Nunca antes había percibido hasta ese punto la aurora como un renacer. Quizá porque había dormido al raso, y ese amanecer en la isla de la Cité se le antojaba nuevo y puro. Quizá por la violencia de los acontecimientos de la noche anterior. Quizá porque había temido por su vida y por su integridad física.
Se dejaba acariciar por las sombras y la tímida luz del alba. Sonreía como un tonto, respirando por la boca, para escapar así del hedor inenarrable en el que estaba inmerso y que emanaba del saco de dormir en el que yacía. Todavía no había intentado mover los miembros. Por ahora prefería que siguieran entumecidos y anestesiados por la noche. Sabía que en el momento de levantarse y de volver hacia ese inmenso edificio de piedra que veía al otro lado de la verja verde, su cuerpo le haría pagar los excesos, las imprudencias, los golpes recibidos y quizá incluso los pecados de la noche anterior. Había acariciado los senos de una mujer. Y con los labios había rozado las tiernas extremidades de esos senos.
La plaza estaba desierta. Pronto se abrirían las verjas, y los turistas la invadirían con despreocupada lentitud. Tendría entonces que salir del saco de plumas y volver a su doble vida de sacerdote e investigador. Por ahora disfrutaba de esa curiosa mañana en la que podía remolonear un poco. Estaba ausente del mundo, ausente de sí mismo, y eso lo ayudaba a recuperar fuerzas y a poner algo de orden en sus ideas.
Oyó pasos en la grava. Las hojas del arbusto detrás del cual se ocultaba se agitaron, y la cara hirsuta de Kristof apareció entre dos ramas.
—¿Todo bien todo bien?
—Todo bien, Kristof. Quiero darte las gracias por lo que hiciste anoche.
—¿Anoche?
—Me recogiste del suelo, ¿no? Porque fuiste tú, ¿verdad?
—Buvar Clichy, sí, sí…
—¿Qué hacías tan lejos de tu barrio, Kristof?
—¿Barrio?
—¿Qué hacías tú allí?
—Polska Misja Katolicka.
—La misión católica polaca, claro. Y ¿regresabas ya a dormir?
—Notre-Dame casa, sí.
—Notre-Dame casa… Me trajiste hasta aquí, ¿verdad? Me trajiste a cuestas como San Cristóbal al Niño Jesús…
—Aquí, sí. Todo bien todo bien.
—Kristof, creo que ayer me salvaste la vida.
—Todo bien todo bien. No problema.
El polaco le alargó al padre Kern un cruasán rancio.
—Musisz jeść.
—¿Es para mí?
—Musisz odzyskać siłę.
—Gracias, Kristof. Y, tú, ¿tienes algo de comer?
Por toda respuesta, el vagabundo se sacó del bolsillo una lata de cerveza barata, la vació de unos pocos tragos, eructó sonoramente y la arrojó contra la verja que separaba la plaza Juan XXIII del jardín de Notre-Dame. Kern mordió el cruasán. Probablemente Kristof lo habría conseguido en el café de la esquina de la Rue du Cloître, de vez en cuando la dueña le daba bollos del día anterior a cambio de que, durante unas horas, el polaco no pidiera limosna a los turistas instalados en la terraza. Kern tenía hambre. Llegó incluso a comerse las migas que se le habían caído en la camisa manchada de sangre, y eso hizo reír a Kristof. Quizá fuera el mejor cruasán que el sacerdote se había comido en su vida.
—¿Tú encontrado morderca?
—No, Kristof, todavía no he encontrado al asesino.
El vagabundo se ensombreció y se encerró en el silencio. Después, como al término de un largo debate consigo mismo, acabó por abrirse la cremallera del chaleco y metió la manaza por la abertura. Sacó una fotografía de colores desvaídos, protegida por un adhesivo transparente que el paso del tiempo había amarilleado en varios sitios. En ella se veía a una niña de diez o doce años, con un vestido blanco de Primera Comunión; de su cuello, grácil y delgado, colgaba una cruz de madera. A su lado, rodeándole los hombros con el brazo, había un hombre rubio vestido con un traje de chaqueta marrón y una corbata de flores, con la raya del pelo cuidadosamente dibujada y una sonrisa ingenua en la cara. Kern tardó unos segundos en reconocer al vagabundo polaco en ese padre algo envarado y torpe que posaba endomingado ante la cámara y cuya sonrisa imprimía a su fisonomía un aire adolescente y —había que decirlo— profundamente feliz. ¿Qué había ocurrido desde el día en que se había tomado esa foto? ¿Qué acontecimiento había podido hacer tropezar a Kristof, precipitándolo en esa caída sin fin que lo había dejado varado detrás de un arbusto de la plaza Juan XXIII del distrito 4 de París? Demasiado bien lo sabía Kern, lo había visto numerosas veces en el transcurso de su sacerdocio. La miseria necesitaba un detonante: una separación, una enfermedad, una tragedia familiar… Un ser humano luchaba mucho tiempo antes de hundirse. Era necesario que la suerte se ensañara contigo y al final te rematara.
Con las yemas de los dedos, amarillas por el tabaco, Kristof acarició la fotografía.
—Mi hijita, Helena.
—¿Dónde está, Kristof?
El polaco observaba al cura sin parecer entender, como ausente del lugar y del tiempo, como ausente de sí mismo. Kern repitió, señalando la foto.
—¿Dónde está Helena ahora?
Kristof hizo un gesto vago en derredor.
—¿Está en París? Kristof, tu hija está en París, ¿es eso? ¿Qué edad tiene ahora? ¿De cuándo es esta foto?
—Yo buscar Helena. Ella marchar Polonia. Ella marchar Cracovia.
—¿Cuándo fue eso, Kristof? ¿Qué edad tenía cuando se marchó? ¿Viniste a buscarla hasta aquí?… ¿Cuándo se marchó de Polonia?
Como un eco a esa última pregunta, Kristof dibujó una fecha en la mezcla de tierra y de grava que le servía de lecho cada noche, una fecha que resumía ella sola la magnitud y la duración de su caída: 1996.
A Kern le costó hacerle la pregunta siguiente. Al mirar al vagabundo, con su chaleco hecho jirones, le parecía conocer ya la respuesta.
—¿Encontraste a tu hija?
Entonces el polaco agarró al cura por el cuello de la camisa manchada de sangre seca, y su respiración se hizo de pronto más afanosa. Clavó su mirada clara en la de Kern, y sus ojos se empañaron. Por fin farfulló para sí unas palabras que repitió dos o tres veces antes de volver a guardarse la fotografía en el bolsillo interior.
—Tú encontrar morderca… Tú encontrar morderca…
Abrió otra lata de cerveza y la miró con asco antes de bebérsela del tirón. A unos metros de allí, un empleado municipal acababa de abrir el candado de la verja del jardín y empezaba una vaga ronda de inspección. Kristof se ocultó algo mejor detrás de los arbustos. El cura apoyó una mano descarnada en el grueso antebrazo del polaco.
—Lo voy a encontrar, Kristof. Te lo prometo. Por mi fe en la Virgen, te lo prometo.
Era hora de irse. Kern esperó a que el empleado municipal saliera del jardín. Por fin se levantó con esfuerzo, y sus miembros le recordaron que existían. La jornada se anunciaba dolorosa. Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para ponerse en movimiento. Su cuerpo, lo notaba, estaba extenuado. Se volvió una última vez hacia el arbusto detrás del cual se escondía Kristof, agachado y apático, arrebujado en su chaleco burdeos del que se escapaban las plumas, y esa visión le encogió el corazón.
Se enjuagó la cara en la fuente de la esquina de la explanada con la Rue Arcole. Aún tenía la cabeza impregnada de la sangre reseca de la noche anterior, así que acabó por inclinar la nuca bajo el chorro. Se sacudió como un cachorro, y el frescor del agua le sentó bien. El padre Kern se volvió hacia la fachada de Notre-Dame. Las dos torres se erguían por encima de su cabeza aún empapada, y, por primera vez en su vida, se le antojaron amenazadoras. La puerta de Santa Ana estaba cerrada, todavía no eran las ocho. Tendría que entrar por la verja reservada al personal, la que daba al Sena, bordear la pared sur de la catedral y pasar delante de la rectoría antes de llegar a la puerta de la sacristía. Con un poco de suerte, a esas horas no se cruzaría con nadie antes de haber podido cambiarse. Tenía que quitarse esa ropa manchada y desprenderse del olor a alcohol de Kristof. Sobre todo, tenía que purificarse de ese momento de extravío en el que, con las manos sobre la piel de una mujer, había estado a punto de olvidarse de todo.
* * *
Recorrió como una sombra el pasillo de la sacristía y fue derecho a su taquilla, en la que, como todos los sacerdotes de la catedral, dejaba sus vestiduras litúrgicas y algunas mudas de ropa. A cada paso notaba cada miembro, cada músculo, cada articulación de su cuerpo. Tenía la impresión de ir dejando tras de sí un rastro grisáceo hecho de hedor y de sentimiento de culpa, que se hacía más denso conforme se iba adentrando en el edificio, y cuya suciedad reflejaba el tenor de sus actos. Y, sin embargo, la piel de esa prostituta cuyo recuerdo conservaba intacto en las palmas de las manos le había parecido tan pura, tan suave, tan blanca…
Mientras se cambiaba de ropa oyó un objeto metálico caer de su bolsillo y rebotar en el suelo. Era su cruz, que había decidido quitarse del ojal la noche anterior y que luego había escondido mucho tiempo en el puño cerrado mientras sobre su cuerpo llovían los golpes. La recogió y la prendió con cuidado de la solapa de la chaqueta limpia que acababa de ponerse. Hizo un fardo con sus ropas manchadas y lo dejó en el fondo de su taquilla para ocultar el hedor.
Se sentó en el cofre de madera, como era su costumbre y, por primera vez desde lo sucedido la víspera, se tomó el tiempo de hacer balance. ¿Qué sabía exactamente? ¿De qué se había enterado? Frente a él había una veintena de estrechas taquillas de madera colocadas en hilera en la pared, cada una de ellas a disposición de un sacerdote de la catedral. Una de ellas pertenecía a un cliente habitual de Luna Hamache, estudiante y prostituta que, cuatro días antes, el padre Kern y el sacristán habían encontrado asesinada.
Retrocedió un poco más en el tiempo, hasta el final de la celebración de la Asunción, la víspera del trágico descubrimiento. Se vio a sí mismo en ese mismo pasillo, entre el resto de sacerdotes de Notre-Dame, ocupados todos en deshacerse de sus vestiduras litúrgicas, como se quita un actor el traje de escena una vez que se ha bajado el telón, al término de la función. Esa noche, como después de toda celebración solemne, como después de toda misa que congregara a una multitud importante, la atmósfera había estado compuesta de ingredientes diversos: la tensión del acontecimiento aún reciente en la memoria de todos, el alivio y el cansancio que invadían los cuerpos a medida que los celebrantes iban guardando las estolas en las taquillas, el humor colegial que marcaba la vuelta a cierta rutina. Kern volvió a ver en su cabeza al obispo auxiliar, monseñor Rieux Le Molay, revestido todavía con la vestidura litúrgica, recorrer el pasillo y salir al aire libre por la puerta que daba al Sena, con el móvil pegado a la oreja; vio a Gérard ponerse unos guantes de látex y mojar una esponja en detergente, pues al rector se le había caído el café en una alfombra de la sacristía; se esforzó por rememorar cada detalle, cada palabra susceptible de desvelar una tensión inhabitual en alguno de los curas presentes en ese pasillo. Les pasó revista a todos en su memoria, trató de recordar en qué orden se habían ido marchando, las últimas palabras que habían dicho antes de abandonar el recinto de la catedral; trató incluso de sentir en la palma vacía la dureza o la blandura de cada apretón de manos en el momento de la despedida.
