—Siempre he sido un enamorado de la noche petersburguesa, de las seis horas de luz sin sol que traen las noches blancas del mes de junio. Seis horas radiantes, de una iluminación mágica. Llega el ocaso y el astro rey apenas se hunde cinco grados bajo el horizonte, por lo que la medianoche mantiene un crepúsculo prolongado y el cielo es de un azul eléctrico único. Después hay una hora de oscuridad y al poco ya comienza a alborear.
»Para colmo, la ciudad posee una vida nocturna muy despierta, en la calle se masca buen ambiente, apenas se encienden algunas farolas, apenas cierran algunas tabernas. Se puede leer sin más alumbrado que el natural. Son, en definitiva, noches en las que las aves nocturnas como yo pueden cazar y vivir de pie. Me encantaría que pudieras pintar algo así, en el futuro.
Me mira esperando por mi parte algún tipo de respuesta. Yo ya no me inmuto cuando recurre a eso, ahora soy como uno de sus perros autómatas: hago lo que hay que hacer. Ejecuto mi papel con diligencia. Poso mis cojones sobre la nieve, inhalo uranio, pierdo pelo, cago sangre, mezclo óleos mágicos, hago historia, remato el lienzo.
Soy su chucho, pero no su perro fiel. No puedo decirle que la Madre Rusia viene hacia aquí para matarnos a los dos esta misma noche y que a mí eso me importa menos que pintar.
No puedo decirle que no me he molestado ni en defenderle a él ni en defenderme a mí. No puedo contarle que le pienso arrastrar conmigo al fondo del pozo si es necesario. Y por supuesto que me encantaría pintar el anochecer incandescente de Petersburgo antes de espicharla, pero voy a morir dentro de un ratito… De modo que todo cuanto me importa ahora es, al menos, poder pintarle a él.
Una vez más.
Estoy terminando de hacerlo. Otro poco, ya casi está.
Él se arranca con el piano y se pone a tocar sin partitura. Yo no puedo saberlo ahora, pero está interpretando con bastante tino el adagio de la sinfonía número siete de Shostakovich.
Su voz, no obstante, consigue imponerse a las cuerdas del piano, ya sea aprovechando lo pronunciado de las pausas, ya sea apurando las notas más bajas y sutiles. No es que vaya a ponerse a cantar, es que lo mejor de su historia viene ahora, aunque yo todavía no puedo saberlo.
—Como contrapunto a las noches blancas del solsticio de verano —comienza a contarme—, está la noche polar, en diciembre. La oscuridad se adueña de todo y de todos, termina envolviendo hasta a la nieve más pura.
»La noche polar de mi ciudad es un abismo negro de frío glacial, que a veces se extiende durante más de diecinueve horas diarias; tras ellas, amanece un instante y enseguida se vuelve a poner el sol, tan pequeño, tan débil.
»Tan impotente.
»Uno de los inviernos más duros que nunca vio Leningrado fue el de mil novecientos cuarenta y uno. Aquél sí fue especialmente largo y gélido. En él se superaron los puntos de congelación de todos los vodkas de este mundo, ni los zares conocieron destilados capaces de aguantar aquello.
»Hablo de noches negras de treinta y ocho grados bajo cero, que comenzaban a las tres de la tarde y terminaban a las diez de la mañana siguiente. Hablo de la guerra que vino a acompañar las inclemencias de aquel invierno, porque las desgracias nunca vienen solas.
»La artillería nazi llevaba semanas machacando la ciudad a oscuras, alumbrándonos a fogonazos, cercando el extrarradio por todas direcciones. Leningrado estaba a medio bombardear por un Hitler que aún lo llamaba San Petersburgo. Las tropas alemanas sitiaron mi ciudad, pero no pretendían entrar en ella. No.
»No tenían la menor intención de someter, alimentar y después germanizar a más de tres millones de rusos que les odiaban. Prefirieron sentarse a las puertas de nuestras casas, cortarnos todos los suministros y dejarnos a merced de nuestro propio demonio, de nuestro propio invierno.
