—No sé si lo sabes, hijo, pero las palabras mundo y paz en ruso son homónimas. Incluso se escriben igual, desde la reforma del dieciocho. Mi pueblo necesita recurrir al contexto para distinguir entre el conjunto de todas las cosas y la mutua relación de calma y sosiego de los que no sostienen enfrentamiento alguno… Es como si la cosmogonía rusa no concibiera un mundo en guerra o como si la guerra no fuera de este mundo.

Voy entrando por la cava cuando le oigo, él indirecto al grano, yo directo al lienzo.

—Bonitas palabras. Y sin embargo, algunas de las guerras más atroces de la historia han sido obra de los rusos —le contesto, ya tomando asiento.

Me emburujo frente a la chimenea, aterido de frío y cagado de miedo por lo que acabo de descubrir, en la foto que ahora duerme en el bolsillo de mi anorak, sobre el hombre que me está hablando; pero eso no es óbice para que me vuelva a enfrentar al lienzo, que ya casi está acabado. Tengo verdaderas ansias de terminarlo y, con él, poner punto y final a tantas cosas… A tantas cosas.

Diástole.

—En efecto, hijo mío. La humanidad hace tiempo que perdió el Norte. Iba muy bien encaminada, si estudiamos sus puntos de partida, pero eso ya acabó.

Se vuelve hacia la damajuana y rellena su copa. Luego se me aproxima y hace otro tanto con la mía.

—La paz estaba conmigo. El mundo era mío —me dice remachando las palabras que en su lengua son lo mismo, como sólo haría un hombre que estuviera traduciendo sus pensamientos del ruso al francés—. La vida era para mí una ostra abierta de par en par y yo acababa de guardarme su perla en el bolsillo. Tenía todo cuanto podía quererse de la tierra, tenía ochenta metros cuadrados de casa de campo hecha con troncos, la soledad de una Ucrania desolada, el calor de la lumbre; tenía en Dumitru un amigo dispuesto a darlo todo por mí y tenía las piernas de Ksyusha rodeándome como un cepo.

»Entonces me desperté.

»Me desperté un día y Ksyusha no estaba en él.

»Abrí los ojos a un anochecer en que la luna estalló. Pensé que pronto volvería mi Ksyusha, así que no me atreví a moverme de la samosely. Me quedé muy quieto para esperarla. Dumitru vino poco después, llamó a la puerta. No le abrí.

»Se hizo de día. Luego de noche. Ksyusha no estaba. Yo tampoco estaba, vivo.

»Así, sin más, mi Матрёшка me abandonó. Nada especial se dijo o se hizo la noche antes de que me dejara, nada salvo que Dumitru nos regaló su cuadro. El que nos había pintado al convertirse en nuestro amigo.

»Simple y llanamente, Ksyusha me dejó. Sin explicación, ni despedida; y tuvo Dumitru que bramar frente a la puerta de nuestra granja para que algo dentro de mí pudiera ponerse en marcha.

»Mi amigo me abofeteó, me desintoxicó y me despertó hasta hacerme revolver el mundo primero y hervir de odio después.

»Comencé a buscarla por todas las zonas. Ningún samosely la había visto en semanas. Interrogué y después degollé a un retén militar sin averiguar nada en absoluto. Ni rastro. Ni ella ni sus perros dejaron huella alguna tras de sí.

»Comprendí en seguida que tuvo que tomarse verdaderas molestias en borrar su rastro, lo hizo de tal modo que yo ya nunca pude dar con ella.

»Las estaciones fueron precipitándose sobre mí y sobre Dumitru. El tiempo hizo sus estragos inexorables, implacables; pero aquello no sanó mi herida. Aguanté como pude hasta que un día me harté de aquel sinvivir y resolví partir hacia Leningrado.

»Para buscarla.

»Después de aquella ciudad y de Moscú vendrían otras. Biskek, Varsovia, Praga, Berlín, París. Apilé cadáveres al principio, años al final. Me hice con el cuadro de Ksyusha tras visitar Kirguistán, con la foto que nos sacaron al huir de Petersburgo tras visitar el Kremlin. Me hice con aquel par de fetiches y luego volví otra vez al lugar donde ella y yo nos conocimos, pero nada, nada en absoluto me sirvió para regresar a su lado. Los años pasaron y pesaron, pero yo jamás di con ella. Dumitru me asistió y me acompañó hasta donde quiso arrastrarse mi corazón roto, a veces soportando mi indiferencia, a veces salvándome de caer en los brazos de un final horrible. Siempre cargando con cuantas dificultades hicieran falta para que yo no me precipitara en mi carrera hacia la nada.

