Se dobla frente a la caldera, se pone en cuclillas y toma un par de pequeños sorbos de su copa. Nunca le he mirado de tan cerca antes, está a dos metros de mi pincel, a un zarpazo de mi cara. La luz de la lumbre le domina los rasgos de la cara y estoy seguro de que no me será posible obtener una escena de su semblante más cálida que ésta.

Las arrugas de sus párpados y de las comisuras de sus labios se niegan a decirme cuántos años puede tener este hombre. Podría tener cuarenta y pocos, quince arriba, quince abajo. El brillo de su piel contrasta con la oscuridad en sus ojos, que rechazan incomprensiblemente la luz de la fogata. Busco esa centella en sus pupilas, pero no está. No hay ni rastro de ella. El reflejo de las llamas en su mirada es un premio que ha quedado desierto, una tremenda escena de silencio en una obra de teatro escandalosa.

Una línea en blanco en el epicentro de esta historia.

Iván tiene los ojos secos de una muñeca muerta. Es casi terrorífico. Siento ganas de preguntarle por ello, pero temo que ésa sería una de esas preguntas esquizofrénicas sobre el color y la luz que sólo haría un pintor loco y decadente que, para colmo, se ha colocado demasiado últimamente.

En serio. De un tiempo a esta parte suelo interrogar a las personas por el brillo de las cosas, por la vida que puede verse chisporroteando en algunos objetos inertes y lo inertes que pueden encontrarse algunos seres vivos ante los ojos del que mira. Cuando hablo sobre esas cosas la gente reacciona como si acabara de romperse un plato en el banquete de una boda. Sé que es una neura mía, que nadie me comprende cuando me obstino en hablar sobre mi manía de comparar colores y formas, contrastes y reflejos, calor y proporción.

No obstante, aquí he venido a pintar las cosas que veo yo, tal y como yo las veo; y ahora acabo de tener un ramalazo impresionista. De modo que me apresto a cazar la escena y decido invertir este precioso instante en esperar a que aparezca la inminente chiribita en los ojos de Iván. Sostengo el pincel chispado de amarillo hueso en la mano, mantengo la espalda arqueada, contengo la respiración; aguardo mejor que un fotógrafo de guerra, acechando a la luz como si esto fuera un paisaje en vez de un retrato y el sol estuviera a punto de darle el toque definitivo a una escena radiante para mí, pero nada sucede.

Iván mueve la cabeza y paladea su vino. El fuego se agita frente a él. Cambian los ángulos, vallan las llamas y varía el enfoque de la escena. Todo queda dispuesto, pero no llega el resplandor. No hay rayo verde. No hay ni una rendija de luz rebotando en su córnea, nada que responda en su cristalino. Lo único que sale a mi encuentro es una sutil sonrisa en los labios de Iván, que se mantiene sentado sobre sus talones, de puntillas frente al fuego. Mira las llamas y reanuda su relato.

—Llevan años tras nosotros, cazándonos por asedio, como antaño solían cazarse los osos de las nieves. Nos persiguen hasta acorralarnos en nuestras madrigueras y forzar finales terribles. Ya he creído darles esquinazo en varias ocasiones, pero siempre terminan volviendo a dar conmigo y con los míos… Y cuando lo hacen es siempre igual. Mandan a por nosotros a unos hombres duros, de rasgos cortados y determinación encomiable, pero nada. Nunca les sale bien. Creen que porque han cogido a muchos de los míos podrán cogerme a mí, pero se equivocan.

Yo no digo nada. Él mira la hoguera, pensativo.

—Conmigo se equivocan. A mí sólo me cogerán cuando decida entregarme.

—¿No prescriben los crímenes del antiguo régimen, para la Federación Rusa?

—Hijo, esto ya no tiene mucho que ver con aquel dignatario kirguís al que maté. Aquello sólo fue la tropelía que les volvió a situar tras mis pasos, culpa de la foto que me hicieron cuando tratábamos de huir de Leningrado.

