Camino por la planta de arriba. Está muy oscuro aquí. Estoy calado hasta los huesos. Chorreo agua podrida, sangre y angustia.
Voy solo. Al fin me he quedado completamente solo.
Y me muero, esta vez sí.
Soy un despojo trastabillante que se apoya en muebles polvorientos y devastados por la carcoma, un enfermo terminal que atraviesa mil telarañas con la cara y tiene que detenerse cada cuatro pasos por culpa del mareo y de la hemorragia. Veo muebles rotos, agujereados, podridos, los registro, los abro y los cierro, lo revuelvo todo.
¿Dónde? ¿Dónde está la maldita bomba?
Tengo muchísimo frío. Demasiado. El único alivio está en mi mano derecha.
Su culata está caliente, su cañón todavía humea. He tenido suerte de que apenas se mojara. Y sólo he tenido que disparar cuatro de sus balas, así que supongo que todavía tengo otras seis en el cargador.
Me planteo la posibilidad de dispararme una en la sien, pero supongo que ya es demasiado tarde como para eso. Igual que es demasiado tarde para la pareja de mercenarios que acabo de mandar a cagar al más allá.
Oh, sí, ya sé que soy un oponente lamentable para ellos, pero he podido sorprender a un par de esos soldados sin bandera, un equipo táctico de dos unidades de asalto merodeando por el interior de la casa. Les he salido por la espalda y les he disparado sin miramientos, al primero le he volado la nuca en mil astillas y al segundo le he disparado tres balas en la cara. Ha sido una ejecución rápida y, como llevan máscaras NBQ, ha sido fácil: no he tenido que mirarles a los ojos. No sé si habría podido matarles si les hubiera visto como personas, no soy ningún asesino. Ellos sí. Supongo que quitarles de en medio por la vía rápida me ha salvado el pellejo.
Al menos por ahora.
Porque, maldita sea, tengo que encontrar la bomba sucia.
Tengo que encontrarla antes de que otra de esas parejas de irregulares me encuentre a mí. Deben de haber oído los disparos, seguro que ya les ha dado parte Moscú de que están registrando bajas por culpa de algo que ha abierto fuego contra ellos, en el interior de la casa.
Lo más probable sea que vengan a por mí en cuanto acaben con Iván.
Y otro enorme peligro me acecha a través de una de las ventanas. No es un hombre armado, es algo mucho peor: una estrella muy próxima. Afuera está a punto de salir el sol, me quedan muy pocos minutos ya.
Diástole.
Me ahogo, me mareo, se me va la vista. Me arde en el cuello el mordisco de una espantosa quemadura radiactiva.
Iván se ha bebido medio litro de mi sangre y luego me ha arrojado al estanque como a una copa vacía. Me ha dejado a merced de la hipotermia y con la yugular perforada porque, aunque yo todavía no puedo saberlo, su saliva es un potente anticoagulante. Pierdo por el cuello la poca vida que aún me queda en el cuerpo. Me desangro.
Miro por la ventana de uno de los cuartos desvencijados del ala Sur del chalé. Puedo ver el templete rodeado de abedules. Iván se ha sentado sobre el piano para mirar la amanecida. Antes de suicidarse ha decidido legarme todos sus males y antes de volver a ver al astro rey por última vez, se ha sentado a contemplar su propio retrato.
Lo mismo que hizo con él aquel monstruo que le salvó de morir durante el asedio de Leningrado.
Le miro a través de los cristales rotos y entiendo lo último que le dijo a Ksyusha antes de meterme en esta historia:
«Mira lo que voy a hacer con nosotros».
Los mercenarios han rodeado el templete, le apuntan con sus armas, dicen cosas en ruso, ya sea hablándole a él o a sus intercomunicadores de manos libres… pero Iván no parece ni reparar en su presencia, está dispuesto a insolarse. Apuesto a que sigue llorando mientras se contempla sobre el lienzo. Quería un retrato para poder volverse a mirar, para burlar a la maldición que hace que no se refleje en los espejos, que hace que lo único que queda de él en las fotos sea el reflejo del flash en sus ojos muertos.
Meto la mano en mi anorak y saco su foto huyendo de Leningrado a caballo. En ella aparece Ksyusha cabalgando a lomos de un penco sin riendas. Tras ella, la oscuridad. Una enorme mancha de oscuridad. En la oscuridad, dos tizones al rojo.
