Ocurre que el viento sopla tan fuerte que borra el número de los zapatos. Y que a su paso enojado arranca lunares de pañuelo, ladridos de perra y besos perdidos para siempre. Y ocurre también que la mar se alborota y que, sabrosa de sal, embiste la costa y chifla los ánimos del viajero.

Cuando ocurre, advierten los pregones, lo mejor que el viajero puede hacer es amarrarse a la cama con nudo de ahorcar perros y suplicarle a la Virgen de la Luz para que no se demore; para que le socorra pronto con el calmón o la sordera. De lo contrario, si la patrona se entretiene, si las plegarias no consiguen endulzar su vientre de tabla, el viento quemador de Tarifa prenderá los sesos del viajero y la memoria crujirá como churrasco. Por lo pronto, le borrará el número del zapato. Al poco, le borrará la sombra.

Con todo, el viajero que alcanza por primera vez dicha localidad gaditana se mofa de tales asuntos y piensa que son cosas de cuentos; mentiras para apostárselas al despertador y no salir a la mar; casualidades, que dicen los inocentes. Pudiera ser, aunque lo cierto es que el día del tiroteo, el viento amaneció peleón, arrancando farolillos y banderines de papel a la primera noche de feria. Por lo demás, fue una de esas jornadas en las que el pescado es de ayer y los barcos cabecean en el muelle. Un día en el que la corneta del viento arrojó sobre la mar nudos y síncopas de leva y un día que se voló del almanaque y que el Luisardo vio pasar por delante de sus narices, revolotear alrededor de su chaparra figura, como burlándose de su puta sombra, para después subir, igualar a las gaviotas y perderse a pocos minutos de la costa borrosa y extranjera.

Estuvo a punto de cazarlo de no haber sido porque unos disparos le importunaron a la espalda. Dado a las demencias del oficio, el Luisardo lo primero que pensó fue que venían a por él. Y con una resabiada ligereza, y utilizando mi tabla como escudo, se puso a cubierto y me pegó un chillido: ¡Agáchate, pichita! Pero no pude obedecer. Tampoco mis piernas, mojadas de miedo bañador abajo.

Recuerdo que era por el mes de septiembre, a principios de feria. Y que era el día en que sacaban a la patrona de la ermita y la conducían hasta la iglesia de la Calzada. Y que por lo mismo el pueblo estaba muy lleno y el viento de levante traía las voces y el jolgorio hasta la caleta. Y recuerdo también que una tormenta a flor de tierra enmascaraba los límites del espigón y de la tarde. Y que el Luisardo andaba vendiendo material y que sólo le quedaban dos posturas, pues ya sabe uno, en verano te lo quitas todo del tirón, pichita. Era época de vacas gordas y yo venía de correr las olas con la tabla, la playa estaba vacía y fue al pasar por el Miramar cuando adiviné su moto. Una escúter matriculada en Barbate y que me pareció con más abolladuras que de costumbre. Tenía el depósito hundido como de un golpe fresco y la pata de cabra puesta. Sin duda el Luisardo andaba cerca, en el punto de siempre, por donde los barracones para mojaditos que superan el Estrecho. Luego explicaré qué es un mojadito, pero ahora no nos despistemos. Iba diciendo que era día de feria y que el pueblo se despertaba a las mil y gallo y con ardentía, que es como le llamamos por aquí a la acidez de estómago y que es lo corriente tras una noche de luna alumbradora donde corren el vino y el chacarrá. Y decía también que el Luisardo fumaba y escupía el humo por el colmillo. Llevaba las gafas de sol a la cabeza, igual que un piloto de coches, y toda la medallería por fuera. Gruesos cordones de oro de donde colgaba un sinfín de cultos posibles. Y de la misma forma que resplandecía Santiago Apóstol, se podía adivinar a la Virgen del Carmen, patrona de los pescadores, con toda su ley en una pieza de veinticuatro quilates. La de Fátima se daba de pipotazos con la del Rocío y el Cristo de la Legión se hacía un sitio de por medio. Eso sin olvidarse del tintineo de la estrella de David, grabada en sus aristas con caracteres hebreos, demoníacos me atrevería a decir yo, y que, al chocar contra la media luna mora, conseguía un ingenioso soniquete de lo más parecido al de una fragua gitana. Tampoco podía faltar, en aquella orgía pagana y milenaria, un san Sebastián con la guerrera erizada de flechas, ni tampoco la cabeza de san Isidro Labrador con su aureola y todo, y hasta una medalla del bautizo y que tenía los dientes del Luisardo marcados entre las llamas del Sagrado Corazón. Sin embargo, de todo aquel muestrario de creencias, por su grosor y tamaño, sobresalían dos piezas. La una era la Virgen de la Luz. La otra un Cristo de Dalí. En resumidas cuentas, que su pecho era una encrucijada de religiones donde chocaban las unas con las otras. Mirándolo bien, se comprendía una gran verdad, aquella que viene a decir que todo es relativo, incluso la fe. Aun con esas, el Luisardo a la única fe a la que seguía abonado era a la del colorao, a la del oro de ley.

Me saludó de barbilla y me invitó a fumar. Cargaba polen crema, de humo espeso, de ese que dibuja arabescos en las sombras y entra alegre en los pulmones y hace brillar los ojos. Sin embargo, me senté más por tirarle de la lengua que por fumar. Quería que me contase el último chisme que tenía al pueblo en vilo. Necesitaba saber qué parte de verdad había en lo que se contaba de la Milagros y, sobre todo, qué parte de mentira. Y para eso nadie mejor que el Luisardo, pues la Milagros era su hermana y el pueblo se hacía lenguas. En boca de todo el mundo andaba aquello de que, además de vivir juntos, dormían pegados. En fin, que lo que yo quería era que el Luisardo empezase a darle a la mojarra y que me contase. Sin embargo, el Luisardo se hacía el orejas, andaba en otra y se dedicaba a perseguir con la mirada la hoja que se voló del almanaque, los rizos que dibujaba a contraviento, cómo ascendía para después caer a capón sobre la cabeza del Santo, figura malsonante que, para que no se pierdan, corona la entrada y bendice la salida del puerto. Y en esas andaba el Luisardo cuando oyó las detonaciones.

