Miércoles

Entró por la puerta de Santa Ana, con los primeros turistas del día, con su sempiterna bolsa con estampado de camuflaje colgada en bandolera, vestido, como todos los días del año, ya fuera invierno o verano, con su bien más preciado: un plumífero sin mangas de color burdeos, sucio y roto, del que se escapaban sin cesar plumas que caían al suelo de baldosas de la catedral y permitían seguirle el rastro.

Una vez dentro, se arrodilló en pleno centro del nártex, en el eje del pasillo central, y se santiguó. Masculló algo en su barba rubia, larga y enmarañada, y se incorporó torpemente, inclinándose hacia la izquierda por el peso de la bolsa y también, como cada día desde las ocho de la mañana, por su avanzado estado de embriaguez. Cuando consiguió mal que bien recuperar el equilibrio, se dirigió a la derecha, hacia la columna sur en la que había una pila bautismal llena hasta tres cuartos de su capacidad. Entonces, con un cuidado maniaco, casi coqueto, metió los dedos en el agua bendita y se puso a lavarse el interior de las orejas.

—¡Kristof! Pero ¿qué haces, Kristof? Hombre, en la pila de agua bendita, no… ¿De verdad no tienes otro sitio donde asearte? ¿Y la fuente de la explanada? ¡Venga, Kristof!

Kristof se disculpó en una mezcla incomprensible de polaco y francés, cogió su bolsa y se encaminó a la salida. Tras unos pasos, sin embargo, pareció cambiar de idea, miró a su alrededor algo desorientado y después clavó los ojos en quien acababa de reconvenirle sin maldad, hasta que por fin reconoció al padre Kern. Entonces, su rostro cansado por el alcohol y la falta de sueño se iluminó, y enseguida volvió a acercarse y se santiguó, aporreándose el pecho con los dedos, gruesos como salchichas.

—¡Yo decirte! ¡Yo ver! ¡Yo decirte!

Kristof repartía su tiempo entre la misión católica polaca, en el distrito 18, y la catedral de Notre-Dame, que frecuentaba desde hacía casi tres años. Allí encontraba algo de calor en invierno, y de frescor en verano. Por lo general se sentaba en un rincón apartado y se pasaba el día entero dormitando, con su gran cabeza rubia oscilando de arriba abajo, a sacudidas, según se despertaba y se volvía a dormir. A veces se instalaba bajo el gran crucifijo del ala sur, junto a la pecera, en una de las sillas reservadas para los fieles que aguardaban su turno para confesarse. Pero Kristof olía terriblemente mal, y su hedor, una mezcla de mugre y de alcohol rancio, no tardaba en ahuyentar hasta al último de los candidatos al perdón. Estos, incómodos e indignados, avisaban por supuesto a alguno de los vigilantes de la catedral, quien tenía entonces que sacar a Kristof del edificio, con un gesto suave pero firme, cubiertas las manos con guantes de látex antibacterianos, por si acaso. Invariablemente, Kristof se ponía entonces a gritar en esa mezcla de lenguas que solo él entendía, argumentando que tenía tanto derecho como cualquiera a confesarse, a rezar o a dormir en paz en pleno centro de la catedral. Y cuanto más gritaba, más rodeado se veía de vigilantes, todos enguantados, que surgían como por ensalmo de detrás de las columnas y lo llevaban de vuelta a su lugar principal de residencia: la plaza de Juan XXIII, que separaba Notre-Dame del Sena, y en la que cada noche, tras eludir la ronda del encargado municipal de los jardines de la Villa de París, Kristof extendía su saco y se tumbaba a dormir.

Tan solo una vez Kristof se había atrevido a entrar en la pecera. El padre Kern, que estaba de servicio ese día, dejó abierta la puerta de manera excepcional, pulsó el botón del mando a distancia del montante de la vidriera de la capilla para crear una corriente de aire, y se tomó el tiempo de escuchar, sin entender gran cosa, la historia de Kristof, el cual, desde su Polonia natal y tras muchos rodeos, muchas borracheras y muchas peleas, había acabado en las calles de París. Desde ese día Kristof le estaba muy agradecido al padre Kern.

El vagabundo no era mala persona. Solo el alcohol podía volverlo agresivo, aunque era algo que rara vez ocurría, y en esas ocasiones sus arranques de mal humor le hacían parecer un gran oso vestido con un mugriento anorak rojo. Por lo general se calmaba tan rápidamente como se había irritado, miraba a su alrededor como acababa de hacerlo con el padre Kern y recordaba de golpe que se encontraba en una iglesia. Y una iglesia, eso lo sabía desde su infancia en un arrabal de Cracovia, era un lugar reservado al silencio y a la oración. Un lugar del que había que desterrar los gritos y el alcohol; un lugar en el que tampoco tenían cabida la violencia, el asesinato ni la muerte.

—¡Yo decirte, yo ver! ¡Yo saber!

—¿Qué es lo que sabes, Kristof? ¿Qué es lo que quieres decirme?

—¡La chica! ¡Yo ver!

—¿Qué chica, Kristof?

—¡La chica blanco!

El padre Kern se llevó al vagabundo polaco aparte y le indicó con un gesto que contuviera su voz de oso.

—¿Cuándo la viste, Kristof? Trata de recordar. ¿Qué día, a qué hora?

—W niedzielę wieczorem.

—No entiendo lo que me dices. ¿Fue el domingo? ¿El domingo por la noche?

Tak. Domingo.

—¿A qué hora?

Kristof no comprendió la pregunta, por lo que el padre Kern se señaló el reloj para hacerse entender. El polaco apartó los brazos en un gesto de impotencia y se señaló a su vez la muñeca desnuda.

Nocy…

—¿Por la noche? ¿Es eso, Kristof? ¿Ya era de noche cuando la viste?

Tak. Nocy.

—Cuéntamelo, Kristof. ¿Dónde la viste? ¿Estaba sola? ¿Qué estaba haciendo exactamente?

Entonces Kristof hizo un esfuerzo desmesurado por recordar. Pese al cansancio, pese al alcohol, pese a las mil dificultades que había tenido que sortear desde ese domingo por la noche, ya lejano, para encontrar qué comer, qué beber, dónde dormir y para escapar de las peleas, hizo el esfuerzo de rebuscar en su memoria y consiguió a duras penas poner un poco de orden en sus ideas. Pero cuando llegó el momento de expresarlas, se topó de lleno con la barrera de la lengua. El padre Kern se impacientaba. Kristof trató de hacerse entender mediante gestos, pero las manazas del polaco estaban también mudas.

—No importa, Kristof. Dímelo en tu lengua. Nunca se sabe, quizá alguna palabra me diga algo. Vamos a probar.