Agotado por el ejercicio, que consideraba desesperadamente estéril, Kern cerró los ojos y soltó un largo suspiro. La misión que se había asignado tenía algo terriblemente contra natura pues lo obligaba, a él, un hombre de Dios, portador de un mensaje de esperanza, a ver el mal en todas partes, incluso en el seno de su Iglesia.
—¿Se ha caído de la cama esta mañana, padre Kern?
Era precisamente Gérard, que volvía del coro tras colocar los objetos litúrgicos para la misa matutina. El sacristán interrumpió su tarea para mirar al enclenque sacerdote.
—Fuera bromas, padre, ¿se ha dado un buen trastazo en la cara? Tiene el pómulo magullado.
—Un accidente sin importancia. Prefiero no tener que contarle lo que me pasó anoche, Gérard.
—Otra vez se ha metido en peleas en los bares de Pigalle, ¿eh, padre?
El sacerdote se esforzó por sonreír.
—Sí, usted búrlese.
—El humor es lo único que nos queda, padre.
—No le falta razón. El humor y un poco de fe. Bueno, al menos eso espero.
Gérard desapareció en la sacristía y enseguida volvió a asomarse al pasillo.
—Ahora en serio, padre, se ha equivocado de horario. Acabo de consultar el planning, esta mañana no tiene nada previsto antes de la misa de doce. Y, esta tarde, su turno en el confesionario empieza a las dos.
—Pues esperaré. Me dedicaré a rezar. O si no, a ejercitar mi sentido del humor.
—Mejor haría en ir al médico. Entretanto, ¿le apetece un café?
Kern siguió a Gérard hasta la sacristía. Mientras el líquido caía en los vasitos de plástico, oyeron un tintineo de llaves en el pasillo acompañado de unos pasos pesados que identificaron enseguida.
—¡Aquí huele a café!
—Hola, Mourad. Anda, ven a tomarte un cafetito. Está también el padre Kern.
La alta silueta del vigilante apareció en el umbral.
—¡Pero bueno, padre! ¿Es que le dio por jugar al rugby anoche, o qué?
—Buenos días, Mourad. ¿Se encarga usted hoy de la apertura?
—El chiringuito ya está abierto, padre.
Mourad fue a colgar las llaves de la catedral en el clavo de la pared y se reunió con el cura y el sacristán alrededor de la máquina de café. Bebieron un momento en silencio antes de que Kern, que no había apartado los ojos del llavero, volviera a tomar la palabra.
—Esas llaves, Gérard, ¿abren todas las puertas de la catedral?
—Y tanto que abren todas las puertas. Lo menos pesa tres kilos ese llavero.
—¿Incluidas las puertas que solo se utilizan rara vez, o incluso nunca? ¿Incluida, pongamos, la puertecita del ábside que da al jardín trasero?
—Esas llaves abren absolutamente todas las puertas de la catedral, padre, incluidas las de la cripta, el deambulatorio, los sótanos, la azotea y qué sé yo qué más.
—Y ¿el llavero se queda aquí todo el día?
—¿En la sacristía? Sí, claro. A nadie se le ocurriría pasearse con un armatoste así colgado del cinturón.
—¿Se queda aquí todos los días?
—Todos los días de Dios, padre. El vigilante de servicio lo cuelga de ese clavo tras abrir las puertas a las ocho, como acaba de hacer Mourad. Y ahí se queda hasta la hora del cierre, a las ocho de la tarde.
—Y ¿después?
—¿Después? El vigilante le entrega las llaves al conserje, que las conserva en su casa hasta la mañana siguiente. Y así todos los días del año.
—Y ¿las noches que hay proyección? ¿Qué ocurre cuando la catedral vuelve a abrir sus puertas después de las ocho?
—Yo me voy a las ocho, padre. No tengo ni pajolera idea de lo que ocurre después. A esas horas ya estoy cenando en mi casa.
Mourad, que hasta entonces se había contentado con remover el azúcar de su café, tomó el relevo.
—Las noches que hay proyección, padre, las llaves van y vienen una vez más. Se abre la catedral a las nueve y media, y se vuelve a cerrar del todo a las diez y media, cuando ya ha salido todo el mundo, al terminar la película.
—De modo que, durante toda la película, el llavero se queda colgado de su clavo, aquí en la sacristía, y cualquiera puede acceder a él.
—Cualquiera no. Durante la proyección nocturna, toda la parte trasera de la catedral está cerrada: el deambulatorio, el tesoro y la sacristía. Solo la nave queda abierta al público.
—Mourad, le voy a hacer una pregunta muy sencilla: ¿quién tenía acceso a ese llavero durante la proyección de Alégrate, María el domingo pasado?
Mourad se tomó el tiempo de pensar.
—¿El domingo pasado? ¿La noche del asesinato de esa chica?
Bebió otro sorbo de café.
—Solo se me ocurre una persona, padre.
—¿Quién?
—Yo.
Kern hizo un gesto de irritación al que Mourad reaccionó enseguida.
—¿Hay algún problema? ¿Es otra vez esa historia de la ronda que supuestamente se me olvidó hacer, padre?
—No, hombre, no, Mourad.
—Ya verá como no tardan en acusarme de haber matado a la chica de la otra noche.
—Nadie lo va a acusar de nada, Mourad. La justicia ha concluido su investigación. El rector ha renunciado a someterle a una comisión disciplinaria. En cuanto a mí, sé de sobra que es usted inocente.
El vigilante seguía receloso.
—¿Está seguro, padre? ¿No va a empezar usted también a imaginarse qué sé yo qué?
—Estoy seguro, Mourad. Sé que no tiene usted nada que ver en este sórdido asesinato y sé que no ha cometido ninguna falta profesional. Lo sé por una razón muy sencilla.
—¿Y le puedo preguntar qué razón es esa, padre?
Kern vaciló un momento.
—Sé que es usted inocente, Mourad, porque no es sacerdote.
* * *
Gombrowicz se dejaba acunar por el suave murmullo de la celebración. No se había instalado en el coro, donde tenía lugar la misa de ocho, sino en la nave, frente a la Virgen del Pilar. La voz del cura le llegaba desde lejos, con un ligero eco, y los rezos monótonos del puñado de madrugadores reunidos alrededor del oficiante lo envolvían como una nube de algodón. La catedral no podía estar más en calma.
Bostezó y pensó con nostalgia en su cama, que había tenido que abandonar temprano para llegar a Notre-Dame justo a la hora en que abría sus puertas. ¿Qué hacía ahí exactamente? ¿Seguía siendo de su competencia ese caso? Después de todo, sus superiores le habían obligado a cogerse una baja después de la muerte del joven Thibault, ocurrida dos días antes. ¿Con el fin de protegerlo o de mantenerlo alejado? Lo habían interrogado, él había entregado su informe y se había vuelto a casa, impresionado todavía por la caída del ángel rubio, algo perdido, mientras los de asuntos internos retenían a Landard para preguntarle largo y tendido sobre las condiciones en que llevaba a cabo sus interrogatorios.
El día anterior no había podido evitar salir de su casa para asistir al entierro de la virgen de Notre-Dame. Asistir a la ceremonia, observar desde lejos, no mezclarse con nadie, ver quién estaba. Seguir a ese curilla al que parecían interesarle las páginas porno tanto como la Virgen María. Ahora ya no tenía elección, debía obedecer a ese instinto que le había llevado a retomar la investigación allí donde su superior jerárquico, para no mencionar su nombre, la había dejado: el suicidio de un sospechoso y el archivo del caso.
Se abstrajo en la contemplación de la estatua que tenía delante. Su manto era de una blancura dudosa, y el Niño Jesús, que la Virgen llevaba en el brazo izquierdo, mostraba un rostro demasiado adulto, demasiado serio y demasiado rollizo también, que le resultaba perturbador. Sin embargo, el joven agente no podía evitar encontrar hermosa a María. Fundamentalmente por su rostro, en el que acabó por concentrarse: la boca muy pequeña, la nariz fina, los grandes ojos almendrados y las cejas muy altas le conferían una expresión de ausencia, de melancolía, de dolor también, como si esa Virgen hubiera aspirado a otra cosa, a estar en otro lugar. ¿Qué sería lo que había visto, para apartar así la mirada? ¿Qué era aquello que no se atrevía a confesar y que le pesaba en la conciencia? ¿Qué había hecho alguien en su casa, que no podía confiarle decentemente a un policía?
Salió de su ensimismamiento al oír un carraspeo a su lado. Una mujer de unos setenta años por lo menos se había sentado en la silla contigua a la suya. Lo espiaba a ratos, a hurtadillas, observándolo con unos ojos muy abiertos y angustiados, y luego apartaba de pronto la cabeza, como si sobre ella pesara una peligrosa amenaza que Gombrowicz no alcanzaba a identificar. Llevaba un sombrero de paja roto, en el que había prendido, con imperdibles medio oxidados, un montón de flores rojas de plástico. El policía pensó enseguida que se trataba de una loca. La jornada se anunciaba larga. Se disponía a levantarse para cambiarse de sitio cuando la mujer lo retuvo del brazo. Lo miró intensamente, y luego su rostro se iluminó con una sonrisa desdentada. Entonces, tan rápido como había surgido, la sonrisa desapareció, y la mujer se puso a hablar en un murmullo casi inaudible que duró una eternidad y que ella apenas interrumpió de vez en cuando para tragar saliva y recuperar el aliento. Era obvio que la señora Pipí tenía mucho que contar.
* * *
—Sacristán a vigilante, sacristán a vigilante… Mourad, ¿me oyes?
—Sí, Gérard, te recibo.
—¿Dónde estás?
—En la entrada.
—¿Puedes venir un momento, por favor?
—¿Para qué, Gérard?
—¿Tú sabes poner en marcha las cámaras?
—Repíteme lo que has dicho. Es que aquí donde estoy hay mucho ruido.
—Que si tú sabes poner en marcha las cámaras.
—¿Las cámaras? Y ¿para qué, Gérard?
—Es que me lo ha pedido el padre Kern. Le gustaría volver a ver las imágenes de la misa del domingo por la noche. ¿Tú sabes encontrarlas en los ordenadores?
—Dile al padre Kern que voy enseguida. Voy a mandar callar a los chinos que tengo detrás y me reúno con él allí.
