Me recibe el amarillo ocre de las luces del porche. Dumitru aguarda sentado en la tumbona de mimbre. Ha dejado la verja abierta de par en par. Se me va la mirada hacia él mientras aparco.
Dios, qué feo es, Dumitru. Este hombre me produce escalofríos. No ha movido ni un músculo al verme entrar. ¿Cómo hace para no congelarse?
Mi coche y él se miran a los ojos, se aguantan las miradas. La de mi coche está desviada y bizca, a ratos tuerta y no creo que saque ni veinticinco vatios. En cambio los faros de Dumitru tienen empuje como para desviar de su curso a un petrolero a la deriva. Creo que Dumitru está a punto de hacerle bajar la vista al suelo, a mi pobre Talbot Horizon, porque se han estado desafiando medio minuto y ha sido él quien nos ha deslumbrado a nosotros, con sus dos ojos negros enormes y quietos, que quieren devorar la luz en vez de reflejarla y eso que nosotros llevamos las largas.
Unas largas que parecen caerse dentro de sus ojos, no llegan a hacerlos brillar ni por un instante.
Dumitru no ha saludado ni ha apartado o desviado la mirada. Igual que los dos perros de Iván. Dos jóvenes lobos de trineo que tendrían que estar jugando con la nevada, guareciéndose en el porche, saliendo a recibirme de forma amenazadora o quizás hasta cordial… Y en vez de hacer algo de eso, se limitan a observarme con indiferencia. Sé que hay algo paranormal en ello, porque casi nadie pasa de mí y los perros menos.
Uno de ellos está sentado junto a Dumitru, pero en vez de compartir cobijo con él, se ha situado justo donde acaba la cubierta del porche; de modo que la nevada le cae encima y le resbala por el pelaje, como si no fuera con él. El otro esta tumbado junto al columpio. Lleva la mirada de los ojos de Dumitru a los del otro perro y de nuevo la vuelve hacia mí, como si acabara de tomar parte en una conversación inaudible que seguro que tiene mucho que ver sobre mi persona.
Esos tres parece que forman parte del mismo ecosistema enloquecido. Y este sitio no puede ser más siniestro. Sólo un yonqui vendría a trabajar a un sitio así.
Quito las llaves del contacto y mi viejo amigo se echa a dormir. O entra en coma. Confío en que la nevada no le congele las tripas. Estoy por pedirle un vodka, seguro que por aquí tienen de eso. Hasta luego, campeón, le digo en voz baja. Que te quiero como a un hijo, que hasta te pagaría un ruso blanco sin hielo y una manzana Antonovka. Mañana mismo te hago una puesta a punto. De verdad que te hago una puesta a punto, te lo juro por mi padre, que seguro que vivió y murió tan orgulloso de tenerte a ti como avergonzado de haberme tenido a mí.
Dumitru abre la puerta de entrada al chalé al verme salir del coche. Los perros siguen sin inmutarse, así que yo, que siempre soñé con tener un perro, decido acercarme al que está sentado junto al porche y le tiendo la palma de la mano, despacito y de manera amistosa. Hola.
Él ni la huele ni hace gesto alguno con la cola ni deja de apuntarme con sus ojos, del color del mar, límpidos. El muy cabrón apenas se limita a levantar un costado de la comisura superior de sus fauces para mostrarme un único colmillo, que es del tamaño de mi dedo meñique.
Y yo me guardo la mano en el bolsillo de mi chándal.
Puto chucho. Habrías parecido menos satánico si al menos me hubieras gruñido un poco.
—Entre usted, amigo —me dice Dumitru, con lo más pronunciado de su acento rumano. Este hombre siempre encuentra las palabras en perfecto francés y sin embargo no es capaz de afinar ni un poco con la pronunciación.
Dentro del chalé huele raro, como siempre. A cerrado. A hospital de campaña. A vendajes usados. A leprosería india.
—Tiene usted mucho frío, ¿verdad? —me pregunta, por trivializar. Ahora trata de parecer cordial y entabla conmigo una conversación de ascensor. Qué jodido.
—¿Y usted, cómo es que no se ha congelado ahí afuera? —le pregunto yo, sin quitarme el anorak, al tiempo que enciendo un cigarrillo para entrar en calor.
—Yo crecí a dos mil metros de altitud, amigo. En un pueblo situado en el corazón de los Montes Cárpatos. A mí una nevada como la de hoy no me hace ni encender la chimenea.
