, de color negro quiero decir, pichita, desde el crema de cacao al negro intenso. Pero volvamos al bollo. De la Riquina resalta su sonrisa, que parece de verdad, una sonrisa capaz de alumbrar la Granvía en noche de apagón, pichita. También hay que destacar el genio de sus pechos puntiagudos y que amenazan con saltar los ojos a todo valiente que se acerque a detallar la fotografía. El viajero limpia la vitrina con el puño de su guerrillera. Es la tía más buena con la que hubiera podido soñar nunca. Y mira tú si el viajero ha soñado, pichita. La Riquina anda en cueros y se cubre la ingle con un clavel rojo, colocado con tanta naturalidad que la sombra le confunde el pubis, depilado en sus laterales y del mismo aspecto que el caramelo hilado. Sin embargo, para conseguir este último detalle hay que acercarse más, deformar la nariz en la vitrina. Y el viajero lo hace. Pero cuidado, pichita, que sale alguien del local. Es un hombre trajeado y que peina canas, enciende un cigarrillo y cala al viajero de arriba abajo a la vez que expulsa el humo por la nariz. Su piel es morena y lleva en la mirada un brillo chispero. El viajero se contiene las ganas de entrar y no será hasta la noche siguiente, con la pitillera en el bolsillo de su maltrecha gabardina, cuando cruce por primera vez el umbral de lo de la Chacón.
Llegó nada más salir del trabajo. Colgó el mandilón, agarró la pitillera y, con un galope en los pulsos que le ponía malo, salió a la Granvía. Y con dos zancadas y un santiamén se puso en el burdel más infecto de Madrid, ya sabes, pichita, el de la Chacón. Y empuja la puerta. Cerrado. De dentro sale murmullo, trajín de risas y chocar de copas, monedas que entran y salen de una máquina tragaperras y todo el soniquete de la intimidad. Hay un timbre, pero le falta el pulsador y en su lugar hay dos cabos pelones que amenazan calambre. El viajero se decide con los nudillos y la Chacón sale a abrir. Viste de negro y toda ella emana ese tufillo peculiar de las bolleras.
—Hasta dentro de media hora no abrimos —le dice al viajero mirándole de lado, no fuese a contaminarse. Y, plam, cierra la puerta. Es de esas personas que a la trampa llaman negocio, al robo beneficio y al dinero medida de dignidad, piensa para sí el viajero. No le queda otra y decide esperar a la luz de las farolas que acaban de encenderse con su color de golosina violeta. Pasea el frío a un lado y a otro de la calle; los hombros desplomados y haciendo bocina con las manos escarchadas, frotándoselas pero sin alejarse mucho, míralo, pichita. Parece un huerfanito de novela por entregas con su ajada gabardina y ese aire desvalido y angelical. En la espera ve bajar de un taxi al mismo hombre de la otra noche, aquel de la melenilla en plata y brillo chispero en los ojos. Se dirige donde la Chacón y en la madera de la puerta tamborilea un pasodoble con los dedos. Es impensable que el gachó pueda levantar el brazo, cargado como va con ese Rolex macizo en la muñeca. Al segundo compás alguien abre. «Es una contraseña», piensa el viajero. Y llevado por un instinto asesino, el viajero decide matar el tiempo. Y nada mejor para pasar el rato que idearse una fábula. De vez en vez, el Luisardo se daba esas licencias sin otro motivo que el de mantenerte intrigado con el desenlace, el hijoputa. Y así el viajero juega a inventar y el Luisardo juega a inventarse a un viajero con la nariz rojiza de frío, a la puerta de lo de la Chacón, inventando para matar el rato. Al contrario que el Luisardo, que lo hacía para ganar tiempo, el viajero inventaba para matar el tiempo. Y su magín se inventa una fábula donde calcula que puede situar a aquel hombre con cara de póquer, muñeca de Rolex y contraseña para entrar donde la Chacón. Ya sabes, pichita, la realidad imita al arte y por muy artista que uno se crea siempre será alcanzado por una realidad envidiosa que no permite que te adelantes a ella; el Luisardo se explicaba entretanto ponía a caminar al viajero, pegado siempre a las paredes del laberinto de la vida. De ahí le venía al viajero la puñetera sensación de que se le repetían los tramos, como cuando vuelve a ver al de la melenilla en plata, el brillo chispero en los ojos y la americana cruzada de botones, muy elegantón, que entra en el local, y la puerta cerrarse tras él. Plam. Piensa que tiene algo de comisario corrupto o de torero fuera de cartel. Y se lo imagina cogiendo dinero, que le paga la misma de los portazos; plam. Imagina el viajero que aquel fulano es recaudador. Y que se dedica a recoger mordidas, impuestos por ejercer y que hay que pagar a las comisarías por lo bajini. El viajero va más lejos todavía, pichita, y piensa que la fulana de los portazos, harta de pagar, le quiere apiolar esa misma noche. Y que para ello ha contado con la negra de la mantequilla fresca. El viajero inventa y el Luisardo seguía inventando al viajero.
