Directo al maxilar.

—Dijo usted que vino a mi país trayendo únicamente consigo su colección de arte y con Dumitru por toda compañía. ¿Por qué omitió a Ksyusha?

Él respira con pesadez. Estira su brazo hacia la copa de vino y le asesta un trago mortal.

—Lo cierto —prosigue después, con un deje de resignación en la voz— es que Ksyusha jamás me ha hecho caso alguno. Desde que nos conocimos siempre hemos seguido el mismo camino, pero cada uno de nosotros da sus propios pasos. Discutimos las cosas y cuando creo que tenemos un plan en común, resulta que ella se está limitando a integrarlo de cualquier manera en sus improvisadas maquinaciones. Siempre trama ideas propias y toma sus propias decisiones. A menudo, hasta parece que lo haga de forma caprichosa.

—¿Y vandalizar sus propios retratos también forma parte de sus caprichos?

Iván no me responde. Nos quedamos un rato en silencio. Me pregunto si no estaré haciendo demasiadas preguntas, pero supongo que ése es mi trabajo ahora, retratarlo. Soy su picto biógrafo, la foto de su alma, el radiólogo de sus ojos. Tengo que seguir acosándolo, llevarlo contra las cuerdas, lanzarle allí un gancho al hígado. Y tengo que trazar mejor la hipnotizante curva de sus párpados.

Me empleo a fondo con el pincel de retocar y barro color y forma con una tormenta de óleos. Veo cómo las pinturas toman el lienzo y el lienzo toma las pinturas. Siento cómo la tormenta aúlla a los perros y los perros aúllan a la tormenta.

—¿Y los perros, también vinieron solos?

—No. Los trajo ella. Dumitru los cuida algunas noches.

He terminado con los retoques sobre lo que hice ayer y tengo listo el aguarrás. El equipo está dispuesto, todo él.

Afianzo y gradúo de nuevo el caballete, luego examino el trabajo en perspectiva. Entro a valorar lo que hice ayer y trato de visualizar lo que voy a pintar hoy. Lo observo y lo imagino con fascinación. Si sigo así, puede ser un retrato deslumbrante.

Soy el puto amo.

—No veo a Dumitru cuidando de los perros, ni del jardín… ¿Cuándo aparece Dumitru en su historia?

—Pronto. ¿Dónde nos quedamos ayer?

—Usted y Ksyusha, huyendo de San Petersburgo, a caballo.

—Ah, sí. Una noche bonita y triste. Fuimos tres animales a la carrera bajo un cielo perforado por mil estrellas muertas de hambre. Nunca lo olvidaré. El sol estuvo a punto de atraparnos.

—¿A dónde fueron?

—Al único sitio donde la Madre Rusia no se atreviera a seguirnos, hijo.

»Recuerdo que aquel rocín nos dejó en el extremo Sur del bosque que se abre junto a la ciudad. Y allí nos cerró el paso el río Nevá.

»Lo fuimos bordeando, ya al trote, con el caballo resoplando, hasta que una carretera cortó el bosque y decidimos abandonar al animal.

»Tras caminar un rato por el arcén, dimos con una gasolinera para los trabajadores del sindicato de transportes, donde supe robar una vieja camioneta de reparto de carbón, puentearle la llave de contacto y desaparecer con ella, sin dejar rastro. En la Rusia de finales de los ochenta, como podrás ver, era posible llegar a cualquier sitio sólo con saber cruzar un par de cables de cuando en cuando. Robar algo como una furgoneta tampoco era tan complicado, en aquellos días de decadencia soviética. Casi todo era feo, nada feo tenía amo y nada que sirviera para trabajar solía considerarse bonito o robarse.

»Conduje apenas unos minutos, hasta el amanecer y el amanecer resultó ser como un peaje. Durante el día dormí en la parte de atrás de la furgoneta mientras Ksyusha se ponía frente al volante, convirtiendo deliberadamente nuestro rumbo en un caos. Yo en mi turno tomé la ruta más directa a toda velocidad y ella hizo lo diametralmente opuesto, dando mil rodeos absurdos que nos llevaron al tuntún a través de campos de cultivo y poblachos sin nombre. Con todo, ya andábamos cerca de nuestro destino. Y, como ni yo comprendía la lógica de nuestra vía de escape, no fuimos capturados, no fuimos vistos. Atravesamos, eso sí, un par de controles de carreteras, durante nuestros primeros kilómetros. Pero los soldados buscaban a una pareja a caballo a la que todavía no habían conseguido identificar del todo. Mi foto sobre el caballo, asomando la cabeza tras el hombro de Ksyusha todavía no había llegado al Kremlin.

