Las puertas de la casa de Iván nos aguardan, abiertas de par en par. Una enorme, vetusta, estufa de queroseno señaliza hoy la entrada. Arde como si tuviera que reemplazar al amanecer. Pasamos junto a ella mi coche y yo, nos la quedamos mirando embobados. Nada puede arder así, nada puede durar mucho si quema combustible a espuertas, nada, salvo el sol.

Nos esperaban, está claro.

Abandono el coche sin molestarme en quitarle las cadenas o enderezarlo junto al columpio. No veo a Dumitru.

Yo no puedo saberlo, pero él sí me está viendo a mí.

Se ha encaramado a lo alto del algarrobo. Me observa desde allí, acuclillado.

Acaricio un par de veces el capó del coche. Está congelado y su tacto me lastima las manos, pero no me importa.

Le debo mucho. Tengo que despedirme de él.

Adiós, viejo amigo. Siento que tengamos que separarnos así. Siento tantas cosas que, si pudiera, hasta te las diría. Siento todas las que no pude decirle a mi padre y ahora no tengo tiempo de decirte a ti. Siento haberte dado una mierda de vida, que hayas sido la burra que he estado cuatro veces a punto de despanzurrar para llegar hasta donde estoy.

Espero que me estés esperando mañana, en el otro mundo. Pienso darte cera aunque para calentarla tenga que encender todos los fogones del tártaro.

Me vuelvo hacia el chalé y lo encuentro sumido en una espantosa oscuridad, la negrura se hace un ovillo a su alrededor, lo enmadeja. La luz de la estufa apenas me da para alcanzar su puerta con la vista y su puerta está cerrada a cal y canto. Me pasmo frente a ella, la golpeo con los nudillos, pero nada sucede.

¿Dónde están mis amigos del Este?

Me giro en redondo y me empalan los dos ojos, dos, de uno de los perrazos del lugar. Uno.

Hola, chucho. Tú eres el que me enseñó ayer un colmillo más grande que el cigarrillo que me voy a encender. No te tengo miedo.

No te tengo miedo a ti lo mismo que no le tengo miedo al otro perro. Tampoco tengo miedo de mi mono, ni tengo miedo a la Spetsnaz. Tengo miedo de lo que podéis hacerme entre todos, cualquier día de estos. Que va a ser hoy mismo.

Asesto al Marlboro un par de caladas largas. Acto seguido, le lanzo al chucho el humo del tabaco, en toda la trufa. Se supone que ante algo como eso, él tendría que gruñir, que entrecerrar los ojos, que olisquear la vaharada, pero nada; no se inmuta. Parece una puta estatua.

No sé qué hacer con él.

Él sí sabe lo que tiene que hacer conmigo, no obstante.

Se vuelve a un lado y camina unos pasos. Luego, se vuelve hacia mí y me mira.

¿Quiere que le siga?

¿Qué demonios es esto?

En fin. Yo le sigo. Camino tras él y fumo. La sobrecarga de heroína que llevo encima me ha puesto a tono. Estoy afable y tranquilo y feliz y tengo la poesía a punto y ando siguiendo a un perro.

Le sigo y juntos damos un rodeo a la casa. Torcemos su chaflán y apenas veo nada ya. Es una casa grande, parece que tiene mil metros cuadrados de tierra negra a sus espaldas. Tras ella hay un jardín, iluminado por la luz de la luna y el resplandor de unas llamas que aguardan, al fondo. Parece otra estufa de queroseno.

Llego a un patio trasero, contemplo su pozo, engalanado con una coqueta balaustrada. Veo una caseta para los perros, pajareras llenas de cagadas de pájaro, de pájaros cagados de frío. Cinco estatuas enmohecidas. Mil setos recortados con mala gana. A esto se dedicaba Dumitru. No está mal. No está bien.

El chukcha siberiano me guía entre los setos. Se para si me paro yo a mirar algo, cada vez que no veo nada. Reanuda la marcha en cuanto trato de alcanzarle, medio a tientas. Me lleva a un templete que hay en el epicentro de tanta decadencia. Un cenador envuelto por media docena de abedules que se mecen con la brisa.

Bajo el templete hay un piano, junto a otra enorme, vetusta, estufa de queroseno que arde como si no fuera a amanecer jamás. A su lado está mi cuadro, casi terminado, aunque eso no puede verse sin descubrirlo.

Iván me espera sentado junto al piano. Está mirando el estanque del jardín. Una balsa de agua fuliginosa a medio congelar que se pudre junto al templete, envuelta por otra media docena de abedules.

El perro se detiene a un lado de uno de los setos y no se molesta en lamerse una pata, ladrar, mirarme o mover la cola. Parece moverse sobre raíles o estar siendo operado por control remoto. Acaba de alcanzar su destino y, simplemente, se ha detenido, hierático, robótico, enigmático.

Ha posado su enorme par de cojones sobre la nieve sin inmutarse. Esto es un perro y lo demás es carne para un restaurante chino.

Hemos llegado.

Guau.

Voy a pintar al aire libre. Junto al fuego. Junto a un piano.

Desde luego, Iván sí sabe cuidarme. Alimenta mi inspiración como ninguna droga.

Subo los peldaños del templete y me dirijo al caballete, derechito. En su repisa hay cuatrocientos euros y una copa de vino tinto. No me molesto en tocar lo primero y me apresuro a dar buena cuenta de lo segundo. No saludo. No.

Se me están pegando los modales de esta gente. Ellos no se molestan en decirme dónde están y ya yo no les doy ni las buenas noches. Ellos no se molestan ni en ladrarme, yo ni en decirles que esta noche viene el lobo.

Iván me mira complacido y toma asiento frente al piano. Levanta la tapa, posa sus pies sobre los pedales y la noche se pone en marcha una vez más. Le veo acariciar las teclas sin llegar a pulsarlas y le imagino tocando el piano del burdel de Madame Chzov, durante mil noches blancas.

Yo todavía no puedo saberlo, pero al otro lado de la finca, Dumitru baja del algarrobo reptando por su tronco como una iguana y abre la puerta de mi coche. Las llaves están en el contacto. El depósito está en reserva, pero a Dumitru eso le da igual, él sólo quiere huir, abandonar el lugar antes de que se convierta en un hervidero de mercenarios rusos. Apaga las luces antes de dar el contacto, luego arranca el motor, se larga.

Mi mejor amigo y el de mi jefe nos abandonan juntos y parten en simbiosis, sin despedirse ni encender las luces de posición. Dumitru conduce hasta la gasolinera que hay en la falda de esta montaña y luego toma un desvío hacia el sur, donde cruza la frontera para adentrarse en Huesca e iniciar una nueva vida, al otro lado de los Pirineos.

Mi viejo Talbot Horizon y el jardinero rumano de Iván se marchan y nos dejan a solas y a oscuras.

Esta vez sí, nos hemos quedado sin apoyos, vías de escape o solución de continuidad.

Caemos juntos al vacío, por última vez.