Kristof respiró hondo y, en un murmullo, en un susurro con un intenso olor a alcohol, se lanzó a hablar:

—Byłem w ogrodzie. Szedłem spać, schowany za roślinami. Przez ogrodzenie widziałem tył katedry. Zauwaźyłem dziewezynę otwierającą bramę od strony ulicy. Miała klucz od kłódki. Weszła do ogrodu. Cała była ubrana na biało. Wyglądała pięknie w świetle gwiazd. Weszła na schody i zapukała do drzwi z tyłu katedry. Gdy drzwi się otworzyły, weszła do środka. Nie wiem, co zdarzyło sie później.

Atónito, el sacerdote miró a su alrededor y luego dirigió la mirada al gran Cristo crucificado de la pared sur. ¿Había habido una ayuda? ¿Una influencia? ¿Una presencia? ¿Cómo explicar si no lo que acababa de ocurrir? El padre Kern no hablaba una palabra de polaco y, sin embargo, le parecía haber entendido bien lo que Kristof quería contarle. Pero enseguida el pequeño sacerdote pensó: «¿Te estás burlando de mí, Señor?». Pues esas palabras desconcertantes salidas de la boca de un mendigo contenían más sombras que luces. A decir verdad, parecían haber sumido en la oscuridad a la catedral entera. Notre-Dame de París había sido mancillada. Por quién, eso Kern aún no lo sabía.

Alzó los ojos hacia las altas bóvedas ennegrecidas día tras día, mes tras mes, año tras año por el aliento ácido de cientos de miles de visitantes. Murmuró: «Ruega por nosotros, pobres pecadores». Murmuró también: «El pecado ha penetrado entre estas paredes. No ha necesitado entrar por el agujero de la cerradura. Porque, sencillamente, tenía la llave». Y añadió, también en un murmullo: «Ese es el significado de tu señal, Señor. Me sumes en la oscuridad para incitarme a encontrar el camino de la luz. La llave del pecado. Me la has puesto en la mano para poner a prueba mi fe. Me corresponde a mí averiguar qué puerta abre esa llave. Me corresponde a mí descubrir la identidad del asesino».

Y, de pie delante de ese pequeño sacerdote perdido en sus murmullos, el vagabundo polaco, envarado en su chaleco mugriento, se preguntaba qué querría decir ese galimatías.

* * *

—Hamache Luna. Veintiún años. Nacida en París, distrito 18. Matriculada en Historia en la Facultad de Villetaneuse. Vivía en el domicilio familiar, en la Rue Guy-Môquet. Padre de origen argelino, en paro; madre francesa, auxiliar de enfermería en Beaujon. ¿Te dice algo todo esto, Thibault?

—No. ¿Quién es?

—La chavala que estrangularon el domingo por la noche, en plena película. Su padre ha reconocido su foto en Le Parisien de ayer. No es fácil enterarse de la muerte de tu hija al abrir el periódico en la barra de un bar, ¿eh, Thibault?

—Es terrible, sí.

—¿Terrible?… ¿Sabes dónde están los padres ahora mismo? En el Instituto Anatómico Forense, reconociendo un cadáver sacado de un cajón. ¿No crees que es el momento de mostrarte un poco más hablador, Thibault?

—Pero si ya le he dicho que yo no le he hecho nada a esa pobre chica.

—¿Que no le has hecho nada? ¿Estás de coña, chaval? Tenemos unos cincuenta testigos que te vieron pegarle a esa pobre chica, como tú dices, durante la procesión. Y, menos de cinco horas más tarde, en plena sesión de cine en Notre-Dame, alguien le apretó el cuello hasta mandarla al cielo. Me vas a perdonar, Thibault, pero todo eso hace que tengamos serios motivos para pensar que el chalado que se la ha cargado eres tú.

—No tienen ninguna prueba.

—Pruebas tendremos dentro de menos de dos horas. ¿Sabes por qué, Thibault? Porque dentro de menos de dos horas el forense habrá terminado el informe de la autopsia. Según tú, ¿de quién es el ADN que vamos a encontrar en la ropa de esa pobre chica? Y ¿sabes una cosa? Pues que a mí eso de las pruebas no me preocupa mucho, sobre todo con el montón de dibujitos porno que encontramos en tu casa. Pero lo que sí me gustaría entender, en cambio, es por qué. ¿Por qué y cómo?

—Pregúnteselo al asesino. Yo no tengo nada que ver.

—Te voy a decir yo lo que pasó. Te lo voy a decir exactamente. El domingo fuiste a la catedral como haces cada año el día de la Asunción. Como cada año, tenías el crucifijo en una mano, y la polla en la otra, perdona que me exprese así, Thibault.

—Madre mía, comisario, qué palabras emplean ustedes en la policía.

—El día de la Asunción es el no va más para los fetichistas de la Virgen, ¿verdad, Thibault? Es el único día del año en que os dejan pasear la estatua de plata. Le sacan brillo con un trapo y, hala, a dar una vueltecita por París. Y todo el mundo va detrás, que si los caballeros, que si los curas, que si las viejas santurronas… Y, claro, entre todos ellos pues también hay degenerados como tú sacando fotos para luego volver a casa y tirarse toda la noche haciéndose pajas. ¿A que sí, eh, Thibault?

—No lo sé.

—Sí, ya, pero espera, que aún no he terminado de contarte. Imagínate que en plena procesión te encuentras otra, otra Virgen María, que se parece a la de tu estatua como dos gotas de agua, solo que esa no es de plata sino de carne y hueso, vestida toda de blanco, como la de Lourdes, pero un pelín vulgar, las cosas como son, con minifalda y unas tetas preciosas, ¿sabes a quién me refiero?

—Sí, creo que sí.

—Y esa chavala, que a fin de cuentas tiene derecho a ir enseñando por ahí las tetas para que les dé el aire —después de todo, ¡esto es Francia, no Arabia Saudita!—, te excita tanto que de pronto te dices, en esa cabecita asquerosa que tienes: joder, esta tía tiene que dejar de provocarme ya, porque si no me voy a volver loco de verdad. Entonces te pones a molerla a palos, ¿a que sí, Thibault? La golpeas hasta hacerle sangre, hasta que interviene mi amigo Mourad, con toda la delicadeza de la que suele hacer gala. ¿Tengo o no tengo razón hasta ahora, eh, Thibault? ¿No fue eso exactamente lo que pasó?

—Eso no demuestra nada.