»Y así lo hicieron durante novecientos días de genocidio. Convirtieron nuestra orgullosa megalópolis en un campo de exterminio, en una nevera acorazada en la que se terminaron los víveres al poco de comenzar el asedio.
»Casi un millón y medio de los habitantes de Leningrado murieron de hambre y frío durante el sitio, entre el invierno aquel y todo lo que traería consigo. Interrumpido el suministro de combustibles, se acabó el bombeo de aguas potables; no tuvimos más que beber enfermedades o deshielo y solíamos preferir la diarrea a la hipotermia. Interrumpido el suministro de combustibles, no hubo más calefacción y se apagaron las luces de todos los distritos, se paralizó toda la red de transportes. Estando en el fondo de aquel pozo, presa de una oscuridad y un frío infinitos, nuestra población comenzó a comer carne. Carne fresca. Tras meses de alimentarse a base de serrín, ratas y neumáticos.
»Había cuadrillas enteras de caníbales controlando los distritos Este y Norte de la ciudad. Los gritos en la negrura sólo eran interrumpidos por el retumbar de la artillería, que dejaba caer una bomba de tanto en tanto, sin otro objetivo que mantenernos constantemente atenazados. Otras veces las detonaciones del horizonte eran obra de la aviación germana, que acribillaba a los que trataban de escapar del sitio de Leningrado, ya fueran rusos o alemanes.
»Familias enteras se agrupaban en las plazas para quemar muebles y libros en reunión y así compartir lumbre al menos. Se sabían a merced de las bombas, si encendían un fuego en medio de aquella negrura tan profunda. No obstante, el problema era otro.
»Fundidas por el ejército las mejores estufas de acero, el frío no les daba a las gentes del lugar otra opción que arracimarse en torno a una fogata y llorar junto al resto de los camaradas de kommunalka. Aquella quizás fue una de las pocas cosas bonitas que hizo el estalinismo, poner a los rusos a compartir de buen grado su fuego.
»Porque compartir las gachas era compartir la hambruna, pero apiñarse en torno a la lumbre era concentrar y reunir más y mejor el calor.
»En medio de aquella condenación, el Comisariado Popular para la Seguridad Estatal arrestó y ejecutó a varios cientos de personas por canibalismo. La gente lo sabía bien, era un secreto a voces que algunos estaban dándose a la antropofagia, bastaba con mirarles a los ojos para saber que estaban comiendo hígados, pechugas, muslos, posaderas. A los que no lo hacían se les veía enfermar y padecer, a todas luces.
»Yo nunca tuve ni la ocasión ni el corazón de hacerlo, así que me consumí en la desnutrición y el raquitismo. Recuerdo perfectamente aquella noche aciaga en la que me desmayé. Llevaba días enteros comiendo papel, bebiendo diarreicos y viendo morir a familiares y amigos, como todos mis análogos.
La pieza que interpreta al piano nos da un respiro. El disolvente de mis pinturas hace otro tanto. Y yo aprovecho para estallar:
—¿Estuvo usted en el sitio de Leningrado, durante la Segunda Guerra Mundial, Iván? —le digo con mofa, llevando mi mirada a los abedules como si le diera la espalda a la suya—. ¿Y cuántos años tiene usted? ¿Cien?
—Yo no tengo años, hijo —me responde—. No tengo años porque formo parte del infierno.
»A carta cabal, desde aquella noche soy un pobre diablo.
»Por aquel entonces yo estudiaba en la Academia Imperial de las Artes. Era un alumno aventajado, de los que seguían acudiendo a las aulas aun cuando las clases se habían suspendido por lo despiadado de los bombardeos. En la noche de la que quiero hablarte, el hambre que me consumía era tan negra que me hizo desplomarme ante uno de los decanos, un hombre que se ocupó de darme agua con azúcar y mandarme a casa en cuanto volvió el color a mis mejillas.
»Mandarme a casa bien tarde, sin la compañía de mis camaradas de estudios. Toda una insensatez, o una falta de responsabilidad, por su parte. Se lo dije, pero tuve la mala fortuna de que no me comprendiera bien, o eso creo recordar.