Dos ojos que responden a la luz como ninguna otra cosa de este mundo.
Ésa es la clave de todo: el cuerpo de las aberraciones como Iván refleja, refracta y absorbe de modo inusual la luz, la radiación, los distintos tipos de propagación lumínica.
Rayos uv, rayos gamma. Ionización. Emisiones de energía subatómica en forma de ondas. Ondas que emite el cesio-137, que propaga el plutonio-239, que proyecta el sol.
Todo es la misma cosa. Diferentes modulaciones de onda, distintas partículas, el mismo principio físico.
Al fin y al cabo, el sol es un gran reactor nuclear natural. Emite radiaciones electromagnéticas. A unos da la vida, a otros la muerte. Lo mismo cabe esperar de la radiación corpuscular, de la radiactividad.
Yo todavía no puedo saberlo ahora, lo aprenderé después de muerto, durante los siglos de hambre y tinieblas que ahora llaman a mi puerta, que se abren como un abismo bajo mis pies. En este momento tampoco sé que cuando la luz del amanecer aparezca entre las montañas será la única y la última luz natural que se haya reflejado en los ojos opacos de Iván.
Para que eso suceda faltan muy pocos minutos. Unos breves instantes en los que Iván puede despedirse y solazarse como nunca lo ha hecho antes, con ese medio litro de mi sangre seropositiva hirviendo en su interior congelado, sangre que hoy quizás transporte suficiente heroína como para matar de una sobredosis a un hombre limpio.
Mi jefe se ha administrado una inyección letal para despedirse de todo, lo mismo que yo. Hemos ido juntos también en ese viaje.
Aparto la vista de la ventana, abro otro armario, vuelco una cajonera, revuelvo los harapos que hay en una cómoda. Encuentro una maleta en un rincón, está llena de documentos redactados en cirílico que van encabezados por lo que parecen sellos y escudos, quizás de administraciones locales y estados que no sé situar en un mapa de Asia.
Aparto un buen puñado de papeles, lo que parece un antiguo título nobiliario y un par de enormes fajos de billetes de cien. Es muchísimo dinero, en euros y en rublos. Luego hay sellos, timbre oficial de uso postal, páginas y páginas de estampitas filatélicas que deben de valer otra fortuna. Tras ellas, encuentro media docena de pasaportes falsos en los que aparecen fotografiados unos señores que igual guardan cierto parecido con Iván.
Doy con mil cosas más, pero no encuentro la bomba. Entro en otro cuarto. Tampoco está aquí, hostia puta. Miro por una de sus ventanas, esta vez por una de las de la pared Sur; en ella también se nota que el sol ya casi ha venido.
Afuera de la casa veo el columpio junto al algarrobo, pero no hay ni rastro de mi coche. Yo antes no podía saberlo, pero ahora comprendo que Dumitru se ha largado con él. Y en él está el contador Geiger.
Santo Dios, ¿cómo voy a encontrar la bomba en este sitio? ¿Se la habrá llevado Dumitru también? ¿Cómo voy a conseguir que me dejen en paz los hombres si no tengo en mi poder un artefacto como el que ha estado empleando Iván para tener al mundo de rehén, parasitarlo y recorrerlo en total impunidad? ¿Tendré que esconderme en las inmediaciones del reactor de Chernóbil para poderme beber la sangre de los parias y las alimañas del lugar sin ser capturado? ¿Tendré que emplearme como proxeneta en San Petersburgo para alimentarme de prostitutas y, bajo el círculo polar, poder esquivar la luz del sol? ¿Tendré que esconderme como Dumitru, en los Cárpatos eslovacos, en Transnistria, en Transcarpatia, en cualquier rincón poco poblado de la Europa montuosa? ¿Y qué clase de vampiro voy a ser si mañana anochece y tengo sed de sangre y mono de heroína?
Me retuerzo de dolor, padezco de mil síntomas horribles. Vuelvo a mirar por la ventana y ya casi puedo ver los destellos de la radiación que emite el cuerpo contaminado de Iván. Mis ojos están cambiando, al igual que el resto de mi cuerpo. Mis órganos están comenzando a reaccionar de un modo anormal ante las radiaciones, ahora tengo un par de ojos mate que ya no reflejarán nada que no me pueda matar y un cuerpo que se muestra como una sombra espantosa en las puertas del armario acristalado que he destrozado y luego registrado, hace unos instantes.