—Después te largas y te vas a dar un paseíto hasta la noche. Y luego, hacia las nueve o las diez, te vuelve la libido. Tienes que ir a ver a tu Virgen María en pantalla grande. ¿Quién sabe? Puede incluso que en la oscuridad puedas hacerte un par de tocamientos. Y, entonces, ¿con quién te encuentras, en plena Notre-Dame y a oscuras? Con la niña bonita de la minifalda. En la oscuridad solo tienes ojos para ella. Con ese vestido blanco, joder, casi fluorescente, una verdadera aparición, ¿a que sí, eh, Thibault? Entonces esperas un poco, esperas a que se levante, a que vaya a dar una vuelta, a que vaya a encender una vela debajo de no sé qué imagen en un rincón oscuro, y, en ese momento, te vuelves a abalanzar sobre ella. Y ¿sabes lo que pasa después, Thibault? Pues que la muy tonta se pone a gritar. Se pone a querer pedir auxilio. Entonces le tapas la boca con la mano, le tapas la nariz y te asustas. Porque, vale, están los altavoces del cine, que escupen todo lo que tienen que escupir, Alégrate, María a pleno volumen. Pero, aun así, la chavala sigue pataleando, ¿eh, Thibault, a que sí? Entonces tú, ¿qué haces? Le rodeas el cuello con el brazo y aprietas y aprietas con todas tus fuerzas… Hasta que tu madona ya no se mueve, se queda ahí quieta, quieta y hermosa, quieta y hermosa como una estatua… ¿A que sí, Thibault? Dime que es eso lo que pasó.

—No es verdad, comisario. Todo eso que ha contado no tiene ni pies ni cabeza.

—Ya me estáis tocando las narices, tú y tu madre, con eso de llamarme comisario. ¡Que esto no es Maigret, hostia! ¡Comandante! ¡A partir de ahora me llamas comandante!

—Está bien, comandante.

—Bueno, y ¿qué pasó luego? ¿Te quedaste dentro cuando cerraron? ¿Te escondiste en el fondo de una capilla con tu muerta hasta que cerró la catedral? ¿Es eso? Tuviste mucha potra, ¿sabes, Thibault?, tuviste suerte de que Mourad no hiciera su ronda esa noche. Una vez a solas con ella, tuviste todo el tiempo del mundo para hacerle tus cochinadas con la cera. Tuviste todo el tiempo del mundo para devolverle la virginidad con el cirio. Porque, claro, para los chalados como tú resulta mucho más tranquilizador una mujer que es como una estatua, blanca, virgen, muerta, a la que ya no se le puede hacer nada… Una reliquia… Ya solo queda venerarla… Y luego ¿qué? ¿Qué pasó después? ¿Esperaste tranquilamente hasta la mañana siguiente, hasta que abriera la catedral? ¿Sí? ¿Saliste silbando, por fin sereno, con las manos en los bolsillos? ¿Es eso?

—No lo sé. Yo no estaba allí. Estaba en mi casa, durmiendo.

—Estás empezando a tocarme los cojones, Thibault. Ya verás como luego te las das menos de listo cuando te enfrentes al juez de instrucción.

—¿Qué hora es?

—¿Por qué lo quieres saber?

—Porque sí.

—¿Qué hora es, Gombrowicz?

—Son más de las once.

—¿A qué viene esa sonrisita?

—Dentro de menos de una hora termina mi detención.

—Y ¿qué? ¿Crees que te vamos a dejar salir?

—Veinticuatro horas. Es la ley, comandante.

—¿Ah, sí? Pues te voy a decir una cosa, Thibault. Aquí, cuando le cogemos cariño a la gente, tenemos derecho a retenerla un poco más. Espero que te guste tu habitación y tus compañeros de calabozo, porque lo mismo te pasas allí otra noche. Gombrowicz, llama a la fiscal, anda.

* * *

Se había formado una opinión de sus modales. La violencia con la que los había visto detener al sospechoso en el confesionario de cristal no le había inspirado más que desprecio y miedo. ¿Aceptaría Kristof, para quien todo lo que llevara uniforme era sospechoso, cuando no enemigo, hablar con ellos? ¿Repetiría lo que decía haber visto, la noche del crimen, en el jardín situado a espaldas de la catedral? Las probabilidades eran ínfimas. Por no decir nulas. El vagabundo polaco podía muy bien irse, alejarse de Notre-Dame si había la más mínima perspectiva de confrontación con las fuerzas del orden y no volver a aparecer jamás.

¿Qué podía hacer él? ¿Adónde podía ir? ¿A quién debía ver? Desde que era capellán en Poissy, había aprendido a abordar esa inmensa máquina con prudencia: la justicia francesa, cuyos fines eran en apariencia tan nobles, y tan necesaria su función, ofrecía sin embargo un semblante muy distinto según quién tuviera delante. Encontrar al interlocutor adecuado, llamar a la puerta adecuada. De ello dependiese quizá la suerte del joven rubio, aquel al que habían esposado ante sus ojos y ante los ojos de Cristo.

El padre Kern evitó la sacristía y salió directamente por la puerta de San Esteban, la que daba al Sena. Bordeó la catedral, pasó delante de la rectoría y levantó los ojos hacia las ventanas del apartamento del rector de la catedral. Ya tendría tiempo de avisarle más tarde. De hecho, el pequeño sacerdote no sabía muy bien qué decirle. ¿Debía hablarle de Kristof? ¿De esa traducción casi milagrosa del polaco al francés a la que parecía haber tenido acceso? Curiosamente, Kern no se decidía a compartir esa experiencia, ni siquiera con otro eclesiástico de la catedral. Y eso que tenía donde elegir. Notre-Dame disponía de una veintena de sacerdotes permanentes —entre canónigos, capellanes, diáconos o seminaristas—, sin contar los sacerdotes temporales que venían de Francia o del extranjero para las sustituciones estivales. Con algunos de ellos Kern había tejido lazos que iban más allá de lo puramente espiritual y profesional. Había entablado una verdadera relación de amistad. Sin embargo, en ese preciso momento de su recorrido por la catedral, prefería gozar de cierta forma de soledad, cargado como se sentía con un peso todavía imperceptible pero que adivinaba que se iría agravando con el paso de las horas.

Franqueó la verja que lo separaba de la explanada y caminó en línea recta. Cruzó la plaza con paso resuelto, o al menos eso habría querido él pero, en realidad, metro tras metro sus andares se fueron haciendo más y más indecisos.