Cae aguanieve y se pone a cubierto bajo el toldo rígido del prostíbulo, pichita. Los dientes le castañetean de frío y de su nariz escurre un caldo salado que se limpia con la manga. Todavía tardará media hora en entrar y saber que el burdel de la Chacón es un bajo acondicionado para ejercer. Ocho cuartos de bombilla roja y sanitarios listos para tomar baños de asiento. Hasta aquí se llega subiendo por una escalera de tabla que con más de un chichón ha obsequiado a los confusos y con más de un disgusto a su dueña. La Chacón nunca ve el hueco para empezar a hacer obra, pichita. Entre unas cosas y otras lleva anunciándolo todos los veranos, pero cuando llega el agosto, y con los primeros rodríguez, prefiere ahorrarse los dineros. Y decide lo contrario.
—Ahora, para el veranillo de San Miguel —advierte la Chacón sin mucho empeño. Sin embargo, ni ella misma se lo cree. En el fondo a lo que ella aspira es a un chalecito de lujo con soportal de penumbra. Un lugar de caza y contrato con los techos altos y rematados con moldura oriental. Y arañas con lluvia de luz y cristales como gotas de agua. Clientela de billete, crujientes alfombras persas y silencios de terciopelo rojo, a juego con las cortinas. Por eso lo que la Chacón espera es que le salga un traspaso. Y mientras la Chacón espera, el Luisardo aspira una bocanada de humo y sigue contando. Vuelve con el de la melenilla plateada, aquel que se gasta un Rolex y que parece un policía fuera de cartel o un torero corrupto. Ha entrado recto, como una escalera de color del as al cinco, pues es burlanga, le llaman el Faisán y va a jugarse las perras al chiribito en un cuarto que hay al fondo, junto a los servicios. Es un cuarto pequeño, pichita, no te vayas a creer, me cuenta el Luisardo con su sonrisa a prueba de incendios. Algo más grande que la oficina que tiene Carlos Toledo en la Calzada y sin otro mobiliario que una mesa camilla, tres sillas de tijera y una estantería donde se agolpan los cascos de güisqui y de ginebra. En el techo una bombilla pelona y cagada de moscas que se mantiene de un hilo negro, semejante a un signo de interrogación sobre la cabeza de los burlangas. Pero todos estos detalles, pichita, son detalles que el viajero desconoce, pues acaba de entrar y, muy modosito él, se sienta en la barra. Ha pedido una aguatónica. Son tresmil, miamol. Se le acerca una chica, es de Santo Domingo y le restriega las cachas temblonas en el merengue de su entrepierna. ¿Me invitas a una copa, miamol?. El viajero no dice ni que sí ni que no, pero la del merengue ya le ha hecho una seña a su compañera de la barra. Son tresmil, miamol. Con la sospecha en su nariz de pájaro recién caído, el viajero paga la copa y le salen las alas y va hasta el diván, donde se sienta. Me haces un sitito, miamol, esta es Samira, culialta que le mira y se le pone encima con la yesca encendida del trasero; un calor cremoso que moja sus pantalones y que le dispara el resorte de la ametralladora, hacemos el amol, son diezmil, un buen rato, y si quieres que te haga el chupachús son la mitad, aquí mismito, miamol. La Chacón las ha educado en bienes mamanciales. Por eso Samira se arrodilla y se dispone a hacer lo que se hace en esta postura. Sin embargo, el viajero es otra cosa lo que busca. Y de un manotazo, como si espantase una mosca, aparta a la chica. Se levanta y mira a un sitio y a otro y en ninguna parte distingue a su negra, ni la pincelada blanca de su sonrisa ni tampoco sus cabellos, del mismo color que la mantequilla fresca. Está por preguntar, pero se le acerca Caty y le pide una moneda para la máquina de las cerecitas. Lleva un bañador rosa donde se le dibujan los contornos del sexo y se pasa la lengua por los labios, igual que cuando se toma un helado, para volver a pedirle una moneda para la máquina de los platanitos. El viajero se levanta a rebuscar en sus bolsillos y en esto, pichita, que se abre la puerta de la calle y aparece ella, envuelta en piel de zorra y perfumes de Chanel. Al viajero le pareció dolorosamente más bella que cualquiera de las demás. Y a la Chacón también, que muy solícita, le ayuda a desprenderse de la estola plateada que le cubre los hombros.
Ya dijimos que es de una belleza que hiere la mirada. Tal vez por eso el viajero no le saca ojo de encima. La Chacón tampoco y, con una catarata de baba en su boca y la estola en sus manos de vieja zorra, le dice algo al oído. La negra sonríe y la Chacón le pega una nalgada en la cacha, y se pierde de vista con la estola plateada en el brazo. Abre el cuarto donde juegan al chiribito y cierra la puerta con un golpe de talón. Plam. Entonces al viajero, con el camino libre y llevado por arrebatos propios del mundo animal, se le dispara el gatillo del deseo. Y por ese impulso que tiene su origen científico en el metabolismo y con una acentuada preferencia por las explosiones nerviosas, va y se acerca hasta la negra.
—¿Podemos hablar? —pregunta, los zapatos sin cordones y las manos en los bolsillos de su maltrecha gabardina verde. Ella no contesta ni que sí ni que no, pero a partir de aquí se crea entre ellos dos un chorro de comunicación secreta, un hilo de seda que envolverá al viajero como a un capullo, pues acaba de confundir el tacto de la pitillera con el de la petaca, en la oscuridad del bolsillo, y se la tiende.
