Sístole. Diástole. Sístole.

No lo aguanto más. El pulso me va a cien por hora en la rampa de un garaje.

Mi mono es un bonobo que me está dando por el culo. Es el babuino gigante más borde de su manada, el macho alfa. Me acaba de entrar una ansiedad que hace diez horas que me la espero y no, no puedo pintar en estas condiciones. Sístole.

Sospecho que Iván se ha dado cuenta, pero ahora no hay absolutamente nada de este mundo que me interese, nada salvo inyectarme al mundo.

Jefe, necesito un descanso. Salgo a mear y a fumar, vuelvo en quince minutos.

Me pongo el anorak, salgo de la cava y me apresuro a buscar el cuarto de baño, esta vez sí. Subo a la planta superior, superando el acceso escondido de la bodega. Irrumpo en la planta principal y reparo en que no hay ni una luz encendida.

A tientas por la casa de Iván, me pongo a buscar un interruptor, una puerta o una ventana que me saquen de la negrura en la que me ha vuelto a meter la heroína. Me chutaría aquí en medio, pero es que no veo un carajo. Me va a dar algo. Sístole. Diástole.

Vuelven a sonar unos pies descalzos en el piso de arriba. Pero en el piso de arriba no hay nada. ¿Qué se supone que hace Ksyusha en esa planta, si esa planta tiene unos interiores que parecen los de una mansión que lleva abandonada desde los años del imperio colonial?

Éste es un sitio demasiado lóbrego como para ir quedándose a solas y a oscuras. Y no, no pienso ponerme a dar voces. No veo qué le voy a explicar a Dumitru, si a lo que voy es a meterme un buco. No creo que cuele si le digo que tengo que orinar y me encierro en el baño durante el cuarto de hora que me paso de color azul después de picarme. No, me temo que voy a tener que apañarme a solas.

Saco el mechero. Un yonqui no es nadie si no tiene un mechero. Desafortunadamente, el mío apenas tiene gas. Y lo necesito para algo importante de cojones: pincharme (válgame Dios, ya no puedo pensar en otra cosa). De modo que me voy limitando a dar chispazos con la piedra del encendedor, sin atreverme a prender la llama.

Entonces pita en el bolsillo de mi anorak el teléfono móvil pagado por la Federación Rusa que ya ni recuerdo que acabo de estrenar. El aparato me avisa de que vuelve a tener cobertura, dice que al salir de la bodega volvemos a estar conectados a la red telefónica.

Y eso está alertando a los hombres que me vigilan, les informa de mi posición, les dice que ya pueden llamarme. Aunque yo no puedo saber eso en este preciso instante, lo comprenderé dentro de escasos minutos.

De momento me limito a descubrir que tengo conmigo la luz de la pantalla del teléfono. Saco el aparato y apunto al frente con él. Veo la salida a una sala de estar que tiene varias puertas abiertas. Escojo una de ellas sin dudar: camino guiado por la luz mortecina del chisme electrónico, pero me dirijo hacia el ruido que hace la máquina que respira por la mujer asiática mutilada que sé que se encuentra en esta casa.

Es su casa, al fin al cabo.

También se supone que este chalé es el domicilio habitual de Guadalupe Domínguez Cebolla, la mujer que cuida de la impedida propietaria. Aunque yo a esa asistenta mexicana todavía no la he visto por aquí… Si sé de su existencia es porque he preguntado en la gasolinera que hay montaña abajo.

Avanzo por lo que parece un pasillo principal hasta que queda a mi derecha una puerta de cristal por la que se cuela la luz de la luna.

Es una entrada a un patio exterior.

A un invernadero. Un cobertizo que tiene un techo acristalado y sucio por el que se cuelan trozos grandes de una noche despejada a más de mil metros sobre el nivel del mar. Un manto de estrellas me alumbrará la dosis.

