Piso el embrague y después el acelerador, en mi trayectoria hacia el matadero. Lo he estado pensando bien y, aunque sigo cagado de miedo, me he reafirmado en mi decisión: voy a terminar con el lienzo y luego trataré de sobrevivirle. Si hace falta me abriré paso a tiros, aunque dudo que eso me sirva de mucho.
No puedo hacerme ilusiones de salir de ésta y, aun así, me niego a vender mi vida barata.
Ya no trabajo en Insult Line. Ahora tengo algo que defender, algo que vale más que yo. Me siento rehén del retrato que voy a terminar antes del amanecer. Tengo un adeudo con él que me impide abandonarlo a la tormenta, soy un lobo de mar que se niega a abandonar el barco.
De modo que el sol se pone y mi Talbot Horizon y yo atravesamos la mar, la peor tempestad de un mar de dudas.
Mil dudas que no me hacen perder el rumbo, ya no. El timón no se me va, no me baila en las manos. Tengo la impresión de estar cometiendo un grave error y, sin embargo, mi determinación no flaquea. Tengo sentimientos contradictorios que no me desvían del camino. Y ya veo el final del camino. Paso junto a la gasolinera, me estoy acercando a la casa.
Mi historia se acaba.
Ya conozco la de Iván, me pregunto de qué me hablará hoy. Me pregunto dónde me hará pintar, ahora que ya casi he terminado con su estampa. Lo que me queda por retratar para esta noche es el fondo del cuadro, cuatro retazos de color, y poco más. Relleno. Decoración.
Trazo un par de curvas, pongo las luces largas, luego de nuevo las de cruce, enciendo el mechero, enciendo un cigarrillo. Iggy Pop canta algo en el asiento de atrás, junto a los altavoces y a mis útiles de pintura. Algunas veces la música consigue imponerse al carraspeo del contador Geiger, otras no.
Me vuelvo hacia el asiento del copiloto. En él está el medidor de radiación, blasfemando en las manos de un mico que no parece hacer ni la mitad de ruido que él.
Porque mi mono de esta noche es un chimpancé pigmeo bastante amigable. Le veo cansado. Parece uno de esos simios amaestrados que salen por los circos. Me sonríe. Alguien me dijo una vez que los monos que te muestran los dientes lo hacen porque te están amenazando, pero a mí el síndrome de abstinencia no me parece una amenaza ya.
Igual resulta que le he vencido bastante y que me estoy desintoxicando poco a poco, o tal vez sea que aún no he visto todo lo que me puede llegar a hacer… Supongo que puedo seguir dominándolo y hacerle retroceder todavía más. O eso diría.
Me siento endiabladamente fuerte, pese a la fiebre y a los vómitos que la radiación me está produciendo. Me encuentro bastante bien, me noto despejado y, aunque tengo mucho miedo, no me tiembla para nada el pulso. Quizá debería mantener a raya a mi mono.
Pero lo cierto es que me apetece jugar con él.
Llevo cuatro días chutándome lo menos posible. Si voy a dejarme matar por esto, ¿no merezco al menos una última dosis a plena potencia antes de que mis venas dejen de bombear para siempre? ¿Quince miligramos de placer ahora y después la agonía, eso es mucho pedir? ¿Y si me meto una dosis de campeón, una doble, por los viejos tiempos?
Estamos llegando a la casa de Iván, mi Talbot Horizon y yo. Él también va en reserva. No pensamos volver. Hemos hecho los deberes y ahora haremos nuestra última voluntad.
La mía es un latigazo de dicha mortífera, por vía parenteral. La suya es otra parada cardíaca justo antes de la rampa en la que me suelo chutar, en la que ayer, en un acto de heroísmo, me detuve para calzar las cadenas de nieve.
Hoy pienso hacer ambas cosas. Esta noche no pienso dejar nada para la próxima. Voy a terminarme las drogas, a terminar con el coche, a terminar mi cuadro y, si es necesario, a terminar con mi vida.
Comenzaré por picarme, y luego pondré las cadenas.
Me llevo la mano al bolsillo del anorak en cuanto deja de toser el motor. Siento una pistola, un teléfono, una dosis. Lo saco todo, lo voy examinando. Compruebo la carga del arma, está llena; la carga de la batería del teléfono, está llena; la carga de mi cucharilla de café, está llena.
Preparo el chute, que éste sí va a ser el último. Sé que eso me lo he dicho mil veces antes, una pena que ya no pueda volvérmelo a decir.
La aguja de mi jeringuilla apunta alto. Es pretenciosa. Allá voy.
Diástole. Diástole. Diástole. Sístole.
Dentro de mí estalla un reactor bolshoy moshchnosti.
Esta noche voy a devorar uranio, a producir plutonio, a calentar agua ligera, a fundir el grafito, a alumbrar el expresionismo con la luz del efecto Cherenkov. Mi final será un accidente que volará en mil pedazos la bóveda de vuestros generadores, una explosión que me consumirá mientras todos dormís, convirtiéndome en lo que vieron los pobladores de Prípiat cuando les explotó en el horizonte un complejo nuclear.
Un sol de medianoche.
Soy un incendio de radiación que exhala veneno a la atmósfera.
Mi mente baja a plomo la cuesta de una terrible montaña rusa, los ojos me tiemblan bajo los párpados. Tengo fogonazos de no-recuerdos, de cosas que no he visto, que todavía no puedo saber. La voz de mil demonios aullando es un trallazo neuroquímico que me recorre y me consume como a una mecha, me hace vibrar desde el centro del placer de mi cerebro hasta el extremo de mis nervios ópticos.
Veo a Iván corriendo sobre la nieve de Ucrania, aullando tras una manada de lobos. Le veo secuestrando un tren para desviarlo hacia Praga. Le veo entrando con una bomba sucia en el Bolshói. Le veo asaltando con Dumitru primero el Museo Pushkin y luego el Hermitage, en plena noche, para robar un par de cuadros de Kustodiev y dejar todos los demás lienzos en sus expositores. Le veo vendiendo antiquísimas muñecas rusas en el mercado de Izmailovo. Le veo introduciendo una bomba sucia en la Unión Europea con grandes dificultades, para llegar hasta mi ciudad.
Después le veo en mi cuadro y comprendo que más que pintar a una criatura que maldecir, he pintado a una leyenda.
Mis ojos terminan abriéndose. Tengo que espabilarme. Se me hace tarde. Me están esperando. Enciendo un cigarrillo, juego con el encendedor del coche. Intento despejarme. Enciendo el teléfono móvil y me pongo a toquetear —bip, bip, bip— sus menús. No tiene videojuegos, pero tiene bluetooth. Puede mandar fotos a otros teléfonos que haya cerca. Como todavía voy muy ciego, pulso —bip— la opción de buscar y, sorpresa, encuentro un chisme compatible dentro de mi radio de cobertura. Se llama u01, el receptor bluetooth.
Yo todavía no puedo saberlo, me creo que será el teléfono de algún vecino… pero es el móvil del ruso que me vigila.
Me bajo los pantalones del chándal y —bip, bip— le mando una foto de mi polla flácida, pero u01 no responde.
Él se lo pierde.