—Mire, padre, ayer tuve un día terrible, he pasado muy mala noche también, y hoy me espera una montaña de problemas. Así que no le voy a poder dedicar mucho tiempo. ¿Quería usted verme? A propósito ¿de qué? Por desgracia no nos queda café. ¿Aun así quiere sentarse?
Con los miembros entumecidos aún por la noche de dolores, el padre Kern se apoyó con las dos manos en el respaldo de la silla situada frente al escritorio de la fiscal adjunta, pero no se sentó. Todavía no eran las nueve, y ya hacía en la habitación un calor asfixiante, testigo de la canícula del día anterior. De espaldas a la pared, con las piernas cruzadas y un moño apretado, Claire Kauffmann observaba al pequeño sacerdote con un aire en apariencia frío y distante. Lo sabía de sobra: esa calma era pura fachada. Llevaba más de ocho horas repasando sin cesar en su cabeza, hasta la obsesión, ese paréntesis de un instante, esa pequeña falta de atención, ese ligerísimo desbordamiento empático que le había permitido al ángel rubio liberarse de sus esposas y saltar por la ventana abierta. Por supuesto, no había pegado ojo en toda la noche. ¿Qué necesidad tenía de haber ido en persona a comunicarle la prolongación de su detención? ¿Qué necesidad tenía de haber ido a demostrarle, a él, pequeño pervertido sexual, su poder como fiscal adjunta? Por lo general los agentes de la policía judicial se encargaban ellos mismos de esa formalidad y no requerían la presencia de un fiscal adjunto. El Ministerio Fiscal tenía la costumbre de seguir los casos a unos pasos de distancia. ¿Por qué había tenido que involucrarse, por qué entreabrir esa coraza que le había llevado años construir pieza a pieza?
—Señorita Kauffmann, he venido a comunicarle una información importante. Hubiera preferido infinitamente haber podido hacerlo ayer mismo.
Claire Kauffmann no se inmutó, inmóvil sobre su silla. Tragó sin embargo con dificultad y, en la mirada del padre Kern, vio que este se había dado cuenta.
—¿De qué información me habla, padre?
—Un testimonio. El de un vagabundo. Habló conmigo ayer por la mañana, poco después de que la catedral abriera sus puertas.
—¿Ayer por la mañana? Y ¿por qué no fue inmediatamente a la policía?
—Lo ignoro, señorita. En lugar de acudir a la brigada criminal, elegí el Palacio de Justicia.
La fiscal adjunta apartó la mirada y observó la ventana.
—Pues hizo usted muy mal, padre.
—Demasiado bien lo sé.
Claire Kauffmann se puso un poco más rígida.
—¿Qué sabe exactamente?
—Sé que su principal sospechoso está muerto.
—¿Desde cuándo está al corriente?
—Desde ayer. Desde ayer a última hora de la tarde. Me lo dijo el rector de la catedral.
Esta vez Claire Kauffmann no intentó siquiera ocultar su contrariedad.
—Veo que las noticias vuelan entre el Palacio de Justicia y Notre-Dame de París.
El padre Kern metió más hondo el dedo en la llaga.
—Sé que se mató a mediodía, al saltar por la ventana del despacho en el que lo estaban interrogando.
—Entonces también sabrá, padre, que ya es demasiado tarde, y que el testimonio de su vagabundo, verse sobre lo que verse, ya no nos es de ninguna utilidad.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Se acaba de archivar el caso.
—¿Archivar? ¿Quién lo ha decidido?
—El Ministerio Fiscal. El Ministerio Fiscal ha juzgado innecesario ya iniciar un procedimiento.
—¿El Ministerio Fiscal? El Ministerio Fiscal, es decir ¿quién? ¿Usted?
—No tengo por qué contestar a esa pregunta.
—¿La orden le ha llegado de arriba?
—No tengo por qué contestar a sus preguntas, padre.
—¿Quién le ha impuesto que se archive el caso?
—¡No tengo por qué contestar a sus preguntas! ¿Acaso he de recordarle que corresponde al Ministerio Fiscal decidir si se inicia o no un procedimiento? El Fiscal General de la República ha juzgado que el suicidio del sospechoso tenía valor de confesión. El caso está cerrado. Ni usted ni yo podemos hacer nada.
—¿El Fiscal General de la República? Y ¿desde cuándo el miedo tiene valor de confesión? ¿Desde cuándo el extravío y la enfermedad mental tienen valor de confesión? ¿Escuchó siquiera a ese muchacho? ¿Habló siquiera con él?
—Padre, no estamos en un confesionario sino en el Palacio de Justicia. Aquí nos ocupamos de casos criminales. No nos preguntamos si una decisión es moral, sino si es legal. El Derecho. Ese es nuestro evangelio.
—¿No pueden hacer una excepción?
—Lo siento. No estamos aquí para repartir el perdón a mansalva.
—Señorita Kauffmann, he venido a traerle la prueba formal —formal, ¿me oye?— de la inocencia de ese muchacho que halló la muerte ayer.
—¿La inocencia? ¿De qué me está hablando?
—La noche del crimen, hacia las diez, cuando ya había oscurecido, una joven vestida de blanco entró en los jardines de la catedral. Para ello, abrió la verja de la Rue du Cloître, una verja cerrada con un candado cuya combinación de apertura solo conoce el personal de Notre-Dame. Avanzó en la oscuridad y subió los peldaños que llevan a una puertecita situada en la parte trasera del edificio. Esa puerta se abrió enseguida. Aparentemente, allí la esperaba alguien. La joven entró en la catedral y no volvió a salir hasta el día siguiente por la mañana, en la camilla del forense; iba camino de la morgue. Un hombre asistió a esta escena nocturna que le estoy refiriendo: Kristof, un marginado polaco que duerme todas las noches en la plaza Juan XXIII, que está justo al lado. Desde su lecho improvisado tiene un panorama inmejorable de los jardincitos y el ábside de la catedral. Señorita Kauffmann, usted que tan convencida está de saber quién es el culpable, ¿tendría la amabilidad de contestar a unas pocas preguntas de un simple sacerdote, un pequeño sacerdote que trata de ver con claridad entre las tinieblas? ¿Por qué entró la víctima por la parte de atrás de la catedral? ¿A qué misteriosa cita acudía? ¿Cómo conocía la combinación del candado que abre la verja de la Rue du Cloître? Y ¿quién le abrió la puerta que daba al interior? Le toca a usted hablar, señorita Kauffmann, la escucho…
Aguantó cinco, tal vez diez segundos más sin moverse, sin decir nada, casi sin respirar, y, bruscamente, como un río desbordado por la fuerza del agua, se echó a llorar, y sus lágrimas de niña cayeron sobre sus rodillas, que mantenía obstinadamente juntas. Tras quedarse un momento desconcertado, el padre Kern soltó por fin el respaldo que aferraba entre los dedos, dejando una marca incrustada en el plástico naranja de la silla. Rodeó el escritorio, se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo tendió a la joven fiscal adjunta. Esta se sonó la nariz tras girar su silla hacia un lado y logró por fin contener los sollozos.
—Su pañuelo huele a tabaco de pipa.
—Es posible. Lo siento.
—No, al contrario, me recuerda a mi padre. Él también fumaba en pipa. Su toga estaba siempre impregnada de olor a tabaco.
—¿Su toga?
—Era abogado.
El padre Kern accedió a sentarse frente a la joven.
—Le debo una disculpa. Temo haber exagerado antes. Esta trágica muerte debe de haberla impresionado mucho.
—Saltó ante mis ojos. Lo vi desaparecer por la ventana. Justo después, alguien se puso a gritar en el patio.
—¿Esto le va a traer problemas?
La joven se sorbió la nariz y volvió a sonarse.
—El Fiscal General de la República ha pedido que se abra una investigación preliminar. Esta mañana a última hora tengo una entrevista con la IGS y con la IGSJ.
—Eso son muchas iniciales para alguien como yo.
—La Inspección General de los Servicios Policiales y la Inspección General de los Servicios Judiciales. Después decidirán si me abren o no un expediente disciplinario.
—Pero no estaba usted sola en ese despacho. Tenía que haber un agente de policía, ¿no? ¿No estaba el muchacho bajo responsabilidad de la policía?
—Estaba Landard, naturalmente. Pero Landard… Landard es Landard, y ya está. Creo que me ha acusado.
—¿Por qué la culparía a usted?
—Porque fui yo, ¿entiende?, es culpa mía. Yo insistí en que abrieran el Velux. Yo insistí en que le quitaran las esposas. Todo salió mal.
—Usted no podía prever que saltaría por la ventana.
—Todo salió mal. Desde el principio. Ahora me doy cuenta. Desde el momento en que vi el cadáver de esa chica. Me tomé este caso demasiado a pecho. Yo contribuí a hacer girar esta máquina que aplastó al muchacho en menos de dos días. Yo también quería que confesara. Bajo su carita de ángel estaba segura de que se escondía un depravado. Era demasiado bonito. El iluminado de turno. El culpable ideal. Eso es lo que era. Para la policía, para los medios de comunicación y para el Ministerio Fiscal. El culpable ideal. Y lo sigue siendo, de hecho. Su muerte no ha cambiado nada en absoluto.
Se echó a reír, y esa risa, después del ataque de llanto, le hizo parecer una niña de nuevo.
—Señor, hace tanto tiempo que me empeño para nada… La joven fiscal treintañera inicia su cruzada contra los ogros, los monstruos, los delincuentes sexuales. Absurdo… Absurdo e ilusorio… No repara nada… Nunca… Lo hecho, hecho está…
Kern aguardaba. Su experiencia como confesor le había enseñado a mostrarse paciente y silencioso frente a una puerta que se entornaba por sí sola, despacio, después de llevar mucho tiempo cerrada con llave.
—Pensará que busco la absolución. Contra todo pronóstico, la joven fiscal de la República se vuelve hacia la religión… ¿Qué hay que hacer? Enséñeme el manual de instrucciones. ¿Qué hay que hacer, padre? ¿Golpearse el pecho y decir: «Confieso a Dios Todopoderoso»?
Se hizo el silencio. El sacerdote tuvo la visión fugaz de un pájaro golpeándose contra los barrotes de su jaula.
—Dígame, Claire… ¿cuándo ocurrió? ¿Fue hace mucho tiempo?
Los ojos de la joven quedaron inmóviles. Kern pensó primero que se habían perdido en el vacío, pero enseguida comprendió que miraban hacia el pasado.
—El verano en que cumplí dieciséis años. Una noche. En una playa.
—¿Se lo ha contado a alguien alguna vez?
—Desde entonces, el ruido de las olas me da ganas de vomitar. A la gente le digo que me mareo. Es mi excusa para no ir nunca a la playa… No, padre, jamás. Jamás he hablado de esto con nadie.
Con el dorso de la mano se quitó una invisible mota de polvo de un pliegue de la falda.
—No es demasiado tarde, Claire.
—¿Qué sabrá usted?
