Me hincho como un pez globo y exploto. Dejo un momento a Iván, su retrato y sus tonterías; salgo de su enorme sala de estar, rumbo al baño. En parte es porque quiero mear y, en parte, porque he vuelto a oír los pasos descalzos de Ksyusha en el piso de arriba y quiero forzar un encuentro con ella. Me gustaría escuchar su versión de los hechos, porque ya no creo ni una palabra de lo que me está contando el patrón.
Así que salgo al rellano y en vez de bajar las escaleras decido equivocar las instrucciones que Iván me acaba de dar y hago justo al contrario, subo los peldaños. Ya buscaré un lavabo en el piso superior. Este sitio es grande, tiene que haber un baño arriba, sí o sí.
Hace un frío terrible, fuera del salón. No sé cómo los europeos del Este pueden vivir a estas temperaturas, no debe ser bueno ni para ellos… Me temo que voy a tener que mear a toda prisa y abstenerme de curiosear el interior del enorme chalé de Iván si no quiero resfriarme. Como no vea a Ksyusha, buscaré un baño con celeridad y volveré a la sala de estar, me digo, al tiempo que me afano en alcanzar la planta superior.
Pero seguro que no hay un cuarto de aseo funcionando en la planta superior.
Porque hace décadas que ni siquiera barren su suelo.
Me recibe un pasillo destrozado, embaldosado con un puzzle de piezas de gres sueltas, partidas, alabeadas, sobre las que pesan dos dedos de polvo podrido. El corredor, estirado hacia arriba y hacia delante, está flanqueado por puertas de madera a medio carcomer que a veces se descuelgan tuertas de sus marcos y a veces yacen en el suelo, desplomadas lo mismo que un tablado. Cuento una docena de dinteles hasta donde llega la luz del rellano, y apenas dos de ellos sujetan puertas bien abisagradas. Hay una apertura al poco de arrancar el pasillo que no es más que una escuadra de vigas de madera entre las que una hipotenusa de telarañas hace las veces de un visillo de tul.
Aquí ya no viven ni las termitas. ¿Qué rayos está pasando en este sitio? ¡Esta planta lleva deshabitada desde antes de la guerra! ¡Está en la ruina más abandonada y absoluta!
Lo único vivo que parece instalado aquí es el persistente hedor a supuraciones que se aloja en cada rincón y una colonia de coleópteros que no se detendrá hasta haber derribado la última puerta de la planta. Campan por toda la planta desquiciada los aullidos de la tormenta de nieve. Ni rastro de actividad humana.
Me está entrando miedo.
Mi idea era darme un paseo, pero apenas me atrevo a andar un par de pasos y asomar la mirada al interior de la primera habitación de la planta.
En ella hay una enorme cama cubierta con una colcha podrida y renegrida que aparece tras un dosel de jirones. Las ventanas están muy rotas. Apenas dos colmillos de vidrio en una de ellas; la otra, mellada del todo.
Este sitio está muerto y momificado. Es un cascajo, una construcción funeraria. Toda la casa lo es. Nadie que tuviera una propiedad de este calibre en medio de las montañas la tendría así de abandonada, o la alquilaría en semejante estado… Parece que las plantas inferiores hayan sido adecentadas y ésta, la superior, no.
Va a ser que me han apartado las bambalinas, que me han metido en un estudio cinematográfico en el que no hay más que polvo y despojos tras el decorado en el que me muevo yo. La rebotica está en ruinas; así, sin más.
Por lo que queda de la ventana se cuelan dos rayos de luna en los que revolotean como luciérnagas los copos de nieve de la tormenta, que ahora amaina y luego arreciará, haciendo que rechinen las maderas y que tiriten las baldosas. Ya puede hacer frío, ya. Aquí estamos en medio de la montaña. Peor que en la puta calle.
Hay una cómoda desvencijada y de cantos desportillados. A su lado, una silla sobre la que nadie se atrevería a tirarse un pedo. El empapelado de las paredes haciendo rizos por el suelo, alechugándose hacia el techo. Capullos de algún insecto tapizan el lateral de un armario ropero que no me atrevo a abrir. Un limo amarillo se descuelga del roble de una de sus puertas entreabiertas. Está rezumando. Se pudren sus llagas.
