Esta vez no subo solo a casa de Iván.
Esta vez hay algo en el asiento del copiloto, un regalo que me han dejado los rusos. Un teléfono móvil con bluetooth que dice que sólo puedo llamar a los números que aparecen registrados en su agenda de contactos y, en su agenda de contactos, sólo aparece un número. Así que ahora tengo línea con ellos. Sólo con ellos. A la ambulancia no puedo llamar, no antes de que me haga daño.
Junto al teléfono hay otro cachivache electrónico. Un extraño y tosco aparato de color amarillo fosforescente que parece llamarse DRSB.
Yo no tengo ni puta idea de lo que es, a ciencia cierta, porque todo cuanto lleva impreso sobre sus controles está en cirílico.
Te reconforta ser un imbécil. Por eso algunos hacen el papel del chulo de putas estúpido durante el comunismo, quizás porque a menudo resulta conveniente. Me pregunto si Dumitru es tan imbécil como parece o si únicamente se lo hace para salir adelante. Me pregunto si Dumitru se esconde como si fuera un imbécil tras la sombra de Iván lo mismo que Iván se escondía como si fuera un imbécil tras la sombra de la alcahueta del Partido.
Desafortunadamente, yo no puedo esconderme de esto como un imbécil. Esta vez hace falta ser demasiado idiota para no enterarse de lo que pasa. Hasta Forrest Gump se apostaría un brazo a que ese trasto amarillo es un contador Geiger.
Pesa más que yo. Debe de valer una pasta, si lo vendo. Cuando lo enciendo y lo meneo va haciendo ruiditos raros, crepitaciones, pedos de altavoz. Su aguja me baila un zapateado si me lo acerco a los dedos de la mano con la que suelo pintar. Si lo llevo de gira por todo el coche se pone a carraspear, a batir sus palmas, a chascar unas castañuelas.
Ya no es tan divertido cuando caigo en la cuenta de que carraspea más cuanto más se acerca a las manchas de pintura de mis zapatillas.
Las manchas de la fantástica pintura de Iván.
Bonito chisme. Intenta alertarme de que estoy pintando el retrato del Señor Burns.
—Nucelar, se dice nucelar —digo yo.
—Dumitru, suelte a los perros —dice él. Dumitru es Smithers.
Malditos rusos. Maldito cabrón al otro lado del teléfono. Bonita manera de hacerme ver que esto va mucho más que en serio.
Me han dado un medidor de radiactividad. Un chisme amarillo chillón que deja de chillar a medida que la oscuridad nos envuelve y comienza a esgarrar como un tísico cazallero cuando mi Talbot Horizon y yo nos vamos acercando a la casa de Iván. Me hace apagar la música.
Dios.
Ese chisme parece que se vaya a morir de una bronquitis obstructiva y todavía no hemos comenzado a subir la cuesta que lleva al chalé.
Paro el coche, enciendo la luz del habitáculo y cojo el trasto amarillo. Lo examino una vez más. Me pongo a variar la posición de su selector central. Tiene una rueda en el medio y un interruptor para encenderlo y apagarlo, eso es todo.
Deben de haberme dado el modelo para ignorantes, para ceros a la izquierda. Para pintores. Pintores de los buenos. De los bohemios. De los yonquis.
Aun así, supongo que voy entendiendo cómo va esto, porque Iván me ha hablado del cesio ciento treinta y tantos, del yodo ciento treinta y tantos, del plutonio doscientos treinta y tantos, de su puta madre ciento treinta y tantos.
Muchos treinta y tantos distintos que va midiendo la rueda de la fortuna, la ruleta del demonio. O eso pone en el serigrafiado de sus distintas posiciones. Todos son Нeпpиятиe nosequé treinta y tantos.
Debo de estar midiendo distintos tipos de radiación. Distintas formas de joderme la vida. Y en todos oigo como el chisme del demonio se desflema y tose en mi cara.
Parece contestarme con un «eso también, tú también» a cada marrón que le planteo. Vaya mierda de oráculo. Es un árbitro que siempre pita falta. Un examen que suspender en cada convocatoria. Una moneda con dos cruces. Una ruleta rusa del cuarenta y cinco con el tambor cargado hasta los topes.
Esto me va a matar. Lo mismo que la heroína.
Me pregunto cuánto valdrán mis dos cuadros buenos si palmo de una leucemia dentro de pocos días. Tengo diarreas, vómitos y fatiga, como casi siempre desde que empecé a pincharme. Sé que esos son los síntomas del envenenamiento nuclear porque me crie en una época en la que se hacían muchas películas sobre esos temas, pero lo que me preocupa ahora es que se me ha empezado a caer el cabello.
Y estoy seguro de que eso no lo hace la heroína.
¿Realmente voy a morir para pintar a ese tío raro? ¿Me olvidarán como a un mierda si no remato ese lienzo? ¿Si por el contrario me las ingenio para estampar mi firma en el ángulo inferior derecho del retrato de Iván… eso hará que mi vida haya tenido algún sentido?
Es más, ¿hay algo de cuanto yo haya podido hacer desde que me parieron que le haya dado algún sentido a mi vida? ¿Cuánta de toda la gente que me ha conocido me recuerda ahora? ¿Vendrá alguien que no hable dialecto kirguís a mi entierro? ¿Alguien para preguntar qué coño hacen en cirílico las palabras «drogadicto» y «piojoso» junto a mi nombre, en una lápida pagada por la Federación Rusa?
No sé si el retrato de Iván va a ser una obra maestra para nadie, pero sí estoy seguro de que como me apee de esto ahora jamás volveré a formar parte de nada bueno.