Si el Luisardo hubiese sido inocente, hubiese supuesto que la muerte del viajero fue otra coincidencia que el demonio le guardaba. Pero el Luisardo no era inocente y yo iba a dejar de serlo para siempre. Aquella tarde descubriría que se muere con los ojos abiertos y que la inocencia es un pecado para todo culpable de haberla perdido. Por lo mismo, la llegada del viajero a Tarifa más que una casualidad fue una causalidad, como también lo fue su muerte a la que tengo dicho que asistí de cerca. Cierro los ojos y puedo ver a los gatos alborotarse con los primeros disparos y al viajero que intenta arañar el viento a zarpazos antes de caer abatido. También puedo ver su cuerpo aletear en el suelo del muelle igual que un jurel recién pescado. Antes de abrir los ojos a otras vidas, del cielo de su boca brotó una ensalada de sangre y de blasfemia. Después hubo un silencio; un silencio violento que duró siglos y un silencio que no logró profanar el gemido del ferry, ni los grititos histéricos de las extranjeras que llegaban en camionetas de colores, empolvadas de polen de Ketama y con el bikini mojado y las bocas pringosas. Tampoco lo pude romper yo, de eso que empieza a preocuparte cómo va a sonar tu voz en cuanto abras la boca. Pero antes de que lleguen los reporteros y la Guardia Civil como pajaritos a su ración de lombrices, voy a contar cómo sucedió todo. Y aunque el forense escribiese que la muerte del viajero se debió a un tercer disparo que perforó la sección total de la carótida derecha, yo sé a ciencia cierta que los balazos mortales de necesidad fueron en la piel de la memoria. Pero no vayamos tan lejos.

El Luisardo era un niño al que los dioses, seguramente por pasar el rato, le habían concedido eso que los mortales llamamos ojo clínico y que consiste en columbrar a un fulano y hacerle la radiografía en el acto. Por lo dicho, el Luisardo veía a las personas como si fueran juguetes para su recreo. Y con una irremediable propensión al embrollo escogía una víctima, alguien que por lo que fuere llamase su atención y, de corrido, le sacaba los pies del presente y le ponía a caminar, preso entre su sombra y el destino. Tramaba su figura en una calle infecta de peligros, por ejemplo, o tal vez en medio de cafetales y nativas con poca ropa y mucho azúcar. El Luisardo hacía trampas en el crucigrama de la vida, saltándose reglas y moralinas, semáforos en rojo y pasos de cebra, cremalleras y cierres automáticos. Clic. Elegía a un fulano y le calzaba unos zapatos con chinas y medias suelas a estrenar, de esas que de tan nuevas resuenan. Y de esta guisa le plantaba en el túnel de un tiempo supuesto donde los minutos pueden llegar a ser días y las noches tres palabras.

Por lo mismo, cuando el viajero apareció en el muelle, macuto al hombro y preguntando por los barcos para Tánger, el Luisardo le buscó sitio en una trama que se embrollaría de un balcón a otro. Una fábula de sangre y tierra que salpicaría la costa con el barrido del viento. De esta forma, la figura afilada del viajero atravesará noches de luna negra y ventas a la madrugada. Antes de quemarse por completo hubo una llamarada que iluminó Tarifa con sus dos iglesias, su castillo y su único cine. Al poco de su mala muerte, al tiempo de los interrogatorios y de las declaraciones y cuando aún las pavesas flotaban en el aire, rara será la conversación en la que el viajero no manche el mantel o las sábanas. Sin embargo, el entusiasmo dura unos meses. No olvidemos que acá se olvida muy pronto y, pasados los calores y con el primer oro del otoño, el viajero se fue borrando de nuestra memoria hasta desaparecer. Fue como si el viento hubiese arrancado su nombre de un soplido, como si se hubiese llevado las cenizas y los pasos de un condenado a quemarse entre las lenguas de un pueblo que habla por los codos.

No tardé mucho en saber que el viajero había desempeñado varias suertes de oficios, y todos con igual resultado, debido al poco interés que ponía en cada uno de ellos. Sus últimos empleos habían estado relacionados con el ramo hostelero. Camarero de barra, mesa y bandeja. Era como si el Luisardo, además de profetizarle un futuro, hubiese acertado en estos detalles de su pasado. Siguiendo con otra cosa, del viajero se contaba que su última noche la pasó bebiendo con la Milagros y que después ella, entre rabisalsera y distraída, le invitó a subir a la casa. Y que juntos se dieron a querer con las ventanas abiertas. Y cuentan que cuentan que la Milagros maullaba como una gata herida. Aunque, esto último, el Luisardo lo achacó a los vicios de un pueblo que disfruta de su pasión habladora. Según él, los quejidos de la Milagros eran desahogos de dolor y no de placer, pues ocurrió que cuando Juan Luis Muñoz, el porquero, pasó por la casa, la Milagros estaba haciéndose la cera. Y que el porquero se lo tomó por donde quiso, y que así como quiso lo contó en la tele. Pero qué va, según el Luisardo, la Milagros estaba depilándose las piernas mientras el viajero fumaba al filo del sofá, los ojos hundidos de insomnio y la sangre envenenada por la espera. Y de esta forma el Luisardo, rico en ingenios, maquillaba a su gusto la realidad dibujándome al viajero unas horas antes de morir, a un hombre cercado y con una sola idea en la cabeza: la de salvar el pellejo. Sus pupilas insomnes rebuscan los perfiles de una muerte que no tardará en llegar, pichita; padece crujidera de dientes y un cuchillo jamonero tiembla en su mano diestra. De vez en vez se levanta, descorre los visillos y pierde la mirada en la otra orilla, preguntándose a cada rato cómo será la sensación exacta de morir.

Tiempo después, cuando la memoria del viajero se hubo borrado de las lenguas y de las calles más prietas, tiempo después me daría cuenta de que el Luisardo le profetizó un futuro la misma tarde en que le vimos merodear por el muelle, la víspera de su muerte, un día antes de que le dieran pasaporte y una vuelta de la tierra alrededor de su noche más próxima y de su mañana siguiente, pues a la tarde fue que lo mataron. Y aunque llegó preguntando por los barcos para Tánger, era otra cosa lo que buscaba. El Luisardo lo supo nada más verle. Lo leyó en su cara, en la calidad chisposa de sus ojos y en la forma de agarrarse al cigarrillo, quemándole los labios.