Estoy irradiado. He sido expuesto a un efecto ionizante sobre el que se sabe bien poco. Me han contaminado. Mis partículas ya responden de un modo inusual a la luz.
La luz que ya no podré captar en mis cuadros. Ahora estoy condenado a pasar una eternidad copiando las obras de los hombres, ahora que ya no falta mucho para que mi vista se nuble, se haga a la oscuridad y así olvide cómo son los colores a pleno sol; comprendo que ya no tengo nada más que pintar. Mi historia terminará cuando me encuentre en los cuadros de algún desgraciado al que pueda pasar el relevo, antes de matarme.
Pero ahora que ya he firmado un lienzo inmortal vuelvo a ser un ser incompleto, de esos que tratan de sobrevivir. Conservo ese instinto.
Debo encontrar la bomba sucia. Tengo que hacerlo, porque aunque la no-vida que me aguarda será peor que la muerte, yo ahora no puedo saber eso, todavía no.
Esta noche, toda esta historia, mis días desde que me cruzo en el camino de Iván, todos estos recuerdos los conservaré en presente del indicativo durante siglos, como si fueran algo que me está sucediendo en un ahora permanente e imposible, porque el tiempo se está parando en mi interior.
Lo mismo que los latidos de mi corazón.
Sístole.
Ahora que me muero, todo lo comienzo a enfocar con los ojos del infinito. Y lo único que veo es polvo y ceniza.
Salgo del cuarto que revuelvo, voy al de al lado, más muebles destrozados, destartalados. Otra ventana que amenaza con fusilarme, con traerme la luz del día. Miro de nuevo hacia el templete y descubro que hay dos parejas de hombres apuntando a la ventana del cuarto de al lado con sus punteros láser.
Han visto a Ksyusha. Y ahora me han visto a mí.
Estamos perdidos.
Me alejo de la ventana a toda prisa y cuando lo hago siento que ahora me puedo mover como una exhalación. Salgo del cuarto y voy hacia el siguiente, donde está Ksyusha. Entro en su habitación con una mano en el cuello y la otra apuntando al frente con la pistola. Es un cuarto del piso superior en el que todavía no he estado.
Un cuarto que tiene por todo mobiliario un armario ropero tumbado boca arriba. Tumbado boca arriba para que Ksyusha lo pueda emplear a modo de ataúd, durante el día. En una de las paredes del cuarto, macabra decoración, cuelga el cuadro que pintó Dumitru. En él puede verse la casa cerca de Chernóbil en la que se estuvieron escondiendo Iván y Ksyusha. La samosely es una enorme cabaña de madera, en la que ellos posan.
Posan sobre ella, como el par de cuervos que son. Sonríen, al posar. Se pretenden una pareja dichosa, pero no son más que dos monstruos que si están sonriendo, es maléficamente; y si están posando, es posados, en cuclillas, sobre el tejado. Bajo la luna.
Los cuadros unen a estos monstruos, los cuadros los separan. Los cuadros son su matrimonio por secuestro. Los cuadros les dan el relevo, les marcan los momentos cumbre, les tuercen la vida, les hacen de álbumes de fotos, de huella, son sus pisadas hacia el infierno. Muchas de las grandes obras de la pintura lo son. Por un instante, me pregunto qué clase de engendro estuvo posando para que Jackson Pollock tuviera que pintar sobre caballete su último trabajo, me pregunto quién fue la horrible Figura Blanca que retrató Kandinsky en el ocaso de su obra, quién la Bruja de Hiva Oa de Gauguin, quién el Doctor Gachet que pintó Van Gogh poco antes de ¿morir? ¿Por qué Picasso y Munch finalizaron su obra pintándose a sí mismos como espantos? ¿Por qué Matisse no pintó los ojos de la enigmática figura que aparece en su óleo final? ¿Cuántos retratos imposibles, increíbles, irrepetibles…? ¿Qué puta parte de la historia de la reproducción pictórica del posado es fruto del viaje a través del tiempo de los demonios como Iván, Dumitru; o yo? ¿Cuántos monstruos otrora pintores habrá contemplado la humanidad sin saber que son los que funcionan con otra luz? Los que se retratan.
Los que pintan hasta morir para retratarse después de muertos y así descansar.
Porque desde luego que no pueden pintar ya siendo lo que son, lo que somos. Iván dejó de hacerlo y yo también lo haré. Me basta con ver lo que pintó Dumitru para entender que no puedes crear estando muerto.