»Así que me alejé, bamboleante, del Palacio de Invierno y dejé el Nevá atrás, rumbo a los distritos residenciales, atravesando arrabales muy peligrosos tras la puesta del sol.
»El humo del cielo no me dejaba ver las estrellas. El retumbar de la artillería en el horizonte me privaba de escuchar, de tanto en tanto, los gritos. Gritos que provenían del distrito que me cerraba el camino hacia la casa de mis padres, entonces un hervidero de bloques controlados por grupos organizados de caníbales. Cuadrillas de dos docenas de maleantes que no dudaban en interceptar a los mensajeros del Partido para comérselos, si no daban antes con un pobre desgraciado como yo, zigzagueante y solitario, extraviado en el epicentro de la oscuridad.
»Cruzar San Petersburgo en aquellos términos habría sido peligroso hasta para una pareja de soldados, ya no digo para un estudiante enteco y apocado. Lo único que me hacía un bocado poco apetecible era lo escuálido de mis carnes y lo enfermizo de mi estado de salud.
»Recuerdo que estuve a punto de esconderme bajo los cascotes de un edificio reducido a escombros por los bombardeos cuando comencé a escuchar cómo se allegaban los gritos a mí. Algo primitivo en mi interior me azuzaba hacia la supervivencia, pero yo entonces no estaba hecho a escuchar la voz del lobo que hay dentro de mí. No obedecía a sus palabras, no atendía cuando me decía cosas horribles al oído, hablando con la voz de mil demonios aullando: tira tu cartapacio, deja caer tus pinturas, agarra ese cascajo de hormigón y rómpeselo en la cabeza al primer bastardo que venga a sacarte el hígado.
»Me puse a llorar y a caminar a tientas. Esperé a la luz de la luna, pero lo único que me traía el cielo eran los fogonazos de las detonaciones y una serie de cortinas de humo que iban y venían de puntos dispersos, fumaradas de hollín disipándose en el aire congelado, polvo y ceniza volando a distintas alturas, atravesándome de cuando en cuando.
»Sólo pude orientarme gracias a los tentáculos de las baterías antiaéreas que peinaban con hambre el firmamento enturbiado, en busca de las siluetas de los bombarderos nazis que de tanto en tanto nos buitreaban el descanso. Aquellos conos de luz me dibujaron en el horizonte edificios familiares, pero en medio de un contorno urbano repleto de torres de hormigón a medio desmoronar resulta muy difícil orientarse… Podías terminar buscando alguna construcción que no existiera ya. Así me pasó con la casa de mis tíos, reducida a rescoldos desde hacía una semana y con un almacén al que solíamos acudir para el racionamiento de víveres, que entonces ya llevaría meses convertido en un cráter, aunque yo eso lo descubrí, horrorizado, aquella misma noche.
»Me enfrenté a varias avenidas de frío interminable que recorrer sin más compañía que mis bártulos, borracho de miedo y lipotimia, valiéndome de dos piernas que amenazaban con volverme a fallar. Recuerdo cuando divisé a lo lejos el resplandor de una fogata de vecinos. Me dirigí con prisas hacia la luz, dispuesto a refugiarme entre otros camaradas, pero al poco de acercarme a la hoguera caí en la cuenta de que en ella estaban asando las ancas de una vieja ala que todavía no habían desollado.
»Me volví en redondo y emprendí una fugaz carrera que me puso todavía más enfermo. Me mareé mucho y terminé por extraviarme del todo. Volvió a aparecer el fulgor de las llamas al final de la calle y esta vez era un enorme edificio ardiendo, resultado de los bombardeos aleatorios con los que nos premiaban los alemanes, sin apuntar a ninguna parte ni invertir mucha munición, en un acto de violencia gratuita, arbitraria e innecesaria que se hacía más por lo significativo que por lo efectivo del resultado.
»Un enorme edificio de ladrillo rojo, del dieciocho, ardiendo como una tea. Cuatro mangueras de bombero convirtiendo los gritos y el fuego en un humo negro y pestilente que me disuadió de avanzar en lo que creí que era la dirección de mi barrio.