Se encontraron en la entrada del deambulatorio y subieron juntos el puñado de escalones que llevaban a la cabina de control. Mourad se instaló a los mandos del dispositivo y encendió los ordenadores, las pantallas y la consola de montaje, mientras el padre Kern se sentaba a su lado. Desde ese entresuelo situado encima de la sacristía se podían controlar todas las cámaras automáticas repartidas por la nave y transmitir en directo las misas del domingo por la tarde. La de la Asunción no era una excepción, y Mourad, que manejaba el sistema con habilidad, abrió el archivo correspondiente. Maravillado como un niño, el padre Kern lo observaba, sentado en la silla con ruedas, con su silueta canija y raquítica cuyos pies apenas tocaban el suelo.
—Mourad, un día de estos va a tener que explicarme de dónde le viene este virtuosismo en todo lo que se asemeje mínimamente a un ordenador.
—Siempre me ha interesado. Es que no hay que dejarse impresionar por estos aparatos, ¿sabe, padre? Estas máquinas son como juguetes grandes, no hay que tener miedo de trastear con ellas. En el peor de los casos se apaga todo y se vuelve a empezar. A veces echo algún cable aquí y allá si hay que hacer reparaciones urgentes cuando se retransmiten las misas importantes. Las cámaras automáticas pueden bloquearse dentro de las cajas de madera. Yo las desmonto y luego las vuelvo a montar. Miro si hay algo desenchufado. Me gusta mucho todo este rollo. El otro día hasta hice de técnico para la policía. Si pillaron a ese pobre chaval fue gracias a las cámaras.
—Lo sé, Mourad.
—¿Es la misa del domingo por la tarde la que quiere usted ver, padre?
—Sí, eso es.
—Pero en esa misa estaba usted, ¿no?
—Estaba, sí. Pero ni mis ojos ni mi memoria reemplazarán nunca los objetivos de todas esas cámaras repartidas por la nave. Quizá ellas vieron algo que a mí se me pudo haber escapado.
—Dígame una cosa, padre, ¿no se estará usted metiendo a policía?
—¿A policía? Dios mío, no. Simplemente me interesa la justicia. Es como usted con los ordenadores. No hay que tener miedo de trastear un poco. Usted y yo, Mourad, somos tal para cual.
El vigilante había puesto en marcha la larga secuencia difundida en directo cinco días antes por la cadena católica KTO.
—¿Qué busca exactamente, padre?
—Se lo diré cuando lo haya encontrado. Hasta entonces, no tengo ni la menor idea.
En la pantalla, la gran procesión que abría la misa abandonaba la explanada para entrar en la catedral abarrotada de fieles. Los grandes órganos de Notre-Dame tronaban y el coro unía sus voces. En el pasillo central, un grupo de adolescentes que blandían estandartes bordados precedía a la estatua de plata de la Virgen, que llevaban en andas los caballeros del Santo Sepulcro. A continuación seguía la larga cohorte de sacerdotes de Notre-Dame. La procesión llegó al estrado, y los quince clérigos se repartieron por el crucero, al pie de los tres escalones, mientras el obispo auxiliar de París, en ausencia del cardenal-arzobispo, iniciaba ante el altar una letanía de cuatro avemarías. Monseñor Rieux Le Molay recordó a los soberanos de Francia: «Frente a la estatua de la Pietà encargada por el rey Luis XIII, renovamos el voto que consagra a Francia a la Virgen, voto pronunciado por este mismo rey el 10 de febrero de 1638. Hemos declarado y declaramos ahora que, adoptando a la santísima y gloriosa Virgen como protectora especial de nuestro reino, le consagramos nuestra persona, nuestro estado, nuestra corona y nuestros súbditos, suplicándole que nos inspire una conducta santa y defienda con denuedo al reino del esfuerzo de sus enemigos».
El padre Kern se agitaba nervioso en su silla. A veces las cámaras se desinteresaban del altar para barrer a la multitud extremadamente poblada de fieles. Kern escrutaba la pantalla y rebuscaba de nuevo en sus recuerdos, pensando que, al ver las imágenes, resurgiría alguna sensación furtiva experimentada esa noche durante la misa y que luego se le hubiera quedado grabada en un rincón de la memoria. Pero no resurgía nada, nada que estuviera relacionado con el asesinato que, unas horas más tarde, habría de mancillar la catedral.
En el monitor, el rector monseñor de Bracy se acercó al púlpito a hacer la lectura del Apocalipsis de San Juan. Se hablaba de una mujer que tenía como manto el sol, la luna bajo los pies y, en la cabeza, una corona de doce estrellas, una mujer encinta y torturada por los dolores del parto. Un dragón rojo fuego, con siete cabezas y diez cuernos, trataba de arrebatarle el niño nada más nacer para devorarlo. Pero la mujer conseguía dar a luz por fin y traía al mundo a un varón que habría de ser el pastor de todas las naciones, a las que dirigiría con un cetro de hierro.
Se leyó una epístola de San Pablo a los Corintios, y a continuación el obispo auxiliar subió al atril para leer un fragmento del Evangelio de San Lucas que hablaba de Isabel y de María. Luego llegó la homilía. El prelado animó a sus feligreses a no flaquear en su fervor y a seguir a María en su lucha interior contra el mundo moderno.
El padre Kern estaba cada vez más nervioso. Hacia el final de la homilía, la cámara barrió la multitud, y Mourad señaló una esquina de la pantalla.
—Mire, padre, ahí está. Esa chica de blanco sentada en primera fila, en el lateral, con las piernas cruzadas. ¿La reconoce?
—Es ella, sí. Recuerdo haberme fijado en ella esa noche. Creo que todos, al subir al estrado, debimos de lanzarle una mirada. Recordábamos el incidente de la tarde, claro. Me extrañó verla ahí otra vez, pero luego volví a concentrarme en la misa.
En la pantalla, la misa progresaba despacio hacia el sacramento de la Eucaristía. Los oficiantes se habían congregado alrededor del obispo, a ambos lados del altar de bronce sobre el que habían colocado el cáliz y tantos copones como sacerdotes repartirían la comunión. Monseñor Rieux Le Molay alzó las manos y dijo: «En el momento de ofrecer el sacrificio de toda la Iglesia, oremos a Dios Todopoderoso».
Mourad empezaba a impacientarse. Había asistido a cinco misas en su calidad de vigilante. Esa celebración solemne de la Asunción ya la había vivido también. De hecho, se veía a sí mismo de vez en cuando en las imágenes, de pie en el transepto sur, velando por mantener el silencio, disuadiendo a los turistas de utilizar el flash, con un ojo puesto siempre en el estrado en el caso poco probable de que algún desequilibrado agrediera al prelado que presidía la misa.
Por fin se rompió el círculo de sacerdotes que rodeaba al obispo. Parte de ellos, entre los cuales estaba el padre Kern, se alejó por la nave, llevando cada uno en la mano izquierda un copón lleno de formas para repartir la comunión a los fieles que se apiñaban en el fondo de la catedral, mientras los demás sacerdotes bajaban hasta el primer peldaño del estrado y dejaban que se acercaran los asistentes de las primeras filas. Mourad se vio en la pantalla organizando a los fieles en tantas columnas como oficiantes había disponibles. Monseñor Rieux Le Molay se había colocado en el centro de la hilera, con cuatro celebrantes a la izquierda y cinco a la derecha, entre ellos el rector monseñor de Bracy. Ya habían empezado a repartir la comunión. Cada oficiante levantaba la hostia y luego se la presentaba al comulgante. El padre Kern adivinaba en los labios de sus compañeros estas palabras, que él mismo había pronunciado tantas veces en su vida: «El cuerpo de Cristo… El cuerpo de Cristo… El cuerpo de Cristo…».
Las cámaras filmaban el sacramento desde todos los planos, desde lejos y desde más cerca, de perfil y de frente. Las hileras de sillas se vaciaban progresivamente y volvían a ocuparse al ritmo del paso de los fieles ante el estrado.
—La chica no parece querer acercarse a comulgar, padre.
—En efecto, Mourad, todavía no se ha levantado.
Las columnas de fieles se dislocaban ya. En algunos planos se entreveía a los sacerdotes que habían ido al fondo de la catedral volver hacia el coro. La misa estaba a punto de concluir. Por fin la muchacha se levantó, con su atuendo blanco que parecía atraer la luz, y recorrió los pocos pasos que la separaban de los escalones. Los planos se sucedían velozmente, y Kern temió de pronto que, en el momento fatídico, se prefiriera una cámara periférica que, en el peor de los casos, enfocaría la Pietà, la vidriera norte o el gran órgano de la catedral.
—Espero que podamos verla comulgar. Según usted, Mourad, ¿qué sacerdote elegirá?
Milagrosamente, el plano de los últimos comulgantes se prolongaba. Kern se sentó en el borde de la silla. Desde donde estaba, los rostros en la pantalla parecían hechos de píxeles ocres y rosa. La muchacha vestida de blanco hizo su elección y se presentó al pie del estrado. Sus labios se movieron, y a continuación los del sacerdote que tenía ante sí. Y entonces este le puso la hostia en la punta de la lengua.
Kern volvió a arrellanarse en su silla y, por primera vez desde hacía casi una hora, apartó la mirada del monitor. Llevó la mano al brazo del vigilante y no habló hasta que hubo transcurrido un silencio bastante largo.
—Se lo agradezco mucho, Mourad. Gracias por su tiempo.
—¿No quiere ver el final, padre?
—Ya puede apagar la máquina, Mourad. He visto lo que tenía que ver.
* * *
El mulo los observa entrar en la aldea con indiferencia, como hastiado, acostumbrado a la presencia recurrente de hombres armados con uniforme de camuflaje que se comunican mediante gestos o susurros. Avanzan entre las paredes de adobe, prudentes, alerta, blandiendo sus ametralladoras. Asoman la cabeza en las chozas, inspeccionan el interior, el cañón de su arma sigue con precisión el movimiento de sus ojos, como si, más que una prolongación metálica de sus brazos, se hubiera convertido en parte integrante de su cuerpo. Por ahora solo han inspeccionado cabañas totalmente vacías, sin muebles, comida, ropa ni gente. Por ahora no han encontrado un alma en la aldea, salvo el mulo del principio.
El sargento lo ha cogido de la brida y va tirando de él. En un primer momento, el animal se negaba a avanzar al no reconocer a su dueño, oponiéndole al suboficial, que quiere llevarlo hacia la parte baja de la aldea, la testarudez y la desconfianza propias de su raza. Por eso el sargento ha tenido que acariciarle el cuello para que el animal se decidiera a seguirlo con sus andares pesados y sin ritmo. Como las armas y el material, el sargento, que proviene de una familia de ganaderos, también respeta, hasta puede que ame, a los animales.
Este marcha ahora en cabeza de sus hombres, con el mulo a su izquierda y el alférez a su derecha, cual emperador de pacotilla adentrándose en terreno conquistado en busca de un primer súbdito al que someter. Al dejar atrás la sexta choza, en un punto en el que el camino sigue una ligera hondonada, se topan con un viejo sentado en cuclillas, algo apartado, a la sombra de un muro, buscando protegerse del sol aunque el disco de luz se encuentre aún bajo en el horizonte. El sargento indica al grupo que se detenga, observa al viejo entornando los párpados y envía a cuatro soldados a inspeccionar las dos últimas chozas.
