—Dumitru me llevó medio inconsciente a una casa en los arrabales del sur, al enorme edificio modernista de piedra negra en el que vivía su señor. Le había llevado su tiempo encontrarme, tuvo la suerte y la desgracia de dar conmigo justo cuando yo estaba a punto de morir por culpa de la nieve de aquel invierno tan terrible.

»Así que se plantó junto al fuego de una enorme chimenea, conmigo sobre un hombro. Me dejó caer frente a la lumbre, sobre una alfombra uzbeka. Me arrancó la ropa congelada, la lanzó al fuego y me cubrió con un pellico de pastor. Me hizo beber algo caliente. Luego hizo venir a su señor.

»Su señor era una llaga en lo más íntimo de San Petersburgo. Un monstruo que me despertó de un bofetón y me preguntó…

»…si podía retratarle.

»Al óleo. Por cuatrocientos rublos la noche.

»—Hijo, quiero que me pintes —me dijo, hablando con acento moldavo—. Empezarás en cuanto dejes de temblar.

»—Señor —le dije, aterido y febril—, yo no hago retratos.

»—He venido desde Transnistria para encontrarte. He atravesado las filas de varios ejércitos hasta llegar a tu ciudad. Un viejo marchante trajo a mi tierra las pinturas que expusiste en el Palacio de Invierno el año pasado. Sé que eres toda una promesa de la pintura. Quiero que seas tú quien me haga un posado.

Iván ha dejado de tocar y se ha quedado inmóvil.

En un estrépito violento, cierra la tapa del teclado. Algo en él se tensa durante un instante de silencio interminable y de pronto se sube a la tapa del piano, con un solo brinco. Está ágil como para pasar de estar sentado en la banqueta del intérprete a estar acuclillado sobre el pianoforte… en un salto repentino.

Su porte ahora es el de un ave de carroña. Se vuelve hacia mí y me apunta con sus ojos mate.

Tras él, amenaza con echar a volar el amanecer. El sol está a punto de brotar entre las montañas.

Esto se termina. Hemos liquidado algo.

Y ese algo soy yo.

Le miro como pintor por última vez y estampo mi firma al pie de la diagonal derecha del lienzo.

Iván y yo acabamos de poner punto y final a nuestra andadura.

Oigo en mi interior la voz del lobo.

Suena como la de mil demonios aullando, dentro de mi cabeza: está a punto de partir el último tren para ti, Jérôme. Escapa ahora o vive con las consecuencias. Saca la pistola y encañona a esta serpiente antes de que sea demasiado tarde.

—Aquel hombre —me dice Iván, con voz solemne— me salvó de una muerte segura, me sentó junto al fuego y me entregó enseres de pintura, una manta de lana, unas gachas de avena muy calientes.

—…

—Y me contó su historia. Su historia y algo más. En cuatro noches.

Iván se abalanza sobre mí, de un salto.

Lo que quiere ahora no es ver su retrato.

Quiere mucho más que eso.