Martes

De rodillas ante el gran crucifijo de la pared sur, con las manos unidas bajo la barbilla y moviendo los labios en silencio, Gombrowicz rezaba. Pero lo que oía no era en absoluto la voz de Dios. La voz que le hablaba por el pinganillo era la de su superior en la brigada criminal, el comandante Landard.

—No te pases, Gombrowicz. Pareces una niña de primera comunión, con sus calcetincitos blancos.

Gombrowicz levantó las manos unos centímetros y murmuró por el micrófono que llevaba prendido del puño de la camisa.

—Empiezan a dolerme las rodillas. ¿Cómo pueden quedarse tanto tiempo sin moverse? Tengo al lado a una vieja santurrona que lleva una hora por lo menos rezando sin parar. Parece una estatua.

Landard ahogó una carcajada.

—A lo mejor es que también está muerta. Empújala un poco a ver si cae.

—Qué va. Esta te aseguro que todavía tiene intacta la virginidad. No hace falta tapársela con cera.

Poco antes de la apertura, Landard había colocado su dispositivo. Además de Gombrowicz, al que había situado junto a la puerta de Santa Ana para vigilar la entrada, había repartido por la nave a tres jóvenes tenientes de aspecto atlético, camuflados como fieles o como turistas de pacotilla, con el arma de servicio oculta en una riñonera. A intervalos regulares, un carterista pillado in fraganti pagaba el pato de esa concentración cuando menos inhabitual de fuerzas de policía en ese enclave tan tentador para el hampa parisina.

Landard se había instalado a los mandos de la cabina de audio y vídeo de la catedral, situada encima de la sacristía. Ante la consola llena de diodos parpadeantes, con su walkie-talkie al alcance de la mano, el comandante, cual reyezuelo vigilando su reino, jugaba con las cámaras automáticas repartidas por toda la nave que habitualmente servían para filmar la misa solemne del domingo, que retransmitía la cadena católica KTO. A su lado estaba Mourad, al que Landard había reclutado por así decirlo para que lo guiara por el mosaico de planos y de vistas de Notre-Dame desplegado ante él. Llegado el momento, Mourad sabría —al menos así lo esperaba Landard— señalar la cabeza rubia del sospechoso en alguna de las pantallas de control de la cabina, entre la multitud anónima de turistas.

Los policías aguardaban desde el principio de la mañana, y la catedral entera, sumida en un continuo zumbido de murmullos, parecía contener el aliento, a la espera de aquel al que todo el personal de Notre-Dame llamaba ya «el ángel rubio». Un cura había venido a decir las dos misas matutinas, interpretando con curiosa falsedad un papel que sin embargo era el suyo desde hacía muchos años. El sacristán de servicio, los vigilantes, el personal de recepción, los guías voluntarios, las santurronas de la mañana, hasta los turistas venidos de la otra punta del mundo… Todos parecían comportarse cual autómatas, como ausentes, con la mirada vuelta hacia ese punto al que tampoco quitaba ojo Gombrowicz: el pórtico de Santa Ana, por el cual, más tarde o más temprano, según fuentes policiales, el principal sospechoso de un sórdido caso de asesinato entraría para caer en las redes de la brigada criminal. Mientras tanto, fuera, en la explanada, un equipo regional de France 3 instalaba su cámara para el informativo de mediodía, y no tardó en unírsele una furgoneta de la cadena LCI.

—Landard para Gombrowicz… Landard para Gombrowicz…

—Te escucho, Landard…

—¿Todavía nada?

—Japoneses, alemanes, más japoneses…

—¿Dónde coño está, joder? Todos atentos, chicos… Algo me dice que el chaval no anda lejos…

Sentado en una de las capillas del ala sur que bordeaban la gran nave, a unos metros apenas del crucifijo bajo el cual Gombrowicz revisaba su catecismo, el padre Kern esperaba. Esperaba a aquellos fieles, franceses o extranjeros, que quisieran hablar con un sacerdote. Unos años antes se había erigido en la capilla dedicada a la confesión una amplia jaula de cristal, supuestamente para asegurar silencio y confidencialidad tanto al confesor como al confesado. Desde entonces, los curas de la catedral llamaban a esta capilla «la pecera».

Sentado al fondo de su pecera, el padre Kern esperaba: como casi todo el mundo esa mañana, esperaba a un joven de cabello rubio y rizado, de aspecto vagamente romántico y grácil, que dos días antes había atacado a una muchacha a golpes de crucifijo. La muchacha había sido hallada muerta, y el ángel rubio parecía estar metido en un lío bien gordo.

Sentado ante su mesita de confesor sobre la que acostumbraba a colocar dos diccionarios, uno de inglés y otro de español, el padre Kern esperaba: esperaba la noche, que caería inexorablemente sobre la ciudad. Al cabo de unas diez horas como máximo, las marcas rojas volverían a invadirle los brazos, los tobillos y las pantorrillas, como el día anterior, pero esta vez irían acompañadas de una violenta subida de fiebre. Los dolores articulares, agudos, insoportables, serían sin duda para el día siguiente. Lo sabía ya por experiencia. El mal había vuelto, recorría su cuerpo noche tras noche, creciendo en intensidad con el transcurso de los días. ¿Cuánto tiempo duraría la crisis? Una semana, un mes, un año, el padre Kern no habría sabido decirlo.

* * *

Claire Kauffmann apenas había pegado ojo en toda la noche. Había mirado las horas pasar en la pantalla fluorescente de su despertador, dando vueltas en la cama sin cesar, entre suspiros, hasta tal punto que su gato Peanuts, que cada noche se acurrucaba junto a su dueña, había optado por cambiar la mullida suavidad del edredón por el suelo más tranquilo de la cocina. Por lo general, la joven fiscal adjunta conseguía dejar a las puertas de su habitación las imágenes acumuladas durante sus horas de permanencia en el Palacio de Justicia. Había visto de todo. Y había amueblado, decorado y concebido su habitación para que le ofreciera, lo que dura la noche, unas horas de amnesia y para que constituyera una fortaleza eficaz contra la violencia de la ciudad. La persiana metálica estaba siempre bajada. Las cortinas, de pesado terciopelo, siempre corridas. La puerta estaba acolchada. La moqueta era gruesa. En las paredes o sobre los estantes, recuerdos de infancia, dos o tres peluches, un par de zapatos de cintas blancas calzados una única noche, en el umbral de la adolescencia, objetos de los que le gustaba saberse rodeada cuando, sola en la oscuridad, se sentía aspirada al fondo de sus pensamientos, sus angustias y su memoria.