El sargento avanza hacia el anciano y, cuando este se levanta al ver acercarse al militar, le pone la brida en la mano.
—¿Es tuya esta mula?
El viejo parece no comprender. El sargento se vuelve hacia uno de los harkis, que traduce enseguida sus palabras. El viejo tarda en contestar pero al fin asiente.
—La mula es tuya.
El viejo asiente con la cabeza para confirmarlo.
—Y la chica que está ahí dentro, ¿también es tuya? ¿Quién es? ¿Tu hija? ¿Tu nieta?
El alférez sigue con la mirada el gesto que acaba de hacer el sargento para señalar la choza más próxima. Conforme transcurren los minutos, el sol se vuelve más cegador. Baña las paredes de adobe con una luz dorada, sumiendo por contraste en la penumbra el interior de las chozas. El alférez recorre la distancia que lo separa de la abertura y dirige la mirada al interior, dejando que se le acostumbren los ojos a la oscuridad. Distingue los contornos de un vestido blanco estampado, de flores quizá, dos pies desnudos sobre el suelo de tierra, una cabellera oculta bajo un pañuelo atado en la frente que se recogen en la nuca y del que se escapan algunos mechones negros. La chica está agachada, con el rostro levantado hacia la silueta del oficial que se recorta en el umbral. Sus manos descansan sobre una fuente colocada en el suelo. Aún tiene los dedos impregnados de la pasta de sémola que acaba de amasar. La pequeña habitación sin ventanas huele a aceite de oliva y a sudor.
¿Cómo ha podido verla el sargento? Hace un momento, mientras se acercaba al viejo, apenas ha echado una ojeada a la casa, por encima del cuello de la mula.
—¿Cocina bien tu nieta? ¿Prepara bien las tortas? ¿Prepara bien el arhlum? ¿Las prepara para todos los hombres?
El viejo asiente.
—¿Sois de aquí los dos? ¿Sois de la aldea? ¿Esta es tu casa? ¿Esta es tu casa, abuelo?
El viejo asiente.
—¿Sabes que esta aldea es zona prohibida? ¿Sabes que no tienes derecho a estar aquí? Esta es zona prohibida, ¿lo sabes? Tenéis que volver al campamento de reagrupación, ¿lo entiendes?
El viejo asiente.
—Bueno, no importa. Tienes cara de buena persona, abuelo. Y tienes una buena mula. Tienes una buena mula, ¿eh, abuelo? ¿Trabaja bien tu mula?
El viejo vuelve a asentir.
—¿Carga bien?… ¿Qué ha cargado últimamente esta buena mula? Por ejemplo esta noche, sí, eso, esta noche, ¿qué ha cargado esta noche esta mula?
El viejo no dice nada.
—¿No habrá cargado sacos de comida, por casualidad? ¿Eh, abuelo? Y puede que una o dos cajas de municiones también, ¿no?
Los cuatro soldados que el sargento ha mandado antes hacia la parte baja de la aldea han vuelto ya. No han encontrado nada en esas chozas.
—Porque ya sabes, abuelo, las mulas sirven para cargar cosas. Y a mí me gustaría saber qué coño hacéis aquí tu mula, tu nieta y tú, aparte de abastecer a los fellaghas.
El viejo calla. La piel de su cara se ha tornado de un color terroso. Allí, junto a la choza, el alférez acaba de encender un cigarrillo. Le da una calada y luego deja que se consuma en el aire, con una actitud típica suya, sujetando el cilindro de tabaco entre el pulgar y el índice, con la muñeca apoyada en la culata de la pistola automática MAC50 que lleva a la cintura. Su mirada se pierde en la lejanía. Desde donde se encuentra alcanza a ver salir el sol sobre una parte de esas cimas montañosas. La luz del día reaviva los colores. También respira los primeros olores, hasta entonces neutralizados por el frío nocturno.
No ve lo que hace el sargento, no le ve cambiar de dirección el cañón de su arma. No vuelve los ojos a la aldea, al viejo y al comando de caza hasta que suena el disparo. La detonación desgarra de pronto el aire, y su eco resuena en las pendientes de alrededor. Lo que tarda en volver la cabeza, ya la mula se desploma en el suelo. Las patas delanteras han sido las primeras en ceder. Por espacio de un breve instante el animal parece rezar, estúpidamente, implorando de rodillas un golpe de gracia que no llega. Luego le empiezan a temblar las patas traseras y se hunden bajo su peso. Entonces, despacio, casi a cámara lenta, el gran cuerpo rueda sobre la panza y cae hacia un lado. Unos espasmos agitan sus cascos, y por fin la mula se queda del todo inmóvil.
El viejo no se ha movido, mantiene los ojos fijos en las botas del sargento. Las observa con curiosa intensidad, como si se interrogara sobre ellas, visiblemente incapaz de apartar la mirada del cuero negro que, pese a avanzar toda la noche por terrenos escarpados, pese a caminar por los arroyos, pese al polvo acumulado, parece reluciente, como antes de la revista.
El alférez se ha apartado de la choza en la que estaba apoyado. Vuelve a bajar para acercarse al sargento, tira el cigarrillo al suelo y trata de ordenar sus ideas antes de hablar, para mostrar autoridad. Le cuesta reconocer esa voz que se escapa de su boca, curiosamente aguda, como si no fuera suya. Su cuerpo se le antoja de pronto demasiado grande, entumecido, torpe como el de un adolescente.
—Sargento, ¿de verdad era necesario?
El sargento no se molesta siquiera en volverse hacia su superior. Más bien parece buscar la mirada del viejo cabila, que insiste sin embargo en mirarle las botas.
—Es hora de pasar de la teoría a la práctica, mi alférez. Tómeselo como un cursillo de formación acelerada. Algo que seguramente no aprendió en la Academia de Oficiales. Le animo a abrir bien los ojos, a recordarlo todo bien, y sobre todo le pido que me deje actuar a mí. ¿Lo entiende, alférez? Le ofrezco una ocasión única de aprender a hacer la guerra.
Entonces, con un simple gesto de la barbilla, envía a sus diez paracaidistas al interior de la choza, allí donde aún se encuentra la nieta del anciano, agachada sobre el suelo de tierra, con su vestido blanco de flores.
* * *
Las doce. Le tocaba a él decir misa. Y apenas sabía por dónde empezar. Antes tenía que revestirse, claro, con la ayuda de Gérard. Ponerse la estola de algodón verde con bordados de oro, cerrar la puerta del armario, recorrer el pasillo de la sacristía, franquear la pesada puerta de madera del deambulatorio, abrirse paso a través de la cortina de turistas que dan vueltas sin fin sobre el suelo de baldosas blancas y negras de la catedral, como automóviles en un circuito, llegar hasta el estrado, inclinarse ante el altar, esperar a que dejara de sonar el órgano del coro, volverse hacia el grupo escaso de fieles sentados en las sillas de las primeras filas —entre semana la misa de doce nunca congregaba mucho público—, santiguarse y decir por fin, con la cabeza llena de dudas, de miedo y de rabia: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Hizo los gestos sagrados. Leyó el Evangelio. Dio la Eucaristía. ¿Qué sentido tenía todo eso, qué era sino una gran mascarada de la que él también formaba parte, ahora que sabía, ahora que estaba enterado? Y ¿qué debía hacer? ¿Con quién podía sincerarse? Con Dios, por supuesto, cuya presencia se esforzaba por sentir en el fondo de sí mismo y en la catedral. Quizá nunca antes había sentido tanto la lucha interior entre… ¿entre qué, exactamente? ¿Se trataba del bien contra el mal? ¿La justicia contra la mentira? ¿Qué había que hacer, o decir, para servir a la verdad y para servir al Señor? Si hablaba, si le confiaba a quien fuera el secreto de contornos aún borrosos del que era ya dueño, sus palabras tendrían consecuencias imprevisibles, peligrosas, terriblemente destructoras. ¿No era mejor callar? ¿Obrar por fin al unísono de esa gigantesca iglesia que, apenas cinco días después de un sórdido asesinato perpetrado entre sus paredes, había vuelto a sumirse como si nada en la rutina de sus costumbres, el jaleo de los turistas, el olor del incienso y el murmullo de las oraciones?
La misa concluía ya. La había recorrido de principio a fin, ausente, transparente, con la cabeza en otra parte. Como cada vez, se volvió hacia el pilar que sostenía la imagen de la Virgen Blanca y entonó la Salve Regina, acompañado por el órgano del coro. ¿Qué ocurrió en su interior, mientras observaba el rostro admirablemente puro de esa madona de piedra? El padre Kern nunca supo decirlo del todo, ni explicárselo a sí mismo, ni esa noche ni más tarde. Comprendió simplemente, lo que duró la oración, que la lucha se había desplazado fuera de él, fuera de su cuerpo. Comprendió que, en el fondo, no cargaba él solo con ese terrible secreto, y enseguida se sintió libre de actuar.
Resonaba aún la última nota cuando abandonó el estrado, pasando por el camino más corto, el del coro, y se adentró en el pasillo de la sacristía. Al final de ese pasillo, colgado de la pared, estaba el anticuado teléfono, y cogió el auricular. Revestido aún con sus vestiduras litúrgicas, el padre Kern marcó el número que se sabía de memoria por haberlo marcado múltiples veces menos de cuarenta y ocho horas antes. Oyó el tono. Al otro lado del hilo sonaba el teléfono. Justo al lado, en la sacristía que olía a cera, Gérard vaciaba el incensario con las cenizas aún tibias de la misa. El sacristán oyó al sacerdote hablar en voz baja en el pasillo.
—Soy el padre Kern. Tenemos que vernos. Es muy urgente… No, no se lo puedo decir por teléfono, aquí no. ¿Puede venir a Notre-Dame?… ¿Cuándo?… Dese prisa, yo espero aquí.
* * *
Era como vivir en una habitación acolchada cuyo revestimiento se hubiera vuelto más grueso conforme pasaban los días, los meses, los años. Pese a los gritos habituales en los pasillos. Pese a los clamores que se elevaban desde los dos patios de paseo hasta la ventana de barrotes de hormigón irrompible. Pese al sonido de los televisores que difundían día y noche películas porno o de acción. Pese al ruido, cada mañana entre las diez y las once, de los puñetazos en el cuero del saco colgado del techo de la sala de boxeo, un ruido sordo que, cada vez que empezaba, sentaba bien al cuerpo y a la mente. Pese a todos los ruidos incesantes de la cárcel, el silencio en la cabeza de Djibril era cada vez más ensordecedor.
La última conversación de verdad que había mantenido había sido el día anterior, con ese curilla convertido en investigador que confundía su fe con su incorregible necesidad de justicia. Se había pasado toda la noche pensando en eso, en esa chica asesinada rodeada de misterio, dando mil vueltas a todos los elementos del expediente que el padre Kern le había dejado leer. Lo que dura una noche se había evadido, escapando al ritmo inmutable de las rondas de los vigilantes que, cada hora y media, avanzaban por el pasillo y descorrían la mirilla de la puerta blindada en el marco del dispositivo antisuicidio.
