L’Anti y yo vivimos en un piso de yonquis.
Parece que al final hemos echado raíces, eso es lo que hay a día de hoy. Llevábamos meses y meses arrastrándonos por Francia, a la deriva; y aquello era mucho naufragar. Demasiado para acabar embarrancando en un piso asqueroso.
Un antro en las afueras del pueblo, en un barrio horrible. Compartimos a duras penas el alquiler con una gata a la que no recuerdo haber alimentado jamás y un par de inmigrantes ilegales. Dos individuos turbios de procedencia indefinida que pagan el total de las mensualidades, religiosamente. L’Anti y yo, a cambio, ponemos la nacionalidad francesa. El arrendamiento va a nuestro nombre porque siempre firmamos todos los documentos que nuestros extraños compañeros de piso nos ponen delante de las narices y siempre sin leerlos ni entenderlos. Suelen venir en idiomas que casi nunca conseguimos identificar.
Les hemos pedido que no nos jodan, sólo eso. Ellos piden a cambio que no nos metamos en chanchullos que puedan llamar la atención de la gendarmería. La gata no pide mucho.
Entre los cinco recorremos en simbiosis las penurias de la marginación social. Hay noches en las que a ellos les toca apo quinar y darnos dinero o abandonarnos en un ambulatorio con el pulso débil. Hay otras veces en las que somos nosotros los que tenemos que dar la cara por ellos e intermediar con extrañas cuentas bancarias que contienen divisa extranjera que no podemos tocar, recogerles paquetes que no podemos abrir en cuatro oficinas de correos distintas, prestarles nuestros pasaportes, tratar con el propietario del inmueble que ellos suelen abastecer y sus putas suelen limpiar… La gata, por su parte, se caga donde le parece. Si me dejo la puerta abierta no se molesta en escapar. Forma parte de nuestro ecosistema.
Cualquier día de éstos nos detienen a los cinco, pero no será cosa de la gata sino por culpa de esos dos sin papeles. Estoy seguro de que están metidos en cosas muy chungas, porque conducen sendos cochazos y danzan al son de un horario incomprensible. Jamás abren la puerta cuando llaman, y siempre que llaman a la puerta y no es el casero se trata de personas muy raras, que les andan buscando a ellos.
En fin. Con semejante elenco de compañías animales y vegetales, puede parecer que vivo bordeando una desgracia, pero lo cierto es que me lo he montado de puta madre para ser un politoxicómano. Vivo bastante bien. Hace meses que no me iban tan bien las cosas. Tengo una gata. Y dinero.
Con los dos inmigrantes apenas trato porque hablan un francés muy malo. Con L’Anti mantengo lo más parecido a una relación de amistad que pueden sostener dos adictos amargados. Él hace cosas horribles para sobrevivir, como yo. Y eso trae consigo el que, de cuando en cuando, nos compliquemos la vida el uno al otro, por lo que siempre andamos discutiendo e intercambiando malos rollos. Somos como una de esas parejas que se joden la vida recíprocamente.
La cosa suele terminar estallando en una crisis de distanciamiento, por lo que, en los momentos como éste, vamos por libre. Nos buscamos la vida por separado. Ya vendrán los días en los que no nos quede otra que cooperar para darle pequeños palos a la vida, bien sean timos en los que haga falta yo de gancho y L’Anti de estafador, bien sean robos a cuatro manos.
Sin ir más lejos, hace un año nos hicimos con un arma de fuego y atracamos unos ultramarinos a las afueras de Toulouse. Nadie se hizo daño, pero apuesto a que varias cámaras de seguridad me filmaron disparando al techo del establecimiento.
Desde entonces que trato de evitar a L’Anti. Él lo sabe y hace otro tanto. No es la primera vez que nos culpamos el uno al otro de la vida de comemierdas que nos estamos zampando juntos con patatas. Él guisa y yo pongo la mesa. Nadie friega los platos.
El tema ahora es que todo eso se ha acabado. Mañana me van a matar. Toca hacer un par de gestiones al respecto.
Testar.
Empujo con cuidado la puerta de su habitación y el chirrido trae consigo un rayo de luz que termina posándose sobre el colchón lleno de manchas que hay en el centro del suelo de la enorme estancia vacía en la que suele dormir mi amigo de correrías. L’Anti está tan sopa que no se despierta ni cuando la luz del pasillo se le planta en todo el hocico.
En su cuarto huele a poza y a cuescos y a ropa sin lavar y a cuerpo sin lavar y a celo de gata. Hay chutar y cajas de comida china estropeada y medios limones resecos, cagadas de gata y gurruños de envoltorios de chocolatinas y calzoncillos por el suelo. L’Anti está sobre el colchón, bajo un amasijo de mantas y prendas impresentables y gata. La gata creo que suele dormir sobre él, últimamente. Él suele temblar ahí adentro durante las noches en las que la diabetes le hace pasar el mono y cosas peores.