El de Dumitru es un cuadro espantoso, horrible, despreciable. Tiene la impronta propia del arte pictórico al que sólo las personas inacabadas, incompletas, consiguen acceder. Es un óleo mucho más sesgado que el dibujo de un niño pequeño o un enfermo mental, un aborto de los que sólo sabe pintar la gente que todavía no es gente… o que ya no lo es. El cuadro de Dumitru es la obra inconfundible de un demonio que lleva siglos escondiéndose de la luz del día.
Y eso es algo que no puede describirse con palabras, que no puede abordarse con los términos bajo los que se contemplan los retratos al óleo hechos por pintores humanos.
Eso es desnaturalización. Enajenación. Arte de lesa humanidad.
Diástole.
Veo lo terroríficos, lo insoportables que han quedado los dos enamorados en el cuadro de Dumitru y comprendo por qué Ksyusha le abandonó. Lo hizo al verlo, al verse, al comprender la clase de sanguijuelas en las que se habían convertido.
Ahora yo formo parte de eso. Ahora soy uno de ellos. Pero eso es algo que tendrá que retratar otro, cuando me llegue la noche en la que posar.
También puedo ver que Ksyusha posó para Dumitru estando rotundamente preñada. El cuadro se hizo para celebrar el advenimiento de la criatura irradiada y enferma que estaba a punto de nacer… Pero el niño jamás nació, porque si Ksyusha abandonó a Iván fue para abortar, para no traer a otro monstruo a este mundo. De eso va toda esta historia y ahora comienzo a entenderla yo, con lo tarde que se me ha hecho.
Siento las palpitaciones de mi yugular que se van deteniendo, el calor de mi arma que se va disipando, el calor de mi cuerpo que se escapa para siempre.
No sé si aguantaré mucho, necesito tumbarme. Me cuesta mantener el punto de mira sobre la figura de Ksyusha. Le digo cosas, pero creo que ella no sabe francés. Ella susurra algo, pero yo no sé ruso. Parece que es un poco tarde para que hablemos.
Me acerco hacia ella.
Está en camisón, mirando a Iván a través de un vidrio agrietado que parece una inmensa telaraña. A su derecha se han sentado los dos lobos del lugar. Uno me mira sin inmutarse. El otro me mira y se limita a levantar un costado de la comisura superior de sus fauces para mostrarme su colmillo izquierdo, que es del tamaño de mi dedo meñique.
Intento decirle algo en inglés, pero no sirve de nada. Ksyusha ya no repara en mí. No repara en nada.
«Mira lo que voy a hacer con nosotros».
Sabe que ahora van a venir a por ella. Sabe que si se han decidido a atacar aquí es porque han conseguido reunirlos a todos, en un mismo punto aislado, en las montañas. Llevan años tras ellos, pero jamás los habían tenido tan a tiro: el comparsa rumano, la muchacha que parece una modelo de pasarela, el perro loco de San Petersburgo. Sota. Reina. Rey.
Figuras.
De un mismo palo.
Ksyusha gime. Sabe que está mirando hacia la luz de una alborada inminente. Se siente ensartada por el infalible rayo verde del horizonte y los rayos rojos de los punteros láser que se reflejan en su cuerpo de cría.
Cuando salta a través de la ventana el aullido que sale de su garganta es un enorme y monstruoso gallo que amenaza con descuartizar al amanecer.
Ksyusha baja reptando por la fachada del chalé, envuelta en mil fragmentos de cristal y moviéndose como una lagartija de dos metros, luego zigzaguea entre los setos a cuatro patas y con la velocidad de un relámpago. A su paso se escucha el silbar de varias balas que no hacen blanco alguno.
Por desgracia, los hombres que ha enviado la Madre Rusia saben de sobras a qué han venido.
Uno de ellos ha arrojado su arma de fuego al suelo y saca un frasco del bolsillo. Es un spray. Apunta con él al frente y pulsa el difusor.
La carrera de la pobre muchacha se termina en cuanto su cuerpo queda envuelto por la nube translúcida que ha disparado el mercenario. De pronto sucede algo con su figura, que comienza a disolverse en la atmósfera como una pastilla efervescente. Ksyusha cae de rodillas y, esta vez también, se dicta una orden en ruso y una docena y media de impactos de bala atraviesan su cuerpo.
