De un bofetón caigo en la cuenta: esta noche hay luces en el chalé.
Mi coche y yo entramos en la finca y nos pasmamos cuando vemos que todo el edificio está de repente iluminado como un árbol de navidad. Hoy trae hambre. Hay hasta un farol balizando su puerta principal, aunque hasta ahora no habíamos ni reparado en que siempre había estado ahí. Apagado.
Hoy no. Hoy luce como nunca. Hoy todo parece haberse despertado. Hasta el asistente del señor de la casa llama la atención por lo dispuesto que parece en esta noche.
Porque Dumitru nos espera con la mirada clavada en nuestro capó y una sonrisa de palmo y medio en el centro de su cara. Está en cuclillas sobre el travesaño del armazón del columpio. Es un ave rapaz sobre un hilo de teléfono, un enorme gato que otea desde la cúspide de una atalaya improvisada.
¿Cómo ha hecho para subirse a un larguero que está a casi dos metros del suelo? ¿Quién puede sentarse sobre sus talones desde semejante altura y mantener el equilibrio ahí como si nada?
Aparco a su lado, ya es costumbre. También se está convirtiendo en una costumbre esto de que sus perros me miren lo mismo que él. Uno de ellos se mantiene junto a la puerta, a un lado, tras la columna de entrada. No lo he visto al entrar. Menudo susto me habría dado. El otro lobo se ha tumbado en el porche. Ninguno de ellos jadea, ninguno descuelga o despendolea su lengua. No se mueven, no te reciben, no se inmutan, no.
Mientras tanto, en el interior del Talbot Horizon de mi corazón, diástole, hay un contador Geiger que se desgañita y descuajaringa como Gandalf en El Señor de los Anillos.
—Huid, insensatos —nos dice con su voz de ronquidos.
Luego se pone a rascar con su garganta de anciano como si cayera al abismo de Moria, pero yo no me inmuto y me limito a quitar las llaves del contacto. Mi coche, viejo socio, se echa a dormir sin más. También apago el cigarro y el estéreo. Acto seguido, apago los gañidos del medidor de radiación.
Su aguja apuntaba alto.
Era pretenciosa.
Me meto el teléfono móvil en el bolsillo del anorak. Salgo del coche y cuando mis zapatillas se posan sobre la nieve apelmazada suena como si Dumitru se hubiera dejado caer desde lo alto del columpio. Suena a que una enorme cagarruta acaba de aterrizar en la palangana de un retrete escarchado. Dos mierdas se expelen vaharadas de aliento sobre la nieve. Se dan la mano, intercambian frases de protocolo y halitosis. Después, algo tira de la cadena y nosotros partimos hacia el interior del chalé. Dumitru me indica el camino, yo le sigo.
Reparo en que lo que lleva puesto debe ser un enorme kabát, un abrigo de pastor eslovaco, de piel de oveja. Yo nunca he visto uno de ésos antes, pero ahora sé cómo son. Me lo contó Iván ayer mismo. Se trata de una trinchera de infame costura, groseros pespuntes e indefinido color, pardo sucio, podría decirse. El gabán le llega hasta los tobillos. Es tan ancho y corto como él, está hecho para retacos rechonchos, quizá a medida. Debe de valer una pasta, pese a que es una confección de los tiempos de la Checoslovaquia comunista.
Apuesto a que no se lo quita de encima. Apuesto a que es todo cuanto tiene.
Tiene eso y los billetes de cincuenta con los que dentro de nada estará pagando por mis servicios. Y tiene los cigarros más malolientes del mundo. Y un espantoso bigote. Y una boca pronunciada, horrible. Y una espalda que darme.
—¿Dónde voy a pintar hoy? —le pregunto a su chepa, sin rezagarme ni perder el resuello.
—Le veo determinado, amigo —me dice su nuca.
—Es viernes. Los viernes me siento pletórico de energías.
—Pues espero que las conserve usted, porque mi amo también parece ansioso por comenzar —responde Dumitru, marcándome cada palabra como si estuviera leyendo algo, pero sin perder su permanente acento rumano—. Hoy me ha hecho encender todas las luces al poco de ponerse el sol. Ha salido a pasear a los perros y ahora le espera, en la bodega. En el sótano de la casa.
Reanudamos la marcha y el chalé nos traga. Dumitru me arrastra y me lleva consigo, a toda velocidad. Yo le sigo como uno de esos galgos de caza avejentados a los que azuzan sus amos, justo antes de disparar sobre ellos. De algún modo, comienzo a meterme en el papel del rehén al que van a fusilar por nada.
Dumitru atraviesa el recibidor y se dirige a las escaleras principales, pero en vez de subirlas, las supera y abre la portezuela de un trastero que hay bajo los peldaños.
Pero no es un trastero. Contiene escobas y enseres de limpieza que, apartados como están, no ocultan una portezuela hacia una segunda escalera, que se adentra en el subsuelo. Bonito escondite. Una destilería ilegal de alcohol.