Se detuvo en pleno centro del amplio cuadrado, con los ojos fijos en el suelo, y no tardó en abordarlo una mendiga rumana que le mostró una tarjeta postal gastada en la que se leía una llamada no menos gastada a la generosidad. Le pidió que la ayudara a alimentar a su bebé, le pidió dinero para su hermano minusválido, para su madre postrada en cama. El sacerdote clavó los ojos en las sandalias de plástico y los dedos de los pies de uñas demasiado largas que acababan de irrumpir en su campo visual, luego levantó la cabeza y miró con atención a la joven. Bajo su cabellera hirsuta tenía unos ojos verdes de prodigiosa belleza. La mujer dirigió la mirada hacia el padre y vio, prendida en la solapa de su chaqueta, una crucecita metálica, único signo distintivo de su sacerdocio. Sabía muy bien que los curas de Notre-Dame no eran muy dados por lo general a echarse la mano al bolsillo para financiar las buenas acciones rumanas. Comprendiendo su error, se echó a reír y desveló una dentadura de reflejos metálicos. El padre Kern le devolvió la sonrisa y siguió su camino.

Algo más lejos se topó con otra mendiga. Esta no venía de Rumanía sino de la Casa de la Radio. Le alargó un rectángulo de cartón en el que estaba escrito su nombre debajo de un logo de Radio France. Le preguntó si había asistido el día anterior a la detención del sospechoso. Le pidió su testimonio, le preguntó si el joven detenido era visitante asiduo de la catedral. El padre Kern miró fijamente el micrófono con el que la mujer lo apuntaba y contestó que toda entrevista debía contar con la previa autorización del servicio de prensa de la catedral. Y, tras concederle un breve gesto de despedida, se alejó.

Tomó por el Quai du Marché-Neuf y avanzó al encuentro de los coches y las motos. Dejó la prefectura de policía a su derecha, cruzó el bulevar del Palais y se detuvo de nuevo, pequeña silueta inmóvil, perdida en la corriente ininterrumpida de turistas de visita. Ante él empezaba el Quai des Orfèvres. A unos cien metros estaba el número 36, sede de la policía judicial. Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Con la izquierda palpó su pipa y el paquete de tabaco, de los que nunca se separaba. Se acercó al pretil del puente Saint-Michel, dejó encima el paquete de Peterson y se puso a llenar la pipa mientras contemplaba fluir el Sena. Abajo, un bateau-mouche se disponía a pasar bajo el puente. Desde la galería superior del barco, una niña rubia le hizo un gesto con la mano. El padre Kern contestó con un poco de retraso, cuando la niña había desaparecido ya tras el pilar del puente. Encendió la pipa. Dejó que el sabor y el olor del tabaco le invadieran la nariz, la boca y la garganta.

Pensó en Djibril, en ese destino que ya no era capaz de cambiar, tras los muros de su prisión. Pensó en el consejo que le había dado el asesino: rezar, sí, pero también actuar; actuar antes de que fuera demasiado tarde, mientras aún tuviera libertad de elegir y de actuar. Por último pensó en su hermano. Actuar, actuar antes de que venga a buscarnos la muerte, actuar antes de acabar reducidos a polvo. Actuar antes de yacer bajo un montón de remordimientos y de tierra.

Se guardó el tabaco en el bolsillo izquierdo y, seguido por la nube de humo perfumado que se escapaba a intervalos de su pipa, tomó a la derecha, en dirección al bulevar.

* * *

La mañana había terminado muy bien, con el caso de un cristalero de treinta y ocho años. La noche anterior, en avanzado estado de embriaguez, este había golpeado a su mujer con un martillo delante de sus tres hijos de doce, diez y siete años. La mujer estaba ingresada en el hospital, con una fractura en el omóplato. Al preguntarle Claire Kauffmann cuáles habían sido los motivos de la agresión, el hombre, sentado frente a ella en el minúsculo cubículo de interrogatorio, se había encogido de hombros antes de contestar: «El cansancio». Con un golpe seco, la fiscal adjunta había cerrado la carpeta que contenía el informe de la policía antes de proponerle una comparecencia inmediata.

Con su pesado papeleo al brazo, había recorrido los interminables pasillos del Palacio de Justicia, subido y bajado escaleras, franqueado puertas que chirriaban, seguido paredes desconchadas, recogido a su paso trozos de papel o Post-its garabateados deprisa y corriendo para indicar que tal o cual juez, tal o cual fiscal adjunto habían sido trasladados a otro sitio por falta de espacio o de medios. Se había cruzado con secretarios judiciales, jueces y policías; también con imputados, asustados, perdidos en ese laberinto iluminado con fluorescentes donde hasta a los profesionales les costaba a veces orientarse, algunos esposados y arrastrados por un agente, con una mirada fija que traducía el aburrimiento, la angustia y el cansancio de una noche pasada en el calabozo del Palacio.

Había ido a su despacho para dejar el montón de expedientes y había cogido el del joven Thibault, el sospechoso del caso de asesinato de Notre-Dame, cuyas veinticuatro horas de detención expiraban ya y había que prorrogar con urgencia. Justo cuando salía de su despacho, había sonado el teléfono. Su compañera había contestado, mientras Claire Kauffmann se detenía en el umbral. «Es la entrada que da al bulevar del Palais», había dicho la joven, «al parecer hay un cura de la catedral que quiere hablar contigo». «Más tarde», había contestado ella, antes de añadir: «Dale mi número directo y dile que vuelva a llamar dentro de dos horas». Y se había marchado con el expediente bajo el brazo a pasitos apresurados, con sus tacones altos, rumbo a la sede de la brigada criminal, donde la esperaban el comandante Landard y su presunto asesino.

Nada más entrar en la habitación le dio una arcada. El ambiente era irrespirable, y la nube de humo, tan densa que, más que ver a Landard, lo adivinó, sentado como era su costumbre en una esquina de la mesa. Frente a él, esposado a la silla, el sospechoso parecía mirar fijamente los zapatos del agente de la policía judicial. Landard se levantó y se reunió con la fiscal adjunta en el umbral. Hablaron un momento en voz baja.

—¿Es una nueva técnica de interrogatorio, comandante? ¿Ahúman a los sospechosos como a arenques?

—Eso es, señorita Kauffmann. Por la noche los dejamos marinando en los sótanos húmedos del calabozo. Y durante el día los ahumamos en las buhardillas de la cuarta planta. Alternamos así frescor y calor canicular. Una mezcla que ya nos ha dado resultados. Los detenidos salen —¿cómo le diría yo?— más tiernos, más dóciles, más dispuestos a hablar.

—Ahora en serio, comandante, ¿me permite que abra el Velux? Aquí dentro se asfixia uno.

—Si se empeña. Tendré que reconstituir todo el ambiente una vez que haya salido de aquí su encantadora silueta.

—¿Dónde está el teniente Gombrowicz?

—Abajo, en el patio. Le he mandado a comerse el bocadillo. ¿Vamos a lo que nos ocupa? ¿Invitamos a otra tanda a nuestro angelito rubio?

—No lo llame así, comandante.

—¿Le molesta?

—Sabe tan bien como yo que ese joven de ángel no tiene nada.

—Vamos, no se enfade. No es más que un simpático apodo.