Esa misma noche el viajero descubrirá el lenguaje de la piel cuando la piel se entrega, pues ya sabes, pichita, una puta cuando jode obligada por el gusto, jode mejor que obligada por el dinero. Y a esa noche de invierno le siguen más noches. También las de primavera. Y de esta forma el viajero le está cogiendo el contento al plan y visita lo de la Chacón hasta dos y tres veces a la semana. Siempre llega a punto de echar el cierre y hace un guiño a la Riquina, una seña que significa que la espera a la salida. Otras veces le da y pide una aguatónica que rellena con su petaca. Y como si una cosa llevara a la otra, enciende un cigarrillo. Envuelto en sombras, sentado en el diván de terciopelo comido, el viajero aguarda a su chica haciendo anillos de humo. Sin embargo, pichita, te recuerdo que hoy todavía no la ha visto, pues en lo que ha tardado en entrar le han echado. Y ahora el viajero espera en la calle. Es verano y la noche suda.
El juez instructor le describió como un hombre moreno de unos treinta y tantos. Cabellos finos y salteados de canas, delgaducho y de una combustión espiritual cercana a la de los personajes del Greco, pintor de flacos. Después de puntualizar estos y otros detalles le volvió a cubrir con una manta gastada por otros cuerpos y dio orden de que le trasladaran al anatómico forense en un coche propiedad del ayuntamiento. Buen viaje, viajero.
Y una vez que hubo pasado el ruido, que los reporteros y la Guardia Civil se largaron con su ración de lombrices, una vez que los murmullos se hubieron apagado con el último oro del otoño y cuando ya nadie hablaba del viajero, yo seguía obsesionado. Me preguntaba qué préstamos de la realidad había en la historia que el Luisardo me contó y qué parte de mentira había en todo aquello. También me preguntaba si sería cierto que en el Madrid más oloroso existe un bar de camareras donde sirven champán y cobran caro los besos y beben güisqui con dos de hielo y sabor a té. En la cuesta de Santo Domingo, pichita, a poco de la Puerta el Sol, el Luisardo sitúa al viajero en la noche de verano, salpicado por el neón de una flor rosada que se anuncia intermitente a sus espaldas. No hay ningún letrero que lo diga, pero todo el mundo sabe que se trata de lo de la Chacón.
Al viajero le apetece echarse un pitillo. Una vez lo ha liado, se busca el mechero, juraría que traía uno. Busca y rebusca y cae en la cuenta: se lo ha dejado dentro. Acuérdate, pichita, la Chacón le ha señalado la puerta y el viajero recoge el tabaco, los papelillos y la condenada petaca en un decir joder. Pero con las prisas se ha olvidado el encendedor sobre la mesita de cristal ahumado. El viajero puede hacer dos cosas, pichita, o entrar a por él, o pedir lumbre. El viajero pone fin al dilema escogiendo la segunda solución, pichita. Pedirá lumbre.
El Luisardo calcula al viajero a la puerta del burdel de la Chacón. Es indeciso por naturaleza, pichita, y ahora, malpensado, no se atreve. Algo le escama, pues para conseguir lumbre se tiene que desplazar y, entretanto, puede suceder que la Riquina salga y no le vea y se piense que, harto de esperar, se ha largado. Ya te lo dije, pichita, el viajero es un aguafiestas consigo mismo. Su instinto le dice que en cuanto se desplace a conseguir fuego, el diablo abrirá la puerta y saldrá la Riquina y mirará a un lado y otro de la calle, por si de estas cosas le ve. Eso suponiendo que la negra de labios suculentos, son diezmil, miamol, haya avisado a su compañera. El viajero está un rato así, dudando, pichita, desencontrado consigo mismo, receloso de tomar una decisión para después arrepentirse, el viajero está un rato así, pichita, fuera del presente y con ganas de fumar, hasta que se decide, cuenta el Luisardo con las pupilas en sangre y los dientes con cardenillo.
Serán apetitos de humo los que le obliguen a alcanzar a un fulano en Jacometrezo. Es un vendedor de seguros que se ha quedado de rodríguez y que probablemente va a echar una canita al aire, donde la Chacón, antes de que cierren, y al que le da el telele cuando ve la jeta ansiosa del viajero acercarse con el cigarrillo pegado a los labios. El vendedor de seguros pega un respingo y sale corriendo. El viajero se siente humillado, no entiende nada. «Yo sólo quise pedirle lumbre», se dice para sí. El Luisardo deja al viajero con el cigarrillo apagado y los puños desnudos sacudiéndose la conciencia, en la cuesta de Santo Domingo, a un paso del café Berlín, donde descarga el trompetista Jerry González. Tuturutuuuutatiiiiii tututurututatatiiiiiii y titiritraumtramtram teiro tram tram. Dentro del Berlín, una camarera de color negro mira el reloj impaciente, espera a alguien que se retrasa, pichita. Tututurututatatiiiiiii. Y allí, en mitad de la calle Jacometrezo, a las puertas del Berlín, el Luisardo abandona al viajero y prende un canuto cargado. Tram tram. Nubes de humo espesan el camino que sube al Miramar. Desde el aparcamiento y con la primera calada, el Luisardo retrocede en el tiempo y llega hasta la primera noche en que el viajero y la Riquina se frecuentaron.