Nos metemos en él. Es alucinante. Es atravesar una puerta secreta.
Porque bajo el chalé de Iván habita la monstruosidad subterránea. Lo sé. Lo estoy viendo desplegarse frente a mis ojos. No me gusta nada. El sótano de su casa es un sistema de túneles aciago.
Ahora comprendo de dónde viene el olor a sudarios que sale de esta casa. Tiene las entrañas podridas, el puto chalé. Se asienta sobre unas catacumbas cubiertas de limo negruzco. Aquí no se puede ni elaborar ni conservar ningún vino sano.
Pero se supone que esto es una bodega.
Dumitru me hace seguirle por corredores desdibujados en la roca. El suelo sube y baja a nuestros pies. Una corriente de aire helado nos atraviesa. Un resplandor a lo lejos nos llama. Vamos hacia una cámara cava en la que Iván aguarda sentado, sobre el lomo de una vieja barrica.
Lleva puesta su formidable bata, bajo la cual se adivina un traje de excelente factura. Ha encendido una vieja caldera de leña cuyo cometido debe ser evitarle la congelación al vino, o tal vez templar la casa. No obstante, yo no creo que ninguna de las dos cosas pueda conseguirse fácilmente con una caldera de leña tan pequeña.
Eso sí, debe de llevar tiempo prendida, la estufa, porque la estancia no resulta excesivamente fría como para pintar. Es una cámara bastante grande. Hasta donde alcanza mi vista, contiene docena y media de toneles de vino y cuatro monstruosos aparadores repletos de botellas sin etiqueta. Una enorme bombilla pende desnuda sobre el conjunto, por toda luz. Luz que proyecta mil sombras sobre la roca sucia. También suficiente para pintar, aunque bastante justa. El resplandor de la portezuela de la caldera de leña abierta de par en par completará la iluminación que necesito. Siempre quise pintar junto al fuego. Me estoy poniendo fino de hacerlo.
Dumitru me señala mis enseres de pintura, desplegados en el extremo opuesto de la cava, al lado de la caldera. Excelente. Me aproximo al equipo y tomo asiento frente al lienzo.
El lienzo cobra vida ante mis ojos. No me canso de mirarlo. Veo en él lo inspirado que he estado desde el primer momento, también veo las dos sentadas que me quedan para terminarlo y sé que va a ser mi mejor trabajo.
Realmente tenía razón Iván, no voy a decepcionarle. Está quedando de puta madre. Por pintar algo así soy capaz de dejarme abrir en canal. De esnifar cesio, estroncio y uranio empobrecido. De dejar las drogas. Mi mono es ese macaco castrado que divierte a los niños que van al circo.
Me pongo a mezclar colores y me sorprendo al comprobar que mi pulso hacía años que no tenía tanto aplomo. Sé que falta muy poco para que el síndrome de abstinencia me destroce los nervios, por eso llevo encima todo cuanto necesito para reponerme: una dosis bien cortada de la heroína más suave. Es cuanto me he atrevido a traer. No quiero joderla ahora, pero tampoco sé si podré mantenerme limpio mucho tiempo. De momento aguanto muy bien, ya veremos cómo avanza la noche.
Dumitru se adentra en la cava y desaparece entre varios botelleros, debe de haber cientos de botellas ahí. Vuelve en un santiamén, portando una damajuana de vino y un par de copas enormes. De pronto Iván se encuentra olfateando con cuidado un caldo de excelente color y yo me enfrento a una copa de tinto que no sé si probar. El criado rumano me mete los consabidos cuatrocientos euros en el mismo bolsillo del anorak en el que llevo el teléfono móvil y se larga, dejándonos a solas y en silencio en una cámara de roca natural en la que el único cuadro y el único cuadrilátero son los que nosotros estamos haciendo.
Yo no puedo saberlo ahora, ya me enteraré dentro de unas horas, pero el caso es que en cuanto Dumitru nos encierra en la cava, se apresura a apagar las luces del porche, de la fachada, de todo el chalé. Se apaga también el canto de los grillos y hasta el farol de la puerta. Poco después, siete hombres que llevan visores de infrarrojos, armas con silenciador e intercomunicadores de radiofrecuencia militar se despliegan alrededor de la casa. Siguen el mismo protocolo que emplearon en Chechenia: toman lecturas telemétricas, sacan fotografías de los accesos al lugar y preparan un asalto bien coordinado. Los perros les miran y les huelen sin inmutarse ni hacer ningún ruido. Los perros parecen saber que esto se decide bajo el suelo.
Porque bajo tierra, Iván y yo nos enfrentamos a nuestro tercer asalto.
Las tropas pueden tomar posiciones por donde quieran, pero la guerra se está librando en el corazón del lugar. En la cava. Allí nosotros volvemos a enfrentarnos a una sesión de pintura.
Afuera todo es una larva que nos aguarda, engordando entre el silencio y la oscuridad.
Afuera tan sólo el chirrido del columpio meciéndose al viento junto a mi Talbot Horizon se atreve a romper la noche.