—¿Pero qué clase de crímenes contra el Estado cometió usted para que mandaran tropas a buscarle a las inmediaciones de Chernóbil? ¿Y cómo pueden andar tras sus pasos después de todos estos años, con todo lo que ha llovido en Moscú?

Él mira a un lado y a otro de la estancia. La pregunta parece haberle puesto nervioso, o tal vez sea que no encuentra forma de responder a ella.

—El odio entre los perros y los lobos es eterno, ancestral. Son depredadores hermanos que llevan matándose desde el primer día en que se vieron. Distintas almas, distintas formas de vida, la misma bestia. Dos familias incestuosas que viven inmersas en una contienda que nada entiende de tiempo y lugar, sólo el número de las fuerzas en liza determina los movimientos de la batida. Puedes cobrarte unos lobos con una partida de caza encabezada por una jauría de galgos y suele pasar que los lobos dan buena cuenta de tus perros de presa si se te extravían o si exceden su acoso hasta alejarse demasiado del grupo.

Toma un trago de su copa e insiste en su discurso, se va encendiendo con él:

—El día a día no ve más allá de la batalla, no tiene una perspectiva de la guerra; la política hace cientos de años que fue dejada atrás y luego olvidada, sólo queda una vendetta entre estirpes. Ni yo ni los hombres que acechan ahí afuera sabemos bien por qué nos tenemos que enfrentar. Somos escaques de distinto color. Cara y cruz. Sístole y diástole.

Diástole.

—No veo qué le hace a usted diferente de cualquier otro fugitivo.

—Hay un mal que traigo conmigo, una amenaza que tratan de destruir.

Una bomba sucia, supongo. Pero yo no le puedo preguntar por eso.

Se me da muy bien maniobrar en las conversaciones feas. He ejercido como un profesional de eso, en Insult Line, de modo que sé cuándo y cómo dará resultado mi treta, mi cambio de tema repentino.

Así hago un quiebro, sin titubear.

—¿Qué es este sitio, Iván? —le pregunto de pronto, barriendo con la mirada a mi alrededor—. ¿Por qué una destilería ilegal bajo una mansión tan distinguida? ¿Se puede llegar a pagar una casa como esta a base de evadir impuestos al fisco?

—Hijo, esta madriguera no se hizo para el vino ni para estafarle las tasas al Gobierno de la República. Esta cava se hizo en 1914, el año en que Francia decide prohibir la absenta. Aquí se estuvo destilando hada verde hasta los noventa, momento en que se vuelve a legalizar el consumo de ajenjo y el agujero en que estamos deja de ser una destilería clandestina para convertirse en una extraña bodega.

—Curioso. ¿Le contaron todo eso los propietarios de la casa?

—En efecto.

No sé qué me pasa. Me resulta imposible eludir los asuntos espinosos.

—¿Y quiénes son?

—Pues los ilustres gabachos que solían venderle absenta por correo a mi buen Dumitru, que es todo un experto en el arte de burlar los controles de aduanas. Cuando le dije que veníamos a esta provincia de Francia, él se puso en contacto con los propietarios de este lugar y, en vez de hacerles un pedido, les solicitó consejo en cuanto al alojamiento. Ellos nos ofrecieron amablemente esta casa, por un módico precio.

No me creo nada.

—¿Y cómo es que hay tantas ventanas rotas en el planta de arriba?

—El segundo piso lleva cerrado desde los años veinte. Necesita reformas, tiene goteras, está destrozado. Es un trastero, poco más.

Ahora sí que no me creo nada de nada, ni goteras ni trastero. Aquello es pura ruina. Desde el año catorce, lo menos.

Compartimos un rato de silencio. Supongo que ya es hora de que prosigamos con la historia de Iván.

—¿Les atraparon en Prípiat?

—No.

»No lo hicieron entonces. Nunca lo han hecho.