En sí no era gran cosa. Un suceso con el que él nada tenía que ver. Algo en qué pensar mientras se lavaba los dientes por la noche. Sin embargo, toda esa historia había representado para él, durante unas horas, un vínculo con el exterior. El único que le quedaba. Hacía mucho tiempo que ya nadie iba a verlo al locutorio de la penitenciaría central de Poissy.
Los consejos que le había pedido el curilla habían abierto una brecha en mitad de los muros de la cárcel. El inmutable paso del tiempo había sufrido una sacudida, un accidente. Y ese accidente había suscitado —no se atrevía a confesarse a sí mismo la palabra— una esperanza. Ahora quería saber. ¿Había encontrado el curilla la clave del caso? ¿Había sacado de entre las sombras esa verdad que tan importante era para él?
Sentado en la cama, Djibril cogió el mando del televisor que alquilaba a la administración penitenciaria por veintinueve euros al mes. Zapeó de canal en canal, de un informativo a otro. No había novedades. Dos alpinistas perdidos en el Mont Blanc se habían salvado gracias a su teléfono móvil. En la sección de Deportes, el Olympique de Marsella había fichado a un nuevo jugador. El pronóstico meteorológico en las playas: sol el sábado y lluvia el domingo. Del crimen de Notre-Dame no se hablaba en ninguna parte.
Apagó el televisor y se levantó para pulsar el botón del hervidor. Una hora más tarde seguía en la cama, sujetando en la palma de su manaza el vaso lleno del líquido marrón que ya se había quedado frío. Removió la cuchara en el café. La escurrió en el borde del vaso. Se la llevó a la boca, entre la lengua y el paladar. Pensó: «Este café ha perdido fuerza, este café ya no sabe a nada». Entonces, despacio, se metió la cuchara en la garganta, introduciendo los dedos entre los dientes para empujar la barra metálica hacia abajo. Sintió la cuchara bajar por su laringe, que se contrajo por el dolor. Rodó a los pies de la cama, con el cuerpo animado por violentas sacudidas. Se agarró a la pata de la cama para no moverse y no hacer mucho ruido. Empezaba ya a faltarle el aire en los pulmones.
* * *
Mientras esperaba se refugió en la pecera, con la puerta cerrada. Pero la hilera de sillas al otro lado del confesionario de cristal no tardó en llenarse de candidatos a la absolución. Una hora. Era el tiempo que tendría que esperar antes de poder confiar su terrible duda, antes de hacer a media voz esa confidencia que, por supuesto, no lo liberaría de nada, pero Kern pensaba que contribuiría al bien. Consultó su reloj. En lugar de estar sin hacer nada, lo cual al final terminaría por llamar la atención, antes de confesarse él mismo decidió confesar a los demás. Ganas le dieron de reírse de esos pecados de pacotilla, tan irrisorios comparados con lo que él se disponía a contar. Esa falta, que no era suya pero que debía llevar en su interior, habría bastado para ennegrecer la catedral entera.
Por fin, tras dar tres veces la absolución, a través del cristal lo vio avanzar entre los turistas y pasar por delante de los fieles que esperaban su turno para descargarse de sus faltas. Caminaba con un paso algo más pesado, algo más cansado que de costumbre, pero no vaciló en el momento de abrir la puerta de cristal que lo separaba del pequeño confesor. Se sentó frente a este, sacó un paquete nuevo de cigarrillos, rasgó el celofán, encendió uno sin pronunciar palabra mientras los músculos del padre Kern se tensaban, se tomó el tiempo de fumárselo, al menos hasta la mitad, mientras contemplaba las vidrieras hacia las cuales se elevaba el humo, y luego lo apagó aplastándolo sobre la mesa de madera en la que había, como cada vez que el padre Kern estaba de turno en el confesionario, una biblia y dos diccionarios.
—Ha estado usted investigando por su cuenta, ¿verdad, François?
—Así es, monseñor. ¿Quién se lo ha dicho?
El rector bajó los ojos y se miró el dorso de las manos. Luego se sacó de debajo de la chaqueta una radio de un modelo similar a la que llevaban a la cintura Gérard, Mourad y todos los demás vigilantes, y la dejó sobre la mesa.
—La catedral tiene ojos, François; ve a través de su red de cámaras automáticas que filman los oficios. Pero también tiene oídos. Tengo desde siempre en la rectoría un walkie-talkie de estos. La gente no lo sabe. Oigo las conversaciones y sé todo lo que ocurre aquí. En general son comunicaciones de dudoso interés. Un vigilante llama a otro para avisarle de que va a pasar una chica bonita. Un sacristán advierte de una máquina estropeada, del cartel de un concierto cuya fecha ya ha pasado. Todo ello es de una tristeza y de una monotonía que dan ganas de llorar. Pero hace un momento he oído por este aparato una petición cuando menos inhabitual, una petición de la que informaba el sacristán de servicio: un sacerdote pedía a un vigilante que le mostrara el funcionamiento de las cámaras… Entonces lo he entendido. He entendido que quería usted rebuscar en la grabación de la misa, la del domingo de la Asunción. Y he sabido que usted, François, vería lo que nadie entre los miles de fieles presentes esa noche vio.
La radio crepitó. Se oyó la voz de Gérard, precisamente, que llamaba a Mourad por un problema con una máquina expendedora de medallas que se había bloqueado. El rector frunció el ceño.
—Va a haber que decidirse a arreglar esas máquinas. ¿Quién sabe cuánto nos costará? Esas malditas máquinas están en las últimas ya.
Monseñor de Bracy giró el botón del walkie-talkie. Las voces disminuyeron de volumen hasta que cesaron por completo.
—Creo que ahora ya podemos apagarlo. No lo necesitaremos durante un rato.
El anciano se quedó callado, a semejanza de la radio que acababa de apagar.
—¿Escuchará mi confesión, François? De un viejo sacerdote a otro. Y también, espero, de un amigo a otro. ¿Cuántos años hace ya que nos vemos cada verano? ¿Escuchará lo que tengo que decirle?
El padre Kern asintió con un gesto de cabeza. Monseñor soltó un largo suspiro, como si le agotara de antemano la confesión que se disponía a hacer.
—Yo confieso ante Dios Todopoderoso, y ante vosotros, hermanos, que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión…
Pareció a punto de continuar, pero en el último momento vaciló.
—¿Qué sabe exactamente, François? ¿Qué ha descubierto usted exactamente?
Kern puso la mano en la biblia y se tomó el tiempo de acariciar el lomo con el pulgar. Se lo había imaginado al verlo entrar en el confesionario, las confidencias del rector solo serían espontáneas en apariencia. El prelado, que se encontraba en una situación desesperada, estaba ahí para sondear al pequeño sacerdote y descubrir lo que sabía. Por su lado, el padre Kern era consciente de que al puzle que se esforzaba por recomponer le faltaban aún muchas piezas. Empezaba así un duelo entre los dos religiosos. A ver quién se confesaba primero.
—Sé, monseñor, que habló usted con Luna Hamache el domingo pasado durante la misa. Le dijo algo al pie del estrado, con el copón en la mano, y también sé que esas palabras que salieron de su boca no eran «el cuerpo de Cristo». Ella le contestó antes de tomar la hostia entre los labios, y tampoco fue para decir «amén».
—¿Ha visto eso en el vídeo de la KTO?
—Así es, monseñor.
—Cambiamos unas palabras, no me importa reconocerlo. ¿Acaso no tenía derecho a preguntar por su salud? Esa chica había sido agredida por un iluminado dos horas antes. ¿No era acaso mi deber…?
—No es cierto, monseñor. Le habló usted para citarse con ella en algún lugar.
Los ojos del rector se agitaron, como si buscara en el fondo de sí mismo una escapatoria.
—¿Cómo? Y ¿usted qué sabe?
Kern vaciló brevemente al pensar en la noche anterior, en el pecado carnal que había cometido, el alto precio que había tenido que pagar para obtener esos retazos de información con los que no sabía qué hacer exactamente. Pensó en la piel de Nadia, en su perfume, en las lágrimas que había derramado sobre su cuerpo. ¿Quién era él para juzgar a ese otro sacerdote que tenía delante? ¿Quién era él frente a ese anciano que había ofrecido su vida entera a Dios y a la Iglesia? ¿No había cedido él también, en cierta forma, a la tentación de un cuerpo de mujer? Entonces pensó en Luna. Volvió a ver su cadáver tendido en el suelo de la catedral. Pensó en el entierro de la joven, en su ataúd depositado en el fondo de la sepultura, en la mirada perdida de su padre, y enseguida volvió a sumir los ojos en los del rector.
—Luna Hamache no era solo una simple estudiante. Era también una prostituta ocasional que recibía a sus clientes de edad madura en un apartamento de la Rue Blanche, un estudio que le prestaba una compañera de universidad, ella también prostituta ocasional. Usted era uno de sus clientes habituales, monseñor.
Bracy se había quedado petrificado en su silla.
—¿Yo? Es absurdo. ¿Quién le ha dicho eso?…
—Nadia, su amiga, su cómplice, me lo contó todo anoche. Lo repetirá a quien se lo pregunte, incluso en los tribunales.
Siguió un largo silencio, y Kern sintió de pronto que tenía delante un despertador oxidado que ya no funcionaba. No había más que desmontarlo del todo, y, para conseguirlo, estaba dispuesto a mentir de nuevo si era necesario.
—¿No es hora ya de que se sincere con Dios, monseñor? ¿De que le confiese sus faltas, sus dudas, sus temores?
Ahora el rector parecía terriblemente viejo. Era como si las arrugas que tenía alrededor de los ojos se hubieran convertido en profundos surcos, y le temblaban ligeramente los labios. Hasta su cuerpo, de porte muy digno, muy erguido, casi militar, parecía desmoronarse a medida que pasaba el tiempo.
—He pecado gravemente, François, lo reconozco. He cedido a mis pulsiones al ir a ver a esa muchacha, es cierto. Da la casualidad que Luna correspondía a mis fantasías más profundas, más ocultas, más reprimidas también. Con la edad he sentido que perdía el combate interior contra los vicios de la carne y contra la lujuria, el combate de toda una vida.
—¿Qué hacía Luna Hamache en la catedral el domingo?
—Chantaje, François, chantaje. No hay otra palabra. Hace diez días, cometí la estupidez de conceder una entrevista. Fue el día de ese escandaloso ataque de los extremistas homosexuales contra las palabras del Santo Padre. ¿Se acuerda, François? Habían intentado colgar una pancarta en plena misa. ¿Lo recuerda ahora? Naturalmente, tenían la complicidad de las cámaras de televisión, su objetivo era hacerse publicidad. En resumen, que tuve que intervenir, tuve que aparecer en los medios de comunicación para dar testimonio y ofrecer nuestra versión de los hechos. En qué mala hora. El reportaje salió en el informativo de la noche. Se me vio menos de diez segundos en antena, con mi nombre y mi cargo escritos abajo en la pantalla, pero fue suficiente. El mal estaba hecho.
—¿Qué mal, monseñor?