—Cada cual lleva su cruz. Esa parte de nosotros mismos muerta para siempre y que tenemos que arrastrar dondequiera que tratemos de ir. También Cristo cargó con su cruz durante un largo recorrido. Cargó con ella hasta el final de su sufrimiento. Tres días después resucitó, y, con él, la esperanza de una vida nueva. La cruz no es el objetivo sino el equipaje, Claire. Tarde o temprano hay que decidirse a dejarlo en el suelo.
De nuevo los ojos de la fiscal se empañaron. Prefirió apartar la mirada, mientras Kern se levantaba.
—Si me necesita, sabe dónde encontrarme, ¿verdad? Si quiere hablar, aquí me tiene. No dude en recurrir a mí.
—Se lo agradezco, padre. Pero eso no nos devolverá a nuestro inocente de entre los muertos, ¿sabe?
Ahora parecía mucho más vieja, y su infancia, desaparecida para siempre. Cogió un lápiz y un bloc de notas.
—Ocupémonos del mendigo polaco. ¿Dónde podemos encontrarlo?
Kern vaciló un breve instante.
—No tiene importancia. De todas formas, el caso está archivado, usted misma lo ha dicho. Reabrir la investigación sería un milagro, y no habrá milagro, creo poder garantizárselo.
—¿Por qué está tan seguro de repente? Si tiene en su poder una información importante, tal vez contribuya a que se reabra el caso.
—¿Quién insistió en archivarlo? ¿El fiscal de París?
—El fiscal, sí. Me llamó esta mañana muy temprano. Yo aún estaba en mi casa.
—Y el fiscal probablemente habrá recibido una llamada del ministerio…
—No entiendo. ¿Qué pinta aquí el ministerio?
—Señorita Kauffmann, ¿sabe quiénes son los caballeros del Santo Sepulcro de Jerusalén?
—He visto que ese nombre aparece mencionado en el expediente del caso…
—No se limitan a llevar en andas la estatua de la Virgen una vez al año, el día de la Asunción, ¿sabe usted? Es una orden cuyos orígenes se remontan a los cruzados de la Edad Media. Naturalmente, los caballeros ya no luchan espada en mano para defender una fortaleza. Su objetivo es el de apoyar a la comunidad cristiana de Tierra Santa mediante obras de caridad. Y también el de evangelizar a la sociedad occidental moderna. Están presentes en una treintena de países, entre ellos Francia.
—Y ¿qué más?
—La capilla capitular de la orden del Santo Sepulcro se encuentra en Notre-Dame de París, ¿lo sabía usted? Para restaurar la calma de manera definitiva en la catedral sin duda habrá bastado con una llamada telefónica. Tan solo quinientos metros separan Notre-Dame del Palacio de Justicia, sin embargo el camino más corto para ir de un sitio a otro pasa a veces por la Place Vendôme.
—¿Quiere decir que esos caballeros de los que me habla tienen influencia en el Ministerio de Justicia?
—El ministro en persona es uno de ellos. Por ese motivo estoy persuadido de que el caso está definitivamente enterrado.
Bien apoyada en el respaldo de su silla, Claire Kauffmann había recuperado ya toda la calma. Solo sus ojos parecían extrañamente móviles, traicionaban el entramado de ideas que iba construyendo en su mente. Kern esbozó un gesto para estrechar la mano de la mujer pero al final no lo hizo.
—La justicia ya ha encontrado a un culpable, señorita Kauffmann, esa es la verdad. Aparentemente, ese culpable también satisface a la Iglesia. Un loco, un chalado que nadie tardará en olvidar. En cuanto a los padres de la víctima, se les rogará que entierren a su hija, a esa pobre niña, en silencio, con discreción, si es que no lo han hecho ya.
—No, todavía no. La inhumación se celebrará mañana a las tres, en el cementerio de Montmartre.
—Sellarán su tumba con el cemento de la versión oficial, y los padres tendrán que contentarse con eso: «Su hija ha sido asesinada por un iluminado, fin de la historia, ¡circulen, no hay motivo para constituirse parte civil!». ¿Quién más querría volver a abrir una investigación que todo el mundo considera cerrada? ¿Quién?
Claire Kauffmann cruzó las piernas. Su respiración se había acelerado ligeramente. Miraba al padre Kern con una curiosa intensidad.
—Tengo una carrera en las medias.
El cura no pudo evitar pasear la mirada por las piernas de la joven fiscal.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Se me ha hecho una carrera en las medias. Voy a tener que salir a cambiármelas.
Y, como una autómata, con las mejillas encendidas, cogió un clip de su escritorio, lo abrió y pasó la punta por su rodilla. La fina malla que velaba su piel se rajó enseguida. El corte, más claro, se extendió unos diez centímetros por su muslo. La joven se levantó y pasó delante del padre Kern, totalmente desconcertado. Se dirigió a la puerta, cogió el picaporte y, sin volverse siquiera, empezó a hablar con una voz sin timbre, casi inaudible, que temblaba ligeramente.
—Guardo el expediente del caso Notre-Dame en el cajón de mi escritorio, la llave está en la cerradura. Los informes del registro y del interrogatorio, los resultados de la autopsia, el informe del forense, todo está ahí. Mi compañera de despacho ha ido al archivo, no creo que vuelva antes de media hora por lo menos. En cuanto a mí, me voy a ausentar diez minutos exactos. Ese es el tiempo que le dejo. A mi regreso, me gustaría que el expediente estuviera ordenado y en el lugar en el que lo haya encontrado. Si quiere, puede utilizar la fotocopiadora. Basta con pulsar el botón verde para ponerla en marcha. Adiós, padre.
Entornó la puerta y desapareció en un abrir y cerrar de ojos. El padre Kern oyó sus pasos alejarse por el pasillo.
¿Cuánto tiempo se quedó ahí parado, de pie ante el escritorio vacío sobre el que se amontonaban los expedientes, en esa minúscula habitación que olía a papelajos y a polvo? ¿Cuánto tiempo necesitó para entender del todo lo que la fiscal acababa de decirle? Era como si el tiempo se hubiera detenido y se le hubiera congelado la sangre en las venas. A lo lejos oyó el campanario de Notre-Dame llamar a misa de nueve y salió por fin de su ensimismamiento. Entonces, despacio, con el corazón latiéndole en el pecho, como un niño que temiera el castigo de sus padres, rodeó el escritorio de la fiscal adjunta y abrió la llave que cerraba el cajón.
* * *
Kern se bebió el café de un trago. Había dejado que se enfriara largos minutos sin decir nada, dando vueltas al líquido en el fondo del vaso, a imagen y semejanza de las ideas negras que lo atormentaban, con aire inquieto y ocupado, ganando tiempo, tanta era la indecisión que le impedía hacer lo que había venido a hacer. Frente a él, sentado en un taburete que parecía demasiado frágil para sostener su peso, con ambos codos apoyados en las rodillas, y la taza de Nescafé entre las manazas, Djibril observaba al pequeño sacerdote con su mirada penetrante.
—Pareces un tipo que hubiera venido a confesarse pero que no supiera por dónde empezar, François.
El sacerdote dejó el vaso al pie del catre en el que estaba sentado. Se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó un taco de fotocopias dobladas en tres. Se lo tendió a Djibril sin decir una palabra. El preso dejó su taza de café instantáneo y se puso a hojear el documento, cuyas páginas estaban unidas por una grapa en una de las esquinas.
—¿Es el expediente del juez de instrucción?
—No, el del Ministerio Fiscal. Ahora que el caso está archivado, no lo llevarán ante un juez.
—Así es mucho más fácil. Los jueces son demasiado independientes. Podrían ir a meter las narices allí donde huele mal, ¿es eso?
—No lo sé. ¿Qué opinas del expediente?
—A primera vista, no parece muy largo.
—Ya tenían a un culpable, ¿para qué buscar más lejos?
—¿Cómo lo has conseguido?
—La joven fiscal encargada del caso me ha dejado verlo.
—Se arriesga mucho esta fiscal.
—Lo sé. Ha traicionado el secreto de sumario.
—Por lo que me has contado, no ha hecho solo eso. Tiene encima a los de asuntos internos, ¿no?
—¿Qué opinas del expediente? En el fondo, tienes razón, no sé por dónde empezar. Lo he leído por encima en el tren. Los informes del interrogatorio no tienen ningún interés, el del registro… cómo te diría yo… no hace más que confirmar que el chaval no tenía una sexualidad lo que se dice normal…
Una amplia sonrisa cruzaba la cara del preso. Consideraba con atención una de las páginas del expediente. Con la uña del pulgar abrió la grapa que mantenía juntas las hojas. El padre Kern tuvo la fugaz visión de un bulldozer arrancando con delicadeza un clavo de una tabla.
—Esta me gusta mucho. ¿Te importa? De todas maneras, queda mejor en mi casa que en la tuya. Por una simple cuestión de coherencia. Después de todo, aquí el asesino soy yo.
Y, con una pícara sonrisa, colgó en la pared uno de los dibujos confiscados en el domicilio del joven Thibault.
—Si no te molesta, los otros me los quedo para mis colegas de aquí. ¿Vale?
Kern conocía demasiado a Djibril para dejarse impresionar por sus provocaciones blasfematorias. Asintió sin decir nada. El preso siguió contemplando un momento más la fotocopia de la pared, perdida entre el montón de fotografías procedentes de revistas pornográficas, luego volvió a sentarse y siguió hojeando el resto del documento. Kern reanudó su relato ahí donde el preso lo había interrumpido:
—Las investigaciones de la escena del crimen no han arrojado nada, o poca cosa… Demasiada gente en la escena, demasiadas huellas… Era de esperar. Hablamos del monumento más visitado de Francia. En cuanto al informe de la autopsia… Se han encontrado rastros de ADN del joven Thibault en el cuerpo de la víctima. Entre otros. También aquí, la joven pasó el día entre la multitud, inmersa en el ir y venir de gente. Lo que dejó Thibault en su cuerpo ¿corresponde a la primera agresión o al asesinato? Nadie puede decirlo. La pobre muchacha murió estrangulada, sí, pero las marcas que presenta en el cuello no permiten saber mucho más. A priori el asesino llevaba guantes. Y, supuestamente, el cuerpo fue desplazado post mortem. No sé… Todas las informaciones se anulan entre sí. ¿Hacia dónde he de ir ahora? ¿Dónde he de buscar? Después de todo, no soy más que un cura, de policía no tengo nada.
Djibril leía. No se tomó la molestia siquiera de levantar la cabeza del expediente.
—Si trabajaras para la pasma, François, no habrías venido a verme, y yo no te habría abierto mi puerta. Bueno, es una manera de hablar. Yo no decido cuándo se abre mi puerta ni cuándo se queda cerrada…
—Evidentemente, está este detalle extraño, lo de la presencia de la cera en su sexo, que respaldaría la hipótesis del loco, del desequilibrado, pero…
—Busca por el lado de la chica.
—Perdón, ¿cómo dices?
—Busca por el lado de la chica muerta. En el expediente apenas hay datos sobre ella.
—Era una universitaria sin más.
—Los polis han hecho una chapuza de investigación. Por lo que se lee aquí, se han limitado a un examen superficial de la habitación de la chica, en casa de sus padres, y no han pasado de ahí.