Pero, esa noche, Claire Kauffmann no había logrado cubrir con el velo negro del sueño la imagen de esa virgen blanca hallada estrangulada en el suelo de damero de Notre-Dame. A la más mínima señal de adormecimiento, cada vez que su cuerpo parecía a punto de abandonarse, volvían a su cabeza las imágenes de la catedral. No las de su mañana de trabajo, no las de la investigación en curso, no las de un espacio lleno de la presencia tranquilizadora de uniformes y técnicos con mono blanco, iluminado por potentes focos que hacían desaparecer hasta el último rincón oscuro. Lo que veía Claire Kauffmann en cuanto cerraba los párpados, acurrucada en su cama, era la noche sin fin que las había precedido, los gritos de esa muchacha de blanco resonando en la negrura de esa inmensa iglesia, dejándola sin respuesta, sin auxilio, sola frente a su asesino. Era como si una mano de hierro la obligara, a ella, la fiscal de la República, a mirar el inmundo espectáculo de la muerte pasando por el cuerpo de una mujer, abriéndole las piernas, acariciando un sexo curiosamente lampiño y adolescente, y acercándole por fin una vela que vertía en su piel una luz obscena. Después, como un escalón más hacia el fondo de la pesadilla, Claire Kauffmann abandonaba su posición de espectadora; la mano que le sujetaba la muñeca, tan fuerte que a su vez ella sentía ganas de gritar, la obligaba a acercarse a esa silueta oscura que se afanaba sobre un cadáver vestido de blanco. Y, de pronto, la joven fiscal se daba cuenta de que el cabello de la víctima ya no era negro sino rubio, como el suyo, y acto seguido sentía los torpes tocamientos del asesino en su propia piel, la quemazón de la vela en sus propios muslos; trataba ella también de gritar, sin que su boca lograra emitir sonido alguno; trataba de debatirse, pero su cuerpo, como muerto, ya no le pertenecía. Por fin abría los ojos, jadeante, entre las sábanas húmedas de sudor, encendía la luz, trataba de llenarse de aire los pulmones, de sosegar su respiración y de aferrar con la mirada algún objeto familiar en las paredes de su habitación.

Las mujeres tenían siempre que pagar el precio de las pulsiones de los hombres, sexuales o asesinas. Hasta en la muerte había tenido esa muchacha que padecer los ultrajes de un depravado. Con cera de cirio. Y ¿qué más? Sin contar las miradas intensas, ambiguas, de todos aquellos —agentes de policía, científicos, curiosos, turistas— que se habían sucedido alrededor de su cuerpo. Y el suplicio no había terminado del todo. Quedaba la autopsia, que todavía la desfloraría un poco más. Claire Kauffmann volvía a ver al forense, un buen profesional sin embargo con el que ya había coincidido varias veces en el pasado, rascarse el cuero cabelludo tras quitarse el guante de látex. Entonces, por enésima vez, daba vueltas en su cama y se acurrucaba aún más.

Cuando por fin sonó el timbre del despertador, la fiscal se levantó de la cama aún grogui por su combate nocturno entre vigilia y pesadilla. Dio de comer a Peanuts y se tomó un chocolate caliente mientras escuchaba las noticias en la radio. Tras los titulares de las siete, France Info mencionó el asesinato de Notre-Dame. La prensa estaba al corriente, el gran circo mediático podía empezar.

Después Claire Kauffmann se duchó, ofreciendo la visión de su desnudez tan solo a Peanuts, que, tumbado en un rincón, golpeaba perezosamente el suelo del cuarto de baño. Se vistió, acorazando su cuerpo aún húmedo con un body de algodón cuyos cierres de la entrepierna abrochó cuidadosamente, enfundándose las piernas y las nalgas en unas finas medias de verano, cubriendo como cada mañana su sexo rubio con un mínimo de dos capas protectoras.

Cogió el autobús en el distrito 17 donde vivía, deplorando la promiscuidad, el contacto obligado, las miradas de los hombres, en ocasiones tan insistentes. Alguna vez, lo que dura un trayecto, la seguían tipos pegajosos cuyas miradas sentía clavadas en la espalda. No hubiera sabido decir quiénes eran los peores, si los que, miserables y balbucientes, terminaban por abordarla para darle disimuladamente su número de teléfono, o los que no se le declaraban y preferían rumiar a unos pasos detrás de ella, con las manos en los bolsillos y los ojos fijos en su trasero.

Llegó al Palacio media hora tarde, y la fiscal adjunta con la que compartía despacho comentó que no era su costumbre. Se puso a trabajar, leyendo, clasificando y anotando, cual Sísifo con falda recta y moño rubio, tratando cada día, sin éxito, de reducir la pila de expedientes que colonizaba su escritorio. Por fin, hacia las once y media, se decidió a llamar al móvil al comandante Landard, pues este había olvidado mantenerla al tanto de la evolución de sus pesquisas en Notre-Dame.

Encontró al agente muy agitado. Al otro lado del hilo, Landard hablaba en voz muy baja, y a Claire Kauffmann le resultaba difícil entender todo lo que decía.

—Le digo que el chaval está aquí, señorita Kauffmann, el ángel rubio, en la catedral, ha vuelto, yo tenía razón. Lo he visto llegar en mi pantalla de control, como una aparición, hace menos de diez minutos, solo se lo veía a él, era casi fluorescente. Mourad, el vigilante que le echó el guante anteayer, lo ha reconocido formalmente. Y adivine adónde ha ido directo el chaval. Ni se lo imagina, señorita. Adivine lo que ha hecho nada más entrar, el muy cabroncete.

—¿Cómo quiere que lo sepa, comandante?

—Ya se lo digo yo. El muy hijo de puta ha ido a confesarse.

* * *

El ángel rubio llevaba casi media hora confesándose. Como no aguantaba más, Landard abandonó la cabina de control para ver la escena con sus propios ojos. Encerrado en la pecera, como una extraordinaria mariposa en una vitrina, el muchacho hablaba sin parar, reía, lloraba, sacudía la cabeza, hacía gestos… Y ¿con quién se sinceraba? Con un pequeño cura, enclenque, casi enano, que lo escuchaba sin decir nada, con la barbilla apoyada en el puño, y que, una vez por minuto más o menos, se contentaba con asentir con la cabeza.

Landard pugnaba por contener su impaciencia. Se sentía como un niño de diez años, con el estómago vacío, la baba cayendo y la nariz pegada al escaparate de una pastelería. Esa misma mañana le había dado su palabra al viejo rector: no habría escándalo, ni se detendría al sospechoso dentro de la catedral. Para atrapar al ángel rubio habría que esperar a que este saliera. Fuera todo estaba preparado: dos agentes situados en la puerta de salida, un tercero en la de entrada, por si el sospechoso decidía darles esquinazo, a los que se añadía Gombrowicz, que seguía en su puesto bajo el gran crucifijo, a menos de diez pasos del confesionario. Caso de haber problemas, siempre estaban los policías de uniforme de la explanada, situados allí de común acuerdo con el rector para mantener a raya las veleidades periodísticas de los equipos de televisión.