Fue en el invierno, pichita, me contó con su lengua de cuchillo. El viajero está acodado en el mostrador y los ojos le hacen chiribitas o chiriputas, pues uno no sabe bien y el viajero tampoco. Esta hecho un lío. Total que ella arranca en una risa al darse cuenta de la confusión. Acuérdate, pichita, el viajero no lo ha podido evitar y en vez de la pitillera le ha tendido la petaca de güisqui.
—Guarda bien eso, miamol —le señala la petaca con la uña—, guárdalo, porque si la jefa lo ve estarás perdido.
El viajero no se calla y, con una sonrisa llena de arrugas que equivale a una mueca de dolor intestinal, pregunta:
—¿Qué pasa, que a la jefa le gusta el güisqui?
Y la Riquina que pone cara como de que si tú supieras lo que bebe la Chacón, la orinarías en la boca, miamol. El viajero entiende y guarda bien la petaca.
—¿Qué tomas?
—Un güisqui —propone ella—. ¿Y tú?
—Un agua municipal con hielo. —Y con una rodaja de limón que ella misma le sirve para dar el pego.
Va dicho que se hacía llamar la Riquina, y que nunca le dijo su nombre de pila. Era cubana y tenía el trasero más incendiario de todo el Caribe. Al igual que las demás chicas se dejó engañar y a Madrid llegó engañada. Son cosas que averigua el viajero sin apenas preguntar. El hilo de comunicación secreta se va enredando cada vez más hasta que llega la hora de echar el cierre.
—Espérame fuera, chaíto pues, miamol.
El viajero apura su Isabelsegunda on the rocks y es aquí donde se puede decir que empieza el romance, pues el viajero siente las cosquillas pertinentes en el estómago y la felicidad de la piel al alcance de los dedos. También el hormigueo en el pecho, y sabe que es ella la que se lo ha contagiado. También es ella, una vez en la calle, la que le dice que le acerca hasta su casa. El viajero no es un seductor, pichita, qué va, es un seducido. Llueve con lucimiento y ella tiene un coche color castaño de esos de película, largo como un día sin fumar, pichita. Con la llave temblona de frío abre la puerta y con la boquita fruncida le invita a entrar. El viajero sólo tiene media hora para unirse a su trabajo, una cafetería de la Granvía, desayunos, meriendas, vermuses, horchatas, cubalibres, buñuelos y sus dos plantas y mucha cristalera, maaaarchando. Ya te dije que hace frío y que el viajero no se lo piensa dos veces y que una vez dentro del coche se agarra un calentón tan tremendo que la Riquina confunde el freno de mano con la libídine, dicho por lo fino, pichita. Es entonces cuando el Luisardo se entusiasma con los detalles, contribuyendo de un modo escabroso a mis poluciones nocturnas. Ella jadea como una locomotora que llevase dentro un incendio, pichita. El desliza sus manos teatrales por las partes más tibias de sus cachas, las de ella, nacaradas en negro y pegajosas. Y siente el reguero de humedad que sudan los muslos, la seda negra de la piel que se le calienta por momentos, el incendio que alimenta su carne de ébano. ¡Ooooooaajüj! Es entonces cuando abre las piernas todo lo que dan de sí y ofrece a probar la crema que brota de sus labios. El viajero, salivoso, lee en su cara el permiso. Ella aún no se ha desprendido de las bragas, pero la flor del sexo se le pega con todos sus pétalos, untándolas de fiebre animal. Para que te hagas una idea, pichita, era como si formasen parte de su piel; el Luisardo, con las mejillas esponjadas de vicios, seguía contándome los detalles, imaginando con certeza a la Riquina culebrear sinuosa sobre la tapicería, en cuero y del mismo color que la sangre de ternera, vuelta y vuelta.
El viajero advierte un olor picante a bayeta húmeda, a tierra chorreada de saliva y orín, un aroma que no se explica, pichita, un aroma que el viajero profana y que respira a tumba abierta. Uuuuumm. Al roce de los dientes estalla en salados jugos. Chof, chof. Después de satisfacer la voracidad de su boca, el viajero se empina y sube al encuentro de su destino. Y sin una vacilación en la trama, en un segundo de estupor, el viajero arremete contra su sino, pichita; el Luisardo recitaba con la voz cavernosa y la sonrisa de media luna, afilada y lúbrica. Con la tapicería pringosa y envueltos en la dulzura del descanso, ella le cuenta y le confía, sigue el Luisardo; la baba cayéndole en cascada, la imaginación caliente y la voz rasposa, como si fuese él y no el viajero el que hubiese enterrado su boca entre las piernas de la tal Riquina.