—La muchacha, François, la muchacha me vio en televisión. Por supuesto yo no le había dicho nada de mi identidad. De hecho, ella nunca me había preguntado nada. Para ella yo era algo así como un abuelo, un jubilado más, como seguramente habría otros entre sus clientes. Al día siguiente de salir en el informativo, la vi en la catedral, temprano por la mañana, sentada delante de la Virgen del Pilar. Me esperaba para exigirme una gran suma. Necesitaba dinero. Quería dejar la prostitución. Me amenazaba con revelarlo todo, con contárselo todo a la prensa. ¿Se imagina el escándalo para la catedral?
—¿Qué le dijo usted?
—Estaba muy asustado. La mandé a su casa diciéndole que no volviera a importunarme. Le dije que no tenía ninguna prueba. La amenacé con avisar a la policía.
—Y ¿qué contestó ella?
—Nada. Me miró y se marchó. Estuve atento por si regresaba al día siguiente, y al otro, pero no volvió más.
—Hasta el domingo pasado.
—Había acabado por convencerme de que la muchacha había renunciado a su chantaje. Cuando la vi ese día caminar a un lado de la procesión, vestida de manera tan llamativa, tan provocadora, comprendí que estaba dispuesta a todo. Que, más tarde o más temprano, cumpliría sus amenazas. Estaba usted presente, usted también la vio.
—Todo el mundo la vio, monseñor.
—Estamos de acuerdo. No había venido para honrar a la Virgen. Estaba ahí por mí. Para chantajearme. Para perjudicarme y, a través de mí, para perjudicar a la catedral. Le pedí a Mourad que la apartara del cortejo, pero no le dio tiempo.
—En cierto modo, el joven Thibault se encargó por usted, ¿verdad?
—Vi en ello como una señal. Parecía un ángel, ¿lo entiende?, tan puro, tan pálido, tan rubio. Le oí hablar con esa muchacha, decirle que siguiera el ejemplo de la Virgen y recuperara su virginidad. Le vi agarrarla del pelo, abofetearla, y pensé: gracias, María, no me has abandonado.
—Sin embargo Luna volvió a la misa de la tarde.
—Y estaba ahí en primera fila, sí. Con las piernas cruzadas tan alto, de manera tan provocadora. No me diga que no se fijó en ella usted también. Todos los sacerdotes que estaban en el estrado la miraron y la remiraron. Lo hicieron todos en un momento u otro de la misa. Ella no apartó los ojos de mí en toda la celebración. Llevó su perversidad hasta acercarse a comulgar, ella, la ramera. Ella, ante mí y ante el Señor. Y, al ver mi turbación, no pudo evitar sonreír. Entonces lo supe. Comprendí que tenía que actuar.
—¿Actuar, monseñor?
—Es cierto, François, tiene razón en lo que dice. Fue entonces cuando me cité con ella, en el momento de la comunión. Le dije que tenía su dinero, que quería entregárselo con total discreción, más tarde ese mismo día. Le dije la combinación que abre la verja de la Rue du Cloître. Y entonces…
—¿Entonces?…
—Y entonces le di la Eucaristía. Le puse la hostia en la boca. Le rocé los labios con los dedos. Sentí su perfume. Le miré el cuello. Y ya está, François, no hay más.
Monseñor de Bracy bajó la cabeza y calló.
—Sí, monseñor, sí que hay más. También tiene que confesar lo que pasó después, lo que ocurrió dos horas más tarde.
El anciano parecía rebuscar en su memoria, como si no comprendiera exactamente a qué se refería el padre Kern.
—Esperó al final de la misa, monseñor, al cierre de la catedral, a que se marchara el obispo auxiliar, a que se marcharan los demás sacerdotes y el sacristán. Después la catedral volvió a abrir sus puertas, y empezó la proyección de la película. Pero todo el fondo de la catedral permanecía cerrado al público. Tenía usted libertad de acción. Cogió el llavero de la sacristía y fue hasta la puertecita que da al jardín, detrás del ábside. Luna se presentó allí a la hora convenida, ¿verdad?
—Hacia las diez, sí. La conduje a la sala del tesoro. Tras la misa, habían devuelto la imagen de plata de María a su lugar. Habían cerrado con llave las puertas, y yo sabía que el vigilante no pasaría por allí durante su ronda nocturna. Nadie nos molestaría.
—Y ¿entonces? ¿Qué ocurrió?
—Un drama. Un siniestro accidente.
—Explíquese.
—Le dije que no tenía el dinero. Que tendría que esperar dos o tres días más. Improvisaba sobre la marcha, como se puede imaginar. No sabía adónde iba. Ella empezó a amenazarme, intentó golpearme y se puso a gritar. Señor, François, le suplico que me crea, simplemente intenté acallarla. Al otro lado de la pantalla, en la nave de la catedral, había miles de espectadores. Le tapé la boca con las manos, pero ella se debatía como una loca, tenía el diablo en el cuerpo. Entonces apreté un poco más fuerte para hacerla callar, y un poco más fuerte aún, hasta que cayó a mis pies, inanimada. Creí morir. Ya no podía respirar. La había matado, ¿entiende?, pero ¿quién creería que había sido un accidente?
—En efecto, ¿quién lo creería?
—Hui. Era presa del pánico. La dejé ahí, en la sala del tesoro, al pie de la imagen de plata de la Virgen María. Volví a mis apartamentos, en la rectoría. Lloré. Largo rato. Recé al Señor. Largo rato también. Hasta muy avanzada la noche. Traté de poner orden en mis ideas. ¿Debía denunciarme? ¿Confesar el terrible accidente del que esa muchacha, después de todo, era en parte responsable? Qué escándalo para la catedral… Imagínese, François, habría supuesto la victoria de los enemigos de la fe. Un golpe terrible para Notre-Dame. ¿Lo entiende, François?
—Lo entiendo perfectamente, monseñor.
—No estoy muy orgulloso de lo que hice después. Volví a pensar en el incidente de la tarde. Volví a pensar en el ángel rubio, en lo que le había gritado a la muchacha a la cara sobre la Virgen y la virginidad. Entonces, en mitad de la noche, volví a bajar. Pasé sin hacer ruido por el chiscón del conserje. Le oí roncar. Cogí el llavero. Abandoné la rectoría y volví a la sala del tesoro. La muchacha seguía allí, no se había movido. Evidentemente, no había manera de deshacerse del cadáver fuera de la catedral. En pleno verano, en las orillas del Sena, en la explanada y por todas partes alrededor de la catedral siempre hay jóvenes que se pasan la noche charlando, escuchando esa maldita música y tocando la guitarra hasta el amanecer. No hay manera de pegar ojo, nunca. Mi única posibilidad era sacrificar al joven rubio. Cargarle a él con la responsabilidad de esa muerte. Entonces cogí en brazos a la muchacha inerte y transporté su cuerpo hasta la capilla de la Virgen de los Siete Dolores, y una vez allí cogí un cirio encendido. Le levanté la falda e hice lo que tenía que hacer. Le devolví la virginidad con unas gotas de cera. Por último la senté en un banco, de cara al este, y la dejé ahí hasta que la catedral abriera sus puertas.
—Y ¿pensaba usted salirse con la suya, monseñor?
El rector pareció sorprendido.
—Pero si es lo que ha ocurrido, François. La policía no se dio cuenta de nada. En cuanto a la justicia, bastó una llamada al ministro para que lo entendiera.
—Para que entendiera ¿qué exactamente? ¿Qué le dijo usted para que enterrara el asunto tan rápidamente?
—Poca cosa, a decir verdad. Le llamé en cuanto descubrieron el cadáver. Nos entendimos con medias palabras. Le hice comprender que la prioridad era que nuestra catedral recuperara la calma. Que se encontrara cuanto antes a un culpable. Evitar el escándalo. Que cesara la agitación mediática que sin duda todo esto suscitaría. Los periodistas se cernían ya como buitres sobre las torres de Notre-Dame.
—¿No le dijo nada de su propia implicación?
—¿Para qué? Naturalmente que no.
—¿Fue él quien ordenó que se ocupara del caso Claire Kauffmann?
—Una joven fiscal sin experiencia, conocida además por sus dificultades para relacionarse con los hombres. La señorita Kauffmann se tomó el caso como una cruzada personal. Añada a eso un golpe de suerte: el comandante Landard estaba de servicio ese día; el peor policía de París… En menos de veinticuatro horas ya tenían a su sospechoso. Al día siguiente, estaba muerto. Todavía no habían enterrado a la putita, y ya estaba cerrado el caso.
—Y el ministro contribuyó a provocar un error judicial.
—Pero él lo hizo de buena fe, François. Usted y yo somos los únicos que conocemos la verdad. El ministro es ante todo un siervo de Dios. Servir al Estado debe ser una tarea secundaria.
—Le ha salido bien la jugada, monseñor. Puede estar satisfecho.
—No se lo tome así. He obrado en interés de la catedral ante todo. El error de partida es mío, lo reconozco. Pero ¿quién hubiera podido prever ese odioso intento de chantaje?
—En resumidas cuentas, se considera usted una víctima.
—Tampoco es eso. Digamos que se ha preservado lo esencial: la reputación de nuestra iglesia. Por una vez, la decisión de la justicia nos ha favorecido. En cuanto a los medios de comunicación, ya se están calmando. Ahora solo queda usted, François, y sé que puedo contar con su discreción.
—¿Monseñor? ¿Cómo dice?
—Me ha entendido perfectamente. Usted también es un soldado de Dios, usted y yo luchamos en el mismo bando. Ahora deme la absolución, y no hablemos más de este sórdido asunto.
—¿Cómo quiere obligarme al silencio después de lo que acabamos de decirnos?
—Olvida usted el lugar en el que estamos, François. Lo que acabo de contarle lo he hecho en el marco de la confesión. Si me he sincerado con usted ha sido para someterme al juicio de Dios y solicitar Su perdón. Usted no es ni juez ni policía. Es sacerdote, ¿tengo acaso que recordárselo? Traicionar lo que es ya nuestro secreto sería traicionar sus votos. Vamos, padre, deme la absolución.
Era ahí, pues, adónde quería llegar el rector. Todo el tiempo que había durado esa confesión el padre Kern había creído ingenuamente llevar las riendas de la situación. En realidad, no había sido así en absoluto. Desde el principio hasta el final, el prelado había dirigido la conversación, empujando a su confesor hacia una disyuntiva imposible.
—No le daré la absolución, monseñor, por la sencilla razón de que ha mentido. Su confesión no ha sido en absoluto sincera, y no he visto en usted contrición alguna.
—¿Sincera? ¿De qué me está usted hablando? Le he contado la verdad exacta. Quizá la encuentre sucia e inmoral, pero no deja de ser la verdad. ¿Qué cree usted? ¿Que la verdad se presenta siempre pura e inmaculada, rodeada de un halo de blancura? Vamos, François, no se las dé de santo. Ha frecuentado las cárceles lo suficiente para saberlo: la verdad no es siempre limpia, y las celdas de Francia están llenas de errores judiciales.
El padre Kern no se daba por vencido.
—No le concederé la absolución, monseñor, porque la muerte de Luna no fue en absoluto un accidente. Al contrario, su crimen fue premeditado.