La luz que sale de los agujeros que abren los tiros en su tórax parece un puntero láser de color azul.
Es como si en el interior del cuerpo de Ksyusha ardieran mil brasas radioluminiscentes. Perforar su carne es lo mismo que taladrar la bóveda de un reactor. Es una Матрёшка, una muñeca rusa. Un bonito envoltorio. Una esperanza, una sorpresa. Algo adorable, aunque no tenga nada dentro. Aunque al final abortara.
Salen de ella varios rayos que se pierden entre las nubes y bailan durante los breves espasmos que terminan por devolverle la paz.
La paz. El mundo.
Porque el nombre del mundo es paz.
Sus gritos no parecen turbar la calma con la que Iván apura su copa y aguarda al sol.
Entonces sucede.
Oigo la voz de los lobos.
Suena en mi cabeza como la de mil demonios aullando.
La cava, amo. Es en la cava.
Me vuelvo hacia los perros de Ksyusha. Me miran y echan a andar hacia las profundidades de la casa. Tiran de mi trineo, me arrastran cuesta abajo.
Yo les sigo.
Salimos al pasillo. Bailan por doquier las lanzas de luz de las linternas esas que los mercenarios llevan montadas sobre sus fusiles de balas de plata. Hay punteros láser y voces en ruso que van cantando movimientos en clave y solicitando instrucciones tácticas. Yo me muevo por la planta en ruinas como un boxeador a punto de besar la lona, los lobos me van abriendo paso.
Uno de ellos le arranca la tráquea a un mercenario que se cruza de repente en nuestro camino, junto al acceso de las escaleras hacia la planta baja. Sé que van de dos en dos, que nunca se separan, pero no veo al compañero del hombre al que están destrozando mis perros.
Está a dos pasos de distancia, amo. Apostado en el recodo las escaleras. Se dispone a emboscarnos. Disparará en cuanto doblemos a la derecha para descender los peldaños.
Nosotros lo sabemos, podemos olerlo.
De repente me siento como Iván tratando de escapar del Evropeiskaya. Desafortunadamente, es la luz del amanecer lo que se está colando por las ventanas de este sitio y no la oscuridad. Por no mencionar que algunos de los mercenarios llevan visores de infrarrojos. Han sido ellos los que han cortado el suministro eléctrico esta vez.
Los tiempos están cambiando, las cosas se ponen feas para los desgraciados como yo. A uno ya no le sirven de mucho las enseñanzas del padre para abrirse paso en la no-vida.
¿Cómo voy a poderles dar esquinazo? ¿Cómo me deshago del hombre armado que me aguarda al girar la esquina?
Me quedo mirando al mercenario recién degollado que hay a mis pies y mis tripas rugen de hambre al ver cómo mis perros lamen su sangre. Sus espasmos se están ralentizando ya. El pobre desgraciado lleva puesto un manos libres, con su auricular y su micrófono de solapa enganchado en el chaleco. El cable termina en un móvil igual que el mío, que le cuelga de una pinza en el cinturón.
Demonios, su teléfono es idéntico al que me asignaron a mí, un aparato inusual en mi país. Un modelo que sólo tendría un ruso, un Hisense CS668 con el teclado en cirílico. Debe de ser material de dotación.
Y eso quiere decir que también usa el mismo tipo de móvil el hombre que hay apostado en la primera curva a mi derecha, dispuesto a dispararme en cuanto me decida a torcer la esquina.
Me planteo la posibilidad de hacerlo, pero la voz del lobo irrumpe en mi cabeza con las mismas palabras de Dumitru en el asedio de Leningrado:
«Cuando el hombre se hace monstruo, no hay que hacerle frente, hay que hacerle trampas, hay que sacarle un retrato».
Y entonces se me ocurre algo.
Saco el teléfono del bolsillo de mi anorak y lo pongo en modo silencioso. Acto seguido —bip, bip que no suena— busco dispositivos bluetooth.
Esta vez salen dos receptores próximos. Hay dos terminales en mi radio de cobertura, el u07 y el u08.
Apuesto a que el siete es el que va delante y a ése lo acaban de matar mis perros… Así que —bip, boop inaudible; bip, bip que tampoco suena— le hago una foto negra al cadáver y se la mando a u08.
Aguzo el oído. Creo que puedo escuchar a otros mercenarios acercándose. Creo que la respiración y las palpitaciones que puedo oír a escasos metros de mi posición son los del uniformado 08. Mis instintos de caza se despiertan, se agudizan, se calibran.