—Estoy harta de que se les ponga apodos cariñosos a los depravados, ¿entiende? Estoy harta de que se califique a un violador de libertino o de seductor. Estoy harta de los sobreentendidos en plan: «Pero, y ¿qué hacía esa chica en casa de ese tío a esas horas?». Estoy harta de los suaves eufemismos que emplean los maridos violentos para explicar que han mandado a sus mujeres a urgencias. Estoy harta de lo de «claro que no le he pegado, solo le he dado un par de tortas para que se calmara». En nuestras respectivas profesiones, comandante, las palabras tienen su importancia, las palabras tienen un sentido, tienen un peso. Los términos «violación» y «homicidio» tienen consecuencias penales, y me parece especialmente tendencioso que un profesional como usted califique de «angelito rubio» a un sospechoso de agresión sexual y de asesinato. ¿Ha preparado el formulario?

Landard le cedió el asiento a la fiscal ante el escritorio. Esta abrió de par en par el Velux y se sentó frente a Thibault, examinándolo atentamente. De angélico ya solo le quedaba el apodo. La noche pasada en el calabozo lo había descompuesto, lo había demacrado visiblemente. Landard asediaba una fortaleza a punto de caer. Si el joven era culpable de algo, en menos de una hora se lo harían confesar.

—Joven, he venido a informarle de que se prorroga su detención otras veinticuatro horas.

El muchacho seguía mirando el lugar junto al mueble que los zapatos del comandante habían dejado vacío. No le había prestado la más mínima atención a la fiscal adjunta.

—¿Me ha oído? ¿Se encuentra bien?

Sin un solo gesto, sin parpadear siquiera, el muchacho empezó a hablar, y a Claire Kauffmann le llamó la atención de pronto su palidez extrema.

—Han ido a ver a mi madre, señora. Han ido a ver a mi madre y la han hecho hablar. Luego la han exhibido en sus pantallas como a un mono de feria, con las mejillas llenas de lágrimas y el rostro más arrugado que el de una momia. Han mostrado a mi madre llorando ante millones de espectadores.

Claire Kauffmann se volvió al agente de policía.

—¿Qué dice? ¿De qué está hablando?

—¿No lo ha visto? Han entrevistado a su madre, ha salido en las noticias de la una.

—¿Es una broma? ¿En qué canal? ¿Quién les ha comunicado la identidad del sospechoso?

—Ni idea. Supongo que habrán investigado, habrán hecho su trabajo, como usted y como yo.

—Y ¿quién le ha puesto la entrevista al detenido para que la viera?

—Nos hemos concedido un descansito durante el interrogatorio, no hará ni diez minutos. Saltaba a la vista que Gombrowicz necesitaba tomar el aire, lo he mandado abajo. Mientras la esperábamos, Thibault y yo hemos visto tranquilamente las noticias, como una pareja de ancianos que ven juntos la tele mientras comen.

Al oír mencionar el reportaje televisado, el joven pareció sufrir un mareo. Claire Kauffmann rodeó el escritorio y le puso la mano en el hombro.

—Comandante, quítele las esposas.

—No es muy prudente, señorita Kauffmann.

—Comandante Landard, le estoy pidiendo que le quite las esposas inmediatamente. Voy a llamar a un médico.

Landard obedeció y luego dejó que la fiscal adjunta hiciera lo que había dicho, retirándose con las manos en los bolsillos a la otra punta de la habitación, con aire malhumorado. La fiscal descolgó el teléfono. Mientras sonaba el tono, se volvió de nuevo hacia el joven. Thibault levantó por fin una mirada completamente vacía hacia la mujer, y esta reparó por primera vez en lo claros que eran sus ojos, de un gris casi traslúcido, un gris de papel de calco que le habría bastado con rasgar suavemente para sondear el interior de su alma. El muchacho juntó las manos, libres ya de esposas, y recitó en un murmullo: Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo, bendita Tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

Y, acto seguido, se levantó y echó a correr.

* * *

Hacía ya tres horas que la línea directa de la fiscal adjunta sonaba en el vacío. El padre Kern nunca había juzgado oportuno hacerse con un móvil, una coquetería que ahora lamentaba amargamente, obligado como estaba a abandonar su pecera entre dos confesiones para ir a la sacristía, delante de la cual había un teléfono público antediluviano que ya nadie utilizaba desde que se había inventado la telefonía móvil. Para llegar hasta el aparato, situado como estaba al fondo del pasillo que unía la catedral con la sacristía, tenía que rodear todo el deambulatorio por el lado norte para evitar a toda costa el lado sur, donde, como de costumbre, la señora Pipí había colocado sus posaderas y su sombrero de flores para el resto del día. Algo antes esa misma tarde, mientras Kern erraba por la catedral entre dos llamadas al Palacio de Justicia, se había cruzado con la mirada de la anciana del sombrero, una mirada aún más enajenada que de costumbre, una mirada por la que parecía a punto de derramarse un torrente de angustia, un grito a punto de estallar en todo momento entre los fieles y los turistas. Kern había preferido dar un rodeo, apartando con dificultad los ojos de esas pupilas brillantes que lo miraban fijamente bajo las amapolas de plástico, considerando que su llamada a Claire Kauffmann tenía prioridad sobre las confesiones de la señora Pipí.

Pero cuando por fin llegaba al teléfono público, y antes de cada llamada, aún tenía que esperar, para estar a solas, a que el sacristán se fuera a limpiar la plata a algún lugar alejado, esperar a que el vigilante de turno terminara su descanso y su café —la máquina expendedora para uso del personal se encontraba en la sacristía—, esperar a que una feligresa que había venido a pedir unas gotas de agua bendita se hubiera marchado para reunirse con su familiar enfermo, con el preciado líquido chapoteando en el fondo de una botella de plástico. Y cuando por fin tenía libre el campo, siempre se oía la misma respuesta al otro lado del hilo: un tono que terminaba resultando irritante y que daba la impresión de que el Palacio de Justicia entero había sido evacuado tras el estallido de una bomba.

Eran ya más de las cuatro. El padre Kern colgó de nuevo el auricular, prometiéndose que volvería a probar suerte pasados unos minutos. Como el día anterior, notaba que le empezaba la fiebre, y esa subida de temperatura no hacía sino reforzar su doble sensación de urgencia y de intranquilidad. Esa tarde se marcharía pronto; la noche, lo sabía de antemano, no se anunciaba nada buena.

Se sentó en uno de los cofres de madera colocados en el pasillo de la sacristía. Las vidrieras del claustro del cabildo arrojaban sobre su espalda una luz teñida de verde. Muy cerca, a la derecha, detrás de la puerta tapizada de cuero que lo separaba de la catedral, la masa anónima de turistas profería su mareante galimatías digno de Babel, que retumbaba sin fin, de la mañana a la noche, bajo las bóvedas de la gran nave.