El rostro del prelado se endureció. Y, por primera vez desde que estaba en la pecera frente al rector, Kern tuvo la impresión de haber abierto una brecha en la coraza de su adversario. No le dejó el tiempo de recuperarse.
—Esa noche, monseñor, en la sala del tesoro, no se abalanzó sobre su víctima para acallarla únicamente. ¿Acaso tuvo Luna tiempo de pronunciar palabra? Usted no obró presa del pánico en absoluto. Antes al contrario. Reflexionó largo y tendido durante toda la tarde sobre lo que haría después.
—Lo que dice es grotesco.
—Al coger el llavero de la sacristía, antes de ir a buscar a Luna a la puerta del ábside, tuvo la precaución de guardarse una cosa en el bolsillo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué me guardé en el bolsillo, François? Dígamelo exactamente, ya que es usted tan listo.
—Un par de guantes de látex, monseñor. De los que utiliza el sacristán para limpiar la plata. Por desgracia para usted, Gérard es un quejica impenitente. Le cuenta sus penas a la catedral entera. El lunes por la mañana se pasó una hora entera refunfuñando, antes de la misa y del macabro hallazgo, porque no encontraba por ninguna parte su caja de guantes, mire usted. Esos mismos guantes, monseñor, que utilizó usted para no dejar ningún rastro en el cuello de Luna.
—Eso es absurdo. Me está usted acusando lisa y llanamente de asesinato.
—Exacto, monseñor. Y será llevado ante la justicia. Hace cosa de una hora he mantenido una conversación telefónica con la fiscal adjunta, la señorita Kauffmann. Le he dicho que quería hablar con ella. Llegará dentro de unos minutos, y nada me impedirá contárselo todo.
—¿Cree usted eso, François? ¿De verdad cree que le dejaría destruir en un instante la obra de toda una vida?
Se llevó la mano al interior de la chaqueta y sacó un arma, una pistola automática de aspecto antiguo y deslucido, y apuntó con ella al padre Kern.
—Levántese, François. Pase delante, yo iré detrás de usted. Muy cerca. No lo olvide.
Se guardó el revólver en el bolsillo y le abrió la puerta de cristal al pequeño sacerdote. Era grotesco. Irreal. Truculento. Ese venerable anciano, ese hombre que había entregado lo esencial de su vida a Dios y subido uno a uno los peldaños de la jerarquía católica, terminaba su recorrido empuñando un arma. Y lo peor de todo era que lo hacía supuestamente en nombre de su fe. Y Kern pensaba: «He ganado la partida, la verdad ha salido a la luz, y, sin embargo, el que triunfa es él, el asesino, porque la fuerza está de su lado, porque tiene esa pistola en la mano. Y este asesino lleva alzacuellos».
Se había desplazado la frontera entre el bien y el mal. Era un movimiento imperceptible que solo Kern conocía, provocado por un hombre, uno solo entre tantos otros que habían ofrecido su vida a Dios, un hombre que había elegido pasar al otro lado de la barrera, al lado de las fuerzas oscuras. Sin embargo esa minúscula modificación de la frontera era para Kern un verdadero terremoto. Recordó entonces la conversación mantenida hacía apenas veinticuatro horas en el despacho de Claire Kauffmann, y lo que le había dicho la joven fiscal volvió a su memoria, palabra por palabra. No nos preguntamos si una decisión es moral sino si es legal. El rector de Bracy acababa de reconciliar justicia y religión, lo había hecho sumiéndolas a ambas en la abyección.
—Siga avanzando, François. Y, sobre todo, no haga ninguna tontería.
Kern se sumergió dentro de sí en busca de Dios, dirigiéndose a Él, tratando de establecer una comunicación, de provocar un eco para comprender, comprender de verdad. Esta vez, sin embargo, la respuesta a sus preguntas era evidente, se resumía en una frase muy sencilla: iba a morir. Para el pequeño sacerdote había llegado la hora, como aconsejan los asesinos al final de las historias policiacas, de encomendar su alma a Dios.
Se abrieron paso a través de la multitud, muy densa a esa hora del día. El rector saludó con la barbilla a algunas beatonas arrodilladas en la nave. Una de ellas se levantó y corrió a besarle la mano, inclinándose ceremoniosamente. El rector le alargó la que tenía libre. Con la otra aferraba la pistola automática, en el fondo del bolsillo, con la que apuntaba al padre Kern. Recorrieron el pasillo sur, cruzaron el transepto, pasaron delante de la Virgen del Pilar y luego entraron en el deambulatorio. Unos metros antes de la puerta de la sacristía, a la altura de la placa que recordaba el inicio de las obras de la catedral, el año de gracia de 1163, Bracy le puso la mano a Kern en el hombro.
—La puerta de la derecha. Ábrala, François.
—Estará cerrada con llave.
—Está abierta. Me he asegurado de que lo estuviera antes de ir a verlo.
—Ha pensado usted en todo, monseñor.
La puerta daba a una escalera de caracol que subía a la tribuna interior. Una vez allí se detuvieron, y el rector, al que le faltaba el resuello, tuvo que apoyarse en la pared.
—Señor, no debería haberme fumado ese cigarrillo hace un rato. Después de tantos años de abstinencia… Decididamente, ya no tengo edad.
Se sacó el arma del bolsillo y, con un movimiento del cañón, le indicó a Kern que siguiera subiendo. La escalera parecía girar sobre sí misma sin fin hacia las alturas de Notre-Dame. A su espalda, el padre Kern oía la respiración del rector, un poco más ronca y trabajosa a cada peldaño. Por fin salieron al exterior, a la altura de una estrecha galería que rodeaba el tejado. A escasos metros se erguía la aguja de Viollet-le-Duc. El lugar era un auténtico horno. Las tejas de plomo habían acumulado el calor del sol desde primeras horas de la mañana. Abajo Kern divisaba los arbotantes tentaculares que se extendían alrededor del ábside y, más abajo todavía, en los jardines y los muelles del Sena, las minúsculas siluetas de los turistas, muchos de los cuales levantaban la mirada para contemplar la catedral en toda su inmensidad. Los dos hombres se encontraban a más de cuarenta metros de altura.
—Es inútil que mire a todos lados, François. Nadie puede vernos. El tejado nos oculta de las miradas de los visitantes que hayan subido a las torres. Para los de abajo, somos dos puntitos perdidos entre las gárgolas y las piedras. Como mucho le verán ejecutar su salto del ángel, pero ya será demasiado tarde.
—¿Mi salto? ¿Ese es, pues, el final que ha previsto para mí, monseñor?
—Suicidio, sí. Una vez más, me he inspirado en el angelito rubio. Un auténtico regalo del cielo, ese muchacho.
—Y ¿cuál sería la razón de este suicidio? ¿La muerte de Luna? ¿Las dudas suscitadas por la investigación policial? ¿La pérdida de la fe? Pero ¿quién creerá eso?
—Vamos, François, todo el mundo sabe lo de sus dolores. Todo el mundo sabe que le son ya insoportables. Añada a eso lo de su hermano. Su suicidio en la cárcel. Y su propia impotencia para salvarlo de la muerte. Sí, François, estoy enterado, aunque usted siempre se haya mostrado discreto sobre el tema. Otra ventaja más de tener amistades en el ministerio. ¿Cuánto hace ya de eso? ¿Veinte años? ¿Treinta? Pero esas cosas no se olvidan, ¿verdad, François? Con algunos recuerdos, la memoria se niega obstinadamente a traicionarnos, ¿no es cierto? Al contrario, se hace cada año más precisa, un poco más exacta, hasta traspasar el umbral de la tortura. Dios, sé de lo que hablo. No se imagina hasta qué punto me compadezco de usted, François.
—La memoria, sí. Cuando se citaba con jóvenes de origen magrebí, nunca era por casualidad, ¿verdad, monseñor?
—Cada uno asume como puede el peso de sus pecados. Por mi parte, hace mucho tiempo que cargo con el peso de una falta fundamental, original, la de una nación entera. Un pecado que he intentado enterrar bajo una vida de respetabilidad y de oración. Pero no hay redención posible. Le diré una cosa: lo que no se borra es la memoria del cuerpo. El cuerpo. El cuerpo jamás olvida.
Apuntó de nuevo al padre Kern con el arma.
—No pienso saltar, monseñor. Tendrá que dispararme. Y todo París oirá la detonación.
Bracy le dedicó una sonrisa irónica. Sacó el cargador de la empuñadura de la pistola antes de devolverlo a su lugar con un golpe seco en la culata.
—Ni siquiera está cargada. Hace más de cincuenta años que esta arma no se ha utilizado.
La dejó sobre la balaustrada de piedra.
—La tenía olvidada en un cajón. Pensé en utilizarla para intimidarlo. El miedo, François. El miedo universal a la visión de un arma. El que determina en un instante quién es el esclavo, y quién el amo. Es el miedo lo que le ha hecho subir hasta la cima de esta catedral sin decir una palabra, sin pedir auxilio a la multitud que nos rodeaba. Yo estaba solo, y eran miles contra mí. El miedo, le digo. El miedo le hará obedecerme y saltar. El miedo a morir, François.
Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta para sacar otro medio más de persuasión. Despacio, con el cuidado metódico que muestran a veces los viejos, se puso unos guantes de látex, quizá los mismos que había utilizado para acallar a Luna para siempre.
—No se resista, François. No serviría de nada. Peso el doble que usted. Piense más bien que, mediante su sacrificio, salva de la deshonra a la catedral de Notre-Dame.
Y, con unos brazos aún poderosos a pesar de la edad, aprisionó al padre Kern. El pequeño sacerdote sintió que lo levantaba del suelo. En efecto, era inútil resistirse. Entre las manos de Bracy no era más que un pelele desarticulado. El rector se acercaba a la balaustrada. Su respiración se había vuelto a acelerar. Pronto arrojaría al vacío a su adversario. El padre Kern cerró los ojos y pensó en su hermano.
—¡Quieto, abuelo! Ahora suelta al curita y deja que se vaya.
Una voz a su espalda. Kern sintió que el rector se detenía. Volvió a abrir los ojos y vio al teniente Gombrowicz en la galería. Los apuntaba con su revólver, empuñándolo con ambas manos. Sintió aflojarse la tenaza sobre su pecho, como si el cuerpo entero del rector, que hasta entonces le había parecido duro como una piedra, se licuara de pronto. Kern resbaló hasta el suelo. Para su sorpresa, las piernas accedieron a sujetarlo y pudo recorrer los pocos pasos que lo alejaban del vacío y lo ponían a salvo.
—Muy bien, abuelo. Ahora levanta las manos y déjame acercarme.
Con la mano izquierda Gombrowicz exhibió unas esposas. Los labios de monseñor de Bracy temblaban. Se puso a murmurar:
—El cuerpo… El cuerpo…
Y, con la torpeza de un viejo sin fuerzas, cogió su vieja semiautomática de la balaustrada y apuntó con ella al policía. Los dos disparos resonaron instantáneamente, provocando que cientos de palomas levantaran el vuelo. Monseñor de Bracy no retrocedió hasta la segunda detonación, como si su sólida constitución hubiera sido capaz de encajar el primer proyectil de plomo pero no el segundo. Retrocedió un paso más, se apoyó un breve instante en el parapeto y le dirigió una mirada vacía al padre Kern. Después se inclinó hacia atrás y desapareció en el vacío.