Oh, y estoy por regalarle un orinal. Sería lo más parecido a un mueble que se ha visto en su cuarto.
En el mío al menos suelen verse mis enseres de pintura. Ellos dan testimonio de que todavía soy una persona. En mi habitación también hay un viejo reloj despertador de la marca Lorus. No sé decir de dónde demonios habrá salido. Debe de ir siete horas adelantado, lo menos. Me gusta escuchar su tictac cuando duermo en mi sofá. Yo es que tengo un mueble, en mi cuarto. No comprendo cómo hace mi amigo para conciliar el sueño en el suelo del suyo.
Porque en el cuarto de L’Anti lo único que tiene madera somos yo y puede que los listones de su persiana, que hace meses que ni cierra del todo ni se abre para nada. Una permanente oscuridad mal perforada domina la estancia allá donde no habitan las rendijas de luz que deja escapar la persiana. A la gata le encanta todo esto.
Me arrodillo frente a él y le acaricio la cabeza. Su pelo grasiento me está diciendo hola y adiós.
—Eh, mala furcia —le digo. Nos solemos llamar así, desde que nos conocimos, hace veinte años, en la escuela de artes y oficios en la que estudiábamos dibujo técnico.
—¿Uhhhnmm?
—L’Anti, tío, necesito que te espabiles sólo un momento.
La gata hace estiramientos con sus patas delanteras a los pies del camastro. Luego hace estiramientos con sus patas traseras. Si pudiera, se tiraría un pedo.
—Jérôme, vete a tomar por culo y déjame dormir. No tengo jaco.
Dejo caer cuatrocientos euros y los fármacos de la anciana asiática frente a sus ojos cerrados. Los entreabre y es como si el sol acabara de entrar en su cuarto.
Se incorpora un poco y mira atónito mi tesoro. La gata se pone a oler unas pastillas y acto seguido se pone a olerle los cojones a él. Luego me mira a mí, que estoy a punto de irme a pintar y no le saco los ojos en encima.
Hacemos un cuadro curioso. L’Anti es un chándal arrugado y lleno de lamparones que mira mis ojos entre legañas y con un interminable bostezo en la boca, llena de dientes podridos y halitosis. Yo en cambio estoy resplandeciente. Llevo dos días con cinco miligramos por toda dosis. He dormido todo el día, acabo de afeitarme, de raparme la cabeza y de ponerme ropa limpia. Es hora de que me vaya a trabajar… pero yo ya no trabajo en Insult Line.
Ahora soy pintor. De los buenos. De los bohemios. De los que van a morir te saludan.
Vuelvo a acariciarle el pelo a mi amigo. Diástole. Me estoy despidiendo de él y él nota que me estoy poniendo terriblemente raro.
Él me acompañó a París, él me metió en la heroína y él me sacó de París. Es la única persona que me conoce y me comprende, supongo. Siempre he pensado que mi vida habría sido perfecta si L’Anti no se hubiera cruzado conmigo, ahora comprendo que a lo mejor él es lo mejor y lo único que he tenido en la vida, desde que perdí ala mujer que amé, en París.
Y yo todavía no puedo saberlo, pero ya me enteraré de que los medicamentos que acabo de entregarle le matarán dentro de pocas horas. Son un mal chute.
Lo siento, L’Anti. Ha sido sin querer.
Todo ha sido sin querer, hasta hoy.
Hoy la burrada la voy a hacer queriendo.
Así que adiós, viejo amigo. Te lego todos mis bienes, salvo el teléfono móvil que me acaban de asignar y el Talbot Horizon de mi padre. Te daría también mi contador Geiger, pero me temo que tú ni sabes lo que es eso ni sabrías dónde malvenderlo sin meterte en un lío muy gordo.
Aparte de que será mejor que no sepas en qué clase de gatuperios ando metido ahora.
—¿Pero qué pedazo de palo acabas de dar, Jérôme? —me pregunta. Y veo el miedo en sus ojos.
Y el que veré ahora mismo, en cuanto le termine de hablar.
—L’Anti, furcia de mis amores, me temo que esta noche me van a matar.
—Dime que tienes por aquí la vieja pistola que compramos en Toulouse el año pasado.
L’Anti mira al otro lado de su cuarto.
Allí hay un ovillo de ropa sucia.
La gata se tira un pedo. O ha sido L’Anti.
Yo estoy cagado de miedo. Y todavía no puedo saberlo, pero mis prendas, mi pelo y mis pulmones han captado ya suficiente radiactividad como para que sea malo para L’Anti que yo le haya acariciado la cabeza. Soy una bomba sucia andante y comienzo a sentir en mis huesos el hormigueo de lo que pronto serán graves quemaduras internas.
No recuerdo haber pasado tanto miedo jamás. Sístole.
Y ahora tengo una pistola.
Diástole.