»Me aproximé a los bomberos, en busca de protección, de luz, de humanidad. En cuestión de minutos el fuego menguó y quedó controlado, pero los bomberos tenían como prioridad evitar grandes propagaciones de los incendios urbanos, por lo que marcharon siguiendo el rastro de una bengala, hacia otro edificio en llamas. Dejaron tras de sí los gritos de las personas que se cocían vivas entre los rescoldos de aquel enorme edificio de ladrillo rojo, del dieciocho, que yo me quedé a mirar. A mirar cómo humeaba hasta consumirse del todo.
»Permanecí plantado frente a todo aquello, un mozo de diecisiete años, demasiado enfermizo para ser un recluta, demasiado idiota como para soltar su cartapacio y su maleta de pinturas. Un chaval de ojos llorosos que tenía una enorme mancha de orina congelándose en los pantalones. Aquello era yo, en aquella época, nada más y nada menos.
»Un vecino se me aproximó. Me dijo cosas con voz dulce, pero yo estaba en medio de una crisis histérica. Recuerdo que llamaba a mi madre, me consta que hasta saqué papel y carboncillo y me puse a pintar unas ancas de vieja a medio asar, allí en medio. En el suelo, a la luz de los tizones, frente a la atónita mirada de aquel hombre y su farol, que al final se marchó como se marchan de las trincheras los médicos de guerra y me abandonó en medio de aquella atrocidad.
»Me quedé de nuevo a solas cuando la oscuridad volvió a enseñorearse del lugar y la locura me dio un respiro. La voz del lobo volvió a sonar dentro mi cabeza: los bomberos traían su propio camión cisterna, eso es porque las bocas de riego se han vuelto a congelar, y con ellas las alcantarillas y buena parte de las tramas de bombeo de los canales; puedes levantar ese imbornal que hay a tus pies haciendo palanca con un pincel de hierro y dirigirte hacia el Oeste en la oscuridad segura del subsuelo.
»Desgraciadamente, la voz del lobo es algo que hay que escuchar, no basta con oírla.
»Conque yo volví a deambular por los distritos, a tientas, en pleno delirio. Faltaban ocho horas para el no-amanecer. Estábamos a treinta y nueve grados bajo cero. Mi fiebre rondaría esa temperatura, diametralmente opuesta.
Diástole.
Iván me está poniendo malo. Esto es una historia negra, lo demás son hostias.
Estoy tan sobrecogido que apenas puedo pintar a mano alzada. No me atrevo a interrumpirle. Voy terminando con mucho cuidado y ante mis ojos van quedando atados en corto los cabos sueltos del retrato.
… Ya casi está. Ahora le falta algo al fondo. Algo decisivo.
Las estrellas. Las putas estrellas. Un cielo como ése debe estar estrellado. Es una noche que tiene una luz especial. Necesita estrellas en su firmamento.
Pero no las puedo pintar. Las tengo que… vomitar.
De pronto las veo, cayendo del cielo, derramándose sobre el lienzo.
Cayendo como lluvia dorada en la cara de un operador de Insult Line.
Me arranco y saco el bastidor del caballete. El soporte que tensa el lienzo pesa de repente en mis manos y yo cruzo, a toda velocidad, el templete con el cuadro en volandas, dispuesto a ponerlo sobre el piano.
Voy a usar al piano de Iván como si fuera una simple mesa, para que me sostenga el bastidor mientras yo remato el cuadro. Acabo de poner el retrato encima del instrumento y ahora lo miro desde arriba, lo veo con otra perspectiva.
En mis manos parecía algo grande y pesado, húmedo, a punto de caramelo. Pidiendo guerra. Pidiendo que pinte en él mil estrellas.
Que las pinte haciendo dripping.
Iván me mira sin dejar de sonreír ni fijarse en su cuadro por un momento. Yo me dirijo a la arqueta y tomo utensilios. Acto seguido, me subo al piano con la paleta en la mano y una enorme brocha de cerdas gruesas en la boca. La impregno en un amarillo perfecto y salpico.