Aunque sigo estando dentro de la casa, me siento envolver por un frío que pela y un centenar de plantas muertas, resecas, podridas. Es un escenario perfecto para anestesiarse el alma, este invernadero amortajado en el que crecen sólo telarañas, hierbajos raquíticos, mohos horribles y mi enorme King Kong parenteral. No se me ocurre jardín más perfecto que éste para un tío como Iván. Esta rosaleda muerta parece una foto de Prípiat. Aquí hay cosas agostadas que amenazan con un pinchazo.

Yo, por ejemplo.

Total, que me desmorono aquí en medio. Como cuando en Insult Line me lanzo de rodillas a chupársela por fin a un desgraciado chulesco, a cambio de unos céntimos por minuto.

Caliento la cuchara. Bombeo. Cierro los ojos. Me castigo el macarrón.

Diástole. Diástole. Sístole.

Dentro de mí se abren los girasoles al amanecer, se abren los dedos del puño de un bebé que acaba de mamar, se abre de piernas la vida hasta hacerme explotar.

Ni el frío ni la misión consiguen sacarme del éxtasis. Durante diez minutos estoy reventado con la ropa revuelta, los ojos desquiciados y el rostro descompuesto, retorciéndome en el polvo y el limo del suelo. Soy la lombriz de tierra de la politoxicomanía. Diástole.

Me calmo por un momento y, como voy todo ciego, hago lo que solía hacer al comenzar a pincharme: saco el móvil en busca de un videojuego.

Por desgracia ahora mi móvil es un modelo ruso con el que apenas me aclaro pese a que me han puesto los menús en inglés. El trasto no tiene videojuegos, pero tiene bluetooth. Eso quiere decir que puede mandar fotos a otros teléfonos compatibles que haya cerca, o eso creo. Pulso sobre el icono que sirve para buscar otros teléfonos bluetooth, pero me dice que no encuentra ninguno en veinticinco metros a la redonda.

Se me va la olla. Me guardo el móvil en el bolsillo del anorak y justo cuando estoy tomando aire para volverme a poner en pie…

Bingo. Vuelve a sonar mi móvil, hablando del Rey de Roma. La Madre Rusia me ha detectado y ahora me está contactando.

El timbre del aparato chillando antes de que empiece la función suena en mi cabeza como una sentencia judicial; descuelgo yo, que soy el acusado que se pone en pie para escuchar su condena, y le digo al armario que me lleva tres noches vigilando:

—¿Qué es exactamente lo que quieren ustedes del hombre al que retrato?

La pregunta, lanzada a su yugular sin titubeos, le espeta y le descoloca un momento, tras el cual se propone devolverme el golpe y arremete sin piedad.

—Pedazo de imbécil, de tu amigo no queremos nada salvo separarle la cabeza del resto del cuerpo. Lo que nos lo impide es que tiene una bomba sucia y es capaz de detonarla si nos acercamos mucho a él.

—Pero si yo ni sé lo que es una bomba sucia —contesto. Y suena como el lloriqueo de una nenaza.

La heroína me ha vuelto sincero, me ha vuelto débil. De repente parece que ya no me importa mi obra ni me importa Iván. Salvar el aguijonazo del placer es cuanto me queda y cuanto me interesa en este instante pusilánime. De momento estoy superado. Mi mundo vuelve a empezar y a terminar en el caballo.

Lo que pasa ahora conmigo es que, tras colocarme, acabo de desatar un gran conflicto en mi interior. Estoy tratando de enmendarme y, para más inri, me dispongo a sacrificarme, algo que no recuerdo haber hecho en mi vida. De ahí que me asalten los momentos de flaqueza y éste es uno de ellos.

En rigor, yo todavía no puedo saberlo, lo iré viendo venir de aquí al final de esta historia, pero lo cierto es que éste va a ser mi último momento de yonqui arrastrado. Mi última ignominia.

La voz al otro lado del teléfono suspira, me insulta y me machaca. Yo encajo como sólo yo sé encajar. Intercambiamos media docena de frases hechas, de las que empleo en Insult Line cada vez que necesito que el interlocutor me deje un poco de tiempo para pensar en cómo voy a llevar el diálogo, hasta que de pronto la conversación adquiere un derrotero mucho más instructivo.

