—Ese tinte azul que se suele emplear en el cine para ambientar las escenas nocturnas —me dice al fin— siempre te habrá parecido irreal, hijo. A mucha gente se le hace burda y torpe la… luz de noche.

¿Y no lo es?

—Depende.

—¿De qué?

—De si has pasado suficientes horas padeciendo el reflejo de la luz de la luna sobre la nieve.

»Ksyusha y yo llevábamos unas cuantas estaciones habitando aquellas ruinas, nos habíamos adaptado bien y nos gustaba el color que adquiría todo cuando la aurora y las luces del cielo nocturno se reflejaban sobre el blanco integral del suelo congelado. Caminábamos noches enteras hollando aquella alfombra de nieve radiactiva. Seguíamos a machamartillo el rastro de ciervos y corzos y liebres que nadie habría querido comer y antes de que amaneciera volvíamos a nuestra madriguera. No queríamos que nos detectaran ni los samosely, de modo que nos parapetábamos tras el anochecer, éramos el secreto de un lugar prohibido.

»La actividad nocturna de aquel lugar se reducía a los lobos y a nosotros. Las tropas del Estado siempre moviéndose por las zonas, tratando de alcanzarnos. Habían seguido nuestro rastro, Dios sabe cómo, hasta las zonas; y ahora trataban de capturarnos, quizás matarnos. Se movían tratando de evitar la contaminación, reemplazando con frecuencia a sus efectivos y midiendo las lecturas de radiación de cada paso que daban. Aquello era un campo de minas y nosotros dos conejos tratando de escapar de un enorme depredador.

»Fuimos una manada mestiza durante aquellos inviernos, Ksyusha, yo y nuestros dos perros a medio asilvestrar. Entonces fue cuando Dumitru se cruzó en nuestro camino.

»Fue una noche en la que el sol estuvo a punto de atraparnos. Había patrullas por toda nuestra zona, gabardinas del ejército rojo desplegándose a nuestro alrededor, mimetizándose en el blanco de la nieve y en la negrura de la noche. Soldados que se suponía que se ocupaban de las tareas de descontaminación, aunque la evidente y grosera realidad era que se estaban aproximando a nuestra granja a base de seguir nuestros rastros sobre la nieve.

»Mi muñeca rusa y yo nos veíamos obligados a extremar el sigilo y no tuvimos otra que abandonar la seguridad de aquella samosely de paredes de madera para huir hacia el interior más profundo de las zonas. Hacia el reactor, hacia Prípiat, hacia las profundidades del abismo.

»Hacia una ciudad moderna y muerta, hecha de interminables torres de pisos vacíos.

»El horizonte nos mostró la silueta de una urbe de altísimos edificios de hormigón que despuntaban hasta esconder la luz de las estrellas. Semáforos apagados, colegios abandonados, almacenes vacíos, un hospital saqueado por gente que iba a necesitar un hospital, una metrópoli sumida en un apagón eterno… construida a la sombra de un titánico complejo energético. El oxímoron hecho asfalto y ladrillos. El sarcófago del reactor perfilándose a lo lejos, a sólo tres kilómetros del casco urbano de Prípiat. La bandera de la Unión ondeando sobre él, como si fuera territorio enemigo.

»Recorrer la ciudad apestada era abrirse paso por la ignominia de una civilización a medio arruinar, lustro y pico transcurrido desde el incidente. Farolas vencidas por el peso de la nieve que llevaban todo el invierno sin poder derretir, nadie para enderezarlas o hacerlas a un lado del camino. Un estadio con las gradas llenas de hojarasca. Un estanque seco. Bares abiertos sin luz ni borrachos. Un silencio capaz de vaciarte la cabeza y hacértela estallar al vacío. Un parque de atracciones a merced de la necrosis, su noria combándose, enorme, abandonada a su propio peso; autos de choque reflejando la luz de la luna por los puntos en los que todavía no habían comenzado a oxidarse. Carteles colgantes ilegibles, rechinando al paso del viento. Árboles de salud enloquecida, unos tratando de florecer en pleno invierno, otros de hoja caduca que ya no sabía caducar. Cascotes de una baranda desmoronada que sorteábamos al correr entre las calles. Un banco insultantemente nuevo, sin usar, crujiendo por el poco uso, bajo los pies de Ksyusha a plena carrera. La silueta a lo lejos de un hombre corpulento, enfundado en un kabát, un abrigo eslovaco de piel de oveja.