»Registraron un par de edificios yendo puerta por puerta. Fueron acercándose a las del piso en el que estábamos nosotros, pero Dumitru puso dos barras de grafito frente a la entrada de la habitación en la que dormíamos. Moderador mineral de neutrones, como el que ardía bajo el sarcófago del reactor. Dos piezas del grafito que se emplea para envolver el uranio y así detener las reacciones atómicas y apagar los reactores. Hijo, si metieras esa cosa dentro de una piscina se pondría radioluminiscente, irradiaría un fulgor mucho más amenazador que el habitual en el Efecto Cherenkov. No hay mayor veneno que esas barras de grafito que volaron por los aires cuando estalló el reactor. Dos mil roentgens, eso da muerte a toda vida. Manda al otro mundo a un hombre sano en menos de media hora.

»Sólo ver aquello ya les envió bien lejos. Apuesto a que algunos de ellos sintieron en el acto los primeros síntomas del abrazo de la radiactividad. Dolor en los ojos, sabor a plomo en la boca, sensación de presión en los oídos, hinchazón en las manos, nauseas al cabo de unas horas, quemaduras internas que aparecen tras cuatro días, cáncer que se diagnostica al cabo de unas semanas.

»Los soldaditos de (petos de) plomo tardaron semanas en volver a aparecer por la ciudad. No lo hicieron hasta descontaminarla. Escamparon y los técnicos nucleares les tomaron el relevo, para liquidar aquellos residuos.

»Entonces comprendí que Dumitru era como nosotros. Él también se parapetaba tras la radiación.

»También estaba siendo perseguido. Y, al igual que nosotros, terminaría venciendo a la lógica del sistema, al Estado y a la radiactividad, como esos árboles enfermos que se levantan de entre las grietas del asfalto de Prípiat, o esa especie de golondrinas que construyen sus nidos sobre los buzones de correos de las plazas del centro de la ciudad maldita. Hay cosas que salen adelante contra toda la humanidad; los samosely éramos una de ellas.

»Dumitru durmió bajo nuestro suelo, en la planta de abajo. Al anochecer, las tropas de la Spetsnaz se retiraron y él aguardó a vernos salir de allí. Se mantuvo tras nosotros durante días, siguiéndonos desde la distancia, contando nuestras pisadas sobre la nieve, oliendo nuestras embestidas sexuales bajo cada conífera muerta y deshojada que aparecía en el camino hacia nuestra granja. Nosotros no sabíamos quién era aquel hombre y qué quería. Por qué nos seguía. Seguimos sin saberlo, hoy día.

»Lo que sabemos bien y no olvidamos es cómo hizo Dumitru para unirse a nosotros.

»Pasaron dos estaciones. Un día anocheció y nosotros nos retorcíamos en nuestro agujero. Afuera cantaban mil grillos deformes. Ya era verano y la nieve se había retirado por unos cuantos meses. La noche era cálida. Podía pasar que un hombre se plantara frente a tu casa y…

»…la pintara.

»A la intemperie, a las tantas.

»Eso fue lo que nos hizo Dumitru. Pintar nuestra granja a la luz de la luna. Plantó un taburete y un caballete plegables y desplegó lienzo y óleos. Se puso a pintar la isba en la que vivíamos al tiempo que silbaba una melodía muy dulce.

»Un saqueador llamaba a nuestra puerta.

»Uno al que yo ya conocía. Porque Dumitru y yo, ya hablaré de eso más adelante, nos habíamos encontrado mucho antes de que yo conociera a Ksyusha.

»Así que salimos a recibirle y no nos costó entablar una conversación con él. No éramos partidarios de intimar con los samosely, pero él tampoco.

»Tampoco solía tratar con los samosely. Y tampoco se consideraba uno de ellos. Los samosely tienen la virtud y el defecto de jamás considerarse samosely a sí mismos.

»Estuvimos de cháchara hasta el amanecer, y luego tres noches más. Dumitru tardó cuatro noches en pintarnos posando junto a nuestra granja.