»Fueron años terribles, años que recuerdo en una nebulosa de persecuciones y disparos. Cabría esperar largos relatos sobre ellos y que abundara en detalles sobre todas aquellas experiencias, pero lo cierto es que fueron mis días sin Ksyusha y la historia que he venido a contarte hasta hoy, hijo mío, no se cuenta sin ella. Pasé años sin verla, pero no voy a hablarte de ellos si no es a fogonazos.

»Fogonazos de recuerdos vacíos que guardo en mi memoria, sin mucho cuidado.

»A finales de los noventa me recuerdo abandonando mi búsqueda, volviendo mis ojos al mundo para no ver nada en él. Me recuerdo arrastrando a Madame Chzov a un horno crematorio y quemándola viva, asándola hasta escuchar sus prótesis de silicona estallar al cocerse dentro de su cuerpo. Me recuerdo armando mucho ruido para ver si conseguía que, ya que yo no podía dar con ella, fuera ella la que se decidiera a dar conmigo. Me recuerdo lanzando cadáveres al empedrado de una enorme plaza, desde lo alto de un campanario de Praga. Me recuerdo pegando fuego a todos los museos que exhibieran los cuadros de aquel dignatario kirguís. Me recuerdo destrozando con un cuchillo los ojos del retrato de Ksyusha. Me recuerdo escoltado por Dumitru, abriéndome paso a través de las oficinas del Kremlin en plena noche, con la bomba sucia que construyó mi amigo rumano en las manos, convirtiendo un improvisado asalto a las dependencias del Gobierno en una especie de secuestro con rehenes. Me recuerdo escondiéndome en el cementerio más grande del país, durmiendo a escasos metros de las explosiones de metano post mórtem que se producen en el interior de las tumbas recientes. Me recuerdo malviviendo en el metro de Moscú, entre alcohólicos y rameras.

»Aquello último fue para mí como una vuelta al punto de partida, algo que me mandó directo al enfrentamiento final.

»En el que me recuerdo huyendo de nuevo y más de una vez a punto de ser triturado por mi propia temeridad. Recuerdo haber salido de la Federación en un helicóptero tras amenazar con detonar la bomba de Dumitru en las inmediaciones de la Plaza Roja. Recuerdo mi cara de terrorista en todos los rotativos de la Novosti Press. Recuerdo odiar al mundo hasta hartarme de estar en él.

»Finalmente, me recuerdo refugiándome en la pintura, escondiéndome en la Europa del Oeste. Llorando en cada exposición, palpando el mundo en busca del rastro de mi pintor favorito. Robando cuadros terribles, traficando con ellos. Esquivando a duras penas los controles antirradiación de cada aduana, siempre cruzando las fronteras por el punto más débil, a menudo de forma clandestina, como el sin papeles que soy ahora.

»Me recuerdo encontrándote tras instalarme en esta casa para hacer que me retrataras justo antes de que Ksyusha entrara por esa puerta, después de década y media de abandono y miseria. Recuerdo como si fuera ayer la noche de la semana pasada en que mi amada se plantó frente a mí para decirme en voz baja y lengua rusa:

»—¿Te apetece una manzana Antonovka? He oído que las hay muy buenas en los jardines de San Petersburgo.

»—Mírame a los ojos y ahógate —le respondí—. Mira lo que voy a hacer con nosotros.

»Y mandé a Dumitru hacerte traer.

»No podía permitir que Ksyusha se paseara por mi vida como San Pedro por su casa, que entrara y saliera de mi mundo sin despedirse ni volverse a presentar. Que hiciera sus planes sin mí, su vida sin mí, para volver conmigo en el momento más inconveniente, justo cuando yo ya no quería verla más.

»Ni a ella ni a nadie en el mundo.

»La amo después de todo cuanto nos hemos hecho pasar y la odio desde el día después de que me abandonara, la odio mucho más ahora que ha vuelto a mi lado.

»No, no pude aceptar que ella reapareciera sin más, en un día cualquiera, que regresara de pronto para decirme un «¿Tan amigos? ¿Por dónde íbamos tú y yo, antes de que te rompiera el corazón en mil pedazos?» Esas cosas no las acepta un hombre, sino un pelele.

»Así que mandé a mi Dumitru que te hiciera venir.

»Después te recuerdo a ti, entrando desnudo por la puerta de mi sastrería, en la noche en la que viniste para pintarme.

Se vuelve a mirarme. Hace rato que espera que le interrumpa, pero yo ya no puedo parar esto.

Porque estoy a poco de terminar su retrato. Apenas me quedan unos efectos, dos o tres retoques simples y, tal vez, pintarle un fondo.

Sístole. Diástole. Sístole. Diástole.

Las lágrimas que no he llorado en diez años lavan mi rostro. Siento que me precipito hacia algo demoledor y me pregunto por qué habré tenido que morir y vivir para esto.