El padre Kern consultó su reloj y se dirigió al teléfono público, pero no tardó en interrumpirlo la llegada de Mourad, el vigilante, que había entrado por la puerta exterior que daba a la rectoría. Los dos hombres se observaron un instante, cada uno como incómodo por la presencia del otro, y después Mourad saludó al cura con un gesto aburrido y desapareció en el interior de la sacristía. Kern volvió a sentarse, malhumorado. De nuevo tendría que esperar antes de poder llamar por teléfono.

Oyó el ronroneo de la máquina de café. Poco después Mourad apareció de nuevo, con un vasito de plástico en la mano. El vigilante, más que sentarse, se desplomó en el otro extremo del cofre esculpido donde esperaba sentado el cura. Se quedaron ahí un momento, en el silencio relativo del pasillo, quebrado por los continuos suspiros de Mourad y por el ruido que hacía la cucharita de plástico en el fondo del vaso. El padre Kern se dispuso a llenar su pipa.

—No parece en plena forma, Mourad. ¿Algo no va bien?

—Nada bien, padre, nada bien en absoluto.

—A ver, cuénteme. ¿Qué es lo que pasa?

—Una injusticia, padre, eso es lo que pasa. Una injusticia como en mi vida he visto otra igual.

—Estaba usted en la rectoría, ¿es eso?

—Eso es, padre.

—Estaba usted en el despacho del rector, ¿es eso?

—Eso es, padre. Hace un rato he recibido una llamada por el walkie-talkie: «Mourad, el rector quiere verte». Como bien sabe, padre, que lo llamen a uno ahí arriba no es algo que ocurra todos los días.

—Sí, Mourad, lo sé.

—Así que, nada, subo enseguida a la rectoría, llamo a la puerta y entro en el despacho del rector. Padre, no adivinaría usted nunca de qué quería hablarme.

El padre Kern se tomó el tiempo de encender su pipa antes de contestar. Las volutas, densas y perfumadas, se elevaron por encima de su cabeza.

—De su ronda del pasado domingo por la noche, ¿verdad?

El vigilante se incorporó.

—¡Pero bueno, aquí todo el mundo está enterado! ¡Todo el mundo parece saber que no hice mi ronda después de cerrar! ¡Todo el mundo menos yo!

—Le creo, Mourad.

—Porque le voy a decir una cosa, padre: sí que hice mi ronda. Por la nave, las capillas, el deambulatorio, la sacristía, la cocina, los sótanos, los vestuarios…

—Le creo, Mourad.

—Entonces, ¿por qué no me cree el rector?

—No lo sé, Mourad, lo ignoro. Supongo que la policía le habrá dicho lo contrario. Supongo que para ellos es la única explicación posible al drama del domingo por la noche.

—Pues ¿sabe, padre?, ese es el problema precisamente. Entre un galo y un moro, siempre van a creer al galo. Así, sin dudarlo un momento.

—Lo que acaba de decir se aplica a todo el país, Mourad. ¿Qué le ha contestado el rector?

—Que cuando se hubiera calmado toda esta historia, habría, como él ha dicho, una reunión disciplinar. ¿Qué quiere decir eso, padre?

—Quiere decir que va a tener usted que dar explicaciones, Mourad.

—¿Qué explicaciones quiere que dé? ¿Cómo quiere que demuestre si hice mi ronda o si no la hice?

—Tiene que saber una cosa: cuando llegue el momento, si efectivamente debe usted comparecer ante una comisión disciplinar, tendrá derecho a que lo asista alguien. Si está usted de acuerdo, Mourad, ese alguien podría ser yo.

Mourad lo miró con animosidad.

—Es usted muy amable, padre. Eso lo dice porque usted va en plan defiendo a los moros y a los ladrones, defiendo a los asesinos de Poissy. Porque usted va en plan de buen cristiano, de buena persona. Y yo se lo agradezco, padre, pero deje que le diga una cosa: esto no es Poissy, y yo no soy ni un asesino ni un ladrón. Así que, con todo el respeto que le debo, quédese con su piedad, que yo no la quiero. Y si digo que he hecho mi trabajo como es debido es porque es verdad. Y no debería necesitar a un cura a mi lado para que la gente me crea.

Apuró su café y se alejó hacia el interior de la catedral, subiendo el volumen de la radio que llevaba en la cintura, justo al lado del mosquetón en el que tintineaban sus llaves.

El padre Kern se levantó con esfuerzo del cofre en el que estaba sentado. Ya notaba los dolores en los miembros inferiores. Olvidando por un momento el teléfono público y a la fiscal adjunta, franqueó la puerta exterior, bajó los escalones de piedra y se encaminó a la residencia del rector. Lo vio enseguida, apoyado en la pared negruzca de la rectoría. El padre de Bracy vio a su vez al padre Kern y fue a su encuentro. Los dos sacerdotes se reunieron a la altura de la puerta de San Esteban.

—¿Ha salido a tomar el aire, monseñor?

—Arriba en la rectoría hace un calor tremendo. Es insoportable. ¿Qué tabaco fuma usted, François, que ya no me acuerdo?

—Peterson, monseñor. Una mezcla a base de Virginia. Usted no fuma, ¿verdad?

—No, en efecto. Cuando era más joven sí, pero de eso hace mucho tiempo. ¿Venía usted a verme, François?

—Acabo de enterarme de que Mourad va a comparecer ante una comisión disciplinaria.

—Ya no. Voy a dejar tranquilo a ese pobre Mourad, y la catedral por fin va a poder reanudar con su vida litúrgica.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre, monseñor?

—Acabo de recibir una llamada del ministro en persona. Todo este lamentable asunto ha terminado.

—¿El ministro?

—El ministro de Justicia, François. Imagino que no ignora usted su especial interés por nuestra catedral. En cierto modo, el sospechoso acaba de firmar una confesión completa.

—¿«En cierto modo»? ¿Qué quiere usted decir?

—El muchacho se ha suicidado a primera hora de esta tarde. Una tragedia. Al parecer ha saltado desde un cuarto piso en pleno interrogatorio. Ya había muerto cuando lo han trasladado al hospital.

* * *

Sentado en el pretil, con las piernas colgando por encima del agua, Gombrowicz contemplaba fluir el Sena. Media hora antes había salido por la puerta del número 36. Había cruzado la calle sin preocuparse de la circulación. Sin pensar, como guiado por una curiosa necesidad de ver fluir las aguas, había tomado por el camino adoquinado que bajaba hasta el río.