»Se puso el sol y el anochecer fue Bielorrusia. Nos subimos a un ferrocarril al llegar a Polatsk. Era un tren de mercancías, por lo que hubo que pasar el día y después la noche en un vagón lleno de listones de madera. A nosotros todas aquellas penurias no nos mermaban el ánimo ni parecían afectarnos mucho. Hacíamos el amor en la parte trasera de la camioneta, entre pedazos de turba y de hulla, y en el vagón del tren, rodeados de listones de fresno.

»En la segunda noche de viaje pasamos por Minsk. De Minsk a Mazir. En la estación de trenes de Mazir resolvimos echar a caminar, hacia el sur. El infierno aguarda al sur de Mazir. Yo lo sabía y acudía a reunirme con él, trayendo a mi amada conmigo.

Él me mira con fijeza, tal vez esperando en mí una reacción que no llegaba.

—Discúlpeme, Iván, pero no conozco Bielorrusia. ¿Qué es lo que hay al sur de Mazir?

—Ucrania.

—Ah. Y eso es el infierno.

Un segundo. Dos sonrisas.

—Casi. No obstante, a mí lo que me interesaba es lo que hay entre Bielorrusia y Ucrania —me dice y hace una pausa para ver si voy captando todo aquello. Entonces ve que yo no me sitúo en su mapa y añade sin titubear—: La central nuclear de Chernóbil, o lo que queda de ella, está justo allí.

Miro mi lienzo, pero mis ojos enfocan tras él. Estoy absorto en lo que me acaba de decir. Al final, digo:

—Pero… Aquello está contaminado.

—En efecto. La ruina se supone que comienza tras la alambrada, donde se abre el Área de Exclusión de Chernóbil, La Cuarta Zona.

—¿No temió usted los efectos de la radiación? ¿No temió por su salud, o por la de Ksyusha?

—Yo nunca he temido por mi salud, hijo. Mi salud no es de este mundo. No recuerdo haber tenido que cuidar jamás de ella. Y dejé de temer por la de Ksyusha aquella misma noche, en aquel vagón de tren repleto de listones de madera. La hice mía de tal manera que supe que no habría partícula subatómica capaz de dañar a mi pequeña. Supe que moriríamos juntos y perseguidos, años después de abandonar el Área de Exclusión a la que acudíamos, para instalarnos.

»Nuestro nidito de amor maldito, hecho de cesio-137, yodo-131, estroncio-90 y plutonio-239.

»Cuando llegamos juntos a la aldea de Narovlia en plena noche ya notábamos cómo la densidad de población iba en marcado descenso a medida que el aire se iba tornando cada vez más insano y la naturaleza enfermaba poco a poco. Estábamos en el interior de la Tercera Zona. La cuarta zona, la de alienación total, la ЧopнoбидЬсЬа зона, comenzaba unos cuántos kilómetros más hacia el sur.

—¿Qué es toda esa nomenclatura, qué son todas esas zonas? —le pregunto, sobrecogido.

Aunque ya me temo la respuesta.

—Son áreas demarcadas por la concentración de cesio-137 que padecen por kilómetro cuadrado. Marcan el nivel de la contaminación radiactiva. La primera es un área que mirar de cuando en cuando. La Segunda Zona es objeto de controles periódicos por parte de las autoridades. La tercera está siendo permanentemente controlada y vigilada. La Cuarta Zona es el Área de Exclusión y el acceso a su interior está terminantemente prohibido. Su contenido en radiación es letal.