—Pues espero que su señor sí lo haga, porque traigo cogido al pecho un frío que parece haber salido de Siberia.
Él se ríe toscamente y mueve su cara, ancha y con los hombros a juego. Se ha puesto un abrigo de piel de oveja sobre el mono de trabajo que siempre lleva. Por lo demás, no tiene ángel. Ya lo encontré desarrapado y de mala jaez cuando me vino a buscar al parque donde yo solía a drogarme, antes de que mi vida comenzara a cambiar para siempre, anteayer.
Me hace señales para que le siga, escaleras arriba. Zanjado el protocolo, podemos proceder con normalidad y así pronto nos separaremos, el tipo este y yo, que me parece que no nos gustamos nada.
—¿No vamos a la biblioteca?
—Esta noche no. Hoy pintará usted en el salón principal.
—Pues espero que haya trasladado usted todo mi equipo allí mismo —le digo, de mala gana—. Me gustaban las pinturas de la biblioteca. Sobre todo la mía.
—Pierda cuidado —contesta Dumitru—. Sus cosas están tal y como las dejó usted ayer mismo y junto a la chimenea.
Subimos mil peldaños hasta que mi respiración se desmadra, mi vista se nubla y tengo que parar. Sístole. Diástole. Sístole. Dumitru no se cansa, no jadea ni flaquea ni afloja el ritmo, hasta que repara en que yo no le sigo.
No le sigo porque estoy exhausto y porque hay un cuadro a mi derecha, colgado en el rellano de las escaleras, que me acaba de robar el aliento del todo.
En él aparece Ksyusha, posando desnuda para el dignatario kirguís. Lo sé. Sé que sólo puede ser ella. Tiene que ser su retrato. Tiene una belleza ineducada y sobrenatural. Esa sonrisa de hija de puta consentida, ese cuerpo de niña golfa, ese mobiliario de hotel, ese tufo a sóviet en el estilo pictórico, que no sé si me recuerda al realismo socialista, ese abocetado esquemático, caricaturesco, hierático; esa firma con caracteres en cirílico.
Esos ojos perforados. Alguien ha atravesado el lienzo con un objeto punzante. Ahora hay dos agujeros hundidos donde antes se había pintado su mirada. No se han molestado en restaurar el cuadro. Lo han dejado así, mutilado, cegado. Castigado.
Así que esto va en serio.
Muy en serio. Porque Iván tiene ahora el lienzo del kirguís decorando sus muros, pese a que lo abandonó tras de sí, al huir de aquel hotel de San Petersburgo.
Definitivamente, este hombre es un auténtico coleccionista, de los que recorren media Europa tras un cuadro, no importa si el cuadro es la evidencia de un crimen de Estado. No importa si el Estado le anda buscando y el criminal siempre regresa al lugar de los hechos.
Estoy cada vez más impresionado. ¿En qué me habré metido?
Dumitru tira de mi anorak y del chándal que tiene debajo. Me hace subir más escaleras. Acto seguido, abre unos enormes portones frente a mí y una formidable sala de estar de las que ya no se hacen se despliega ante nosotros.
Muebles carísimos, añejos. Una alfombra tricolor, roja, roja y roja, que me hace sentir como a una estrella que camina hacia una gala en su honor. Olor a leña de encina que arde con fuerza. Más libros, mil grimorios enlomados en cuero, un monstruoso códice de aspecto medieval. ¿Seguro que todo esto es mobiliario que venía con la casa? ¿La mujer entubada y mutilada también?
Me vuelvo a un lado y descubro que de nuevo preside la sala una imponente pintura, una imitación de calidad excepcional. Un cuadro de Marc Chagall que a mis ojos parece pintado por el propio Marc Chagall, La caída del ángel. Definitivamente, Iván sí sabe decorar el interior de su casa, pese a lo descuidado del exterior. Está vistiendo sus habitaciones con facsímiles, sí, pero siempre se trata de imitaciones escogidas con un gusto que no deja de sorprenderme. Le tengo que preguntar, porque el lienzo de hoy lo firma el mismo garabato que el de ayer. El mismo copista excepcional.
Sístole.
—¿De dónde saca usted estas pinturas, Iván? ¡Son unas reproducciones excelentes! ¡Ningún aprendiz que pudiera imitar a los maestros con tanta fidelidad seguiría copiando!