Afino todavía más la audición, pero lo que se escucha ahora es el móvil del hombre número ocho, al que —bip, bip— le acaba de entrar un fichero mío por bluetooth. La foto que le acabo de mandar.
Y el muy imbécil, de tan acostumbrado que está a trabajar en equipo, a coordinarse con su compañero, a obedecer a lo que dice el aparato, no puede evitar el sacar el teléfono y comprobar —bip, bip, bip— qué demonios le están mandando ahora los suyos por el canal de datos.
Curioso proceder para un comando. Su función durante una operación táctica se reduce a ejecutar las órdenes que salen de su terminal. Es un autómata de uniforme. Un soldadito de (peto de) plomo.
Un peón.
Así que yo, alfil negro, aprovecho la ocasión para doblar la esquina y le sorprendo con la vista fija en la luz del teléfono. Le vacío el cargador en la máscara hasta que ya no tiene ni máscara ni cara. Acto seguido, le aparto de mi camino y bajo las escaleras hacia la planta baja.
Los perros me toman la delantera y me abren paso. Uno de ellos todavía se relame la sangre de las fauces. De verlo me pongo a salivar, de sed y de asco.
Alcanzo la planta baja, veo el pasillo principal y es un hervidero de haces de luz de linterna y de susurros en lengua rusa.
Se acercan. Ya casi están aquí, siguiendo el sonido de los disparos. Disparos que no suenan igual que los suyos. Pueden oír eso, reconocerlo.
Igual que yo puedo oír al sol emitiendo radiaciones ultravioleta. Puedo reconocer eso, suena en mis nuevos oídos igual que una ducha de fuego, un incendio forestal que debe de estar a punto de aparecer entre las montañas. El cielo va a convertirse en un inmenso horno microondas para mí. Tengo que apresurarme.
También puedo ver en medio de toda esta oscuridad. Puedo escuchar las palpitaciones de los cuellos de los hombres que hay al otro extremo de la finca. Puedo dar órdenes a los lobos. Y todavía puedo escuchar el latido de mi corazón, que se está parando cada vez más.
Sístole.
Soy todo agitación y nervio, pero por dentro me estoy deteniendo para siempre.
Cruzo el recibidor y veo la entrada al cuartucho que hay bajo las escaleras. Me meto en él, siempre precedido por los dos chuchos. Juntos sorteamos las fregonas, las mopas, las escobas, dos cubos, una escalera plegable que no se pliega bien. Dejamos a nuestras espaldas todos los enseres de limpieza hasta que alcanzamos el final del reservado.
En él queda la portezuela medio escondida que lleva hacia la cava. La atravesamos y yo la cierro tras de mí. Con suerte, cuando registren la casa encontrarán un cuarto abarrotado de útiles de limpieza en el que queda mucho más que disimulado el acceso a un subterráneo que no aparece en los planos del edificio y que estando cerrado sólo podría descubrirse fácilmente si se recorre con una sonda la calefacción del chalé.
Así que nosotros bajamos las escaleras y las rampas de piedra hasta alcanzar la cava. Dios, me encuentro fatal. Me estoy muriendo y cuando esté muerto del todo seguiré hozando agujeros en este mundo.
Sin embargo, algo tira de mí y funciona como nunca.
Doy un salto de nueve metros con el que finiquito el recorrido de la cava de extremo a extremo, dejando atrás la caldera y los aparadores de la bodega, cuatro enormes muros de botellas de vino que dan paso a barricas, toneles, alambiques. Sobrevuelo todo eso y termino posándome sobre un enorme destilador, al final de la cava, en un rincón que no pude ver anoche. Caigo sobre el viejo chisme y quedo acuclillado encima de él, estrenando nuevos recursos locomotores y nuevos trastornos posturales. No volveré a sentirme cómodo sentado sobre mis posaderas, sino sobre mis talones.
Justo cuando me encuentro en medio de una oscuridad terminal, sucede: mis ojos se encienden sutilmente, como un par de diminutos rescoldos, y puedo mirar. Puedo adivinar perfectamente las formas del remate de la gruta y las de los dos enormes arcones de madera que ha estado escondiendo.