Le tendió el taco de hojas al padre Kern antes de concluir con una sonrisa:
—Una chapuza propia de moracos, vaya.
Kern se volvió a guardar el expediente en el bolsillo de la chaqueta y consultó su reloj.
—Tengo el tiempo justo de llegar.
—¿Adónde?
—Al entierro. Es a las tres en Montmartre.
Los dos hombres se levantaron y se estrecharon la mano.
—¿Así que te vas ya?
—Gracias por tu valiosa ayuda, Djibril.
—Mi secretaria te hará llegar el importe de mis honorarios. Mantenme al tanto, ¿quieres? Para mí es importante.
—¿Te ha picado la curiosidad? El cura y el reo. Vaya par de investigadores estamos hechos.
Djibril esbozó una sonrisa. Kern sentía que se alejaba, que huía por el espacio reducido de su celda hacia un espacio y un tiempo al que nunca podría seguirlo. Pese a las puertas, pese a los locutorios, pese a las horas dedicadas cada semana a su actividad de capellán, el sacerdote sabía bien que la frontera entre el exterior y el interior de la cárcel es infranqueable. Las paredes se hacían más gruesas cada minuto de encierro en ese purgatorio de hierro y hormigón. Djibril se ausentaba poco a poco del mundo, y nada ni nadie podría traerlo de vuelta entre los vivos.
Kern estrechó la mano helada del preso un poco más fuerte todavía.
—Lo que acabas de hacer por mí… No sé… Tus consejos, esta conversación… ¿No es una prueba de buena conducta? Quizá podría contárselo al juez de vigilancia penitenciaria… Para que se mostrara más flexible…
Djibril soltó la mano del sacerdote.
—No te esfuerces, cura. Para el JVP no soy más que un asesino y punto pelota. Y tiene razón, de hecho. Aquí no hay redención posible. Y, además, no hemos hecho más que hablar de la mar y los peces, ya lo sabes. La fotocopia que me acabas de enseñar no existe oficialmente.
—Es verdad, tienes razón. Siento mucho no poder ayudarte mejor.
—Te equivocas, François, ya estoy cobrando mi paga. A partir de hoy, voy a empezar a pensar un poco en otra cosa. Voy a darle caña a mi imaginación, voy a reflexionar sobre tu caso mientras me lavo los dientes todas las noches. ¿Sabes?, en Poissy, una ocupación así no tiene precio. Aquí mi vida se resume a este hervidor y a esta taza de café.
—Sabes bien que no.
—Sabes bien que sí, cura.
El sacerdote rodeó el murete de un metro de altura que separaba el catre del inodoro y llegó en dos zancadas a la puerta de la celda.
—Prepárate para un extraño viaje, François. No te sorprendas si te encuentras algún que otro fantasma por el camino.
—Fantasmas ya encuentro en mis noches de insomnio, Djibril. Cada noche yo también me doy un paseo por el purgatorio. Eso todavía no me ha matado.
Kern giró el picaporte. El ruido seco del mecanismo hizo retroceder un paso al preso.
—Esta vez podrías llegar hasta el infierno, cura. Allí tus bonitas oraciones no te servirán de nada. De hecho, sería mejor que te quitaras la cruz que llevas en la solapa. Allí donde vas, solo te servirá para llamar la atención, créeme.
La puerta se abrió, y apareció en el pasillo un uniforme de la administración penitenciaria. El padre Kern dirigió una última mirada al reo y desapareció en el pasillo iluminado por unos pálidos fluorescentes. A su espalda, la puerta blindada se cerró con un ruido de tumba.
* * *
Acababan de enterrar a Luna Hamache cuando el padre Kern llegó a la decimocuarta sección del cementerio de Montmartre. Con paso pesado, casi a cámara lenta, doblemente aturdido por la pena y el calor, el grupo de unas treinta personas, repartidas alrededor de la tumba, se colocó en fila india, a distancia respetuosa de una pareja que se había quedado plantada al borde de la fosa, perfectamente inmóvil, como esculpida en piedra. De unos cincuenta años ambos, los padres de la difunta mostraban un rostro sin lágrimas, como si aún no hubieran comprendido la razón exacta de su presencia en ese cementerio, como si ese ataúd sencillo y despojado que reposaba ahora en el fondo de una sepultura no hubiera sido el de su hija sino el de otra, una desconocida a cuyo entierro hubieran asistido por casualidad. El padre en particular parecía ausente de sí mismo. Le costaba mantener la mirada en el fondo del hoyo, se le perdía regularmente hacia la entrada del cementerio, como si Luna fuera a presentarse de pronto con la belleza de su juventud para desmentir a los enterradores y a la muerte.
Una joven recorrió la fila entregando una rosa blanca a cada persona, y Kern reparó en que casi todo el grupo estaba compuesto por jóvenes vestidos de blanco. Con una solemnidad que contrastaba con su juventud, los amigos de Luna desfilaron delante de la tumba todavía abierta, arrojando su flor sobre la tapa del féretro, reprimiendo un sollozo o murmurando unas palabras que el ruido de la circulación no tardaba en ahogar. Mientras desfilaban así, Kern se cruzó con la mirada de un hombre de rostro impenetrable que se había mantenido apartado, y estaba ahí de pie, con el hombro apoyado en un árbol y los brazos cruzados sobre el pecho. El sacerdote saludó con un gesto al teniente Gombrowicz, al que el policía contestó con un movimiento de cabeza.
Por fin dos enterradores municipales se acercaron a decirles algo a los padres de la difunta. La madre asintió dos veces, como una autómata, y dirigió una mirada circular de agradecimiento a los reunidos alrededor de la tumba. El grupo se dispersó con esfuerzo, como si todos llevaran suelas de plomo, mientras los empleados del cementerio se ponían manos a la obra sin tardanza para tapar la tumba. Los padres de Luna se quedaron un momento más mirándolos, y por fin la madre se cogió del brazo de su marido. Dieron unos pasos por el sendero, caminaban como dos ancianos que se necesitaran el uno al otro para no derrumbarse, de pronto solos en el mundo y privados de su razón principal para mantenerse en pie. A su paso vieron a un hombrecillo de rostro enjuto, como el filo de una navaja, que llevaba una cruz en la solapa de la chaqueta. Se acercó a ellos y les dio un cálido apretón de manos.
—Soy el padre Kern. Yo encontré el cuerpo de su hija el lunes por la mañana en Notre-Dame.
La madre de Luna Hamache lo miró un momento sin decir nada, mientras el padre seguía con los ojos fijos en la entrada del cementerio. La mujer habló por fin, pero su voz temblorosa traicionaba su turbación por la presencia de ese representante del lugar mismo en el que su hija había encontrado la muerte.
—Gracias por venir, padre. Esta mañana hemos recibido una nota de su rector…
—Monseñor de Bracy, sí.
—En su nota pone que ha pedido una oración por nuestra hija. Naturalmente, esa carta nos ha reconfortado, pero…
—Pero no explica nada… ¿verdad?
—¿Conocía usted a mi hija? ¿La había visto alguna vez en Notre-Dame?
Su mirada se hizo suplicante, y Kern se sorprendió a sí mismo mascullando una respuesta lacónica.
—No, señora Hamache, lo siento, no conocía a Luna. Todos hemos rezado por ella.
—No entiendo. Nadie nos explica nada. El suicidio del asesino nos ha dejado totalmente desamparados. La justicia parece habernos olvidado ya. Ellos han pasado página. Es como una pared sin puerta, no sabemos dónde tenemos que llamar para saber más sobre la agresión que… En cuanto a la presencia de Luna en las ceremonias de la Asunción… Nunca nos había comentado su interés por la fe católica. Como ve, somos lo que hoy en día llaman una pareja mixta. Siempre le hemos dejado a nuestra hija la libertad de elegir la religión que prefiriese. Es un tema del que nunca nos había hablado. Tratamos de entender, pero nadie parece capaz de informarnos, ni su rector ni usted, padre. Enterramos a nuestra hija y, con ella, gran parte del misterio.
Kern sentía un malestar creciente. Debería haber tratado de mitigar el dolor de esos padres, de hecho la cruz que llevaba en el ojal parecía haber contribuido en gran medida al desahogo casi espontáneo de la madre de Luna, sin embargo él sabía la verdadera razón de su presencia en ese cementerio. Sus verdaderas motivaciones eran las de un investigador, y traía consigo muchas más preguntas sobre Luna que las respuestas que podía darle a su madre.
—Su hija tenía veintiún años, señora Hamache. La edad de los grandes cuestionamientos, la edad también de la búsqueda de cierta forma de independencia. Quizá no se lo contara todo. Quizá tuviera algo así como un jardín secreto.
—Es cierto que habíamos notado como un alejamiento estos últimos meses. Un deseo de independencia, sí, al que no podíamos responder.
—¿Qué quiere decir?
—No nadamos en la abundancia, eso es lo que quiero decir, padre. Luna quería marcharse de casa al terminar el verano, alquilarse un pequeño apartamento en el barrio y compartirlo con una amiga de la universidad. A veces dormía fuera de casa. Cada vez más a menudo. Pero no teníamos medios para ayudarla a pagar un alquiler. Mi marido estudió en Argelia, ¿entiende? Nunca le homologaron el título en Francia. Y no conseguimos nada al casarnos. Durante veinte años trabajó como hombre para todo en una empresa de informática. Se ocupaba de las pequeñas reparaciones, echaba una mano aquí y allá, se encargaba de las entregas a domicilio. Hace tres años lo despidieron. A su edad ya no encuentra trabajo en ningún sitio. Vivimos de mi sueldo de auxiliar de enfermería, y somos incapaces de ayudar a nuestra hija a empezar su propia vida. De todas maneras, ya no lo necesita.
La barbilla de la señora Hamache empezó a temblar, y sus mandíbulas se crisparon. Kern esperó. Sus preguntas tenían ya todo el aspecto de un interrogatorio, aunque lo llevaba a cabo con la delicadeza de un confesor.
—¿Saben con quién quería compartir piso?
—Claro. Con Nadia. Es su mejor amiga. Van… Iban juntas a la universidad.
—¿Nadia estaba aquí hoy?
—Es la que ha repartido las rosas. Tiene que haberla visto. Es ella también la que ha pedido a los amigos de Luna que se vistieran de blanco. Es una buena chica. Quería decirle adiós a su manera. Le ha impresionado mucho la muerte de mi hija. Fue ella quien nos llamó el martes para decirnos que salía esa foto en Le Parisien y que se solicitaba la colaboración ciudadana para identificarla…
—Tenía entendido que era el señor Hamache quien lo había leído en el periódico…
—No, fue Nadia. Tras su llamada, mi marido bajó a mirar el periódico en el bar. A continuación llamamos a la policía.