El ruso capitula y me lanza una explicación:

—Las bombas sucias se arman con explosivos convencionales, caseros, si es necesario. No tienen nada de especial ni nada específico, salvo que son sucias, que llevan residuos tóxicos junto a su carga. Residuos que si vuelan por los aires pueden desplegar un grave peligro en materia de contaminación. Su objetivo último no es la detonación, sino la diseminación de un agente NBQ. Un contaminante nuclear, biológico, o químico.

—Sigo sin saber qué es exactamente lo quieren que busque en este sitio. Yo no sé cómo es un agente contaminante. ¿Puede usted describirme el artefacto?

La voz vuelve a insultarme y a descargar conmigo. Sería un magnífico cliente. Estoy por decirle que, para tales menesteres, me vuelva a llamar por las mañanas, supongo que puedo hacerle un buen descuento.

Al final se calma y vuelve a lanzarme datos jugosos:

—Busca unas barras de carbono negro metalizado adheridas a un lote de cartuchos de dinamita. Hablo de grafito, varas de grafito como las de los lápices portaminas, pero de varios centímetros de grosor. Suelen servirse junto a explosivos de demolición.

Barras de grafito. Me suena.

Estoy de mierda y plutonio hasta el cuello.

No digo nada, él sí:

—¿Quieres ver tus cuadros expuestos en el museo Hermitage? ¿Quieres que cuelguen en los expositores del Guggenheim de Vilna? —me dice, sonando golosa, su voz cuando ya no transporta más insultos—. Nosotros podemos arreglar eso, podemos convertirte en una estrella, podemos devolverle tu arte al mundo… Sólo tienes que colaborar un poco ahora y haremos de ti una leyenda.

No me lo creo.

Dudo mucho que puedan conseguir eso y apuesto a que si les doy lo que me piden mi premio será un pedazo de plomo como el que llevan ellos en sus petos antirradiación. Tampoco creo que exponer en ningún museo importante le abra a mi vida ni puertas ni piernas. Yo no necesito un empujón, yo lo que necesito es volver a pintar. Y eso es justo lo que tratan de arrebatarme.

No obstante, sigo tanteando mis cartas en la oscuridad.

—Este sitio es enorme y negro, como la cueva de un oso —le digo—; y para colmo está medio en ruinas. No sé cómo quieren que encuentre algo como eso por aquí.

—¿Y para qué te crees que es el medidor de radiación, inútil?

Me cuesta pensar. Sé que la pregunta es de Perogrullo, pero tardo en responder:

—Oiga, que yo he venido a pintar. No puedo ponerme a registrar la casa de este señor empleando un contador Geiger como si fuera un artificiero. ¿En su país no conocen la palabra discreción?

—Idiota, si puedes sostener esta conversación estando ahí adentro seguro que también puedes ingeniártelas para encontrar ese maldito chisme y decirnos dónde lo tiene. No esperamos que lo desactives ni que le programes una detonación controlada, nos basta con que nos digas a qué tenemos que atenernos. Dónde para quieto.

—¡Claro, seguro que me resulta muy fácil hacer algo así! —estallo, sin poder contener más el tono de mi voz. He sonado terriblemente sarcástico.

Tanto que la voz al otro lado de la línea se calla. Ahora es él quien está pensando. Improvisa algo. Sé que lo hace, porque yo me gano la vida desde hace meses sosteniendo duelos verbales. Sé que lo hace, porque ni yo ni mis limitaciones entrábamos en sus planes.

Soy el elemento discordante de esta operación. No saben qué hacer conmigo. No tienen claro si van a quitarme de en medio, si puedo ser su tonto útil o si les voy a complicar del todo la misión de búsqueda y captura.

Así que me van tanteando. Tratan de ver qué puede esperarse de un toxicómano anónimo que se ha colado en la función para formar parte del reparto.