—¿Invirtió cuatro noches consecutivas en captar un posado?

—En efecto.

—Me suena.

No decimos nada. Él parece esperar a que yo le de paso o le obstruya definitivamente el camino. Opto por lo segundo. Le mando contra las cuerdas.

—Iván, ¿qué son estos… retratos? ¿Qué le estoy pintando? ¿Qué significa tanto pintar durante cuatro noches seguidas?

—Todo y nada. Es un ritual, hijo.

—Un ritual.

—Uno muy antiguo. La buena pintura siempre es ritual, ceremonial. Unas veces es arte y otras no, pero siempre es pura magia.

—No me diga —respondo yo, con retintín.

—Hablo muy en serio, hijo.

Se hace un silencio incómodo, hasta que Iván se decide a explicarse mejor.

—Si examinamos la historia de la pintura —me comienza a decir, en tono discursivo—, resulta que todo arranca con el arte rupestre, que se gestó en cuevas como esta en la que estamos. El hombre primitivo retrataba a sus presas para propiciar la caza. Era un rito mágico-religioso, un proyectar de los anhelos para materializarlos, para darles forma. Era visualizar la presa, el futuro, la realidad que acechar. Era poder y lucha, era pintura; eran cuatro lunas hasta la noche del cazador. Y así comenzaron a pintar los hombres, porque cuando se trata de auténtico arte pictórico, los hombres pintan igual que persiguen sus sueños.

—Muy bonito. Pero aquí no hay ningún troglodita.

—Los etruscos fueron un pueblo que pintó durante siglos, y toda, absolutamente toda su pintura estaba dedicada a la vida en el más allá y los ritos religiosos. Ellos fueron los herederos de la antigua Grecia y los precursores de Roma. Tras Roma llegaría el medioevo, que fue un periodo de la historia de la humanidad en el que toda o casi toda la pintura notoria fue de tipo religioso. Se pintaba porque así lo exigía el rito. Se pintaba por creencias, por actos de fe, por motivos que no son de este mundo. Se pintaban catedrales, santos y milagros. Se pintaba siguiendo una serie de liturgias que no han cambiado en miles de años.

»Hay algo muy antiguo y muy especial en la pintura, en los cuadros hechos a la luz de la luna y al calor de la lumbre, obras en las que un pintor decidido trata de capturar el alma de las cosas. Todos los pueblos de la antigüedad lo supieron. Es algo que siempre ha estado ahí, para el que lo sepa encontrar.

»La pintura medieval dio lugar al arte sacro, siguiendo con la Europa en la que nos encontramos. El arte sacro dominó buena parte del Renacimiento y el Barroco; y ya en 1954, Salvador Dalí pinta su Crucifixión tras hacer posar a Gala durante cuatro noches.

»Allá donde ha habido arte y genio siempre se ha pintado en cuatro lunas, hijo. No es ninguna manía soviética, no es un homenaje a Dostoievski. No es patrimonio exclusivo de los matrimonios por secuestro del mundo kirguís ni es la forma de entablar amistad entre los samosely. Es una forma de hacer algo espiritual de las cosas, una reverencia que puede significar lo mismo miedo que respeto o protocolo. Una liturgia que se emplea en muchos actos solemnes de distinto tipo y credo, lo mismo que las velas y los inciensos. Es un culto ancestral genérico.

»De hecho, los clérigos musulmanes dictaron prescripciones estrictas contra las pinturas de gente y animales para detener a los hombres como Dumitru y yo, por mucho que dijeran que lo hacían para proteger a la gente de los ídolos. También hay cientos de tribus africanas que encuadran dentro de la maleficencia a todos los retratos, porque creen que hasta las fotografías tienen el poder de capturar el alma de las personas.

—Así que usted quiere que yo capture su alma —le digo, esta vez con sorna.

—Para eso he venido hasta aquí, hijo. Para que me la quites y te la lleves contigo, allá adonde vayas.