De mala gana, Landard se arrodilló junto a su teniente, con los ojos dirigidos no hacia lo alto, sino hacia el sospechoso, a quien lanzaba continuas miradas.

—¿Tú qué crees que se están contando?

—A lo mejor deberíamos haber puesto un micro.

—El cura se habría negado. Es confidencial lo que se diga ahí dentro, ¿sabes? ¿Cómo habríamos podido prever que el chaval tendría la mala idea de ir a confesarse?

—Descuida, Landard. De aquí a esta noche volverá a hacerlo, pero esta vez en comisaría.

Algo más tranquilo pensando en el interrogatorio que se anunciaba, Landard volvió a concentrarse en sus oraciones. Pero el ángel rubio no parecía querer salir, y el comandante, a quien empezaban a dolerle las rodillas, cayó en la cuenta de lo absurdo de la situación.

Por fin tomó una decisión. Después de todo, tenía al tipo encerrado en una jaula hermética. ¿A qué esperaba, entonces? ¿A que el pájaro echara a volar? Al cuerno la promesa al rector, era hora de intervenir. Se puso fuera del campo visual del sospechoso y, en voz baja por el walkie-talkie, llamó a los tres tenientes que aguardaban en el exterior. A continuación, en cuanto llegaron los refuerzos y sin más miramientos, Landard abrió la puerta acristalada del confesionario y lanzó a sus hombres al interior como a cuatro perros en una carnicería.

* * *

El ruido pesado y metálico de la puerta retumbó en las paredes de la celda, adornadas con pósters de chicas con los pechos al aire y una postal de un paisaje de Van Gogh, un campo de trigo que sobrevolaba una bandada de cuervos. El recluso levantó la cabeza rapada hacia el visitante, se levantó del taburete y le tendió una mano en la que nacía una serpiente tatuada que desaparecía bajo la manga remangada y parecía extenderse por todo el brazo.

—¿Ya es jueves? Otra vez he contado mal los días, François. Desde luego, ya me pierdo. Las horas, los días, el tiempo…

El padre Kern tranquilizó al prisionero.

—No, Djibril, soy yo quien se ha adelantado. Estamos a martes.

Djibril volvió a sentarse, bostezó, se frotó los ojos con la palma de las manos y, con un gesto, le ofreció al cura el catre para que se sentara.

—¿Quieres un café?

Kern asintió. Djibril cogió un tarro de Nescafé de un estante, sirvió un poco a ojo en un vaso y puso agua a calentar en un hervidor eléctrico.

—¿Sin leche, como siempre?

—Sin leche, Djibril, gracias.

Kern se había sentado en la cama. Esperaron sin hablar a que el agua terminara de hervir. Djibril llenó el vaso, metió una cuchara cuyo ruido metálico, al chocar contra las paredes, le recordó al de la llave por la noche en la cerradura de la celda, y le tendió el café al cura.

—Está caliente. Cuidado no te quemes los dedos.

El padre Kern removió con la cuchara. Observaba el café disolverse en silencio, sentía el olor que llegaba hasta su nariz y el calor que le enrojecía los dedos. Sin embargo no dejaba el vaso, estaba como ausente, como si no notara que se estaba quemando.

—Creía que los martes estabas en Notre-Dame.

Kern esbozó una vaga sonrisa.

—Te voy a dar una respuesta de niño: hoy la escuela ha cerrado antes.

Bebió un sorbo y le devolvió el vaso al prisionero.

—Pensándolo bien, no me vendría mal un azucarillo. Hoy no he podido almorzar.

Señaló el televisor clavado en la pared, cuyas imágenes mudas transmitían una serie policiaca alemana.

—¿Has visto las noticias de la una?

—Las he visto, sí. Aquí no hay otra cosa que hacer. Han sacado a vuestro asesino por la puerta grande, justo delante de las cámaras. Y el premio al mejor director es para la policía judicial de París, por su espectacular película…

—Los periodistas estaban bien informados, supongo que el personal de la catedral no pudo evitar hablar. Ya estaban al corriente de la agresión del día de la Asunción. Sabían a quién quería atrapar la policía. Y el chaval cayó en sus redes, creyendo que solo iba a confesarse. ¿Se le ha visto la cara en la tele?

—Le habían tapado la cabeza con una chaqueta. Luego lo han metido en un coche y han puesto la sirena y todo. ¡Serán payasos! La comisaría está a quinientos metros.

—Es un joven un poco trastornado, Djibril. Han ido a por él mientras le daba la absolución. Cuatro contra uno para derribarlo.

—¿Le has dado la absolución a un asesino? Bueno, claro, me dirás que es lo que haces aquí continuamente. Todos los jueves hablas y perdonas a tipos condenados a cadena perpetua.

—¿Quién ha dicho que el chaval haya matado a nadie?

—Pues es obvio que la prensa ya lo ha juzgado. ¿Tú lo crees inocente?

—Lo creo terriblemente culpable. Culpable de haber interpretado mal las Escrituras, de haber convertido a la Virgen en un ídolo. De haber cedido a la facilidad de la intolerancia y de la estupidez. Ese muchacho es un iluminado y un chalado. Pero no un asesino. No ha matado a esa chica.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Yo no estoy seguro de nada, Djibril. Solo sé que el muchacho ha acudido a mí. Se ha sincerado conmigo en confesión. Me ha hablado de sus obsesiones. De su sexualidad, totalmente perturbada. De su fetichismo por la Virgen María. De sus pulsiones. Me ha hablado de la agresión de anteayer. Necesita tratamiento médico, es obvio. Pero, tras el incidente de la procesión, dice que volvió a su casa y se fue a la cama.

—¿Se lo has dicho a la policía?

—Como te puedes imaginar, me han pedido que les repita toda la conversación.

—Y ¿tú qué has hecho?

—Digamos que no se lo he contado todo. Me he amparado en el secreto de confesión.

Djibril volvió a poner agua a hervir y abrió de nuevo el tarro de Nescafé.

—Ese chaval iluminado te recuerda a tu hermano, ¿a que sí?

Kern bajó la mirada al fondo del vaso y jugueteó un momento con el mango de la cuchara. En los quince años que llevaba visitando la penitenciaría central de Poissy como capellán de prisiones, había conocido a muchos presos. A la mayoría le traía sin cuidado la religión pero buscaba un oído atento con el que sincerarse, alguien fuera del círculo de la administración penitenciaria que supiera sentarse frente a ellos sin juzgarlos. Después de todo, su juicio ya se había celebrado, el juez de instrucción ya había establecido su culpabilidad, ya habían aguantado el sermón del fiscal, a ninguno se le olvidaba; la justicia los había condenado a la mayoría a penas que iban de quince años a cadena perpetua: en Poissy solo estaban los presos con condenas más graves.