Mira, pichita, siguió diciéndome a la vez que sonreía por un lado de la boca, los ojos heridos de sangre y el humo saliendo a empujones, mira, pichita, cuando una persona le confiesa a otra un secreto está perdida, pues se convierte en persona cautiva y vulnerable. Ya sabes, pichita, desde que el mundo es mundo se paga cara la compulsión informativa. Y al igual que todos los hombres que pasan por la entrepierna de la Riquina la corren y la cuentan, esta vez es al contrario. La Riquina, impulsada por una confianza que sólo puede entenderse en el plano químico, le cuenta su puta vida al viajero. El escucha. Sabe que se le está haciendo tarde, pero su generosidad anula su ambición. Decide que no irá a trabajar. Para qué. Y en el mismo garaje de la plaza de Santo Domingo ella le enseña la foto de un mocoso pelón. Su hijo, pichita. Tiene cuatro años recién cumplidos y los mismos ojos que su madre. «Lo bueno de ser mujer es que sabes que el hijo es tuyo», dice el viajero, por decir algo. Ella le dice que habla con La Habana hasta dos veces por día. Lo hace desde un locutorio clandestino que queda por la calle Silva, pero es tan grande la ansiedad que la embarga que, cuando se pone al auricular y cae la llamada, a veces no sabe qué decirle y las palabras se le atropellan. «Suele pasar», le dice el viajero, por decir algo. Es entonces, allí mismo, en el aparcamiento y dentro del coche, es allí donde ella le pedirá un favor humedecido de besos y de tinta, pichita. El viajero no puede negarse. Ella le dictará y el viajero escribirá las cartas a La Habana. El hilo de comunicación se anudará a sus genitales, deseosos de favorecer la correspondencia entre una madre y un hijo, al otro lado del océano. Y así empieza una relación de besos y de letras, de caricias y palabras fraternales, pichita. Un hilo de seda fina y tinta gruesa que los enreda y amarra dos veces por semana. Un chorro de esperma y saliva que la Chacón intentará cortar en más de una ocasión, en cuanto se huele que el viajero se ha encoñado de la misma mujer que ella. La Chacón amenaza con llevársela a trabajar lejos, a Cádiz o, mejor, a la otra orilla, al harén de un jeque que paga bien a las negras de cuello alto y trasero distinguido. Ya ves, pichita, las vueltas que da la vida, dónde puede acabar una puta en el mejor de los casos. También la amenaza con lo que más quiere, con su hijo: «Nunca más le volverás a ver». Todo esto se lo cuenta al viajero con los ojos arrasados por negras lágrimas de rímel, una madrugada de primavera, en una guardilla alquilada por San Bernardo. El viajero maldice a la Chacón, pichita, una desgraciada que ni sabe reír ni llorar, ni amar ni odiar, ni mentir ni tampoco decir la verdad.
Había algo que al viajero no le cuadraba en todo esto, pichita, y una madrugada en la que el perfume del abandono los empapa, el viajero se lo hace saber. Con esa fea costumbre que los madrileños tienen de preguntar por todo y con la misma facilidad con la que piden la hora, el viajero cuestiona sus dudas. Según tenía entendido, allá en Cuba hasta las putas más tiradas tienen estudios y, por lo que se conoce de oídas, todas saben leer, escribir y hasta imitar el rebuzno de los asnos. No le encajaba lo que estaba sucediendo y había veces que creía estar envuelto en un juego siniestro, sin pies ni cabeza, pero con un culo capaz de incendiar la realidad más cruel. La Riquina le sacaría de dudas. Con el tacto de su mano en la bragueta le transportó a una Habana de postal con ella en medio, derritiendo a lametazos un helado de cucurucho. La calle rellena de soneros, banana y mango fresco. Imagínate, miamol. Los turistas se arremolinan, nadie quiere perderse el espectáculo. Uno de ellos, aquel que lleva una gorra del revés y la cara escurrida y blanca como una cagada de paloma, aquel, le pica un ojo. Y la Riquina se acerca a incendiarle la bragueta. No necesita más que el roce del trasero. Es un lenguaje animal que el turista conoce de oídas y por eso se apresura y deposita un billete, doblado, en el elástico del tanga. Luego caminan a la sombra de edificios ulcerados. El mordisco del hambre les lleva a un restorán que queda en la casa de unos amigos que ella se sabe. Dentro echan cuentas, ella con ganas de huir de la isla y él encandilado con la rica fruta que a ella le asoma por entre la mata de pelo, a lo Carmen Miranda, pichita. La balconería de carne negra se inflama en el escote cuando llega el plato con las pechugas de pollo. Para completar el cuadro, en el techo un ventilador susurra una encendida melodía de amor y de comercio. Después de saciar una apetencia, salen amarraditos y dispuestos a saciar la otra. Ingresan en un hotel con vistas al Malecón y es en el recibidor donde él soborna en dólares para que se la suban, a ella, de forma clandestina hasta la habitación. Al principio se oponen, eso es prohibido, pichita. Cuba es una casa de putas donde se prohíbe a las mujeres ser putas. Pero la paradoja se fracciona con dinero, pues el dinero también tiene allí su última palabra. A la semana o así, la Riquina anda por Madrid trabajándose la noche. Da espectáculos ante un auditorio congestionado de testosterona. Usa un gran abanico de plumas para poner al descubierto su naturaleza. Cuando lo hace, las reacciones troglodíticas del público consiguen que el local se venga abajo. En el entreacto y si el cliente paga bien, entonces pone en práctica su especialidad. El Luisardo me explicó esto último al detalle y, así como me lo contó, yo lo cuento.