Al oír su nombre, el padre de Luna salió de su ensimismamiento. Volvió el rostro hacia el sacerdote, como si acabara de reparar en su presencia, y Kern se sintió al momento traspasado por esa mirada perdida que parecía interrogarle sobre las razones exactas de su presencia en el cementerio. Kern farfulló unas frases de consuelo. Las palabras salían de su cuerpo como las réplicas de un mal actor, con una especie de automatismo irritante, y se reprochó en su fuero interno esa sarta de banalidades que sonaban artificiales. Se despidió de la pareja y recorrió el camino que bordeaba la tumba. Al cabo de unos pasos, se volvió de nuevo hacia los padres de Luna.
—¿Qué estudiaba su hija, señora Hamache?
Y, por primera vez, el padre de la joven muerta aflojó las mandíbulas.
—Historia, señor. Luna estudiaba una licenciatura en Historia. Quería ser profesora.
* * *
La canícula se había abatido de nuevo sobre París, y el aire era más pesado que nunca. La contaminación tornaba el ambiente más irrespirable todavía. Kern salió del cementerio por la Avenue Rachel. El teniente Gombrowicz debía de haberse marchado discretamente al concluir la ceremonia. Delante del pub irlandés que ocupaba la esquina del bulevar de Clichy, el grupo de estudiantes vestidos de blanco se iba disgregando entre abrazos. Su vestimenta inmaculada parecía ahora desplazada, ingenua, casi cómica de tanto como resultaba inadaptada al caos de la ciudad, al ruido de los motores, a los olores a gas y a las ráfagas de insultos que se escapaban por las ventanillas de los automóviles. El sacerdote vaciló. ¿Debía abordar a los jóvenes? ¿Aguardar al final de sus efusiones? ¿Presentarse bajo su verdadera identidad? ¿Tratar de obtener algún dato sobre esa compañera que yacía ahora en el fondo de una tumba y a la que habían ido a dar su último adiós? Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, sacó el paquete de tabaco y, como cada vez que le costaba tomar una decisión, se puso a llenar su pipa, intentando concentrarse en ese acto anodino antes que en el puñado de ideas contradictorias que se le arremolinaban en la mente. En el preciso momento en que aferraba entre los dientes el conducto de ebonita, la joven que un rato antes había repartido una rosa blanca a cada uno de sus compañeros abandonó el grupo. Cruzó el bulevar de Clichy taconeando, y entonces todo resultó evidente. La ciudad entera se había reducido a una silueta clara que avanzaba ahora por el paseo central del bulevar en dirección a la Place Blanche. Se tomó el tiempo de encender su pipa, le dio unas cuantas caladas perfumadas, cruzó a su vez el bulevar y siguió la estela de Nadia, a unos veinte metros detrás de ella.
El padre Kern se sentía como ebrio, como si hubiera vuelto a la infancia, a esa adolescencia que no había vivido: jugaba a seguir a una mujer, jugaba a los detectives en el calor de la ciudad, en ese bulevar abarrotado que formaba a uno y otro lado del paseo central una especie de cinturón multicolor hecho de chapa, retrovisores y ventanillas de cristal. Kern fumaba su pipa mientras caminaba como si nada, absorto en el curioso placer que le provocaba seguir a la joven. Habría podido seguirlo a él todo un batallón de gendarmes de uniforme que ni siquiera se hubiera dado cuenta.
Nadia abandonó el bulevar al llegar a la plaza y tomó por la Rue Blanche. El sacerdote consideró que había llegado el momento de abordarla y aceleró el paso. Estaba solo a dos o tres metros de ella, cuando la joven se detuvo ante la puerta de un edificio, junto a un café. Saludó con un gesto cordial al camarero de la terraza y llevó la mano al portero automático para marcar el código de acceso. Desconcertado por esa parada imprevista, el padre Kern adelantó a la muchacha sin atreverse a dirigirle la palabra, y ya solo pudo observar los dedos largos y delgados bailar sobre el teclado de cifras. No se le ocurrió memorizar el código, algo que luego se reprochó. La cerradura emitió un ruido seco. Nadia empujó la puerta y desapareció en el interior del edificio.
Como último recurso, el padre Kern se instaló en la terraza del café, en una mesa desde la que alcanzaba a ver la puerta. El camarero, un grandullón de calvicie incipiente y gruesas patillas, se acercó enseguida a pasar una bayeta por la mesa. Kern pidió una cerveza y dejó la pipa sobre el mármol aún húmedo. Muchos años atrás, a la edad de dieciséis o diecisiete años, se había cogido una borrachera de muerte con su hermano mayor, una noche en que el dolor en las articulaciones se le antojaba insoportable. El intento no había resultado muy concluyente, y el joven Kern se había resignado a tomarse sus pastillas de cortisona como único remedio posible, aunque de escasa eficacia, a sus dolores.
Una anciana se acercó despacio, con una bolsa de la compra en la mano, sufriendo visiblemente por el calor. Se detuvo ella también frente a la puerta contigua al café y tecleó a su vez la combinación que le daría acceso al frescor probablemente relativo de su vivienda. Su memoria y sus manos, menos ágiles que las de la joven que había entrado antes, le hicieron pulsar las teclas pesadamente, dejándole esta vez al sacerdote tiempo de sobra para memorizar el código. Kern apuró la cerveza, pagó y llegó hasta la puerta cuya clave de acceso ya conocía. Sin embargo, antes de deslizar los dedos, a ratos entumecidos, por el teclado, tuvo el cuidado de quitarse la crucecita de metal que adornaba su solapa y se la guardó en la cartera. Empujó la puerta y entró en un pasillo marrón ocupado en parte por un bloque de buzones destartalados. Recorrió con los ojos las etiquetas una a una sin encontrar ninguna Nadia, bordeó el hueco de la escalera y siguió hasta una puerta que daba a un pequeño patio. A esa hora de la tarde la luz lo había abandonado casi por completo, y el lugar parecía un pozo. Dentro vio aparcados de cualquier manera unas bicicletas, un cochecito de bebé y varios patinetes. A la izquierda una puerta señalaba la entrada a un pequeño bajo, probablemente un estudio. Kern se disponía a volver sobre sus pasos cuando la puerta se abrió de par en par. Nadia apareció en el umbral, con los brazos cruzados y el hombro apoyado en el marco. Se había cambiado de ropa y lucía ahora un vestido de verano de vivos colores.
—¿Es a mí a quien busca?
—¿Perdón?
—Estaba usted antes en el cementerio. Le he visto hablar con los padres de Luna. ¿Es a mí a quien está buscando?
—Es usted Nadia, ¿verdad?
—¿Me ha seguido hasta aquí o qué?
—¿Seguido? La madre de Luna me ha dicho dónde encontrarla.
—¿Conoce a la madre de Luna?
—Claro.
—¿A qué se dedica la madre de Luna?
—Es auxiliar de enfermería. ¿Por qué me lo pregunta?
—Para comprobar.
—¡Señor! Para comprobar ¿el qué?
—¿Es uno de los enfermos de la madre de Luna, es eso?
—Exactamente… Me ayuda en mi rehabilitación… Con el tiempo hemos trabado amistad… Me hablaba a menudo de Luna. Como puede constatar, tengo problemas de salud, problemas articulares… ¿Y usted? ¿Era amiga de Luna?
—De la facultad, sí. ¿Es policía?
—¿Policía? En absoluto. ¿Le parece que tengo el tipo para ser policía?
La chica esbozó una sonrisa.
—Entonces ¿qué quiere?
—Es difícil decirlo… Me hubiera gustado hablar de Luna. No la conocía mucho, pero… Su madre me ha dicho que era usted su mejor amiga.
La joven desapareció de pronto dentro de la casa, dejándole a Kern tiempo de ver, al fondo, algunos detalles insignificantes: el suelo blanco de baldosas de un cuarto de baño, una cortina de ducha rosa con corazones malva, una bañera con una grifería antigua. Nadia volvió a aparecer tan rápido como se había ido, con la correa de un bolso Vuitton en el brazo y un móvil en la mano. Cerró la puerta con llave y se guardó el llavero en el bolso.
—Lo siento. Llego tarde a una cita urgente. Y le diré una cosa: acabamos de salir del cementerio, Luna está a dos metros bajo tierra. Así que ahora no me apetece mucho hablar de ella.
—Lo entiendo. Claro. Quizá en otra ocasión.
—Sí.
Se marchó, dejando tras de sí un aroma embriagador y dulzón que parecía provenir de su cabello o de su cuello. Solo en medio de las bicicletas y los patinetes, en el calor de ese pequeño patio, mientras la fiebre se apoderaba lentamente de su cuerpo, y las dudas sobre sus capacidades como investigador invadían su mente, el padre Kern se preguntó a cuántas mentiras había tenido que recurrir en menos de un minuto para, en definitiva, no alcanzar a ver más que un pedazo vago y fugaz de bañera rematado por una cortina de ducha.
Caminó sin rumbo, subió la calle por la que antes había bajado. Al llegar al bulevar, se detuvo delante de un escaparate y se puso a llenar su pipa. Lo hizo con suma aplicación, aislándose del ruido ambiente, concentrando toda su atención en los pellizcos de tabaco que metía uno a uno en el fondo de la cazoleta con unos dedos que temblaban ligeramente. Hasta que no le hubo dado las primeras caladas no se percató de que se había detenido ante el escaparate de uno de los numerosos sex-shops que ocupaban la acera. Con el busto inclinado, examinó con una curiosidad real las diferentes prendas de lencería de vinilo rojo o negro, las botas y los zapatos de tacón de aguja, los picardías de transparencias sabiamente estudiadas y los uniformes de enfermera, mientras por encima de su cabeza las volutas de humo con aroma a Virginia se teñían del malva de las tres letras de neón que formaban la palabra SEX. Se incorporó de pronto y miró a su alrededor, como impulsado por una corriente eléctrica, animado por una urgencia que parecía haberlo invadido bruscamente. Tomó otra vez la Rue Blanche, dejó atrás el portal de Nadia sin mirarlo siquiera y se metió unos metros más adelante en una tienda coronada por una @ luminosa. El padre Kern asaltó el mostrador tras el cual, sentado encorvado en un taburete, apretado entre un ventilador y una fotocopiadora, había un oriental con oscuras ojeras.
—Quiero un ordenador. Necesito consultar internet.
—Aquí no se fuma, jefe.
Kern salió a la calle a vaciar su pipa y luego reiteró su petición. El dependiente lo observaba con una mirada sin interés.
—Un cuarto de hora un euro. Tres euros la hora.
Kern se sacó la cartera y dejó un billete de diez euros en el mostrador.
—Póngame dos horas como mínimo. Y quiero estar en un sitio apartado, por favor.
En realidad necesitó menos de cuarenta minutos para encontrar lo que buscaba. El padre Kern dominaba lo esencial de la red gracias a Mourad, el vigilante de la catedral, que el verano anterior había aceptado darle unas cuantas clases de informática por las noches, después de cerrar. El sacerdote había podido descubrir así innumerables páginas de coleccionismo dedicadas a los despertadores antiguos. Un tiempo había pensado incluso en comprarse un ordenador, pero nunca había reunido el valor suficiente para aventurarse en una tienda, pese a que Mourad se había ofrecido a acompañarlo.
—Necesito llamar por teléfono.
—¿Ha terminado con la máquina, jefe?
—He terminado, sí.