Decía que la temperatura del sol le había pintado las mejillas y que su figura destacaba contra la tarde, que caía pesada y roja al fondo del Estrecho. Como único equipaje traía un macuto al hombro y, a pesar del rigor del agosto, vestía una maltrecha guerrillera; los botones arrancados y el bolsillo sospechoso de contener un arma de fuego. Sobre la cabeza una gorra de plato, aquella de capitán de la marinería de San Fernando; la visera sombrea el perfil de su afilada nariz, los ojos son verdosos y los párpados morunos. Pongamos que el viajero pierde la mirada en la otra orilla, en la joroba rocosa que los pescadores llaman Sierra Bullones y los moros Monte de las Monas, el Yebel Muza. Allí donde quiso la leyenda que Hércules dejase su firma después de amontonar las aguas de un océano tenebroso sobre las de un mar antiguo. Ocurrió que lo hizo por gusto, pues no figuraba entre las tareas que le puso el rey de Micenas. Y ocurrió también que, después de separar los últimos fuegos, Hércules abrió el sieso y cagó en una y otra orilla. Y que rubricó cada mojón con un latinajo, Non Plus Ultra. Menos da una piedra.

Pero hacía rato que al viajero todo esto le traía al fresco, pues acababa de aparecer la Milagros en el muelle. Con la voz en grito llamaba a su hermano, que se acercó refunfuñando.

—Te he dicho que no quiero que vengas al punto, chochito.

El viento traía golpes de la conversación y la Milagros se puso a rebuscar en el bolso. Sacó un manojo de llaves que tendió al Luisardo.

—Toma, para que no encuentres la puerta cerrada. —Tenía la voz morena, el viajero jugó a imaginar que quemada por el amor y por el güisqui—. Que llevo bulla.

El Luisardo alcanzó las llaves y le comentó algo a la espalda. Ella, que se sentía observada por el viajero, no se volvió, acentuó el meneo de caderas y el viento hizo el resto, desenmascarando su rincón más indecente, aquel que escondían los pliegues de su falda, corta y menguante, un poco más arriba de unos muslos que el viajero imaginó que se rozaban al andar. Entre unas cosas y otras el viajero perdía la mirada y también perdía el tiempo, que es la manera más honda de vivirlo, como hacían los antiguos viajeros, todos aquellos que ocupaban su rabiosa memoria, llena de mapas y de cobardía, de nombres que parecían sacados de películas antiguas como Lawrence de Arabia, Ulises, Simbad el marino, o ese tal Richard Burton. Nombres y rutas muchas veces pisadas por las noches de insomnio en su ciudad, pichita; ahora es el Luisardo el que juega a imaginar. Y se lo imagina sufrido de entrañas y con la ropa del trabajo sin cambiar aún, echado sobre el sofá de una guardilla dolorosamente oscura. Una mano cuelga junto al suelo, cerca del cenicero; la otra se ocupa en pasar páginas de una novela que nunca es la suya, pero que acabará siendo tan suya que la confundirá.

Una ilusión que se apaga cuando las luces del amanecer dan forma a la habitación y rostro al perchero; la vieja gabardina verde ya no parece un hombre ahorcado; los dedos grises de la aurora se encargan de pintar el día a día y nuestro amigo tiene que reunirse con su destino. Una tensión de metralleta se dispara bajo su pantalón, como un resorte, y afuera la ciudad tirita de frío. Pintando de ambición sus fantasías, nuestro amigo sale a la mañana y como no apure el paso llegará tarde al trabajo de nuevo. Constancia se le llama a eso, pichita, me dijo el Luisardo con la sonrisa escondida al fondo de sus ojos para luego continuar con los primeros compañeros, dispuestos en batería. Tienen cara de haber madrugado con prisas, pichita; el mandilón puesto y el pelo planchado con las manos. Y siguió contando pormenores tales como su aspecto de momias, culpa de las luces del interior, directas a sus enfermos pellejos. Míralos, pichita, parecen sombras famélicas, me dijo con la voz cavernosa, enquistada de noche. Míralos, se pinchan medallas por levantarse temprano y encajar atropellos, bandeja en alto. Míralos, pichita.

Yo los podía ver, incluso tocar. El Luisardo, con la voz de fumador prematuro, me refería el pasado de cada uno de ellos. De cómo llegaron a Europa buscando ser besados por los dioses y ahora, en Madrid, son meados por los diablos. No atinan a balbucear su propio nombre, pero darían la vida por ser ciudadanos respetables de este jodido país. Están podridos de humillaciones, de esas que no dejan marcas por fuera, pichita. Se olvidaron de ser integrales para convertirse en integrados, matizaba el Luisardo con la sonrisa heladora. La miseria europea les ha enseñado los pliegues del culo, barnizado de mierda histórica y molida; efecto llamada que lo llaman, pichita.

Y luego empezaba con su próxima víctima. Ya le conocemos, pichita, pues es un futuro viajero, que agarra la escoba y barre servilletas, colillas y rastros de azucarillo. Cuando deja la escoba arranca con los primeros desayunos, pichita. Dos con leche en taza mediana, maaaarchando, media tostada sin sal, maaaarchando, que sea uno solo y largo de café en taza de desayuno, con curasán y sacarina. Un donuts por aquí; no joder no, que sea de chocolate, mejor que sean dos; porras ya no quedan, señora, churros tampoco, madalenas me quedan dos raciones. Tres solos, dos en mediana y uno en vaso y con aspirina, maaaarchando. Estamos esperando tres cortados largos de café desde hace un rato. Lo siento, hace un rato que se me olvidó. Un desayuno mediterráneo en la Granvía, maaaarchando. Un pepito de ternera, vuelta y media. Maaaarchando tres cortados, mientras mójese un pastelito Martínez en el güisqui, como dicen que hacía Marcel Proust, ¿o ese era William Faulkner? Qué más da si ya se ha quemado con la puta cafetera. Después de servir las comidas, a la tarde, se quitaba el mandil y, cuando caía la noche, se encerraba en su guardilla, a poco del trabajo, una pieza donde la única melodía posible era la de los desagües y el único ritmo el de los pulmones de una ciudad que malduerme.