Según el Luisardo, la Riquina tenía una particularidad a la hora de practicar el coito: la de tirar de los testículos en el momento del clímax para así retardarlo. Primero ajustaba sus labios carnosos al miembro erecto para después acaballar al trote. Y cuando sentía que los primeros líquidos la llenaban como un barro caliente, entonces pegaba el tirón en los testículos hacia abajo, clavando sus uñas y soltando poco a poco, despaaaacio, para continuar con la boca. Era cuando el parroquiano sentía un placer crecido ascender intenso desde los pies a los riñones, espinazo y cuello, para finalizar instalándose en el cerebro. Sin embargo, nada de esto pudo aplicar al extranjero de la cagada de paloma ya en la habitación del hotel. El pardillo reveló ser dueño de un pene que, erecto, no era mayor que un meñique. El Luisardo tenía esos accesos de sinceridad para confundirte, no por otra cosa. Total, que según él, y para darle forma al atributo, la Riquina empezó con una especialidad de su país y que se hace con el pecho. Pero na de na, pichita, que aquello era como una goma de mascar, pecosa y blanca, entre la carnosidad pectoral de la Riquina. Y ahora, pichita, después del ribete, sigamos con la Chacón, que, saturada de pastillas adelgazadoras, fue a verla una noche y, esa misma noche, a golpe de talón, consiguió su licencia. También esa misma noche consiguió pegarse restregones y pepitazos con la Riquina. Se había calentado con el numerito del abanico, y mira tú que una no es de piedra. Y de estas formas tan convencionales la Riquina pasó al burdel más infecto de todo Madrid, pichita. No sólo me preguntaba qué parte de verdad había en todo aquello. También me preguntaba por qué una mujer de labios pulposos y muslos de turrón trabajaba en el burdel más infecto de todo Madrid. Fue cuando le corté el rollo al Luisardo y este, sin ninguna vacilación ni perífrasis, me miró muy fijo, y con los ojos rientes me dijo que eran paradojas del destino, pichita. Y siguió contando. Y contó que la Riquina no llevaba mucho tiempo trabajando allí cuando conoció al viajero. Este, en un principio, se contentaba con la tensión amorosa de las primeras visitas, pero, una vez que la Riquina le practicó su especialidad, no hubo marcha atrás. Ya te digo, pichita, que cada vez que el dolor de los testículos se insinuaba, el viajero aparecía donde la Chacón. Sin embargo, hay un momento en que el viajero desconfía, pues le embarga la puñetera sensación de que la Riquina ya no se entrega como antes, de que se reserva para algo o para alguien. Son tonterías, pichita, ventoleras que le dan al viajero, y por lo mismo una noche se lo hace saber a la Riquina. Y la Riquina le mira a los ojos, como dicen que hacen las mujeres cuando van a soltar alguna mentira.
—Eso de que toda puta allá sabe leer y escribir es un tópico, miamol —le cuenta ella. La Riquina se trabaja la mandíbula de una forma que al viajero le salva de toda duda, aunque sólo sea en el momento en que el placer asciende y se instala en su cerebro—. Lo que sí es certero, miamol, es que allá todas son putas. Y que al igual que la casa de putas de los europeos es España, la casa de putas de los españoles es Cuba. Cosas de la globalización, miamol.
El viajero, enfermo de lecturas y de fantasías, cuando se queda solo oscila y duda, lo hace con su mano, zurda y solitaria. Es una preferencia, pichita, y prefiere imaginar a una mujer peligrosa, como una zorra fina apoyada a una farola de alto voltaje. Una de esas capaz de pedirte monedero y corazón para después devolvértelos vacíos. Con el bolso en molinete y las uñas pintadas en rojo se acerca hasta la ventanilla. Antes de subirse al coche ha tejido una tela de fino hilo, invisible a los ojos y perjudicial para los cojones. Una negra de novela con las piernas engrasadas como armas de fuego. Lleva la lengua suelta y una bala en cada ojo. Las pestañas son postizas y el cariño también. Cuídate, viajero.
Y por todo esto y mucho más, llega un momento en que el viajero se imagina en el reservado con otras chicas. Y se promete no volver a arrimar más por lo de la Chacón, pero dejar la puerta de su casa abierta a la Riquina, «que venga cuando necesite escribir a su hijo, que venga cuando la salga del coño», se dice, pichita, muy duro él. Pero no le da mucho margen, los testículos le piden de inmediato sus placenteros tirones, despaaacio, despaaacio, chupeteando su miembro gustosa para volverlo a introducir, despaaacio, pero esta vez en su trasero, el ojo negro, impregnado de oscuros sabores y que cuando se dilata parece una ciruela de Borges, pichita. Cada vez que se le cuelan en la cabeza estas cosas, algo se dispara en la bragueta del viajero. Total que, en vista de que la Riquina no viene y perturbado, pues se teme lo peor, una noche de verano el viajero se siente obligado a hacerle una visita. Es la noche en que ella está trabajándose a un morapio con más mierda encima que el palo de un gallinero. Recuérdalo, pichita, el morapio no se cansa y, en vez de fatiga, siente una fiebre que endurece todos sus músculos y que empuja su miembro cada vez más adentro y cada vez con más vigor. Recuérdalo, pichita, es la misma noche en que en uno de los descansos se va de la lengua, pues ya sabes, pichita, los hombres después del amor son inclinados a hablar de sí mismos y a hacer confidencias. Y de eso se aprovechan las mujeres. El Luisardo seguía fumando y mintiéndome. Sobre nuestras cabezas flotaba un caro aroma a puta fina y humo de jachís.