—Ha reservado dos horas.
—Lo sé.
—Le queda más de una hora.
—No me hace falta. Pero sí tengo que llamar por teléfono.
—¿Puedo dar su ordenador?
—Sí.
—Perderá la hora.
—No importa. Ahora me gustaría hablar por teléfono.
El hombre del taburete señaló con el brazo una hilera de puertas de madera acristaladas y marcadas con un número.
—Todas para usted, jefe. Elija la que quiera. ¿Para dónde es?
—¿Cómo que para dónde?
—¿A qué país va a llamar, jefe? ¿A Marruecos? ¿A Túnez? ¿A Argelia?
* * *
—Una Fanta de naranja. Y la cuenta.
Gombrowicz se había sentado a una mesa desde la que podía ver la parte baja de la calle. El camarero le trajo la consumición.
—¿No quiere sentarse fuera?
—Estoy bien dentro.
—¿Seguro? Porque, con este calor, en la terraza estaría usted más a gusto para ver lo que pasa fuera.
El agente de la policía judicial levantó los ojos y miró fijamente al camarero. Después, sin una palabra, volvió a concentrar la mirada en el punto que estaba mirando antes. El chico, que tenía unas gruesas patillas que le comían la cara, se alejó con un largo suspiro que le duró hasta la barra del bar.
El policía se quedó allí media hora larga, sentado solo en el interior mientras los clientes se sucedían en la terraza, en la suave corriente de aire con olor a gasoil que generaban los autobuses a su paso. Se levantó por fin, tras dejar la cuenta en el platillo de plástico abandonado junto a su vaso. Se quedó un momento en el quicio de la puerta, observando la calle en cuesta, tomándose el tiempo de encenderse un cigarro, antes de que lo apartara el camarero de las patillas, bandeja en mano, en su incesante ir y venir entre la terraza y el interior del bar. Se marchó corriendo, haciendo caso omiso del mecánico «adiós y gracias» que resonaba a su espalda, como empujado por la repentina urgencia de desentumecerse las piernas. Cruzó la calle tras dejar paso a un autocar con matrícula alemana y corrió por la acera opuesta hasta una tienda en la que entró como un vendaval.
—El tío que acaba de salir, el del traje claro, ¿a qué ha venido?
—Aquí dentro no se fuma, jefe.
Gombrowicz sacó su carné de policía de la riñonera que llevaba en bandolera.
—Te he hecho una pregunta, Bruce Lee.
—Ha comprado seis docenas de rollitos de primavera.
—Venga, no me jodas.
—Ha consultado internet, jefe. Y ¿qué?
—¿Solo eso?
—Luego ha hecho una llamada.
—¿Adónde? ¿Lo sabes?
—Ni idea.
—¿Qué ordenador ha utilizado?
—Ese del fondo.
El policía se sentó al ordenador y llevó la mano al ratón. Clicó sobre el historial de la sesión iniciada, recorriendo página tras página almacenada en la memoria del PC. Cuando las hubo comprobado todas, desde la primera hasta la última página consultada por el usuario anterior, se arrellanó en la silla, encendió un cigarro y se puso a mirar el techo.
—Por favor, jefe, aquí dentro no se fuma.
—Viejo pervertido…
—¿Qué dices, jefe?
—He dicho: cabroncete asqueroso.
Y, mientras Gombrowicz se sumergía de nuevo en la canícula de la Rue Blanche, el oriental se bajó del taburete como de mala gana y se acercó al ordenador que el policía acababa de abandonar. Contempló la pantalla, y su mirada ausente pareció despertar de pronto ante lo que se le ofrecía sobre un fondo de colores pastel.
«Estudiante exótica de 22 años, cariñosa y sensual, recibe en el distrito 18 de París a hombres maduros y educados para pasar un rato agradable. Cabello moreno —ojos castaños— 1,63 m, 54 kg −90D sin cirugía. De 19h a 24h. Masajes relajantes. Conclusión oral o manual. Cariñosa o severa. Posibilidad de masaje a cuatro manos con amiga cómplice».
Y, bajo el número de móvil, una foto con flash sacada por un aficionado que mostraba a una joven morena con el rostro borroso que posaba desnuda en su bañera, sopesándose con ambas manos unos pechos grandes, con la espalda, las nalgas y el sexo ocultos tras una cortina de ducha rosa con corazones malva.
* * *
Claire Kauffmann se sometió a las preguntas de un policía del IGS y de una magistrada del IGSJ en el 36 del Quai des Orfèvres, durante la hora del almuerzo, en un cubículo que servía a veces de sala de interrogatorio para los casos de flagrancia. Le hicieron un aluvión de preguntas, volviendo sin cesar, como por oleadas, a ese instante que lo había decidido todo, a esa decisión de abrir el Velux y de quitarle las esposas al joven detenido. Y la fiscal adjunta pensó: «¿Cuántas veces me van a hacer la misma pregunta? Vuelven a eso una y otra vez. Cambian una palabra o dos en su manera de formularla, pero la pregunta sigue siendo la misma. ¿Tantas maneras distintas hay de relatar un gesto de dos o tres segundos? Y ¿tantos ángulos distintos hay desde los que verlo? ¿La verdad no es la verdad?». Y la joven fiscal reformulaba una y otra vez sus explicaciones, modificando a su vez una, dos o tres palabras en su declaración.
Se interrumpió en mitad de una frase, pensando de pronto en la conversación que había tenido esa mañana con el padre Kern, preguntándose si la orden dada a Landard de liberar a Thibault de sus trabas, esa orden que había tenido consecuencias tan graves, había correspondido, en lo más hondo de sí misma, a una decisión de orden legal o moral. Y el policía sentado frente a ella, que, desde el principio del interrogatorio, no había dejado de desplazar su vasito de café de una esquina a otra de la mesa, se abalanzó sobre el instante de vacilación de la fiscal adjunta y dijo: «O sea, que se pregunta si no se mostró demasiado humana con ese sospechoso, ¿es eso?». Y, al no contestar nada Claire Kauffmann, insistió: «¿Se pregunta si ese breve instante de debilidad o de… cómo diría yo… de compasión causó la muerte del sospechoso?».
Salió de la sesión de interrogatorio totalmente vacía, incapaz del más mísero pensamiento mínimamente construido, capaz solo de preguntarse si había hecho bien en especializarse en Derecho Penal. La habían remitido a su profesión, a su papel de Sísifo con falda recta y moño estricto. Aún no sabía si le abrirían un expediente disciplinario. Para los investigadores se trataba de determinar si el joven Thibault debería haber sido interrogado en un centro hospitalario y no en los locales de la brigada criminal. En conclusión, que la investigación se apartaba de ella para centrarse en cuestiones técnicas, procesales, dejándola sola con sus preguntas.
Consultó su reloj y constató que no le daba tiempo a almorzar antes de su próxima audiencia, que era a las dos. Entonces subió un momento a su despacho para recoger el expediente del cristalero que había golpeado a su mujer con un martillo. De paso comprobó que el padre Kern había devuelto a su cajón el del caso de Notre-Dame. Bebió un vaso de agua y se presentó en la sala de Audiencias como en un país extranjero.
El caso se resolvió visto y no visto, en presencia de la mujer del cristalero, que acababa de salir del hospital. La fiscal solicitó una pena de prisión firme acompañada de la obligación de someterse a tratamiento psiquiátrico. Se comportó como una autómata, habló con esa entonación suya, separando mucho las sílabas, que la gente del Palacio empezaba a conocer, sin levantar nunca del todo la mirada de sus papeles.
Por fin, al concluir la audiencia, fue a parar a la inmensa sala de los Pasos Perdidos del Palacio de Justicia, cargada con sus pesados expedientes, con náuseas y desorientada, con el estómago vacío y la cabeza que le iba a reventar de dolor. Se perdió entre el jaleo de la muchedumbre de visitantes, jueces, abogados y policías. El ruido de sus tacones sobre el mármol se le antojaba lejano, hasta ella solo llegaba el eco que retumbaba en la inmensidad del lugar y se mezclaba con los demás ruidos ambientes. De pronto era como si sus pasos ya no fueran suyos, como si de alguna manera se hubieran alejado de sí misma. Y sintió unas repentinas ganas de gritar. Y ese grito que había sentido subir desde el fondo de sus entrañas le recordó otro, el único que de verdad había proferido en toda su vida.
Había ocurrido en el comedor del instituto, durante el último curso, cuando tenía diecisiete años. Un compañero de clase se le había sentado al lado en la mesa y le había hablado demasiado alto y demasiado cerca. Sobre todo demasiado cerca. Y mientras el chico le hablaba a voces al oído para cubrir mejor el estruendo de los otros ochocientos alumnos que devoraban su filete con patatas, ella se había puesto a gritar. Un grito muy agudo que parecía no tener fin, un grito que se había elevado en el aire del comedor por encima de todos los demás, un grito que había hecho callar al instante a todo un instituto. Un vigilante se la había llevado al despacho del director, un hombrecillo con bigote que miraba el mundo y a sus alumnos ocultándose detrás de los gruesos cristales de sus gafas, frente al que había permanecido muda, incapaz de explicar ese grito de angustia que había dejado escapar. El grito no había servido de nada. Nadie lo había oído de verdad. Y ella no había vuelto a intentarlo.
Cerca de veinte años más tarde, en la inmensa sala de los Pasos Perdidos, llena de todas esas voces que se superponían unas a otras, se entremezclaban y trepaban unas encima de otras, el mismo grito, el mismo exceso se disponía a salir de ella. Lo notaba subir en su interior. Una ola, un torrente, una marea incontenible. Un caballo al galope que pronto saldría de su boca.
Y entonces la vio, esa pequeña silueta oscura sentada en uno de los bancos de madera, no muy lejos del monumento a los Caídos dedicado a los miembros del Palacio desaparecidos en una u otra de las dos guerras. La vio, con el bolso aferrado en un brazo y el otro inmovilizado por un cabestrillo azul eléctrico cerrado en el hombro con un velcro. La mujer del cristalero. La mujer agredida a martillazos menos de cuarenta y ocho horas antes. La mujer a cuyo marido acababa de caerle un año de prisión, del cual seis meses firme, tras la inculpación de Claire Kauffmann.
Entonces soltó sus expedientes. Las hojas se esparcieron a sus pies, resbalando a su alrededor sobre el suelo de mármol liso. Un joven abogado vestido con toga negra y el cabello dominado por una gruesa capa de gomina, se precipitó enseguida, arrodillándose delante de la fiscal y recogiendo una a una las hojas abandonadas. Ella hizo caso omiso del apuesto joven y pisoteó los papelajos para llegar hasta el banco de madera junto al monumento a los caídos. La mujer del cristalero levantó hacia ella unos ojos llenos de lágrimas. Uno de ellos estaba rodeado por un hematoma oscuro. Y, mientras a unos metros de allí el abogado ordenaba las páginas de su requisitoria, Claire Kauffmann habló largo rato con la mujer del cristalero.