Me estoy preguntando si no estará consultándole a alguien o a algo cuando aparece de nuevo su voz en la línea. Esta vez trae una propuesta estúpida:

—Quieres que… ¿le distraigamos? Podemos llamar a la puerta y, si nos la abre, montar un pequeño lío. ¿Tendrás bastante con unos minutos?

Intento aclarar mis pensamientos. Cuesta mucho, con este colocón. Pero hay cosas bastante evidentes.

Es una idea tonta.

De película mala.

Estos rusos con los que estoy tratando no son tan profesionales como cabría esperar, no son la Spetsnaz.

¿Cómo es eso? ¿Seguro que estos tíos trabajan para la Federación Rusa? ¿Moscú me mandaría a estos patanes desde el otro extremo de Europa? ¿Y si son cazadores de recompensas, o algo peor?

Me temo que no puedo fiarme de esta gente. No me parece que estén a los mandos de nada.

Así que hago lo que nunca hago yo. Lo que se supone que no puedo hacer jamás.

Colgar el teléfono.

Y de repente me vuelvo a sentir un hombre libre. Se ha secado el sudor que me recubría todo el cuerpo. Se ha evaporado el fogonazo de la heroína. Acabo de convertirme en un fulano autónomo, solvente e independiente.

Uno de esos tíos que pueden apagar sus teléfonos móviles, ponerse en pie y reanudar sus guerras con el mundo.

Salgo del invernadero tambaleándome. Ahora que ya no puedo contar con la luz del teléfono celular y acabo de despachar mi penúltima papela ya no me sabe mal despilfarrar el gas de mi mechero para alumbrarme.

Dejo que su llama se estabilice y que mis ojos se adapten. Dejo que, poco a poco, mi pulso —¡diástole!— y mi presión sanguínea se normalicen. Dejo que mis oídos dejen de zumbar y los aguzo hasta localizar el rumor de la máquina que respira por la mujer sudasiática que se pudre a pocos metros de mí.

Pasan unos segundos y me las ingenio para seguir avanzando por el pasillo hasta que atravieso un amplio recodo que recuerdo haber visto en mi primera visita a este chalé.

Porque a mi derecha está la habitación de la mujer sin brazos y sin piernas, de la anciana sin pulmones y con vagina. No sé si podré hablar con ella, pero si no lo consigo ni veo rastro alguno de Guadalupe Domínguez Cebolla, igual comienzo a sospechar que a estas dos desgraciadas las han secuestrado en su propia casa… Así las cosas, si algo de lo que encuentro llega a confirmarme eso, pasado mañana soy capaz de plantarme en una gendarmería y cantar como una soprano.

Sí. Igual me decido a cascárselo todo a las fuerzas de la ley y el orden.

No me gustan los policías. No desde que L’Anti y yo tuvimos la mala idea de atracar unos ultramarinos a punta de pistola, a las afueras de Toulouse. Temo que pueda salirme cara la broma si planto mis pies en una comisaría, pero creo que prefiero tratar con gendarmes a tener que despachar con una especie de aprendices de la KGB.

Así que me acerco al cuarto de la pobre señora. Se me apaga el mechero y me quedo con las mismas luces que la lancha del tabaco, menos mal que tengo la suerte de que se escape una rendija de iluminación eléctrica por las juntas de la puerta, así que camino hacia el rectángulo amarillo que tengo delante. Extiendo los brazos al frente como una momia y doy cuatro pasos más hasta que toco el pomo —bailongo, flácido— de su puerta. Tiro de él y ahí está la dueña del lugar, demasiado desnuda. Y demasiado mutilada como para cerrar las piernas.

Lleva por toda ropa el visillo blanco hueso del dosel de su cama. No se han tomado la molestia de vestirla con otra cosa y, sin embargo, han dejado en su sitio un accesorio tan molesto a la hora de tratar el lecho de un enfermo como es un cortinaje de cama. Me pregunto si lo hacen para humillarla.