Sabía bien que cuando subiera tendría que contar lo que había visto, lo que había ocurrido. Una hora. Le habían dado una hora para descansar y recuperarse. Buscaba las palabras mientras contemplaba fluir el Sena. Trataba de cambiar las imágenes en su cabeza por una sucesión lógica de frases, sin conseguirlo del todo.

A Gombrowicz nunca se le habían dado bien las frases. Desde la academia de policía —promoción Dutilleul—, quizá incluso desde el bachillerato, lo sabía de sobra: los informes, el papeleo, las actas serían su cruz. Solo Dios sabía cuántos informes podía redactar un poli en toda su carrera.

Cuando estuviera ahí arriba, le pedirían que diera su versión de los hechos, después de haber escuchado la de Landard y después de haberle preguntado a la fiscal adjunta. Le pedirían que transformara sus sensaciones en palabras. ¿Qué coño les iba a decir a los de asuntos internos?

Estaba abajo, en el patio del número 36. Estaba sentado en el ala delantera del Peugeot 308. Me estaba terminando el bocadillo. Pensaba fumarme un pitillo antes de volver a subir.

¿Qué coño iba a decirles?

Acababa de abrir una lata de Fanta de naranja. Eché la cabeza hacia atrás para beber y levanté los ojos.

¿Qué debía decirles? ¿Debía hablarles de lo que sentía desde el día anterior y que le había impedido dormir buena parte de la noche?

Estaba claro que el chaval estaba al límite. Ya lo había visto anoche, en el coche, al volver después del registro. Landard, sentado al volante, conducía a todo trapo, y la señorita, a su lado en el asiento del copiloto, miraba la calzada sin decir nada, con una pinta como si fuera a necesitar pedirse una baja por enfermedad antes de que acabara el año.

¿Qué coño les iba a contar?

Yo tenía muy claro que el chaval no iba a aguantar. Ya anoche en el coche noté que temblaba como una hoja. Luego, cuando lo bajamos al calabozo del Palacio de Justicia para que pasara allí la noche, noté que el brazo se le ablandaba. Cuando Landard le dijo que lo iban a someter a un registro corporal, se puso a llorar como un crío.

¿Qué coño le iban a preguntar ellos?

¿Se cenó la sopa de sobre anoche en el calabozo? ¿Cómo quieren que lo sepa? Para empezar, ¿tenían suficientes sopas de sobre? Porque anoche el calabozo estaba lleno hasta los topes. ¿Con quién pasó la noche? ¿Quién más había en su celda de siete metros cuadrados? Y yo qué sé. Lo que sé es que esta mañana no tenía buen aspecto. El calabozo del Palacio no es el Ritz, naturalmente. Un café, sí. Claro que le dieron un café. Hasta se lo pagué yo. Por una vez la máquina no estaba estropeada.

¿Qué debía decirles? ¿Debía contárselo absolutamente todo, hasta el último de sus pensamientos?

Les diré que hay algo que no cuadra en este asunto. Desde el principio hay algo que a mí no me termina de convencer.

¿Debía ocultarles sus intuiciones, atenerse a los hechos? ¿A lo del patio del número 36? ¿A lo del bocadillo? ¿A lo del ala delantera del Peugeot 308?

Eché la cabeza hacia atrás para beberme la Fanta y lo vi en la ventana. Lo vi pasar por la abertura a una velocidad pasmosa. Como un contorsionista saliendo de una caja enana, por así decirlo, con las piernas y los brazos por delante, pero a cámara rápida.

¿Debía hablarles de esa curiosa impresión? La impresión extraña de que el tiempo se había parado de pronto, lo que duraba la caída.

Luego cayó, pero muy despacio, como a cámara lenta. Y en un silencio total. Como una hoja seca, como una hoja muy ligera. O como un ángel. Al menos al principio. Porque cuanto más se acercaba al suelo, más pesado parecía. ¿Entienden lo que quiero decir? Y más se aceleraba la caída. Porque cuando tocó los adoquines del patio, se oyó un ruido muy sordo, muy extraño, muy pesado, como un piano que se hace pedazos, pero sin las notas. ¿Entienden lo que quiero decir? Solo el ruido de los huesos. Eso es. El ruido de los huesos que se rompen, pero sin las notas.

En cambio, lo que no hacía falta decirles era que, al ver al chaval muerto a sus pies, había gritado. Eso lo recordaba con extrema precisión: había soltado la lata de Fanta y justo después se había puesto a gritar como un loco. Y todo el edificio se había asomado a la ventana para ver lo que ocurría.

* * *

El picor parecía venir de lo más profundo de su carne. Como si un cuerpo extraño, vivo, demente, hubiera penetrado en su cuerpo y hubiera elegido las articulaciones para empezar a devorarlo desde dentro. De nada servía rascarse. O habría tenido que rascarse hasta hacerse sangre, hasta que la piel cediera y se abriera, hasta que las uñas rebuscaran en la carne y royeran el cartílago y el hueso.

La fiebre lo había postrado en cama desde las ocho de la tarde. Había intentado desmontar una vez más su viejo despertador Bayard, pero una punzada de dolor en la muñeca le había hecho soltar el destornillador. Había tenido que ceder ante la violencia de la crisis. Sin molestarse en desvestirse, se había tumbado sobre el colchón, pequeña silueta oscura sobre la sábana blanca, miserable monigote de madera reseca perdido en la inmensidad de una cama. En la mesa, el despertador había quedado a medio desmontar, con las piezas esparcidas frente a la foto en blanco y negro del hermano, mientras a dos metros de allí el padre Kern trataba de olvidar que tenía un cuerpo.

No había alivio posible. Lo sabía desde niño. Desde ese día en que, a los cinco o seis años, había visto aparecer las manchas rojas por primera vez en sus manos y en su cuello, y había gritado: «¡Mamá!». La fiebre y las manchas rojas habían vuelto la noche siguiente, y la siguiente. Al cabo de cuatro días así, agravados por violentos dolores en las muñecas y las manos, habían tenido que decidirse a meter un pijama y su conejo de peluche en una maleta e ir al hospital. Había estado ingresado tres meses.

Le habían hecho de todo —biopsias, punciones, análisis de sangre—, poniéndose a menudo en lo peor —que se tratara de un cáncer linfático principalmente— antes de invalidar sus hipótesis una a una, hasta llegar por fin a un último diagnóstico: la enfermedad que padecía no era mortal. Esa era la buena noticia. Y la mala, que nadie sabía de dónde venía el mal ni cómo curarlo.

El niño había vuelto a su casa. Las crisis se habían calmado, para reanudarse, con una violencia aún mayor, menos de un año más tarde, provocando una nueva hospitalización. Los médicos no habían tardado en renunciar a las dosis masivas de aspirina para administrarle cortisona en dosis no menos masivas. Los dolores vespertinos habían acabado por atenuarse, y los médicos habían decidido, de crisis en crisis y de año en año, recurrir sistemáticamente a los corticoides cada vez que volvían a presentarse los síntomas.