Y el Luisardo con la voz de viejo me siguió contando que, mientras otros se recogían, nuestro hombre conspiraba. Y que pasaban los de la basura primero, luego los de la salida de la última sesión, que pasaban las sirenas y la manga riega, y que nuestro hombre iba pasando páginas infectadas de aventuras, tesoros ocultos bajo una maldición, discursos de puños negros y hembras de piernas tan largas como el olvido. Había otras veces que, recién salido del trabajo, la noche le obligaba a perderse por geografías con formas de mujer, la única patria capaz de derrotar a un viajero. No le bastaba con imaginar aventuras fantásticas y rutas imposibles, necesitaba vivirlas. Y para eso sólo hay una forma, pichita. Y de la misma manera o parecida a la de aquel hidalgo de lanza en ristre, nuestro amigo no tardará en confundir gigantes con molinos. Tampoco tardará en encontrar a su Dulcinea. Pero todo a su tiempo, pichita, pues ya dijimos que, cuando la noche obliga, y de dos zancadas se pone donde la Chacón, una vieja bollera que regenta el burdel más apestoso de todo Madrid. También el más cercano. Queda por la plaza de Santo Domingo, frente al aparcamiento de coches donde empezaría todo.

La Milagros llegó a pie hasta el trabajo; los tacones en la mano y un lunar recién pintado en la mejilla. Se calzó los zapatos, ensayó una sonrisa y golpeó la puerta de cristal opaco. El viento venía quemador y barruntaba tormenta entre los pliegues de su falda. Llamó otra vez, pero ahora con más ganas. En el cristal opaco se reflejaban los surtidores de gasolina, las primeras luces de la feria y la velocidad de los coches. También su figura. El viento le secreteó al oído lo guapa que estaba.

El club Los Gurriatos abría todas las noches, incluidas las de cuaresma. Quedaba a la entrada de Tarifa, frente con frente a la gasolinera, y era un bar de alterne dicho por lo fino y una casa de putas hablando en plata. Media docena de mujeres ligeras de ropa recibían a hombres de esos que andan con el cariño estropeado. La Milagros era la más veterana y con la llegada del buen tiempo hacía el camino andando y buscándole las sombras al suelo, siempre gustosas para sus pies desnudos; los zapatos en la mano y el bolso en bandolera. El trabajo le quedaba a poco de casa, un piso concedido por el ayuntamiento y para lo cual el Luisardo asumió su condición de hermano pequeño y pasó toda una tarde rellenando el mazo de solicitudes. A la semana o así llamaron a la Milagros para que se pasase a rellenar la boca con carne municipal. Después de los obligados trámites, les concedieron un piso alto desde donde se alcanza la gasolinera, la playa y, a lo lejos, la costa africana. Pero ya volveremos sobre este punto. Comentaba que el polvo del camino se agarraba a las ingles de la Milagros y que a su paso los camioneros reducían velocidad y bajaban sus ventanillas para soltar cochinadas que le ceñían los muslos y que, con gratuito sonrojo, prefirió dar tijera en su declaración.

No tardé en saber que la Milagros fue la primera en ser llamada. Y que apareció en los juzgados con el pelo recogido en un moño y los ojos velados por la tristeza. La Milagros tenía treinta y tantos, estaba en el mejor momento de su carne y lo único que salió de su boca, además de la edad y de los dos apellidos, fue que llegaba al trabajo cuando caía la tarde y que se despedía a la hora en que los gallos desafinan. El juez instructor escuchó atento. Tiene una voz que parece surgida de la cama, escribió con lápiz en uno de los márgenes del sumario. El juez instructor, a punto ya de jubilarse, comprendió entonces por qué la justicia ha de ser sorda además de ciega. Pero ya volveremos con él más adelante, un hombre bajo y regordete con camisa de manga corta y pajarita a topos, de lazo amplio y que brincaba por delante de su cuello. Un hombre que se teñía los bigotes por coquetería y al que, al ir a hacer el levantamiento del cadáver, se le voló el sombrero. Un panamá blanco y flexible que el viento empujó a los cielos primero para después arrojar sobre la mar. Ya volveremos a por él, pero ahora chitón, que esto no ha hecho más que comenzar. Una furgoneta color mostaza aparca en la misma entrada de Los Gurriatos. Todavía no es noche y una tormenta de carne y arena envuelve el ocaso. A lo lejos se escucha el petardeo de una moto y cercanos los andares de la jefa, que son como de legionario en traje de gala. Sale a abrir con su pequinés en el regazo y el cigarro pegado a la boca, uno de esos parisinos de color rosa, boquilla dorada y humo rubio. Hace una mueca que la Milagros no interpreta, pues no sabe si ríe o estriñe. Es la jefa y todo el mundo la conoce como la Patro.

—Adelante, querida, te estaba esperando —la Patro, con falsa intimidad que invita a entrar a la Milagros. El perrito pilonero encoge el hocico; más que ladrar chilla y enseña los dientes, como una rata vieja entre los pechos de la Patro—. Adelante.

Aquel día, igual que los demás días, la Patro presentaba en su piel una tirantez de nalga de mulo. Llevaba las mejillas brillantes, como frotadas con tocino rancio, y su papada no era una, qué va, era media docena. Carecía de humor, lo mismo que carecía de educación o de pescuezo y, físicamente, tenía todo el atractivo que pudo tener en su tiempo la mujer de Cromañón, pero con la salvedad de la estatura. La patrona parecía reducida por la minuciosa labor de un jíbaro. Pero volvamos a su negocio, con los divanes aún vacíos y los taburetes boca abajo sobre la barra acolchada y todo envuelto en una olorosa penumbra que la Milagros recorrió a tientaparedes, ayudada por las raquíticas luces de emergencia que se repetían en los espejos y en las botellas de Ponche Caballero.

—Baja a mi despacho, querida —fingió dulcemente la Patro. Los tacones de la Milagros se perdieron por una enrevesada escalera de piedra y el perrito pilonero ladró a la oscuridad—. Con cuidado, querida, no te vayas a escoñar.

Imaginó que se trataba de algún cliente significativo con apuro de tiempo. Uno de esos que pide cosas especiales y cuyo bolsillo tiene siempre la última palabra. La mujer en la casa, entretenida con la manguera del jardinero que se dobla menos que la suya, y el cabrito cebón de picos pardos. O peor, un putero de uña larga y ademanes chulescos; vitola en el meñique, reloj de cadenón y pellizco en la nalga. «Aaámonos, pero primero cómeme la polla, chochito». En fin, cosas que se le pasaban a la Milagros por la cabeza. Sin embargo, cuando se vio sentada en aquel despacho, con el zumbido del ventilador igual a un moscardón viejo planeando sobre su cabeza, fue cuando cayó en la cuenta de que era otra cosa con lo que le iba a salir aquella vulgar zurcidora de virgos.