Junto a ellos, revenido como una pasa, el cadáver de Guadalupe Domínguez Cebolla. Está apestando y vacío como si se hubiera deshinchado por los catorce agujeros que tiene en el cuello. Ahora sé qué es lo que huele tan mal en este sitio. Ahora sé que hay gente que vive en agujeros más inmundos que los yonquis. Ahora yo.
Observo las dos enormes cajas, lucen el logotipo de una empresa de muebles escandinavos. Están a medio desprecintar, todavía conservan restos de la cinta de embalar, que a su vez lleva el sello de una compañía de transportes. Miro la etiqueta del envío postal de uno de los arcones. Puedo leerla sin luz alguna. Proviene de Ucrania y tiene a Guadalupe Domínguez Cebolla como destinataria, a esta casa como dirección de destino. ¿Le hicieron llegar sus ataúdes por mensajería a la asistenta de la asiática tullida antes de bebérsela y hacerse con el chalé?
Me poso en el suelo, abro el arcón. Tras su tapa, la de un féretro. Tras la tapa del féretro, la bomba sucia.
La maldita bomba sucia. Aquí está.
Un inmenso lazo de cinta americana que mantiene abrazados los componentes del cóctel: material tóxico, material explosivo, temporizador.
Tres macarrones gruesos de grafito que se entrelazan con otros tres cartuchos de trinitrotolueno, todavía más gruesos, que terminan en sendas mechas. Las mechas se trenzan y van a parar al interior de un despertador de cuerda, de diseño soviético. Es parecido al que hay en mi cuarto, pero en su corona no se lee «Lorus», sino «Нас нe догоня».
Es un reloj artesanal, sencillo, pero de buen acabado. Apuesto a que los maestros suizos apreciarían su tosca calidad. Y apuesto a que eso que tiene escrito a mano es la letra de Dumitru diciendo «nunca nos cogerán», o algo peor.
Apuesto también a que el grafito volará por los aires poniéndolo todo de mierda nuclear hasta el cuello si suena el despertador, o si se para su tictac.
Si se acaban su sístole y su diástole.
Los lobos de Ksyusha se tumban junto a los arcones y fijan su mirada en algún punto indeterminado de la gruta. Ahora es cuando tendrían que cerrar los ojos y ponerse a dormir, pero sospecho que estos igual llevan décadas sin cerrar sus ojos.
Siempre soñé con tener un perro antes de morir. Ahora que me muero resulta que tengo dos, por fin.
Recuerdo cuando L’Anti trajo a nuestro piso de yonquis a la gata que fue mi mascota hasta ayer. Durante uno de sus excesos con los estupefacientes, mi amigo rescató, o secuestró estúpidamente, a un cachorro de minino, sin tener ni puta idea de cómo había que cuidarlo ni excesivas ganas de hacerlo, así que durante los primeros días me tuve que hacer cargo de la gata yo mismo. La instalaron en mi cuarto y ella decidió pasarse las noches llorando, extrañando a su madre, hasta que uno de nuestros insólitos compañeros de piso de nacionalidad no documentada puso a dormir a la pobre gata junto a mi viejo reloj despertador, de marca Lorus.
Maldito chisme. Estuvo ahí desde que nos instalamos, estuvo ahí para nada, siete horas adelantado, dando la hora en balde. Inútil hasta que la gata se habituó a dormir prácticamente encima de él. El animalito dejó de llorar en cuanto le pusimos de compañero a aquel trasto, parecía preferirlo a nosotros. A mí.
Los veterinarios dicen que el tictac de un reloj de cuerda suena a los oídos de un cachorro como los latidos del corazón de la madre. Lo mismo sucede con los bebés, que asocian ese sonido con el pulso intrauterino y la lactancia, hasta el extremo de alcanzar fácilmente la tranquilidad cuando se sienten colocados sobre un pecho humano, o junto a un frío reloj de cuerda.
Así me siento yo, cuando me tumbo en el interior del sarcófago acolchado, cierro su tapa y me abrazo muy fuerte a la bomba sucia. De repente soy un cachorro abandonado que trata de sobrevivir a su primera noche en un piso de yonquis. Soy un guiñapo gimoteante que tiembla y llora en la oscuridad.
Afuera los mercenarios registran la casa, la revuelven de arriba abajo. Yo descubro que de repente me siento igual que Iván cuando tuvo que esconderse de los caníbales de Leningrado bajo un cúmulo de nieve. El frío me atenaza, el miedo me consume, la negrura me arropa.