Entre una y otra hospitalización, el niño, más que crecer, había envejecido. El precio del alivio y la comodidad frente a los dolores artríticos había sido el de renunciar a un crecimiento normal, a una masa muscular normal, a un esqueleto normal, a una infancia normal. Los demás, sus amigos de la escuela primaria, y más tarde de secundaria y de bachillerato, sí habían crecido, jugando al fútbol, organizando fiestas, besando a la niña del pupitre de al lado, y habían acabado por alejarse de ese compañero de tez mortecina que no quería crecer, que desaparecía durante semanas enteras de clase para ir a tratarse de no se sabía qué en el hospital Necker.

En esa larga pesadilla que lo había llevado desde la infancia hasta la edad adulta con un cuerpo que apenas había cambiado, el joven Kern había tenido tres amigos de verdad.

El primero era su viejo despertador Bayard, que había desmontado y vuelto a montar diez mil veces por lo menos, cada noche, en un afán de olvidar el dolor o los picores, tratando de comprender por qué el destino había decidido detener el paso del tiempo en su vida a la edad de cinco o seis años.

El segundo era aquel precisamente que le había regalado el despertador, se lo había comprado a un chamarilero con su paga, estropeado, oxidado y abollado. El hermano mayor era tan rubio como moreno era el menor, tan vigoroso como enclenque el benjamín. Sin embargo, todos esos años, ese hermano mayor tan diferente nunca le había soltado la mano durante las noches de crisis en las que el joven Kern ya no lograba contener el fuego que le quemaba las entrañas.

Conoció al tercero tarde ya, al concluir esa adolescencia truncada, a la edad en que los muchachos se interesan más por lo que tienen las chicas bajo la falda que por cuestiones de espiritualidad. Y, como una nueva broma del destino, por un curioso efecto de péndulo, justo cuando el joven Kern descubría a Dios, su hermano mayor caía en la delincuencia.

El enjuto sacerdote llevó la mano al interruptor situado sobre su cama y apagó la luz. Ahora la única esperanza, lo único que podía hacer era atravesar la noche como un largo túnel negro, silencioso y angustioso, y esperar el alba. Con los primeros rayos de sol, los picores y el dolor se atenuarían. La aparición del día marcaría, por unas horas, el final de su suplicio. Lo sabía. Lo creía a pie juntillas. Y no era una cuestión de fe sino de experiencia del dolor.

Su mente vagabundeó de un pensamiento a otro. Se detuvo en ese muchacho rubio al que habían detenido en pleno confesionario y que ahora descansaba en un cajón del Instituto Anatómico Forense. Abrió los ojos, levantó la cabeza y, con las últimas luces del día, miró la foto de su hermano. No podía evitar encontrarles cierto parecido. El mismo color de pelo, el mismo extravío, la misma locura y la misma muerte.

Había fracasado una vez más. No había podido impedir el trágico final del joven Thibault, como un eco siniestro del de su hermano mayor. Era como para darse de cabezazos contra la pared, como para elevar un grito de rabia contra su Dios y su Señor.

Kern se dejó invadir por el dolor. Era como si cuatro clavos de acero se le hubieran clavado en las muñecas y en los pies. Él también estaba encerrado. Cadena perpetua. No era mejor que Djibril, preso en su celda de la central penitenciaria, pero en su caso los barrotes eran los de su sufrimiento, su historia familiar y su condición de hombre. Reviviría sin cesar el instante de su condena a cadena perpetua, y el veredicto le sería repetido una y otra vez, una y otra vez. Has perdido a tu hermano; lo has abandonado ante la muerte; y tu quemazón no se aplacará nunca.

Fuera, la luz de agosto desertaba esa porción de la superficie de la Tierra. Debían de ser las diez de la noche. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en la almohada y escuchó desaparecer con el día los últimos ruidos de la ciudad. Y entonces pensó: «Ya está, estoy entrando en el túnel negro; esta vez ya no tengo elección, es la hora de la verdad».

* * *

Avanzan ahora en fila india, con un espacio de unos diez metros entre cada uno. Hará dos horas que no intercambian una sola palabra, desde que los Sikorsky los soltaron en un remolino ocre y beis, sin tomarse el tiempo de aterrizar, dejando caer de sus flancos obesos, suspendidos a un metro del suelo, sus racimos de hombres vestidos de camuflaje. La columna se estira ahora por la ladera de la colina como una serpiente deslizándose en silencio por el polvo de la pista. Está anocheciendo. La temperatura baja minuto a minuto. El sol se ha ocultado detrás de las montañas. Es como una marea de tinta que se extiende por toda la región, subiendo lentamente desde el fondo de los valles circundantes. Ya el compañero que va delante no es sino una silueta que apenas se distingue entre los tonos arena y caqui del paisaje. Pronto habrá que bajar un nivel y avanzar siguiendo la vaguada, bordeando el lecho, a tramos seco, del arroyo que tienen órdenes de peinar antes de llegar a la aldea.

Delante, el sargento ha levantado el brazo. La columna se detiene al instante, cada hombre clava la mirada en el que le precede. El joven alférez se acerca al sargento y se saca un mapa del bolsillo. Lo examinan juntos y se sitúan sobre el terreno. Hablan en un murmullo, solo un hilo de voz que se disuelve enseguida en la inmensidad del paisaje, como el arroyo ridículo que fluye allá abajo por un lecho en apariencia demasiado grande. Al cabo de un rato, el alférez se guarda el mapa y bebe de su cantimplora. Se la ofrece al sargento, que la rechaza con un gesto apenas perceptible. El joven alférez apura la cantimplora y se limpia la boca con el dorso de la mano. El sargento lo observa un momento, lo que dura un parpadeo, mudo, con un ligero reproche en la mirada que el otro finge no ver, y levanta de nuevo el brazo, señalando el fondo del valle a la docena de hombres que esperan tranquilos. Sin un ruido, la columna inicia el descenso. La larga serpiente humana avanza ahora pendiente abajo. Una ínfima nube de polvo se eleva a su paso ahora que ha abandonado la pista. Los hombres mantienen las distancias, cautelosos. Más que andar resbalan hacia el abismo, con los músculos de las piernas muy tensos, la mirada y el cañón del arma fijos en esa zona desconocida de relieves inciertos devorados ya por la oscuridad. Mientras bajan, la noche parece subir a su encuentro. El minúsculo arroyuelo se ha convertido de pronto en un río negruzco a punto de desbordarse. Unos metros más, diez como mucho, y la oscuridad se los tragará a todos.