—Escríbeme algo, querida —le dice tendiéndole el bolígrafo y una hoja arrancada del cuaderno de los pagos—. Escríbeme lo que quieras. —El hilo de humo de su cigarrillo parisién sube temblón, al techo.

La Milagros, que no entendía nada, agarró el bolígrafo y se la quedó mirando. «¿Los vientos te afectaron, escuajo?», le preguntó con los ojos. El perrito, bajo la mesa, lamía y relamía los tobillos de la Patro; las varices churriguerescas o de algún estilo así.

—Escríbeme algo, querida, lo que quieras, lo primero que se te ocurra —la Patro, con las gafas en el tobogán de la nariz, señalando con su dedo a la Milagros, que no fue apenas a la escuela y a la que ahora, a sus edad, le hubiese gustado saber escribir, sobre todo para mandarle cartas a su Chan Bermúdez, en el trullo desde hacía quince años. Aquella mujer conseguía hacerla sentirse culpable sólo por estar alegre.

—Vamos, querida, que hay bulla —avasalla la Patro—, como en el colegio, una redacción sobre la primavera. Escríbeme, por ejemplo, el ruido y la feria empiezan hoy.

Pero la Milagros pasa del ruido y la feria, y garabatea lo único que sabe, su nombre malamente. La Patro se levanta del asiento y se pone detrás de ella. Mantiene la apariencia de aquí-se-hace-lo-que-yo-mando, igual que una matrona inflada de cerveza; el temperamento hombruno y el lesbianismo malintencionado, sobre todo cuando llega el momento de ajustarse las gafas con el pulgar y leer lo que ha escrito la Milagros. Pasa una mano por el hombro desnudo y, con dientes en los ojos, le cuenta los lunares de la espalda. Apura intensamente el cigarrillo; su filtro dorado le abrasa los labios de sapo y lo mata en el suelo. Lleva sandalias de campero, los dedos vencidos de juanetes y las uñas pintadas a juego con el tabaco parisién. El perrito pilonero lame y relame sus tobillos. También el dedo meñique, pueril y montado sobre un callo. Trabaja nervioso la lengua rosada de salud. La Patro le tiene tan mal enseñado que se comporta igual a solas que cuando hay gente delante. La Milagros tampoco puede pasar por alto el tacto de unas manos hinchadas que retiran el tirante y pellizcan su cuello con fantasía, el aliento que roza la oreja, los zarcillos de coral.

—Hazme un favor, querida, y súbete a la mesa y tira de la cuerda del ventilador, que yo no alcanzo.

La Milagros sabe que lo que la Patro quiere es otra cosa. Y se quita los tacones y sube a la mesa. Los pies desnudos aplastan con rabia facturas, ceniceros, comandas y revistas de decoración. La Milagros aprieta los muslos y la Patro no insiste tras las gafas. Y con la misma violencia que trae el ferrocarril, la Milagros tira de la cuerda. Y el ventilador aminora su marcha; las aspas dejan de cortar, poco a poco, el calor que junta el techo.

—Quédate arriba tomándote algo, querida. No te despistes, que tengo que salir un momento, ya estamos en feria y las demás chicas no tardarán en llegar —subyuga la Patro—. Ve colocándome la barra y mira si me falta bebida en las cámaras.

La Milagros la conocía de sobra, había cargado sus pulgas durante mucho tiempo y aquellas pulgas le daban una idea de lo que era aquella mujer. Había veces que se preguntaba cómo podía caber tanto veneno en tan insignificante tamaño. Había otras que achacaba aquella falsa sinceridad al carácter de su signo astrológico. La Patro era Escorpio y, según la Milagros, que decía entender de estas cosas del horóscopo, aquel repugnante bicho de aguijón letal era la octava figura del zodíaco. Algo importante este último dato si nos remitimos a lo que la Milagros pensaba acerca de los nacidos bajo este signo. Según ella son personas pinchosas y con el corazón lleno de pus y que continuamente maquinan igual que si numerosos ratones se revolvieran dentro de sus tripas. En fin, cosas de la Milagros, que se leía el horóscopo de cabo a rabo, satisfecha de que los astros se acordaran de una.

—La tarde vendría torcida —exclamó Juan Luis—, pero el diablo sabe bien que el viajero entró recto en mi casa.

El entrevistador se le quedó mirando un rato, sin parpadear, y luego le volvió a preguntar lo mismo pero de otra forma. Sin embargo, Juan Luis Muñoz, porquero ilustrado y descendiente de Agamenón por parte de madre, ya se había arrancado a hablar de la evolución del caballo. De cómo el jamelgo había pasado de ser un recurso agrícola a ser un recurso turístico.

—Y de estas formas o maneras, como toda bestia tiene su prosperidad —cuenta Juan Luis—, lo mismo que con el equino pasa con el porcino. Por eso cuando al cerdo le salen las velas cruza el Atlántico.

Y así se explica Juan Luis mientras se seca las manos con el delantal. Y sin perder de vista la cámara manifiesta que la próxima remesa del jamón va a ser tela de importante:

—De aquí a poco, en América el cochino dará de comer a la familia judeocristiana de la Barbie y el Geyperman.

El entrevistador no parpadea y el porquero sigue hablando a cámara.

—Del cerdo interesa todo, mireusté, la cuerda de uno sirve para amarrar al siguiente.

En el fondo Juan Luis es bicho resabiado y con el cable de la risa siempre suelto. Uno de esos que le limpian el dinero a los ministros y que se pone la camisa azul mahón y canta la internacional como si fuese el cara al sol. Es un hombre espontáneo y de figura desmochada. Sus carrillos se destacan con el rosado agradable que suele tener el pechito de cerdo al laurel, vuelta y vuelta. Natural de Facinas, Juan Luis llegó a Tarifa en borrico y cuando sale de Tarifa lo hace en Mercedes. Actualmente conduce un local que lleva su nombre y del que a continuación voy a referir unas líneas.