»Dumitru, saqueando la ciudad prohibida.

»Nos encontró merodeando su territorio. Apareció su figura recortándose hacia el final de una avenida construida contra el horizonte, en una escena que anticipaba el amanecer. Irrumpió en aquel paraje desolado como un tren que se adivina al fondo de las vías y su presencia fue peor que una acusación en público, fue algo que violaba nuestra soledad, con la llegada del día. Dumitru nos descubrió y debió preguntarse quienes éramos nosotros, dos cuerpos huyendo como alma que lleva el diablo, en pos de un lugar seguro para rematar la noche. Dos enormes perros cabalgando a nuestro paso.

»Tras nuestras pisadas, la Spetsnaz, mandándonos unos efectivos no convencionales ni censados. Hombres sin nombre ni bandera bordada en los hombros. Tropas de élite armadas con fusiles de asalto, petos antirradiación hechos con placas de plomo y visores de infrarrojos. Francotiradores vestidos de un blanco escrupuloso reptando sobre la nieve y escrutando la noche con teleobjetivos láser.

»La pareja de lobos que se negaba a separarse de nosotros hacía imposible que pudiéramos borrar nuestras huellas. Y Dumitru, fuera quien fuera, nos iba a delatar. Nadie se resistía al Ejército Rojo, en aquellos días.

»Nadie salvo un saqueador. Los saqueadores ponían todo en peligro. Eran contaminación andante, fulanos que sacaban enseres envenenados y los plantaban en los mercadillos ambulantes de toda Bielorrusia. Si les capturaban, eran deportados a Siberia, convertidos en carne fresca para la picadora del Gulag.

»Pero casi nunca les capturaban.

»Lo mismo que si fueran gorriones enjaulados, los saqueadores de las zonas no duraban mucho tiempo vivos; al poco de ser capturados, enfermaban y morían por sí mismos, inánimes o entre grandes dolores si el plutonio se decidía a quemarles vivos por dentro. Prenderles con grilletes era tratar de detener una fuga de radiación con las manos desnudas, de modo que el destino de aquellos desgraciados parecía quedar al margen de la ley. El átomo, un verdugo invisible, infinitesimal, solía ser el encargado de detenerles y ajusticiarles.

»…A no ser que se entrometieran en una operación de búsqueda y captura de un enemigo del partido como yo.

»Aquel estúpido se iba a convertir en la mosca de nuestro pastel. En otra incómoda foto que nos tomaban mientras tratábamos de escapar del sistema. Dumitru nos miraba atónito mientras nosotros nos escondíamos en uno de los pisos de los dignatarios del Partido.

»Fue un testigo presencial de nuestra huida, sus ojos nos vieron escoger vivienda justo antes de que lo hiciera el sol.

»Dumitru había visto demasiado, pero no había tiempo de arrancarle el cuello. Me limité a mirarle desde la distancia, el sol a punto de salir a su espalda. Mientras Ksyusha jugaba con un gato que nos miraba allí en medio, muerto de curiosidad, yo derribaba la puerta de aquel sitio. No tuve otra que maldecir la estampa de Dumitru y me retiré a dormir con mi Матрёшка.

»Hicimos el amor como si se fuera a acabar el mundo mientras amanecía.

»Abajo, en la calle, la Madre Rusia palpaba con doscientas manos, tratando de atraparnos a tientas. Sus fuerzas especiales mordieron la alborada mientras a nosotros nos tragaba la noche.

»No nos atraparían jamás.