* * *
Suspendido ahora en el aire, ve desfilar los paisajes atormentados de Cabilia. El Sikorsky ha venido a buscarlos para devolverlos al campamento base. Deja tras de sí una aldea en llamas y un anciano que llora. La puerta corredera del helicóptero ha quedado abierta. El ruido de las hélices y del motor no deja hablar a los hombres. Las turbulencias provocadas por el rotor precipitan grandes ráfagas de aire en el interior. Abre la mano derecha en el vacío, como si quisiera agarrar el viento. En vano. No consigue disipar la quemazón que le ha dejado la pistola en la palma. El tacto rugoso de la culata, la raja blanquecina que el gatillo le ha abierto entre las dos falanges del índice, la sensación del impacto del disparo recorriéndole todo el brazo, todo ello se le ha incrustado en la carne en el momento de la detonación. La muchacha está muerta. Le ha metido una bala en la cabeza. Le ha disparado porque ya no soportaba, no sus gritos, sino su silencio. Ya no soportaba verla ahí, con los dedos hundidos en la tierra de su choza, como una muñeca de trapo, con los ojos inmóviles, como muertos, levantados hacia arriba, mientras los soldados disponían de su cuerpo. La ha matado para acallar el grito mudo que salía de su boca abierta de par en par. En comparación, el estruendo regular del helicóptero le resulta agradable y reconfortante.
Desde el fondo del aparato sabe que el sargento lo observa. Siente la mirada del subalterno sobre su nuca y su espalda. Cuando lleguen tendrán que ponerse de acuerdo sobre el contenido del informe. Este se limitará a tres palabras: Nada que señalar. Al pie de la hoja añadirá su firma, su grado y su nombre: alférez Hugues de Bracy.
El sargento y él se reunirán con los hombres. Beberán cerveza. Hablarán de su próximo permiso. Hablarán de Francia. Hablarán de sus padres o de sus hermanas. Hablarán, aquellos que no sean solteros, de las novias, las esposas que los esperan allá en la metrópoli. Hablarán de cualquier cosa menos de lo ocurrido esa misma mañana. Después, más tarde, cuando haya anochecido, cuando el alcohol ya se haya mezclado bien con su sangre, irán un rato a la trasera del camión que les sirve de burdel militar de campaña, para asegurarse de que siguen siendo soldados de verdad, de que siguen siendo valientes guerreros, de que siguen siendo hombres. Esta vez es hasta posible que el joven alférez se una al resto de la tropa. Una vez nada más, ayudado por el alcohol, para acallar esa angustia que le taladra la tripa y le oprime el recto. Una vez nada más. Servirse del cuerpo extenuado de una pobre mujer de la aldea más próxima para calmar esa angustia que le aplasta el sexo. Una vez nada más. Luego llegará la noche, el sueño, el olvido, el nuevo amanecer. Un día llegará el final de la acción. De una manera o de otra, el conflicto llegará a su fin, y él podrá por fin volver a Francia. Abandonar el uniforme. Disgustar, quizá, seguramente, a ese padre coronel del ejército del aire. Guardar silencio para siempre sobre ese pasado, sobre esa juventud mancillada de militar. Elegir una vida que pueda limpiar los horrores de la guerra.
Por ahora, el helicóptero prosigue su camino hacia el interior. El alférez ha metido el brazo, guareciéndolo de las turbulencias y del viento. Se observa un momento la palma inerte, que descansa sobre su pierna, y, como haría un niño en su primera comunión o un monaguillo, junta las dos manos en un gesto de oración.
* * *
Por segunda vez esa misma semana, hicieron salir a todos los visitantes de la catedral para llenarla de policías. Esta vez los había también fuera, precisamente al pie de la fachada sur, donde se disponían ya a evacuar el cuerpo sin vida del rector.
En el interior, sentado solo, perdido en la inmensidad de la nave, en medio de varios centenares de sillas vacías, había un pequeño sacerdote con sus vestiduras litúrgicas. A alguien, el padre Kern ya no recordaba quién exactamente, se le había ocurrido la descabellada idea de cubrirlo, en pleno mes de agosto, con una manta de supervivencia. No había tenido fuerzas para rechazarla. Desde ese momento, brillaba con reflejos plateados en la oscuridad creciente del crepúsculo. Una joven fue a sentarse en la silla contigua a la suya.
—¿No tiene calor con eso encima?
—Muchísimo, señorita Kauffmann.
La joven le quitó la hoja de aluminio con la delicadeza de una madre. Kern apenas se movía, absorto en sus pensamientos.
—¿Cree usted en Dios?
—No, padre. Lo siento.
—No se disculpe. La verdadera frontera, sabe usted, no está entre creyentes y no creyentes, ni entre cristianos, judíos o musulmanes. La verdadera línea es la que separa a las palomas de los halcones.
—A los que buscan la paz…
—De los que quieren la guerra, sí.
—¿No me diga que esta historia ha hecho tambalear su fe?
—¿Y a usted, Claire?
—¿A mí?
—¿Le ha hecho perder su fe en la justicia?
La joven se tomó un momento para pensar.
—No lo sé. Mi punto de vista ha cambiado. En cierto modo he dado un paso hacia usted, padre.
—¿Hacia mí?
—Al brindarle el acceso al expediente del caso Notre-Dame he transgredido las normas de mi profesión. Lo que he hecho es totalmente ilegal. Ilegal, pero quizá no inmoral.
El padre Kern no pudo contener una sonrisa.
—¿Por qué sonríe?
—Pienso que nuestros caminos se han cruzado. Por un segundo, figúrese, estuve a punto de renunciar a mis votos. Era, supongo, el precio que debía pagar para descubrir el nombre del asesino. He mentido más de una vez también. Todo eso no ha sido muy moral. En resumidas cuentas, me he manchado un poco la sotana. Pero eso hoy ha sido bueno para la justicia.
Claire Kauffmann sonrió a su vez.
—Pues yo creo que hemos consolidado nuestras fes respectivas, padre, pese a estas licencias. O quizá gracias a ellas.
—¿Qué va a hacer ahora?
—Tomarme unas vacaciones. Ocuparme un poco de mí misma. Me parece que me hace falta. Me voy unos días a Italia, a casa de una amiga, cerca de Ancona.
—¿Ancona? Pero eso está a orillas del Adriático, ¿no?
—En efecto. Mi cuerpo ha tenido ganas de pronto de un baño de mar. He decidido concedérselo.
Se quedaron un momento sin decir nada, saboreando el silencio, los segundos que transcurrían en paz, disfrutando cada uno de la presencia tranquilizadora del otro.
Kern fue el primero en salir de ese dulce letargo.
—Y ¿el teniente Gombrowicz? ¿Sigue aquí?
—En la sacristía, sí. Está tomando un café, creo. Nos espera para que podamos hablar los tres.
—¿Le ha visto? ¿Cómo está?
—Le tiemblan las manos. No consigue controlarlas. Acaba de matar a un hombre.
—Me ha salvado la vida, ¿sabe? Sin él, estaba perdido.
—Me lo ha contado, sí.
—Me gustaría verlo, hablar con él, preguntarle qué hacía en la catedral, qué le empujó a seguirnos, al rector y a mí, hasta el tejado.
—Él mismo se lo explicará. Creo que el teniente acaba de entender que es un buen policía. Si ya se encuentra mejor, quizá podríamos reunirnos con él. Usted también tiene muchas cosas que contarnos.
—Me ha salvado la vida, ¿sabe?
—Lo sé, padre, me lo acaba de decir.
Se levantaron y se dirigieron al pasillo central de la gran nave. El padre Kern se detuvo enseguida, con una expresión de sorpresa en el rostro. Movió los dedos, movió las articulaciones de las muñecas. Claire Kauffmann lo observaba. El hombrecillo parecía estar redescubriendo su propio cuerpo, como un bebé en su cuna.
—¿Va todo bien, padre?
—¿Tiene hora, señorita?
—Son casi las seis. ¿Por qué?
—Las seis. Las seis de la tarde y ni el más mínimo dolor… Es del todo extraordinario… Como si me hubiera librado de…
Se interrumpió, con una expresión infantil que la fiscal nunca le había visto. El sacerdote echó a andar de nuevo con un paso más ligero. Caminaba ahora por delante de la joven. Detrás de una columna vio a una anciana, sentada sola, que parecía esperar a que empezara la misa. Tenía las dos manos apoyadas en el respaldo de la silla de delante, y, en la cabeza, un sombrero de flores. Al padre Kern se le escapó un suspiro.
—Señorita Kauffmann, ¿quiere decirle a esa señora que la catedral ha sido evacuada? Si no, mucho me temo que acabe pasando aquí la noche.
—Le he pedido yo que se quedara.
—¿Usted?
—Si todavía está vivo es gracias a esa señora.
—¿A la señora P…?
—Gracias a ella, sí. En cierto modo, lo sabía todo desde el principio.
—¿Desde el principio?
—Hace diez días vio a Luna Hamache hablar con Bracy para exigirle dinero. Vio que el rector se zafaba de ella sin miramientos. Estaba sentada en el mismo sitio de siempre, el que ocupa desde hace diez años. Ya nadie repara en ella. Ya nadie le presta atención. Todo el mundo la considera una vieja loca. Por así decirlo, forma parte del decorado, del mobiliario de la catedral. Y, sin embargo… Tras el hallazgo del cuerpo de Luna, solo ella sospechó que su superior tenía algo que ver en esta historia.
—Señor… Pero ¿por qué no dijo nada antes?
Claire Kauffmann no pudo reprimir una mueca irónica.
—Padre, creo que aquí no ha encontrado nunca a nadie con quien hablar. Solo el teniente Gombrowicz se ha mostrado dispuesto a escucharla.
Kern se llevó ambas manos a la cabeza. Ahora lo recordaba. Los intentos de abordarlo de la dama de las amapolas, y sus propios esfuerzos por evitarla. Si lo hubiera sabido… Si hubiera sabido escuchar mejor…
La anciana lo observaba desde detrás de la columna, sentada en la silla, con su mirada eternamente inquieta. Kern le hizo un gesto amistoso, y enseguida vio florecer una amplia sonrisa en el rostro de la anciana solitaria.
—Por favor, padre. Podrá hablar con ella más tarde. Ahora quisiera que nos reuniéramos con el teniente.
Kern asintió. Echaron a andar hacia la sacristía. De camino pasaron por delante de la Virgen del Pilar, y Kern le pidió a la joven fiscal que lo dejara a solas un minuto. Se arrodilló en los escalones del estrado, cerró los ojos y juntó las manos en señal de oración. Sus labios murmuraron unas palabras que Claire Kauffmann no alcanzó a oír desde donde se encontraba. El padre Kern levantó la mirada hacia la Virgen de piedra. Su rostro diáfano parecía haber recobrado su legendaria quietud, y, en la luz crepuscular que bañaba la catedral, al sacerdote se le antojó más blanca todavía.