Se sentaron, en medio del incesante ir y venir, charlando como dos amigas marcadas por la vida, comprendiéndose con medias palabras, reconociendo la una en la otra un gesto inconsciente, una actitud de protección, una imperceptible tensión en el cuerpo que traicionaba el miedo pero que se iba atenuando al hilo de la conversación. Y, al final, se sonrieron, y la mujer del cristalero apoyó la mano que tenía libre en el brazo de la joven fiscal. Claire Kauffmann se levantó, y el abogado de toga negra, que la esperaba de pie desde hacía más de un cuarto de hora, aprovechó para devolverle su expediente. Se lo alargó diciendo: «Hay que ver cómo pesa». Se lo alargó, repitiendo: «No debería llevar cosas tan pesadas, señorita». Ella lo miró a los ojos, lo recompensó con una sonrisa encantadora aunque no del todo natural y contestó: «Tiene razón, letrado. ¿No le importa llevármelo al archivo? Hoy ya no lo voy a necesitar». Y, acto seguido, salió de la sala de los Pasos Perdidos, dejando al abogado estupefacto. Cargado con todos sus papelajos, el joven la miraba alejarse con sus andares ligeros.
* * *
En su conversación telefónica, Nadia lo había citado a las once de la noche. Al principio Kern le había dicho que no —sabía que los dolores en las articulaciones no le permitirían aguantar hasta entonces y que debía volver a su casa a toda costa—, pero ella había insistido. O a las once o nada.
Había encontrado refugio algo más lejos, en una mesa en el fondo de una cervecería situada en la esquina del bulevar con la Rue de Bruxelles. El camarero, esta vez un hombre mayor, con delantal blanco, chaleco negro y muchos años de oficio a sus espaldas, había reparado en él y lo observaba de reojo. El padre Kern llevaba ya casi cuatro horas sentado ahí, perfectamente inmóvil y muy tieso, delante de su taza de café vacía, y no parecía dispuesto a mover un músculo por nada. En realidad, se estaba dejando invadir por el dolor, mientras observaba a la gente que pasaba por la acera como si caminara a kilómetros de allí, perdida tras una suerte de bruma mugrienta que el anochecer había vuelto algo más densa. En cuanto a la fiebre, le nublaba el pensamiento y se añadía al calor y al olor a fritanga y a ambientador de cuarto de baño que flotaba en el aire del fondo de la sala.
Por fin consultó su reloj y salió de la cervecería. El camarero, receloso, fue enseguida a contar las monedas que había dejado sobre la mesa. Una vez en la calle, el padre Kern encendió su pipa, y el sabor acre del humo en la boca le sentó bien. Echó a andar una vez más en dirección a la Rue Blanche. El ambiente del barrio había cambiado. La fauna nocturna volvía a hacerse con el lugar, expulsando a los turistas diurnos, bañada en la luz de los faros de los coches y de los llamativos neones de los peep-shows. En las terrazas de los bares la cerveza corría a litros.
Al llegar ante la puerta, el sacerdote marcó el código que se sabía ya de memoria y que había fingido apuntar cuatro horas antes al teléfono. Cuando se disponía a entrar se cruzó con la mirada con ojeras oscuras del camarero de las patillas que llevaba cinco jarras de cerveza en equilibrio sobre una bandeja. Eran exactamente las once de la noche.
Una vez en el pequeño patio de las bicicletas, llamó a la puerta, y el impacto de sus falanges contra la madera repercutió dolorosamente en todo su antebrazo. Pensó: «No voy a aguantar, va a ser imposible». La puerta se abrió y apareció Nadia. La muchacha cruzó los brazos, bajando los ojos para examinar al hombrecillo que tenía delante, canijo, intimidado y febril.
—Estaba segura. El tío del cementerio. Enseguida he reconocido su voz al teléfono.
—¿Puedo entrar? Me gustaría mucho poder sentarme.
—Está usted en su casa. Si lo he entendido bien, no es la primera vez que viene.
Tras un momento de vacilación algo exagerada, se apartó para dejarlo pasar. El padre Kern entró en un estudio de unos treinta metros cuadrados, sencillo, funcional, cuyo suelo de baldosas blancas estaba cubierto en parte por una alfombra oriental de colores desvaídos. Al pasar echó un vistazo al cuarto de baño, cuya puerta estaba entornada. La cortina de la ducha era la misma que la de la página web. Era Nadia la chica que había visto en la fotografía, desnuda en la bañera, ofreciéndose a las miradas.
Al fondo del apartamento, una lámpara halógena graduada al mínimo proyectaba un halo triste sobre una cama cubierta de cojines de colorines. El resto de la habitación —la mesa, el armario, el ordenador, la exigua cocina, las botellas de alcohol, los vasos, los zapatos dispuestos en fila en un rincón— estaba sumido en una penumbra que unas velas colocadas a ras de suelo apenas conseguían iluminar. Nadia entró a su vez y se apoyó en la pared. Sus ojos brillaban a la frágil luz de las velas. Al verla así contra esa superficie blanca, Kern pensó en Luna, en su cuerpo inanimado sobre las baldosas de Notre-Dame, en su cabello negro, que la claridad de los cirios teñía de reflejos tornasolados. Nadia encendió un fino cigarrillo para darse algo de aplomo. Se observaron mutuamente en el silencio más absoluto. La joven tenía el codo apoyado en la cadera. El cigarrillo se consumía lentamente en el aire, justo debajo de su rostro, anegando en humo la parte alta de su busto.
—Era usted cliente de Luna, ¿verdad?
Las palabras llegaban al padre Kern como con unos segundos de retraso. La fiebre lo distanciaba de las cosas. El dolor en las articulaciones de sus manos se convertía despacio en quemazón, y metió los dedos en los bolsillos en un intento perdido de antemano de sofocar el incendio. La muchacha le dio una calada al cigarro. La punta incandescente iluminó su boca con una mancha anaranjada que Kern se quedó mirando, como la luz lejana de un faro en alta mar.
—¿Qué espera de mí, que tome el relevo? Recién enterrada Luna, se planta usted aquí para aprovechar la segunda hora de servicio. ¿Es esa la idea?
El sacerdote la miraba con una curiosa intensidad, como si le costara entender el significado de sus palabras. Su mirada vagaba hacia las dos ventanas entre las que estaba situada la muchacha. Al otro lado de los cristales veía las persianas bajadas. Hubiera dado cualquier cosa por que las abriera de par en par e hiciera bajar la temperatura asfixiante que reinaba en la habitación. Su mente volvía sin cesar a la pecera de cristal, en Notre-Dame, donde se confesaban los fieles. Quizá fuera por la falta de aire. O por su actitud silenciosa, a la que recurría como por un acto reflejo, la misma que adoptaba para animar a hablar a aquellos a los que les costaba sincerarse, pese a lo mucho que les hubiera aliviado hacerlo.
—Joder, no es usted muy hablador que se diga.
La muchacha aspiró el humo una última vez y se apartó de la pared en la que estaba apoyada.
—Son doscientos euros la hora, como con Luna. Con preservativo, también para la felación, y nada de sexo anal, como con Luna. No se preocupe, en la oscuridad no notará la diferencia. Todo lo que sabía, se lo enseñé yo.
Ahogó el cigarro bajo el chorro de agua del fregadero y, con la punta del zapato, apagó la lámpara. Cuando volvió frente al padre Kern se había desabrochado el vestido, y sus pechos asomaban a la luz de las tres velas que quedaban como única iluminación. Kern estaba petrificado.
La joven se le acercó un poco más. Su vestido cayó al suelo. Subida en sus tacones, le sacaba más de una cabeza al pequeño sacerdote. Le quitó las manos de los bolsillos, se las abrió delicadamente y las puso sobre sus pechos. Kern temblaba. Masculló un «no» crispado que ella ahogó enseguida con una dulce interjección que se estiró como una caricia: «Shhhh…». Le dijo que parecía un principiante. Un joven adolescente. Le dijo que se relajara. Le dijo que le ardían las manos. Le preguntó qué le gustaba hacer.
El padre Kern no había tocado nunca el cuerpo de una mujer. Nunca de esa forma. Por culpa de su enfermedad, no de su fe. Sus años de adolescencia, antes de entrar en el seminario, habían transcurrido en el aislamiento y el dolor. Pero lo que descubría de esas curvas cuanto menos algo tarde lo asombraba sobremanera y lo sacaba de su torpor febril. Cuando Nadia le había tomado las manos y las había llevado a sus senos, había esperado la sensación de asir una brasa, de tocar algo incandescente, algo tan embriagador como un alcohol fuerte. Después de todo, su presencia en la habitación de una prostituta constituía una grave afrenta a sus votos. Sin embargo, ocurría todo lo contrario al contacto de la piel de esa joven. Sus senos le parecían suaves y frescos, e, incluso, de una pureza que superaba todo lo que había podido ver o sentir hasta entonces. Era como sumergir las manos en leche. La piel de esa muchacha lo calmaba hasta tal punto que la enfermedad con la que cargaba desde niño le pareció haberse convertido, en el tiempo de una caricia, en un mero recuerdo, que, aunque vivo en su memoria, ya no estaba en su cuerpo.
Las manos de Kern abandonaron el pecho de Nadia y se posaron en su cintura. La cabeza del cura, atraída como por un imán hacia la fragancia que perfumaba su nuca, se apoyó a su vez en los senos de la muchacha. Sentía el corazón de la joven latir en su oído, la carne tierna palpitar contra su mejilla, y, de pronto, sin que en un principio se diera cuenta de ello, algo se soltó dentro de él. El padre Kern estaba llorando. Y ese torrente de lágrimas no quería parar. Nadia lo rodeó con los brazos. El sacerdote se dio cuenta entonces de que no había llorado desde la infancia y, viéndose de pronto tan viejo como el mundo, se permitió por fin, durante esos segundos que se le antojaron eternos, recuperar ese tiempo perdido.
Se incorporó por fin, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, y murmuró un «gracias» casi inaudible pero que salía de lo más profundo de su ser. Los senos de Nadia brillaban por las lágrimas del padre Kern. La muchacha recogió su vestido, que formaba una corola a sus pies, y se lo puso sin decir una palabra. La fina tela veraniega absorbió el líquido salado. Se sentó en la cama, cruzó las piernas, encendió un cigarrillo y se tomó el tiempo de darle una calada antes de hablar.
—Bueno. Vamos a dejarlo en ciento cincuenta.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Creo que vamos a dejarlo aquí por esta noche, lo veo un poco cansado. Son ciento cincuenta euros.
—No comprendo.
—Aquí se paga por lo que se derrame, semen o lágrimas, caballero. Le he hecho sentirse bien, me ha acariciado, le he dedicado parte de mi tiempo y de mi velada, ahora toca respetar las reglas del juego.
—Yo solo había venido a hablar.
—No tiene idea de cuántos viejos vienen aquí para hablar, mirarme, meterme mano, lo que sea salvo follar de verdad. Pero hay que pagar, sea cual sea la naturaleza del servicio.
—Pero yo no llevo encima tanto dinero.
La chica se puso rígida, y su tono cambió por completo.
—¿Qué estás diciendo? ¿Qué creías que venías a hacer aquí? ¿Tomarte un café de gorra?