Para no perdernos, Casa Juan Luis queda en la calle San Francisco, en el centro mismo de Tarifa, haciendo frente a una iglesia que da nombre a la vía. Se entra por la cocina, donde a la sombra del techo penden guindillas, ristras de ajos, pimientos choriceros y jamones de bellota. Es un local de tres pisos cuyo interior chorrea adornos y recuerdos y donde no faltan sus tinajas de barro ni la cabeza de un toro que lidió Paquirri. Tampoco faltan las agudezas de su dueño, que sirve personalmente las mesas. «No hay carta, hay sugerencia», dice Juan Luis al viajero recién llegado. El viajero se encoge de hombros y se echa mano al bolsillo de su gabardina.

—Al principio —dice Juan Luis—, que no por ofender, juro que pensé que se trataba de una ametralladora, por lo que le abultaba el bolsillo. Y corrí a agacharme, pero luego, en cuantito vi que lo que el viajero cargaba era una bolsa de tabaco holandés, entonces respiré más tranquilo, sabeusté.

El viajero se lía un cigarrillo, deshace el tabaco con las manos y mantiene el papel en la boca a la vez que recorre las paredes con los ojos. Hay en sus maneras una flacura teatral y distinguida. Una vez lo ha encendido, se levanta para mirar de cerca las fotografías del dueño con Antonio Ordóñez, Indurain, Jesulín, el Beni de Cádiz, Antonio Burgos y La Naranja Mecánica, Rancapino, Peret de joven y Esther Arroyo. «Vaya par de orejas que tiene este conejo», se dijo el viajero para sus adentros cuando detalló la fotografía de la gaditana, pero sigamos. Iba diciendo que este lugar es conocido, además de por la manduca, por la factura de su clientela. Violinistas, actrices, palmeros y demás fauna dan colorido a las veladas. Con los primeros calores son frecuentes las visitas de los políticos. Es grupo nutrido el de los belloteros que veranean en la costa de Cádiz y que se pasan por donde Juan Luis a comer jamón y a contar chistes de Lepe y de Lopera y a justificarse con la bola en la boca en nombre del orden público y la vida. Los únicos derechos que conocen son el de la propiedad y el de la herencia y, como se sienten herederos de privilegios feudales, se van de los sitios sin pagar y, mientras se ceban, dejan en la puerta a un guardaespaldas con las manos cruzadas en los cojones. Y Casa Juan Luis no iba a ser menos. Sin embargo, la tarde en que el viajero entró, el local estaba vacío y en los fogones humeaban las chuletas de cerdo y las papas mojadas en jugo de carne.

—El viajero pidió cerveza, Cruzcampo —promociona Juan Luis la marca mirando a cámara—, que limpia el paladar y al principio amarga pero que después entra dulce a apagar la sed, refrescando la garganta. —Juan Luis, del tirón, velando por sus intereses pues tenía unas cajas en deuda y esas las iba a pagar el viajero después de muerto.

El entrevistador le volvió a preguntar lo mismo y Juan Luis volvió sobre lo mismo, a hablar de carne y de poesía. Mirando a cámara, el rostro grave y la mirada tierna, se puso a contar que en nuestra comarca el amor es carne, carne y pinchos.

Mireusté, hay que tener cuidado con la carne moruna, hay que saberla comer. Ante todo saber mantener los pulsos, de lo contrario la herida puede ser mortal. El secreto está en conservar el pulso primero, sabeusté, para después poner atención en el mordisco. —Y sigue contando Juan Luis que, como el viajero estaba mal de los nervios, no masticaba—. La carne de cerdo hay que demorarla en la boca, en pequeñas diócesis, le advertí, comerla de a poco, pues el sueño de la digestión provoca monstruos, le dije repetidas las veces. Pero na, el viajero que si quieres arroz Catalina, mireusté, ni caso, que se tragaba los platos como un Carpanta —siguió contando Juan Luis a las cámaras.

Este último dato, que no es broma, lo pudo ratificar el informe del forense, veinticinco páginas a mano con letra menuda y estirada. «Restos enteros de carne de cerdo de primera calidad, puntualizando trozos salteados de pimiento rojo, que es el que pone el sabor, y segmentos de patata sanluqueña revueltos con hilo de yema y lonchas de jamón que, de tan finas, llamaban al hambre», escribió el forense. Además de las ya citadas, se realizaron otras apreciaciones sobre el cadáver, como la de los ojos hundidos en el fondo de las órbitas. Según el forense, esta peculiaridad era común en los cadáveres aquejados de nostalgia. Cerraba el informe un estudio puntilloso de los lunares encontrados en la epidermis, no pasando por alto la vista de dos tatuajes, cada uno en la planta de un pie. En uno ponía estoy cansado. Y en el otro, y yo también. Pero sigamos donde nos habíamos quedado, con el viajero que no se ha desprendido de su gorra de capitán de la marinería de San Fernando ni tampoco ha lavado sus manos, pero que come con apetito carnicero, a la vez que se enreda en una polémica con el dueño del local.

Mireusté, lo traía todo divinizado —explica Juan Luis a cámara—. Yo le dije que lo de los ingleses viajeros que se dejaron ver por aquí en la época de los trabucos era una mentira más grande que el sombrero de un picaor. Que Jorgito el Inglés era un sosainas como todos los demás y que, cansados de rosbif y de puré de papas con mantequilla, vinieron a ensanchar barriga y a retozar con mujeres tostadas por los soles de España. Luego me salió con que eso no aparece así en los papeles y con otras sandeces del tipo, mireusté, que nuestra región figuraba en sus rutas por una necesidad de fortalecer la formación personal visitando lugares donde abundan los restos de la cultura grecolatina. Que si pitos, que si flautas, que si pamplinas, mireusté. Y cuando me dijo que lo de la comida andaluza en los viajeros ingleses provocaba rechazo más que apetito, pues me inrrité. Y me citó de carrerilla lo que el Richard Burton escribió así como despectivamente: que el régimen de aceite y ajo de los lugareños da un olor y un aroma tan peculiares a su pellejo que ningún mosquito se acerca, comparando la dieta andaluza con el insecticida. Y me molesté, mireusté, pues el Richard Burton ese apareció por aquí un verano con la Liz Taylor. Y los puse de comer y de beber gloria bendita. Y, mireusté, que salieron a gatas los dos y más coloraos que una canasta de cangrejos. Entonces el viajero cayó en cuenta. Se había tomado cuarenta y cinco botellines, que, mireusté, es un buen leñazo de cerveza: Cruzcampo —promociona Juan Luis la marca mirando a cámara.