Espurreo con la brocha la parte superior del retrato de Iván, pintando al goteo las estrellas sobre su efigie. Estoy de pie sobre un piano de cincuenta mil euros, asperjando como el rocío, manchando un cuadro impagable. Al paso de mis aspavientos, campan las estrellas.
Porque lanzo un dripping mejor que el de Pollock y eso que es la primera vez que empleo la técnica. Tenso las cerdas del escobillón con una mano y disparo mil gotas de color que atraviesan el aire hasta explotar sobre el lienzo. Estoy en pie sobre él, follándomelo como un burro. Rediós. Esto es mejor que cuando esos roqueros destrozan sus guitarras al finalizar el concierto, mucho mejor que cuando la cuadrilla pasea al matador por todo el ruedo para que muestre al tendido las orejas ensangrentadas del toro al que acaba de matar. Esto es encestar tres puntos limpios en la canasta, haciendo un mate. Caerse de espaldas y partirse los morros.
Y así es como le meto al lienzo el guantazo en las nalgas que necesita para ponerse a respirar y sacudirse de encima el líquido amniótico. Bienvenido al mundo, hijo de puta. Llora como un marrano mientras te arranco de un mordisco el cordón umbilical.
Iván me mira como si nada y sigue contándome de su padecimiento durante el sitio de Leningrado.
La voz no le retiembla. Los ojos no le brillan. Mis esfuerzos no le alteran.
—Recuerdo que pasé junto a una batería antiaérea y los soldados me ordenaron que me largara bien lejos. Se veía que yo ya no era un niño y probablemente pensaron lo que todo el mundo en aquella ciudad pensaba al verme, que yo quizás debía estar en el frente. Pero eso era porque no me habían oído toser.
»Reanudé el paso y torcí varias calles, retomando la dirección, esta vez con tino. Pero entonces fue cuando una patrulla de gente hambrienta se cruzó en mi camino. Quince desesperados, portando antorchas hechas con las patas de sus muebles, cuchillos de rebanar pan que no habían rebanado pan en meses, hambre de trapichear con cadáveres, de hacerlos ellos mismos. Entre ellos mismos si se hacía necesario.
»Vi venir el resplandor de sus teas y no vi por ninguna parte algo que me pudiera servir para esconderme, ni cubos de basura, ni vehículos aparcados, ni una ventana que no estuviera amurallada frente al frío, ni agujero alguno donde meterme, ni fuerzas para huir o lanzarme a los canales y nadar en agua helada.
»De modo que, por primera vez en la vida, hice caso de la voz del lobo: entiérrate en ese sumidero de nieve, debe de cubrirte hasta la cintura; húndete en ella y emplea el cartapacio para taparte el resto del cuerpo.
»Era una idea suicida, una papeleta segura en la rifa de la muerte por congelación, pero no vi otra salida.
»Así que me coloqué sobre un cúmulo de nieve que alguien habría barrido al poco de amanecer y, efectivamente, metí mis polainas y mis pantalones dentro de ella.
»Lo hice y de repente fue como si el frío me hubiera cercenado las piernas. Jamás volví a sentir el mordisco del invierno clavando tan hondo sus colmillos en mi carne. Un enorme oso blanco me abrazó y estuve a punto de desmayarme en el acto.
»El cartapacio donde habitaban mis dibujos me protegió la vista, me ahorró el tener que contemplar a aquella comitiva siniestra. Pude ver la luz trémula de sus antorchas y escuchar los pasos de sus botas sobre los adoquines escarchados.
»Arrastraban algo. Un cuerpo.
»La cena.
»Aguardé a que sus pisadas dejaran de sonar, apretando mis dientes como un epiléptico mientras una descarga de frío me quemaba medio cuerpo y me hacia convulsionar y gritar sin hacer ningún ruido. Entonces cayó una bomba muy cerca y el día se hizo a su paso, portando consigo el rugido de una monstruosa detonación, el rumor de un terremoto y la fumarada de un volcán.