»Por todas partes habitan, no obstante, los samosely; los residentes que se negaron a ser evacuados o que volvieron ilegalmente tras el accidente nuclear. Los samosely hablan de las cuatro zonas, los cuatro círculos concéntricos, del mismo modo del que se habla del infierno en la Divina Comedia de Dante. Las zonas son círculos que uno va a atravesando sucesivamente, del primero al cuarto, a sabiendas de que se adentra en su propia perdición, a sabiendas de que los niveles de radiación a su alrededor se van volviendo cada vez más y más tóxicos. En el epicentro de todo el desastre se levanta contra la humanidad el sarcófago del reactor de la central de Chernóbil, dominándolo todo desde el corazón de la desolación, lo mismo que el trono de Satanás.

»Hay gente viviendo en todas las zonas del infierno. Yo puedo dar fe, hijo. Del mismo modo en que lo haría el príncipe de los demonios.

»Ksyusha y yo atravesamos la alambrada de espino y nos adentramos en aquellas tierras, dispuestos a establecernos en cualquier sitio que lo mereciera. A finales de los ochenta, el accidente estaba fresco, el plutonio andaba suelto, los destellos de radiación ionizante aparecían iluminando el suelo de cada tormenta como los fuegos fatuos de un cementerio. Las chiribitas de las partículas subatómicas hacían acto de presencia en todas las fotos que se tomaran por el lugar. El resplandor nuclear podía brotar de la tierra a poco que se levantara el polvo del suelo, su fuego ardía muerto en el interior malformado de cualquier planta que pudiera brotar de la tierra, en cualquier animal que pululara enfermo por aquellos territorios, en lo más cálido del vientre de cualquier mujer que pudiera preñarse en media Bielorrusia.

»Todo el incidente nuclear había sucedido apenas haría un par de años, por lo que las risibles «obras de limpieza» acababan de terminar y los samosely estaban regresando, trayendo consigo partes iguales de ignorancia e indiferencia hacia los peligros de habitar la que había sido su tierra. Eran personas que, al igual que nosotros, se instalaron en las zonas deseando que mañana fuera nunca y que nunca llegara pasado mañana. Dos o tres mil personas que se asentaron en las ciudades y pueblos contenidos en los círculos de seguridad. Chernóbil ciudad, en la zona dos, Narodichi, entre la dos y la tres, Narovlia, en la tres. Y Prípiat, ciudad fantasma, en la cuatro, en lo peor del territorio contaminado. Prípiat fue la ciudad que se construyó para los trabajadores de la central, ahora es el único núcleo urbano contenido por completo en el Área de Exclusión. En teoría, está completamente deshabitada, la ciudad de Prípiat. Apenas puede visitarse siquiera. Es carcinógeno hasta pronunciar su nombre.

»Prípiat llegó a tener cincuenta mil habitantes. Ahora tiene media docena de técnicos de control, cuando los tiene, y los reemplazan en pocos días.

»Nosotros nos establecimos en una isba, una granja de troncos abandonada al Norte de la central. Aunque también recuerdo haber dormido alguna que otra vez en un amplio piso para los dignatarios del partido, en el centro de Prípiat. Podíamos escoger las viviendas que nos gustaran, atender al mobiliario y al emplazamiento; y poco más; porque cuando nos plantábamos ante el silencio sepulcral de aquellas zonas muertas éramos los demiurgos del lugar. Nada ni nadie podía juzgarnos o impedirnos nada. Podíamos escoger el color de nuestra contaminación como si estuviéramos comprando nuestro ajuar nupcial en un mercado vacío.

»Recordaré siempre la noche en la que nos instalamos. Dimos con unas tierras de labranza en las que comenzaban a despuntar las alimañas y los cultivos, salvajes, torcidos. Una enorme samosely de una planta, una vivienda campesina con las puertas abiertas, con el corral muerto, los árboles de hoja perenne completamente deshojados y el gallinero aún alfombrado de plumas ensangrentadas y huesos de pollo. El frontispicio y el soportal de la vivienda estaban marcados con las meadas y las cagadas de los lobos que Ksyusha terminaría convirtiendo en nuestros perros. Los perros que, de vivir con nosotros, terminarían asilvestrados.

»Siendo nuestros hijos adoptivos.

»Aquello había sido el hogar familiar de una gran familia ucraniana con influencias, porque muchas de las casas como aquéllas fueron destruidas por los liquidadores en un vano intento de sepultar la radiación ionizante bajo el burba, un extintor nuclear con el que los helicópteros militares estuvieron cubriendo las zonas, en balde.

