Abro los ojos y… diástole. Mi corazón se arranca a toda velocidad. No es bueno acelerar un motor en frío.

El timbre del aparato chillando antes de que empiece la función suena en mi cabeza como una sentencia judicial; descuelgo yo, que soy el acusado que se pone en pie para escuchar su condena, y la voz al otro lado de la línea se adueña de mí como un mazazo. Es la función que acaba de comenzar en el interior de mi cubículo, cada vez que me pongo al teléfono.

Porque yo tengo un trabajo, desde hace tres meses.

No soy buhonero, soy otro tipo de ganapán: tras trabajar de cualquier cosa mal pagada y eventual, he recalado en un cubículo con aire acondicionado.

En serio, curro en una oficina. No te rías. Podría pasarte también a ti. Sucede en las mejores familias.

En la mía tenemos empleos que son como reventar a una burra a empellones. Sin ir más lejos, yo mantengo un puesto de trabajo con el que me pago las drogas. Entro a trabajar a las once del mediodía y me siento frente a un teléfono digital hasta bien pasada la hora de comer.

Para orientarme en medio de todo eso y no faltar jamás a la hora de fichar, me valgo de mi viejo reloj despertador de la marca Lorus. Va siete horas adelantado, pero ya he aprendido a contar con ello.

Porque, aunque hago un horario de trabajo muy breve, es un horario al fin y al cabo. A un yonqui le cuesta mucho respetar y obedecer algo tan rígido como eso, mantener a raya el caos que habita en su interior, que le puede dejar profundamente dormido, impedido o imbécil en cualquier momento del día. De modo que yo me siento orgulloso de mi empleo de politoxicómano.

Y mi empleo es contestar a una línea 902 de ésas que se facturan por minutos a una tarifa prohibitiva. A un lado del hilo se pone el cliente, implacable, pagando un promedio de doce euros por llamada; al otro lado estaré yo, hasta que mi interlocutor cuelgue, aguantando el chaparrón, tratando de alargar la conversación hasta pasado mañana, intentando hacer caja. El circo suelta a sus fieras por toda la pista.

Y yo soy el payaso principal.

Soy el intrépido hombre bala. El enano retrasado. La mujer barbuda. El león amariconado que se enfrenta, yendo hasta el culo de opiáceos, a un domador musculoso que va hasta el culo de esteroides. Rujo y agito mi barba rala, el domador chasca su látigo y flexiona sus tatuajes, los tensa bajo una capa de sudor.

Soy la estrella del circo que se despliega en mi derredor. Soy el maestro de ceremonias de la feria más triste del mundo.

Porque la empresa que me emplea es muy especial.

Nuestra especialidad no es el funambulismo ni es la doma de bestias ni son los malabares ni las cartas del tarot ni el porno chorra. Nosotros somos el templo 902 de la humillación, el carnaval de la autoestima. Nuestro nombre no es Chernóbil, sino Insult Line.

Y yo soy el tío al que pagan para ser insultado.

Oh, sí. Me gano los garbanzos como operador de una especie de teléfono erótico al que llaman los sádicos. Me insultan, me humillan, me machacan, me destrozan verbalmente. Soy como ese hombre feo al que pasean en una jaula por todas las ferias, en la caseta del lanzamiento de tartas. O como el pobre desgraciado que termina cayendo al barreño de aceite si se acierta cuatro veces en la diana de la caseta del tiro con arco. Soy el tonto del pueblo.

Del pueblo francés, que me llama al completo, para esforzarse en maltratarme. Media República me tiene por su puta sadomaso cuando se trata de sexo por teléfono. O algo así. Porque a mí apenas me llaman chavales gamberros, a mí me suelen llamar enfermos maduros, maduros que ya llevan unos cuantos años enfermos, madurando la horrible idea de su enfermedad. Y yo los pongo malos del todo.

Soy el Doctor Insultos.

