Comprendes que tu mala estrella viene de familia cuando te das cuenta de repente de que estás haciendo las mismas barbaridades que hicieron tus antepasados directos y que, para colmo, tú las estás haciendo todavía más gordas.
Porque una cosa es atravesar estas montañas tirando de una burra cargada hasta los topes, como hizo mi abuelo, el buhonero. Y otra cosa mucho peor es tratar de coronar la cima de este camino particular en mi viejo Talbot Horizon, con la que está cayendo.
Porque la nevasca que parece haberse desatado sobre la casa de Iván no es de este mundo.
Nos azotan ráfagas de copos de nieve del tamaño de un apósito de algodón. Hace un frío del demonio y ya lleva varias horas nevando, de modo que todo el camino está cubierto de blanco integral.
Yo estoy temblando igual que un flan, pero no acierto a decir si será porque temo que voy a matarme en la próxima curva, si será por culpa del frío paranormal que se está colando por todas las juntas podridas de mi coche o si será porque hace siete horas que me tocaba un pinchazo y he aguantado como un campeón, sin chutarme en toda la tarde… para estar perfecto y despejado durante toda esta noche, en nuestra segunda sesión de pintura.
Tampoco sé si lo que más me ilusiona de hoy será el pedazo de obra que estoy haciendo al retratar a un Iván tan enamorado como asesino, o si será la historia de su vida, que comenzó pareciéndome un romance sórdido e insustancial y, poco a poco, me ha ido fascinando cada vez más. ¿Realmente mató a un pez gordo y a dos tíos con los huevos negros para poder escaparse con una muchacha medio puta?
Un golpe de viento cargado de nieve me desvía de mis pensamientos y de mi trayectoria mandándome de nuevo contra el quitamiedos de acero que protege el barranco que se abre a mi derecha. El mundo me acaba de propinar otro bofetón. Otra inexorable abolladura que nos acaba de regalar la vida, viejo amigo, le digo a mi coche. Y él asiente, moviendo la cabeza de su suspensión y parpadeando con todas sus luces.
Las ruedas de mi Talbot están deshinchadas, agrietadas y desdibujadas, a partes iguales. Su motor quema gasolina y aceite, a partes iguales. Su parachoques acumula barro, óxido y abolladuras, a partes iguales.
Somos uña y mierda, también a partes iguales. En conjunto, podría decirse que voy sobre una máquina que anda harta de resbalar, medio ahogada y trompicante. Bien mirado, la cosa pinta demasiado mal.
No sé si voy a poder encaramarme por la carretera que se enrosca alrededor de este maldito pico, no creo que consiga alcanzar el chalé de Iván esta vez. Me temo que me he pasado con lo de hoy. Estoy peleando metro tras metro, a veinte kilómetros por hora, y no sé si mi coche está rodando o patinando sobre la nieve. Tal vez hace ambas cosas, a partes iguales.
Poco a poco, viejo amigo. Por eso esta noche hemos venido una hora antes de lo convenido, le digo, porque puedes tomarte tu tiempo; eso es, campeón. Sigue así. Si hoy vuelves a hacerlo prometo plantarme mañana sin falta en un desguace para cambiarte las ruedas y ponerte anticongelante. Vamos.
Tomamos dos curvas más, mi Talbot Horizon y yo. Los dos respiramos exhalando enormes nubes de vaho. Apenas podemos ver dos o tres metros más allá de nuestros respectivos radiadores, gracias al par de haces, torcidos y amarillentos, de sus faros. Las lágrimas en mis ojos tampoco ayudan. Estoy llorando y sudando como la burra de un buhonero y eso ya no es por el frío, eso es el mono.
No podemos ver al agente ruso que nos sigue. Apenas vemos la rampa más dura de todas. Ponemos primera y pisamos con cuidado. Nos sabemos un equipo perdedor, que no fue capaz de subir esa cuesta ni estando la noche despejada.
Jérôme, hubo que inyectar media papela en la arteria ulnar para poder subir ahí arriba, me dice mi coche. Y yo le digo, ya lo sé, amigo mío, pero hoy somos más viejos y valientes. Esta noche tenemos algo malo que conseguir y nada bueno que perder.
Pero la rampa está cubierta de nieve suelta, nieve que rueda por la calzada, que se mete bajo y sobre nuestras ruedas, hasta que nuestras ruedas dejan de hacer tracción.
Estamos atrapados, atascados en plena rampa.
Hacemos girar los neumáticos, ellos se limitan a dar vueltas inútiles dentro de sus guardabarros y lo único que conseguimos si aceleramos es lanzar más hielo a nuestras espaldas. Parecemos uno de esos perros de trineo que excavan un agujero en la nieve donde poderse guarecer.
Jérôme, necesitamos un chute, me dice el Conde de Shrewsbury y Talbot. Yo tiro del freno de mano hasta casi quedarme con la palanca en la mano y pongo punto muerto en el cambio de marchas. Subo la música. Me voy a drogar en este sitio. Otra vez, en este mismo sitio, el mismo de ayer. Las mismas coordenadas GPS, distinto chute.