—Lo siento mucho. Pensaba charlar sobre Luna.
—¡Joder con Luna! Desde luego, tenía un don para atraer a los tíos más chalados.
Cogió su móvil, que había dejado a los pies de la cama. Sus dedos se movieron por la pantalla táctil con una rapidez desconcertante. Alguien contestó.
—Soy Nadia. Te necesito, Gillou. Tengo aquí a un cliente de Luna… Se niega a pagar… Un tipo de lo más raro… Ciento cincuenta…
Arrojó el teléfono sobre la almohada y miró a Kern tranquilamente, con las piernas cruzadas, acercándose y alejándose la mano de los labios al ritmo de las caladas que daba al cigarrillo. Los dolores volvían a apoderarse del cuerpo del pequeño sacerdote, esta vez a la velocidad de un maremoto. Menos de veinte segundos más tarde oyó abrirse la puerta del patio, y un hombre de tamaño impresionante entró en el estudio. Tenía en las mejillas gruesas patillas que parecían dos triángulos de moqueta. Era el camarero del bar de al lado.
—¿Cuál es el problema, Nadia?
—El señor toca pero luego no quiere pagar.
—Mire, señorita, me parece que ha habido un malentendido.
—Yo también lo creo. Y lo va a solucionar Gillou. No te pases mucho, Gillou, tiene una enfermedad de los huesos o no sé qué.
El tal Gillou cogió al cura por el cuello de la chaqueta. Sin verdadera brutalidad, un poco como inmovilizaría un ganadero a un ternero, empujó al hombrecillo contra la pared y le quitó la cartera. La arrojó sobre la cama sin echarle un vistazo siquiera.
—Cóbrate, guapa. Conozco al enano este. Se ha tomado una cerveza en la terraza esta tarde. Un careto como el suyo no se olvida. Más tarde también ha venido un poli. Lo he olido a la legua. Se ha quedado dentro mirando lo que pasaba en la calle. Toda esta historia apesta.
—No tiene que ver una cosa con la otra. No lo creo, Gillou.
—Te digo que esto apesta.
Nadia sostuvo el cigarro entre los labios y abrió la cartera. De pronto se quedó muy quieta.
—¿Esto qué es?
La cruz metálica que el padre Kern solía llevar en el ojal había remplazado al cigarro entre los dedos de la joven.
—Normalmente los viejos que vienen a verme esconden la alianza en la cartera. ¿Qué es esta cruz? Es que eres cura ¿o qué?
El padre Kern no contestó. El dolor no le dejaba pensar, y las manos le temblaban como hojas. Se aferraba a una imagen lejana y tranquilizadora, la del despertador Bayard desmontado en la mesita de su habitación, como si la evocación del antiguo mecanismo tuviera el poder de hacerle recuperar el control de la situación tanto como de sus dolores. Nadia cerró la cartera.
—Es el cura de Luna, Gillou. El cura del que nos había hablado. Joder, es patético. Y encima el cabrón no tiene un céntimo.
Gillou volvió a agarrar a Kern del cuello, esta vez sin miramientos.
—¿Eres el cura de Luna? ¿Nos puedes explicar qué ocurrió en tu catedral de mierda? ¿Qué estaba haciendo allí Luna? ¿Lo sabes tú?
Ahora lo tenía cogido de la garganta y le cerraba tranquilamente la tráquea. Kern estaba contra la pared, sin poder moverse. Sus manos se aferraban a las muñecas del camarero, pero le parecían tan desmesuradamente gruesas que casi no eran humanas. Empezaba a faltarle el aire en los pulmones cuando Nadia se levantó de pronto de la cama.
—Déjalo, Gillou. Este tío es de cristal, como nos descuidemos, la palma aquí mismo. De todas formas, a Luna no la mató él.
—Y ¿tú qué sabes?
—Es un cura. Un viejo putero, un pervertido, todo lo que quieras, pero no un asesino. No hay más que verlo para darse cuenta. Míralo. Luna le habría partido la cara en un santiamén si él hubiera querido hacerle daño.
—Yo no me creo lo de ese chalado que sacaron por la tele. Ese que se tiró por la ventana.
—Suéltalo, Gillou, suéltalo ya.
—Te digo que no me lo creo.
Nadia gritó.
—¡Que lo sueltes, joder! Este no ha hecho nada…
—¿Por qué estás tan segura, Nadia?
—Porque lo único que ha hecho conmigo es lloriquear…
—¿Qué?
—Me ha abrazado y se me ha puesto a llorar en el pecho.
El camarero aflojó la presión, y Kern cayó desplomado.
—¿Lloriquear? ¿Te ha lloriqueado en las tetas? Pero ¿quién coño es este grillado?
—Échalo a la calle…
—Y ¿la pasta? ¿Quieres que me lo lleve a un cajero?
—Que lo saques de aquí, te digo… Toma, devuélvele sus cosas, devuélvele su puñetera cruz… Por favor, Gillou, haz lo que te digo. No puedo más, estoy cansada. Luna ha muerto. La hemos enterrado hoy. Estoy hasta el gorro de hacer de puta para sacar pasta. Quiero irme a la cama. Dormir y no despertar nunca más.
Hipaba, pero las lágrimas se resistían a brotar.
El camarero agarró a Kern del cinturón. Sin entender cómo había llegado hasta allí, el cura se vio de repente sentado en la acera de la Rue Blanche. Por fin aire fresco, o algo parecido. Gillou se erguía por encima de él, con las manos en los bolsillos y un purito en la boca. Unos transeúntes se detuvieron y se ofrecieron a llamar a los bomberos. El camarero señaló su bar, a unos metros de allí.
—No se preocupen, es un cliente. Lo conocemos bien. Se ha vuelto a pasar con la bebida. Todas las noches igual. Bebe en el bar, y luego se mete una hostia en la calle. Le dejo que tome un poco el aire antes de cerrar. Dentro de un ratito se encontrará mejor y podrá volver a su casa. Al menos no habrás venido en coche, ¿eh, Lucien? No debes conducir con todo lo que te has metido en la sangre. ¿Me oyes, Lucien?
Se sacó una mano del bolsillo.
—Toma, tu cartera, te la habías dejado otra vez en la barra.
Se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Tranquilizados por ese gesto, los curiosos se alejaron, y Gillou levantó al cura del suelo agarrándolo por el cuello de la camisa.
—Ahora, largo de aquí, cura. Hazme el favor de irte a mojar a otro lado. Y como vuelvas por aquí a joder a Nadia, te clavo en una cruz como a quien ya sabes. ¿Te has enterado?
Y, sacando la crucecita metálica de la cartera, la tiró al arroyo.
* * *
Al padre Kern le llevó un buen rato encontrarla. Ya no controlaba ni las manos ni el equilibrio. Se le había nublado la vista. ¿Por qué no se había quedado en su casa? ¿Por qué había querido jugar a los detectives? Los coches le pasaban rozando peligrosamente, entre bocinazos. En la acera de enfrente, tres jóvenes subían en dirección a la Place Blanche. Uno de ellos llevaba una botella de Coca-Cola bajo el brazo y las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta de chándal. Llamaron a Kern borracho y payaso, mientras este buscaba su cruz en el arroyo. En la esquina, Gillou, imperturbable, metía una a una las mesas de la terraza en el interior del bar.
El cura encontró por fin su cruz. La apretó con fuerza en la mano mientras se encaminaba a la plaza, apoyándose en las fachadas de los edificios para no desplomarse. Si volvía a caerse, sabía que ya no conseguiría levantarse. Le ardían las articulaciones, y sus piernas no respondían del todo a las órdenes de su cerebro. Tenía todo la pinta de un alcohólico, borracho perdido, pero la única embriaguez que lo corroía en ese interminable vía crucis hacia la Place Blanche era el dolor.
Cruzó el bulevar a ciegas, con los brazos extendidos hacia los coches, bajo los gritos de los neumáticos, las bocinas y los conductores, poniendo un pie detrás de otro en un equilibrio precario, impulsado más por inercia que por su propia voluntad. El mundo estaba compuesto por luces borrosas y multicolores, por voces y ruidos anárquicos que resonaban dolorosamente en su cabeza y se derramaban dentro de él sin que fuera capaz de imponerles ningún orden. La noche se había convertido en un largo túnel cuyo final no alcanzaba a ver, y pensó: «No controlo nada, no sé nada, me limito a seguir un camino de dolor al final del cual encontraré la luz de la verdad o la oscuridad de la muerte».
Se desplomó sobre un banco vacío del paseo central. ¿Cuántas veces había pasado por ahí en las últimas horas? Ya no era capaz de contarlas. Volvía a verse a sí mismo asomado a una tumba, rodeado de jóvenes vestidos de blanco, pero ya no sabía quién ocupaba el féretro ni si ese recuerdo era de ese mismo día, del día anterior o de su juventud. Se sentía como en una trampa, encerrado en ese eterno ir y venir entre la guarida de la Rue Blanche y el cementerio de Montmartre. Se miró los puños, obstinadamente cerrados. Los neones de los sex-shops los teñían de púrpura. ¿O eran las marcas rojizas de la enfermedad, que se tornaban violáceas? ¿Cómo salir de ahí? ¿Cómo volver a su casa? Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta. Ahí estaba su cartera. Eso lo tranquilizó y lo sorprendió a la vez. No recordaba habérsela vuelto a guardar tras el cacheo del camarero de las patillas. Al abrirla constató que no quedaba un solo billete. ¿Cómo coger un taxi? ¿Cómo volver hasta Poissy? ¿Cómo caminar incluso hasta el metro, cuya boca veía ahí mismo, tan cerca? Se quedó donde estaba, sentado en el banco, perdido, con su minúscula cruz apretada en una mano y la cartera en la otra, mirando fijamente la torre del Moulin-Rouge que tenía delante y el movimiento hipnótico de sus aspas luminosas. Volvió a pensar en el despertador Bayard. Esta vez ya no alcanzaba a ordenar las piezas en el desbarajuste inmenso de su memoria.
Los tres jóvenes con los que se había cruzado antes, que, hasta entonces, se habían contentado con observarlo desde un banco próximo mientras bebían por turnos de la botella de Coca-Cola y se pasaban un porro de mano en mano, acabaron por acercarse. Uno de ellos se espatarró a su lado. Más tarde el padre Kern no recordaría el rostro de ninguno, solo el olor del que se sentó a su lado, un olor a whisky y a cuero que emanaba de su cazadora de motorista, una cazadora negra que el joven llevaba puesta a pesar del calor y que tenía unas letras blancas a la altura del corazón. Recordaría ese olor a whisky, distinguiéndolo claramente de ese otro olor, el del vodka, en el que flotaría un poco después, un poco más lejos en su recorrido sin fin por las callejuelas de París y de su purgatorio.
—¿Has bebido demasiado o qué, papi? ¿No te asusta estar aquí tú solo, con la pasta en la mano? ¿No te asustan los ladrones, papi?
¿Cuál de los tres había hablado? No había sido el que estaba a su lado, que seguía en silencio, vaciando, como ausente, la botella de whisky con Coca-Cola. Los otros dos, de pie delante de él, le parecieron de pronto desmesuradamente altos.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que le duele todo.