El entrevistador arqueó las cejas, un tanto asombrado a la vez que confuso, pero Juan Luis no le dio tiempo a más y siguió contando.

—Decía que el viajero cayó en cuenta y rectificó, y dijo que no, que el que escribió eso no fue Richard Burton, sino un tal Richard Ford. Pues a mí me vas a volver loco, hijo, le regañé, yo viajo en Mercedes. Más calmado le saqué unos pastelitos de almendras con una frasquilla de mistela, que es vino dulzón y grueso al paladar, y que, por lo dicho, basta con una pincelada, no un brochazo. Imagínese usté, imagínese usté los trazos —mira Juan Luis a cámara y repite—, imagínese usté los trazos.

El entrevistador se queda perplejo y Juan Luis sigue a lo suyo.

—Iba ya mediada la frasquilla cuando, mireusté, al viajero se le ponen los ojos viroques y por momentos se me queda cuajao, y abre las ventanas de su nariz y arruga la cara como si respirase algún olor feo. Y entonces se va la luz y nos quedamos a oscuras. ¿Para qué sembrar de molinetes el campo de Gibraltar?, pregunto yo. Pero allí no contesta naide. El viajero había aprovechado lo oscuro para tomar las de Villadiego. Y fue cuando se hizo la luz, cuando vi su silla vacía. Todo viajero que se precie carece de vergüenza, pues, mireusté, este sentimiento no es útil en su profesión. Y, sabeusté, que al ir a la cocina noté en falta un cuchillo jamonero, uno de esos capaces de partir un cerdo por la mitad con sólo acercar la hoja. Entonces me decidí a salir tras él —Juan Luis Muñoz, de carrerilla.

Nunca reveló los verdaderos motivos que le llevaron a espiar a su hermana. Tampoco los tenía muy claros. Tal vez fuera la morbidez que cargaba en su sangre, el aburrimiento, los celos, un poquito de todo o vaya usted a saber. No vamos a entrar en detalles, pero lo cierto es que el Luisardo llevaba haciéndolo desde el invierno pasado.

Al igual que los detectives, permanecía todo el tiempo arrancándole caladas a un pitillo y con el cuello del anorak subido. Merodeaba alrededor de Los Gurriatos con las manos en los bolsillos, el pasamontañas calado hasta las cejas y una curiosidad malsana rondándole el magín. Gastaba mucha paciencia y cuando entraba un coche, o si salía alguna chica, entonces el Luisardo se ocultaba a una distancia que él llamaba juiciosa y sacaba los prismáticos con visión nocturna. Si columbraba a la Milagros en compañía de un cliente, sentía un pérfido agrado y empezaba el seguimiento.

No sé si tengo dicho que Los Gurriatos era una antigua venta de carretera. Un alto en el camino que ya figuraba en el repertorio más antiguo de España, ese que se conoce como la guía de Villega y que señalaba los caminos que cosían la península a mediados del siglo dieciséis. Una venta con enjundia que siglos después albergaría trabucos, bandoleros y navajazos con fondo de castañuelas. Ría pita, pita, pita, que por aquí pasaron viajeros ilustres como Richard Ford y Jorgito el Inglés, aquel joven caminante vendedor de biblias. Según cuenta él mismo, visitó la venta en otoño de mil ochocientos treinta y nueve cuando desembarcó en Tarifa procedente del moro. Con posterioridad, ya entrado el siglo veinte y recién muerto Franco, esta venta era lugar de paso y, por lo dicho, por allí pasaron Paco de Lucía, Camarón y un tal Bandrés, al que apodaban «el Vasco», dueño de la ganadería del toro que años después mataría a Paquirri en Pozoblanco. Pero continuemos. Iban los tres en un mini colorado y, como había ganas de manducar, pues se pararon en la citada hospedería. Después de saciar el apetito protagonizaron una anécdota que no podemos pasar por alto y que a continuación vamos a referir, y que yo no viví porque aún no había nacido, pero que me la contaron y como la creí así la cuento.

Apuntaba que venían de rodar una película en Bolonia, en las ruinas romanas de Baelo Claudia, y que aparecieron en la venta a la hora de la cena. Su propietario de entonces sirvió tortillitas de camarones, carne al toro y garbanzos con chistorra, ensalada campera con sal gorda y unas no sé cuántas botellas de vino tinto y otras no sé cuántas de vino chiclanero, que es vino de color claro y encendido, de sabor firme y aromático al paladar. Continuemos. Recién acabados los postres y antes de llegar la dolorosa, que es como por aquí decimos a la cuenta, el Vasco tuvo una idea que de tan brillante fundió los plomos de todos los allí presentes. Agarró una cinta métrica y, muy aplicado él, se plantó en medio de la carretera y emprendió el simulacro. Sus acompañantes, entrados en guasa, sacaron del mini un trípode y fueron a ayudar. A la sazón, el ventero saltó todo apurado y pidió explicaciones con las manos abiertas en señal de buen cristiano. Camarón explicó que pertenecían a un grupo de inspectores del Ministerio de Obras Públicas, Carreteras, Caminos, Canales y Puertos, usté sabe. Y que se estaba estudiando la posibilidad de construir una autopista allí y tirar la venta. Cuando entraron a pedir la dolorosa, el ventero les dijo que todo corría por cuenta de la casa y que volviesen por allí tantas veces como quisieran. Años después, y estando Camarón aún con vida, al ventero le salió una oportunidad y traspasó el negocio. El nuevo propietario era un alemán de pasado oscuro, presente tenebroso y futuro merecido que pintó la hospedería de rosa y la amplió adecentando el corral como salón de comidas para los veranos. Quemó las breñas de afuera y cubrió de grava la entrada, dejando media fanega de tierra útil para quince plazas de garaje a cubierto y ocho al sol. Y por último levantó cimientos para edificar dos alas en los costados, con docena y media de bungalows que también mandó pintar de rosa.

Es bueno recordar que, por aquel entonces, Tarifa era un pueblo pequeño y arruinado por el viento, un punto al sur de España donde se contaban más cuarteles que tabernas. Todo por la patria, picha. De ser un paso peatonal de viajeros antediluvianos, allá por el pleistoceno, del tirón nos convertimos en un punto estratégico para la cosa de los tanques y otros juguetitos. Y que no sería hasta poco después, con la cosa del wisizurf, el turismo rural y el deporte de riesgo, cuando la divisa extranjera nutriría los veranos de un sur aguantador y que se resistía a ser colonizado, pero que cada verano recibía por la espalda a un grupo de guiris cada vez más numeroso. Total, que el pueblo fue estirándose más allá de sus murallas y, debido a todo esto, el alemán sacó billetes al traspaso. La cosa iba viento en popa hasta que un buen día, hará diez años, el alemán falleció en circunstancias oscuras que más adelante detallaré, pero que hicieron que el lugar se convirtiese en escenario de cuentos truculentos, fruto de un pueblo que no puede calmar su pasión por la fábula.