Allí había conocido a Djibril, un coloso de dos metros de altura y ciento diez kilos de peso, con el cráneo rapado al cero y el cuerpo cubierto de tatuajes. Su condena, reclusión a perpetuidad con un periodo de seguridad de veintidós años. Por un atraco que había terminado mal: una gasolinera en la Beauce, una cajera tomada como rehén, un asedio de varias horas por parte del grupo de intervención de la gendarmería, una salida peligrosa, improvisada, por una ventolera o dictada más bien por el pánico, bajo los efectos del alcohol hallado en el lugar e ingerido para aplacar la angustia; por fin, al término de la noche y de la pesadilla, un gendarme muerto, padre de un chaval de once años, tendido sobre un charco de sangre al pie de un surtidor de gasolina sin plomo 98. E, inesperadamente, se había creado un vínculo entre el sacerdote y el asesino. Conforme pasaban los meses, Djibril se había ido abriendo. Le había contado su historia al hombrecillo de la cruz en la solapa. Una larga caída en picado, en realidad una caída iniciada ya en las últimas plantas de un edificio de apartamentos de la parte pobre de Montreuil. De raterillo, Djibril había pasado a pequeño traficante y, de ahí, a jefe de banda. Había dejado el colegio. Se había ido alejando progresivamente de su familia, y poco después habían llegado las primeras penas de prisión. También los primeros contactos con jefes de otro tipo de delincuencia, no tan interesados en trapicheos sino en atracos a joyerías, bancos y furgones de dinero. En su vida había habido un cambio de escala, del bloque al barrio, del barrio a la ciudad, de la ciudad a la región y de la región al país entero. Siguieron también los primeros apodos de artista —el Toro, el Tatuado, el Africano—. El fusil de asalto, la granada y el arma de guerra sustituyeron definitivamente a la navaja y al cúter. La violencia, la adrenalina y la huida se convirtieron en drogas cotidianas. Una trayectoria tristemente ejemplar y, en cierta manera, terriblemente francesa, de esa parte de Francia que la mayoría no desea ver. Hasta esa salida fallida, una noche, de la tienda de una gasolinera, en algún lugar de la Beauce. Luego vino el juicio en el tribunal de lo penal, la condena y dos o tres reportajes en televisión. Y, después, la cárcel. El tiempo que pasa como a cámara lenta, el locutorio desesperadamente vacío, el silencio en mitad de los gritos. Una vez por semana, la visita del capellán.

Entre Kern y Djibril no había amistad sino más bien una relación de escucha y respeto mutuos, como si Kern hubiera entendido, al hilo de sus visitas, los límites de su propia experiencia. No sabía gran cosa, en todo caso no más que ese hombre que tenía delante, ese hombre que había matado, que había comprendido la inmensidad de su crimen y a quien le quedaba lo que dura una vida para lamentarlo y perdonarse a sí mismo.

—No lo sé, Djibril. Hacía tiempo que no pensaba en ello. Quizá tengas razón, quizá ese muchacho me recuerde a mi hermano, a mi pesar; su extravío, su violencia interior, todo ello oculto bajo esa máscara de ángel.

Más de una vez, Kern había tenido la curiosa impresión de que, entre el sacerdote y el preso, era él quien más buscaba sincerarse. Con los demás reclusos de Poissy eso no le ocurría nunca. Con los demás, escuchaba, luego hablaba él, y a veces se entablaba una conversación que aligeraba un poco el aire denso de las celdas, tan denso que a menudo se hacía irrespirable. La celda de Djibril encerraba ese mismo aire, los mismos objetos cotidianos a los que se limitaba la vida de los presos, los mismos pósters obscenos junto a las mismas imágenes sentimentales recortadas de las mismas revistas, con una única diferencia: en uno de los estantes de Djibril había un código penal, en equilibrio precario sobre una torre de manuales jurídicos, y, en la mesita, junto al hervidor eléctrico, un montón de apuntes de clases a distancia. Después de un diploma de secundaria, el condenado a cadena perpetua estudiaba una licenciatura en Derecho.

Djibril sirvió al sacerdote otro café.

—Lo que tienes que hacer es evitar que ese muchacho corra la misma suerte que tu hermano.

—¿Por qué crees que vengo a la cárcel todos los jueves? ¿Acaso no es para evitaros a todos la misma suerte que a mi hermano?

Kern se bebió el café del tirón. Esta vez sintió que la quemazón lo atravesaba de parte a parte.

—Lo siento, Djibril. Perdóname. No debería haber dicho eso.

El preso se echó a reír y luego hizo una rápida señal de la cruz.

—Te absuelvo, hijo mío. Pero ¿sabrás perdonarte a ti mismo? Por seguir vivo, me refiero, cuando tu hermano mayor murió solo en su celda.

Kern no contestó, y Djibril se puso en pie, dominando al hombrecillo con su estatura.

—Sigue con tus oraciones, François, pero que ello no te impida actuar para evitar lo peor. Se puede cambiar el destino. Cuando entendí eso, ya era demasiado tarde.

—Lo sé, Djibril.

—¿Ves?, la penitenciaría central de Poissy te deja tiempo para reflexionar, para proyectarte infinitas veces la película de tu vida. Para darle mil vueltas en tu cabeza. Para admitir que ya no hay posibilidad de dar marcha atrás.

—Bien lo sé.

—Darle vueltas y vueltas en la cabeza. Aquí esa es la verdadera tortura: rumiar tus errores mientras esperas que te llegue la hora de palmarla. El purgatorio antes del infierno, vaya.

Y, con su enorme zarpa, estrechó la mano descarnada que le tendía el cura. Kern se estremeció ligeramente. El preso tenía un conocimiento mucho más concreto del limbo que él, pese a ser sacerdote, mucho más del que tendría él jamás mientras viviera, y pensó: en realidad no sé nada; el verdadero conocimiento lo tiene él.

—Gracias, Djibril.

—No hay de qué. Me ha gustado sentirme útil. Pero no te vayas a olvidar de venir a visitarme. Ya sabes lo que me ocurre: cuando no viene mi curita a hablar conmigo acumulo toda la rabia dentro. Pego a mis compañeros en el comedor. Así porque sí. Por un poco de pan. Por pasar el rato. Es la ley del más fuerte. Y el más fuerte no siempre es el más inteligente. O, como dirías tú, el más cristiano.

* * *

—En veintidós años de carrera jamás había oído tanta majadería junta.