—¿Qué te duele, papi? Momo, dale una calada.
—¿Qué dices, tronco, tú estás mal o qué?
—Joder, tío, ha dicho que le duele todo. Que le des una calada, coño. Venga, papi, fuma un poco, verás qué bien te sienta.
Le pusieron el cono de papel entre los labios. Lo rechazó una vez. A la segunda, aspiró, y enseguida el olor le recordó el de las celdas del centro de detención preventiva de Poissy. Dio una calada más, y otra y otra. Empezaba a olvidarse de su cuerpo, se alejaba, flotaba en el aire tibio como los aros de humo. El cannabis abría de nuevo las puertas de su memoria, le conducía de vuelta hacia su hermano, al principio de todo, a los primeros años de su caída en picado, antes de las drogas duras, antes de los líos con la policía, antes de la cárcel.
Le quitaron el porro de la boca.
—No te pases, papi, que es de la buena.
—¿Estás mejor, papi?
—¿Necesitas algo?
—¿Quieres un poco para casa, papi? Prescripción del doctor Momo. Si quieres te hago una receta.
Los otros dos se echaron a reír. Kern los imitó sin saber muy bien por qué.
—¿Cuánto llevas encima?
—A ver la pasta. ¿Cuánto tienes, papi?
—¿Cuánto tiene?
—No tiene nada, hostia. Será hijo de puta…
No vio venir el codo enfundado en cuero. No sintió el impacto contra su rostro hasta algo más tarde, cuando ya estaba en el suelo, cuando ya llovían las patadas, y se acurrucaba como mejor podía debajo del banco para tratar de encajar los golpes. Era el de la cazadora negra el que le pegaba. Los otros dos lo miraban, con las manos en los bolsillos del chándal. Sintió un líquido caliente resbalar de su nariz e inundarle la mejilla, la oreja, la nuca y el pelo. Hacía ya unos segundos que sus labios se movían en el vacío, pero nada ni nadie parecía responder a su oración. Bien es cierto que no iba dirigida a Dios sino a su hermano. Por fin oyó gritos, y cesaron los golpes.
Sintió que lo sacaban a rastras de debajo del banco. Instintivamente se protegió la cabeza con los brazos, pero unas manos fuertes los agarraron para apartárselos. Renunció a luchar y se expuso, con los brazos en cruz sobre la acera. ¿Qué habría podido hacer él, un enano de uno cuarenta y ocho de estatura? Aceptaba su destino, aceptaba su cuerpo mártir, aceptaba los golpes, aceptaba incluso la idea de la muerte. Sus músculos se relajaron. Por un momento creyó que le había llegado la hora de reunirse con Dios. Sin embargo transcurrían los segundos, y cada uno duraba una eternidad. Cuando por fin su nariz dejó pasar un hilillo de aire, y pudo respirar de nuevo, vio que algo había cambiado, o mejor dicho lo olió. El olor del whisky había dejado paso al del vodka. Y cuando reabrió los ojos y miró al cielo, vio una cabeza de oso, grande e hirsuta, que parecía salir directamente de una cueva prehistórica. El oso lo observaba, y el color de su pelaje variaba al ritmo de los rótulos parpadeantes y de los faros que barrían el paseo central del bulevar. Sintió de pronto que lo levantaban en el aire y lo depositaban sobre un edredón de plumas. Se aferró a él como un niño a un enorme peluche, sin embargo solo Dios sabía cuán mal olía ese oso de peluche. Su cuerpo era ingrávido. Se sentía tan ligero como el aire. Seguía sangrando por la nariz. Alzó los ojos al cielo. Por encima de él, las aspas del Moulin-Rouge insistían en su movimiento circular y perezoso, un movimiento que, esa noche, nada parecía capaz de detener.
* * *
Flotaba. Y las calles de París, inmersas en esa agitación de las noches calurosas, desfilaban ante sus párpados entornados. La gente lo miraba pasar extrañada, algunos lo señalaban con el dedo, otros se echaban a reír. Ahora ya se sabía protegido, al amparo bajo un caparazón de mugre y de hedor. Esa noche ya nadie se acercaría a él. Podía por fin descansar. Cerrar los párpados del todo y dejarse acunar. La sangre seca le había formado una fina costra en la mejilla y el cuello. La sentía resquebrajarse con cada movimiento de péndulo de su cuello, con cada cabezada, al ritmo de los pasos que lo llevaban de un distrito a otro pero que no eran los suyos.
Dejó que su alma vagabundeara. Se veía ahora vestido de blanco, solo en el borde de un foso abierto en el que acababan de dejar el cuerpo de su hermano mayor. Tenía diecisiete años, y su hermano muerto acababa de cumplir los veinte. Los enterradores cerraban la tumba del mayor, para siempre, entregándolo a la podredumbre del tiempo, a los gusanos, al polvo, mientras el menor permanecía al borde del precipicio, con una vida entera por vivir y la experiencia del dolor anclada en el fondo de la memoria.
Tres días más tarde había vuelto al cementerio a darle un último adiós a su hermano. Había envejecido treinta años. Se había resecado. Había recorrido los senderos de grava. Veía las flores ya marchitas de la ceremonia, de la inhumación. Se había acercado más. La lápida no estaba en su sitio, la tumba estaba abierta de par en par, vacía, desierta. Había mirado a su alrededor. Había gritado su nombre. Veía a su hermano mayor alejarse entre las sepulturas. Había corrido tras él. Las tumbas desfilaban, anónimas, frías, lisas. Seguía gritando su nombre. Su hermano mayor se detenía, se volvía, su rostro era el de la adolescencia, intacto, como en tiempos de su amor, de su complicidad, antes de la droga, antes de la adicción. Su hermano mayor le hablaba. Le decía adiós. Lo abrazaba. Le decía que viviera su vida. Le decía que buscara la luz. Le decía que su cuerpecillo albergaba flaquezas pero también mucha fuerza. Se alejaba por fin. Volvía a su foso. Desaparecía para siempre bajo tierra tras una última sonrisa eternamente joven.
¿Soñaba Kern? ¿Hacia qué regiones de la memoria lo conducían el delirio y la fiebre? Ahora franqueaba una verja. Oía chirriar el suelo bajo sus pies. Estaba rodeado de espesos arbustos. Podía por fin tenderse en el suelo. Una manta, un lecho, o algo parecido. Descansar los miembros doloridos e inertes. Extender los brazos sobre el frescor de la hierba húmeda. Sumirse en la inconsciencia. ¿Dónde estaba? Por encima de él, la silueta negra de Notre-Dame se erguía en la noche, era una gigantesca araña de pesado cuerpo sostenido por arbotantes. Veía el ábside muy cerca. Alargó la mano para intentar tocarlo. Veía una silueta despegarse de él, caminar y rodearlo. Una forma femenina, blanca, pura, de sedosa cabellera. La veía subir los peldaños, nerviosa, recelosa. La veía llamar a la puerta, esperar, impacientarse. La puerta se abría, dejándola escabullirse en el interior, dejando paso en el umbral a otra silueta, más corpulenta, más oscura también, la de un hombre cuyo rostro permanecía en la sombra y que se tomaba el tiempo, antes de cerrar la puerta y desaparecer a su vez, de lanzar una mirada inquieta al exterior.
Acabó por cerrar los ojos. Notaba que se hundía de verdad, pero no conseguía quedarse dormido del todo. La culpa era de esa luz aún lejana, en movimiento, inmaculada, que no dejaba sin embargo de acercarse a él y hacia la que se sentía irresistiblemente atraído.
* * *
Vuelven a ponerse en marcha antes del amanecer. Quieren llegar a la aldea situada en lo alto antes de los primeros rayos del sol. Tienen que rodear la zona lo más rápido posible, en silencio y en la oscuridad. Si no después ya no encontrarán nada. Después será demasiado tarde, una vez que haya amanecido. Así lo ha precisado el sargento durante la noche, y el sargento es un hombre respetado.
Antes de abandonar el arroyo a tramos seco, a la luz de las linternas, llenan las cantimploras en los hilillos turbios que fluyen aquí y allá. Ese día hará calor. Allí el mes de agosto no perdona, y nunca debe faltar el agua. Por eso hay que racionarla. Es lo que el sargento le recuerda al alférez con una frase lapidaria, mientras este merma su reserva bebiendo un trago nada más iniciar el ascenso de la cresta.
Al final del día, una vez terminada la incursión, volverán al campamento base, probablemente en helicóptero, en el peor de los casos en camión, y beberán cerveza caliente hasta saciar su sed, pensando en el día siguiente, en la próxima misión, sin hablar jamás de las misiones pasadas. Beberán hasta que ya no puedan ni levantarse para ir a mear. Así pasará el comando de caza sus horas de descanso.
A mitad de la pendiente hacen una pausa en el momento previsto para comunicar por radio. Les confirman las órdenes. Controlar una aldea en zona prohibida donde parece haberse reanudado la actividad. Controlar las identidades. Hacer limpieza. Hacer que a los lugareños se les quiten las ganas de volver a instalarse allí. Y, quién sabe, quizá recuperar ese aparato de radio que buscan desde hace días, un PRC 10 que perdieron en una escaramuza y que unos quintos les han dicho haber visto dos veces ya, con los prismáticos, a la espalda de un fellagha que huía. Para el sargento se ha convertido en algo personal. El sargento siente un gran respeto por el material. No le gusta saberlo en manos del enemigo. El joven alférez es consciente de ello, y le encantaría recuperar el aparato y ofrecérselo al sargento como un trofeo, una primera señal de complicidad.
Desde que ha recibido el mando de ese comando de paracaidistas, el alférez se siente calibrado, juzgado, desaprobado a veces por su subalterno. Es la clásica confrontación entre un chusquero que adquirió su experiencia en Indochina y un hijo de buena familia, proveniente de un largo linaje de militares, recién salido de la Academia de Oficiales. El sargento no se ha permitido jamás una crítica. Ni una sola vez. Pero sus silencios son elocuentes. Sus silencios y los aires que adopta de tanto en tanto. Como ese de asco, muy breve y casi imperceptible, que ha puesto antes cuando el alférez le ha ofrecido su cantimplora para que bebiera. Este ya se barrunta que le llevará tiempo hacerse respetar. Tiempo, y también superar con éxito la prueba de mando en esa misión.
Por ahora avanzan todavía unos minutos en una oscuridad casi total. Ya se les han acostumbrado los ojos a la penumbra. Con la suela de las botas comprueban de vez en cuando la solidez de las piedras. Una caída no sería peligrosa, pero haría ruido. En ese paisaje, el más mínimo guijarro que cae rodando se oye a quinientos metros a la redonda. A su espalda se notan ya los primeros albores. Hay que apretar el paso. Alcanzar esa cresta desde la que dominarán parte de la zona montañosa en la que se encuentran. Una vez arriba acordonarán la posición con la ametralladora AA52 y volverán a bajar hacia la derecha, hacia las primeras chozas de adobe de la aldea y el objetivo final de su misión.