Lo sé, esto es una locura. Es mucho peor que despanzurrar a un animal de tiro a empellones. Pero hay algo hipnótico en la nevada que me envuelve y mi mono de hoy es un enorme yeti de color blanco integral que me lanza bolas de nieve enormes y me grita que todo será mejor y diferente tras un buen pinchazo. Tras algo más de nieve, preferiblemente de la que llevo en el bolsillo del chándal.
Así que yo pongo a tope la calefacción de mi viejo Talbot Horizon, pedazo de coche debió de ser, en sus tiempos mozos. Mierda que es, a día de hoy. Sus ventanillas se empañan de inmediato, como si fuera a ponerse a llorar; pero eso ahora me da igual, yo ya no necesito ver nada en absoluto. Ojalá pudiera no mirar. Mi respiración se agita, se agita mucho, sabe que lo que viene ahora es mucho mejor que ningún orgasmo. Sístole. Diástole. Sístole. Diástole.
Los abrazos de la heroína, la música y la calefacción me acunan lo mismo que las rachas del temporal, sus embates me adormecen por un instante. Soy el bebé de la tormenta de nieve, el retoño del wendigo. Mi corazón se ha convertido en el horno donde se hinchan y se cuecen los mejores bollos.
Enciendo un cigarrillo, me muevo como un perezoso, como un viejo oso blanco, en su cueva. De repente alrededor mío se ha conjurado el paraíso, un remanso de paz en la dura cuesta arriba. Me siento por un momento como si estuviera en mi buhardilla en París, durante los años en los que el futuro me sonreía y la vida también. Yo leía poesía y leía a los maestros rusos sin otra ambición que ser el yonqui con la mejor verborrea de todo el mundo bohemio, mi vida era el arte, la vanguardia. Pasaba tardes enteras contemplando pinturas que firmaban desgraciados como yo junto a los que creía estar haciendo historia, en el nuevo expresionismo.
Sonrío. Me regodeo en mi faceta de pintor y eso me lleva a pensar en mi nuevo trabajo. Iván. Me pregunto si realmente Iván mató a todos aquellos hombres para poder escapar con la mujer a la que amaba. Hay algo en toda su historia que me suena a novela romántica, pero también es cierto que la pasión y la nitidez con la que me cuenta las cosas no son propias de un hombre que fantasea. Tengo que preguntarle si su historia es completamente cierta o terminaré retratando al héroe de sus películas en vez de al hombre frente a mí…
Rediós. Estoy divagando. Ay, viejo amigo, que a ti te patinan las ruedas y a mí las neuronas. No puedo ponerme a delirar aquí en medio. Tenemos que continuar subiendo, antes de que el frío te apague el motor para siempre. Y no, no puedo quedarme dormido aquí, no ahora. No hoy.
Trato de desperezarme y de despejarme un poco, después abro la puerta del coche. Afuera me espera la nevada hecha un puño, un shock termodiferencial que no duda en partirme la cara. Me arrebujo como puedo en mi anorak y salgo cerrándome con el puño las solapas del cuello, hasta ahorcarme con ellas; me digo que puedo conservar el calor durante unos momentos, pero un tremendo escalofrío me electrocuta en cuanto consigo poner mis zapatillas rotas sobre las tetas de la nieve. Hay tres palmos de blanco, bajo mis pies. El temporal está aullando a la luna mucho más que una perrera municipal. Y las embestidas de la nieve racheada tampoco ayudan, tengo hasta problemas para mantenerme en pie con lo ciego que voy.
Me apresuro a retirar la nieve que hay alrededor de los neumáticos, y cuando ya casi lo he conseguido, mis ruedas vuelven a deslizarse, libres, vencidas por la rampa, hacia abajo.
Dios, no.
El viejo Talbot Horizon patina cuatro metros hasta volver a impactar contra el quitamiedos. Yo estoy fuera de él, pero siento que esas malditas barandas de acero me están salvando la vida esta noche.
Camino hasta la base de la rampa y me vuelvo a meter en el coche. Se han desempañado las ventanillas y se ha echado a perder la calefacción. Me pongo el cinturón de seguridad y piso el acelerador. Vamos, viejo amigo, le digo. Vamos a intentarlo ahora, que hay mucha menos nieve sobre el asfalto. Lo tenemos que intentar.
Suelto despacio el embrague y grito cuesta arriba. Nuestras respectivas gargantas tironean, pierden aire y resuello, pero no nos detenemos. Empujón tras empujón, trepamos, patinamos, culeamos, humeamos y tiramos, todo a partes iguales. Coronamos la cuesta y luego trazamos la consiguiente curva.
Lo vamos a volver a conseguir, viejo amigo. Ya veo la casa de Iván, ahí arriba. Creo que lo tenemos casi hecho. Hostia. Diástole.
Esta noche también vamos a pintar algo, le digo, acariciando el volante.
Esta noche también huiremos juntos hacia adelante, Матрёшка.
Él se pone a trotar como si estuviera sacándome de la Unión Soviética y tuerce a la derecha.