Unas veces, si veo que el cliente no tiene aplomo, interpreto el papel del mojigato sensible que se derrumba en mil sollozos y balbuceos a poco que lo vejan. Otras, cuando noto que el que llama es todo un cabrón con pintas, hago como que soy un señor bastante duro que comienza rebotándose y tratando de defender su dignidad para ir, poco a poco, hundiéndose bajo el dominante peso de la violencia verbal que despliega el anónimo y encabronado ciudadano, ése que decide gastarse los cuartos ladrándole al aparato.

Si trago bien y consigo hacer que vuelen los minutos, puedo sacarle un buen pellizco al cliente y eso, a final de mes, es lo que mantiene contentos a mis jefes. A mis dos jefes.

Porque soy el mejor en lo mío, aunque no sea nada agradable.

Soy pintor. De los caóticos. De los buenos. De los yonquis. De los malditos.

De los pinchaúvas. De los que puedes insultar, a cincuenta céntimos el minuto. Yo sí soy capaz de encajar lo que nadie soportaría. A veces me consuelo pensando que todo el mundo tiene jefes que gritan, insultan, muerden y amenazan, pero entonces tengo que pasarme por la oficina del mío para cobrar y entonces él aprovecha mi presencia para faltarme gratis, mientras me entrega el sobre, lleno de billetes arrugados.

Y eso me demuestra que lo mío no es ningún papel ante el auricular, me hace ver que lo que hago al restregarme por el cieno no es circunstancial, ni profesional, ni coyuntural: es lo único que sé hacer. Lo único de valor, visto que mi pintura ya sólo le interesa a Iván.

Y así es como me he ido dando cuenta de lo limitado que estoy. Un hombre realista comprende que su mala cabeza le viene de familia nada más se da cuenta de que está haciendo las mismas tonterías que hicieron sus antepasados directos y que, para colmo, las está haciendo todavía más gordas.

Mi abuelo dejó que reventara su burra, yo me dejo reventar como una burra. Porque mi empleo es el peor de todos, creo imaginar.

Puedes pensar que alguien tiene que hacerlo y que no deja de ser un trabajo. De acuerdo, pues prueba a hacerlo tú, durante unos meses. Al principio te crees que podrías vivir de ello felizmente, que es dinero fácil y que los insultos anónimos frente a un personaje que interpretas te rebotarán en una permanente coraza por los siglos de los siglos. Desafortunadamente, para cuando descubres que no es así, que nada ni nadie es realmente impermeable al infinito, ya ha pasado demasiado tiempo y tú te lo has tirado acostumbrándote a que te pisoteen por nada, a que te machaquen todos, porque para eso estás. Sucede casi sin que te des cuenta, sucede de repente y cuando te das cuenta resulta que hay un trozo de tu autoestima que se ha ido a tomar por el culo y ello implica que tu dignidad ya nunca se recuperará del todo: has estado poniendo los garbanzos sobre la mesa y el caballo dentro de la vena gracias a ello. Durante unos pocos meses, has sobrevivido a base de soportar y sostener el odio gratuito de los demás y ahora ya no volverás a ser el mismo tío que eras cuando todavía no te sentías como si las putas pudieran darte lecciones de amor propio.

No es un asunto de cuánto tiempo tengas para aprender a vivir con ello, es un asunto de que todas las horas incontables que pasas cayendo bajo terminarán pesándote en lo alto, sobre los hombros. Y cuanto más tiempo en el fondo acumulas, más machacado estás. Es como en el buceo, como cuando un submarinista pasa demasiados minutos en el fondo y la presión constante de las atmósferas y las toneladas de agua sobre él terminan venciéndole hasta que la narcosis del nitrógeno aparece en sus venas, para anularle. En algún momento sientes que se te apodera el tiempo en el fondo y notas como se te acaba el aire y que te estás ganando una embolia, o quizá que tus pulmones estallarán si tratas de emerger cuanto antes.

Lo sé porque yo buceaba, antes de empezar con la mala vida. Yo sé lo que es cuando el nitrógeno te nubla el juicio. Mis primeros colocones fueron así. De ahí ya pasé a las pastillas.

Ahora tengo a Insult Line.