Landard acababa de reunirse con Gombrowicz en una esquina del despacho y se concedió otro cigarro. Eran más o menos las cuatro. La habitación abuhardillada, en la que hacía un calor sofocante, se iba llenando de una nube de humo que se hacía más densa cada vez que Landard expiraba. En la otra punta, a unos tres metros como mucho, el ángel rubio, esposado a la silla, no era ya más que una silueta perdida en la niebla. Landard siguió hablando.

—Este chaval está majara perdido. Para el abogado del turno de oficio va a ser pan comido. Ya me imagino su alegato: «Mi cliente está chalado, señoría, su madre le hacía comerse sus propios excrementos cuando era pequeño, no es responsable de sus actos…». Y, hala, directo al manicomio sin pasar por la cárcel. Lo que yo te diga, Gombrowicz, la justicia está mal hecha. ¿Te parece a ti normal pagarles unas vacaciones a unos chalados de este calibre?

Landard volvió a sentarse sobre la mesa mientras Gombrowicz se instalaba ante la pantalla del ordenador.

—Bien, Thibault. Nos habíamos quedado en lo de la procesión.

—¿Me puede dar un vaso de agua? Tengo muchísima sed.

—El agua después, Thibault, primero la procesión.

El joven pareció buscar en su memoria y luego preguntó al agente, con su curiosa voz de pito:

—¿La procesión?

—Anteayer, sí. La Asunción, ¿lo recuerdas? La misa, la procesión…

—¿La procesión de la Asunción?

—Eso es, chico. La imagen de la Virgen, los curas, los caballeros del santo como se llame y la chorba esa de blanco que meneaba el culo a dos pasos de ti. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo, sí, pero emplea usted unas palabras…

—Esa chica, Thibault, ¿la conocías? ¿A lo mejor podrías decirnos cómo se llamaba?

—No la había visto nunca.

—Entonces ¿por qué la emprendiste a golpes con ella?

—Si se lo dijera, no lo entenderían.

—Pues nos lo vas a decir de todas maneras, chaval, y mi compañero y yo haremos un esfuerzo por entenderlo.

El muchacho miró fijamente a Landard primero y luego a Gombrowicz, antes de volver a Landard. Y sus labios esbozaron una discreta sonrisa, pese al estrés visible que le provocaba el interrogatorio.

—Me lo ordenó la Virgen.

Landard se dio una palmada en el muslo.

—¡Joder! ¡Ya estamos otra vez con lo mismo! Que si la Virgen, los santos y su hijo Jesucristo…

—¿Lo ven? No entienden nada…

—Apunta, Gombrowicz, apunta bien: «La Virgen me ordenó que agrediera a esa joven». Y ¿no sabrás por qué la Virgen te pidió que castigaras a la hermosa muchacha?

—No tengo ni la menor idea.

—Ni la menor idea… ¿No te estarás burlando de nosotros, eh, Thibault? Si la Virgen María te pidió que le metieras unas hostias a esa chica anteayer, ¿no sería a lo mejor porque era un poquito magrebí la chavala?

Thibault se encerró en un profundo silencio. Landard apagó su Gitane delante de las narices de Gombrowicz, en un cenicero lleno hasta arriba de colillas. El teniente, que respiraba con dificultad y empezaba a sudar, lo cogió y lo vació en la papelera, suspirando. Entonces el muchacho prosiguió:

—Ya sé adónde quieren llegar. Buscan acusarme de agresión racista. Pero la Virgen no es racista. ¿Cómo quieren que lo sea? La Virgen es un modelo para todas las mujeres del mundo, sea cual sea el color de su piel.

Landard sentía que el chaval se le escapaba, tanto como el móvil del crimen, y levantó la voz, acercando el rostro a pocos centímetros del de Thibault:

—Antes nos has dicho que todavía vives con tu madre. En Saint-Cloud, ¿no? ¿Cómo se va a sentir tu mamá cuando se entere de que su hijo es sospechoso de haberse cargado a una chica?

La respiración del muchacho se aceleró de pronto.

—¿Mi madre? ¿Qué tiene que ver mi madre en esta historia?

—¿Cómo se va a sentir, eh, Thibault? ¿Crees que asistirá a tu juicio? ¿Crees que te llevará naranjas a la cárcel?

—Dejen en paz a mi madre. Yo no he matado a esa chica.

—Entonces ¿por qué le pegaste, eh, Thibault, por qué?

Turbado, el muchacho empezó a farfullar, y, de pronto, las palabras se le agolparon en la boca y salieron todas a chorros, como de un grifo cuya junta se hubiera roto.

—¡Porque era una putita! Porque se burlaba de la Virgen, con su manto inmaculado. ¡La golpeé porque se lo merecía! ¡Porque se pavoneaba ante nuestros ojos con su vestido de ramera provocadora! ¡La golpeé para darle una buena lección! ¡La golpeé porque se lo buscó! ¡La golpeé para incitarla a la pureza, a la humildad, a la bondad! ¡La golpeé para incitarla a la virginidad!

Thibault se desahogó a su pesar, se vació y, enseguida, dio muestras de lamentarlo. Se disculpó por las palabras empleadas. Delante de él, en cambio, era como si el comandante Landard se hubiera llenado de aire caliente, como un globo, y parecía a punto de elevarse de la superficie del escritorio.

—Apunta, Gombrowicz, apunta: «La golpeé para incitarla a la virginidad».

Gombrowicz tecleaba. El brusco cambio de ritmo en el interrogatorio lo había perturbado un poco. Landard esperó a que las teclas del ordenador dejaran de repiquetear, y luego encendió otro cigarro al que dio una calada con satisfacción.

—Gombrowicz… Llama a nuestra fiscalita a su línea directa, ¿quieres?

Volvió a inclinarse sobre el sospechoso.

—Dime una cosa, Thibault… ¿Te parece que vayamos un rato a casa de tu madre para echar un vistazo a tus cajones? ¿Crees que llegaremos antes de las nueve?

* * *

Cerró la puerta de su casa con dos vueltas de llave. Se quedó ahí un momento, con la frente apoyada en la madera y la mano crispada en el picaporte, escuchando al otro lado los sonidos de la ciudad que le llegaban como filtrados por una espesa niebla, como ahogados por una gruesa capa de nieve que hubiera caído en masa a última hora de esa tarde del 17 de agosto. En la calle circulaba un coche. Oyó un ruido de pasos de mujer. Una risa de niño. Y luego ya nada.

Soltó el picaporte y se adentró en el apartamento sencillo, despojado y ordenado que ocupaba desde hacía quince años. Dejó la chaqueta en el respaldo de una silla. Fue a beber un vaso de agua. O más bien se limitó a llenarlo, mirando el reloj en la pared blanca sin verlo realmente, durante un tiempo que no hubiera sabido decir si fue corto o largo, y se quedó así con el vaso en la mano, antes de dejarlo en el fondo del fregadero, todavía lleno de agua.