Entra en la casa otra pareja de mercenarios, oigo las pisadas del que va delante y el ronroneo del contador Geiger del que va tras él. Tratan de localizar la bomba siguiendo el rastro de las radiaciones que emite… Pero descubren que la casa entera está severamente envenenada, que los niveles de radiactividad que están soportando los soldaditos de plomo son demasiado elevados por hoy. Van a tener que marcharse y replegarse, para volver dentro de cuarenta y ocho horas, debidamente descontaminados.
Así que escucho cómo abandonan el lugar a toda velocidad. Sacan fotos con sus teléfonos —bip, bip— junto a los abedules, donde la luz del sol repele los despojos de Iván y de Ksyusha, sus cráneos refulgentes, semienterrados en polvo y cenizas, sus huesos más alargados están ahora insultando al amanecer lo mismo que los tubos de neón de un prostíbulo de carretera.
Hay una pareja de mercenarios distintos. Dos artificieros. Llevan equipo especial. Uno de ellos saca de su espalda un extintor nuclear y su espejo, su compañero, saca una manguera a juego. Conectan rápidamente las piezas en un movimiento ensayado y —swooosh— cubren con burba los cadáveres radioluminiscentes antes de largarse. Pasado mañana se los llevarán para tratarlos como a la contaminación que son. Los meterán en tanques de acero y los lanzarán al fondo sin cartografiar de una fosa marina de siete mil metros de profundidad en la que la presión y la oscuridad no parecen de este mundo.
Iván y Ksyusha compartirán sepultura en un cementerio nuclear secreto, sus restos malditos como el plutonio descansarán bien abrazados durante cientos de miles de años, en el agujero más profundo y sucio de todo el Atlántico Norte, en el punto más inaccesible y contaminado de todo el planeta, más allá de la mano del mundo para siempre.
»Mira lo que voy a hacer con nosotros.
»Haré que nos entierren bien trabados, inmersos en una horrible soldadura de plomo y estaño, bajo toneladas de agua negra, allá donde no llegue jamás el sol, donde toda luz abandone nuestra persecución, de puro agotamiento.
»Donde siempre haga mucho frío. Donde podamos fulgurar juntos al paso de los siglos, sin nadie que nos vea.
Escucho cómo van abandonando la casa las pisadas de dieciocho pares de botas de asalto. Me dejan solo, por ahora. Esta noche han dado buena cuenta de dos terroristas a los que llevan veinte años tratando de capturar y eso es toda una victoria por mucho que Dumitru, su bomba y yo estemos ahora en paradero desconocido. La guerra entre ellos y nosotros comenzó con las primeras pinturas rupestres, por lo que no se pierde mucho si van a tener que esperar otros dos días más antes de regresar a este sitio.
De modo que el hombre que mueve los soldaditos sobre un mapa da una orden y sus tropas se repliegan. Vuelven a sus furgonetas y desaparecen. Alguien en Moscú salva la partida y apaga la videoconsola.
Volverá a jugar pasado mañana, pero para entonces ni yo ni mis barras de grafito ni mis perros del otro mundo estaremos aquí.
Estaremos bien lejos, bien juntos, pasando frío cada amanecer, en cualquier agujero donde podamos escondernos, a solas dentro de un ataúd de abedul ruso. En compañía de una terrible bomba sucia.
Su tictac suena para mí como el palpitar aspirante-impelente del pecho de una madre, en medio de toda esta oscuridad sin límites. Llena el silencio que me envuelve. Me hace compañía para que no llore.
Dios santo, digo para mis adentros. No voy a dormirme ni a descansar. Yo ya no hago eso. Sólo puedo esperar sin pudrirme, en este agujero, hasta que se vuelva a esconder el sol. Y así durante siglos. Ahora formo parte del infierno.
La despedida de los lobos suena en mi cabeza con la voz de mil demonios aullando:
Hasta mañana, amo.
De repente descubro que estoy enterrado vivo para siempre y que hace ya tiempo que no respiro. Trato de concentrarme en el tictac del despertador de la bomba y le voy dando cuerda compulsivamente. En cuanto dejo de escuchar su pulso, el silencio parece crecer dentro de mí como una forma de locura. Es un vacío espantoso.
Ahora no puedo saberlo, todavía no. Ya me iré dando cuenta durante los próximos años de lo que significa saberse solo y vacío por completo, de que el latido que está a punto de retumbarme en el pecho va a ser el último de mi corazón:
Diástole.