—Las pinto yo mismo —me responde enseguida, sin moverse de la butaca junto a la ventana en la que se ha recostado. Lleva puesta una bata de piel, se ha recogido las melenas en una apretada coleta, está tomando una copa de vino negro. Tanto su bata como su vino estoy seguro de que tienen una calidad excepcional, a juzgar por todo cuanto rodea a este hombre. Yo es que de vinos no entiendo, pero estoy seguro de que ésa es la bata más cara y más elegante que he visto jamás.
Iván me habla con indiferencia, no parece sentirse halagado ni por un instante. No obstante, siempre sabe ser correcto:
—Celebro que te gusten, hijo —remacha, con una desoladora humildad.
—Pues sepa usted que no es que me gusten sus copias, es que tiene usted una técnica que ya quisiera yo para mí mismo.
—También es cierto que no tengo nada dentro ni hay nada que yo pueda pintar por mi cuenta e iniciativa… Me creo capaz de copiar cualquier cuadro, eso es todo. Y eso no es pintar. Soy un intérprete, no un autor. Mis manos, mis pupilas, mi corazón son sólo máquinas muertas, sin alma.
—Tonterías, si puede usted clavar un cuadro de Chagall también puede pintar lo que quiera que hayan visto sus ojos. Y se diría que han visto muchas cosas.
Asiente con desinterés y vuelve la cabeza hacia mí para ver cómo tomo posiciones frente al caballete y, al tiempo que me quito el gorro de lana, ya estoy examinando de cerca la paleta. No se ha abierto la caja del caballete, que ayer cerré sobre el lienzo del retrato de Iván. Es uno de esos caballetes con tapa para el cuadro, con una trama de láminas de madera entrelazadas que se cierran sobre la pintura para protegerla al tiempo que facilitan el secado de los óleos. Es un detalle tan poco ortodoxo como exquisito del impresionante equipo de pintura que me ha puesto el cliente, y me viene bien para mantener mi trabajo a buen recaudo. Estoy seguro de que Iván ni siquiera lo ha mirado y lo prefiero así. Iván sabe de pintura, sabe darle tiempo al pincel. Verá su retrato cuando esté terminado y lo hará con una gran sorpresa en sus ojos negros. De modo que yo cierro o abro la cubierta sobre el caballete según sea necesario y él respeta mi decisión.
Me pongo a cambiar cajas, aparadores, muevo la arqueta, el caballete, armo un escándalo impresionante. Será un equipo magnífico, pero siempre he tratado a los útiles de pintura a golpes, incluso cuando son míos.
—Iván, me encantó escucharle hablar ayer. ¿Fue verídica toda la historia que me contó?
—Yo no cuento historias.
—Y yo no pinto retratos.
—Apuesto a que el mío lo estás haciendo muy bien, hijo.
Se escuchan sobre nuestras cabezas los pasos de unos pies desnudos, moviéndose a toda velocidad.
—Ésa debe de ser mi Ksyusha, que se acaba de despertar.
—Oh, cuánto lo siento —le contesto, bajando sensiblemente la voz—. No se preocupe, no volveré a hacer ruido con el equipo de pintura. Ya lo tengo todo colocado en su sitio. ¿Está usted posando?
Él asiente al tiempo que levanta un poco los hombros. Bien pocas cosas parecen suscitar su interés, comienzo a creer que no posa, sólo está ahí para mí. Se mueve despacio, como un gato adormilado. Vuelve la vista a la tormenta de nieve, que está hermosa, desde los ventanales del chalé. A través de vidrios de dos metros de alto se ve la tempestad tan enorme y poderosa como es desde el interior de un sórdido Talbot Horizon.
Insisto, es hipnótica, la tormenta, mucho más que el fuego de la chimenea que tengo a mi lado. Son espectáculos contrapuestos, naturaleza controlada y descontrolada que exhibe obscenamente sus formas frente a nosotros.
Estoy a gusto, estoy muy a gusto. Dumitru me trae una taza de té rojo muy caliente y cuatrocientos euros. Luego se larga y cierra tras de sí las puertas dobles del salón. Yo comienzo a mezclar aceites.
Ya podemos comenzar.
Sístole.
Diástole.
Tomo aire, arqueo el cuello y los hombros como un boxeador que está a punto de entrar en combate. Le lanzo un directo ala paleta y conecto enseguida con los óleos.
Comienza el segundo asalto. Al otro lado del cuadrilátero, un horror más viejo que el sangrar se calza los guantes y sale a mi encuentro.
Iván y yo nos ponemos en marcha hacia a la inmortalidad.