Supe que era Insult Line y no las drogas lo que me había fastidiado el corazón cuando uno de esos hijos de puta que llaman me hizo casi llorar. De repente me di cuenta de que se me estaba yendo la cabeza. De que me lo había creído todo. Que me había pasado de hondo en mi agujero. Que me acababa de coger el pelotazo neuroquímico que Cousteau solía llamar «la borrachera de las profundidades».

Sístole. Diástole. Sístole.

Así que, en cuanto puedo, dejo de pensar en lo que le hago al teléfono y en lo que me hago a mí mismo y trato de recrearme en cuanto sucede nada más salgo del trabajo. Llevo mi memoria a todas esas charlas fantásticas que estoy sosteniendo con Iván, a todas esas virguerías que hago con mi vida y con mis pinceles ahora que estoy volviendo a pintar bien. Dejo de pensar en cómo y por qué hago las cosas que hago en el trabajo y me lanzo al ruedo, descuelgo el teléfono y arranca el chaparrón.

—Maldito hijo de perra, ¿a qué esperabas para coger el puto teléfono? —me brama la voz del cliente, trémula de rabia. Oh, Dios de las tempestades, tenemos aquí a un toro bravo, creo que reconozco su voz, es uno de mis habituales. En concreto, uno de los más encabronados.

—Oh, yo…

—Tú cállate la puta boca, despojo humano, pedazo de mierda parlante, que no te mereces ni el agua que te bebes. No te mereces ni que te hable tu confesor. Ni que te tiren a la basura, deshecho de alcantarilla.

—Por favor, no me diga esas cosas —le contesto yo, ya poniendo voz de estar padeciendo. Al principio se me daba bastante mal y las llamadas duraban poco, pero ahora que ya lo hago como todo un profesional, consigo engancharles de modo que ya no paran de gritarme hasta que se les va la voz.

A éste lo engancho durante media hora. Paso de la fase plañidera al capítulo de vicioso que empieza a cogerle el gusto a eso de que le digan mil guarradas.

Y mañana más, quizás con el mismo bastardo.

Comienzo a pensar que, de alguna manera, ese tío y yo tenemos algo. Estamos conectados. Compartimos algo íntimo. Él se enciende, aplastando mi voz; yo me apago por dentro, estirando la suya.

A veces me siento más rodeado de mierda tóxica que ningún samosely. Más agazapado que un proxeneta desnortado en la URSS de Gorbachov.

Pronto darán las cuatro y me podré ir al agujero en el que vivo, al piso de yonquis que es mi casa, con los billetes de Dumitru en un bolsillo y en el otro los otros sesenta euros de la sesión de teléfono de hoy. Estoy en racha. Creo que si sigo así conseguiré mantener al mono a raya hasta que llegue la primavera.

O hasta que yo decida limpiarme un poco para poder pintar.

Como anoche.

Como esta noche.

Mi vida parece comenzar cuando arranco mi Talbot Horizon y me dirijo a casa de Iván. Diástole.

Recuerdo haber salido hace pocas horas de casa de Iván, cuando iba hacia mi coche me pareció escuchar gritos, bajo el suelo. Aullidos humanos que salían de los sótanos de la casa, de la montaña sobre la que se sienta. Me pregunto qué susto me dará su casa hoy, a partir de las once y pico de la noche.

Hasta que llegue ese momento tengo que atender a otra llamada.

Otra a la que descuelgo. Arranco con el protocolo. Presento la línea y me presento yo, me pongo a tiro para que empiece el ensañamiento. La voz al otro lado de la línea mueve su pieza y me dice:

—Perdedor, sabemos lo que se esconde en el chalé al que marchas todas las noches —me espeta, con acento del Este.

Y es una voz que nunca he oído antes.

De repente, me consta que Rusia está en verdad tras los pasos de Iván. Y resulta que Iván se ha cruzado con los míos.

Dios santo, estoy en un lío espantoso. Y todavía no sé ni por qué.

—La pregunta que nos hacemos ahora es si sabes tú en qué clase de asunto te estás metiendo. Así que te hemos dejado algo en el… coche ese que tienes —añade la voz.