Fue a su habitación, se sentó en la cama, se miró las manos apoyadas en las rodillas, en una postura de niño bueno que posa para la foto de clase, luego se levantó y abrió el armario frente a la cama. Sacó una caja de zapatos y la dejó sobre una mesita en un rincón de la habitación, colocada bajo un crucifijo de madera clavado en la pared. Sacó de la caja un antiguo despertador Bayard que se puso delante, una lupa y un estuche escolar manchado de tinta negra cuya cremallera abrió. Dentro encontró una pinza y cuatro destornilladores, de tamaños y colores distintos, que alineó a ambos lados del despertador. Por último sacó del fondo de la caja una foto en blanco y negro que se colocó delante, apoyada contra la pared. Pulsó el interruptor de una lámpara de brazo articulado enganchada en el tablero de la mesa, cogió con una mano el despertador, y, con la otra, uno de los cuatro destornilladores cuyo mango de madera era de un rojo apagado. Despacio, con aplicación infantil, desatornilló la carcasa de metal y la abrió, desvelando el mecanismo a la vez rústico y complejo así como su año de fabricación: 1958. A continuación, con la misma meticulosidad, en un silencio que solo rompía el sonido de su respiración así como, allá muy lejos, el del reloj de la cocina, se dispuso a desmontar el aparato por completo.

Un poco antes de las ocho dejó frente a sí las dos últimas piezas que le quedaban por disociar. Tenía el despertador delante, totalmente desmontado.

Llevaba una camisa de manga corta. A la luz combinada del día y de la lámpara vio que las manchas rojas habían vuelto a surgir alrededor de sus muñecas y sus codos. Las sentía también ganar terreno bajo la mesa, le subían hacia las rodillas por las pantorrillas, provocándole esa curiosa mezcla de quemazón y prurito que no sentía en ninguna otra ocasión. Por primera vez aquella noche, se apartó del despertador y se concentró en la fotografía apoyada en la pared. Cogidos de los hombros, dos niños, uno de unos siete años y el otro de unos diez quizá, miraban al objetivo del fotógrafo en una postura que recordaba a la de los futbolistas antes de un partido. Precisamente, un balón esperaba en el suelo a que uno de ellos —el menor, bajito, moreno, con aspecto de polluelo enfermizo, o el mayor, alto y rubio como las espigas de trigo— quisiera devolverle la vida de una vigorosa patada. El decorado parecía el de un colegio o un internado a la antigua, con su patio de tierra batida rodeado de una alta tapia y, al fondo, el ángulo de un edificio cuya única abertura visible dejaba adivinar una vidriera.

Volvió a meter la mano en la caja de zapatos y sacó un termómetro de mercurio pasado de moda. Sin dejar de mirar la foto en blanco y negro, se metió la punta metálica bajo la lengua y esperó así, inmóvil, en la luz declinante del día que cedía lentamente paso a aquella, fría y clínica, de su lámpara de arquitecto. Por fin se lo sacó de la boca y leyó: el mercurio sobrepasaba el umbral de los cuarenta grados. Dejó el termómetro en el borde de la mesa.

Sin un ruido, sin un suspiro, el padre Kern empezó entonces a montar de nuevo su despertador Bayard, cuyo mecanismo databa del año 1958.

* * *

Claire Kauffmann se aferraba a la manilla del techo del coche. Sus rodillas, muy juntas, bailaban de un lado a otro a cada volantazo, y con el brazo izquierdo se apretaba contra el pecho la cartera que contenía el expediente del caso Notre-Dame.

Landard retrocedió violentamente al acercarse a un semáforo en rojo, haciendo rugir el motor del Peugeot 308, se pegó a la derecha para invadir el carril bus y se lanzó hacia el Sena sin pisar el freno. Cruzó a toda velocidad el puente de Saint-Cloud. En el asiento trasero, el ángel rubio, esposado y sentado muy cerca de Gombrowicz, miraba ora la calzada, ora los ojos de Landard, que veía por el retrovisor.

—¿Le parece de verdad indispensable conducir así, comandante? Estaremos allí de sobra antes de las nueve para empezar el registro.

Landard volvió a poner la sirena al acercarse al final del puente.

—Es por la madre del muchacho, señorita Kauffmann. No quiero que se pierda el principio de la película por nuestra culpa. Con un poco de suerte, llegaremos justo después de las noticias, cuando empiecen los anuncios.

La fiscal adjunta levantó los ojos al cielo en un gesto de exasperación, mientras el agente miraba fijamente al sospechoso por el retrovisor.

—Apuesto a que a tu mami le gusta mucho ver la tele. ¿A que sí, Thibault? Apuesto a que te habrá visto salir de la catedral en las noticias de la una. Se habrá dicho: «¡Pero si ese chico, ese chico esposado y con una cazadora tapándole la cabeza, es mi niño, es mi niño!». Habrá visto las noticias de las ocho para asegurarse. Dime una cosa, Thibault, ¿crees que tu madre te habrá reconocido, a pesar de la cazadora que te tapaba la cabeza?

Landard se volvió y repitió la pregunta mirando al sospechoso a los ojos. Gombrowicz, que sentía que la hamburguesa con patatas que había almorzado se abría paso despacio hacia arriba, contra toda lógica digestiva, despegó los labios con dificultad el tiempo justo para amonestar a su superior:

—¡Mira al frente, Landard, que nos vas a empotrar contra una farola, joder!

Rodearon la fila de coches que esperaba para poder incorporarse a la autopista del oeste y enfilaron en dirección a Saint-Cloud. Se detuvieron unos minutos más tarde, sobre la acera, al pie de un edificio de los años setenta. Pálido como un muerto y con el rostro empapado en sudor, Gombrowicz sacó al ángel rubio del coche, agarrándolo del brazo, mientras Landard entraba ya en el edificio, seguido de cerca por Claire Kauffmann.

En el ascensor se abstuvieron de hablar, apretados como sardinas en lata. Claire Kauffmann notaba el olor a tabaco rancio que impregnaba la cazadora del comandante Landard, así como el del desodorante barato que emanaba de las axilas húmedas del teniente Gombrowicz. Oía también la respiración del joven sospechoso, que se iba acelerando a medida que subían y se acercaban a la puerta de su madre.

Acudió a abrirles una mujer de baja estatura y cabello ralo, encorvada y de aspecto enfermizo, vestida con una bata. Al ver a su hijo esposado empezó a gemir, con los ojos muy abiertos y una expresión de pánico. Con una mano deformada por la artrosis se tapó la boca, abierta de par en par debido a la sorpresa. No volvió a cerrarla —o apenas— todo el tiempo que duró el registro.