»Ksyusha y yo no pudimos dejar pensar en aquella gente, que ahora mismo estará tratando de sobrevivir al cáncer y a la desdicha en cualquier rincón de Kiev. Encontrábamos sus ropas en los armarios, sus fotos en los marcos, sus electrodomésticos averiados, gracias a la radiactividad; los juguetes de sus niños estorbando por todas partes, abandonados.

»Pobre familia evacuada. Sus vidas quedaron a medio suspenso y sus muertos se quedaron con nosotros, enterrados junto a una encina asesinada por la radiación freática. El Estado evacuó a la población pasadas cuarenta y ocho horas de la explosión, dos noches después de que la luz del reactor de Chernóbil amaneciera a las tantas de la madrugada, en un resplandor de mil colores enfermos.

»Como muchos otros de los lugareños, fueron desalojados tarde y mal; quizá se les informó de que tenían que cooperar con una serie de maniobras de seguridad y se les dijo que retornarían a sus casas en breve… Nunca lo hicieron. Muy pocos de los habitantes de aquellos lugares regresaron. Sólo lo hicimos los samosely, en solitario, actuando contra la voluntad familiar, contra el sentido común, contra los intereses del gobierno y contra todo instinto de conservación. La mayor parte de los damnificados nunca recuperó sus vidas. Nosotros lo hicimos en su lugar. Nosotros, los samosely, éramos los suicidas que decidieron en aquellos años volver a vivir por allí, para apartarse de todo y de todos. En un acto de rebeldía único en toda la historia de la humanidad.

»Habitar lo inhabitable. Vivir donde se muere.

»Nosotros podíamos volver a los hogares que otros no recuperarían nunca, por culpa de la amenaza de la contaminación nuclear. Podíamos parasitar sus sueños rotos, llenar sus casas vacías, ocupar los tronos de la vida que les había sido arrebatada en caliente. Éramos el cangrejo ermitaño de una playa anegada por el plutonio. Buscábamos nuestra concha abandonada.

»Y ni éramos los únicos ni fuimos los primeros en invadir aquella vivienda tras el incidente. Nos aguardaba en el interior de aquella samosely de ventanas rotas un ocupante mucho más triste que nosotros: el cadáver de un zorro de las nieves que fue a dar con sus huesos en la hornacina de la chimenea, harto de tanto invierno tóxico.

»Las cosas de la familia que había habitado el lugar, dejadas de cualquier manera, esperándoles. Sus platos por fregar. Un libro abierto sobre el sofá. Un vestido de noche a medio coser.

»Pero a nosotros nada podía estropearnos aquel momento. Recuerdo cómo tomé a Ksyusha en brazos y penetré, como un buen marido, en el interior negro de aquella vivienda ucraniana. El zorro se nos había adelantado, pero todavía no habían saqueado el lugar.

»Oh, sí, en aquellos años, aparte de los samosely, uno podía encontrarse dentro de las zonas a una suerte de tristes individuos dispuestos a arriesgar sus vidas para sacar de aquella buitrera una bicicleta o un par de botas de cuero. Los saqueadores entraban en las granjas de todo el óblast, en los pisos de Prípiat, en las instalaciones militares y civiles del complejo nuclear, donde hiciera falta. Cualquier emplazamiento era válido, pese a que muchos saqueadores volvían a sus casas transportando consigo material radiactivo y quizás con un bonito bronceado nuclear. Casi todos los que se pasaban de listos morían poco después del pillaje, enfermaban a poco que pasaran unos meses. La radiación ionizante no perdona.

»Ksyusha y yo nos hicimos con una granja abandonada, siniestra, ricamente amueblada y de reciente construcción. No nos hizo falta limpiarla mucho o decorarla para convertirla en nuestro hogar. Hicimos una señal con tiza en la puerta de la finca, una flecha hacia abajo dentro de un círculo. Significa que el dueño de la casa ha vuelto. Mantiene alejados a los merodeadores.

»Así las cosas, permanecíamos dentro de la granja durante todo el día, dejando tranquilos en sus rondas y sus operaciones a todos los militares y los técnicos nucleares que, pese al tiempo transcurrido desde el incidente, seguían tratando de descontaminar y desactivar las zonas. Por el día, ellos enterraban barras de grafito radiactivas. Por la noche, nosotros salíamos a cazar.