»La tormenta de la guerra tronaba a poco que nos pudiéramos tranquilizar. Thor andaba furioso por encima de las nubes, sujetando en sus manos un puñado de rayos que dibujaban una gigantesca esvástica sobre nuestras cabezas. Nosotros éramos un pueblo que había renegado de los dioses y ahora sufría un castigo divino.
»El fuego estaba sobrevolándonos, el hielo nos sujetaba.
»A mí me estaba atenazando. Me iba a forjar. La nieve que me envolvía parecía haberme seccionado por el tronco.
»Cuando me decidí a salir de aquel escondrijo, la oscuridad era tan negra que tardé una eternidad en encontrar algo a lo que agarrarme y tirar.
»Tirar porque mis piernas se habían paralizado por completo. Hice un esfuerzo sobrehumano al arrastrarme hasta escapar del puño de la nieve sin emplear más que los brazos y lo que me quedaba de determinación.
»Y fui un gusano electrificado reptando por los adoquines en medio de la oscuridad. Tosí sangre. Supe que ya no me iba a levantar por mí mismo después de aquello. Que iba a morir allí.
»Pero entonces algo pasó. Algo que no podía pasar.
»Oí una voz sobre mi cabeza.
»—Bien jugado, amigo.
»Levanté la mirada, pero no se veía nada.
»—Cuando el hombre se hace monstruo, no hay que hacerle frente, hay que hacerle trampas, hay que sacarle un retrato —me dijo. No pude reconocer su acento, su rostro no se me hizo familiar, cuando lo iluminó con una cerilla.
»Prendió un cigarro maloliente, con toda parsimonia, sin sacarme los ojos de encima. Estaba encaramado de cuclillas sobre una farola, como una gárgola de carne. Sus ojos no parecían brillar a la luz de la llama.
»El martillar de la artillería machacando posiciones amigas y enemigas era como el rumor de las olas para nosotros. De cuando en cuando, la marea nos castigaba con un embate especialmente violento, gratuito, inicuo. Tomad un revés especialmente severo en medio de esta lluvia de golpes, nos decía, hablando en alemán. Y, en una de ésas, el inconfundible estallido del fuego de un mortero irrumpió a escasas manzanas de la calle en la que nos encontrábamos aquel individuo y yo. Hubo cuatro segundos de fuego de deflagración muy cerca. Fue como si de pronto nos hubieran puesto un espantoso incendio de fondo.
»El muro de llamas que se hizo a su espalda me silueteó al hombre sobre la farola. Llevaba puesta una extraña gabardina. Yo entonces no podía saberlo, pero aquella prenda era un kabát, un abrigo eslovaco de piel de oveja.
»Llegó a nosotros la consabida vaharada de aire ardiente y con ella sufrí un colapso térmico, mi cuerpo pasó del congelador al horno.
»El soplido del fuego me barrió a un lado con violencia. En cambio, a aquel hombre no le hizo perder el precario equilibrio que parecía haber conseguido al posarse sobre un travesaño de acero de apenas dos pulgadas de grosor.
»Pude ver que apenas llevaba ropa bajo su abrigo. También pude ver que la luz del fuego no parecía iluminar sus ojos y que la vaharada de aire abrasador no pudo revolverle las greñas y apenas hizo que la cola de su gabardina se agitara.
»Parecía no estar allí.
»Dumitru bajó de la farola dejándose caer como un gato, posó las puntas de sus botas sobre la nieve y su aterrizaje me sonó a copo. Cuando me levantó del suelo lo hizo con la fuerza de un solo brazo, sujetándome por el pescuezo. Con la otra mano tomó mi cartapacio y la arqueta en la que estaban mis pinceles y mis pinturas, agarrándolo todo de un único zarpazo.
»Acto seguido echó a correr, llevándome consigo. Capturado, acachorrado.
»Atravesar la noche de un Leningrado negro a hombros de aquel hombretón era como ser conducido cuesta abajo por una vagoneta, hacia lo más profundo de una mina de carbón.