Lo primero que llamó la atención de Claire Kauffmann al entrar en el vestíbulo fue el olor a cerrado: ¿cuánto tiempo hacía que no abrían las ventanas? Las persianas también estaban bajadas. Al acercarse al cristal, la fiscal adjunta vio que había unas gruesas tiras de cinta adhesiva de color marrón pegadas en las persianas que impedían que entraran la luz y el aire. Le bastó una simple ojeada circular para darse cuenta de que todas las aberturas del apartamento habían corrido la misma suerte. El ángel rubio y su madre vivían en una auténtica sepultura compuesta por una cocina, un cuarto de baño, dos habitaciones y un pequeño salón.

Un televisor antiguo difundía a todo volumen un anuncio de una aseguradora. Landard había calculado bien la hora de su llegada.

—¿No se encuentra en casa el padre de Thibault, señora?

—El padre de Thibault falleció, señor comisario. Murió hace veintiún años en un accidente de coche, en la carretera que lleva a Satory; era militar. Yo estaba embarazada de seis meses cuando ocurrió. Thibault no llegó a conocer a su padre.

La mujer se volvió hacia su hijo y de nuevo se llevó el puño cerrado a la boca.

—Thibault… La policía… Pero ¿qué has hecho esta vez?

Claire Kauffmann sacó la carpeta de su cartera.

—Su hijo, señora, se encuentra detenido en el marco de una investigación por homicidio. Lo estará hasta mañana a mediodía, a menos que su detención se prolongue otras veinticuatro horas. Estos agentes de la policía judicial han venido a efectuar el registro de la habitación de su hijo, necesario para la investigación. ¿Nos da su autorización?

—¡Dios mío, Thibault! Entonces eras tú el que salía en la tele… Eras tú el de Notre-Dame… Pero ¿se puede saber qué has hecho ahora?

—¿Nos autoriza a ver la habitación de su hijo, señora?

Con una mano vacilante, les señaló una puerta al fondo del pasillo. Landard se dirigió a ella el primero. Las paredes estaban cubiertas por un papel ajado cuyas flores parecían haberse marchitado ellas también hacía muchos años. Con una mano en el picaporte, se volvió hacia el joven sospechoso, al que Gombrowicz sujetaba aún del brazo.

—¿Vamos allá, Thibault? ¿Nos das permiso tú también? Mira bien todo lo que registramos y lo que nos llevamos, porque al final tendrás que firmarnos un papelito. ¿Vale?

Giró el picaporte y abrió la puerta. En el interior reinaba la misma atmósfera asfixiante que en el resto de la casa. Landard buscó a tientas el interruptor en la pared. En cuanto se hubo encendido la luz, no pudo evitar soltar un taco.

El muchacho entró a su vez, seguido de Gombrowicz y de Claire Kauffmann. La fiscal adjunta y los dos policías se quedaron un momento desconcertados, mirando las paredes, los estantes, los armarios y las vitrinas. Gombrowicz, a quien la falta de aire había hecho palidecer más todavía, se acercó a su superior.

—Francamente, Landard… ¿habías visto algo así alguna vez?

La habitación del ángel rubio era un auténtico museo dedicado a María. Colocadas en hilera, pegadas al mismo papel de pared del pasillo, en varios pisos de estantes que iban desde el suelo hasta el techo, innumerables estatuillas de todos los tamaños y todos los estilos parecían observar a los tres visitantes con una mirada escrutadora. En los escasos espacios libres de anaqueles había dibujos de trazos algo infantiles, enmarcados bajo cristal y colgados de la pared. El motivo apenas variaba: María, en todas sus representaciones posibles y conocidas, desde todos los ángulos, estaba una y otra vez celebrada.

Uno de esos marcos en particular atrajo la atención de Gombrowicz, quizá porque el dibujo que protegía era más imponente que los demás, quizá porque era el único en color o porque estaba clavado frente a la cama del ángel rubio. Representaba a una Virgen coronada, con una tez de blancura cadavérica, rodeada de ángeles rojos y azules, que sujetaba en la rodilla izquierda a un Niño Jesús rubicundo y mofletudo. Un gélido erotismo se desprendía del dibujo, por la belleza de los rasgos de la Virgen, desde luego, pero sobre todo porque el seno izquierdo asomaba por entre el corsé, y ese seno, grande y redondo, extremadamente pálido, atraía la mirada como un imán, más que cualquier otro detalle en la composición.

—Es hermosa, ¿verdad? Es un cuadro francés del siglo XV. Fui hasta Amberes para verlo. Tardé tres días en reproducirlo. ¿Te acuerdas, mamá?

Sin apartar la mirada del dibujo, Gombrowicz emitió un silbido de admiración.

—¿Esto lo has hecho tú? Y todos esos que hay en las paredes, ¿también los has pintado tú?

Con una voz de pronto más segura, la madre del joven respondió en lugar de su hijo:

—Thibault es un dibujante extraordinario, señor inspector. Está preparando su ingreso en la Escuela de Bellas Artes.

—¡Mamá!…

—¡Harás Bellas Artes, hijo mío, estoy segura! Y con tu arte celebrarás la fe en María y en Jesucristo.

Landard, que hacía rato ya que había abierto el único armario y estaba vaciando los cajones, sacó de pronto un fajo de esbozos que blandió por encima de su cabeza.

—¿Y esto, Thibault, también es para ingresar en Bellas Artes?

Una a una, dispuso las hojas sobre la cama, dejando que los rasgos del sospechoso se descompusieran a medida que iba alineando una serie de dibujos pornográficos en los que se veía a una Virgen de labios carnosos, con el manto levantado sobre unas piernas con medias de rejilla, calzada con tacones de aguja, y entre cuyos muslos asomaba un sexo de labios gruesos y colganderos.

—Si no te importa, Thibault, voy a ponerlos en el orden que yo prefiera. ¿Me dejas? Señoras y caballeros, observen con atención… Primera obra maestra realizada por nuestro amigo Thibault con vistas a su ingreso en la Escuela de Bellas Artes: La Virgen se masturba a escondidas y al final se corre… Muy bonito, muy puro… Pero yo le veo cierto parecido con santa Teresa… Cuidadito con no confundir a las santas, ¿eh?, porque si no, adiós muy buenas al ingreso este curso en Bellas Artes… Segunda obra maestra con vistas a la admisión de Thibault en la Escuela de Bellas Artes: Para preservar su preciada virginidad, María la picarona se da placer por detrás con un… una… ¿Qué le has metido por el culo a tu Virgen María, Thibault? ¿Gombrowicz?… ¿Alguna sugerencia?… ¿Señorita Kauffmann?… ¿Sabría usted decirme?… No importa… Sigamos con lo que nos ocupa…

Claire Kauffmann sentía un malestar creciente a medida que proseguía la grotesca exposición. Notaba un ligero vértigo, la sangre abandonaba progresivamente su cabeza. ¿Sería que le faltaba el aire, ya escaso en esa habitación herméticamente cerrada? ¿O era por el placer visiblemente sádico que a Landard le procuraba humillar a su sospechoso? ¿O la máscara de vergüenza que Thibault lucía en el rostro? ¿O la expresión de severidad en el de su madre? ¿O tal vez era que los dibujos obscenos de ese adolescente libidinoso le evocaban recuerdos más antiguos, más dolorosos, más personales?