La hospedería del alemán estuvo un tiempo maldita, hasta que un buen día su actual propietaria levantó el precinto. Hay quien dice que gracias a una recomendación en la capital. Sin ir más lejos, se apuntaba que era la sobrina de alguien muy importante y que tenía que ver con el clero, un fulano bien situado y que alternaba de igual manera con la clase política que con los entornos homosexuales de postín y que, bien mirado, viene a ser lo mismo. En resumidas cuentas, que en el ambiente le conocían como el prelado rubicundo y no vendría a cuento el tío si no hubiese aconsejado a su sobrina sobre este tipo de negocios. Como gran estadista profetizó desde el altar un futuro glorioso a corto plazo. Y hasta citó a un tal Adam Smith para justificar el oficio más antiguo del mundo: «Jodiendo en familia el capital no se moviliza y por lo tanto no crece la renta per cápita», expuso el tío. La sobrina aplaudió al tío, pero sobre todo a Adam Smith. Eso fue a principios de los noventa y el prelado rubicundo asistió a la inauguración, donde corrieron por igual el vino fino y las chicas en cueros bailando la conga.

Apuntar que la nueva propietaria dio una mano de pintura a las fachadas, púrpura pasión, y que en un baratillo compró colchones de lana y somieres de diferente factura para habilitar los aposentos. Y que a la entrada plantó la rueda de un carro antiguo, toda ella salteada de bombillas; un reclamo luminoso que cortaba a navaja la noche de la costa: «Los Gurriatos». Apuntar también que la Patro fue mujer pionera en lo de reclutar a chicas de la otra orilla, panteras de ojos brilladores, carne negra y vaginas de labios prietos y azulones. Año tras año las iba renovando a todas menos a una. Esa una era la Milagros, morena de piel más clara pero de temperatura sexual superior a la de las africanas. Desenvuelta y olorosa de azahares, la Milagros era un harén toda ella y mujer capaz de contentar a los clientes más clásicos, aquellos que buscaban conversación y copa al filo de la barra. La Milagros apenas trabajaba los bajos; desplumar a un cliente sin tocarle la bragueta era asunto fácil. Aunque apenas supiese escribir, se consideraba a sí misma una vivaracha. Por lo mismo, la Patro fue de quien primero sospechó cuando la otra tarde le vino el cliente con el cuento.

La Patro lo recordaba, fue el invierno pasado. Llegó hecho una sopa. No podía olvidar que bajó tosiendo las escaleras y que, antes de contratar el servicio, pidió permiso para fumar. Llenó la cachimba, prendió la pipa y un oliente aroma a tabaco fresco impregnó el despacho. Luego, en un tono cultivado en colegios de frailes y cuarto oscuro con derecho a roce, pidió un servicio especial, uno que se conoce como la sonrisa del payaso y que, a continuación, voy a revelar. Dicho servicio consiste en lo que vulgarmente se conoce como una comida de coño, pero algo excepcional, ya que el sexo a absorber ha de sufrir el menstruo. Para entendernos, como el que se bebe un BloodyandMary y no se limpia los morros.

A cualquier otro le hubiese dado largas, pero aquel cebón olía a billetes. Su olfato perdiguero no se equivocaba y el hocico se excitó con el olor a piel de cabrito de su cartera. Su perrito pilonero no iba a ser menos y, en un descuido y para corresponder, se orinó en la pierna del cliente, que se dejó sin rechistar.

—Mear sobre mojado no es pecado, querido —le dijo la Patro saliendo al paso—. Animalito, hoy no le he sacado en todo el día. —Y se puso a rascarle el lomo. Y le pegó una voz a la Milagros, que no tenía el menstruo y que, con un trozo de esponja y mircromina, lo disimuló durante diez minutos. Pero vayamos por partes.

Llueve. El cabrito cebón sale primero, dirección al bungalow. Va hecho una sopa y fuerza su cuello hasta límites risibles. Nota la lluvia colándosele por el cogote y mira a los lados de una forma que cualquier policía hubiese definido como obsesiva. Un detalle más: va con la pipa en la boca, la lleva apagada y camina escocido y torciendo las botas hacia adentro; la gravilla mojada rechina bajo las suelas y la Milagros, que va detrás, le observa un tanto mosqueada, pues «con enfermos así nunca sabe una», piensa ella temerosa. No imagina que ante cualquier eventualidad aparecería su hermano, como surgido de una grieta de la noche, como cuentan que aparecía su Chan Bermúdez. Ni lo sospecha. Lleva el abrigo de pieles sobre los hombros y las llaves de uno de los bungalows en la mano. Se cobija bajo un paraguas maltrecho que el cliente, en otro acto más de cortesía, le ha cedido. Es invierno y además de la lluvia sopla un viento cuchillero que arruina los huesos. Por momentos parece que la noche se les viene abajo.

«Un cabrito cebón con hechuras de cornudo imaginario», se dice el Luisardo para sí. «Seguro que su mujer cuando se toca con el dedo piensa en otro», sigue rumiando. El Luisardo le ha calado desde el momento en que bajó del coche. Un Audi matriculado en Cádiz. El cabrito cebón anduvo con cautela y no aparcó donde los demás, no. El cabrito cebón ha escondido su coche por donde la Renault y ha hecho andando el trayecto que le separa de Los Gurriatos, cobijado bajo un paraguas rebelde, culpa del temporal. De su boca salen nubecillas de vapor y lleva los ojos bailones a un lado y otro del camino. Es como si la conciencia le persiguiese. No ha pasado más de un cuarto de hora y el Luisardo le vuelve a ver. Sale del brazo de la Milagros. «Bingo», se dice para sí el Luisardo. Hay un resplandor punzante en sus ojos y es invierno, meses antes de que llegue la feria y meses antes de que el viento arroje lunares y besos de perra y zapatos perdidos para siempre contra la vida del viajero.