El olor del dinero se había filtrado a través del tabique, pichita, y se confundía con los tradicionales, como aquel a caramelo masticable de limón con nata agria. La chilaba está en el suelo, hecha un guiñapo, y las babuchas con urgencia bajo el bidé, pichita. La papelera despide un olor rancio, culpa de las muchas gomas usadas que dan fe de las horas de trabajo. La habitación está revuelta, clavadas con chinchetas a las paredes hay estampitas de vírgenes y santos que fosforecen en la oscuridad, del mismo modo hay sujetos banderines de equipos de fútbol autografiados, recuerdos de los clientes más deportivos, pichita. Hay tramos de la pared en que el papel pintado se enrolla sobre sí mismo como un pellejo. Esto es culpa de la humedad de unas cañerías que trazan garabatos de óxido a su paso por las habitaciones. A todo esto, por un agujero hecho con berbiquí se cuela el ojo atento de la Chacón. El Luisardo contaba de una forma que parecía que hubiera estado allí. El morapio se dedica a vender baratijas por los burdeles, pichita. Gracias a este trabajo, se puede pagar el viaje. Va hacia el sur y viene desde Albania, atraviesa la noche con los ojos alunados y un maletín de mecánico donde expone su mercancía, pichita. Linternas, relojes de madera, llaveros, transistores, cuchillos de monte, sonajeros, pañuelos de Loewe, juegos de destornilladores, cordones de zapatos, rotuladores para detectar billetes falsos, brochas de afeitar, una llave inglesa que todavía no ha conseguido vender, enchufes de euroconector, lápices de labios, cepillos de dientes, paños de cocina, vídeos de Bruce Lee y una acertada imitación de navaja suiza. Su negocio se fundamenta en lo que él llama la doble moral judeocristiana. Compra su mercancía a precio puta y luego la vende a un precio desorbitado. Por ejemplo, el pequeño transistor que ha vendido a uno de los clientes por cinco mil pesetas sólo le costó trescientas en un bazar chino de Barcelona. El cliente lo paga con gusto, con el mismo gusto que ha pagado un mamazo, sentado en el diván. La mayoría de los clientes de estos sitios, pichita, son gente casada, con hijos y familia. De naturaleza insatisfecha y reprimida, la puta conciencia les obliga a comprar estas tonterías, regalos que cumplen una doble función, pichita. La primera, limpiar la conciencia. La otra, despistar a la familia. El morapio ha estudiado la situación, y con este jugoso ejercicio ha conseguido pagarse un buen trecho de su viaje. Sin embargo, para una misión tan delicada son necesarios la velocidad y el secreto, por eso el morapio fracasa, pichita, por eso acaba mal. Ha salido de Albania y ha cruzado los escombros de la vieja Yugoslavia, de puticlub en puticlub llega a la noche de Munich, donde vende casi toda la mercancía. Llaveros, linternas, cortaúñas, relojes antimosquitos, encendedores. Será en Alemania donde putas de coño asalmonado estarán a un punto de camelarle. Es difícil decir que no ante la pelusa rubia de un melocotón en almíbar. O eres bujarrón o eres ciego, pichita. El morapio era lo segundo y con una orquitis de asno emprende viaje a París, pichita, allí donde las mujeres susurran a la oreja todo lo que un hombre quiere oír. En los burdeles de París se dedicará a vender mercancía y hacer oídos sordos al concierto de sirenas, igual que hará luego en los de Marsella y en los de Barcelona. Pero será en Madrid donde no puede evitar sucumbir al hembraje de una cubana a la que llaman la Riquina. Y pagará, no sólo por revolcarse con ella, no, pichita. También pagará por contar, por desvelarle lo más íntimo. Ya sabes, pichita, la velocidad y el secreto se confundirán sobre una cama que huele a tabacos fríos y a leche rancia. Y llevado por una energía cósmica se le desata la lengua sobre el camastro revuelto. Ya sabes, pichita, la compulsión informativa, que lo llaman los técnicos, y que provoca que el morapio se ponga a contar su perra vida. Le promete que volverá a recogerla cargado de billetes, pues va en busca de un tesoro enterrado en una montaña. El dispone del mapa; esto último se lo repetirá no sé cuántas veces. Y así, el Luisardo derrama unas gotas de vinagre histórico en su relato y se remonta a los tiempos de Felipe III, un rey biencomido para un cuento donde se pasa hambre, pichita.