Yo todavía no puedo saberlo, pero es la voz del ruso que me vigila todo el santo día, desde que Iván dio primero con mi ciudad y luego conmigo, en el parque de los yonquis.

Siento que este cliente va a colgar. Todos lo hacen, por mucho que a mí me paguen para que no lo hagan, al final todos los telefonazos de mi vida terminan porque hay un cuelgue. Yo trato de evitarlo, trato de conseguir que las conversaciones no se acaben nunca, me gano los cuartos con ello. Y esta vez parece que hay bastante más en juego que la mierda que me pagan.

Conque digo:

—¿Quiénes son ustedes?

Y la voz me dice:

—¿Sabes que el monstruo que ha entrado en esa casa de las montañas se ha traído de Ucrania una bomba sucia?

—No sé de qué me está usted hablando. Y no sé lo que es una bomba sucia.

Escucho un suspiro al otro lado de la línea.

—Estás tratando con terroristas que se disponen a perpetrar un atentado empleando un dispositivo de dispersión radiológica, un artefacto explosivo de gran peligrosidad, un arma nuclear de destrucción en masa. Necesitamos de tu colaboración, ¿entiendes lo que quiere decir eso, deshecho de tienda? Tienes que encontrar la bomba y decirnos donde está.

—Oiga, yo sólo soy un pintor. Me han encargado un retrato al óleo y me han pedido que trabaje por la noche. Acabo mañana mismo y desaparezco de todo esto.

—De eso nada, pedazo de imbécil. El hombre al que estás viendo debe responder ante la justicia internacional, de modo que colabora si no quieres vértelas con nosotros. Mira lo que te hemos dejado en el asiento del copiloto de tu vehículo y entiende con qué clase de compañías te estás mezclando. Esto no es algo de lo que te puedas desvincular sin más.

Sístole. Diástole. Sístole. Diástole.

Un antinatural silencio se adueña de la línea.

Lo rompo yo, al final.

—No pienso abandonar mi cuadro a medio terminar ni hacer nada que pueda comprometer la calidad de su acabado. Soy un artista en comunión con su obra. Nada ni nadie me va a privar de dar vida y color a mi trabajo.

¿Quieres que ponga eso en tu epitafio, justo antes de palabras como drogadicto y piojoso?

—Euhhh…

—Yo creo que mi país pagará tus exequias de buen grado, artista del insulto en comunión con su obra. Soplapollas.

—Yo no he hecho nada, yo sólo pinto.

—Pues pintas mucho, porque de ti depende la estabilidad de la región. Más te vale ponerte a localizar los explosivos que andamos buscando. Si no los encuentras, te quedan dos noches de vida.

—¿Me están ustedes amenazando?

—Y tanto. Mañana por la noche entraremos en esa casa con equipos de intervención rápida y efectivos NBQ y no deja remos con vida ni a los putos perros. ¿Lo has entendido bien, burro sidoso?

Y fin de la llamada.

Han sido menos de cinco minutos. No me pagan nada si la cosa dura menos de cinco minutos.

Hay un cliente hijo de puta que parece que haya averiguado eso y ahora cuando quiere vilipendiarme me hace mil llamadas de cuatro minutos con cincuenta segundos cada una… Y yo no tengo otro remedio que aguantarle sin cobrar, porque en mi cabina no hay un botón para colgar las llamadas: se supone que yo no debo colgar, bajo ningún concepto. Tampoco puedo poner las llamadas en espera, ni pasárselas a nadie, ni levantarme de la silla o quitarme los auriculares mientras el piloto luminoso de las llamadas entrantes está encendido. No me queda otra que tragar y tragar, a punta de pala. La cosa resulta especialmente patética si tenemos en cuenta que ahora de los insultos hemos pasado a las amenazas de muerte.

Cielos. ¿Me van a matar? ¡Diástole! ¿Por pintar a Iván?

Ahora ya no soy un cero a la izquierda y, aunque no entiendo nada, ya no soy tan ignorante.

Empiezo a atar cabos —y a extraer conclusiones.

Ahora sé un par de cosas.

Un par de cosas sobre la vida y la muerte.