»Porque los animales de las zonas bullían vida y bullían muerte. Libres de la humanidad, podían morir de cáncer y abandonados o volverse agrestes, regresar a la vida salvaje, hacer frente a la radiación sin más medios que sus instintos y su maltrecha fertilidad. Generaciones enteras de lo que habían sido animales de compañía, bestias de tiro, caza, ganado… Todo tipo de fauna postdoméstica fue proliferando y malviviendo durante aquellos años. Y eso que los liquidadores organizaron innumerables batidas en las que se dio muerte a perros y gatos, porque diseminaban contaminación con sus pelajes.

»Todo en balde, no se puede luchar contra la naturaleza, siempre se abre paso. Volvieron los osos y los lobos a aquellas latitudes a medida que los soldados y los ingenieros se fueron retirando, dándose por vencidos y derrotados por la venganza invisible del átomo al que habían soñado dominar. Mientras tanto, en Moscú, la Unión Soviética agonizaba hasta disolverse en varios pedazos sangrantes. Con el paso de los meses, el silencio y la oscuridad se enseñorearon de aquellas tierras y por las noches volvió a escucharse el aullido de los lobos. De los lobos radiactivos.

—Y ustedes se los comían —añado yo, con incredulidad y con sorna.

—Nunca nos faltó de nada, en aquel lugar. No tuvimos que comer alimañas jamás. Siempre tuvimos leña, siempre había buena caza. Nos alimentábamos de los animales y para darles alcance recorríamos kilómetros de lo que ahora es una reserva natural.

—Kilómetros de tierra contaminada.

—Sí.

—Me dice que… Estuvo usted moviéndose durante años por las inmediaciones de un complejo nuclear sazonado con plutonio. A oscuras.

—Sí.

—Usted me está contando un cuento chino, Iván. ¿Es una metáfora, o algo así?

—No.

—Entonces es mentira.

—No.

—Pues usted dirá. Yo no entiendo mucho de esas cosas, apenas sé lo que sucedió en Chernóbil y no entiendo bien lo que es la radiactividad, pero sí sé que miles de personas murieron cuando se produjo por allí el mayor accidente de la historia de la ingeniería civil. No puedo creerme que un hombre como usted pudiera sobrevivir indemne a varios años de exposición.

Iván se encogió de hombros.

—Igor Kostin fue el reportero que cubrió la tragedia —me responde—. Trabajaba para la Novosti Press cuando se produjo el accidente y se desplazó hasta el reactor para fotografiarlo, abierto y sangrante, con fuego nuclear ardiendo en su interior. En su corazón, expuesto grosera y tóxicamente, bramando a la atmósfera. Igor Kostin sobrevoló el reactor incendiado pocas horas después de que estallara, exponiéndose a niveles de radiación que superan cinco veces lo humanamente soportable. Actualmente, vive en Kiev, con su mujer.

—¿Nunca enfermó?

—Parece que no. Y eso que ha vuelto en varias ocasiones al Área de Exclusión.

—¿Me dice usted que algunas personas son más resistentes que otras a la radiación?

—Sí.

—Pues eso suena a mis oídos como si me dijera que algunas personas son más resistentes que otras a la luz.

—Lo cierto es que yo tengo la suerte de mirar el mundo a través de dos ojos que funcionan muy bien cuando apenas hay luz.

—Aun así no creo que usted se queme menos que yo, si lo ponen al fuego. La física nuclear no me parece que entienda mucho de salud, de complexiones y de resistencia. Apuesto a que sus partículas pueden ser irradiadas lo mismo que las mías.

—Apuesta tú si quieres, hijo, pero yo pude aguantar cuanto te cuento. Aquí me tienes como prueba.

—Mire, Iván… Yo estoy aquí para pintarle a usted. Cuénteme lo que quiera, me ayudará a pintarle… por dentro. Pero no espere que le crea si me dice que es usted inmune al uranio. ¿Seguro que usted no tiene un cáncer terrible?

—Yo no recuerdo haber visitado un médico jamás, hijo.

—Yo no soy su hijo.

—Todo llegará.

—¿Qué?