Pertenece a la misma dinastía que hizo posible la conquista de América, ya sabes, pichita, la del aguilucho de los Austrias. El tal Felipe se cree vicario y sicario en el nombre de Dios en la tierra. En la mierda también, pichita. Con los ojos encendidos expulsará de España a los moriscos y para lo mismo empleará dos años largos. En este tiempo, sin otra excusa que la de facilitar el embarque, a los moros se les apretujará en Tarifa, aquí mismito, pichita, en toda la zona del Betis y de la Peña. Como en aquella época no había transbordadores y Algeciras estaba destruida, embarcaron en naves del rey. Al África pasaban con lo puesto y muchos de ellos, por miedo a ser robados en la travesía, escondieron en el suelo rocoso sus joyas y monedas. Después señalaron el lugar y dibujaron mapas para cuando volviesen. Cuatrocientos años más tarde, pichita, y bajo el reinado de Príapo, uno de esos mapas llega hasta las manos de un morapio con ojos alunados y barbas de chivo melancólico. Es un mapa dibujado con alheña y el morapio descubre con las yemas de sus dedos los relieves de la costa gaditana. Y sin tiempo que perder se dispone para la aventura. El Luisardo cocinaba a un morapio en la sartén de su chisporroteante cerebro, un morapio que, llevado por un impulso desconocido hasta ahora, confía su secreto. Se trata de una confesión desgarradora que la Chacón, con la oreja pegada al tabique, ha escuchado atenta. Y se sube las bragas y baja apresurada las escaleras de madera cruda y entra en el cuarto trasero donde, como cada noche, están jugándose los dineros al chiribito.
Son tres los burlangas, a uno le conocemos ya y es ese al que llaman el Faisán: pelo blanco, Rolex con el cadenón en oro y chaqueta de botones a juego, muy elegantón él. Se dice que es periodista y se dice también que los políticos le prestan dinero a cuenta por sacarlos bien en las crónicas. Sale del Congreso con los bolsillos llenos de mentiras y se acerca a donde la Chacón. De una casa de putas a otra. Y allí estaba el Faisán la noche en que empezó todo, con mal naipe, jugándose los últimos billetes contra dos personas. Una es un travestí venido de la Argentina. La otra persona es un tipo malencarado que responde al nombre de Ginesito. Lleva una cicatriz en la mejilla, palillo en la boca y va ganando. La Chacón entra y manda llamar al Ginesito, que ha ligado buena mano y que se levanta rápido, mascullando algo entre dientes y sin olvidarse del palillo, que tritura con rabia. Detrás va el travestido. El Faisán se queda solo; sobre la mesa camilla están el dinero y la última mano. Se desata la corbata y se sirve un güisqui. Mira al techo y, cuando sus ojos chocan con la bombilla cagada de moscas, le da por pensar que algo así es la vida, pichita: una bombilla cagada de moscas que unas veces se ilumina y otras no. Pero ese pensamiento no le dura mucho, pues el Faisán es de los de, si a esta vida hemos venido a sufrir, pues a mí que me sirvan otra copa. Y se pone un güisqui y se lo bebe al trago, pichita. Luego, con la garganta rasposa, el cuello desabrochado y la corbata a media asta, al Faisán le da por pensar en la camarera negra del café Berlín, la misma que a esas horas le andará esperando, a unos pasos de allí. Y el Faisán se pone romanticón y se sirve otra copa. Pero volvamos a la Chacón, que ahora está apoyada en el mostrador, dándole instrucciones al Ginesito y a su compañera, un travestolo que no hace más que mover la cabeza con gesto afirmativo, igual que si le hubiese dado un aire. Les dice que les pagará bien si consiguen un mapa que carga un morapio que no tardará en bajar.
—No sé dónde lo esconde, pero lo lleva encima —se explica con movimientos de pulsera—. Si hay que tirar de navaja, no lo dude, Ginesito, no lo dude usted —sugiere la Chacón.
El Ginesito sabe que las sugerencias de la Chacón enmascaran órdenes y asiente mientras se descabella la muela. En esto que, con el rabillo del ojo, la Chacón ha jipiado al viajero, pichita, le ha cogido en el momento de sacar la petaca y rellenar el vaso de güisqui. A la Chacón se la llevan los demonios y cuando ha terminado de dar órdenes va hacia el viajero y le carga de pulgas y le señala la puerta. Ya dijimos que el viajero sale raudo y con ganas de fumarse un pitillo. Y que buscando lumbre no ha visto salir al morapio con su caja de baratijas. Tampoco ha visto salir detrás al Ginesito, acompañado del travestolo. Recuerda, pichita, que el travestolo será el primero en acosar al morapio agarrándole de sus barbas de chivo melancólico. El Ginesito pierde los nervios y, como el morapio se resiste, tira de navaja y le descarna, allí mismo, pichita, frente al aparcamiento de coches. Y le están registrando cuando escuchan unos pasos que se acercan. Y se esconden. Son las zancadas del viajero, que, sin haber conseguido encender el pitillo y sin comerlo ni beberlo, se encuentra con el pastel de sangre. Y aquí empieza esta historia de tesoros enterrados y de fronteras interiores, pichita, una historia de viento y de locura que se enredará a cada paso del viajero.