¿Qué alternativas tengo a jugarme la vida pintando a Iván, dueño de dos perros muertos, dos cuadros traidores y dos ojos opacos? ¿Qué otra cosa puede hacer un cero a la izquierda, un ignorante? ¿Levantar el teléfono de Insult Line como el que levanta pesas? ¿Volver a juntarse con L’Anti y atracar otra tienda de ultramarinos a las afueras de Toulouse? ¿Buscar otro palo que le asegure la dosis durante unos meses? ¿No plantearse la desintoxicación ni por asomo? ¿Perderse hasta el funeral de sus padres? ¿Eso es una alternativa a algo? ¿Realmente tengo planes y proyectos que defender? ¿Hay alguna cosa que un tuercebotas como yo no haya echado a perder todavía? ¿Cambia algo si ahora empiezo a perder pelo y mañana lo pierdo todo?
¿Qué otra cosa, si no es la pintura, haría que un tío como yo recuperara las ganas de vivir de pie? ¿Hay algo que me importe más que el próximo chute, algo que me hunda más hondo que el próximo chute? ¿Tiene algún sentido vivir para poder matarse? ¿No es eso lo que hicieron Iván y Ksyusha al esconderse del Kremlin en las zonas? ¿No es eso lo que les salvó de una muerte anodina?
No recuerdo haberme formado. No he tenido una génesis como la de Iván ni merezco una némesis como la suya. A mí nunca me preguntaron lo que quería hacer con mi vida, lo que quería ser de mayor. Simplemente me hice mayor sin hacerme muchas preguntas. Supongo que ahora me toca hacérmelas todas. Esta noche.
Lanzar el contador Geiger por la ventanilla, dar media vuelta y volver a la ciudad. Desaparecer en el parque de los yonquis. Dejar la pintura atrás para refugiarme en la heroína. Hum. Me suena. Creo que ya hice eso al abandonar París. ¿Voy a volver a abandonar mi obra ahora que mi obra ha venido a buscarme a esta pequeña ciudad junto a los Pirineos? ¿Eso no habrá sido pasar la vida huyendo hasta perderla por nada?
Lo que ayer era nieve hoy es hielo. Lo que ayer eran cuatro neumáticos destrozados hoy son lo mejor del desguace.
Mi coche tiene ahora el cárter lleno de aceite fresco y amortiguadores dignos. Funcionan todas sus luces. Calza zapatas nuevas en cada freno. Me he gastado ciento y pico euros en él.
Me he pulido buena parte del dinero para drogas en tunear un Talbot Horizon y ahora me siento al volante de una máquina de follar. Soy un chaval con unos zapatos nuevos, un adolescente intrépido que conduce el coche de su padre.
Y la noche es joven.
Aparece el desvío hacia el camino particular que sube al chalé de Iván. Sé que no es el chalé de Iván, a carta cabal. Sé que jamás lo han alquilado. He preguntado por él en la gasolinera que hay cerca de aquí.
Hay una estación de servicio justo al pie de la montaña. En ella me han dicho que la mansión en la que vive Iván pertenece a una anciana medio asiática, una descendiente de los colonos del protectorado francés de Camboya, de la que no saben nada desde hace años. Al parecer, la anciana asiática se puso gravemente enferma. Una muchacha latinoamericana la cuida todos los días, aunque ahora hace unos cuantos que no la ven repostar. Se llama Guadalupe Domínguez Cebolla. Ella paga su gasolina con la Tarjeta Viaje-Club. ¿Quiero yo una Tarjeta Viaje-Club?
Me suena. No la Tarjeta Viaje-Club. Tampoco es Guadalupe Domínguez Cebolla quien me suena. Me suena lo de la anciana medio asiática gravemente enferma.
¿Se han instalado por las malas en la casa de una vieja rica e indefensa? ¿Han quitado de en medio a la mexicana que cuida ba de ella y se han apalancado en un chalé bien apartado de la ciudad?
Es evidente que voy directo al plató donde se va a rodar el penúltimo capítulo de mi vida.
Enfilo el desvío conduciendo con suavidad y en cuanto abandono la carretera principal me hago a un lado, al arcén. Salgo del coche y abro el maletero. Saco cadenas para la nieve.
Sí, también he comprado eso. También de segunda mano. Se acabó el hacer el soplapollas. Se acabaron los chutes a media cuesta. Ya basta de actos de suicidio de medio pelo.
Esta vez voy a conducir hasta la casa de Iván sin perder el control ni un instante. Voy a mantenerme sobrio y sereno. Sólo van a ser cuarenta y ocho horas más, esta noche y la de mañana. Después habré muerto, sí, pero por algo que merece la pena.
Me afano en preparar el coche para la ascensión, calzo las cadenas en diez minutos. No puedo saberlo a carta cabal, en este momento únicamente lo supongo, pero el ruso que me vigila está alucinando bellotas. Vuelvo a ponerme al volante y antes de arrancar el motor, aprovecho el vigor de mi nueva batería para encenderme un cigarrillo.
Un cigarrillo que me sabe a gloria.
Me sabe al Marlboro de un tío al que están a punto de fusilar.
Arranco el motor sin esfuerzo y subo, también sin esfuerzo, las quince putas curvas hasta entrar en la casa de Iván. El trazado bajo mis ruedas es un zigzag irrelevante que ya no se atreve a sorprenderme. El mono dentro de mis venas es un tití castrado que ya no se atreve a chistarme.
Porque ahora tengo un cabreo de tres pares de cojones.
Muy bien, esto se va a hacer.
Veamos de qué está hecho el infierno.