Gombrowicz, cuya risa se había hecho oír al primer dibujo, ya no reía en absoluto. Una vaga sonrisa de connivencia había perdurado un momento pero se había desvanecido ya, y su mirada triste e incómoda pasaba ahora de su jefe a los esbozos y de estos a su jefe otra vez.

Landard proseguía sin embargo, con un júbilo que tenía su razón de ser. Desde el inicio de la detención se había dado perfecta cuenta de que el punto débil del sospechoso era la relación con su madre. Ante la policía, el joven se las apañaba mal que bien para mantener una misma versión de los hechos, pero en presencia de la figura materna, Landard notaba la fragilidad del muchacho, sometido a un juicio terrible, al borde del pánico. Por eso exageró aún más cuando llegó al último dibujo de todos, el que resultaba evidente que más le interesaba para su investigación.

—Seguro que imaginas, mi querido Thibault, cuál he elegido para poner punto final a esta exposición. Observen bien, señoras y caballeros, la obra maestra de las obras maestras, la obra culminante del gabinete de curiosidades de mi amiguete Thibault. Miren con atención, la llamaremos así: Cediendo a sus impulsos más guarros, María la calentorra se quema el coño con cera caliente.

Y Landard prorrumpió en aplausos.

—Estimado jurado de la Escuela de Bellas Artes, me gustaría atribuir una mención especial al joven Thibault en la categoría de pornografía religiosa. Si el jurado no está de acuerdo, que hable ahora o calle para siempre.

Entonces, casi simultáneamente, el teniente Gombrowicz y la fiscal adjunta Kauffmann sintieron la irreprimible necesidad de salir, de abandonar ese ambiente irrespirable, el primero para ir al servicio y librar por fin a su estómago de esa hamburguesa con patatas fritas que lo martirizaba desde hacía más de una hora, y la segunda para correr al salón y entornar la primera ventana que pilló. La tenue corriente de aire que se filtraba por las persianas obturadas le hizo muchísimo bien, y Claire Kauffmann se quedó así un rato, con la mano en el picaporte de la ventana y la frente apoyada en la persiana.

—Hace tiempo que mi hijo se refugió en la religión, señorita. Hará cosa de un año, su piedad se convirtió en obsesión. Apenas lo veo desde que empezó el verano. Se pasa el día en Notre-Dame. Sin embargo, créame, señorita, Thibault no es un asesino.

Tras una última bocanada de oxígeno, Claire Kauffmann se volvió hacia la madre del sospechoso.

—Reconocerá usted, señora, que su hijo tiene una curiosa visión de la religión. Y una visión muy sucia de la mujer.

La madre de Thibault bajó la cabeza, y Claire Kauffmann, a quien ese silencio irritaba, decidió empezar el interrogatorio.

—¿A qué hora volvió su hijo a casa el pasado domingo por la noche? ¿Lo recuerda?

—Yo me acuesto sobre las ocho. Estoy enferma, ¿sabe usted? Supongo que la tristeza me corroe por dentro desde hace muchos años. La muerte de mi marido. Me da miedo todo. Ya no me atrevo a salir de casa. Sufro vértigos. Si supiera, señorita, la vida que he llevado desde que murió mi esposo… Criar sola a un hijo, ¿sabe?… Es usted muy guapa… ¿Tiene hijos?

—Por consiguiente, ¿no lo oyó volver? ¿Ni siquiera tiene un vago recuerdo? Un ruido… Algo… Piénselo bien… Puede ser importante.

La mujer le dirigió una mirada huraña, perdida, una súplica que significaba claramente: ¿qué hay que decir para que mi hijo sea declarado inocente? ¿A qué hora tiene que haber vuelto el domingo para que sea definitivamente exculpado?

Pero lo único que salió de sus labios fue un murmullo inaudible que terminó en sollozo.

Al fondo del pasillo, Thibault se había sentado en la cama, con la cabeza perdida entre sus manos de adolescente, rodeado por su pornografía de iluminado dibujada a lápiz. Landard le puso un dedo en el hombro.

—Anda, ven, Thibault. Vamos a volver al calabozo. Pasarás la noche allí. Espero que te sea buena consejera. Tienes una decisión que tomar, chico. Mañana por la mañana tú y yo volveremos a tener una pequeña charla. Después te llevaremos ante un juez de instrucción. Tendrás que mostrarte un poco más locuaz que hoy. ¿Entiendes lo que te digo? Pronto llegará el momento, Thibault. Ya no tienes alternativa, vas a tener que cantar… Ponle otra vez las esposas, Gombrowicz. Vamos a ver qué hace la fiscal y luego nos vamos a casa.

Gombrowicz se inclinó sobre el joven para esposarlo. Al hacerlo descubrió, escondido detrás del cabecero de la cama, un interruptor cuya fabricación le pareció de lo más artesanal. Con un gesto de la barbilla, llamó la atención de Landard. El comandante alargó la mano hacia la pared. El ángel rubio lo detuvo en el acto con su voz de pito.

—No toque eso. Le prohíbo que lo toque, ¿me oye? Le prohíbo que toque ese botón…

—Sí, porque tú lo digas, no te fastidia… Gombrowicz, estate preparado… Nunca se sabe…

Muy tenso de repente por un subidón de adrenalina, Gombrowicz se llevó la mano al arma, que llevaba a la cintura. Landard contó hasta tres mientras las protestas del muchacho crecían, y después pulsó el interruptor. La habitación quedó sumida en una oscuridad que la gruesa cinta adhesiva pegada en las persianas hacía total. Gombrowicz desenfundó su arma despacio.

—¿Landard? Joder, Landard, ¿qué pasa?

Antes de que su superior pudiera abrir la boca, Gombrowicz obtuvo respuesta a su pregunta. En esa oscuridad impenetrable que los rodeaba a todos, las trescientas o cuatrocientas vírgenes alineadas en los estantes se pusieron a parpadear a la vez, transformando la habitación en algo parecido a una feria.

Desplomado sobre la cama, Thibault lloraba en la luz intermitente. Entre sollozo y sollozo, dejaba escapar dos sílabas infantiles que parecía dispuesto a repetir hasta el final de la noche: «Mamá… Mamá…».