Diría que soy el primer hombre cuerdo que entra en este sitio en muchos años. Diría eso y que este sitio es malo hasta para los yonquis. Y eso que yo vivo en un piso de yonquis que está hecho un auténtico asco.
Vuelvo al pasillo y doy otros dos pasos hacia la oscuridad. Miro en la siguiente habitación.
Era un cuarto de planchar. Ahora es una arruga.
Apenas conserva jirones de sus cortinajes. La tormenta los peina, hace que los desgarrones flameen como algas ante la marea y yo no puedo evitar acercarme para verlos bailar de cerca.
Eran de ganchillo.
Tras ellos, de nuevo la nevasca. Miro hacia abajo. Veo mi coche, junto al columpio, que se mece sin niño. Sólo la tormenta se acuna en él. Luego está el algarrobo. Y las enormes espaldas de Dumitru, que han salido a fumar junto al farol medio muerto que hay en la verja de entrada de la vivienda. A la derecha de Dumitru se sienta uno de los lobos de Ksyusha. Frente al columpio se ha tumbado el otro. Ninguno de los tres animales parece molesto por la nevada. Yo, en cambio, me cuajo de frío, me abrazo a mí mismo.
De repente Dumitru vuelve la mirada directamente hacia mi ventana y los perros hacen otro tanto, moviéndose todos al mismo tiempo y con la misma determinación. Terminan señalándome con los ojos, sin equivocar mi posición ni que ninguno de ellos desmerezca la coreografía o mueva otra cosa que la cabeza.
Es como si todos los focos de las cámaras se hubieran vuelto silenciosamente hacia mí, pero ninguna luz me viene con ellos.
No comprendo cómo pueden haberme descubierto los tres a la vez. Seis ojos opacos que se han puesto a apuntarme sin motivo, sin nada que pudiera avisarlos a ellos.
Hay algo en todo esto que empieza a parecerme paranormal. Imposible. He galopado sobre drogas muy duras que me han hecho ver cosas menos extrañas que este lugar, que esta gente, que esta situación, que este momento de mi vida. Me abrazo y siento que soy lo único real de esta historia.
Tengo mil ganas de marcharme de este sitio, pero mis pies quieren bailar sobre un lienzo y mi cabeza está atrapada por la historia de Iván. Hay algo en sus palabras que tira de mi cuello más que ninguna soga.
Doy dos pasos hacia atrás y salgo del cuarto, luego desciendo las escaleras y vuelvo a la sala de estar, aterido. Sin mear.
Trato de recobrar la compostura, de situarme de nuevo en la realidad. De recuperar la concentración, sólo este cuadro y yo. Nada más.
Miro el cuadro y comprendo que debo terminarlo. Sé que lo haré, caiga quien caiga. Mi historia no terminará hasta que firme el lienzo que comienza a tomar forma ante mis ojos.
Porque mi obra es lo único que ha merecido la pena en mi vida y este cuadro me está devolviendo las ganas de vivir. Me tranquiliza. Me hace respirar con paz. Me hace mirar a Iván y pedirle que ponga en marcha el siguiente asalto de nuestro particular combate de boxeo.
Una pelea sin lona, con lienzo.
Al otro lado del salón, Iván parece indiferente a mi desasosiego, contempla la tempestad a través de los gigantescos ventanales que el cuarto le ofrece.
Siempre que me altero se muestra distante. He irrumpido en la estancia como un retazo de la tormenta y él no se ha movido de su butaca. No me mira cuando me oye tomar asiento ni dice nada cuando reanudo la sesión de pintura. Creo que aguarda a que me abandone el frío y a que mi respiración se normalice, como uno de esos perros viejos que no se aproximan a las personas de la casa cuando entran por la puerta y no acuden a saludar a nadie que no haya entrado en calor.
Uno de los lobos de la casa aparece al otro lado de los cristales moviéndose como la nieve dentro de la tormenta. Toma asiento frente a nosotros, a escasos metros de los ventanales. Sostiene la mirada de Iván durante unos minutos con descaro y cuando se despliega el hilo conductor entre sus pupilas es como si hombre y animal se hubieran convertido en sendos postes de telégrafos.
Al cabo de unos instantes, el perro se marcha, sin más. Iván vuelve sus ojos mate hacia mí y reanuda su historia.
Esta vez sé que me va a doler.