Sus cuatro muñones cortos repelen tanto la mirada como lo hacen sus colgajos, su sexo, sus espantosos tatuajes jemer. No obstante, nada resulta tan molesto de sostener como su mirada. Está muy grave. Todas sus cicatrices y amputaciones son quirúrgicas. Le han extirpado muchos órganos. Le han abierto el tórax varias veces y la cabeza en una ocasión.

Trato de entablar conversación con ella, pero es como hablarle a un mueble a medio desmontar. Duele verla gesticular hasta desencajarse la mandíbula bajo la mascarilla de oxígeno, y bizquear y llamarme Jean Paul y tratar de hilar frases que no tendrían sentido ni aunque me tradujeran las palabras que suele intercalar en camboyano.

Me armo de paciencia, le pregunto por los hombres de este sitio, le pregunto si le han hecho algo, le pregunto si está bien, pero no hay mucho que se le pueda arrancar tras dos minutos de hablar con ella y subirle un poco la tasa de infusión de su goteo intravenoso.

Porque acabo de descubrir que le están administrando cloruro mórfico.

Me ha tocado la lotería. Me guardo toda su morfina en el bolsillo y registro el cuarto en busca de más tesoros.

No hay Tranxilium, ni Midalozam, ni Toracina, ni ningún otro sedante que yo me suela meter, pero hay otras cosas que prometen. Abro cajones, aparto libros de la estantería, echo un vistazo a cuatro prospectos. Vuelven a sonar en el piso de arriba los pies descalzos de Ksyusha, pero arriba no hay más que ventanas rotas, polvo y carcoma. De Guadalupe Domínguez Cebolla no hay ni rastro. Tengo que apresurarme si no quiero que Iván me descubra aquí. Debo de llevar más de quince minutos fuera de juego.

Termino incautando medio botiquín. Hay fármacos por aquí que no tengo ni idea de lo que son. Hay cosas contra el cáncer y otras enfermedades terminales. En circunstancias normales me los llevaría todos, quizás para probarlos al tuntún, quizás para preguntarle a L’Anti por ellos… El hecho es que ahora no necesito más porquerías: ya tengo todo el dinero y las drogas que voy necesitar en las veinticuatro horas de vida que me quedan.

Porque me queda bien poco, de eso estoy seguro. Le he colgado el teléfono al que probablemente sea el único hombre que podía ayudarme, al que probablemente sea el que me va a matar. No me va a dar tiempo de meterme toda la medicación de esta pobre señora.

Aun así, escarbo entre sus cosas. Revuelvo también entre los prospectos y los envases que hay en la mesilla junto a su cama y, sin querer, se me cae el libro que le deben de haber estado leyendo a la enferma.

Lo recojo del suelo para devolverlo a su sitio, no sin antes echarle un vistazo. Es una vieja traducción al francés del Guerra y paz de Tolstói. Sobresale de él un marcapáginas, un punto de lectura, pero no uno de cartulina o de tela. Es un rectángulo de papel. Una foto.

La foto.

Oh, Dios mío. Ahora comienzo a entender.

En el centro de la foto está Ksyusha, agarrada a las crines de un trotón penco muy engalanado, huyendo de San Petersburgo en la noche en la que comenzó a perseguirla su país. Lleva puesto un traje de color morado y su cara es un terrible gesto de pánico que no consigue dominar la escena.

La escena pone toda su atención sobre Iván.

Porque tras Ksyusha cabalgan los ojos de Iván.

Dos ojos que devuelven la luz del flash de la cámara como dos tizones al rojo.

Dios, sus ojos…

—Esos hijos de puta han devorado a mi Lupita y ahora van a tomarme a mí —me dice de pronto la anciana camboyana. Su lengua y su mandíbula inferior tiemblan como si fueran de gelatina.

Yo no entiendo nada de lo que acaba de decir. No sé quién es Lupita. Todavía no puedo saberlo porque la gran mayoría de los franceses no sabemos que Lupita es el diminutivo de Guadalupe.

Yo ya lo comprenderé mañana por la noche, poco antes de morir.